Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo XVI
La América española
Estados berberiscos. Situación general de Europa
De 1780 a 1788
Conmociones en la América del Sur.– Causas del descontento de los indios.– Rebelión de Tupac-Amaru en el Perú.– Sangrienta alevosía con que la inauguró.– Cunde el fuego de la insurrección a otras provincias.– Amenazan los sublevados las ciudades del Cuzco y La Plata.– Trágicas escenas y horribles excesos de los indios en Oruro y otras poblaciones.– Triunfos de Reseguín sobre los rebeldes.– Prisiones y suplicios.– Arrogancia de Tupac-Amaru al frente de sesenta mil indios.– Persíguenle Valle y Areche.– Marcha penosa de los españoles.– Derrota Valle a los sublevados.– Tupac-Amaru prisionero.– Mantienen sus parientes la rebelión.– Son vencidos.– Atroz ejecución de Tupac-Amaru y su familia en la plaza del Cuzco.– La insurrección de Buenos-Aires.– Sofócala Reseguín.– Los rebeldes se acogen al indulto.– Nuevas alteraciones.– Prisión y castigo de sus autores.– Pacificación de la América Española.– Tratos de Carlos III para ponerse en paz con las regencias berberiscas.– Tratado de amistad y comercio entre España y Turquía.– Regalos del monarca español al Sultán.– Embajador turco en Madrid.– Niéganse los argelinos a hacer amistad con España.– Expediciones contra Argel: bombardeos.– Paz entre España y la regencia argelina.– Paz con la de Trípoli.– Treguas con la de Túnez.– Resultados de la paz de España con las potencias infieles.– Enlaces y alianza con Portugal.– Ingratitud y desarreglo del rey de Nápoles.– Prudente política de Carlos con las potencias europeas.– Sucesos de Holanda.– Francia y Prusia atajan los planes del emperador austriaco.– Reformas imprudentes de José II.– Amargura del papa Pío VI.– Muerte de Federico II de Prusia.– Cambio de la política europea.– Diversa situación de Inglaterra y de Francia.– Restablecimiento del antiguo gobierno holandés.– Amenaza nueva guerra.– Interviene discretamente y la evita Carlos III.– Convenio entre Francia e Inglaterra.– Convenio entre Inglaterra y España.
Aun estaba lejos de verse el término de la guerra producida por el levantamiento de las colonias inglesas de América, cuando ya habían ocurrido serios alborotos y graves conmociones en la América Española, especialmente en los virreinatos del Perú y Buenos-Aires. Dejando para otra ocasión y lugar la cuestión de si en estas sublevaciones pudo influir el ejemplo de los anglo-americanos, de si fue acierto o error de la política de Carlos III el haber fomentado más o menos indirectamente la insurrección de los Estados-Unidos, y de si hubo enlace y cohesión entre ambos acontecimientos o deben considerarse aisladamente y sin trabazón alguna, nos limitaremos aquí a indicar el principio y la terminación de los lamentables sucesos que ocurrieron en los dos países arriba indicados.
Desde 1780 habían comenzado las turbaciones, revueltas y excesos de los indios, principalmente contra los corregidores, por la opresión y los vejámenes que sufrían de estos funcionarios, y en particular por el abuso que cometían repartiéndoles y haciéndoles tomar artículos inútiles a precios muy caros y subidos. Algunos fueron asesinados, y otros estuvieron en peligro de serlo. El descontento era grande; había una tendencia manifiesta a la sublevación, y solo faltaba a los indios un jefe activo y emprendedor que los guiara. Deparóseles éste en la persona de José Gabriel Tupac-Amaru (en lenguaje peruano Tupac-Aymaru), cacique de Tungaruca en la provincia de Tinta, de la familia llamada Ampuero, que blasonaba de descender, por la línea de las hembras, de los antiguos Incas, y por la varonil, de uno de los compañeros de Pizarro. Los virreyes españoles a su llegada hacían acatamiento público a esta familia, que solía residir en Lima, como en memoria y consideración a su antigua y esclarecida estirpe; y excusado es decir que en el país era mirada con el respeto de quien representaba todavía un símbolo vivo de sus antiguos soberanos. Superior el José Gabriel a los de su raza, por haber cultivado las letras, había pasado ya por su cabeza el proyecto de restaurar el trono de sus mayores, y teníanle los indios por el más capaz de libertarlos del yugo de la dominación española. Desórdenes producidos so pretexto de intentar el gobierno español imponer un nuevo tributo a los naturales, dieron ocasión a este cacique para alzar la bandera de la rebelión tiñéndola alevosamente en sangre.
Había el corregidor don Antonio Arriaga preso algunos de los alborotadores, y Tupac-Amaru meditó tomar venganza del corregidor. Convidole a un banquete en celebridad de los días de Carlos III: Arriaga aceptó el convite; mas no bien había comenzado el festín, cuando Tupac-Amaru arrojando la máscara le intimó que se diera a prisión (4 de noviembre, 1780), y después de tenerle seis días preso le hizo ahorcar públicamente en la plaza de Tinta; apoderose de sus bienes, se puso a la cabeza de sus parciales y de un cuerpo de milicias, y se declaró libertador del Perú, y sucesor legítimo de los Incas. Un destacamento de seiscientos hombres que envió contra él el corregidor del Cuzco, después de haber sufrido varios contratiempos, fue completamente derrotado por el cacique rebelde, que orgulloso con esta primera victoria se dirigió al Cuzco, con ínfulas de ser coronado como Inca, en tanto que la insurrección se propagaba a las provincias inmediatas. Gracias a la presencia casual del teniente coronel Villalta, y a la decisión del obispo y de los eclesiásticos seculares y regulares, se organizó la resistencia y se salvó la ciudad.
Pero el ejemplo y las proclamas de Tupac-Amaru propagaron instantáneamente el fuego de la rebelión a todas las provincias situadas entre el Tucumán y el Cuzco; pocas poblaciones se mantenían por el rey: en Chayanta se renovaron los desórdenes, exacerbándolos, en vez de aplacarlos, la audiencia de Charcas con poco prudentes medidas: la prisión de Tomás Catari en la ciudad de La Plata irritó a dos de sus hermanos, que no tardaron en reunir siete mil indios, con los cuales se presentaron amenazadores e insolentes delante de la ciudad pidiendo algunas cabezas, poniéndola en consternación y obligando a hacer cortaduras en las calles para su defensa. Una partida que tuvo el arrojo de salir a buscar los rebeldes hubiera perecido toda a no protegerla en su retirada varias columnas de la ciudad (16 de febrero, 1781). De cobarde era motejado por los vecinos el comandante general don Ignacio Flores, y de tal manera se vio ya picado en su honra que tuvo que disponer una salida con las milicias y paisanos, en la cual ahuyentaron los indios haciendo prisioneros a los Cataris, que murieron en horca.
Mas la satisfacción de este pequeño triunfo fue bien pronto turbada con la noticia de los terribles excesos y trágicas escenas ocurridas en la villa de Oruro, donde los indios, excitados por dos hermanos turbulentos, y no obstante los esfuerzos del celoso corregidor Urrutia y de algunos buenos patricios, como también de las comunidades religiosas, cometieron horribles asesinatos, habiendo español a quien arrancaron de entre los pliegues del manto de la Virgen de los Dolores para clavarle el puñal. Las alarmas allí se reproducían todas las noches con caracteres tan sangrientos, que los mismos hermanos Rodríguez que habían provocado la sedición tuvieron que pedir auxilio a los españoles para escarmentar aquellas hordas de forajidos.
Y todavía estos horrores no eran comparables a los que en otros puntos estaban perpetrando los feroces indios. Aquí degollaban dentro de un templo a cien sacerdotes y mil personas más, sin reparar en edad ni en sexo; allá sacrificaban bárbaramente a un español con su esposa y seis hijos, entre ellos uno apenas salido del seno materno; en otra parte acababan a golpes a un respetable párroco al pie del ara santa y con el Señor Sacramentado en las manos. Los eclesiásticos y los corregidores eran las víctimas que escogían con frecuencia aquellos tigres de raza humana. Cuerpos de tropas fueron enviados de Buenos-Aires, que con actividad asombrosa salvaron largas distancias en persecución de aquellos desalmados rebeldes, por entre asperezas y desfiladeros, distinguiéndose por su decisión el teniente coronel de dragones, don José Reseguín, que guiado y auxiliado por algunos celosos párrocos, sorprendió en Tupiza (17 de abril, 1781) al caudillo de los sediciosos y a ciento sesenta más de los principales de ellos. Sofocó las turbulencias de otros pueblos, condenó al último suplicio a los cabezas de motín, y entró triunfante en La Plata. Servicios semejantes estaba prestando por otro lado la columna mandada por el teniente coronel capitán de granaderos de Saboya don Cristóbal López, y merced a los esfuerzos de tan bizarros jefes iban siendo escarmentadas las salvajes hordas de la provincia de Buenos-Aires, aunque les faltaba mucho todavía para volverle el reposo, casi toda ella rebelada y hecha teatro de crímenes horrendos{1}.
Era, no obstante, Tupac-Amaru quien acaudillaba en el Perú más formidable y mejor dirigida hueste, como quien tenía mas representación por su linaje y aventajaba a todos en despejo. Instantáneamente había reunido una falange de diez mil hombres, y hay quien afirma que llegaron a agruparse en derredor de su bandera hasta sesenta mil, de ellos casi una tercera parte armados a la europea. Montaba él un caballo blanco, y vestía un lujoso traje, con ciertas insignias que simbolizaban la soberanía{2}.
Era el empeño principal de este caudillo apoderarse del Cuzco, antigua capital de los Incas sus ascendientes. Con arrogancia se presentó delante de ella al frente de millares de indios al comenzar el año 1781. A batirle salieron diferentes veces los poquísimos soldados españoles que había en la ciudad, pero auxiliados por los comerciantes y por los mismos eclesiásticos, que bajo el mando del deán del cabildo se presentaron armados en socorro de aquellos pocos valientes, lograron obligar a Tupac-Amaru a replegarse sobre su provincia, y a reconcentrar allí su gente; bien que probablemente le movió más a ello la noticia de haber salido contra él fuerzas de Lima mandadas por el mariscal de campo don José del Valle, y por el visitador don José Antonio de Areche, los cuales incorporando a las tropas veteranas los muchos indios auxiliares que se les iban presentando llegaron a reunir un cuerpo de diez y siete mil hombres, número admirable, atendiendo a que todas las tropas españolas estaban ocupadas en la guerra con la Gran Bretaña.
Hacia la provincia de Tinta se encaminó el general Valle (9 de marzo, 1781), dividida su gente en seis columnas. Penosa por demás y a prueba de paciencia y sufrimiento fue la marcha: áspero y escabroso el país, cortado por riscos y montañas, de cuyas cumbres y laderas los hostigaban manadas de indios; lluvias, nieves y granizadas; falta de mantenimientos; poblaciones abandonadas y desiertas; refriegas continuas con los enemigos emboscados; no hubo género de trabajos y penalidades que no pasaran, hasta que al fin divisaron el campamento de Tupac-Amaru en una escarpada eminencia, orilla de un río. Logró Valle desalojarlos de allí, trepando valerosamente sus veteranos hasta la cima de la montaña. Al siguiente día batieron y derrotaron los españoles a un cuerpo de más de diez mil rebeldes, entre los cuales estaba Tupac-Amaru, que merced a la ligereza de su caballo se salvó vadeando el río con no poco riesgo de su persona. Entró Valle con su gente en la ciudad misma de Tinta, de donde había huido la familia del cacique. Las disposiciones que tomó para perseguirla dieron su fruto. El coronel don Ventura Larda tuvo la fortuna de aprisionar al famoso Tupac-Amaru: su mujer Micaela Bastidas, sus dos hijos Hipólito y Fernando, y algunos otros parientes suyos cayeron también en poder de aquel jefe (6 de abril, 1781).
Gran golpe llevó con esto la rebelión, pero todavía no quedó domeñada. Mantuviéronla Diego Cristóbal Tupac-Amaru, hermano del José Gabriel, y sus dos sobrinos Andrés Nogueras y Miguel Bastidas, que más feroces que aquél, acuchillaban a cuantos no eran de su raza. El valeroso Valle, después de haber llevado los prisioneros al Cuzco, dejó varias columnas en el Perú para acabar de sosegar aquellas provincias, y él se dirigió a Buenos-Aires en busca de Diego Cristóbal Tupac-Amaru, que allí se engrosó con multitud de bandas rebeldes. Más de doce mil de ellos tenían cercada la villa de Puno, y en apurada y miserable situación al vecindario. Valle salvó aquellos fieles moradores, y se los llevó consigo, porque no podían subsistir en la población. En cerros y cañadas sostuvo refriegas sangrientas con los sublevados, que se defendían desesperadamente, y preferían despeñarse de los riscos y perecer en los barrancos a caer en manos de los españoles, y después de una penosísima marcha, siempre en medio de enjambres de enemigos, logró regresar con su mermada columna al Cuzco (5 de julio, 1781), donde halló que durante su expedición el cacique José Gabriel Tupac-Amaru, Micaela su mujer, sus dos hijos Hipólito y Fernando, su tío Antonio Bastidas, un cuñado y otros varios parientes, todos habían sido ajusticiados en la plaza pública (18 de mayo, 1781), acompañando a aquellos suplicios circunstancias atroces, cuya relación hace erizar los cabellos, y no puede, ni copiarse sin repugnancia, ni leerse con ánimo sereno y sin estremecerse de horror{3}.
De caída iba la rebelión en el virreinato del Perú; manteníanla viva en Buenos-Aires los deudos y amigos de los caudillos anteriores{4}; los cuales tenían sitiada la ciudad de la Paz con doce mil indios; defendíala a costa de sacrificios y fatigas el obispo de la diócesis, y el valeroso don Sebastián de Segurola; una vez la socorrió el general don Ignacio Flores (julio, 1781); mas como otras atenciones le obligaran a alejarse, la sitiaron los rebeldes de nuevo, y entre otros medios de destrucción que emplearon fue uno el de inundar la población con el agua de las presas y estanques que habían practicado en el río, rompiendo de golpe los diques{5}. Pero aún resistían con admirable constancia los de dentro, pasando cerca de cuatro meses en aquella situación angustiosa, hasta que acudió en su auxilio con cinco mil hombres y logró salvarlos el intrépido Reseguín, no obstante hallarse muy quebrantado de salud. Tan postrado le tenían sus padecimientos, que en hombros de sus soldados tuvo que ser llevado al pueblo de las Peñas, donde se habían acogido los sediciosos; y así y todo fueron éstos derrotados, cayendo en su poder Tupac-Catari. Y como en aquel intermedio hubieran publicado bandos de indulto los virreyes de las provincias sublevadas, presentáronsele allí a gozar de los beneficios del perdón el Miguel Bastida y siete coroneles, que fue el punto en que la insurrección comenzó a marchar en visible decadencia (noviembre, 1781).
Tratos y gestiones entabló también para acogerse al indulto Diego Cristóbal Tupac-Amaru, hermano del José Gabriel, único cabeza de sedición de alguna importancia que quedaba ya, manifestando su disposición a someterse al monarca y a las autoridades españolas, siempre que viera que se ponía coto a las demasías de los corregidores que acumulaban inmensos capitales a costa de los infelices indios, reducidos por ellos a la triste situación de no tener con qué vestir ni con qué alimentar sus pobres familias, que era, decía, lo que los había puesto en el caso desesperado de apelar a las armas a falta de justicia. Entendiose para ello con el jefe de columna don Ramón Arias, e interviniendo el obispo del Cuzco y el mismo general Valle, hizo al fin su sumisión solemne aquel caudillo con todos los suyos (27 de enero, 1782) ante los dos últimos personajes en el pueblo de Sicuani. Mas como algún tiempo más adelante (enero, 1783) se promoviesen nuevas, aunque pasajeras alteraciones en algunas provincias, fácilmente sofocadas por Valle con prisión de sus autores, y como se creyera notar en Diego Cristóbal Tupac-Amaru un interés demasiado vivo en favor de los indios, redújosele también a prisión, y por último murió ahorcado y cruelmente atenaceado en la plaza del Cuzco (19 de julio, 1783), juntamente con los jefes de la última tentativa de insurrección{6}.
De esta manera quedaron apagadas las postreras chispas de la terrible sublevación de la América Meridional Española, en que se calcula haber perdido lastimosamente la vida sobre cien mil personas entre rebeldes y leales: provocada sin duda por la sórdida y abominable codicia de los corregidores, y que pudo poner en peligro la dominación española en aquellas dilatadísimas comarcas. La fortuna fue que no tuvieran los peruanos un jefe del talento, de la capacidad, y del valor e inteligencia de un Washington, y que no hubiera una nación poderosa que fomentara, auxiliara y protegiera la insurrección del Perú y de Buenos-Aires, como las tuvieron las colonias inglesas del Norte de América; que habría sido una fatalidad de consecuencias incalculables, distraídas como se hallaban a la sazón en otras guerras las fuerzas marítimas y terrestres de España. Menester fue, como medida necesaria para ver de evitar ulteriores conmociones, abolir el fatal derecho del repartimiento que los corregidores tenían y de que tanto habían abusado, y por último se aplicó el más radical remedio de suprimir la clase de administradores de justicia de aquel título en todos nuestros dominios americanos.
Aun no se habían apagado del todo estas turbulencias, ni ultimado la paz con la Gran Bretaña, cuando ya Carlos III estaba tratando de ponerse en buenas y amistosas relaciones con las regencias berberiscas, a fin de poder consagrarse con quietud y desembarazo a promover los intereses y el bienestar de los españoles. Firmada la paz con Inglaterra y sosegadas las turbaciones de allende el Atlántico, pudo ya el ministro Floridablanca emprender abiertas negociaciones en el sentido de aquel pensamiento con los Estados de África, y principalmente con la regencia de Argel, que era la que con sus piraterías estaba causando más daño a nuestro comercio y a la navegación del Mediterráneo. Mas como los argelinos se negasen a entrar en arreglos sin previo consentimiento del Gran Señor, jefe del imperio Otomano, dirigiose el ministro español a la corte del Sultán por medio del hábil negociador Bouligny, conocedor del carácter y de las costumbres de las naciones de Levante. Conveníale al sultán Achmet IV hacer alianzas y tener amigos, en ocasión que la disputa entre la Rusia y la Puerta le acababa de costar la cesión de la Crimea al autócrata; y esta circunstancia y el buen manejo de Bouligny contribuyeron a vencer los obstáculos que oponían otras potencias, y especialmente la Francia, por lo mismo que los medios que empleaba para impedir o entorpecer la negociación eran más disimulados y tenebrosos{7}.
Concluyose pues un tratado, que puede decirse de amistad y de comercio, entre el rey de España y el emperador de Turquía, con más pena que gusto de otras naciones, el cual se firmó en Madrid el 14 de setiembre de 1782, y se ratificó solemnemente en Constantinopla en 25 de abril de 1783. Y no solo terminó entonces la antigua enemistad religiosa y política entre España y la Sublime Puerta, sino que el Sultán se obligó a comunicar esta paz a las regencias de Argel, Túnez y Trípoli, a los efectos que Carlos III apetecía. Envió el monarca español ricos presentes al Gran Turco, entre ellos la magnífica tienda que había servido a Fernando el Católico en la última campaña contra los moros del reino granadino{8}, y por primera vez, de resultas de este convenio, se presentó en Madrid un embajador turco, Achmet Fuad Effendi, que fue recibido con gran ceremonia y con una pompa verdaderamente oriental.
Ni aun después de ajustado el convenio entre España y Turquía, ni con haber enviado el emperador otomano su firmán a las regencias berberiscas, quiso la de Argal entrar en tratos amistosos con Carlos III, en cuya virtud se acordó recabar por la fuerza lo que no se había podido conseguir con proposiciones de conciliación. De la que se había empleado en el sitio de Gibraltar fue fácil encomendar a don Antonio Barceló una flota de seis navíos de línea, doce fragatas y bastantes buques ligeros, para que fuese a bombardear a Argel y castigar aquel albergue de piratas. Los caballeros de Malta se prestaron a formar parte de esta expedición. Con la esperanza, que al fin salió fallida, de un arreglo por mediación de la Francia que a ello se había ofrecido, se difirió la partida de la flota, en términos que cuando llegó a la costa africana (julio, 1783), los argelinos habían tenido tiempo de prevenirse a la defensa, de fortificar la plaza, y de preparar una flotilla que impidiera acercarse a la costa. De modo que los nuestros no pudieron hacer otra cosa que limitarse a bombardear de lejos la ciudad, sin otro resultado que la destrucción de unas malas casas o chozas, habiendo consumido una inmensa cantidad de municiones. Con esto y con el temor a la proximidad del equinoccio, tan peligroso en las costas de África, determinó el jefe de la expedición dar la vuelta con sus naves a los puertos españoles. Lo cual no merecía ciertamente los elogios que consagraron los poetas a Barceló, ni la largueza con que remuneró el monarca a los jefes y oficiales de la expedición otorgándoles ascensos y grados{9}.
Una segunda expedición se preparó para el año siguiente (1784), porque fue resolución formal del monarca y del gobierno español repetirlas anualmente hasta obligar a los argelinos a desear y pedir la paz; pues sobre aprovechar de este modo las bombas y municiones de guerra que habían sobrado del sitio de Cádiz después de hecha la paz con los ingleses, se lograba por lo menos librar los mares en las primaveras y veranos de corsarios argelinos. No produjo la segunda expedición, aunque auxiliada con buques de Portugal, resultado mucho más decisivo que la primera. Ya estaban muy adelantados los aprestos para la de 1785, cuando se recibieron avisos de que la regencia se mostraba propicia a un ajuste{10}. Entonces se envió al jefe de escuadra don José de Mazarredo, de paso que hacía la prueba de dos navíos y dos fragatas nuevas, con instrucciones de lo que había de practicar. Partió Mazarredo de Cartagena, y fondeó en la rada de Argel (14 de junio, 1785). Ciertos habían sido los avisos sobre la buena disposición de la regencia, y tanto, que a los dos días (16 de junio) se ajustó un tratado entre argelinos y españoles, que si bien tropezó todavía con algunas dificultades, llegó a estipularse definitivamente sobre las bases y principios del ajustado antes con la Puerta Otomana, y con las modificaciones convenientes para libertar el comercio y las costas de España de las insolencias de aquellos piratas: medida, dice un escritor extranjero, menos brillante, pero ciertamente más útil que la toma de Argel por asalto{11}.
Menos obstáculos había ofrecido la negociación con la regencia de Trípoli. Cooperó a ello eficazmente, con real autorización, el conde de Cifuentes, capitán general de las Baleares desde la reconquista de Menorca, valiéndose oportunamente y con buen éxito de la familia de los Soleres, alguno de cuyos individuos residía a la sazón en aquella regencia, y todos de influencia y apropósito para el caso. Así la paz con Trípoli había sido ya definitivamente firmada el 10 de setiembre de 1784, y los Soleres recompensados por el rey, cada uno según le correspondía, en remuneración de aquel buen servicio{12}.
Uno de los Soleres, don Jaime, fue enviado después a Túnez para ver de arreglar un concierto con el bey de aquella regencia, que había prometido estar pronto a hacerle tan luego como supiese estar concluida la paz entre España y Argel. Mas no eran las condiciones que exigía el tunecino para ser admitidas por el agente español, y menos la de que se le pagara el ajuste a dinero contante; así fue que las rechazó con dignidad como inadmisibles el representante de España: y como el africano no se acomodase a la paz sin recompensa pecuniaria, en vista de sus comunicaciones la corte de España le ordenó que se retirase de Túnez. Suplieron en parte la falta de un tratado formal de paz unas treguas que con el bey había ajustado el patrón español don Alejandro Baselini, que aprobó el soberano, y que fueron revalidadas después (1786). De este modo se completó el sistema pacífico que se había propuesto Carlos III para sus fines políticos con las potencias infieles.
Así pudo decir un poco más adelante con fundada satisfacción el conde de Floridablanca en su célebre Memorial al rey: «Tiene ya V. M. por estos medios libres los mares de enemigos y piratas desde los reinos de Fez y Marruecos en el Océano hasta los últimos dominios del emperador turco en el fin del Mediterráneo. La bandera española se ve con frecuencia en todo el Levante, donde jamás había sido conocida, y las mismas naciones comerciantes que la habían perseguido indirectamente, la prefieren ahora, con aumento del comercio y marina de V. M. y de la pericia de sus equipajes, y con respeto y esplendor de la España y de su augusto soberano.
»Se acabó en estos tiempos la esclavitud continua de tantos millares de personas infelices, y el abandono de sus desgraciadas familias, de que se seguían indecibles perjuicios a la religión y al Estado, cesando ahora la extracción continua de enormes sumas de dinero, que al tiempo que nos empobrecían pasaban a enriquecer nuestros enemigos, y a facilitar sus armamentos para ofendernos. En fin, se van poblando y cultivando con indecible celeridad cerca de trescientas leguas de terrenos los más fértiles del mundo en las costas del Mediterráneo, que el terror de los piratas había dejado desamparados y eriales. Pueblos enteros acaban de formarse con puertos capaces para dar salida a los frutos y manufacturas que proporciona la paz y la protección de V. M. De todas estas cosas vienen avisos continuos, que V. M. recibe, y no cabe la relación de ellas en este papel.»
«Asegurada la paz externa (continuaba Floridablanca), pensó V. M. en darle, si es posible, mayor seguridad con los enlaces que adoptó entre su real familia y la de Portugal.»
Comprendiendo, en efecto, Carlos III la conveniencia de estar en estrecha amistad y alianza con una nación tan vecina, como que forma parte de la península ibérica, destinada a ser hermana de la española, ya que no fuesen las dos, como en otro tiempo, una misma, dedicose a estrechar con nuevos lazos las relaciones de parentesco que unían ya las familias que ocupaban ambos tronos. Y así, con el sigilo con que acostumbraba a tratar estas cosas, negoció y llevó a cabo el doble enlace de su tercer hijo el infante don Gabriel con la infanta de Portugal doña María Ana Victoria, y el de la infanta doña Carlota, primogénita del príncipe de Asturias, con el infante don Juan de Portugal, hijo segundo de aquellos monarcas. Las dobles bodas se celebraron en Lisboa y en Madrid (marzo y abril, 1785) con general alegría de ambos pueblos, y no sin alguna envidia de otras naciones, que no dejaban de conocer las ventajas de la unión política de los dos reinos peninsulares. El gusto con que Carlos III hizo estos matrimonios le mostró bien en la generosidad y largueza con que remuneró a todos los que habían intervenido en los tratos{13}.
No dejó de agriar el contento de estas bodas la muerte del infante don Luis, hermano del rey, que sobrevino a los pocos meses en el pueblo de Arenas (7 de agosto, 1785). Este príncipe, a quien Carlos amaba mucho, y a quien frecuentemente llevaba consigo en las expediciones de caza, vivía retirado desde que contrajo matrimonio desigual, o de conciencia, bien que con el permiso del rey su hermano, con doña Teresa Vallabriga, dama aragonesa de una ilustre familia de aquel reino, de la cual dejaba tres hijos, que Carlos III tomó bajo su protección, y prometió recomendar a la del que le sucediera en el trono, fiando desde luego su educación al arzobispo de Toledo don Francisco Lorenzana{14}. Carlos dio muestras de haber sentido mucho la muerte de su hermano menor.
De otro género eran los disgustos con que seguía mortificándole su hijo el rey de Nápoles. En otra parte hemos hablado ya del desorden de aquella corte y de los escándalos de aquel palacio, producidos por los desarreglos del rey, y por las ligerezas y falta de recato de la reina, tan contrario a la severidad de costumbres de Carlos, y al orden y moralidad que se advertía en todo lo que le rodeaba. Cuantos esfuerzos había hecho el monarca español para apartar de tan mal camino a sus hijos los reyes de las Dos Sicilias y para moralizar aquel palacio y aquella corte que no podía menos de mirar con interés, habían sido infructuosos; y tanto, que tomó el partido prudente, aunque doloroso, de no comunicarse con su propio hijo. Solo cuando le vio totalmente extraviado en política como lo estaba en la vida privada, y que amenazaba una ruptura escandalosa por la imprudente conducta de Fernando a consecuencia de los matrimonios de los infantes e infantas españolas y portuguesas, creyó de su deber aconsejarle que separase al ministro que así le precipitaba, lo cual bastó para que se le imputara que quería influir y aun mandar en Nápoles. Amargamente y como un padre justamente resentido se quejaba Carlos de la ingratitud de su hijo, y de su comportamiento con el padre a quien debía el trono, y con los ministros españoles y todo lo que pertenecía a España{15}.
Era en verdad la única corte que a la sazón causaba disgustos a Carlos III. Con las demás estaba bien, y fue el período en que pudo entregarse con más sosiego a las mejoras de la administración interior, que fueron muchas, como luego habremos de ver, restándonos ahora dar una idea de la política del gobierno español para con las demás potencias, después de las anteriores guerras y de las recientes paces y alianzas que acababa de celebrar.
Confiesan los historiadores extranjeros, y en esto hacen justicia a Carlos, que en esta época no solo procuró evitar que España se viese comprometida en nuevos conflictos a causa de las animosidades que había dejado la guerra anterior, sino que empleó, y no sin fruto, su intervención con otras naciones a fin de mantener y asegurar la tranquilidad pública. De contado los enlaces de los príncipes españoles y portugueses sirviéronle para hacer que Portugal entrara en el sistema político de los Borbones, y aun consiguió que hiciera alianza con Francia, y que esta nación participara de las ventajas mercantiles de que hasta entonces solo habían disfrutado los ingleses. Como mediador se presentó también más adelante entre aquellas dos naciones, arreglando las disputas que se suscitaron sobre el comercio de África.
Inglaterra era sin duda la que había quedado más quebrantada y más sentida de la última guerra, y como no faltaba quien explotara el descontento y aun la exasperación pública, y quien agitara y concitara los ánimos del pueblo contra el gobierno y el desacuerdo entre el gobierno y el reino, temíase que las cosas llegaran al extremo en aquella nación. Mas por fortuna la administración del joven Pitt, que gozaba al mismo tiempo del favor popular y de la confianza del soberano, cambió admirablemente la situación de la Gran Bretaña, mejoró la hacienda hasta un punto que parecía increíble, y que sobrepujó los cálculos y las esperanzas de todos, afianzó la paz interior, e hizo que en lo exterior recobrara aquella potencia su anterior energía.
Orgullosa Francia con el resultado de la guerra de América tan funesto a su rival, no reparaba en su flaqueza interior. El hábil ministro Vergennes en medio de los quebrantos del reino supo mantener el ascendiente que acababa de cobrar en las cortes de Europa, impedir el engrandecimiento de Austria conservando mañosamente su amistad, y estrechar con destreza la unión con Prusia para estorbar los designios de la corte de Viena, y dividir y debilitar el imperio germánico. Y sobre todo, halagando y excitando al partido republicano de Holanda, le puso en actitud de cometer los excesos que produjeron la caída del Estatuder y el establecimiento de una nueva constitución, principio de otros importantes acontecimientos.
El emperador José II de Austria había defraudado completamente las esperanzas que su capacidad había hecho concebir de su gobierno después del sosiego y prosperidad que el imperio había alcanzado en los últimos años de su madre María Teresa. Su política exterior, propia de su genio ambicioso e inquieto, puso a riesgo de turbarse de nuevo la tranquilidad europea; pero sus locos proyectos y pretensiones respecto a los Países Bajos se estrellaron en la oposición abierta y decidida de Prusia, y en la diestra intervención y secreto influjo que hemos indicado de la Francia. En la gobernación interior había emprendido un sistema de reformas precipitado e imprudente, en que no respetó, no solamente las preocupaciones y los usos populares, sino ni las instituciones morales y políticas que forman la base de todo estado, dando lugar a que el descontento estallara en movimientos que hacían temer sobreviniera una disolución social. Fueron sin duda las más notables de estas reformas las innovaciones relativas a materias eclesiásticas, que obraron un repentino y completo cambio en el gobierno y disciplina de la iglesia del imperio. Todas las órdenes religiosas dedicadas a la vida contemplativa fueron suprimidas, y a las demás las relevó de la dependencia de Roma, poniéndolas bajo la sola jurisdicción de los ordinarios: con el solo recurso a éstos podían secularizarse los frailes, y dejar las monjas los conventos cuando quisieran, y volverse a sus casas, disfrutando una módica pensión: quitó a Roma la provisión de los obispados de Milán; autorizó la enseñanza de las doctrinas protestantes en las universidades, y mejoró la condición de los judíos; dio libertad a la imprenta, y mandó que circularan libremente todos los libros prohibidos, a excepción de los que prohibiera el soberano.
Estas y otras semejantes reformas, comprendidas en las llamadas leyes Josefinas, llenaron de amargura el corazón del pontífice Pío VI, que viendo el ningún fruto que sacaba con los Breves apostólicos que dirigió al emperador reformista, determinó, no obstante su avanzada edad y su quebrantada salud, hacer un viaje a la corte imperial a exhortarle y suplicarle personalmente que revocara unos decretos que tanta perturbación ocasionaban en la cristiandad. Tampoco con el viaje consiguió nada el virtuoso pontífice; mostrose obstinado e incorregible el emperador: en vez de ablandarle los ruegos del venerable peregrino, más tarde hizo el mismo José una visita a la ciudad santa, y a su regreso de Roma suprimió un gran número de comunidades{16}.
La muerte de Federico II de Prusia (17 de agosto, 1786), de aquel soberano a quien la admiración de Europa y el reconocimiento de su país dieron el título de Grande, produjo un cambio en la política general de Europa, y más inmediatamente en las relaciones y en los proyectos de la Francia, que debía a la alianza con la corte de Berlín la preponderancia que en Alemania había adquirido. Porque Federico Guillermo, sobrino y sucesor del monarca prusiano, sin los compromisos de su tío con Francia y sin sus prevenciones contra Inglaterra, inclinose del lado de esta nación, y favoreció en Holanda al Estatuder y los de su partido, y fue causa de que se restableciera el antiguo régimen derrocado por la influencia francesa. Aquí fue donde se vio la política prudente y conciliadora de Carlos III de España, tanto para huir de envolverse en compromisos como los anteriores, cuanto para evitar que se turbara de nuevo la tranquilidad europea. Si bien no podía ver con pasiva indiferencia la preponderancia que la reciente revolución de Holanda hacia perder a los Borbones, y manifestó su resolución de no consentir la humillación de la familia, haciendo preparativos de guerra y ofreciendo a Francia asistirla con fuerzas de mar y tierra si la Inglaterra la atacase, tampoco desconocía los fundados motivos de resentimiento que tenía la Gran Bretaña, y no dejaba de exhortar al gabinete inglés a que no exasperara a la Francia con exageradas demostraciones de alborozo por su reciente triunfo en los negocios de Holanda, sino que usara de él con templanza y moderación.
No fue sordo el gobierno británico a las prudentes exhortaciones del monarca español. Declaró que su propósito se limitaba a defender sus intereses y a intervenir en el restablecimiento del antiguo gobierno holandés; con lo que Carlos no solo se aquietó, sino que aplaudió esta conducta; y con esto, y con proteger y apoyar el partido pacífico de Francia, acertó a llevar las cosas a un punto, que además de no estallar la guerra que es de presumir se hubiera encendido de nuevo sin esta prudente y eficaz intervención, fue admirable que Inglaterra y Francia, tan enemigas y rivales, se entendieran de modo que llegaran a firmar un convenio (17 de octubre, 1787), mediante el cual se obligaban mutuamente a poner en pie de guerra sus fuerzas terrestres y marítimas, y a no intervenir con la fuerza en los negocios de Holanda: resultado de que muy fundadamente pudo vanagloriarse Carlos III{17}.
También mediaron negociaciones particulares entre las cortes de Madrid y Londres para ver de arreglar definitivamente los puntos que entre estas dos potencias habían quedado indecisos o pendientes en el tratado de paz. Siempre había sido Gibraltar el tropiezo para todos los tratos. Si en el ministerio Shelburne había dejado columbrar el gabinete inglés algunas esperanzas de devolución, éstas habían desaparecido, si por acaso alguna vez se creyó en ellas, con la negativa expresa de Fox. Por otra parte, nunca en este punto aflojaba el interés de Carlos III, ni cedía el empeño del ministro Floridablanca. Era el tema perpetuo de discusión, y a la obstinación de Inglaterra correspondía la perseverancia no menos tenaz del monarca y del gobierno español. Revivió en la corte española alguna esperanza con el nombramiento de Pitt, que había formado ya parte del ministerio Shelburne, y pareció ocasión oportuna para renovar la pretensión. «Considero a Gibraltar, decía Floridablanca, como una plaza cuya importancia y valor se ponderan tal vez demasiado, pero que es una espina perpetua para España, y un grande obstáculo para que sea cordial y sincera la amistad entre las dos naciones. Durante mucho tiempo he estudiado este negocio bajo todos sus aspectos, reflexionándolo mucho. Mil compensaciones habría equivalentes a los ojos de la cordura nacional, pero en Inglaterra hay preocupaciones que ahogan todos los demás argumentos.» Mas convencido de que no había compensación que moviera al gobierno británico a acceder a la cesión de Gibraltar, tuvo que dejar de insistir en ella, aunque de mal humor. Conveníale, no obstante, a Inglaterra, y en ello tenía el mayor interés, no enojar a la corte de España ni ponerla en el caso de apoyar otra vez por resentimiento los proyectos de los franceses, y de esta circunstancia se aprovechó el gabinete de Madrid para obtener del de Londres concesiones ventajosas en la cuestión relativa a los límites de los establecimientos ingleses en la bahía de Honduras; y no lo fueron poco las cláusulas del convenio, a que se debió el poder atajar el inmenso contrabando que hasta entonces habían estado haciendo los ingleses desde aquellos establecimientos con las vecinas colonias. No faltó quien hiciera una moción en el parlamento proponiendo la desaprobación del tratado como desventajoso a la Gran Bretaña, pero interesábale a la sazón al gobierno inglés no irritar al español, aunque fuese a costa de algún sacrificio, y el convenio fue ratificado, con no poca satisfacción de Carlos III{18}.
Tales fueron los principales rasgos y los resultados más notables de la política exterior de Carlos en los años que iban tocando ya al fin de su reinado: política de que le felicitaba Floridablanca diciendo: «Después de los matrimonios y tratados con Portugal han ocurrido con las potencias extranjeras varios sucesos importantes, que sería largo referir, en que V. M. ha conseguido hacerse respetar y venerar de un modo pocas veces visto de más de dos siglos a esta parte. Basta por ahora recordar lo que experimentó en el año pasado de 1787 al tiempo que las turbaciones con la Holanda y las desavenencias con este motivo de la Francia con la Inglaterra y Prusia amenazaban un incendio general a la Europa. La voz de V. M. levantada con tanto vigor como prudencia se hizo oír en aquellos y otros gabinetes, y sus disposiciones y preparativos calmaron la tempestad, asegurándose la paz, y aun la mejor armonía con Prusia, y con la misma Inglaterra.{19}»
{1} Relación compendiosa de los principales hechos acaecidos en la sublevación del Perú, que principió en mayo de 1780.– Carta del obispo de Cuzco al de la Paz.– Angelis, Colección de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna del Río de la Plata.– Informe del fiscal de la audiencia de Charcas sobre la tragedia ocurrida en la villa de Oruro.– Partes de Reseguín y del gobernador Mestre al virrey de Buenos-Aires.– Lista de los corregidores que han muerto en las sangrientas manos de los indios sublevados desde la provincia de Tinta, &c.
{2} Ferrer del Río, que consagra a esta rebelión un capítulo entero, a la cual William Coxe dedica dos solas páginas, describe así el traje del cacique rebelde, tomándolo de una relación contemporánea: «Traje azul de terciopelo galoneado de oro, y encima la camiseta o unco de los indios, cabriolé de grana, sombrero de tres picos, y como insignias de la dignidad de sus antepasados, llevaba un galón de oro ceñido a la frente, y del propio metal una cadena al cuello, con un sol al remate. Sus armas eran dos trabucos naranjeros, pistolas y espada.»–Historia de Carlos III, lib. V, cap 5.
{3} Solo como muestra de que no exageramos podemos decidirnos a estampar, haciéndonos violencia, algunas particularidades de estas sangrientas ejecuciones, referidas por testigos oculares. Prescindiendo de la crueldad de haber hecho a un niño de diez años presenciar el suplicio de los autores de sus días, y pasar por debajo de la horca, al José Gabriel, jefe de aquella desdichada familia y del levantamiento, le hicieron cortar la lengua en medio de la plaza por mano del verdugo, luego tendido en el suelo atáronle pies y manos a las cinchas de cuatro caballos, para que arrancando éstos a la carrera partieran su cuerpo en cuatro partes; y como los caballos fuesen débiles y les faltaran fuerzas para dividirle, descoyuntáronle teniéndole en el aire un buen espacio, hasta que se dispuso cortarle la cabeza. No mencionaremos otros pormenores de esta especie. Castigos ejecutados en la ciudad del Cuzco: Anónimo.– Otra Relación histórica de los sucesos de la rebelión de Tupac-Amaru.– Diario de las tropas que salieron del Cuzco, &c.– Oficios del visitador Areche.
{4} Eran los principales de aquellos Tupac-Catari, Miguel Bastidas, Andrés Nogueras, y una mujer llamada la Bartolina, esposa o amante de uno de los rebeldes.
{5} Igual operación habían ejecutado en el pueblo de Sorata, causando deplorables estragos.
{6} Proceso formado a Diego Cristóbal Tupac-Amaru, Manuscrito en folio, de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia.
{7} Floridablanca, en su Memoria, se muestra altamente resentido del comportamiento de la Francia en este negocio, y aunque guarda la consideración de no nombrarla, de sobra se trasluce que alude a ella cuando habla de falacias, artificios, mentiras y fingimientos.
{8} Bourgoing, Cuadro de la España moderna.– Parece que entre los regalos que se enviaron al Gran Turco fue uno el de veinte y cinco piezas de paño fino, como muestra del estado de la fabricación en España.
{9} «Digno aplauso del Excmo. señor don Antonio Barceló por la expedición contra Argel en agosto de 1783, proferido en varios metros por don Francisco Mariano Nifo.»– «Endecasílabos que con motivo del bombardeo de Argel ejecutado en el mes de agosto de este año por el Excmo. señor don Antonio Barceló, teniente general de la Real Armada, escribía don Vicente García de la Huerta.»– Lista de las gracias y ascensos concedidos por S. M. a los jefes y oficiales de la expedición de Argel: Suplemento a la Gaceta del viernes 26 de setiembre de 1783.
{10} No es por consecuencia exacto lo que asienta William Coxe, a saber, que se suspendieron estas agresiones, porque solo servían para exasperar a un partido sin ser de provecho a otro.– Reinado de Carlos III, cap. 76.– Las agresiones sirvieron al objeto, como se puede ver en la Memoria de Floridablanca, y la tercera se suspendió por la razón que hemos dicho.
{11} Correspondencia y partes de Mazarredo, en las Gacetas de agosto y setiembre de 1785.– Memoria de Floridablanca.
{12} Correspondencia entre los Soleres, Cifuentes y Floridablanca, desde setiembre de 1783 a octubre de 1784.– Real orden de 26 de octubre concediendo mercedes a aquella familia.– Becatini, Vida de Carlos III.
{13} A nuestro embajador en Portugal, conde de Fernán Núñez, se le dio plaza con sueldo en el Consejo de Estado; al marqués de Lourizal, embajador en Madrid, se le dio el Toisón; a don José de Gálvez, que leyó y firmó las capitulaciones, el título de marqués de la Sonora, libre de lanzas y anatas; al marqués de Llanos, que pasó a las entregas, plaza también efectiva en el Consejo de Estado; al duque de Almodóvar el empleo de mayordomo mayor y caballerizo de la infanta portuguesa; se ofreció encomienda para su hermano el Patriarca que hizo los matrimonios; y en fin, hasta los capellanes de Honor de la jornada obtuvieron pensiones, y otros particulares algunas gracias de la munificencia de V. M.»– Floridablanca, Memoria.– Fernán Núñez, Compendio.
«Quiso el marqués de Lourizal, añade aquel ministro, persuadirme que correspondía concederme el Toisón, como gracia que se había hecho a varios ministros de Estado mis antecesores, y aun al marqués de la Ensenada sin serlo... Repugné y contradije a Lourizal... diciendo que mi premio consistía en la satisfacción que resultaba a V. M. de mis tales cuales servicios, sin intriga ni maniobra para mis adelantamientos, &c.»
{14} Este infante don Luis, último hijo de Felipe V y de Isabel Farnesio, es el que obtuvo el capelo de cardenal a la edad de diez años: mas no teniendo temperamento apropósito para el celibato, ni carácter para acomodarse a la severidad y pureza de costumbres que aquel estado, y más en el que ocupa altas dignidades, requiere, renunció la más elevada de la iglesia española, solicitando le autorizase el rey su hermano para poderse casar con la dama que fuese más de su agrado. Alcanzado el real permiso, casó el infante don Luis (junio de 1776) con doña Teresa de Vallabriga, bien que sometiéndose a la privación de los títulos y honores que le sujetaba la reciente pragmática real de 23 de marzo de 1776 sobre matrimonios desiguales.– Los tres hijos que dejó el infante don Luis fueron, el que luego veremos cardenal de Borbón y arzobispo de Toledo, la condesa de Chinchón, y la duquesa de San Fernando.
{15} Instrucción del rey al embajador de Viena.– Correspondencia entre Aranda y Floridablanca.
{16} Historia del Imperio.– Vida de José II.– Dini, Diario de la memorable peregrinación apostólica de N. Smo. P. Pío VI a la corte de Viena.
{17} Siempre es agradable ver a los escritores ingleses hacer en esto justicia al monarca español. Véase William Coxe, España bajo los Borbones, c. 77.
{18} Comunicaciones de lord Auckland.– Reyden, Observaciones relativas a este convenio.
{19} Memorial de Floridablanca.