Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo XVII
Reformas útiles
Sistema de beneficencia pública
De 1777 a 1788
Empeño en desterrar la holganza y en inspirar apego al trabajo.– Ejemplo del rey con los mendigos de los sitios reales.– Asilos de beneficencia.– Hospicio de Madrid.– Providencias para el recogimiento de mendigos.– Junta general y diputaciones de caridad.– Sus deberes y atribuciones.– Distribución de limosnas.– Medidas contra vagos, ociosos y pretendientes en corte.– Asociación benéfica de Señoras.– Escuelas gratuitas de niños y niñas pobres.– Enseñanza de labores y oficios.– Multiplicación de hospicios y casas de misericordia en provincias.– Hospitalidad domiciliaria.– Celo caritativo de los prelados españoles.– Fondo Pío Beneficial.– Sistema organizado para desterrar la vagancia y socorrer la verdadera necesidad.– Ideas del ministro Floridablanca sobre este punto.– Escritos y publicaciones sobre el ejercicio discreto de la caridad y de la limosna.– Certamen promovido por la Sociedad Económica de Madrid: premio.– Declara el rey oficios honestos y honrados los que antes se tenían por viles e infamantes.– Provisión contra falsos peregrinos, fingidos estudiantes, titereros, y buhoneros ambulantes.– Célebre pragmática reduciendo los gitanos a la vida civil y cristiana: resultado que produjo.– Ocupación de mujeres en fábricas y manufacturas.– Organización de socorros públicos en las epidemias.– Ejemplo del rey.– Pragmática para la formación y construcción de cementerios fuera de las poblaciones.– Firmeza, pulso y discreción con que se planteaban estas reformas.
Una de las cosas que causan más admiración, y que al propio tiempo honran más a este reinado, es la solicitud y el afán con que el soberano y sus ministros, en medio de tantos, tan graves y complicados negocios como abarcaba su política exterior y sus relaciones con todas las potencias de Europa, se consagraban a mejorar la situación interior del reino, a establecer el buen orden y concierto en la administración del Estado, a moralizar y civilizar la sociedad española. Algunos capítulos hemos dedicado ya a dar noticia de las providencias y medidas que en este sentido habían ido sucesivamente dictando el monarca y sus ministros, consejos y tribunales, en los dos primeros períodos de este reinado{1}. Cúmplenos ahora continuar la misma tarea desde la época que aquellos abarcaban.
Un rey tan ilustrado, tan celoso y de tan buenos deseos como Carlos III, y unos ministros tan instruidos, tan laboriosos y tan eficaces como los que él sabía escoger y llamar y conservar a su lado, no podían tolerar, ni menos ver con indiferencia, sin aplicar la mano al remedio, los males, los desórdenes, los vicios y los crímenes que en toda sociedad ocasiona y produce el desapego al trabajo, la ociosidad y la vagancia. De no poderse citar, por regla general, los naturales de este país como modelo de laboriosidad y de afanoso ahínco al trabajo, no es la primera vez que nos lamentamos en nuestra historia. Causas se reconocen naturales para ello, que por desgracia no está en el poder de los hombres evitar. Pero a modificar éstas en lo posible, y a corregir las que de humano origen proceden debe consagrarse todo gobierno que comprenda que es el trabajo y la ocupación la verdadera fuente de la moralidad y de la prosperidad de los pueblos. Y el soberano que tanto había hecho por dar a la corte de España la material decencia y aseo, y el ornato público que tan bien sientan a un pueblo culto, y de que tanto necesitaba en su tiempo, no podía menos de acoger con gusto las medidas que sus ministros le propusieran para limpiar la corte y el reino de la plaga de ociosos, vagos y mendigos voluntarios que le infestaban y corrompían, promoviendo la educación y la aplicación al trabajo.
El caso era que el mismo monarca, sin advertirlo, había estado fomentando la holganza con las limosnas que en abundancia mandaba repartir en las jornadas y partidas de caza a las gentes de los pueblos comarcanos a los bosques y sitios reales. Atraídos del aliciente del socorro, siempre que el rey tenía cacería, y teníalas con frecuencia, descolgábanse de toda la comarca enjambres de hombres, mujeres y niños, abandonando sus casas y labores, seguros de ganar mejor jornal y volver más alimentados con andar al rededor de la regia comitiva que si invirtieran el día en el cultivo de la tierra o en la faena de su oficio; y la vuelta a sus hogares, de noche, y mezcladas numerosas cuadrillas de ambos sexos, no favorecía tampoco a la pureza de las costumbres. Tan pronto como Floridablanca le advirtió un día, acompañándole en la jornada al Escorial, los inconvenientes de aquella manera de distribuir limosnas, el modo mejor de socorrer a los verdaderos pobres y necesitados de los pueblos, y la necesidad de corregir el hábito de la mendicidad, Carlos III, que siempre acogía con gusto toda idea provechosa que le inspiraran los consejeros de su confianza, Carlos III, que había dado ya la ordenanza de vagos y dispuesto las levas para aplicar al servicio del ejército o de la marina los ociosos y mal entretenidos, prohijó desde luego y sin vacilar el pensamiento de su primer ministro, y de aquí tuvo principio una serie de disposiciones que vinieron a formar un sistema general de beneficencia y de impulso y fomento al trabajo, que es uno de los caracteres que distinguen y enaltecen más este reinado.
Abrió la marcha en este sentido una real orden (18 de noviembre, 1777), mandando que en cada uno de los sitios reales se estableciese un asilo provisional, en que se recogiera y alimentara a costa del real Erario a todos los que fueran aprehendidos pidiendo limosna, hasta trasladarlos al Hospicio de Madrid, donde se mantendría y educaría a los verdaderamente pobres e impedidos, entregando los demás a las justicias para que les aplicaran la ley de vagos. Se prevenía a los de los pueblos de dos o tres leguas a la redonda de Madrid y sitios reales que impidiesen la salida de sus vecinos y moradores a pordiosear como acostumbraban, reservándose S. M. socorrer a los verdaderamente necesitados por medio de los párrocos de los mismos lugares y de otras personas de su confianza, y recomendaba al Consejo que con el mayor celo y actividad fomentara la creación de hospicios para el recogimiento de los mendigos, y muy especialmente de niños y niñas, «no teniendo derecho los padres que abandonan a sus hijos (decía muy sabiamente la real orden), o que no los educan y mantienen sino en el ocio y en los vicios, a impedir al soberano que tome sobre sí este cuidado paternal.{2}»
Puesto en este buen camino, Carlos III continuó por él con aquella asiduidad y perseverancia que acostumbraba en todo lo que emprendía, y que formaba uno de los rasgos más distintivos de su carácter. Propúsose que Madrid, como centro y capital del reino, fuera el modelo de las demás poblaciones en cuanto a los medios de desterrar la vagancia y la mendicidad, excitando al Consejo a que dictara prontas providencias para extinguirla, y ordenando desde luego y haciendo saber por carteles fijados en todos los parajes públicos{3}, que en el término de quince días todos los mendigos forasteros se restituyesen a los respectivos pueblos de su naturaleza o vecindad, donde a su tiempo se proveería respecto a ellos lo conveniente, y que todos los que, trascurrido dicho plazo, fueran hallados pordioseando se recogieran en los hospicios de Madrid y de San Fernando, donde se daría sustento, educación y trabajo a los niños de ambos sexos y los verdaderamente impedidos, destinando los demás a los servicios de guerra y marina, remitiéndose listas nominales y semanales de todos los mendigos, con expresión del destino que a cada uno se diese. Con respecto a los pobres llamados vergonzantes, que por su condición, achaques o edad no pedían limosna, mandábase formar Diputaciones de parroquias, por cuyo medio y el de los alcaldes de barrio se le informara de su número y necesidades para aplicar las oportunas providencias, excitando al propio tiempo a la Sociedad Económica de Amigos del País, al clero secular y regular, y a las personas acomodadas a que proporcionaran ocupación honesta a las familias de los pobres vergonzantes.
Dio el Consejo de Castilla testimonio de su celo por el cumplimiento de los benéficos y humanitarios fines del soberano, como se vio por los autos acordados de 13 y 30 de marzo (1778). Por el primero se ponía en ejecución lo ordenado respecto al recogimiento de mendigos, haciendo cooperar a tan laudable obra a los alcaldes de casa y corte, a los de cuartel, al corregidor y sus tenientes, al colegio de escribanos reales y demás funcionarios y auxiliares de la justicia. Por el segundo se creaban Diputaciones de caridad en cada uno de los sesenta y cuatro barrios, comprendidos en los ocho cuarteles en que antes había distribuido la capital el conde de Aranda. Componían cada diputación el alcalde del barrio, un eclesiástico nombrado por el párroco, y tres vecinos acomodados y conocidos por su honradez y sus sentimientos de caridad. De este cargo no había de poder excusarse nadie, y los servicios que en él se prestaran se considerarían como mérito especial para las pretensiones. La junta había de celebrar sesión por lo menos todos los domingos en locales que se designaban, averiguar la certeza de las necesidades, distribuir convenientemente el fondo de socorros, que se había de guardar en un arca con tres llaves, proporcionar amos o maestros a los jóvenes desvalidos, socorrer a los jornaleros desocupados, enfermos o convalecientes, informar de las cofradías o fundaciones piadosas cuyos fondos pudieran aplicarse a este objeto, &c. De este auto se remitieron ejemplares a todos los conventos y parroquias, y quedó prohibido pedir limosna en los pórticos y dentro de las iglesias, lo cual, sobre producir indevoción, daba ocasión y lugar a frecuentes robos.
A esta creación siguió la de la Junta general de Caridad, que desde luego se estableció en Madrid, compuesta del gobernador de la Sala de Alcaldes, el corregidor, el vicario y visitador eclesiástico, un regidor del ayuntamiento, un individuo del cabildo de curas y beneficiados, y otro de la Sociedad Económica de Amigos del País, a los cuales se agregó después (setiembre, 1778) el promotor de obras pías. Para el gobierno y dirección de esta Junta formó el Consejo una Instrucción, en la cual se fijaban sus deberes, atribuciones y facultades. Entre éstas figuraba la de hacer conmutaciones y aplicaciones de obras pías a favor de las hermandades de caridad; pues, como se estampaba en dicho documento, «si ha caducado el objeto de la fundación de la obra pía, el destino a socorro de los pobres no es conmutación, sino justa aplicación de unos bienes vacantes al ejercicio de la caridad con los pobres:....– Si la mayor utilidad del Estado, y luces que ha ido adquiriendo la economía política, encuentra inconvenientes en la fundación, es propio oficio de la jurisdicción sustituir aquella justa inversión que daría el fundador mejor instruido, y que él no pudo prever, dependiendo el arreglo de la progresión de los tiempos, en lo cual no se altera la sustancia de la voluntad, antes se mejora el orden de la distribución.{4}» Encargábase también cercenar todo lujo y gastos superfluos en el culto, porque así quedaría más fondo para el ejercicio de la caridad con los pobres. A medios como éstos había sido debida la erección de los hospicios de Granada y de Gerona. Las congregaciones de caridad de cada parroquia dependientes de esta junta habían de pedir a las puertas de los templos, y una vez cada tres meses por las casas de los vecinos acomodados.
Para que la distribución pudiera hacerse con toda equidad y justicia, y no se confundieran los verdaderos necesitados con los que fingieran serlo, o con los que lo eran por holganza, se encargó a los alcaldes de barrio la mayor exactitud y escrupulosidad en las matrículas de vecindad, mudanzas de domicilio, visitas de posadas, y todo lo perteneciente a empadronamientos. Y como hubiese muchos que so color de pretendientes a empleos se venían a la corte y hacían una vida ociosa, se los mandó salir en un término perentorio (7 de setiembre, 1778) a los pueblos de su naturaleza o vecindad, y se ordenó por la superintendencia general de la real Hacienda a todos los directores de Rentas hiciesen entender a todos que ni se les daría destino, ni se les propondría, en tanto que no se retirasen a sus respectivos domicilios, y dirigiesen desde allí sus instancias o pretensiones.
Cierto que al principio, o por la falta de costumbre, o porque no dejaba de haber quien sostuviera la doctrina de la libertad de pordiosear (que nunca a los añejos abusos faltan sus defensores), no recogieron las diputaciones tantas limosnas como se había esperado, y fue menester que el real tesoro acudiera con socorros anuales de alguna cuantía a las obligaciones y necesidades que la Junta general de Caridad se había impuesto, al sostenimiento del hospicio general, a personas distinguidas, honradas y vergonzantes, a labradores y artesanos, a huérfanos y viudas de militares, a las cárceles, y a la galera o casa de reclusión de mujeres públicas, donde por medio del trabajo se consiguió convertir a las que habían sido abominables y desgraciadas rameras en mujeres laboriosas y morigeradas. Una asociación de señoras se formó para este fin, autorizada por el rey, con el más feliz resultado{5}.
Entre los frutos de más utilidad y provecho que produjeron, así las sociedades económicas y patrióticas, de cuya creación dimos ya cuenta en otro lugar, como estas diputaciones y juntas de beneficencia, debe contarse el establecimiento de multitud de escuelas gratuitas de enseñanza, en que aquellas y éstas trabajaron a porfía y con digna y noble emulación, así para las niñas pobres y abandonadas, como para los niños desamparados, enseñándose a unas y a otros las labores y oficios propios de cada sexo; celebrando exámenes públicos, premiando a los que sobresalían por su aplicación, y hasta destinando dotes para algunas jóvenes cuando hubieran de tomar estado, para todo lo cual se arbitraban cantidades y recursos extraordinarios. Así se vio en poco tiempo en estas escuelas patrióticas centenares de niñas disfrutar del beneficio de una educación cristiana, y presentar esmeradas labores de aguja, de cintería, de bordado, de encajes y de flores, y millares de niños, además de la instrucción religiosa y moral, aprender un oficio de que poder vivir honestamente y con qué ser útiles a su patria.
Merced al enérgico impulso que dio a estas filantrópicas instituciones el ministro Floridablanca, se multiplicaron rápidamente, a ejemplo de la capital del reino, en las de provincia y otras poblaciones considerables las sociedades económicas, las juntas y diputaciones de caridad, y los hospicios y casas de misericordia, mereciendo particular mención los establecimientos de esta última clase de Granada, Barcelona, Toledo, Burgos, Gerona, Cádiz, Alicante, Valladolid, Valencia, Ciudad Real, Écija, Salamanca y Canarias. Siendo lo notable que al mismo tiempo que la humanidad desgraciada encontraba acogida y consuelo en estos asilos públicos de caridad, se ejercía la hospitalidad domiciliaria asistiendo y socorriendo en sus propias casas a los enfermos de familias pobres, o cuya conducción a los hospitales podía ser peligrosa, o que por otras circunstancias exigiesen en su tratamiento el particular esmero y solicitud que no pueden tenerse y dispensarse en parajes en que la aglomeración y la naturaleza misma del local la dificultan o hacen imposible.
Sin embargo, el celo del monarca y de sus ministros, por grande que fuese como lo era, no habría bastado a realizar tan nobles, piadosos y humanitarios fines, si a ellos no hubieran coadyuvado también las clases más acomodadas, elevadas y pudientes de la sociedad, como la grandeza del reino, el clero en general, y más particularmente los dignos prelados de la Iglesia, que con liberalidad merecedora de todo elogio invirtieron y emplearon crecidas sumas en la erección, dotación o restablecimiento de hospicios, hospitales y casas de caridad para recoger los huérfanos, expósitos, y pobres enfermos y desvalidos. Entre aquellos venerables apóstoles merecen algunos especial y honrosísima mención. Ejemplo dio a todos el primado de España arzobispo de Toledo, don Francisco Antonio Lorenzana. Este ilustrado sucesor de los Ildefonsos y de los Julianes, que honró la memoria de los antiguos doctores de la Iglesia española publicando a sus expensas bellas ediciones de sus obras, que decoró y ennobleció la capital del antiguo imperio gótico con edificios, monumentos y objetos de utilidad y de ornato, erigió a costa de grandes sumas las dos casas de caridad de Toledo y Ciudad-Real, rehabilitando para la primera de aquellas el casi arruinado alcázar de los reyes. Conducta semejante, y con igual protección de S. M., siguió su hermano el obispo de Gerona don Tomás de Lorenzana, a quien se debió la fundación del hospicio de aquella ciudad y de el de Olot, con otras empresas piadosas. Los arzobispos de Burgos, de Valencia, de Granada y de Santiago, dieron insignes muestras de su liberalidad, no solo en la erección y dotación de hospitales y casas de misericordia, de hospicios, escuelas y seminarios, para el amparo, manutención y educación de los pobres, sino contribuyendo también a la construcción de obras públicas, como caminos, puertos, canales de riego, acueductos, y otras materiales mejoras de las poblaciones. El de Tarragona, don Francisco Armañá, coadyuvaba a la habilitación de aquel puerto y a la continuación del famoso acueducto romano.
Animados del mismo piadoso espíritu, se consagraron también con igual celo y con desprendimiento no menos laudable a erigir y dotar establecimientos de beneficencia varios obispos, como los de Málaga, Plasencia, Sigüenza, Segovia, Cartagena, Astorga, León, Orense y otros. «No hago mención honorífica de todos como merecen, decía el ministro Floridablanca al rey, por lo que toca a los que particularmente se han entendido conmigo para sus empresas, protección y auxilios que he promovido, como V. M. sabe. He creído ser justo nombrar aquí con particular y separado objeto al confesor de V. M. don fray Francisco Joaquín de Eleta, arzobispo de Tebas, quien antes y después de obtener el obispado de Osma ha hecho en él tales y tantas cosas en obsequio de la religión y del Estado, que merece memoria y lugar distinguido en esta exposición... Las grandes obras de los dos hospicios de Osma y Aranda, el seminario y el estudio general, el hospital, y otras innumerables obras e ideas públicas y de caridad puestas en ejecución en aquella diócesis, harán en ella amable y perpetua la memoria de V. M. que las ha protegido y auxiliado por mi medio con providencia y abundantes socorros, y la de su confesor, que ha gastado y gasta en aquellos objetos todo su tiempo y cuidados, y cuantas rentas ha tenido y tiene.{6}»
Si no todos los cabildos, ni todo el clero secular y regular siguió el buen ejemplo de tan dignos prelados, no faltaron corporaciones e individuos que tomaran a su cargo alimentar, vestir y educar cierto número de niños pobres, huérfanos o desamparados; y entre las órdenes religiosas se distinguieron con rasgos de caritativo celo los benedictinos, los bernardos y los cartujos, socorriendo las necesidades de manera que se evitara el mal uso que de las limosnas diarias solían hacer los mendigos, convirtiéndose en holgazanes y viciosos.
Con el propio objeto, y a fin de que los fondos destinados a limosnas se distribuyeran convenientemente y con más discreción y aprovechamiento que pudiera hacerlo la caridad individual, se estableció a petición de Carlos III y por breve del papa Pío VI (14 de marzo, 1780), el llamado Fondo Pío Beneficial, que consistía en la tercera parte de los productos de todos los beneficios y piezas eclesiásticas, cuya dotación excediese de seiscientos ducados en los que pedían residencia, y de trescientos en los que no la exigían, a excepción de los que tenían anexa la cura de almas, cuyo fondo se destinaba a la erección de hospicios y casas de caridad, o sostenimiento de las ya existentes, o para atender de cualquier otro modo al socorro de la indigencia. Sin embargo, por circunstancias especiales no se puso en práctica este arbitrio hasta tres años más adelante (1783), y no se exigió sino a las prebendas o beneficios que se proveían en las vacantes que iban ocurriendo; aún así, en los ocho años que estuvo encomendada su recaudación al colector general de espolios y vacantes, produjo esta renta unos diez millones de reales{7}. Algunas corporaciones eclesiásticas y algunos individuos del clero quisieron representar contra el establecimiento del Fondo Pío, pero la conformidad de unos obispos y la aprobación de otros retrajeron a los que habían tenido aquella intención.
De todo lo dicho se desprende que las disposiciones dictadas para el ejercicio de la caridad con los pobres y menesterosos no eran medidas aisladas y sugeridas por la necesidad de cada caso, sino un sistema general de beneficencia pública que constituía una parte del sistema político de gobierno, y en el cual descollaban dos altos fines: el uno era el de desterrar la vagancia y la mendicidad voluntaria, fuentes de vicios y de crímenes, y de emplear los brazos útiles en el trabajo, verdadera base de la virtud, y manantial verdadero de la riqueza y de la paz y prosperidad de los pueblos, ejerciendo al propio tiempo la caridad cristiana para con las verdaderos desvalidos, indigentes e imposibilitados de ganarse y proporcionarse el necesario sustento: el otro era el de evitar los inconvenientes de la caridad individual, muchas veces mal entendida, o empleada, si bien con buena intención, pero a ciegas y sin el conveniente discernimiento, y nunca tan ventajosa como puede serlo la beneficencia ejercida colectivamente y dirigida con discreción. El ministro que planteó este sistema nos ha dejado consignadas las razones en que le fundaba. «Puede el particular, decía, acudir a una necesidad u otra, y esto muchas veces sin posibilidad de discurrir lo más conveniente. Puede el particular hacer una fundación y auxiliarla, pero no podrá conseguir que se hagan todas las necesarias para el bien del Estado y mejoría de las costumbres, ni disminuir generalmente las necesidades. La misma liberalidad de los particulares suele aumentar el ocio y los mendigos, de que tenemos tristes experiencias. Por el contrario, la unión de fondos facilita las mayores empresas de caridad y de política, como son las fundaciones y dotaciones de hospicios, hospitales, casas de huérfanos y pobres, donde se educa la niñez y la juventud, se acostumbra a las ideas cristianas y al trabajo, y por medio de éste se disminuye la pobreza. Esta disminución de pobres aumenta los frutos de la agricultura y de la industria, y por consecuencia los diezmos y rentas del clero, el cual con el gravamen del Fondo Pío se puede afirmar que cultiva su heredad, y multiplica sus productos.»
Y sacando argumento y ejemplo de lo mismo que practicaban las órdenes religiosas llamadas mendicantes, decía el conde de Floridablanca: «Todos son pobres, dicen, y no se debe quitar la libertad, a los unos de pedir, a los otros de dar. Por esta regla las órdenes mendicantes, y señaladamente las de San Francisco, por ser pobres que se mantienen de limosna, debían dejar a todos sus individuos religiosos la libertad de salir a pedirlas, sin señalar cuestores o limosneros que lo ejecuten. ¿Cuál sería entonces la confusión y el desorden de estos cuerpos religiosos, con abandono de sus trabajos útiles, de su recogimiento, de sus estudios, del confesonario, el púlpito y el coro? Si las órdenes pobres y mendicantes pueden y deben nombrar y emplear sus cuestores o limosneros para pedir sus limosnas y tener a sus religiosos recogidos y bien ocupados, ¿por qué no podrán y deberán las sociedades civiles, los pueblos y el soberano tener en los hospicios, en las juntas y diputaciones de caridad unos limosneros fijos, que también pidan las limosnas y mantengan ocupados y recogidos los mendigos y pobres? Lo primero es absolutamente necesario para la disciplina y buen orden religioso, y sería dañoso y de mucho escrúpulo hacer lo contrario: ¿por qué no ha de ser lo mismo lo segundo en el orden cristiano, civil y político? De la caridad, Señor, ejercitada por medio de los hospicios y diputaciones resultan ventajas tan grandes, que no alcanzo cómo hay personas de buen sentido y timoratas que no las conozcan.{8}»
Estas ideas sobre beneficencia pública no eran nuevas. Algunos hombres de talento y dotados de sentimientos humanitarios habían discurrido ya sobre la manera mejor y más conveniente de socorrer a la humanidad desvalida, y desde el siglo XVI se habían escrito memorias y libros sumamente luminosos y útiles sobre el modo de extirpar la vagancia, desterrar la mendicidad, y amparar y socorrer a los verdaderos pobres y necesitados. El erudito Luis Vives, el ilustrado Fr. Juan de Medina, el doctor Cristóbal Pérez de Herrera y algunos otros varones doctos habían publicado ya obras sobre este importante punto de orden y de moralidad social, en que se recomendaba la creación de albergues para los pobres de cada población, de seminarios y escuelas, con su administración y sus juntas de caridad, y se señalaba el destino que se había de dar a los vagos y holgazanes. Los escritos de Pérez de Herrera habían llamado la atención de las cortes del reino, que llegaron a proponer se adoptara su plan, y aun el Consejo circuló órdenes al efecto; pero poco o nada se había puesto en ejecución. Renováronse estas ideas siendo fiscales del Consejo Campomanes y Moñino{9}. El libro sobre la Educación popular de Campomanes contribuyó grandemente al desarrollo de este pensamiento, que después su compañero don José Moñino, siendo ministro y conde de Floridablanca, redujo a práctica de la manera y por los medios que hemos visto, hallando a Carlos III dispuesto siempre a acoger con gusto y a promover con eficacia cuantas ideas y planes le presentaban y sugerían que pudieran conducir al alivio de las clases menesterosas, al fomento del trabajo y de la aplicación, y a la extirpación de la holganza.
Viendo con cuánta solicitud se consagraba el gobierno a dar una buena organización a la beneficencia pública, la Sociedad Económica de Madrid propuso en 1781 como principal asunto en su programa de certámenes y premios la mejor disertación sobre el ejercicio discreto de la virtud de la caridad en el repartimiento de la limosna. Treinta memorias fueron presentadas al concurso, y de ellas hasta catorce se consideraron dignas de los honores de la publicidad, y se imprimieron más adelante (1784) formando un volumen, si bien entre todas mereció el primer lauro la de don Juan Sempere y Guarinos, uno de los hombres más ilustrados del siglo, y autor de muchas obras de jurisprudencia, de literatura y de economía, que más adelante tendremos ocasión de citar{10}. En todos aquellos servicios prevalecía, bajo una u otra forma, la idea capital que servía de base al gobierno para su sistema general de beneficencia, y sus máximas y doctrinas dieron más solidez a las juntas y diputaciones de caridad, alentaron al gobierno y a las personas benéficas, y contribuyeron a la propagación y multiplicación de los establecimientos de beneficencia en las provincias, que el monarca continuó promoviendo y fomentando{11}.
Siendo la tendencia y las miras y el pensamiento fijo de Carlos III y sus ministros el de formar ciudadanos laboriosos, honrados y útiles, desterrando la ociosidad y promoviendo la afición al trabajo, compréndese que habían de mirar como una preocupación funesta y absurda la de considerarse ciertas industrias y oficios mecánicos como bajos, viles, y hasta infamantes; preocupación que había llegado a hacerse lugar en las leyes del reino, que así los declaraban, y era una de las principales causas de atraso industrial y mercantil de nuestra nación. Carlos III declaró que los oficios de curtidor, herrero, sastre, zapatero, carpintero y otros a este modo eran honestos y honrados, que su ejercicio no envilecía la familia ni la persona, ni la inhabilitaba para obtener empleos de república, ni aun para el goce y prerrogativas de la hidalguía, anulando y derogando todo lo que en las antiguas leyes y costumbres del reino se oponía a esta declaración{12}. También esta idea civilizadora había sido ya proclamada y difundida en opúsculos, discursos y disertaciones por varios de los mas ilustrados ingenios de la época{13}.
Casi al mismo tiempo, y constantes el rey y sus consejeros y ministros en condenar y castigar todo lo que pudiera servir de pretexto para la vagancia, se expedía otra real cédula (25 de marzo, 1783) contra los que recorrían el reino dando espectáculos de cámaras oscuras u otros semejantes, o con marmotas, osos, caballos, perros y otros animales que hacían algunas habilidades, contra los genoveses, piamonteses, malteses y otros extranjeros que andaban de pueblo en pueblo y de caserío en caserío vendiendo fútiles mercancías, contra los estudiantes o que fingían serlo que corrían las poblaciones so pretexto de demandar limosnas o auxilios para seguir su carrera, y contra los que hacían el mismo género de vida con achaque de romería o peregrinación, mandando que a todos éstos se los recogiera y aplicara la ley de vagos, destinando a los extranjeros aptos para las armas a los regimientos de su respectiva lengua que estaban al servicio de la corona, con lo que se ahorraría el gasto de otros tantos reclutas, o el arrancar otros tantos brazos útiles a la agricultura o a los talleres{14}.
Para limpiar los caminos y las pequeñas poblaciones de las cuadrillas de vagos, contrabandistas y facinerosos que las infestaban de resultas de las anteriores guerras, que no se habían podido exterminar a pesar de la persecución que se les hacía, y cuyos robos y excesos se atribuían en mucha parte a los llamados gitanos, expidió también Carlos III la famosa pragmática (19 de setiembre, 1783) reduciendo a la vida civil y cristiana a los que con la denominación de gitanos eran conocidos; declarando que los que así se llamaban no lo eran por origen ni por naturaleza, ni provenían de raíz infecta alguna, prohibiendo que se los designara con los nombres de gitanos o castellanos nuevos, pero mandándolos a ellos que dejaran el género de vida vagante que hacían, su traje y su jerigonza, y se fijaran y domiciliaran en los pueblos en el término de noventa días, y se ejercitaran en las artes y oficios honestos y útiles, so pena a los que así no lo hicieren de ser tratados como vagos y en los términos en la ordenanza prescritos, y mandando a las justicias y corregidores que pasaran listas mensuales así de los que hubieren obedecido como de los contraventores y reincidentes, conminando con graves penas a cualesquiera auxiliadores o encubridores{15}. Tocáronse los buenos resultados de esta providencia: por las listas que enviaron los corregidores y alcaldes mayores (1784) se vio que habían dejado la vida errante y avecindádose para dedicarse a oficios honestos más de mil doscientos gitanos, no pasando de noventa los contraventores{16}. Sin embargo, tres años más adelante (1.º de marzo, 1787) hubo que repetir y recomendar el cumplimiento de la pragmática de 19 de setiembre de 1783 contra los que volvían a su antiguo género de vida errante y sospechosa{17}.
No era menos conveniente, ni menos útil a la pública moralidad acostumbrar a las mujeres a ocupaciones decorosas y compatibles con las condiciones del sexo, desterrando añejas y perjudiciales preocupaciones que sobre este punto había en España. Y así, tomando ocasión de una consulta que sobre el caso particular de una fábrica se hizo, declararon el rey y el Consejo por punto general (2 de setiembre, 1784) que las mujeres eran hábiles para trabajar en toda clase de manufacturas que fuesen compatibles con la decencia, fuerzas y disposiciones de su sexo, anulando cualesquiera ordenanzas que lo prohibieran, y habilitando de este modo mayor número de hombres para las faenas más penosas del campo, y otros oficios de fatiga.
Veíase, pues, en todas estas providencias un sistema discretamente combinado y con perseverancia seguido, cuyas dos bases y fundamentos eran el fomento del trabajo y la ocupación, y el ejercicio de la caridad y de la beneficencia en las verdaderas necesidades públicas y privadas. En los casos de epidemia iban unidos al mismo fin el mandato y el ejemplo del monarca. Repetidas reales órdenes se circularon a los alcaldes, ayuntamientos y párrocos de los pueblos (1785 y 1786), prescribiéndoles la obligación y la manera de socorrer y asistir, así en los hospitales como en las casas particulares, a los enfermos pobres en la plaga de tercianas que en aquel tiempo afligió a muchas provincias del reino (plaga frecuente, y asoladora por demás, hasta el descubrimiento del remedio específico hoy de nadie ignorado), empleando en tan benéfico objeto los caudales de propios y fondos del común{18}. Y entretanto enviaba arrobas de quina de la más selecta a los prelados, para que la distribuyeran a los párrocos, y éstos la suministraran a los enfermos pobres.
Una epidemia que en el año 1781 padeció la villa de Pasajes, provincia de Guipúzcoa, a consecuencia de la infección que despedían los muchos cadáveres sepultados en su iglesia parroquial, fue la que llamando la atención del rey y conmoviendo su piadoso corazón, le sugirió la idea de encargar al Consejo que meditara y le propusiera el medio más eficaz de prevenir los desgraciados efectos que ya en otras ocasiones se habían experimentado de enterrar los cadáveres dentro de los templos. Consultados fueron sobre este punto, no solo los arzobispos y obispos del reino, sino también otras personas ilustradas, y la misma Academia Real de la Historia dio al Consejo un luminoso informe (10 de junio, 1783) sobre la disciplina universal de la Iglesia y la particular de la de España acerca del lugar de las sepulturas, y dando noticia de las providencias particulares tomadas en diferentes tiempos sobre el mismo asunto. El rey, para ir desvaneciendo la preocupación general que existía en esta materia, hizo construir a su costa un cementerio (1785) en el real sitio de San Ildefonso{19}. Y más adelante, vistos ya los informes de los prelados y corporaciones consultadas, y principalmente el del Consejo, expidiose la real cédula de 3 de abril (1787), mandando proceder a la construcción de cementerios fuera de las poblaciones, comenzando por los lugares en que hubiera habido epidemias o estuviesen más expuestos a ellas, siguiendo por los más populosos y por las parroquias de mayores feligresías, y continuando sucesivamente por los demás; todo con arreglo a disposiciones canónicas, y mandando que se pusieran de acuerdo los corregidores con los prelados eclesiásticos y con los párrocos para la mejor manera de llevar a efecto esta medida, y allanar las dificultades que ocurrieren{20}.
Por sencillas y naturales que puedan parecernos hoy estas reformas, y por justificadas y provechosas que entonces fuesen, si consideramos la resistencia que toda novedad, por útil que sea, suele encontrar en los inveterados hábitos de un pueblo, si reflexionamos que por más que no nos separe gran distancia de aquellos tiempos era la primera vez que se atacaban abusos, errores o preocupaciones populares de muchos siglos, no puede desconocerse ni negarse el mérito de los que tales reformas emprendieron, ni la ilustración, el tino y la perseverancia que para realizarlas necesitaron. Prueba de ello es que no obstante la reconocida utilidad de algunas de las instituciones y reformas que entonces se crearon o plantearon, y de la solicitud y firme voluntad de sus celosos ejecutores, apenas y muy costosamente y con gran trabajo y lentitud han podido ir recibiendo complemento en nuestros días, si algunas no le esperan todavía en medio de obstáculos y contrariedades. Nada sin embargo acometían Carlos III y sus ministros a la ligera; y si bien marchaban al frente de los adelantos y de la reorganización social, preparábase comúnmente el camino y la opinión con escritos eruditos y doctos, y aun así por punto general nada se prescribía y ordenaba resolutivamente sin previa consulta y dictamen de personas y corporaciones ilustradas, y principalmente del Consejo de Castilla, alma entonces del gobierno, de la administración y de la civilización española.
{1} Véanse los capítulos 1.º al 4.º y 10.º al 13.º de este libro.
{2} Sánchez, Colección de Pragmáticas, Cédulas, Provisiones, &c.
{3} Real orden de 14 de febrero de 1788.
{4} Colección de Reales Pragmáticas, Cédulas, &c. del reinado de Carlos III.
{5} De la Memoria de Floridablanca consta que se consignaron cada año para tan benéficos objetos sumas como la de treinta mil ducados a la Junta superior de Caridad, de catorce mil al Hospicio, y así respectivamente.
{6} Memoria de Floridablanca.
{7} Colección de Bulas y Breves pontificios. Breve de S. S. Pío VI de 14 de marzo de 1780.– Real Decreto de 27 de noviembre de 1783.– Memoria de Floridablanca.
{8} Floridablanca, Memorial a Carlos III.
{9} Respuesta de los Fiscales del Consejo, en que proponen la formación de una Hermandad para el fomento de los reales hospicios de Madrid y San Fernando, &c. 1769.– También el irlandés don Bernardo Ward había publicado un escrito titulado: Obra Pía. Medio de remediar la miseria de la gente de España: 1750.– La obra de Fr. Juan de Medina se titulaba: La caridad discreta practicada con los mendigos, y utilidades que logra la república en su recogimiento.– La Memoria de Luis Vives: De subventione pauperum: y la del doctor Pérez de Herrera: Del amparo de los legítimos pobres, y reducción de los fingidos.
{10} Los nombres de los autores de las otras trece Memorias se pueden ver en el volumen que forma su Colección. Ferrer del Río los cita también en el cap. 2.º del libro VI de su Historia de Carlos III.
{11} Real cédula de 3 de febrero de 1785 sobre formación de juntas de Caridad en todo el reino con arreglo a las de Madrid.– Circular de 20 de noviembre de 1788, sobre que no se destinen a las casas de caridad personas viciosas, ni aun por vía de depósito.
{12} Real cédula de 18 de marzo de 1783.
{13} Tales como Campomanes, don Antonio Capmany, Arteta de Monteseguro, Pérez López y otros.
{14} Sánchez, Colección de reales pragmáticas, cédulas, &c.
{15} Consta esta pragmática de 44 disposiciones o artículos: entre ellos los hay muy notables, y no dejan de serlo los siguientes: «13.º La Sala, en vista de lo que resulte, y de estar verificada la contravención, mandará inmediatamente sin figura de juicio sellar en las espaldas a los contraventores con un pequeño hierro ardiente, que se tendrá dispuesto en las cabezas de partido, con las armas de Castilla.– 15.º Conmuto en esta pena del sello por ahora y por la primera contravención la de muerte que se me ha consultado, y la de cortar las orejas a esta clase de gentes, que contenían las leyes del reino.»
Ya antes se habían dado varias provisiones sobre gitanos, aunque menos completas, que se encuentran en los Autos acordados y Leyes dispersas de la Recopilación.
{16} Había a la sazón en los reinos de Castilla y Aragón, no incluida Cataluña, 10.458 gitanos: de ellos, avecindados antes de la pragmática, 9.150; después de la pragmática 1.218; contraventores, 90.– Sánchez, Colección de Reales Cédulas, &c.
{17} Pérez y López, Teatro de la Legislación.
{18} Reales órdenes de 14 de noviembre y 9 de diciembre de 1785, de 4 de julio y 13 de agosto de 1786.
{19} «He visto en la última Gaceta (escribía Aranda a Floridablanca en carta de 5 de diciembre de 1788 desde París) la providencia del Cementerio de San Ildefonso. Alabo dos cosas; una de que ya se establezcan, otra el modo de introducirlo, pues hecho el ejemplar en una de las residencias reales, es un tapa-bocas para el sinnúmero de ignorantes que gritarían creyendo no ir al cielo sin sepultura a cubierto... &c.»– Archivo de Simancas, Correspondencia familiar entre los condes de Aranda y Floridablanca.
{20} Citábanse en la pragmática las disposiciones canónicas y lo mandado en el Ritual romano acerca de los lugares de enterramiento, así como lo preceptuado en la ley 11, tit. 13, de la Partida Primera, que empieza: «Soterrar non deben ninguno en la Eglesia si non a personas ciertas que son nombradas en esta ley, &c.» Pero se conoce que ni uno ni otro se había observado, y además la pragmática se extendía a más que la ley de Partida.