Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo XX
Disgustos de Floridablanca
Muerte del rey. Su carácter
1787-1788
Intrigas contra el primer ministro.– Pretextos para desacreditarle con el rey.– Manejos del conde de Aranda.– El decreto sobre tratamientos.– Sátiras y otros escritos contra Floridablanca.– Sospechas acerca de sus autores.– Destierros políticos.– Escribe y presenta el ministro de Estado al rey su célebre Memorial en propia defensa.– Mantiénele el rey en su gracia y valimiento.– Situación de la Europa en ocasión que esto sucedía.– Enfermedad de Carlos III.– Tranquilidad y entereza de espíritu con que se prepara a la muerte.– Bendice y exhorta a sus hijos.– Religiosa y edificante muerte del rey.– Su testamento.– Sentimiento general.– Fisonomía, carácter y costumbres de Carlos.– Regularidad inalterable en su método de vida.– Su afición a la caza.– Su intachable conducta como esposo y como padre.– Inquebrantable veracidad de Carlos.– Su constancia en el cariño.– Piedad, devoción, amor a la justicia y otras virtudes de este príncipe.– Sus cualidades intelectuales.
A pesar de la evidente conveniencia de la creación de la Junta de Estado, del mérito indisputable de la Instrucción reservada para su gobierno, y del que a los ojos de los sabios y de los políticos contrajo el autor de este documento memorable, esta misma obra dio ocasión y sirvió de pretexto a los enemigos de Floridablanca, como antes hemos indicado, para tratar de indisponer al monarca con su primer ministro, representándosela como una invención para influir en los negocios de todos los departamentos a costa de rebajar la autoridad soberana; cuando en realidad de verdad, y como lo exponía el mismo conde al rey, lo que con esto disminuía era la arbitrariedad ministerial, puesto que cada secretario del despacho sometía los asuntos de su ramo al juicio de los otros, y todos juntos se sujetaban a las reglas y principios consignados en la Instrucción, modificados y aprobados por el monarca, que por otra parte quedaba en libertad de conformarse o no con lo que le propusiera la junta de ministros.
Por otra parte, sus reformas administrativas, en cuya mayor parte se veía la tendencia a favorecer a las clases pobres y a mejorar la condición de los hombres laboriosos así en las profesiones literarias como en las industriales, y a reducir los privilegios de la nobleza y de las clases exentas, le habían suscitado enemigos entre estas últimas, que hablaban con cierta ironía y menosprecio de su modesta alcurnia, y de cierta familiaridad y franqueza en sus modales que conservaba a pesar de los muchos años de poder ministerial, que hubieran podido enorgullecer a cualquiera otro, y de lo cual hacían objeto de sarcasmo, en vez de hacerle de merecimiento no pocos de los que pertenecían a la antigua grandeza española.
Entre los grandes vino a ser su más temible enemigo el conde de Aranda, que aunque le había felicitado por su elevación al ministerio, y reconocía su mérito y capacidad, y le elogiaba con frecuencia como político y administrador, y le trataba exteriormente con urbanidad y cortesanía, sus opuestos caracteres nunca en el fondo habían podido armonizarse y avenirse. Floridablanca jurisconsulto y nacido en el estado llano, Aranda militar y aristócrata de cuna, aún más que de costumbres; ingenuo éste de sobra y terco en demasía, acostumbrado a hacer prevalecer sus dictámenes, y propenso a irritarse cuando no eran seguidos, o hallaban alguna oposición; aquél reservado y más flexible, aunque no muy paciente para sufrir censuras hechas con aspereza o con aire de superioridad; ya en su larga y frecuente correspondencia, así oficial como confidencial, en concepto de ministro de Estado el uno y de embajador el otro, habíanse cruzado muchas veces entre los dos palabras y frases, ya en tono serio, ya en lenguaje semi-festivo, bien irónicas, bien agrias, o bien a las veces hasta caústicas, que por más que la política y la cortesanía acudieran a endulzarlas con algún correctivo, expuesto en son de franqueza, que modificara su acritud, es de admirar que entre dos personajes de tal calidad, y ambos puntillosos, no pararan en rompimiento{1}.
Habiendo enviudado el de Aranda, y casado de segundas nupcias ya en edad provecta con doña Teresa de Silva (1784), no probando bien a su nueva y agraciada esposa el clima de París, por cuya razón hubo de enviarla a España, y no llevando él sino con mucho disgusto esta separación, solicitó en 1787 ser relevado de la embajada de Francia, a lo cual accedió el rey, y en su virtud regresó el de Aranda a Madrid (octubre, 1787), tan pronto como pudo dejar instalado en aquella embajada al conde de Fernán Núñez, que había sido nombrado para sucederle{2}. No mostró el de Aranda al de Floridablanca personalmente en Madrid más simpatías que las que por escrito le había mostrado cuando era embajador en el vecino reino. Tampoco era amigo del primer ministro el general conde de O’Reilly, que había sido relevado a instancia suya del mando de Andalucía, pero que no acertaba a vivir en la corte sin el favor y las atenciones que en otro tiempo había gozado, y de cuya diferencia culpaba ahora al ministro predilecto de Carlos III. Y como eran dos condes los que más se significaban por su poca adhesión al que lo era de Floridablanca, consignó un escritor de aquel tiempo la frase de un político que dijo: «Tres condes hay en Madrid que no pueden caber juntos en un saco:» prediciendo que no tardarían en estallar desavenencias, como en efecto se verificó.
Tomaron los primeros ocasión para indisponer al segundo con el monarca que tanto le favorecía de un real decreto que se publicó (16 de mayo, 1788), designando las personas a quienes se había de dar el tratamiento de Excelencia{3}. Lo que sirvió de asidero a Aranda para representar inmediata y vivamente al rey contra el decreto (23 de mayo) fue la última parte, en que se declaraba iguales en honores militares a todos los que tenían el tratamiento entero de Excelentísimos; y como viese que trascurrían dos meses sin que recayera resolución, dirigió otra representación al ministro de la Guerra para que se revocara el decreto (25 de julio), exponiendo los repetidos lances que iban a sobrevenir entre los jefes militares de provincia y los nuevamente condecorados.
Al propio tiempo comenzó a circular profusamente una amarga sátira contra Floridablanca, y de rechazo también contra Campomanes, cuyo título era: «Conversación que tuvieron los condes de Floridablanca y de Campomanes el 20 de junio de 1788.» Este escrito, que empezaba censurando el decreto de honores militares, pero en que después se derramaban y hacinaban las calumnias contra aquellos dos insignes magistrados, alcanzó bastante boga en la alta clase de la sociedad, y señaladamente entre los militares, no siendo tampoco las damas de la corte las que menos ayudaron y contribuyeron a la propagación del libelo, haciéndole sabroso entretenimiento y materia de murmuración en las tertulias. Asunto y comidilla de gente inclinada a paladearse con todo lo que es zaherir altas reputaciones vino a ser también una fábula titulada El Raposo, que al poco tiempo se insertó en el Diario de Madrid (4 de agosto, 1788), en que pareció haberse querido retratar al primer ministro de Carlos III bajo la alegoría de un orgulloso y astuto raposo, ministro de un poderoso león, que envanecido con su privanza, trataba con menosprecio y aspereza a todos los demás animales, hasta que a favor de una mudanza de fortuna se le atrevieron hasta los más pequeños, gozando los grandes en martirizarle con arañazos para hacerle sufrir una muerte penosa por lo lenta. De esta fábula se le enviaron a él mismo copias manuscritas a San Ildefonso, en una de las cuales creyó reconocer la letra de una señora de la Grandeza, de quien solía recibirlas a menudo{4}.
Tenía Floridablanca la debilidad de no saber sobreponerse a estos ataques y de mostrarse sensible a tales pequeñeces. De orden suya se dedicó el superintendente de policía a investigar el origen y los autores de aquellos escritos, y el objeto que sus enemigos se pudieran proponer. Acaso alguno de aquellos papeles no había sido escrito con la malicia que el público suponía, que le daban las averiguaciones oficiales, y que indudablemente se abulta y crece en proporción de la importancia que les dan los ofendidos, o pierden de importancia a medida que se manifiesta indiferencia o desprecio a ellos. Y como las sospechas se fijaran en los personajes militares que eran conocidos por desafectos al ministro, también se hizo sentir sobre ellos el enojo. Para alejar políticamente de España al consejero de Guerra marqués de Rubí, nombrósele para la embajada de Prusia, so pretexto de necesitarse allí un general de sus circunstancias. Comprendiolo él, hizo renuncia, y en las contestaciones que tuvo con el ministro expresose con bastante destemplanza, y a consecuencia de esto se le envió de cuartel a Pamplona. Diose el mando de la provincia de Guipúzcoa al inspector general de caballería don Antonio Ricardos. Se confirió al conde de O’Reilly la comisión de hacer un reconocimiento en las costas de Galicia. Hízose salir a su cuñado don Luis de las Casas a su gobierno de Orán, y hasta se significó al marqués de Iranda los inconvenientes de recibir en su tertulia personas que sin duda eran tenidas por enemigas del ministro de Estado.
Mas a pesar de estos destierros políticos, y de que antes de ellos había revocado el rey el decreto sobre honores militares, que parecía haber sido el pretexto de aquellos ataques a su primer ministro, no por eso cesaron todavía las sátiras contra Floridablanca. De ser aquellos, y tal vez algunos otros generales, los que a su juicio habían formado empeño en desacreditarle o indisponerle con el rey y conspirar para su caída, infiérese harto claramente del escrito de defensa que le obligaron a hacer{5}. De todos modos tomó tan a pechos el conde ministro aquella especie de persecución, que a pesar de continuar el soberano dispensándole el mismo favor y predilección que antes, y manteniéndole en su gracia, quiso responder a todas las acusaciones y diatribas presentando al rey un difuso y concienzudo escrito, que contenía una relación de todos sus actos ministeriales desde 1777, con el título de Memorial a Carlos III, que es el precioso documento que tantas veces hemos tenido ocasión de citar, como una utilísima fuente histórica para los sucesos de aquel tiempo. «Honra su memoria este trabajo, dice un historiador extranjero, como hombre y como ministro, y puede considerarse como la última de sus ocupaciones en el reinado de Carlos III.»
Concluía esta representación con las sentidas palabras siguientes: «Justo será ya dejar en reposo a V. M., y acabar con la molestia de esta difusa representación. Solo pido a V. M. que se digne desdoblar la hoja que doblé en otra parte, cuando referí la bondad con que V. M. se dignó ofrecerme algún descanso. Si he trabajado, V. M. lo ha visto, y si mi salud padece, V. M. lo sabe. Sírvase V. M. atender a mis ruegos y dejarme en un honesto retiro: si en él quiere V. M. emplearme en algunos trabajos propios de mi profesión y experiencia, allí podré hacerlo con más tranquilidad, más tiempo y menos riesgo de errar. Pero, señor, líbreme V. M. de la inquietud continua de los negocios, de pensar y proponer personas para empleos, dignidades, gracias y honores; de la frecuente ocasión de equivocar el concepto en estas y otras cosas, y del peligro de acabar de perder la salud y la vida en la confusión y atropellamiento que me rodea. Hágalo V. M. por quien es, por los servicios que le he hecho, por el amor que le he tenido y tendré hasta el último instante, y sobre todo por Dios nuestro Señor, que guarde esa preciosa vida los muchos y felices años que le pido de todo mi corazón. Real sitio de San Lorenzo a 10 de octubre de 1788.»
Era esto en ocasión que en Francia se sentía ya aquella agitación precursora de la gran revolución que conmovió y estremeció después al mundo, y en que no influyó poco la parte que había tomado aquel reino en la insurrección y en la independencia y libertad de los anglo-americanos. Ya el indeciso Luis XVI experimentaba los conflictos en que le iban poniendo el ardor de libertad que se iba desarrollando en el pueblo francés, el descontento producido por los anteriores desarreglos de la corte, los abusos de autoridad, el déficit permanente de las rentas, los sistemas de Necker, de Calonne y de Brienne, la conducta y actitud del gobierno, del pueblo, del clero, de los nobles y del parlamento; ya había sido convocada por dos veces la Asamblea de los Notables, y ya, en fin, se veía asomar el día de una terrible explosión política. Por otra parte la Europa entera se hallaba otra vez revuelta. En guerra estaban Rusia y Turquía, como los ministros de Carlos III habían previsto; habían querido obligar a la Zarina a la restitución de la Crimea, pero el emperador de Austria José II se había armado a favor del imperio moscovita so pretexto de ensanchar las fronteras y proveer a la seguridad de sus propios Estados. Mas los proyectos de las cortes imperiales se vieron embarazados por el emprendedor Gustavo Adolfo de Suecia, que quiso aprovechar aquella ocasión para destruir su poder marítimo en el Báltico, y recuperar las provincias que habían sido suyas en Finlandia. Contra el de Suecia reclamó la emperatriz Catalina los auxilios de el de Dinamarca, y un ejército dinamarqués había penetrado ya en Noruega, cuando, merced a la intervención de Inglaterra, Prusia y Holanda, se logró hacer convenir a los beligerantes en un armisticio, que fue después, aunque con repugnancia, definitivo arreglo.
Francia, a vista de esta perturbación exterior y de sus conflictos interiores, volvió otra vez la vista a Carlos III de España, en quien la fijaban ya también casi todas las cortes de Europa, como el único cuya experiencia, rectitud y buen sentido podía infundirles confianza de que alcanzara e inspirara los medios de conseguir una pacificación general. Pero Francia principalmente, que había formado un proyecto de confederación con las dos cortes imperiales, intentaba y excitaba a que entrase en esta alianza el monarca español, y para mejor seducirle acompañaba al plan la proposición de dar a uno de sus hijos o nietos la soberanía de algunas provincias que se desmembrarían del imperio turco. «En estas circunstancias, dice haciéndole justicia un historiador extraño, se condujo el monarca español con mucha circunspección y firmeza.» En efecto, movido Carlos por las consideraciones que se desprenden del sistema de política exterior que hemos visto en su Instrucción para la Junta de Estado, y en conformidad al cambio que habían sufrido sus ideas relativamente al antiguo Pacto de Familia, no solo no se dejó deslumbrar por halagüeños ofrecimientos para no entrar en el proyecto de la nueva cuádruple alianza, no solo se propuso conservar la paz interior de su reino, sino que su deseo era el de atajar las agitaciones que amenazaban trastornar la Europa. Contribuyó sin duda también a esta prudente conducta el modo de ver las cosas su ministro Floridablanca, ya porque recelaba que las excitaciones del vecino reino fueran ardides para comprometer a su soberano, ya porque aquel ministro comenzaba a temer para su país el contagio de las ideas políticas que a la sazón se estaban desarrollando en Francia.
De ningún modo habría Carlos III aceptado la dimisión que con tanto ahínco solicitaba un ministro a quien tenía un cariño tan arraigado, a pesar de su vivo deseo y de las intrigas que contra él se fraguaban, pero mucho menos en circunstancias tales. Lo peor fue que no quiso la Providencia que alcanzaran a aquel soberano los días, ni para acabar de oír por completo la célebre representación de su ministro, ni menos para desenvolver el honroso y saludable sistema político exterior que se proponía{6}.
No obstante la avanzada edad que había alcanzado Carlos III, su complexión era sana; por efecto de su metódica y arreglada conducta había pasado la vida casi sin enfermedades corporales, y su salud parecía ser todavía robusta. Pero no pudo dejar de resentir lastimosamente su físico una serie de pesadumbres domésticas y de pérdidas lamentables que al cielo plugo enviarle para afligir y atormentar su espíritu. Al dolor que le causaba la ingratitud y la conducta incorregible de su hijo el rey de Nápoles, al sentimiento de ver la posición comprometida y peligrosa de sus parientes de Francia, a la pena de haber perdido al infante don Luis su hermano, se agregaron en el último tercio del año 1788 otras más dolorosas. Atacada de viruelas la infanta portuguesa doña María Ana Victoria, esposa de su hijo el infante don Gabriel, cuando acababa de dar a luz su segundogénito, sucumbió de aquella enfermedad (2 de noviembre, 1788), aun no cumplidos los veinte años. Siete días solamente la sobrevivió el recién nacido, y no muchos más el infante don Gabriel, que contagiado de las viruelas por no haberse apartado de su lecho a impulsos de la ternura conyugal, fue también víctima de aquel mal, entonces tan terrible. Tan repetidas y amargas penas para un padre, que siempre se había distinguido por su entrañable y frenética pasión a la familia, oprimieron su corazón y quebrantaron su espíritu de modo que el abatimiento le fue consumiendo visiblemente las fuerzas. A instancias y ruegos de sus hijos y de los ministros consintió en venir a Madrid desde el Escorial donde se hallaba (1.º de diciembre), pero ya muy macilento y quebrantado. Todavía sin embargo le sacaron alguna tarde al campo a distraerle con su recreo favorito de la caza, bien que se conoció que ya su alma se negaba a toda expansión y entretenimiento.
A los pocos días le atacó una fiebre inflamatoria, y como ésta se fuese agravando, indicáronle los médicos la conveniencia de que recibiese los Santos Sacramentos. Con edificante resignación, con espíritu sereno y apacible semblante, a presencia de los infantes, prelados, ministros, grandes, y altos empleados de palacio recibió de manos del patriarca de las Indias el pan eucarístico. Al preguntarle el patriarca si perdonaba a sus enemigos, respondió con admirable entereza: «¿Pues había de aguardar a este trance para perdonarlos? Todos fueron perdonados en el acto de la ofensa.» Él mismo pidió que le administraran la Extrema-Unción, encargando no lo dilatasen para cuando no supiera lo que recibía. Lleváronle aquella tarde al regio aposento con solemnísima procesión el cuerpo de San Isidro, las reliquias de Santa María de la Cabeza y el de San Diego de Alcalá. Como al adorarlas le exhortase el confesor a que pidiese a Dios por la intercesión de aquellos santos la salud corporal, «la que deseo y pido, respondió, es la espiritual, que la del cuerpo y todo lo de este mundo me importa poco.» Con la misma devoción y serenidad recibió el último sacramento{7}.
Había otorgado aquel mismo día testamento cerrado ante el conde de Floridablanca, su ministro de Estado, como notario mayor del reino, y ante el correspondiente número de testigos{8}. El que siempre había sido tan amante de su familia, quiso tenerla a su derredor en el lecho de muerte, y echar sobre todos con trémula mano su bendición paternal. Dirigiéndose particularmente al príncipe de Asturias, le exhortó a que cuidara de la religión cristiana, de todos sus vasallos, especialmente de los pobres, de todos sus hermanos, y en particular de la infanta María Josefa, y concluyó por recomendarle que conservara a su lado al conde de Floridablanca como a consejero fiel y ministro hábil y prudente, a quien debía el reino las mejoras más importantes. Finalmente a las doce y cuarenta minutos de la madrugada del 14 de diciembre (1788) exhaló su último aliento en medio de las lágrimas de cuantos le rodeaban aquel insigne monarca que con tanta gloria había regido la España durante veinte y nueve años. Faltábanle pocos días para cumplir los setenta y tres de su edad.
Abierto con toda ceremonia y solemnidad el testamento, y resultando por él instituido heredero de la corona el príncipe de Asturias don Carlos{9}, expidiéronse inmediatamente las órdenes correspondientes a los jefes de palacio, ministros y tribunales del reino, y entre otras dirigió el nuevo monarca al real consejo de Castilla por conducto de su decano y gobernador interino el conde de Campomanes el decreto siguiente: «A la una menos cuarto de la mañana de hoy ha sido Dios servido de llevarse para sí el alma de mi amado padre y señor (que santa gloria haya); y lo participo al Consejo con todo el dolor que corresponde a la ternura de mi natural sentimiento, tan lleno de motivos de quebranto por todas circunstancias, para que se tomen las providencias que en semejantes casos se acostumbran. En Palacio a 14 de diciembre de 1788.» El decreto se vio en Consejo pleno el mismo día, acordose su cumplimiento, y se expidió una real provisión para que en todo el reino fuese obedecido; y para que no se retardase en manera alguna nada de lo que perteneciese a la administración de justicia, se mandó desde luego que al papel sellado de aquel año se añadiese el timbre: Valga para el reinado de S. M. el señor don Carlos IV.
Excusado podía ser decir que la muerte de tan gran rey fue universalmente sentida y llorada por todo el pueblo. En todos los templos se celebraron con la mayor pompa y majestad posible las exequias fúnebres: pronunciáronse multitud de oraciones y sermones panegíricos, algunos de ellos notables; y en las corporaciones científicas y patrióticas hombres altamente reputados por su notoria y vasta ilustración leyeron en sesiones solemnes Elogios por fortuna bien merecidos: justo tributo pagado a la memoria de tan gran príncipe, y que tanto se había desvelado por el bien de sus pueblos{10}.
Era Carlos III hombre de mediana estatura, no obeso, pero fuerte de complexión; formaba contraste, dicen las personas que estaban a su servicio, la blancura natural de su cuerpo con el color tostado y curtido de rostro y manos, como expuestos siempre a la intemperie por el ejercicio diario de la caza; caracterizaban su fisonomía la larga nariz y largas pestañas, pero el conjunto de sus facciones daba a su semblante una expresión agradable, que unida a su natural afabilidad le hacía simpático, e inspiraba un afectuoso respeto. Enemigo de la sujeción y de la etiqueta en el vestir, aunque tenía magníficos trajes de gala para los actos de ceremonia, despojábase de ellos tan pronto como ésta concluía, y gozaba en volver a quedarse en su sencillo y desahogado vestido ordinario, parte del cual constituía el indispensable calzón negro, que no dejaba nunca, ni en la vida interior y doméstica, ni en los actos de corte, ni en el campo. Chupa y guantes de ante o gamuza, casaca de paño de Segovia, chorrera de encaje en la camisa, pañuelo de batista al cuello, sombrero de ala ancha, medias de lana o hilo, completaba su traje ordinario. Desfigúranle los que impropiamente le han retratado con armadura de guerrero{11}.
Sabida es, aún de los más peregrinos en la historia, la afición de este monarca a la más estricta e invariable regularidad en su método de vida. Esclavo voluntario de la costumbre, era para él una especie de agradable manía la de sujetarse a la más rigurosa exactitud y puntualidad de época, de día, de hora, y hasta de minuto, así en sus ocupaciones de soberano, como en sus distracciones y recreos, como en los más naturales y necesarios actos de la vida humana. Constantemente se acostaba y levantaba a la misma hora, y a la misma hora invariablemente hacia su desayuno, su comida y su cena. El mismo tiempo dedicaba cada día y cada noche al sueño, al despacho de los negocios, a la recepción de ministros, diplomáticos y personas de jerarquía, a la oración, a la caza y a la tertulia de familia. De tal manera y con tan regular precisión distribuía su residencia en Madrid y los cuatro reales sitios de Aranjuez, el Pardo, San Ildefonso y San Lorenzo, que en un mismo día de cada año se trasladaba a cada uno de ellos, en ninguno acortaba ni prolongaba su estancia más que el año anterior, y su regreso a Madrid no había de ser ni más tarde ni más temprano un año que otro{12}. Quien a tal extremo llevaba el sistema de la puntualidad en todo, no es extraño que tuviera el fácil mérito, que tanto sin embargo se aprecia y se agradece en los reyes, de ser puntal con todos y de no hacerse nunca esperar de nadie.
Conocida es también la afición de Carlos III al recreo y ejercicio de la caza, su pasatiempo diario y su distracción predilecta. No diremos nosotros que le dominara esta pasión hasta el punto de desatender por ella y en tratándose de alguna cacería los negocios más importantes del Estado, como escritores extranjeros afirman, guiados por relaciones tal vez exageradas de viajeros, y aun de algunos diplomáticos. Pero creemos también que no pasa de ser un laudable esfuerzo el que hace el último historiador de este reinado cuando intenta persuadir que solo como medio higiénico y como ejercicio propio para conservar la salud dedicaba Carlos III algunas horas cada día a la caza. Sin duda que a veces no se divertiría en ella, como dice este escritor, lo cual suele acontecer con todo entretenimiento que se hace diario, y llega a carecer del atractivo de la novedad. Sin duda que no dejaría arruinarse el reino por correr tras los osos, venados o jabalíes; sin duda habrá exageración en las anécdotas que a propósito de esta pasión se refieren. Pero es para nosotros indudable que llegó este pasatiempo a constituir en aquel monarca una especie de vicio, y que invertía en él más horas y con más dispendios de lo que estaba bien a un príncipe que por otra parte tanto se afanaba por hacer a sus súbditos laboriosos y aplicados, y por desterrar la ociosidad de su reino.
Por lo demás, de pureza en sus costumbres era Carlos III modelo a sus vasallos, y en siglos enteros no se había sentado en el trono español un soberano de más intachable conducta en aquello en que había sido más común la flaqueza. Ni exento de las que son propias de la humanidad, ni viejo todavía cuando enviudó, rehusó constantemente pasar a segundas nupcias, queriendo pagar este tributo de amor a la virtuosa esposa que había perdido; y en veinte y ocho años de viudez ni aun la malignidad cortesana, tan propensa a escudriñar y a interpretar las acciones y los movimientos de los reyes, encontró nunca ni aun apariencias que pudieran darle pretexto a críticas que empañaran ni deslustraran en lo más leve su reputación de irreprensible en esta materia. Por lo mismo no extrañaremos sea verdad que alguna vez se vanagloriara entre personas de su confianza de haber acertado a conservar una virtud, ciertamente no común en sus antecesores{13}.
Enemigo de la ficción y mucho más de la falsedad; hombre de buena fe, y cumplidor de su palabra, profesaba la máxima de que si la buena fe desapareciera del mundo debería encontrarse en los palacios de los reyes; preciábase de no haber faltado nunca a la verdad, y tanto en lo que aseverara como en lo que ofreciera se podía descansar y fiar como en palabra de rey.– Consecuente en sus propósitos como en sus afecciones, a veces llevaba hasta el extremo de una dañosa inflexibilidad, así el apego a las personas en quienes depositaba su confianza y su cariño como el apego a las resoluciones que una vez tomara. Mezcla de males y de bienes resultó de esta firmeza de carácter. Pero si bien hubiera convenido que fuese más flexible para salir mejor de los compromisos en que le pusieron algunos errores políticos, por punto general su perseverancia y su inquebrantable entereza fueron las que mantuvieron en una respetable altura la dignidad de la nación y la dignidad del trono. Y su repugnancia a los cambios de personas en el gobierno, si bien produjo cierta especie de despotismo ministerial, también la seguridad, y la estabilidad y la duración en los ministerios de las personas a quienes lo confiaba, y en cuya elección mostró un tacto y tino especialísimo, fue la causa de que ellos tuvieran estímulo y tiempo para concebir, madurar y ejecutar tantas y tan importantes y útiles reformas como en este reinado se realizaron, y que no hubieran salido nunca de la esfera de proyectos con la inestabilidad y las continuas mudanzas que en tiempos posteriores hemos tenido ocasión y justicia para lamentar.
Piadoso y devoto este monarca, tan consecuente como era en todo, lo era también en los ejercicios y prácticas religiosas, en las oraciones, en los días de recibir los sacramentos, en la hora de asistir a la misa, en los actos y funciones públicas o privadas que consagraba a los santos, a los misterios, a las reliquias u objetos sagrados a que había cobrado especial devoción. Nimio, y hasta un tanto supersticioso parecía a veces en esta materia, como en lo de llevar siempre consigo un librito de oraciones escrito por el hermano Sebastián de Jesús, lego franciscano, a quien por sus virtudes había estimado muy particularmente en Sevilla, que murió el mismo año en que Carlos se coronó rey de Nápoles, a quien desde entonces tomó por su intercesor y medianero en sus oraciones privadas, y por cuya beatificación trabajó con grande empeño. Y sin embargo, con este género de devoción y de piedad conciliaba él aquella despreocupación y aquella entereza con que en las altas cuestiones y en las grandes contiendas sobre potestad espiritual y temporal, y sobre jurisdicción eclesiástica y civil, y sobre autoridad para reformar y extinguir corporaciones religiosas, otorgar o negar la admisión a los rescriptos pontificios, y otros graves asuntos de esta índole, sostenía los derechos y prerrogativas de la corona, a riesgo de que la pasión o la malicia tildaran de poco religioso al que tanto y tan sinceramente lo era en su vida y costumbres.
De su acendrado amor a la justicia certifican y deponen unánimemente cuantos han dejado escrito algo de este monarca. Muchos son los que expresamente le han atribuido esta virtud; no sabemos de ninguno que se la haya negado. Y no solo era amante de esa justicia que se aplica en los tribunales, sino de esa otra, acaso más difícil de aplicar, que consiste en la distribución equitativa de los premios y remuneraciones, de las mercedes y empleos, de los medros o recompensas, que deben otorgarse y graduarse con arreglo a los merecimientos y servicios de cada ciudadano, sin acepción de personas. Nunca a sabiendas faltaba Carlos III en este punto a los principios de la justicia distributiva y a las reglas establecidas de la administración. A tal extremo llevaba su severidad en esta materia, que nunca se empeñó con los ministros ni aun en favor de las personas más predilectas de su servidumbre, por temor de perjudicar con su recomendación a otros más meritorios, en menoscabo de la justicia y detrimento del servicio público. Refiérese a este propósito, entre muchos otros casos, el siguiente. Propúsole un día el ministro para un empleo a una de las personas que el rey estimaba más. Preguntó Carlos al ministro si creía que realmente aquel sujeto estaba dotado de la aptitud y de las cualidades que el empleo requería, y como contestase afirmativamente, añadió el rey: «Mucho os agradezco que hayáis pensado en este ascenso, pues aunque yo lo deseaba, por mi parte jamás me hubiera atrevido a solicitarlo.{14}»
Si bien se reconoce igualmente el amor de este monarca a sus pueblos, y su celo por todo lo que creía conveniente al bien y a la prosperidad pública, que es sin disputa la primera y más relevante cualidad del jefe de un Estado; si no hay tampoco quien desconozca su tacto y buen sentido para la elección de ministros y consejeros, así como su constancia y firmeza en mantener a su lado aquellos en quienes una vez había depositado su confianza, condición también de las más excelentes, y en verdad, no común en los príncipes; si todos suenan acordes en punto a elogiar su afabilidad y su jovial y bondadoso carácter, no lo están tanto en lo que respecta a graduar la capacidad, el talento y la ilustración de aquel soberano. Sin embargo, estudiando su conducta y su manejo de rey, aún más que sus acciones de hombre, es imposible explicar bien aquella sin reconocerle por lo menos una buena dosis de inteligencia clara, de recto sentido, de buena penetración, y aun la bastante instrucción para poder valorar las razones de aquellos a quienes pedía consejo. Así le juzgan también los que mejor pudieron conocerle. «Sus cualidades intelectuales y morales eran excelentes,» dice un escritor extranjero, pero que le trató y conoció muy de cerca. «Aun cuando Carlos III, dice otro historiador de otra nación, no haya dejado memoria de un talento muy superior, se le concede generalmente sana razón y mucha bondad... No carecía ni de tacto ni de experiencia para el despacho de los negocios...» Su mente clara ensalzan todos los historiadores españoles del pasado y del presente siglo{15}.
Nosotros nos afirmamos en el juicio que anticipamos en nuestro Discurso Preliminar. «Si el talento de Carlos, dijimos entonces, no rayó en el más alto punto de la escala de las inteligencias, tuvo por lo menos razón clara, sano juicio, intención recta, desinterés loable, ciego amor a la justicia, solicitud paternal, religiosidad indestructible, firmeza y perseverancia en las resoluciones. Si le hubiera faltado grandeza propia, diérasela y no pequeña el tacto con que supo rodearse de hombres eminentes, y el tino de haber encomendado a los varones más esclarecidos y a las más altas capacidades de su tiempo, y puesto en las más hábiles manos, la administración y el gobierno de la monarquía.»
Dadas estas noticias del carácter y prendas personales de Carlos III, pasaremos a bosquejar el estado social de la nación española en su célebre reinado.
{1} Podríamos fácilmente citar en comprobación de esto muchos textos de sus despachos y cartas desde 1778 a 1786.
{2} Fernán Núñez, Compendio, Introducción.
{3} He aquí el texto de este curioso decreto: «Para evitar la variedad con que se ha procedido por diferentes personas y secretarías en cuanto a tratamientos, después de vista y examinada la materia en mi Suprema Junta de Estado, he venido en declarar: Que el tratamiento de Excelencia se dé enteramente poniendo encima de los escritos Excelentísimo Señor a los Grandes, consejeros de Estado, o que tienen honores de tales, como hasta aquí se ha hecho, al arzobispo de Toledo, como está declarado, a los caballeros del Toisón, al Gran Canciller y Grandes Cruces de la orden de Carlos III, a los capitanes generales del ejército y armada, a los virreyes en propiedad, que son o han sido, y a los embajadores extranjeros o nacionales, que son o han sido; reduciéndose la Excelencia de tratamientos, sin poner Excelentísimo Señor encima de los escritos, a los demás que no sean de dichas clases, y le gozan según costumbre. Y también declaro, que todos los que han de gozar el tratamiento entero de Excelencia sean iguales en los honores militares, pero no se les harán en mi corte, donde no debe haberlos.»– Colección de Pragmáticas, Decretos, Cédulas, &c.
{4} Ferrer del Río dice que sería poco aventurado suponer que esta señora fuese la condesa de Aranda, y que las sospechas de Floridablanca recayeron sobre el conde de aquel título, no como autor de la sátira, sino como alma del propósito de derribarle del ministerio. Pudo ser así, aunque no hemos visto citado en los escritores de aquel tiempo el nombre de la señora.
{5} «Puedo asegurar, y sabe V. M. (decía), que apenas hay general de algún mérito, y aun oficiales de menos rango, de quien yo no haya sido agente voluntario cerca de V. M. para sus gracias o adelantamientos, premios y distinciones, por creerlo conveniente al servicio de V. M. y bien de la patria. Acaso no querrán creer y confesar esta verdad algunos que han recibido el efecto o disfrute de mis oficios; pero consta a V. M. y esto me basta. He podido vencer la tentación que he tenido de formar aquí un catálogo de aquellos oficiales, empezando por los capitanes generales de ejército, por si V. M. se dignaba atestiguar la verdad de mis aserciones con su real declaración, y me he ceñido a estas generalidades por no excitar el rubor de algunos, que sentirían se dijese que son deudores de algo a un hombre que sin causa han tratado de desacreditar y perseguir.»– Memorial de Floridablanca.
{6} Gozó sin embargo Floridablanca la satisfacción de oír de boca del rey, cuando le estaba leyendo el Memorial, que era el Evangelio cuanto contenía.
{7} Hay una minuciosa descripción que tenemos a la vista, hecha, se conoce, por testigo ocular, de todas las ceremonias que se practicaron desde que se dispuso administrar al rey el Santo Viático hasta que se concluyó el entierro.– Danse también algunas curiosas noticias y pormenores de lo que ocurrió en aquellos instantes solemnes, en los muchos sermones, pláticas y panegíricos que a su muerte se predicaron, pero ningunas tienen el sello de autenticidad que se advierte en las de la citada relación.
{8} Fueron éstos los marqueses de Valdecarzana, Santa Cruz y Villena, jefes de palacio, el patriarca de las Indias, y los ministros de Hacienda, Guerra, y Gracia y Justicia.
{9} No tienen mucho de notables las disposiciones testamentarias de Carlos III. Además de lo que indicamos en el texto, declaraba los hijos que había tenido de su única esposa, y ordenaba que le enterrasen al lado de ella.– Los hijos que tuvo fueron:
Don Felipe Pascual, que nació en 1747; excluido de la sucesión por su imbecilidad: murió en 1777.
Don Carlos, príncipe de Asturias, que heredó el trono: nació en 1748.
Don Fernando, rey de Nápoles y de Sicilia nació en 1750.
Don Gabriel, que nació en 1752, casó con doña María Ana de Portugal, y murieron ambos pocas semanas antes que su padre.
Don Pedro, don Antonio y don Francisco Javier, que también le precedieron a la tumba.
Doña María Josefa, que nació en 1744: era contrahecha, y no fue casada.
Doña María Luisa, que nació en 1745, y casó con el archiduque Leopoldo, primeramente gran duque de Toscana, y después emperador.
Tuvo además otros cuatro hijos que murieron niños, habiendo sido entre todos trece.
Incorporaba a la corona los bienes adquiridos durante su reinado por conquista, compra, sucesión o herencia. Mandaba decir por su alma, y las de sus padres y esposa, veinte mil misas, que se habían de distribuir en todo el reino, sirviendo como de socorro a eclesiásticos y comunidades pobres. La suma sobrante de las consignaciones para sus gastos mandábala repartir, en las cantidades que designaba, entre hospitales, hospicios, criados de su casa, cámara, caballeriza, &c., los cuales además dejaba recomendados a su hijo y sucesor. Señalaba las alhajas que se habían de distribuir entre los príncipes, incorporando las demás a la corona. Y para el remanente de todos sus bienes, derechos y acciones que no fuesen del patrimonio de la corona, instituía por únicos y universales herederos a sus hijos don Carlos, don Antonio y doña María Josefa, y a su nieto el infante don Pedro, hijo de don Gabriel.– Su cadáver fue conducido con gran ceremonia al tercero día de su muerte al panteón del Escorial.– Existe el testamento en el archivo del Real Palacio.
{10} Entre los primeros podemos citar, porque se imprimieron, y los tenemos a la vista, la Oración fúnebre de Fr. Manuel de Espinosa en las exequias celebradas por el ayuntamiento de Madrid en Santo Domingo el Real; la del doctor don Lorenzo de Irisarri, en las que dispuso la Real Sociedad Económica de esta corte en la iglesia de Trinitarios calzados; la de don Antonio José Navarro, en las que celebró la ciudad de Baza; la del P. Mtro. fray Isidoro Alonso, en la universidad de Salamanca; la del doctor don Juan Ruiz de Cabañas, en la catedral de Burgos; la de fray Miguel Antonio del Rincón, en San Felipe y Santiago de la universidad de Alcalá; la del doctor don Antonio de Medina, en los Carmelitas calzados de esta corte; la de fray Antonio María Irola, en el convento de la Victoria de Málaga; la del doctor don Joaquín Carrillo, en la catedral de Lérida; la de fray Nicolás Porrero, en el monasterio de San Lorenzo; y facilísimo nos sería aumentar largamente este catálogo.
Entre los segundos merecen citarse los Elogios de Cabarrús y Jovellanos, leídos en la Sociedad Económica de Madrid; el de don Nicolás de Azara, pronunciado en la iglesia de Santiago de Roma; y el Histórico de Honorato Gaetani.
{11} Fernán Núñez, Muriel, Gaetani, y otros que le conocieron y dejaron escritos estos y otros pormenores, por ejemplo, que en los bolsillos de la casaca llevaba siempre algunos juguetes de su infancia, como también ciertos útiles de caza, que su ayuda de cámara cuidaba mucho de trasladar siempre que el rey se mudaba de traje.
«Su fisonomía, dice Fernán Núñez, ofrecía casi en un momento dos efectos y aun sorpresas opuestas. La magnitud de su nariz presentaba a la primera vista un rostro muy feo, pero pasada esta impresión, sucedía a la primera otra mayor, que era la de hallar en el mismo semblante que quiso espantarnos una bondad, un atractivo y una gracia que inspiraba amor y confianza.»
{12} En Aranjuez estaba después de la Pascua de Resurrección hasta fin de junio: venía a Madrid y estaba hasta el 17 o 18 de julio; aquel día iba a cazar, comer y dormir al Escorial; al día siguiente se iba a la Granja, donde pasaba hasta el 7 de octubre. Volvía al Escorial, y estaba hasta diciembre; el resto hasta la época de volver a Aranjuez en Madrid.
{13} Cuenta Fernán Núñez que en uno de estos momentos de expansión le decía el rey al prior del Escorial: «Gracias a Dios, padre mío, no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dio: a ésta la amé y estimé como dada por Dios, y después que ella murió, me parece que no he faltado a la castidad, aun en cosa leve, con pleno conocimiento.» Compendio de la vida de Carlos III, cap. último.– Bourgoing, Cuadro de la España moderna.– En casi todos los elogios y discursos que hemos citado antes se hace mérito de esta virtud de Carlos III.
{14} El conde de Fernán Núñez, que fue gentil-hombre de cámara de Carlos III, y después embajador en varias cortes, dedica todo el capítulo último del Compendio que escribió de la vida de aquel monarca a la descripción de las calidades y vida interior del rey Carlos. Así es que cuenta, como quien lo veía diariamente, varias anécdotas y multitud de curiosos pormenores e individualidades, así del carácter como del sistema de vida de este monarca, que no carecen de cierto interés, por su singularidad. Después de describir su afabilidad hasta con las gentes más humildes, su genio jovial y hasta chancero, su propensión a remedar a otros, que hacía con gracia, su manera de vestir de diario, de gala y de campo, su modo de hablar con los gentileshombres, mayordomos, y hasta los criados inferiores, las diversiones a que tenía mas afición, &c., dice, hablando de su inalterable y rutinario método de vida.
«Su distribución diaria era ésta todo el año. A las seis entraba a despertarle su ayuda de cámara favorito don Alverico Pini, hombre honrado, que dormía en la pieza inmediata a la suya. Se vestía, rezaba un cuarto de hora, y estaba solo ocupado en su cuarto interior hasta las siete menos diez minutos, que entraba el sumiller duque de Losada. A las siete en punto, que era la hora que daba para vestirse, salía a la cámara, donde le esperaban los dos gentiles-hombres de guardia y media guardia y los ayudas de cámara. Se lavaba y tomaba chocolate, y cuando había acabado la espuma, entraba en puntillas con la chocolatera su repostero antiguo llamado Silvestre, que había traído de Nápoles, y como si viniera a hacer algún contrabando le llenaba de nuevo la jícara, y siempre hablaba S. M. algo con este criado antiguo. Al tiempo de vestirse y del chocolate, asistían los médicos, cirujano y boticario, según costumbre, con los cuales tenía conversación. Oía la misa, pasaba a ver a sus hijos, y a las ocho estaba ya de vuelta, y se encerraba a trabajar solo hasta las once el día que no había despacho. A esta hora venían a su cuarto sus hijos, pasaba con ellos un rato, y luego otro con su confesor y el presidente conde de Aranda, mientras lo fue, y a veces con algún ministro.– Salía después a la cámara, donde estaban esperando los embajadores de Francia y Nápoles, y después de hablarles un rato hacía una seña al general de cámara, que mandaba al ujier llamase a los cardenales y embajadores, que se unían a los de familia, y quedaba con todos un rato. Pasaba a comer en público, hablando a unos y otros durante la mesa. Concluida ésta, se hacían las presentaciones de los extranjeros, y besaban la mano los del país, que tenían motivo de hacerlo por gracia, llegada o despedida. Volvía a entrar en la cámara, donde estaban los embajadores y cardenales que antes, y además de estos los ministros residentes y demás miembros del cuerpo diplomático, con quienes pasaba a veces media hora en cerco. He oído decir a todos, y lo he confirmado yo mismo en mis viajes, que ningún soberano de Europa tenía mejor el cerco, con más amenidad, majestad y agrado, lo cual es tanto más difícil, que siendo diario parece no tenía que decirles...– Después de comer dormía la siesta, en verano, pero no en invierno, y salía luego a caza hasta la noche, primero con su hermano el infante don Luis, y después con el príncipe de Asturias su hijo. Al volver del campo le esperaba la princesa y toda la familia real. Se contaba y repartía la caza, hablaba de lo que cada infante había hecho por su lado, y despedidos los hijos, daba el santo y la orden para el otro día, y pasaba al cuarto de sus nietos. Después venía al despacho, y si entre éste y la cena, que era a las nueve y media, quedaba algún rato, jugaba al revesino, para ocuparle... Cenaba siempre una misma cosa, su sopa, un pedazo de asado, que regularmente era de ternera, un huevo fresco, ensalada con agua, azúcar y vinagre, y una copa de vino de Canarias, dulce, en que mojaba dos pedacitos de miga de pan tostado, y bebía el resto. Le ponían siempre un gran plato de rosquillas cubiertas de azúcar, y un plato de frutas verdes de las que había, pero a la mitad de la cena venían los perros de caza como tantas furias... &c.»
Después de detenerse en pormenores de esta especie, continúa el biógrafo: «Después de la cena rezaba otro cuarto de hora o veinte minutos antes de recogerse, y luego salía a la cámara, se desnudaba, daba la hora al gentil-hombre para las siete del día siguiente, se retiraba con el sumiller y Pini, y se metía en la cama. Esta era conocidamente la vida de este santo monarca... &c.»– Nos creemos dispensados de copiar otros muchos pormenores en que se extiende este ilustre y agradecido servidor.
{15} Beccatini, Fernán Núñez, William Coxe, Muriel, Azara, Cabarrús, Jovellanos, Gaetani, Ferrer del Río, y cuantos de él en su tiempo y en los posteriores han escrito.