Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo XXI
España en el reinado de Carlos III
Política exterior
I.
Que la nación española recobró gran parte de la consideración e importancia que había tenido en el mundo, que progresó admirablemente en civilización y en cultura, que mejoró de un modo prodigioso su régimen administrativo en el reinado de Carlos III de Borbón, cosa es universalmente reconocida y por nadie negada. Por merecedor del título de Grande es generalmente reputado este príncipe, y de glorioso para España califican su reinado aun los que no son españoles, y nosotros no hemos ocultado desde la introducción a esta historia que formábamos coro con sus encomiadores. Y sin embargo no nos proponemos ser sus panegiristas: sus virtudes y sus defectos, los aciertos y los errores de su gobierno y de su política, las prosperidades o los infortunios que produjeron, los hechos brillantes, como los que carecieran de gloria en su reinado, todos serán juzgados con la severa imparcialidad que creemos llevar de muy atrás acreditada, y que no abandonaremos, antes haremos especial estudio en mantenerla y guardarla en las épocas en que es más necesaria y mas difícil, en las que se van aproximando ya a la nuestra.
Carlos III no encontró la España en la abyección deplorable en que la halló Isabel I de Castilla, ni en el lastimoso abatimiento en que yacía cuando vino a ocupar el trono su padre Felipe V. Prendas y dotes tenía Carlos III para haber sacado la nación de aquella situación miserable, si tal hubiera sido; pero tuvo la fortuna de encontrarla ya en la vía de la regeneración y del engrandecimiento, en que su padre y su hermano la habían colocado, según al final del libro VII tuvimos cuidado de advertir. Cuando Carlos heredó el trono español no era tampoco un joven inexperto como Isabel la Católica o como el nieto de Luis XIV, sino un príncipe de edad madura, hecho a llevar corona y acostumbrado a manejar el cetro por espacio de muchos años en Parma y en las Dos Sicilias. No había quien le disputara la herencia, ni tenía que temer guerra de sucesión, como después de la muerte de Enrique IV de Castilla y de Carlos II de Austria. Circunstancias eran todas éstas que colocaban a Carlos III en favorable aptitud y ventajosa posición para consagrarse desde el principio a labrar la prosperidad de sus reinos. No es esto rebajar el merecimiento de sus actos, es definir una situación, para eslabonarla con la que le sucedió, y poder valorar convenientemente la una por la otra.
En éste como en todos los períodos históricos la condición de un pueblo depende del sistema político de los que rigen el Estado, así en lo exterior como en lo interior, cuyas dos políticas a veces marchan en acorde consonancia, a las veces puede ser tan acertada y provechosa la una como errada y funesta la otra, a las veces también prevalece en ambas un laudable acierto sin estar exentas de errores. El reinado de Carlos III es uno de aquellos en que cabe bien considerar separadamente las dos políticas, no obstante la natural cohesión que tienen siempre entre sí. Primeramente nos haremos cargo de la situación en que colocó a España relativamente a las demás potencias su sistema de política exterior, con lo cual podremos después juzgar más desembarazadamente del estado interior de la monarquía, parte principal y la más gloriosa de este reinado.
Trece años llevaba España reposando digna, majestuosa y tranquilamente de sus pasadas luchas seculares, respetada y considerada fuera, reponiéndose y prosperando dentro, manteniendo noblemente su independencia, sin mezclarse en contiendas extrañas, merced al juicioso y discreto sistema de neutralidad, tan hábil y constantemente seguido por Fernando VI, cuando vino el tercer Carlos de Borbón a regir la nación española, tal como se la trasmitieron su padre y su hermano. Al año y medio de su venida la nación que descansaba como una matrona de todos acariciada hasta envidiada, vuelve a armarse de casco y escudo como la diosa de la guerra, y trueca las dulzuras de la tranquilidad por la amarga agitación de las luchas armadas, y los hombres, y las naves, y la sangre y las riquezas de España son sacrificadas otra vez en el antiguo y en el nuevo mundo a un sentimiento de corazón, a un afecto de familia, a un arranque de inveterado enojo, y a un error de cálculo. Las primeras consecuencias de esta belicosa resolución no debieron ciertamente ni lisonjear a Carlos III ni envanecer al ministro que negoció el Pacto de Familia, origen y causa de la guerra. ¿Qué significaban, ni cómo podían halagar el orgullo de una nación grande, la invasión de Portugal, los fáciles triunfos de las armas españolas en el pequeño reino lusitano, la toma de Almeida, el espanto de Lisboa, y aun la conquista de la colonia portuguesa del Sacramento, si entretanto los ingleses nos arrebataban las dos joyas de nuestras posesiones de allende los mares, los dos inapreciables emporios de las Antillas y de las Filipinas? Y si a los dos años, por la paz de París, nos fueron restituidas la Habana y Manila, como nosotros tuvimos que restituir la colonia del Sacramento, ya no pudo remediarse la pérdida de muchos hombres, de no pocos navíos y riquísimas fragatas, el gasto de doce millones de duros, la cesión de la Florida, los daños de nuestro comercio, la importancia marítima que cobró Inglaterra, y los compromisos ulteriores en que, no obstante la paz de París, nos dejaba envueltos aquel pacto.
Si impolítico e inconveniente fue apartarse del sistema de neutralidad de Fernando VI, cuando ningún peligro había en mantenerle, y sí muchos en abandonarle, lo fue mucho más por la manera como se hizo el desdichado convenio, que en el hecho de llamarse de familia llevaba inoculado en sí un vicio de origen, que como todos los de esta especie encerraba el germen de peligrosas derivaciones. Lo fue por haber ligado impremeditadamente la suerte de la nación española a la de otra potencia en lo exterior amenazada y en lo interior decaída; cuando España era más fuerte, y no necesitaba de Francia, ni tenía por qué temer a Inglaterra, y cuando Francia temía a Inglaterra, y necesitaba de España. Así no es de extrañar que el ministro Choiseul dijera envanecido, que este tratado era el más honroso de su ministerio; ni es tampoco extraño que el rey de España premiara con el toisón de oro al negociador francés, puesto que creía haber logrado una transacción ventajosa.
¿Qué fue lo que alucinó a Carlos III para empeñarse en tan lastimoso compromiso? Para nosotros (en otra parte lo hemos indicado ya), ni todo fue sentimiento de corazón y afecto de familia, ni todo afán de vengar una humillación recibida de Inglaterra: hubo, sí, de uno y de otro; pero también le impulsó el noble y patriótico designio de quebrantar la pujanza y abatir la soberbia de la nación que había arrancado a España y se negaba a restituirle las dos más fuertes e importantes plazas marítimas, Gibraltar y Mahón. No se habían apagado todavía en Carlos los fuegos de la juventud, y el que había ganado las coronas de Nápoles y de Sicilia con los triunfos militares de Bitonto y de Velletri, se dejó llevar más de los halagüeños recuerdos de aquellas victorias que del ejemplo de la apacible respetabilidad de su hermano, y no haciendo la conveniente diferencia de épocas y situaciones, el ardor bélico, que fue plausible y heroico cuando era duque de Parma y legítimo aspirante al trono de las Dos Sicilias, fue imprudente y funesto cuando era soberano pacífico de las Españas.
Germen de largas y peligrosas derivaciones hemos apellidado aquel convenio. Y éralo tanto más, cuanto que uno de los contratantes era un cumplidor esclavo de sus palabras y de sus compromisos, cualidad que distinguía a Carlos III, mientras que de otro lado estaba lejos de poder contarse con la misma escrupulosidad, que no era esta la virtud que caracterizaba a Luis XV y a su ministro, cuando se atravesaba el interés particular de la Francia. Pronto se vio resaltar esta diferencia en la cuestión de las islas Malvinas. Si el monarca y el gobierno francés, que tan firmes y tan vigorosos se mostraron en no soltar la isla de Córcega de que acababan de apoderarse, hubieran estado igualmente enérgicos en ayudar a los españoles a conservar las de Falkland de que habían arrojado a los ingleses, ni éstos las habrían recobrado, ni el embajador español en Londres hubiera tenido que hacer ante el gabinete británico la vergonzosa desaprobación de la conducta del general que conquistó las Malvinas de orden y a nombre de Carlos III. La conciencia de Carlos debió sublevarse, como se sublevó la altivez española, cuando Luis XV le dijo: «Mi ministro quería la guerra, yo no la quiero.» Pues qué, ¿bastaba no quererla cuando le obligaba el Pacto de Familia, siempre que fuese requerido, «sin que bajo pretexto alguno pudiera eludir la más pronta y perfecta ejecución del empeño?» De bueno se pasó en esta ocasión Carlos de España: con razón censuró el pueblo su excesiva condescendencia y debilidad, y lo peor fue que su pasión de familia fue más fuerte que la lección de este escarmiento, y que olvidado de ella, y no considerándose, como debió, desligado de los compromisos del Pacto, envolviose más adelante en ellos, arrostrando todas sus consecuencias.
Sensible nos es no poder absolver a Carlos III de las que debió calcular que podría producir a España la parte activa que tomó en la emancipación de las colonias inglesas de la América del Norte; y sentimos igualmente no poder dejar de reconocer en la nueva guerra con la Gran Bretaña otra funesta derivación del Pacto de Familia, por más que un moderno historiador de este reinado, llevado del buen deseo de sincerar a Carlos de este cargo, haga esfuerzos de ingenio para persuadir de que si otra vez fueron a pelear juntos españoles y franceses, no era ya en virtud de aquel pacto, que se podía tener por caducado, aun cuando no se hubiese roto.
Cierto es que había tomado ya gran cuerpo y se ostentaba imponente la insurrección de los norte-americanos contra el gobierno de su metrópoli; que Francia la fomentaba abiertamente; que Luis XVI protegía la emancipación de los Estados Unidos; que el embajador francés en Madrid trabajaba con ardor por arrastrar a España a que luchase con Francia contra Inglaterra y en favor de la independencia de las colonias, invocando el Pacto de Familia, y que todavía Carlos III rechazaba la idea de un rompimiento con la Gran Bretaña, y que el ministro Floridablanca desaprobaba el pensamiento de la corte de Versalles y resistía a las excitaciones de Vergennes, y que rehuyó cuanto pudo ligar otra vez la suerte de una nación libre a la de una nación comprometida, y que pugnó por hacer prevalecer el prudentísimo plan de enviar fuerzas de mar y tierra a nuestras colonias para asegurarlas de todo peligro o insulto, y ponernos en aptitud de sacar el mejor partido posible de cualquier negociación. Verdad es también que al principio se presentó Francia sola en la lucha como protectora abierta de la emancipación de los Estados Unidos, y que Carlos III de España se limitó por algún tiempo a desempeñar el honroso y noble papel de mediador entre las dos potencias rivales, nuevamente solicitada y acariciada la corte española por ingleses y franceses como en los buenos días de Fernando VI.
Pero al fin cambia otra vez Carlos III la oliva por la espada, y el conciliador se trueca en guerrero, y otra vez se unen los ejércitos y las escuadras de los dos Borbones contra la única potencia marítima que podía poner en peligro las inmensas posesiones de España en el Nuevo Mundo, ¿para qué? para favorecer la rebelión y promover la independencia de ajenas colonias, sin mirar que no podía recoger frutos de obediencia y sumisión en propias pertenencias quien sembraba y cultivaba la insurrección en las extrañas. ¿Fueron las desabridas respuestas del gabinete de Londres a las proposiciones de acomodamiento, y los insultos de sus marinos al pabellón español los que lanzaron a Carlos a correr los azares de otra guerra, o fueron sus encarnadas afecciones de familia, y su antiguo y no satisfecho ni apagado encono contra la Gran Bretaña, sobreexcitado con los magníficos planes de guerra sugeridos por la ardiente imaginación del impetuoso conde de Aranda, representándole como fácil un golpe súbito de invasión, y como infalible la conquista de Inglaterra con otra armada más invencible todavía que la tan célebre como desafortunada de Felipe II?
Era la segunda vez que el de Aranda aconsejaba con el natural ardimiento de su carácter la guerra contra aquella potencia. Pero hombre al propio tiempo de talento clarísimo, español y patriota como pocos, y muy previsor en política, había de ser también el primero que comprendiera las consecuencias graves que había de traer a España su no bien meditado consejo, y la resolución precipitada del rey, y el primero que con arrepentimiento había de predecir al monarca la desmembración de las colonias españolas en un plazo más o menos lejano, a imitación y ejemplo de la que se había fomentado en las inglesas. Confesamos que la guerra fue popular en España, y que pueblos e individuos, clero, grandeza, corporaciones y particulares, hicieron espontáneamente esfuerzos y sacrificios infinitos para sostenerla. Comprendemos estos arranques patrióticos de entusiasmo nacional, y aun los aplaudimos, siquiera nazcan de esperanzas quiméricas o de equivocados fundamentos. Culpamos de estos errores solamente a los hombres de Estado, a quienes cumple preveer las consecuencias de los compromisos, y dirigir convenientemente la opinión y los sentimientos de los pueblos.
No se hizo esperar mucho el desengaño de aquellas ilusiones. Desde el puerto de Brest vio con sus propios ojos el conde de Aranda disiparse como una nube de humo el gran proyecto de desembarque, y de invasión y ocupación de Inglaterra. Las escuadras combinadas que habían partido ostentando omnipotencia volvieron moviendo a compasión, y al cabo de dos siglos se vio reproducido el desastre de la Invencible. Sin tiempo para consolarse de este infortunio recibe Carlos III la nueva de la gloriosa y funesta catástrofe de nuestra escuadra en las aguas de Gibraltar: gloriosa por el heroísmo con que se defendieron nuestros marinos y que asombró al vencedor Rodney; funesta por la lastimosa destrucción de nuestras naves. En ambos casos, más que las fuerzas británicas pelearon contra nosotros los elementos, y más que el poder naval de Inglaterra nos dañó la vacilación o el descuido, dado que otro nombre no mereciera, de la Francia. Si Orvilliers se hubiera conducido delante de Plimouth con la resolución de Lángara en el cabo Trafalgar, y si los navíos franceses de Brest se hubieran unido oportunamente, como debían, a los españoles en el Estrecho, ni allí Hardy ni aquí Rodney habrían gozado, el uno con la desastrosa retirada de las escuadras borbónicas, el otro con la destrucción de la flota de España. Carlos III vio en estos dos contratiempos lo bastante para no fiarse tanto de Francia y no asentir a su empeño de intentar otro desembarco en Inglaterra, pero no sospechaba que pudieran ser avisos providenciales para que meditara en las consecuencias de la nueva lucha en que se había comprometido.
Mucho le consoló en su pesadumbre la noticia de la gran presa que hizo don Luis de Córdoba a los ingleses en las Azores, y las que de las Indias Occidentales iban llegando de los triunfos que en Honduras y la Florida alcanzaban los dos Gálvez, padre e hijo, presidente de Guatemala el uno, gobernador de la Luisiana el otro: que allá en el Nuevo Mundo favorecía la suerte de las armas y sopló mejor fortuna a los españoles en sus empresas que en Europa, bien que no sin que con los laureles y las conquistas se mezclaran calamidades, desastres e infortunios, de aquellos que suelen ser inseparables de las operaciones militares y de las empresas marítimas en climas malsanos, y que no alcanza a evitar ninguna previsión ni precaución humana. No puede negarse que la sumisión de la Florida y la expulsión de los ingleses del golfo de Honduras fueron gloriosas para aquellos intrépidos españoles.
Digna fue también de todo elogio la conducta que acá observó el gobierno español en las negociaciones que se entablaron para la paz. Habilísimo estuvo Floridablanca, y con mañosísima destreza supo sortear las capciosas insinuaciones de la diplomacia inglesa. Ni las lisonjeras cartas de Hillborough le fascinaron, ni las artificiosas instrucciones de lord North al presbítero Hussey y al secretario Cumberland le sorprendieron, y el gabinete británico pudo convencerse de que negociaba con quien le comprendía. Honra será siempre de Carlos III y de su primer ministro la insistencia en exigir como condición precisa para todo ajuste la restitución de Gibraltar. No hacemos cargo alguno a Inglaterra por su tenacidad en no querer soltar aquella plaza: aconsejábaselo así su interés, y tenía razon en lo que decía a ese propósito lord Stormont; censuramos solamente la estudiada ambigüedad de sus proposiciones. Aunque se frustraron estos tratos, logró Floridablanca uno de sus principales fines, el de obligar a la Francia, por temor de quedarse sola, a salir de su tibieza y a cooperar eficazmente a los planes de España, y especialmente a la expedición contra la Jamaica que se había proyectado.
¿Y cómo no reconocer el mérito del ministro español por la principalísima parte que tuvo en el célebre sistema europeo de la Neutralidad armada? Dado que este sistema no diera los resultados que el nombre y el ruido hicieran esperar, ¿fue poco lauro para Carlos III y para Floridablanca haber ganado por la mano a Inglaterra en atraerse la disputada amistad de Rusia, haber influido en la promulgación del código marítimo de Catalina II, en la adhesión de Suecia, Dinamarca, Prusia, Francia, Nápoles, Venecia y Holanda al Manifiesto de la zarina, y en el aislamiento político y mercantil de Inglaterra de todas las potencias de Europa? Dos naciones se elevaron y engrandecieron con el principio de neutralidad, España e Inglaterra, las dos por opuestas vías; España influyendo en la política general de Europa y promoviendo una gran confederación como en los tiempos de su mayor pujanza y poderío; Inglaterra dando al mundo un testimonio de su grande aliento, cuando aislada de todas las naciones, exteriormente desairada y sola, interiormente devorada por los partidos, teniendo que derramar sus fuerzas por ambos hemisferios, casi expulsada de las Indias Occidentales y poco menos que vencida por sus colonias, tuvo empuje para declarar la declarar la guerra a Holanda y bríos para pelear sola en todas partes. Hay que hacer justicia al espíritu, a la perseverancia, a la imperturbable impavidez de la nación británica.
La reclamamos también para nuestra nación en la reconquista de Menorca, el fruto mayor que sacó España de estas guerras. La concepción del plan, su desarrollo, el secreto con que se condujo, la marcha, el ataque, todo fue admirablemente combinado y ejecutado. El rey, el primer ministro, el enviado a explorar los ánimos de los isleños, el general en jefe de la expedición, capitanes, marinos y soldados, españoles y franceses, y hasta el general inglés que gobernaba a Mahón y quedó vencido, todos llenaron su deber en esta gloriosa empresa. Crillon y Murray compitieron en valor y galantería. Aquellos isleños enloquecían de encontrarse otra vez españoles al cabo de setenta y cuatro años de estar sujetos a hombres que no hablaban su lengua. Fundado y justo fue el regocijo de toda España, y Carlos III vio cumplido uno de los dos objetos en que tenía constantemente clavado y fijo su pensamiento, en que cifraba su más ardiente deseo y su más vehemente afán.
No plugo a la Providencia complacerle en lo que anhelaba todavía con más vehemencia y ardor, en la recuperación de Gibraltar. A la Providencia decimos, porque solo acudiendo a sus altos inescrutables fines puede el humano entendimiento resignarse a no poder explicar ni comprender cómo ochenta años de continuados esfuerzos y de gigantescos sacrificios no bastaron a España a reparar la pérdida de una hora desgraciada. La de un mundo entero nos ha sido menos costosa y menos funesta que la de esa enorme y descarnada roca enclavada en nuestro propio suelo, para ser torcedor y mortificación de un pueblo bizarro, altivo y pundonoroso, desde el momento fatal que pasó a extraño dominio, Dios sabe hasta cuándo. Manejos diplomáticos hábilmente conducidos, promesas solemnes con frecuencia arrancadas, tratados y convenios sobre la base de la restitución cimentados, cambios y equivalencias ofrecidas, largos y costosos bloqueos con perseverancia sostenidos, sitios y ataques dirigidos con inteligencia y dados con asombroso valor, caudales con profusión empleados y sin cortedad consumidos, escuadras poderosas, y numerosos y aguerridos ejércitos de tierra regidos por generales de fama y por almirantes renombrados, famosas batallas campales, y combates navales maravillosamente heroicos, hasta el último y más prodigioso esfuerzo del ingenio del hombre y del poder de una nación, el de las baterías flotantes, todos los medios que esta nación, señora de dos mundos, empleó por cerca de ochenta años, diplomacia, ofertas, conciertos, cambios, bloqueos, sitios, caudales, ejércitos, escuadras, artificios, inventos, combates, todo se estrelló contra ese fatídico Peñón, cuyo circuito marítimo у terrestre parecía destinado para sepulcro de hombres y de naves españolas. El mismo conquistador de Mahón vio palidecer ante Gibraltar las hojas del laurel de su recién ganada corona, y Carlos III tuvo que resignarse a aceptar la paz sin la devolución de su ansiada plaza: cediéronle vastos territorios en el Nuevo Mundo, y no pudo recobrar una peña en su propio reino. No le inculpamos ni por su obstinado empeño, ni por el resultado infausto que tuvo: el empeño era patriótico y honroso; del resultado ¿quién podía responder? Gibraltar permaneció, como permanece, en poder de ingleses. Repetimos aquí lo que hemos dicho en otra parte. «Si todavía partes integrantes de la península ibérica continúan como destacadas de este recinto geográfico, cosa es que si debe apenarnos, no debe hacernos desesperar. Aun no se ha cumplido el destino de esta nación; si no puede ser condición de su vida propia y especial ser dominadora de naciones, tampoco puede serlo de otras dominar dentro de las cordilleras y de los mares que ciñen su suelo. Tenemos fe, ya que no podamos tener evidencia de este principio histórico.»
Cuando hemos calificado de poco acertada la política de Carlos III y de precipitada su resolución de envolverse en nuevas guerras con la nación británica y de ayudar a Francia contra ella, favoreciendo de este modo la insurrección y la independencia de las colonias norte-americanas, no hemos querido significar ni que aquellas luchas no fueran sostenidas con honra, ni que de la paz dejara de salir aventajada España. Con honra grande, si bien con dolorosos sacrificios, con gloria no escasa, si bien con harto gravamen del erario y sensible aumento de la deuda pública, fueron sostenidas aquellas guerras. Y en cuanto a las condiciones de la paz, ¿para qué ponderarlas nosotros cuando los extranjeros la han llamado «la más honorífica y ventajosa transacción diplomática de cuantas había ajustado la corona de España desde la de San Quintín?» Y en verdad, aparte de la restitución o de la reconquista de Gibraltar, única condición que faltó para que todo fuese completo, ¿a qué más habría podido aspirarse por fruto de la paz o de la guerra, que a revocar el ignominioso tratado de París de 1763, a asegurar la posesión de Menorca, a salvar nuestras colonias de América, a adquirir el dominio de las dos Floridas, y a enseñorear todo el seno mejicano?
Pero a vueltas de todas estas ventajas, surge otra cuestión de mayor trascendencia, que es a la que nos hemos referido antes. ¿Fue acertada la política de Carlos III, fue conveniente al porvenir de una nación que tenía tantas y tan vastas colonias en América, fomentar más o menos directamente la insurrección y la emancipación de los Estados Unidos, debilitando las fuerzas de Inglaterra y combatiendo al lado de la Francia? ¿Pudo influir este ejemplo en el levantamiento y en la independencia de las colonias españolas del Nuevo Mundo que al cabo de algunos años sobrevino?
II.
Un moderno historiador del reinado de Carlos III, a quien no puede negarse ni recto y claro juicio, ni buenos y profundos estudios sobre este período, se aparta en este punto del común sentir de los historiadores y de la opinión general de los políticos, y asevera de plano que no hubo enlace alguno entre la independencia de las colonias españolas y la guerra que produjo la emancipación de los Estados Unidos, y que ni un solo día se hubiera dilatado aquella aun cuando Carlos III presenciara inactivo esta lucha{1}. Sentimos no poder estar de acuerdo con tan entendido y respetable historiador; pero sin que nosotros pretendamos que la independencia de nuestras colonias fuera una consecuencia precisa de la del Norte de América, sin que queramos suponer que necesariamente había de venir la una en pos de la otra, nos es imposible dejar de admitir la influencia lógica y natural del ejemplo. ¿Era cuerdo, y podía ser prudente en quien poseía tantos y tan vastos y extensos dominios en el Nuevo Mundo, algunos de ellos vecinos y limítrofes a las colonias sublevadas, proteger la resistencia de éstas a la metrópoli y favorecer su emancipación, a riesgo de dar tentación a las que esto veían, y se hallaban en situación análoga, de imitar en ocasión oportuna y con igual esperanza la conducta de aquellas? ¿Y era verosímil, era siquiera posible que ejemplo tan solemne fuera mirado con indiferencia o pasara desapercibido de los americanos españoles?
¿Y qué fueron ya en aquellos mismos días las turbaciones del Perú y de Buenos-Aires, qué fue la sangrienta rebelión de Tupac-Amaru, de los Cataris y los Bastidas, qué fueron las horribles catástrofes de Tinta y de Oruro, del Cuzco y del Santuario de las Peñas, qué fueron las trágicas escenas de aquella mortífera lucha, felizmente aunque no sin trabajo vencida y sofocada, sino chispas que, si no anunciaban, podían por lo menos presagiar otro más voraz incendio? ¿Qué proclamaba el descendiente de los Incas sino la emancipación del dominio de España, y a quiénes hicieron los rudos indios víctimas de su encono sino a los corregidores, y al clero, y a los gobernadores, y a otras autoridades españolas?
Ni negamos que la independencia y la libertad de los Estados Unidos, como la de las otras grandes familias y regiones de América, ha sido o pueda ser, bien que pasando por más o menos largas y penosas crisis, útil y provechosa a la humanidad en general; ni desconocemos que el destino de todas las grandes colonias, y en especial de las que están a inmensa distancia de su metrópoli, es emanciparse y vivir vida propia al modo de los individuos cuando llegan a mayor edad. Pero fuerza es reconocer también que el interés y la conveniencia especial de los soberanos es el de conservar cuanto puedan el dominio de las regiones que poseen, como es su deber regirlas en justicia y dispensarles los beneficios de la civilización; que no puede ser político excitarlas con el ejemplo a la independencia, ni menos exponerlas a los horrores de la anarquía. Lo que la prudencia y el interés aconsejan es hacerlas amigas y hermanas cuando no se puede mantenerlas súbditas, y hacerlas agradecidas cuando no se pueda tenerlas dependientes. Aun confesando que para sacudir su dependencia las colonias españolas de América fue menester que la península se encontrara en la crítica y lamentable situación en que la puso el coloso de Europa a principios de este siglo, y que a ello contribuyeran las doctrinas que santificaban las insurrecciones contra el gran dominador, todavía no podemos considerar prudente la política de Carlos III en apoyar y fomentar una emancipación que un día podría servir de modelo para la de sus propios dominios.
«Hubo un español, dijimos en nuestro Discurso Preliminar, que vaticinó con maravillosa exactitud todo lo que después había de sobrevenir, y lo que es más, lo expuso a su monarca con desembarazo y lealtad.» Este español fue el conde de Aranda, el mismo que antes había abogado con tanto ardor por la guerra: en el escrito que dirigió al rey después de hecha la paz, le decía: «La independencia de las colonias inglesas queda reconocida, y este es para mí un motivo de dolor y temor. Francia tiene pocas posesiones en América, pero ha debido considerar que España, su íntima aliada, tiene muchas, y que desde hoy se halla expuesta a las más terribles conmociones...» Y más adelante: «Jamás han podido conservarse por mucho tiempo posesiones tan vastas colocadas a tan gran distancia de la metrópoli. A esta causa, general a todas las colonias, hay que agregar otras especiales a las españolas, a saber: la dificultad de enviar los socorros necesarios; las vejaciones de algunos gobernadores para con sus desgraciados habitantes; la distancia que los separa de la autoridad suprema, lo cual es causa de que a veces trascurran años sin que se atienda a sus reclamaciones... los medios que los virreyes y gobernadores, como españoles, no pueden dejar de tener para obtener manifestaciones favorables a España; circunstancias que reunidas todas no pueden menos de descontentar a los habitantes de América, moviéndolos a hacer esfuerzos a fin de conseguir la independencia tan luego como la ocasión les sea propicia.» Y hablando de la nueva nación: «Esta república federal nació pigmea por decirlo así, y ha necesitado del apoyo y fuerza de dos Estados tan poderosos como España y Francia para conseguir su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante, y aun coloso temible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y solo pensará en su engrandecimiento... El primer paso de esta potencia será apoderarse de las Floridas a fin de dominar el golfo de Méjico. Después de molestarnos así y nuestras relaciones con la Nueva España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no podremos defender contra una potencia formidable establecida en el mismo continente y vecina suya.»
Discurriendo luego este hombre de Estado sobre los medios que convendría emplear para evitar las grandes pérdidas que preveía, proponía al rey el establecimiento de tres infantes españoles en los dominios de América como reyes tributarios, uno en Méjico, otro en el Perú, y otro en Costa-Firme, tomando el de España el título de Emperador, y conservando para sí solamente las islas de Cuba y Puerto-Rico en la parte septentrional, y alguna otra que conviniera en la meridional. Los nuevos soberanos y sus hijos deberían casarse siempre con infantas de España o de su familia, y los príncipes españoles se enlazarían también con princesas de los reinos de Ultramar. «De este modo, decía, se establecería una unión íntima entre las cuatro coronas, y antes de sentarse en el trono cualquiera de estos príncipes debería jurar solemnemente que cumpliría con estas condiciones.» Entre las ventajas que resultarían de este plan contaba la de la contribución de los tres reinos (que habían de ser, una en oro, otra en plata, y otra en géneros coloniales), la de cesar la continua emigración a América, la de impedir el engrandecimiento de las colonias, o de cualquier otra potencia que quisiera establecerse en aquella parte del mundo, el aumento de nuestra marina mercante y militar, y añadía: «Las islas que arriba he citado, administrándolas bien y poniéndolas en buen estado de defensa, nos bastarían para nuestro comercio, sin necesidad de otras posesiones, y finalmente disfrutaríamos de todas las ventajas que nos da la posesión de América sin ninguno de sus inconvenientes.{2}»
También el ilustrado historiador de Carlos III a quien antes hemos aludido, tiene por inverosímil de todo punto que hiciera el conde de Aranda esta representación que se le atribuye, y funda su opinión principalmente en dos razones: la primera es no hallarse ni mencionarse este documento en la correspondencia oficial ni en la confidencial entre Aranda y Floridablanca; es la segunda lo difícil que se le hace creer que un personaje de tanta gravedad y fijeza de opiniones como Aranda, y que años antes había sido partidario ardiente de la guerra, pudiera después estampar frases e ideas tan en contradicción con su anterior pensamiento como las que hemos copiado. Pero la primera se desvanece con la reflexión que el mismo autor hace de seguida, a saber, que la representación fue escrita en Madrid y presentada a la mano, circunstancia que explica por sí sola lo de no encontrarse entre la correspondencia de aquellos dos personajes: a lo cual añadimos nosotros, que habiendo sido el duque de San Fernando ministro de Estado, nada más verosímil y natural que el que conservara entre sus manuscritos un documento como éste{3}.
Respecto a la segunda razón, que a primera vista parece ser más fuerte y más fundada, nosotros, sin pretensión de fallar sobre la autenticidad del documento y responder de ella, la tenemos por muy posible, y creemos poder explicar sin violencia la variación en el modo de pensar de aquel insigne hombre de Estado. Los que a nuestro juicio hubo fue, que el conde de Aranda, hombre de imaginación fogosa, que deseaba abatir el poder marítimo de Inglaterra, y que creyó ver una ocasión oportuna y haber ideado un plan infalible para anonadarle, aconsejó y excitó a la guerra con su natural impetuosidad y ardor. Mas luego que se firmó la paz, en que se estipulaba el reconocimiento de la independencia de los Estados Unidos, previsor como buen estadista, y español de corazón, comprendió la trascendencia del resultado de la lucha para el porvenir de España en el Nuevo Mundo, se asustó de su propia obra, y discurriendo sobre el peligro que podrían correr las colonias españolas con el ejemplo de lo que acababan de presenciar en el Norte de América, y previendo su futura desmembración, quiso ocurrir al remedio proponiendo el plan contenido en su citada representación o memoria.
Que Aranda pronosticó y tuvo por seguro que al cabo de un tiempo no muy lejano, pero que no podía determinar, habíamos de perder el continente americano, cosa es para nosotros incuestionable. A la vista tenemos dos cartas suyas, escritas al conde de Floridablanca, en que se ve cuán fija tenía esta idea, y cuánto le mortificaba. En la primera{4}, con aquel desenfado y aquella llaneza que acostumbraba en las cartas de confianza, le decía: «Nuestros verdaderos intereses son que la España europea se refuerce con población, cultivo, artes y comercio; porque la del otro lado del charco Océano la hemos de mirar como precaria, años de diferencia: y así, mientras la tengamos, hagamos uso de lo que nos pueda ayudar para que tomemos sustancia, pues en llegándola a perder, nos faltaría ese pedazo de tocino para el caldo gordo... Dirá V. E. de botones adentro que yo soy un visionario; yo lo celebraría de todo mi corazón, pero por el estado del mundo así se clavó en la testa aragonesa, dura... según dicen los castellanos...»
En la segunda{5} apuntaba y desenvolvía un nuevo pensamiento sobre las Américas españolas; o porque el primero no hubiera encontrado acogida, o posibilidad de realización, o porque él mismo encontrara el segundo más conveniente o más factible; cuyas vacilaciones nada tienen de extraño en cuestión tan difícil, y tan oscura en aquel tiempo. «Ya sabe V. E., decía, cómo pienso sobre nuestra América. Si nos aborrecen, no me admira según los hemos tratado, si no la bondad de los soberanos, las sanguijuelas que han ido sin número... y no entiendo que haya otro medio de retardar el estampido que el de tratar mejor a los de allá y los que vinieren acá.» Y después de exponer la necesidad de enviar mejores empleados y de dividir los negocios de un modo conveniente a su mejor expedición, pasaba a manifestar su nuevo plan, y decía:
*«Mi tema es que no podemos sostener el total de nuestra América, ni por su extensión, ni por la disposición de algunas partes de ella, como Perú y Chile, tan distantes de nuestras fuerzas, ni por las tentativas que potencias de Europa pueden emplear para llevársenos algún girón o solevarlo. Vaya, pues, de sueño. Portugal es lo que más nos convendría, y solo él nos sería más útil que todo el continente de América, exceptuando las islas. Yo soñaría el adquirir Portugal con el Perú, que por sus espaldas se uniese con el Brasil, tomando por límites desde la embocadura del río de las Amazonas, siempre río arriba, hasta donde se pudiese tirar una línea que fuese a caer a Paita, y aun en necesidad, más arriba a Guayaquil. Establecería un infante en Buenos-Aires, dándole también el Chile; si solo dependiese en agregar éste al Perú para hacer declinar la balanza a gusto del Portugal en favor de la idea, se lo diera igualmente, reduciendo el infante a Buenos-Aires y dependencias.
*»No hablo de retener Buenos-Aires para España, porque quedando cortado por ambos mares por el Brasil y el Perú, más nos serviría de enredo que de provecho, y el vecino por la misma razón se tentaría a agregárselo. No prefiero tampoco el agregar al Brasil toda aquella extensión hasta el cabo de Hornos, o retener el Perú, o destinar éste al Infante porque la posición de un príncipe de la misma casa de España, cogiendo en medio al dueño del Brasil y Perú, serviría para contener a éste por dos lados.
*»Quedaría a la España desde el Quito, comprendida hasta sus posesiones del Norte, y las islas que posee al Golfo de Méjico, cuya parte llenaría bastante los objetos de la corona, y podría ésta dar por bien empleada la desmembración de la parte meridional, por haber incorporado con otra solidez el reino de Portugal. ¿Pero y el señor de los fidalgos querría buenamente prestarse? ¿Pero cabría, aun queriendo, que se hiciese de golpe y zumbido? ¿Pero y otras potencias de Europa dejarían de influir u obrar en contrario? ¿Pero, y cien peros? Y yo diré: soñaba el ciego que veía, y soñaba lo que quería: y ese soy yo, porque me he llenado la cabeza de que la América Meridional se nos irá de las manos, y ya que hubiese de suceder, mejor era un cambio que nada. No me hago proyectista ni profeta, pero esto segundo no es descabellado, porque la naturaleza de las cosas lo traerá consigo, y la diferencia no consistirá sino en años antes o después. Si fuera portugués, aceptaría el cambio, porque allá gran señor y sin los riesgos de lo de acá, también un día u otro sería más sólido y grande que el rincón de la Lusitania; y siendo lo que soy, buen vasallo de la corona, prefiero y preferiré el reunir el Portugal, aunque parece que se les daría un gran mundo.»
A estos párrafos de la carta del conde embajador contestaba el ministro Floridablanca{6}: «El remedio de la América por los medios que V. E. dice sueña es más para deseado que para conseguido. Por más que chillen los indianos y los que han estado allá, crea V. E. que nuestras Indias están mejor ahora que nunca, y que sus grandes desórdenes son tan añejos, arraigados y universales, que no pueden evitarse en un siglo de buen gobierno, ni la gran distancia permitirá jamás el remedio radical. La especie del cambio es graciosa. ¡Utinam!» Como se ve, lo del cambio lo consideraba ventajoso, pero le parecía irrealizable.
Así pensaban entonces acerca del presente y del porvenir de nuestra América aquellos dos insignes hombres de Estado.
III.
Si otras potencias hubieran seguido los sentimientos y la política de Carlos III respecto a la desmembración de la desgraciada Polonia, es más que probable que no se hubiera consumado aquel inicuo repartimiento, y las tres naciones que se la adjudicaron fueran hoy menos poderosas, y serían otras las bases del equilibrio europeo, y diferente acaso también la fisonomía política que desde entonces han venido presentando los Estados del Norte y del Mediodía y del Occidente de Europa.
No encontramos igual motivo de aplauso en su resolución de la reconquista de Argel; y no porque no obrara impulsado de un laudable propósito, de un fin justo, de un sentimiento nacional, religioso y humanitario, aparte de la mira política, sino porque al cabo, por primera y única vez vemos al cumplidor escrupuloso de los pactos abandonar la actitud que le prescribía una estipulación reciente. La empresa fue desastrosa por mal dirigida. Pendía del secreto como la de Menorca, pero O’Reilly distaba mucho de ser un Crillón, y el ejemplo de éste no bastó a hacer cauto a aquél. España perdió una armada y un ejército; O’Reilly su reputación de general; el ministro Grimaldi la poca consideración que ya le tenía el pueblo, y a pesar del favor del rey la malhadada expedición le colocó en una pendiente en que se hizo ya inevitable su caída. Desde los tiempos de Carlos V y de Felipe II era constantemente desastroso y funesto todo lo que se emprendía contra una potencia europea y contra una regencia africana, Inglaterra y Argel. Parecían estos dos puntos de fatídico agüero para España. ¡Cuántos hombres y cuántas naves españolas han quedado sepultadas en aquellas costas y en aquellos mares!
Y sin embargo estamos lejos de calificar, como lo hace un ilustrado historiador extranjero{7}, de lastimosa manía y aberración el deseo de nuestros monarcas de dominar en el litoral africano, y la aspiración de Carlos III a adquirir otro punto de apoyo en la costa de Berbería, teniendo por mucho más útil que las sumas gastadas en aquellas expediciones y en aquellos presidios se hubieran destinado al sostenimiento de fuerzas marítimas en el Estrecho para proteger el comercio contra los berberiscos. En otra parte hemos consignado ya nuestros principios sobre esta materia, del todo opuestos a los del historiador citado. «¡Ojalá (decíamos hablando de la recuperación de Orán por Felipe V), ojalá se hubiera emprendido la reconquista de Argel!» Y como no somos empíricos, ni juzgamos de la bondad de los principios por el resultado eventual y fortuito de los sucesos, el éxito desgraciado de una expedición malograda por causas conocidas y que pudieron remediarse no ha de impedirnos repetir aquí lo que dijimos entonces: «Se han gastado constantemente las fuerzas de España en conquistas europeas a que nuestra posición excéntrica no nos llamaba, y se ha desatendido la parte del mundo a que nos convidaban nuestra situación, nuestra fe y nuestras tradiciones. La enseña de Cisneros (que nos señalaba la costa africana como un vasto teatro que se abría a nuestras glorias) no ha sido seguida; la política se ha invertido: se ha dado lugar «a que una nación vecina, sin los títulos, y sin la base, y sin los elementos que la española, haya buscado y encontrado su engrandecimiento donde nosotros pudimos y debimos tener »nuestra grandeza.{8}»
Tanto envalentonó aquella malograda empresa a los argelinos, que cuando la política aconsejó a Carlos III ponerse bien con las regencias berberiscas, halló en la de Argel una resistencia tan tenaz, que ni las proposiciones del gobierno español, ni el ejemplo de la Sublime Puerta que acababa de ajustar un tratado de paz, amistad y comercio con el rey católico, ni los consejos y las excitaciones del Gran Sultán bastaron a domar la soberbia de aquella potencia corsaria; y fue menester un bloqueo sistemático y un bombardeo periódico de tres años para hacer doblar la cerviz a aquella madriguera de piratas, y obligarla a aceptar, aun de mal grado, un convenio que pusiera el comercio español al abrigo de las insolencias de aquellos salteadores de los mares. Trípoli y Túnez se prestaron con menos obstinación y pusieron menos repugnancia; las negociaciones fueron bien conducidas; y merced a esta prudente y hábil política, la bandera mercante española tremoló con una seguridad, en siglos no alcanzada, de uno a otro extremo del Mediterráneo, cesó la esclavitud de millares de familias que costaban muchas lágrimas y muchas sumas de oro, aumentose la contratación, creció la marina, y se pobló y cultivó una extensión inmensa de nuestro litoral, antes inculto y desierto por inseguro.
Inconveniente y errada fue en un principio la política de Carlos para con el vecino reino de Portugal, tanto como la hallamos acertada y discreta después. Algo dijimos ya de la invasión del reino lusitano, una de las primeras consecuencias del Pacto de familia; los fáciles e infructuosos triunfos allí conseguidos no podían menos de renovar antiguos odios, que hubiera convenido más extinguir, entre dos pueblos que debían por mutua conveniencia ser siempre hermanos y amigos. Manteníase viva aquella rivalidad con la perenne contienda, origen de tantas guerras, y en que se consumieron tan crecidas sumas, sobre la posesión de la colonia del Sacramento, a que se dio una inmerecida y excesiva importancia. Fue necesario que cayera el ministro portugués Pombal y que se pusiera a la cabeza del gobierno español el hábil Floridablanca, para que se diera un rumbo más conveniente a las relaciones entre las dos naciones vecinas. El tratado de límites de 1777 fue un acto que dio alta idea del talento político de don José Moñino, y un acontecimiento feliz, como término de antiguas desavenencias y luchas, y como base de la estrecha alianza que le subsiguió en 1778. Dobles enlaces entre príncipes y princesas de las dos familias reinantes acabaron de estrechar después aquella alianza; que si bien fue también de familia, cuando en estos pactos no entra como elemento exclusivo la razón de deudo, sino que concurren en acorde consonancia la razón de Estado, el afecto de la sangre, la conveniencia política, la justa protección de una parte y la gratitud de otra, que fue el caso de Carlos III de España con su sobrina la reina de Portugal después de la muerte de José I, entonces estos pactos, lejos de encerrar un germen de funestas derivaciones, le llevan de mutuas, legítimas y saludables consecuencias.
Alternativamente ventajosos y funestos los pactos, alianzas y confederaciones de Carlos III con otras potencias en los dos primeros tercios de su reinado; alternativamente cuerda y desacertada su política en sus relaciones exteriores y en sus empresas en el antiguo y en el nuevo mundo; alternativamente propicios y adversos los sucesos militares, las expediciones marítimas, y los resultados de las guerras y de las paces, pero haciendo siempre gran figura en su tiempo la nación española en la próspera como en la contraria fortuna, creemos que el rumbo que en el último tercio del reinado supo dar a la política exterior puede y debe satisfacer cumplidamente al español más amante del buen nombre de sus monarcas y de la dignidad y de la gloria nacional. Si siempre es noble y digna la actitud de un soberano que se constituye en reconciliador de otros soberanos y en pacificador de naciones, es doblemente honrosa y lisonjera cuando su voz es escuchada, respetado su nombre, poderoso su influjo, y eficaz su intervención. Grandes títulos había adquirido sin duda Carlos al respeto y consideración de otras potencias, cuando su mediación bastó a reconciliar por dos veces a Portugal con Francia, cuando logró evitar un nuevo rompimiento entre Francia e Inglaterra, cuando con sus prudentes exhortaciones llegó a alcanzar que estas dos potencias que parecían irreconciliables se entendieran hasta el punto de firmar un convenio obligándose a no intervenir con la fuerza en los negocios de Holanda, y cuando en el arreglo definitivo entre las cortes de Madrid y Londres de los puntos que habían quedado pendientes en el tratado de paz, obtuvo de la Gran Bretaña concesiones que eran para ella verdaderos sacrificios, aun a costa de excitar murmuraciones en el pueblo y en el parlamento.
No puede leerse sin respetuosa admiración el cuadro en que se desenvuelve el sistema general de política exterior de Carlos III, tal como se contiene en la última parte de la célebre Instrucción reservada para la Junta de Estado. Hay que retroceder más de dos siglos para encontrar otro documento de la misma índole con que poder cotejarle, que es la Instrucción de Carlos V a su hijo Felipe II al hacer en él la abdicación de sus vastísimos dominios; pero aventaja sin duda en mérito la del tercer Carlos de Borbón a la del primer Carlos de Austria. Aunque la supongamos obra de su primer ministro, el rey la hizo suya aceptándola, y no la aceptó sin examen, sino después de largas conferencias y de muy detenida meditación. No se sabe qué admirar más, si el profundo conocimiento que el soberano y el ministro mostraban tener de la situación, de los intereses, de las pretensiones y designios de todas y cada una de las potencias y estados del mundo, si la circunspección y cordura con que sobre este conocimiento acordaron conducirse y manejarse con las cortes extranjeras, influyendo en todas las cuestiones europeas, y haciendo pesar en la balanza del mundo la política española, en el sentido más favorable a la paz de los pueblos, y sin ligar ni comprometer los intereses, ni el porvenir y la suerte de España a los de otra potencia alguna, ni por amiga ni por poderosa que fuese.
En las grandes perturbaciones que de nuevo amenazaban a Europa, Carlos III, sin consentir que se lastimase ni rebajase en nada la importancia y el poder de las naciones borbónicas, supo también conservar la independencia y la dignidad de su reino, negándose a formar parte de la cuádruple alianza que se proyectaba entre las dos cortes imperiales, Francia y España, sin dejarse seducir por las excitaciones ni deslumbrar por los ofrecimientos, y sin ofender a los que le buscaban ni dar recelos a los que le temían. Las lecciones de lo pasado le habían hecho cauto y prevenido, y aunque algo más tarde de lo que fuera de desear, todavía comprendió a tiempo de evitar grandes males y de hacer no pocos bienes lo que debió haber sido siempre el Pacto de Familia. Asombra el exacto conocimiento que manifestaba tener de la índole y carácter de la política inglesa, de las miras y aspiraciones de la Francia, de los designios ambiciosos de Rusia sobre Turquía, y su previsión sobre los medios de enfrenar las pretensiones de los imperios del Norte; y aparte de la cuestión de los Estados Unidos de América, en que le encontramos siempre un tanto obcecado, es a nuestro juicio maravilloso el acierto con que discurría acerca del espíritu y tendencias de cada nación, y de la política que con cada una de ellas convenía seguir a España.
Por último, gloria será siempre, y siempre honrará la memoria de Carlos III el haber acertado con esta política a colocarse en situación de ser el único soberano de Europa a quien todas las naciones volvieron la vista como al solo monarca que podía conjurar las nuevas turbaciones de que se veía amenazada, y el haberlo logrado, siquiera fuese por pocos años, que tampoco alcanzaron a más los de su vida. En el caso de que la Providencia hubiera querido diferir algún tiempo su muerte, no sabemos, ni es fácil adivinar cuánto y en qué sentido hubiera podido influir en los grandes acontecimientos que en Francia y en Europa sobrevinieron a poco de descender Carlos III a la tumba.
{1} Ferrer del Río, en el capítulo 4.º del lib. V. de la Historia del reinado de Carlos III.
{2} Esta Memoria o representación, sacada de la Colección de manuscritos del duque de San Fernando, fue publicada por don Andrés Muriel en el cap. 3.º adicional a la España bajo el reinado de la casa de Borbón de William Coxe.
{3} De haberse dado al duque de San Fernando copias de muchos papeles pertenecientes a la correspondencia de nuestros embajadores del pasado siglo, se encuentran noticias en el Archivo de Simancas. El archivero señor González era amigo particular del duque.
Decir que «los gérmenes de emancipación de los dominios de América brotaron casi de improviso y que hay que buscarlos muy fuera de la época de Carlos III,» no solo se opone a los datos que hemos presentado, sino a otros que muy recientemente hemos encontrado en el mencionado archivo, referentes a los manejos del italiano don Luis Vidalle y del capitán don Francisco Miranda para sublevar la América Meridional (de 1783 a 1785). Constan sus viajes a los Estados Unidos y a Londres a solicitar auxilios para hacer la sublevación: entre los papeles de Vidalle se encontró la «Historia del motín de la provincia de Maracaibo y reino de Santa Fe que empezó por mayo de 1781.» Consta toda la historia de estos dos sujetos, y sus gestiones en el sentido expresado. Vidalle fue arrestado en Francia, y enfermó en Olmedo cuando era traído preso a Madrid.- Correspondencia de Embajadores con la corte.
{4} Fecha en París, a 21 de julio de 1785.- Archivo de Simancas, Correspondencia entre Aranda y Floridablanca.
{5} Fecha en París a 12 de marzo de 1786.- Archivo de Simancas, ubi. sup.
{6} Desde el Pardo, a 6 de abril de 1786.
{7} Coxe, Parte Adicional, cap. 3.º