Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo XXI
España en el reinado de Carlos III
Los jesuitas

IV.

Como una de las materias que más influyeron en el orden político y social fuera y dentro de España, creemos corresponde al método que nos hemos propuesto en nuestras observaciones considerar en este sitio la fisonomía que imprimió al reinado de Carlos III la doctrina del regalismo que él y sus hombres de Estado profesaban, y el hecho ruidoso de la supresión, en España y en otros Estados de la cristiandad, de un célebre instituto religioso, y de la expulsión y dispersión de sus individuos; puntos que constituyen uno de los caracteres que distinguen más la política del reinado cuya historia acabamos de hacer, y que nosotros conceptuamos como íntimamente enlazados.

La doctrina exagerada que en los siglos medios sostuvieron algunos pontífices sobre la universal e ilimitada potestad de la Iglesia y su jurisdicción y supremacía sobre todos los poderes humanos, así en lo temporal y civil como en lo eclesiástico y espiritual, y la facultad que se arrogaron de disponer de las coronas de los príncipes y de relajar a su voluntad el juramento de fidelidad de los súbditos a sus soberanos, reyes o emperadores, produjo, como acontece siempre con todas las doctrinas extremas, una reacción, que suele ser extrema también, en favor del principio opuesto. A este extremo lamentable llevó la célebre Reforma del siglo XVI naciones enteras de la cristiandad con daño inmenso de la unidad católica, naciendo la escuela del protestantismo, pronto dividida en multitud de sectas, separándose algunos Estados del centro común de la Iglesia y desconociendo la autoridad de su cabeza visible, instituida por el mismo Dios, e infiltrándose la doctrina herética de la reforma en las mismas naciones en que por fortuna se conservó la pureza del dogma y en que no llegó a romperse el principio de la unidad. Aun en estas mismas, y fuera ya de los errores de la reforma, siguió agitándose entre teólogos y canonistas la cuestión del poder y de la infalibilidad del papa, distinguiéndose en esta controversia, y sosteniéndola con furor, y aun con encarnizamiento, de un lado el profesor de Lovaina y obispo de Iprés Cornelio Jansenio y los defensores de su doctrina, de otro lado los teólogos de la Compañía de Jesús, defensores natos por su instituto de la infalibilidad y de la ilimitada autoridad de los pontífices.

Aun dentro de los principios del catolicismo, y sin mezcla ya de heterodoxia, suscitose otra cuestión grave, que preocupó los ánimos de todos durante el siglo XVII y continuó debatiéndose en el XVIII, a saber, la del verdadero y difícil deslinde de la jurisdicción, autoridad y facultades propias de los dos poderes, espiritual y temporal, a fin de fijar las que por su naturaleza correspondían a cada uno, para establecer la conveniente y saludable concordia entre el sacerdocio y el imperio, evitar invasiones peligrosas de una y otra parte, y conjurar en lo posible funestas colisiones entre el jefe de la Iglesia universal y los soberanos temporales de los Estados. Estas controversias dieron origen y fueron ocasión a que se formaran dos escuelas, a una de las cuales pertenecían los defensores de ciertos derechos de los príncipes seculares, que dieron en llamar regalías de las coronas, ya por considerarlos inherentes a la potestad temporal, ya porque les perteneciesen como protectores y patronos de sus iglesias, ya porque procediesen de concesiones hechas por los mismos pontífices: pertenecían a la segunda los sostenedores de la supremacía de los papas y de las inmunidades de la Iglesia. A los primeros se denominó regalistas, a los segundos papistas y ultramontanos{1}. Aunque la doctrina de las regalías no era ya sino una cosa inconexa y muy diferente del jansenismo, naturalmente los jansenistas habían de propender más a ella que a la de la escuela opuesta; y esto bastaba para que los jesuitas, acalorados y fogosos papistas por su misma institución, y antagonistas declarados de la doctrina de las regalías, apellidaran jansenistas a todos los defensores de los derechos temporales de los reyes.

Por desgracia no hubo en esta, como no suele haber en otras disputas de escuela, toda la templanza que hubiera sido de desear en los contendientes, y que hubiera convenido para determinar a la luz de una pacífica discusión las respectivas facultades de ambas potestades, sin menoscabo ni mengua de ninguna, y para venir a los términos de una verdadera concordia. Entre otras consecuencias de estas disputas lo fue, y de las más notables, la declaración del clero francés a últimos del siglo XVII, conocida con el nombre de Libertades de la Iglesia Galicana. Ya a principios del mismo siglo doctos españoles profesaban y sostenían las doctrinas regalistas, de que fue expresión el célebre Memorial presentado a nombre del rey Felipe IV al papa Urbano VIII por los dignos representantes de la corte de España en Roma, Chumacero y Pimentel. Fogoso e incansable sostenedor del principio de las regalías fue después el sabio jurisconsulto Macanaz. En los reinados de Felipe V y Fernando VI tomó cuerpo y se difundió en España esta doctrina, si bien combatida siempre por la escuela contraria; y la necesidad de dirimir las discordias producidas por estas controversias, y la conveniencia mutua de los pontífices y de los reyes, de la Iglesia y de los Estados, produjo aquellas transacciones y avenencias entre las potestades espiritual y temporal, entre la Santa Sede y los monarcas, a que se dio el nombre de Concordias, como la de Fachenetti, o de Concordatos, como los de 1737 y 1753.

Aunque en estas convenciones se arreglaron puntos esenciales de los que habían sido objeto de disputa entre ambos poderes, quedaron todavía otros de suma importancia que definir. El rey Carlos III, que siempre se mostró sostenedor celoso, así de la autoridad y jurisdicción que como a rey en lo temporal le pertenecía contra las invasiones o usurpaciones que por la corte romana pudieran intentarse, como de las regalías que de antiguos tiempos había disfrutado la corona de España en virtud del regio patronato sobre todas las iglesias de los dominios a ella sujetos, llamó en derredor de sí y confió el gobierno de la monarquía, y puso al frente de los ministerios, de los consejos y de las embajadas a hombres de gran saber y de vasta erudición, políticos y letrados, pero conocidamente afiliados a la escuela regalista, cuyos principios dominaban entonces entre los hombres de ciencia. Tales eran Roda, Azara, Azpuru, Aranda, Moñino, Campomanes y otros que hemos tenido ocasión de mencionar en la historia. De aquí la entereza de Carlos III en sostener, contra cualesquiera pretensiones de la corte romana, sus reales prerrogativas, o sea las regalías de la corona, como soberano temporal y como patrono de todas las iglesias de los dominios españoles; sus derechos a la provisión de obispados, a la percepción de ciertas rentas eclesiásticas, a dar o negar el pase o exequatur a las bulas y breves pontificios que pudieran turbar la paz del reino o perjudicar las facultades de los poderes civiles, a poner condiciones y trabas a la prohibición de libros, a hacer los eclesiásticos súbditos de la autoridad real como los demás españoles en todo lo que no fuese puramente eclesiástico y espiritual; y de aquí la inquebrantable dureza del rey y de sus ministros y consejeros en las cuestiones y casos de competencia de jurisdicción, como se vio en los célebres procesos del inquisidor general Quintano y del obispo de Cuenca Carvajal y Lancaster.

Como los mas naturales y más decididos adversarios de la escuela regalista fueron mirados siempre los jesuitas, lo cual ni ellos ocultaban, ni lo podrían aunque lo hubieran querido, porque era una consecuencia precisa e indispensable de su constitución misma, una de las bases esenciales de la institución. Creada la Compañía para defender la supremacía del poder pontificio, organizada semi-militarmente bajo la disciplina de una obediencia ciega a sus superiores y de éstos al papa como jefe de todos, el instituto de Loyola era una especie de milicia pontifical reglamentada y difundida por todo el orbe cristiano. Toda escuela, toda doctrina, todo principio que tendiera a cercenar en algo, siquiera fuese en lo temporal y político, la omnímoda autoridad que se habían arrogado en algún tiempo los pontífices; todo lo que propendiera a robustecer las potestades civiles y a investirlas de las atribuciones y derechos que en concepto de tales les correspondieran, bien que reconociendo y respetando la supremacía de los papas en lo religioso y espiritual; todo lo que fuera querer deslindar las facultades propias de cada poder; todo lo que se encaminara a colocar los príncipes y los tronos en cierta independencia de la corte de Roma relativamente al gobierno temporal de los estados, era mirado o traducido por los jesuitas como atentatorio a la dignidad y a la omnipotencia pontificia, como dirigido a rebajar, a deprimir, a esclavizar la Iglesia, como encaminado a convertir la tiara en sierva de las coronas. De aquí el antagonismo entre los regalistas y los jesuitas, entre la escuela regalista y la escuela ultramontana.

En este antagonismo, unos y otros propendían a acusarse con la exageración propia de los partidos. Dijimos ya que los jesuitas habían dado en llamar jansenistas a todos los que defendían las regalías o derechos de los príncipes. Del mismo modo cuando en el siglo XVIII nació la filosofía sensualista de Locke y de Condillac, cuando como consecuencia suya se desarrolló y propagó en Francia la nueva escuela filosófica dirigida por Voltaire, D’Alembert y Diderot, a cuyos adeptos se denominó antonomásticamente los Filósofos, como si antes de aquel tiempo no hubiera habido filosofía, y también el de Enciclopedistas, por la obra en que principalmente se desenvolvió aquella doctrina, los religiosos de la Compañía de Jesús y todos los que pertenecían a la escuela ultramontana, bautizaron de propósito con el nombre de filósofos o enciclopedistas, como antes con el de jansenistas, para confundirlos con ellos y desacreditarlos, a los que profesaban la doctrina del regalismo, como si todo fuese una misma cosa; y para comprenderlos en un mismo anatema, bien que reconocieran que era muy diferente en la intención y en el fondo el pensamiento de unos y otros, supusieron que todos habían formado una especie de mancomunidad para subyugar la Iglesia a una dependencia del poder civil, y para ello destruir o rebajar la autoridad personificada en su jefe supremo, y acabar con sus defensores natos, los religiosos de la Compañía. La verdad era que siendo la escuela jesuítica como la antítesis y el polo opuesto de la de los nuevos filósofos, naturalmente habían éstos de acoger más benévolamente el regalismo, por más distancia que entre éste y el filosofismo hubiera, sin que por eso mediase concierto entre unos y otros; achaque común de todas las escuelas y partidos, ser más indulgentes con los que distan menos, y encontrarse, sin previa avenencia, concurriendo a combatir a los que militan en otro partido extremo.

A su vez los regalistas acusaban a los jesuitas de querer subyugar las coronas de los príncipes a la tiara; representábanlos a ellos mismos como avaros de influencia y de dominación temporal, y como codiciosos de materiales bienes y de intereses mundanos; como peligrosos a la seguridad de los tronos y a la tranquilidad de los Estados; como fautores de revueltas y promovedores de sediciones. Atribuíanles el intento de fundar en la India una especie de soberanía independiente y solo sujeta a su dirección en lo espiritual y temporal. Calificaban su escuela de laxa, contraria a la buena moral, y destructora de la subordinación, y culpábanlos no solo de profesar la doctrina del regicidio, sino de haberla practicado en más de una ocasión. Suponíanlos capaces de santificar los más criminales hechos o designios con tal que redundaran en provecho de la Sociedad; y por este orden acumulaban sobre ellos largo capítulo de acusaciones, sobre la general de haberse adulterado y corrompido la institución desviándose de los santos fines que su ilustre fundador se había propuesto al crearla. Y en comprobación de ello, no solo citaban una serie de hechos más o menos auténticos o desfigurados, sino que alegaban el testimonio de algunos de los más ilustres hijos de Loyola, tal como el respetable Juan de Mariana, que en su Discurso de las cosas de la Compañía, señalaba y deploraba los abusos, desórdenes y vicios que en ella se habían introducido y la corrompían, ya por defecto de su organización y gobierno, excesivamente monárquico{2}, ya por faltas, extravíos y excesos de los individuos.

Dado que hubiera parte de verdad en las acusaciones, no se acreditaban los acusadores de desapasionados e imparciales, en no poner al lado de los vicios o excesos generales o individuales de la Compañía los servicios inmensos que en los primeros tiempos de su institución había prestado a la causa del catolicismo, combatiendo sin tregua el protestantismo y la herejía, y sosteniendo y robusteciendo la autoridad entonces rudamente atacada y vacilante del jefe supremo de la Iglesia; ni los beneficios incalculables que posteriormente había hecho a la causa de la civilización y de la humanidad en la India y en el Nuevo Mundo, donde los misioneros de la Compañía, a fuerza de abnegación, de virtud, de trabajo y de perseverancia, de prudencia y de privaciones, y arrostrando con santo heroísmo todo linaje de peligros y de persecuciones, el martirio y la muerte, lograron civilizar vastas e incultas regiones, multitud de pueblos salvajes, sacándolos del estado de rudeza y de grosera idolatría en que se hallaban, y enseñándoles a conocer y adorar al verdadero Dios, dulcificando sus costumbres, y poniéndolos en el camino de la civilización. Tampoco se acreditaban de imparciales los acusadores en no poner al lado de los vicios de la Compañía los virtuosos y santos varones que de ella habían salido y la Iglesia había canonizado, ni los muchos sabios y doctos escritores que había producido, ni el fruto que la juventud estudiosa había reportado del magisterio de aquellos religiosos, consagrados por su instituto a la enseñanza, de que en cierto modo habían llegado a apoderarse, así en los establecimientos públicos, como en la educación doméstica y privada.

Mas esto mismo, unido al ascendiente que les daba su posición al lado de los príncipes y de los soberanos, como directores de su conciencia que llegaron a ser por largo tiempo, sucediéndose unos a otros en el confesonario de los reyes, así como los altos cargos de consejeros e inquisidores que les fueron confiados, los puso en aptitud y en tentación y peligro de inmiscuirse más de lo que les competía en negocios políticos y temporales, y de engreírse por la altura misma de su posición, de su influjo y de su poder, excitando no sin fundamento los celos de otras clases, y dando ocasión a sus adversarios para acusarlos hasta de prevalerse para los manejos políticos de lo que bajo el sagrado del sigilo sabían. Pábulo daban también a la envidia y a la crítica las riquezas que la Compañía había llegado a acumular, y más que todo, el ejemplo funesto de algunos de sus individuos que las adquirieron pingües dedicándose al comercio y la especulación; y no les dañó poco en este sentido el ruidoso proceso formado al P. Lavalette, cuyos cargos por desgracia resultaron probados{3}; y sabida es la propensión de la humanidad a hacer refluir en detrimento de una clase o corporación los excesos públicos de algunos de sus individuos. Todo ello cooperaba a persuadir a muchos de que la sociedad jesuítica se había ido apartando del santo objeto de su primitivo instituto. Sus disputas de escuela, no solo con las universidades, sino también, y acaso más principalmente, con otras órdenes y corporaciones religiosas, disputas sostenidas con encarnizado ardor, y causa muchas veces de conflictos y perturbaciones graves, contribuyeron también a que los institutos religiosos y los regulares de otra ropa que hubieran podido ser sus auxiliares en materias y doctrinas tocantes a religión, fuesen sus declarados, y a las veces sus más crudos enemigos. Y el empeño en sustraerse de la jurisdicción episcopal, y no sujetarse sino a la inmediata y exclusiva del pontífice, les enajenó igualmente el afecto de no pocos prelados.

Resultó de este conjunto de circunstancias, y de otras análogas que fuera prolijo enumerar, algunas de las cuales quedan apuntadas en nuestra historia, que cuando en los siglos XVII y XVIII se comenzaron a publicar y difundir obras, folletos, sátiras y escritos de todo género, atacando, o la institución, o la doctrina, o los planes, o las costumbres, o las prevaricaciones de la Compañía o de sus individuos, estos ataques, impugnaciones y diatribas, estas acusaciones y cargos, tal vez fundados o verosímiles algunos, acaso inexactos o exagerados los más, encontraron en los ánimos de muchos cierta predisposición a dar crédito a especies que hubieran sido rechazadas con indignación, o por lo menos oídas con incredulidad desdeñosa en los buenos tiempos de la Compañía. Y aunque no faltaron a los jesuitas defensores ardientes, y doctos impugnadores de los escritos de sus adversarios, aunque tenían la protección abierta de la Santa Sede, aunque contaban con el apoyo de varios príncipes y de la mayoría del episcopado y aun del clero, y no se había extinguido su prestigio en las clases populares, es indudable para nosotros, y confiésanlo los jesuitas de mas reputación, que se había formado una atmósfera de opinión contra ellos, en cuya atmósfera descollaban como los principales sostenedores de esta opinión la mayor parte de los hombres políticos, de los hombres de estado, de los ministros y consejeros de los reyes, de los magistrados, de los jurisconsultos y de los publicistas{4}. Y bien puede añadirse con seguridad, puesto que así se vio, que esta opinión había cundido hasta entre los prelados de la Iglesia, y hasta entre los cardenales del Sacro Colegio.

En tal estado, no debió ser difícil prever que una de las dos escuelas que de antiguo venían luchando había de acabar por sobreponerse a la otra y triunfar de ella, tan pronto como las circunstancias y los sucesos favorecieran más y dieran preponderancia y poderío a la una para vencer a la otra. Los hechos en este caso no son el desarrollo, sino la manifestación del triunfo de una idea en una época dada; sin que por eso este triunfo sea siempre definitivo, porque acontece a veces que la idea vencida vuelve a germinar, toma nuevo incremento, y modificada por las circunstancias y por la razón suele en otra época creerse bastante fuerte para entrar otra vez en lucha con la idea vencedora, acaso modificada ya también; que hay principios que pugnan por espacio de siglos antes de poderse contar entre las verdades absolutas. La supresión del instituto de Loyola en casi todos los Estados de Europa a mediados del siglo XVIII fue la manifestación del triunfo de la escuela regalista sobre el principio de la escuela ultramontana, y el acto de convertirse en hecho visible la preponderancia de la idea.

V.

Solo de esta manera puede a nuestro juicio explicarse razonablemente la coincidencia de hallarse a un mismo tiempo al frente de los gobiernos y al lado de muchos soberanos de Europa, como sus primeros ministros y principales consejeros, hombres que profesaban los principios de la escuela regalista, y por consecuencia desafectos al instituto de Loyola. En Portugal el marqués de Pombal, en Francia el duque de Choiseul, en Nápoles el marqués de Tanucci, en Parma el marqués de Felino, en España Roda, Aranda y Campomanes, y hasta en Alemania Van Swieten y Febronio. Solo así puede explicarse que todos aquellos príncipes encontraran en el cuerpo episcopal de sus respectivos reinos prelados y cardenales de las mismas ideas que enviar a Roma como representantes suyos cerca de la Santa Sede para gestionar con eficacia la supresión de la Compañía. Solo así puede explicarse el espíritu que dominaba en el Parlamento de Francia y en el Consejo de Castilla, y que llegara a infiltrarse este mismo espíritu hasta en el Sacro Colegio. Y por último solo así puede explicarse que la expulsión de los regulares de la Compañía, aunque hecha en la forma más ruda, y en algunas partes hasta de un modo inhumano, se realizara sin resistencia popular y sin producir perturbaciones ni conflictos en ninguno de los Estados en que se verificó, como acaso los hubiera producido en otro tiempo.

El ministro portugués Pombal, el primero que abiertamente se declaró perseguidor implacable de los jesuitas, no era hombre que gozara del favor popular, ni menos del de la nobleza lusitana, de que fue también perseguidor encarnizado, sacrificando una parte respetable de ésta en los calabozos y en los patíbulos. Sus cualidades personales, sus costumbres, sus tiranías, la miserable esclavitud en que tenía al rey José I, su política arbitraria y despótica, era para hacerle más odioso que bienquisto del pueblo portugués. En sus célebres escritos contra los regulares de la Compañía, en las acusaciones que en ellos los lanzaba de traficantes, negociadores y mercaderes, de explotadores de minas, de usurpadores y revoltosos en las colonias portuguesas y españolas de América, de acaudilladores de ejércitos en las reducciones del Paraguay, y de aspirantes a la fundación de un imperio jesuítico, fue, aun en su mismo tiempo, mirado como un libelista y un impostor, y sus folletos mandados quemar en la misma España. Y sin embargo, este ministro desatentado y sin crédito obtuvo del papa Benedicto XIV un breve de visita para la reforma de los jesuitas de su reino, porque rodeaban a aquel anciano pontífice en Roma cardenales antijesuitas, como Passionei y Spinelli, y hallo en su propio reino prelados, como el cardenal de Saldanha y el patriarca de Lisboa, que se prestaran a practicar la visita y hacer la reforma. Y este desacreditado ministro, que culpando a los jesuitas de haber atentado a la vida del rey, comenzó a descargar sobre ellos su desapiadado furor, encarcelando a unos, desterrando a otros, y por último expulsándolos a todos del reino de la manera más ignominiosa y cruel, y denigrándolos con las frases más vilipendiosas que se podían discurrir, consumó sin embargo su obra, sin que se alterase el reino, y se mantuvo aún muchos años en el poder. Ni lo uno ni lo otro hubiera acontecido, si la opinión pública, aun reconociendo las exageradas calumnias de Pombal, hubiera sido como en otro tiempo favorable a los religiosos de la Compañía.

La proscripción del instituto de San Ignacio en Francia no pudo sorprender a nadie que conociera la historia, porque allí casi desde su misma creación había sufrido embates y contrariedades por parte del parlamento, de la universidad de París, y principalmente de la facultad de teología. Sostenidos y protegidos después los jesuitas por algunos príncipes y soberanos, pero acusados más adelante de conspiradores contra la vida del rey Enrique IV, herido por el puñal de Juan Chatel, los mandó a fines del siglo XIV (1594) evacuar el reino en el término de quince días, so pena de ser tratados sin forma de proceso como reos de lesa Majestad, imponiendo la misma pena a todo el que los recibiese o amparase. Pero diez años más tarde, a ruegos del papa, el mismo monarca los volvió a admitir en el reino, primero con prohibición de enseñar a la juventud, después alzándoles esta prohibición. La muerte de Enrique IV por el puñal de Ravaillac encendió nuevamente el odio del parlamento contra los jesuitas y mandó quemar sus libros. Sostúvolos sin embargo la reina María de Medicis; los protegió Luis XIII, y aun a su muerte les legó sus restos mortales. Renovose la persecución bajo Luis XIV, y el padre Héreau fue acusado de enseñar públicamente que era permitido deponer los reyes, con cuyo motivo mandó el rey que se le recluyera en el colegio de Clermont hasta nueva orden suya. Aparecieron entonces las Cartas Provinciales de Pascal, escritas expresamente contra ellos; a las cartas de Pascal opusieron ellos la Apología de sus casuistas; guerra literaria no poco ruidosa. A pesar de todo, los jesuitas prosperaron en tiempo de Luis XIV, que tomó para sí un confesor de la Compañía, el padre La Chaise. Vino el jansenismo a reforzar los enemigos de aquella institución. La lucha continuó en el reinado de Luis XV, y cuando este príncipe fue herido por Damiens, el parlamento y los jesuitas se achacaron el crimen recíprocamente, pero nada se probó por una parte ni por otra.

Hemos indicado arriba lo que perjudicó al instituto de San Ignacio el proceso que luego se formó al padre Lavalette, superior de los jesuitas en las islas del Viento, sobre sus negocios mercantiles. En el curso de esta causa se pidió el examen de las constituciones de la Compañía y de su doctrina, y después de largos debates el parlamento falló contra la supuesta doctrina del regicidio, ordenó la destrucción de los libros, y prohibió a los padres toda enseñanza pública. El rey quiso consultar el cuerpo episcopal de la Francia, y de cincuenta y un prelados los cuarenta se pronunciaron en favor de los jesuitas, el resto solamente en contra. Se trató entonces de reformar la Compañía, se pidió al papa Clemente XIII el nombramiento de un vicario general de los jesuitas para Francia, y entonces fue también cuando el papa y el padre general Ricci contestaron negativamente pronunciando aquellas célebres palabras: Sint ut sunt, aut non sint: o sean como son, o que dejen de ser. El parlamento optó por el segundo extremo, y en la famosa sesión de 6 de agosto de 1762 pronunció por unanimidad el fallo de que el instituto de la Compañía de Jesús, era inadmisible, contrario al derecho natural, atentatorio a toda autoridad, y que tendía a introducir en la Iglesia y en los Estados, bajo el especioso velo de instituto religioso, no una orden que aspirase a la verdadera perfección religiosa y evangélica, sino un cuerpo político, cuya esencia consistía en una actividad continua para llegar por toda especie de medios, directos o indirectos, manifiestos u ocultos, a una independencia absoluta, y sucesivamente a la usurpación de toda autoridad. A pesar de esto la sentencia no fue tan severa como la del tiempo de Enrique IV, puesto que se limitó a la disolución de la sociedad, y a cerrar sus casas y colegios, pero sin ensañarse con los individuos, a quienes se pensionaba o colocaba con tal que se sometieran a prestar cierto humillante juramento de que en otra parte hemos hablado. El rey sancionó la decisión del parlamento de París. Y por último esta misma corporación decretó más adelante la expulsión del reino en término de quince días de todos los jesuitas que no hubieran prestado el juramento prescrito.

Pero no fue la proscripción de los jesuitas de Portugal, ni de los de Francia la que sorprendió y causó sensación en el mundo cristiano. Porque del ministro portugués Carvalho no extrañaba nadie cualquier medida, por violenta que fuese; y en Francia, donde la Compañía de Jesús había sufrido tantos embates y vicisitudes, donde tenía su asiento principal la nueva filosofía, donde se respiraba el aire de la corte disipada de Luis XV, y donde compartían el poder el ministro Choiseul y madama Pompadour, pudo aquella resolución atribuirse por los perseguidos y por sus adictos, y hasta por los indiferentes y por los desapasionados, a influencias bastardas y a fines poco nobles. Por eso la que produjo verdadera y profunda impresión en el mundo fue la expulsión de los jesuitas españoles: porque España era una nación eminentemente católica, Carlos III un rey piadoso y ejemplar en sus costumbres, grave y severa su corte, hombres de saber, de seso y de probidad sus consejeros y ministros, y aquí no había entonces ni validos funestos, ni cortesanas seductoras. Por eso se calculó que causas gravísimas y motivos muy serios serían los que habían impulsado al monarca español a dictar una providencia tan fuerte y a hacerla ejecutar con un rigor tan inexorable.

Qué causas y motivos fuesen aquellos, consignado lo dejamos ya en la historia; que aunque el rey dijese en un principio al sumo pontífice que los reservaba en su real ánimo, harto los manifestó después su gobierno en documentos a que hemos dado publicidad. ¿Eran fundados aquellos motivos? ¿Eran ciertos los hechos, fueron probados los crímenes, se justificaron legal y competentemente las acusaciones y los cargos que se hacían a los regulares de la Compañía? ¿Fue merecida, fue justa la providencia que con ellos se tomó? ¿Tuvo derecho el monarca para suprimir la institución y para expulsar a todos sus individuos de los dominios de su corona? ¿Se guardó la posible consideración y templanza en la ejecución de la medida, o hubo exceso de rigor y de dureza en la forma? ¿Pudieron conjurarse los peligros que de aquella sociedad se temieran para la tranquilidad del Estado con el castigo individual de los que resultaran culpables, o no era posible evitarlos sin comprender en la pena todo el cuerpo colectivo? ¿Fue provechosa y útil la determinación, o fue perjudicial y dañosa al reino bajo el punto de vista de la religión, de la moral, de la política, de la civilización, del orden y de la tranquilidad pública?

Cuestiones son todas estas que por punto general ha resuelto cada uno, más que por la fría razón y por un desapasionado criterio, por sus ideas propias y por la aversión o simpatía que una de las dos partes y de las dos escuelas les haya inspirado. Evidentemente ha habido pasión en muchos; imparcialidad, a nuestro juicio, en los menos de los que han juzgado este hecho ruidoso del pasado siglo. Sin desconocer nosotros que algunas de estas cuestiones serán perpetuamente problemas entre los hombres, y que la oscuridad en que han venido y en que andarán siempre envueltas dará lugar a controversias interminables, no faltaremos a nuestro severo deber de historiadores críticos, emitiendo sobre ellas nuestra opinión, no sabemos si desnuda de todo apasionamiento, pero al menos con la certeza, la seguridad y la conciencia de haberlo procurado.

No impugnaremos nosotros a los que discurren y piensan que aun cuando no hubiera acontecido el motín de Madrid, hubiera sido suprimida, algo más tarde o más temprano, la institución de los jesuitas en España. El estado a que había llegado ya la lucha de las dos escuelas de que antes hemos hecho mérito; el espíritu y la opinión, ya torcida contra ellos, y alimentada con tantos escritos como se publicaban para minar su influencia y su crédito; las noticias más o menos exageradas que circulaban y se difundían sobre su conducta y sus aspiraciones y planes en las reducciones de la India; su obstinada oposición a la beatificación del venerable Palafox, en que el rey mostraba no menos tenaz empeño; las indiscretas censuras de algunos acerca de la religiosidad del monarca y de sus ministros, y sus imprudentes pronósticos sobre la brevedad de su vida y de su reinado; el ejemplo de la expulsión de Portugal y de Francia; la muerte de las dos reinas que les habían sido adictas y los habían estado sosteniendo; el destierro del ministro Ensenada, partidario de la Compañía, y la subida al ministerio de don Manuel de Roda, campeón decidido de la escuela regalista; la influencia de los duques de Choiseul y de Ossún, ministro de Francia el uno y embajador francés en España el otro, ambos enemigos de los jesuitas, en ocasión en que unían a ambas cortes estrechos lazos de amistad; en auge allá él enciclopedismo, y acá la doctrina de las regalías; todos los antecedentes, todas las circunstancias inducen a creer que el golpe de Estado contra el instituto de Loyola en España estaba indicado y habría de venir con ocasión de algún suceso, que, como pudo haber sido otro, lo fue el motín de Madrid.

Habiendo desaparecido el expediente de la pesquisa reservada que sobre aquel lamentable acontecimiento se mandó formar y se ultimó, y produjo la pragmática de la expulsión, nos falta el dato principal para emitir sobre una base sólida nuestro juicio en cuanto a la prueba y justificación de los delitos que se les atribuían, y casi nos vemos precisados y reducidos a fundarle en conjeturas. Por una parte se nos hace violento creer que ministros de una religión de paz y de mansedumbre, y hombres ligados con tantos votos a una vida de virtud y de santidad, fuesen los autores y atizadores de los alborotos y perturbaciones de Madrid y de las provincias, en que se humilló y ultrajó la dignidad regia, se puso en peligro la autoridad, y aun la corona del soberano, se desbordaron las turbas, se rompieron los vínculos de la moral pública, se trastornaron los fundamentos del orden social, y se cometieron abominables excesos y crímenes. Por otra parte se nos hace inverosímil y nos repugna creer que un tribunal compuesto de los consejeros más distinguidos y de los más ilustres y graves magistrados, que juntas consultivas en que entraban dignos prelados de la Iglesia y otros eclesiásticos venerables, se convinieran todos en lanzar sobre los jesuitas un fallo de culpabilidad en asunto de tanta monta fundado en meros indicios, o en ligeros datos o en hechos no legalmente justificados. Que por mucho que queramos dar a la pasión de partido, al influjo de la idea, y a las simpatías y relaciones que mediaran entre los filósofos franceses y algunos individuos del Consejo extraordinario, tal como el conde de Aranda, ni se hallaban todos en este caso, ni puede presumirse razonablemente que todos faltaran a las severas prescripciones del juez, y que todos fuesen injustos o prevaricadores, y todos indiferentes a la responsabilidad que contraían ante Dios y ante la historia y la posteridad.

Y si bien tenemos por cierto que entre los papeles que después fueron ocupados a los expulsos no se encontraron pruebas patentes y ostensibles del delito, o por lo menos no consta que se publicaran para evidenciar la justicia de la expulsión (que es otra de las consideraciones que más hacen fluctuar el ánimo desapasionado), como indicios pudieron mirarse los muchos documentos referentes al motín que en el escrutinio se hallaron: tales eran las numerosas relaciones del suceso, la multitud de copias manuscritas de los memoriales y representaciones de los tumultuados, epitafios satíricos en prosa y verso al marqués de Esquilache, elogios de el de la Ensenada, y aun cartas confidenciales de que claramente se infería que por lo menos algunos individuos no habían dejado de ver con deleite el alboroto{5}. Tampoco negamos la posibilidad de que hubiera mediado y existido correspondencia de más significación y de más compromiso en las materias que habían sido objeto de acusación, así dentro como fuera de España, y que, como algunos indican, la hubieran hecho desaparecer cautos y recelosos de la desafección del rey y de sus ministros, y temerosos de una medida de proscripción como la que ya habían sufrido los de otros reinos. Pero dado que esto no se evidenció, y en tanto que no se puntualice, queda el discurso sujeto a la inseguridad de los indicios y a la falibilidad de las pruebas incompletas.

Lo que para nosotros no puede cuestionarse es, que el religioso Carlos III obró con la convicción moral más íntima, y es de presumir que también con el convencimiento legal, de haber sido los jesuitas autores o cómplices del motín contra Esquilache, y de ser ciertas las demás imputaciones y cargos que se les hacían en el proceso y en los documentos y consultas del Consejo que nuestros lectores conocen ya; y que por consecuencia se persuadió de que la existencia de los regulares de la Compañía de Jesús en sus dominios era peligrosa para la tranquilidad pública, para la integridad de sus reinos, y hasta para la seguridad de su cetro y aun de su persona. Por cualquiera de las dos convicciones que obrase, estaba en el derecho, que nadie puede negar a un soberano, de suprimir en los dominios sujetos a su corona una asociación religiosa, que solo con el consentimiento y beneplácito del poder temporal ha podido establecerse, y solo puede continuar existiendo en tanto que aquél se lo consienta y permita. Y esto, no solo en la teoría de los gobiernos absolutos, sino cualquiera que sea en su forma y mecanismo el régimen de un Estado. Por la propia razón estuvo dentro de los límites y atribuciones de la jurisdicción y potestad real al incautarse, a nombre y como jefe del Estado, de los bienes pertenecientes a la Compañía una vez extinguida, y aplicarlos a otros establecimientos y objetos de pública utilidad; porque la nación hereda y el gobierno administra los bienes de las corporaciones que mueren. Practicose así en antiguos tiempos con los de los templarios, y lo propio se ha ejecutado en los tiempos modernos con los de otros institutos y comunidades suprimidas, sin que el derecho se haya puesto en tela de litigio sino acaso por los partidarios de una escuela de principios exagerados. Y en este punto, y supuesta la criminalidad, no dejaba de tener razón el Consejo extraordinario cuando decía (en su consulta de 23 de agosto de 1767): «Si el levantamiento de un reino no autoriza al príncipe para echar de él a los que indisponen los ánimos para tales promociones, flaca y débil sería por cierto la autoridad soberana, e insuficiente a sí misma.{6}»

Quejáronse entonces, y se han quejado después los expulsos y sus amigos y parciales de haberse decretado la suspensión y el extrañamiento sin darles los medios de defensa, sin admitirlos a audiencia ni oírlos en juicio. Pero nadie que discurra con imparcialidad puede desconocer que en tales causas no es fácil, ni acaso posible, seguir un procedimiento y guardar los trámites de un juicio ordinario, y ya el Consejo mismo declaró no haber procedido con jurisdicción contenciosa, sino con la económica y tuitiva, como se decía entonces, o sea política y gubernativamente, como diríamos en el lenguaje moderno; y sabido es que en estos casos se acude al remedio que la alta razón de Estado exige, sin las formalidades, y las trabas y las dilaciones de los juicios comunes.

Sostienen otros que la institución pudo haber sido reformada en la parte en que se hubiera adulterado y corrompido, sin necesidad de suprimirla, y que a aquello solo, sin llegar a este extremo, pudo y debió limitarse el soberano. Mas sobre el efecto contrario que en Portugal había producido el proyecto de reforma y el breve pontificio impetrado para ella, ni el santo padre ni el general de la orden habrían consentido en la reformación, dado que fuese posible, a juzgar por aquellas célebres y lacónicas palabras con que contestaron a Luis XV de Francia y al parlamento de París cuando la propusieron y solicitaron: Sin ut sunt, aut non sint. Parécenos, pues, que los abogados de la reforma no son justos en hacer cargo al monarca español por no haber hecho o intentado aquello mismo que el romano pontífice y el general de la Compañía se mostraron dispuestos a resistir.

De más fundamento nos parece la queja de haber sido castigada toda la orden por el delito o delitos que hubieran podido cometer individuos de ella, muchos o pocos, y de haber sido comprendidos en la misma pena sin distinción inocentes y culpables. Confesamos no acabar de convencernos la razón en que el Consejo fundó esta mancomunidad de pena. «Si uno u otro jesuita, decía, estuviese únicamente culpado en la encadenada serie de bullicios y conspiraciones pasadas, no sería justo ni legal el extrañamiento; no hubiera habido una general conformidad de votos para su expulsión y ocupación de temporalidades y prohibición de su restablecimiento. Bastaría castigar los culpables, como se está haciendo con los cómplices, y se ha ido continuando por la autoridad ordinaria del Consejo...» Y más abajo daba la razón del castigo de toda la orden, diciendo: «El particular en la Compañía no puede nada: todo es del gobierno, y esta es la masa corrompida, de la cual dependen todas las acciones de los individuos, máquinas indefectibles de la voluntad de los superiores.{7}»

Lo que esto manifiesta es que el Consejo se prevalió de la misma estrechez del principio de unidad que constituía la base de la institución para derribarla de un solo golpe, y que la organización extremadamente disciplinaria de la orden, a que debió su rápido engrandecimiento, dio ocasión a la rapidez de la caída; y los que profesaban renunciar a la voluntad propia sometiéndola en todo a la del superior, fueron tratados en la pena como si en la culpa no hubiera habido sino una sola voluntad. Por lo demás, si la masa estaba corrompida, como decía el Consejo extraordinario, comprendemos que la orden hubiera merecido la supresión, ya que no era posible la reforma, pero no la expatriación de todos sus individuos. Y en la hipótesis (en la cual nosotros creemos, y es lo más verosímil que sucediese así) de que hubiese culpados, en más o menos número, y una masa de inocentes, tal vez instrumentos ciegos e ignorantes de superiores a quienes obedecían por su regla, y de planes o designios que no conocían, a los primeros debió limitarse el castigo del extrañamiento, legal si del proceso resultaban comprobados los delitos y los delincuentes, gubernativo y precaucional si solo arrojaba convencimiento moral de hechos y de personas: nunca, a nuestro juicio, procedía envolver a todos en el anatema general.

Nuestros lectores habrán podido ya comprender que, aun supuesta la justicia, la conveniencia y la necesidad de la supresión y del extrañamiento de los jesuitas de los dominios de España, nosotros no podríamos, sin hacer violencia a nuestro juicio, ni aplaudir ni aprobar la forma ruda y hasta inhumana con que fue ejecutada la providencia de Carlos III; porque rudeza y hasta inhumanidad nos parece que hubo en la repentina expulsión y expatriación perpetua de tantos millares de hombres, inocentes y culpables, sacerdotes y legos, ilustres y humildes, jóvenes y ancianos, achacosos y robustos, nacidos y criados en España, ligados con afecciones de parentesco a familias españolas, lanzados de repente a los peligros de los mares y a las molestias de la navegación, arrojados como a la ventura y acogidos después como por compasión en tierra extraña, privados para siempre bajo pena de la vida o de reclusión perpetua de volver al patrio suelo, que algunos habían ilustrado con doctas y eruditas producciones de su ingenio, condenados a no corresponderse ni aun confidencialmente con los hermanos, padres, deudos y amigos que aquí dejaban, y tratados en fin con todo el rigor de que dimos cuenta en otro lugar al referir las circunstancias del suceso. Nosotros no podemos persuadirnos de que, aun siendo ciertos y resultando probados en el expediente los delitos de que se los acusaba, aun siendo peligrosa para la tranquilidad del Estado y para la seguridad del trono la existencia de la Compañía, aun siendo perniciosa la doctrina de sus escuelas, hubiera necesidad de tan brusca y universal proscripción, y de que no hubiera bastado otra medida menos violenta para castigar los delincuentes, conjurar los peligros y matar la influencia de aquella sociedad en lo que tuviese de dañosa. Maravíllanos al mismo tiempo que un monarca que se había dejado humillar de un populacho amotinado y había tenido la flaqueza de satisfacer todas sus tumultuosas exigencias, fuese al año siguiente tan inexorable y duro con los que aparecían promovedores de los disturbios pasados.

Por lo que hace al misterioso sigilo con que se preparó y ejecutó el acto de la expulsión, por mucha que fuese la reserva, tenemos fundamentos para creer, y de documentos que poseemos se desprende, que aquellos regulares no estaban del todo desapercibidos, y que si no lograron traslucir el modo, la forma y el momento preciso, hacía mucho tiempo que recelaban un golpe de Estado en España como el que ya habían sufrido en otros reinos, y si no tuvieron fuerza para evitarle, tuvieron por lo menos lugar para prevenirse. Aun el acto mismo de la ocupación de cada casa y colegio y de la expulsión de cada comunidad, por exquisitas que fuesen las precauciones y el secreto con que se dispuso y se practicó, siendo necesario el concurso de tantos hombres, en tantos puntos a un tiempo, en poblaciones grandes y pequeñas, con cierto indispensable aparato, y atendidas las relaciones sociales y de parentesco que aquellos religiosos tenían, con deudos y amigos dentro de los mismos claustros que estaban encargados de cerrar algunos de los ejecutores, y habida cuenta de la debilidad humana, nos parece inverosímil que por lo menos en algunas localidades fuera absoluta la sorpresa. Ellos sin embargo la recibieron como tal, y sobrellevaron el golpe con religiosa mansedumbre. Mérito grande tuvo si fue virtud; y no careció de él si fue disimulo. Impotentes para la resistencia, tuvieron al menos la política de sufrirla con dignidad, y de demostrar resignación, siquiera les fuese violenta. Si algunos esperaron que el pueblo se inquietara por la providencia o intentara poner embarazos a su salida, para lo cual hubo sobrado tiempo desde la clausura hasta el embarque, en la quietud y el silencio popular con que uno y otro se realizó pudieron ver que si tenían y dejaban adictos y parciales, no eran tantos ni tan decididos que quisieran y pudieran producir conmoción; y el extrañamiento de España, verificado sin perturbación como el de Francia y Portugal, corrobora el juicio antes emitido, de que el espíritu público, si por ventura lo era, por lo menos no se mostró propicio en aquella época a la conservación del instituto de Loyola en estas naciones, fuesen las que quisieran las causas.

En resumen, nuestra opinión, expuesta con sincera lealtad, sin pasiones ni odios, sin prevenciones de ninguna índole, sin miras de lisonja ni temores de desagrado, fundada solo en la observación de los hechos tales como se nos presentan, con claridad unos y con oscuridad otros, alegrándonos del acierto si le hubiésemos logrado, pero no desdeñándonos de rectificar el error si le hubiere, se puede resumir en las siguientes palabras: de las dos escuelas, la regalista y la jesuítica, que venían de largo tiempo luchando, una había de sucumbir cuando la pugna llegara a su madurez; preponderó la primera a mediados del siglo XVIII, porque se afiliaron a ella la mayor parte de los hombres de Estado: los sucesos fueron en el campo de los hechos la traducción del triunfo en el campo de las ideas. El fin principal de la fundación del instituto de Loyola había cesado, y la sociedad no conservaba su primitiva pureza: acaso abusó del gran poder que había alcanzado, y excitó celos, emulaciones y resentimientos; excesos y extravíos de los individuos perjudicaron a la colectividad social, y su mismo régimen daba margen a que la responsabilidad se hiciese colectiva. Los monarcas, al extinguir o disolver una asociación que creían peligrosa y nociva al estado, estuvieron en el uso de un derecho incontestable. Si los delitos y los planes que se atribuían a los jesuitas españoles fueron ciertos y resultaron probados, si las pesquisas produjeron por lo menos en el soberano y en el gobierno convicción moral de su existencia, la supresión fue justa; de otro modo, sin dejar de ser legal, habría sido un acto de injusticia. Nosotros creemos que en la situación a que había llegado la disposición de los ánimos, pudo ser hasta necesaria, o por lo menos de conveniencia política. Tal vez con su conservación hubieran sobrevenido, aun sin culpa suya, inquietudes y disturbios, que es lo cierto no haberse repetido después de la extinción. En cuanto a la expatriación, no creemos que fuese necesaria; y dado que lo hubiera sido, no podríamos aprobarla, ni en la generalidad que se le dio, que nos parece lujo superfluo de fuerza y de poder, ni menos en el modo, por demás severo, inconsiderado y rudo. Nosotros, que siendo católicos, hemos desaprobado la expulsión de los judíos, y de los moriscos de España, no podríamos, sin desnaturalizar nuestros sentimientos, aplaudir la de los jesuitas españoles.

Tampoco podemos convenir con los que afirman que la expulsión y la falta de aquellos regulares ocasionara decaimiento en la fe y en la moral religiosa, menoscabo y atraso en la cultura y en la pública instrucción. Suponer lo primero es inferir agravio al cuerpo episcopal, al sacerdocio entero, a los demás institutos religiosos, y al catolicismo del pueblo español, profesado y mantenido en su integridad y pureza después como antes de aquel suceso. En cuanto a lo segundo, reconociendo los servicios grandes que los sabios de la Compañía habían hecho a las letras, así con sus doctas producciones como con el ejercicio del magisterio, precisamente salieron de España cuando menos podía su falta hacerse sentir, cuando el movimiento intelectual estaba en su mayor auge y desarrollo, cuando las ciencias y las letras habían entrado en un periodo de verdadero progreso, cuando se reformaba y mejoraba la enseñanza universitaria, cuando las obras del ingenio se multiplicaban y difundían maravillosamente, cuando por todas partes lucían y brillaban hombres doctos en todos los ramos del saber, como se demostrará en la reseña que del movimiento literario de aquella época habremos de hacer luego, y cuando el estado de la instrucción, si no reclamaba, por lo menos consentía la emancipación de la escuela jesuítica, cuyas cátedras pudieron ser suprimidas, y lo fueron sin inconveniente. Esto no nos impide encomiar y agradecer el mérito grande que contrajeron y el utilísimo servicio que prestaron los jesuitas españoles, escribiendo en la expatriación y en el destierro importantes obras, llenas de erudición y de ciencia, en vindicación de esta misma patria de que habían sido tan rudamente lanzados.

Justo es también añadir, que al cabo de algunos años, cuando ya habían sido extinguidos en casi toda la cristiandad, los que más habían contribuido a su expulsión de España no veían inconveniente en que se les permitiera regresar a ella y en que se les diera colocación decorosa, y aun lo proponían así, bien que como particulares, y no en forma de comunidad. El mismo conde de Aranda, uno de los consejeros más adversarios de los jesuitas, y el ejecutor activo de la medida de exclaustración y extrañamiento, escribía en 1785 desde París al de Floridablanca: «Aseguro a V. E. que ya extinto el instituto Loyolista, yo tendría por mejor el dejar volver a los expulsos; que se retirasen a sus familias los que quisiesen; que se quedasen en Italia los que, no teniéndolas, prefiriesen concluir sus días en aquel clima, ya habituados a él; y que cuantos hubiese de talento, instrucción y mérito, los emplease el rey en la enseñanza, y en escribir sobre buenas letras y ciencias; mas que los hiciese canónigos y deanes, si fuesen dignos... que yo aseguro no pensarían más en lo que fueron.{8}»




{1} Este último nombre, ultra montes, se dio para designar a los que vivían del otro lado de los Alpes, o como si quisieran decir, en Roma, y defendían las máximas y los intereses de la corte romana.

{2} «Llegado hemos, decía Mariana en el cap. X de su Discurso, a la fuente de nuestros desórdenes y de los disgustos que experimentamos... Esta monarquía, a mi ver, nos atierra, no por ser monarquía, sino por no estar bien templada. Es una fiera que lo destroza todo, y que a menos de atarla no esperamos sosiego.»

{3} Con ocasión de este proceso se calculó la riqueza efectiva que a la sazón poseían los jesuitas de Francia en cincuenta y ocho millones de francos, no contando el capital que tenían en las colonias francesas.

{4} El padre Ravignan lo dice así en el cap. 1.º de su obra titulada: Clemente XIII y Clemente XIV: he aquí sus propias palabras: «Des auxiliers puissants s’ofraient; un grand nourbre d’hommes d’Etat, de magistrats, de jurisconsultes, de publicistes prétaient leur concours empressé a cette œuvre destructive, sans renoncer pour la plupart a leur titre de chrétiens

Lo mismo dice Dutilleul en su Historia de las corporaciones religiosas en Francia. «Ce furent les magistrats qui préparèrent, sans pouvoir toujours l’atteindre, la sécularization définitive de l’Etat, &c.»

{5} Decimos esto, porque nosotros mismos hemos visto muchos de estos documentos hallados entre los papeles de los jesuitas, hoy pertenecientes al archivo de la Real Academia de la Historia. Y en una carta original del padre Marcos de Gordaliza al padre Manuel Brita, residente en Oviedo, en la cual, entre otras cosas, le decía: «Nada hay por acá en punto de noticias de Madrid. El marqués de la Ensenada se está en Medina obsequiado de los caballeros, y él con mucha serenidad y afabilidad; su salida de la corte da mucho en qué discurrir, y muchos sienten se le mortifique, acordándose del diferente estado de la monarquía en su tiempo, cotejado con el presente. No sé si habrá llegado allá un papel serio, de una representación hecha al rey del motín matritense; es cosa grande a juicio de los inteligentes, instructivo del miserable estado de la España, y motivos justos de los amotinados para la acción, por no hallar otro medio ni camino para que llegasen al rey sus justos clamores: si no le hubiese, avíseme, que yo procuraré remitir una copia... León y abril 29 de 1766.»

{6} Ya en la de 30 de abril había dicho también el Consejo: «El admitir un orden regular, mantenerle en el reino o expelirle de él, es un acto providencial y meramente de gobierno, porque ningún orden regular es indispensablemente necesario en la Iglesia, como lo es el clero secular de obispos y párrocos, pues si lo fuera le habría establecido Jesucristo, cabeza y fundador de la universal Iglesia; antes como materia variable de disciplina las órdenes regulares, se suprimen, como las de los templarios y claustrales en España, o se reforman como las de los calzados, o varían en sus constituciones, que nada tienen de común con el dogma ni con el moral, y se reducen a unos establecimientos píos con objeto de esta naturaleza, útiles mientras los cumplen bien, y perjudiciales cuando degeneran.»

{7} Consulta de 30 de abril de 1767.

{8} En esta misma carta (que hemos visto y copiado en el Archivo de Simancas), añadía el conde de Aranda en el estilo propio de su genialidad y carácter: «Quite el rey de las universidades los nombres de Sentencias, Tomista, Suarista, Escotista... y enseñe cada uno en su nombre propio lo que quisiere, sin más regla que la sujeción al dogma permitido por la Iglesia, y en todo lo demás lo que su talento le dictare, aboliendo los ergotes miserables... En no hablando más de las sentencias, que nos han corrompido la sangre, las letras, las ciencias, el corazón puro, y todo lo que hay que corromper, se verá en dominicos, franciscos, carmelitas, agustinos, escolapios, &c., un ensanche de modo de pensar, y en cada comunidad habrá de todas opiniones sin el encono sectario, y dándose cada imaginación el sistema de opinión más connatural a su genio; y no se hablaría más de opiniones jesuíticas, sino del abate N., hombre instruido, de Fray N., célebre escritor; y censuras rígidas enhorabuena sobre los autores, sicut caput mortuum, y sin el embarazo de que salga un regimiento de capillas o bonetes en su defensa por ser la sentencia de todo el orden, pues en cada una habría su variedad de opinar, y no se altercaría más por uniformes, ni cohortes, no pretorianas a la verdad, &c.»