Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo XXI
España en el reinado de Carlos III
Política interior

VI.

Religioso y devoto Carlos III, pero amante y protector de la ilustración, defensor celoso de los derechos y prerrogativas reales, circundado de ministros y consejeros sabios y partidarios de la doctrina de las regalías, animados uno y otros del espíritu reformador que se había iniciado y venía desarrollándose en los dos reinados anteriores, todo esto hacia incompatible la antigua rigidez, y casi innecesaria la existencia de otra institución, que creada por el celo religioso, alimentada por el fanatismo, robustecida por la usurpación del poder real y civil, había estado siglos hacía esclavizando los entendimientos y cortando el vuelo a las ideas. Hablamos del tribunal del Santo Oficio: que si ya en el reinado de Fernando VI había perdido el poder inquisitorial su antigua omnipotencia, y comenzado el pensamiento a conquistar su libertad y a sacudir la tiranía en que había vivido, cuanto más crecía, se desarrollaba y fructificaba la ilustración, tanto más tenía que amenguar y decrecer el rigor y la autoridad y el influjo de aquella institución vetusta y sombría.

«Si comparamos, dice muy acertadamente el autor de la Historia de la Inquisición, el reinado de Carlos III con el de su padre Felipe V, parece haber intermediado siglos enteros.» Y consistió, como el mismo escritor indica, en el rapidísimo progreso de las luces en los reinados de los dos hijos del primer Borbón de España. No porque el número de causas que se incoaban no fuese todavía inmenso, efecto de admitirse todo género de delaciones, como una práctica inveterada y como encarnada en las costumbres, sino porque quebrantado ya el poder del Consejo de la Suprema, reivindicada en su mayor parte la usurpada jurisdicción de la corona, escarmentados y humillados en procesos solemnes y ruidosos algunos inquisidores generales, hechos ya más cautos y obligados a ser más humanos los magistrados y jueces, contentándose las más de las veces con audiencias de cargos, método desconocido en los antiguos tiempos, casi todas aquellas causas se suspendían al tiempo de resolverse la prisión, y se sobreseían sin llegar al estado de sentencia. «Se verificaron de cuando en cuando, dice el citado historiador, algunas tropelías con motivo ligero; pero he visto procesos mandados suspender, con pruebas muy superiores a las que se reputaban suficientes para relajar en el reinado de Felipe II.{1}»

Tal era sin embargo el hábito de enjuiciar, y tan contrarias las nuevas ideas al espíritu tradicional de los inquisidores, que todavía no faltaron gentes que preocupadas con las opiniones antiguas delataran al tribunal a los ministros y consejeros Roda, Aranda, Campomanes y Floridablanca, y aun a los arzobispos y obispos que habían pertenecido al Consejo extraordinario para la expulsión de los jesuitas, como partidarios de la moderna filosofía, como impíos y enemigos de la Iglesia, no obstante la protección y estimación singular que se sabía dispensaba el rey a todos aquellos eminentes varones. Pero esto, que en otro tiempo habría sido bastante, y aun sobrado, para causarles grandes mortificaciones, no produjo resultado alguno ni efecto de trascendencia, merced a la actividad vigorosa que había tomado el gobierno, contentándose los inquisidores con manifestar que desaprobaban muchas de las proposiciones asentadas en los escritos de aquellos célebres jurisconsultos.

El único proceso formal instruido por el Santo Oficio a persona notable, y que produjo una sentencia de alguna gravedad, fue el que se formó al director de las colonias de Sierra-Morena don Pablo Olavide; y éste se fundó en causas no livianas, propias de la competencia de aquel tribunal, y de cuya certeza depuso y certificó multitud de testigos. Aun así dudamos mucho, y se puede bien asegurar que en otros tiempos no se habría limitado la severidad inquisitorial a un castigo a puerta cerrada, y a la pena de inhabilitación para empleos y cargos honoríficos y de reclusión por ocho años para hacer penitencia en un convento. Y si en otros tiempos hubiera sido, ni el penado habría obtenido aquel permiso para ir a tomar aguas que le deparó la ocasión de fugarse, ni aunque después arrepentido hubiera escrito obras tan cristianas como El Evangelio en triunfo, habría alcanzado una real autorización para volver libremente a España, contra el dictamen y no obstante la oposición del inquisidor general, como la que obtuvo Olavide al cabo de algunos años. Tres célebres procesos inquisitoriales marcan los tres períodos de la decadencia del poder en otro tiempo omnímodo del Santo Oficio; el del padre Froilán Díaz en el reinado de Carlos II, el del padre Feijoo en el de Felipe V, y el de don Pablo Olavide en el de Carlos III.

Ocurre naturalmente preguntar: ¿cómo un monarca y un gobierno de las ideas, de la ilustración, del poder y de los arranques de Carlos III y sus ministros no tuvieron resolución para derribar de una vez el tribunal de la Fe, aquel tribunal formidable, sangriento y sañudo, contra cuyo poder invasor y funesto se habían pronunciado los hombres de saber y de consejo de los tres precedentes reinados, y que él encontró quebrantado ya? La respuesta la dio el mismo Carlos a su ministro Roda; y en pocas cosas obró tan política y prudentemente aquel príncipe como en negarse a derruir de un golpe una institución que llevaba tres siglos de una vida robusta, y cuya súbita supresión habría chocado todavía con los intereses, las preocupaciones y los hábitos tradicionales de una gran parte del clero, y aun de una gran parte del pueblo. Tras la repentina extinción de la Compañía de Jesús hubiera podido ser aventurada la supresión total del Santo Oficio, y puede ser siempre peligrosa a un príncipe la repetición de los golpes de Estado. Harto hizo en limitar la jurisdicción de aquel tribunal, en quitarle su acritud y su rudeza, en ablandar sus rigores, en aflojar su tirantez, en hacerle hasta tímido y flexible de inexorable y omnipotente que había sido, y en encomendar al tiempo y a la mayor difusión de las luces y a circunstancias más favorables su desaparición completa.

Las medidas que principalmente ayudaron a darle aquel carácter fueron: las severas providencias tomadas por el Consejo de Castilla contra los inquisidores generales que se extralimitaron de sus atribuciones con menoscabo y ofensa de la autoridad real; la reivindicación de los derechos de la corona y de la potestad civil que el Consejo de la Suprema había ido invadiendo y usurpando; la circunscripción de la jurisdicción inquisitorial a los delitos de herejía y apostasía, y a las causas puramente de fe, y la prohibición de encarcelar mientras no se probasen evidentemente los delitos; la prescripción de someter al examen y revisión del rey los procesos que se formaran a grandes de España, ministros, magistrados, y empleados del ejército y de la casa real; la supresión de los regulares de la Compañía; la reforma de los colegios mayores; y sobre todo, el mandamiento de no publicar los breves de Roma prohibiendo y condenando libros, sin consentimiento de la autoridad civil; y más principalmente todavía el de que no se censurase obra alguna de autor vivo, sin oírle previamente para que pudiera explicar el sentido y significación de sus palabras. Esta limitación puesta a la censura inquisitorial, este ensanche dado a la emisión del pensamiento, hasta entonces tan duramente comprimido, fue una de las reformas más fecundas en resultados; y los que en tiempos posteriores hemos tenido ocasión de conocer la importancia de esta especie de manumisión de la inteligencia, podemos calcular cuánto influiría aquella medida en el quebrantamiento del poder inquisitorial.

Íntima relación y consonancia guardaba con este sistema, y tanto que apenas podría considerarse separadamente, el constante estudio y empeño de emancipar la autoridad real de la especie de vasallaje a que en otros tiempos había querido sujetarla la corte de Roma, y de obrar con independencia en materias de gobierno hasta donde alcanzasen y lo permitiesen los respectivos legítimos derechos de los poderes, espiritual y temporal. En este sentido había tomado Felipe V una vigorosa iniciativa; Fernando VI había recobrado para la corona de España preciosos derechos que se formularon y consignaron en un pacto solemne con la Santa Sede; Carlos III supo recoger el fruto de aquel concordato, y como consecuencias de él y sin necesidad de nuevas estipulaciones dictó una serie de providencias encaminadas a robustecer el libre ejercicio del regio patronato y a precaver las invasiones de la corte romana. La famosa pragmática del Regium exequatur, por la que se sujetaba los breves pontificios a la revisión de la cámara de Castilla antes de su admisión y publicación; la protección civil dispensada a los eclesiásticos contra los abusos de autoridad de sus superiores en el orden judicial; la obligación de someter a la aprobación regia los nombramientos de provisores y otros oficios y dignidades de la Iglesia; la supresión del fuero eclesiástico en causas de sedición y en delitos de conmoción popular; estas y otras semejantes medidas de que hemos dado cuenta en la historia constituyen uno de los más pronunciados caracteres de la fisonomía de este reinado.

Enlazado iba también con este sistema el principio de la desamortización eclesiástica; que si bien no era una idea nueva, porque en todos tiempos y casi constantemente las Cortes de Castilla habían formulado y dirigido peticiones a los soberanos contra la acumulación de bienes en manos muertas, y aun exponiendo los inconvenientes de nuevas adquisiciones, en este reinado tomó el carácter serio de una doctrina, sostenida y explanada con copia de razones y datos por economistas y jurisconsultos de primera reputación y valía, en obras impresas y en informes elevados al rey por los más respetables cuerpos del Estado. Cierto que todavía no se creyó conveniente poner en práctica esta doctrina, y que dentro del mismo Consejo de Castilla tuvo impugnadores como tuvo defensores ardorosos, contentándose los primeros con que los bienes que el clero poseía o adquiriese contribuyeran como los demás al sostenimiento de las cargas del Estado con arreglo a la última convención con la Santa Sede, pero el principio de la desamortización eclesiástica, y el del derecho de la potestad civil superior a prescribir condiciones a la adquisición sucesiva de propiedades inmuebles o raíces por las corporaciones, se puso en aquellos escritos al alcance de todos, y ya se pudo prever que estas cuestiones habían de tomar cuerpo, y acaso resolverse en el sentido de aquellos economistas en la legislación de los tiempos futuros y no muy distantes. De todos modos se hizo ver que no carecía de inconvenientes la mano muerta eclesiástica, y que la desamortización era defendida por muy doctos canonistas y letrados. El principio quedaba virtualmente reconocido, y aun se fue planteando, aunque lenta y paulatinamente.

Ya por razón de los bienes raíces que poseían, ya también en consideración a su excesivo número, pensó igualmente el gobierno de Carlos III en la reducción y reforma de las cofradías; que eran muy cerca de veinte y seis mil las que había en el reino, y gastaban doce millones de reales próximamente. Con esto y con ser no poco ocasionadas a abusos, tratose muy formalmente de reducir su número, refundiendo unas en otras las que guardaban mas analogía, de moralizarlas y emplear sus fondos en objetos verdaderamente útiles, principalmente en socorro y alivio de los pobres, con arreglo a un plan propuesto por el docto Campomanes.

Con más razón todavía se fijó la atención de los ministros de Carlos III en el desproporcionado número de eclesiásticos que a la sazón había, la calidad y naturaleza de los beneficios, y la relajación de la disciplina monástica que se había introducido en las comunidades religiosas de ambos sexos{2}. A disminuir el número de los que no tenían cura de almas, a examinar la índole de los beneficios para juzgar de su utilidad o inconveniencia, y a proponer y dictar medidas para la reforma de las órdenes de regulares, se consagraron con la mayor solicitud y celo, así el monarca como el Consejo y Cámara de Castilla.

Es difícil dar una idea exacta (a no leerlos íntegros) del mérito de los luminosísimos escritos que en forma de dictámenes o consultas elevaron al soberano aquellas ilustradas corporaciones relativamente a estas materias; escritos llenos de erudición histórica, nutridos de doctrina legal, así canónica como civil, sazonados con reflexiones filosóficas, y sembrados de observaciones económicas, políticas y morales. La decorosa dotación de los párrocos, la unión, incorporación o supresión de las capellanías o beneficios incongruos, la asignación de las obligaciones y cargas a que habían de sujetarse los que subsistiesen, y su oportuna distribución para el conveniente servicio de las parroquias; la prescripción de edad y de otras condiciones para la toma de hábito y para la profesión en las órdenes claustrales; los medios de evitar la excesiva aglomeración de individuos en los conventos con perjuicio de la población, de la industria y de la agricultura; la manera de corregir los desarreglos y restablecer la antigua disciplina y la severidad de las primitivas constituciones en las comunidades de hombres y de mujeres; las precauciones para prevenir las profesiones violentas, probadas por las numerosas solicitudes y expedientes de secularización; estas y otras semejantes medidas constituían el fondo de las reformas propuestas por aquellos insignes cuerpos del Estado{3}.

Merced a varias de estas providencias adoptadas por el rey, del estado comparativo de los dos censos de población practicados en España en los años 1768 y 1787, resulta haber disminuido de una a otra fecha la cifra de beneficiados y ordenados a título de patrimonio, en 8.341 individuos, la de religiosos en 7.938, y la de religiosas en 3.106{4}.

Estas medidas, unidas a las que en la historia hemos mencionado, referentes a las condiciones y reglas que se establecieron para la provisión de obispados y de prebendas, especialmente de las llamadas de oficio, y más particularmente todavía de las que tenían anexa jurisdicción, puede decirse que constituían un sistema completo en el gobierno de Carlos III por lo tocante al régimen disciplinario exterior de la Iglesia española, en cuyo conjunto y en todas sus partes se ve dominar constantemente un mismo espíritu.

VII.

Lo que en los edificios materiales es la solidez de los cimientos, base en que descansa su grandeza y su duración, lo son en los sistemas políticos de gobierno ciertos principios generales que constituyen el cimiento sólido de un gran edificio social. Nosotros, que tenemos la convicción profunda de que las verdaderas bases de la prosperidad y de la felicidad de los pueblos son la aplicación al trabajo y el empleo y ejercicio de la caridad cristiana bien entendida, no podemos dejar de aplaudir de corazón, y hasta con entusiasmo, el afán y la solicitud con que Carlos III y sus ministros cuidaron de moralizar la sociedad española sobre la base de la organización de esos dos saludables principios, verdadero y sólido cimiento del bienestar de las naciones.

Confesamos haber visto con singular placer, y consignado con especial fruición en nuestra historia las muchas providencias dictadas en este reinado a propósito y fin de desterrar la ociosidad y la vagancia, manantiales corrompidos de vicios y de crímenes, y de inspirar apego al trabajo y promover la laboriosidad y la aplicación, fuentes puras de moralidad y de virtud, y de orden y sosiego público. Y si en todos los países es conveniente, y por desgracia necesaria la aplicación de este principio de buen gobierno, atendida la humana naturaleza, lo es más por especiales circunstancias en unos que en otros. Tres son los principales medios que puede emplear un soberano con seguridad de buen éxito para lograr tan plausible fin, y todos los emplearon Carlos III y sus ministros, a saber; el ejemplo personal, el castigo de los ociosos, y el premio a los aplicados. La laboriosidad de aquellos ministros era un espejo en que tenían ocasión continua de mirarse los españoles de su tiempo; y el monarca mismo, aparte de las horas que tenía por costumbre dedicar al ejercicio de la caza y al recreo del campo, era una lección asidua, que enseñaba la ventaja incalculable del método, y resolvía el problema de la conveniente distribución del tiempo para que no sufrieran retraso los complicados negocios de la gobernación de un grande Estado, como en la descripción de su vida hemos visto. La famosa ordenanza de vagos, las levas, la aplicación al servicio de las armas de los ociosos y mal entretenidos que eran capaces de llevarlas, la reclusión en cárceles, galeras y hospicios para los hombres y mujeres que no podían ser destinados al servicio militar, eran los castigos que se imponían a los ociosos. Decretábanse al propio tiempo y se conferían premios a los que sobresalían en laboriosidad y aprovechamiento, en las letras o en las artes y oficios, en las escuelas y en los establecimientos industriales.

De esta manera fue disminuyendo y desapareciendo de la vista el repugnante espectáculo de las turbas de vagos y holgazanes, de pordioseros de oficio, de jugadores y petardistas, de mendigos por afición, de estafadores industriosos, de fingidos estudiantes y peregrinos, de titereros charlatanes y saltimbanquis, de supuestos imposibilitados, de juglares y truhanes, de provocadoras rameras, y de toda esa plaga de gente parásita, gangrena de la sociedad, y tormento y mortificación de los que viven honestamente. No menos vigilancia y rigor se empleaba para descubrir y castigar criminales de otra estofa y cuantía, como eran los ladrones en desierto y en poblado, rateros y bandidos, salteadores y cuatreros. Y la pragmática reduciendo a la vida civil a los gitanos, y la que declaró oficios honrados y honestos los que la preocupación y la ignorancia había considerado hasta entonces como infamantes y viles fueron dos providencias civilizadoras y moralizadoras que honrarán siempre la memoria de Carlos III.

Imperfectas sin embargo habrían sido estas medidas e incompleto su beneficio, si al propio tiempo no se hubiera cuidado de remediar de la manera más conveniente y posible las necesidades inculpables, y de acudir al socorro y alivio de los verdaderos menesterosos y desvalidos, de los enfermos pobres, de los ancianos e imposibilitados, de los huérfanos sin apoyo, de las doncellas virtuosas y desamparadas, de las clases, en fin, que sin culpa suya gimen en la miseria y en el padecimiento, y necesitan y demandan el auxilio de una mano caritativa y protectora. Cumplidamente llenaron en este punto Carlos y sus ministros el sagrado deber que pesa sobre el supremo gobierno de un Estado, estableciendo un sistema general de beneficencia pública, discretamente organizado y celosamente dirigido. Al impulso vivificador del piadoso monarca y de sus sabios consejeros se ve formarse como por encanto diputaciones y juntas parroquiales y generales de Caridad, encargadas de distribuir oportunamente limosnas y socorros a los desgraciados, crearse y erigirse asilos benéficos, hospicios, hospitales, casas de Misericordia, seminarios y escuelas gratuitas, asociaciones filantrópicas, y toda clase de establecimientos piadosos, en que encontraba socorro la indigencia, el desvalimiento amparo, alivio el sufrimiento, ayuda la orfandad, la ancianidad sustento y reposo, ocupación la holganza, escudo contra los peligros del mundo la juventud, todos educación e instrucción religiosa y moral. Especie de laboratorios eran aquellos establecimientos, en que, a la manera de los hornos de fundición en que entran los minerales en bruto y mezclados con sustancias extrañas, y salen purificados y limpios, se convertían los desventurados que habrían sido escoria y escándalo de la sociedad en operarios útiles, en laboriosos industriales, en honrados artesanos; y las mujeres que habrían hecho comercio vil de sus cuerpos se trasmutaban en decorosas manufactureras, en habilidosas ejecutoras y aun maestras de labores, y aun en ejemplares madres de familia.

Con no menor celo se organizó la hospitalidad domiciliaria, y multitud de familias distinguidas que la veleidad de la fortuna había llevado desde una situación ventajosa y desahogada a un estado lastimoso mísero recibían sin ruido y sin bochorno el alivio y el consuelo de una mano benéfica y providencial, que iba a buscarlas al lecho del dolor escondido en el rincón oscuro de una humilde vivienda. Damas ilustres y señoras de las clases más elevadas y opulentas se asociaban para emplearse en este caritativo ejercicio. Organizose también un sistema de socorros para los casos de epidemias y calamidades públicas. Y como la mano del rey era siempre la primera que se abría, y nunca los buenos ejemplos de los soberanos son estériles; y como a las benéficas miras del monarca cooperaban sus hombres de Estado con eficaces providencias, los hombres doctos con escritos luminosos encaminados a inspirar sentimientos humanitarios y basados sobre máximas de una piedad ilustrada, cristiana y filosófica, todas estas excitaciones dieron saludable fruto; y prelados de la Iglesia, clero, comunidades religiosas, corporaciones civiles, magnates, altos funcionarios, propietarios particulares, señoras, llegaron a hacer gala y como alarde de fomentar los dos grandes elementos de la moral y de la prosperidad pública, el trabajo y la caridad.

Cuando en la cabeza del gobierno se ve un sistema beneficioso, concebido con talento y seguido con perseverancia, la parte más influyente de la sociedad presta siempre gustosa su cooperación, y aun se afana por contribuir a la realización de aquel pensamiento. Viose esto muy señaladamente en la solicitud con que todos los hombres de posición, de valer y de fortuna se apresuraron a inscribirse en aquellas otras asociaciones patrióticas, llamadas Sociedades Económicas de Amigos del país, creación feliz y concepción fecunda, que se hizo pronto un auxiliar poderoso de la política administrativa, y que multiplicándose con maravillosa rapidez dio vida a multitud de corporaciones, que fueron otros tantos focos de instrucción, de beneficencia y de laboriosidad, de fomento y desarrollo de la industria, de las artes, de la agricultura y del comercio, y hasta palenque pacífico de útiles discusiones y certámenes en puntos y materias económicas y políticas. Mérito grande fuera en Carlos III y sus ministros el solo hecho de permitir sin estorbo, cuanto más el de favorecer y fomentar con empeño unas corporaciones populares, cuya existencia habría mirado con recelosa desconfianza cualquier otro gobierno absoluto menos ilustrado y menos seguro de sí mismo. Y no solo las fomentaron y favorecieron, sino que lograron interesar diestramente en su aumento y prosperidad el talento, el saber, la fortuna, los sentimientos humanitarios, el amor a la gloria, la emulación, y hasta la vanidad de las personas de uno y otro sexo que tenían algún influjo en la sociedad{5}.

Simultáneamente activos y consultivos estos cuerpos; a un mismo tiempo científicos y manufactureros, académicos e industriales, literarios y agricultores; compuestos de sabios que escribían y de manos que ejecutaban; de damas nobles que enseñaban y dirigían, y de oficialas humildes que cosían y bordaban; de economistas y de comerciantes, de moralistas y de banqueros, así salían de ellos escritos de la importancia de la Ley Agraria, como modelos de arados y máquinas de hilar; así producían delicadas labores de aguja, como reglamentos para los gremios de mercaderes; así se cultivaba el dibujo y la pintura, como se fabricaban telas de seda, de algodón o de hilo; así se proyectaba la creación de un Museo de ciencias naturales, como se trazaba el plano de una escuela práctica de agricultura o de un canal de navegación y de riego; así se daban premios a las buenas costumbres, como recompensas a los artefactos mejor acabados{6}: y unas veces a excitación del gobierno que les enviaba en consulta y a informe proyectos y planes, y otras veces tomando una eficaz iniciativa sus mismos individuos, debidas fueron a estas patrióticas asociaciones muchas de las medidas que hemos mencionado en nuestra historia, dictadas para el fomento de los intereses generales, que como nacidas o emanadas de corporaciones de prestigio popular llevaban para su ejecución y planteamiento la ventaja inmensa del apoyo y el ascendiente de la opinión pública.

No necesitaban otras de este apoyo; que por sí mismas se recomendaban, y no podían dejar de ser recibidas con gratitud y hasta con entusiasmo. La abolición de las trabas que tenían vergonzosamente atadas las manos del fabricante, del mercader, del artista y del agricultor; la supresión de tantos requisitos, gabelas y vejámenes como impedían el ejercicio y comprimían el desarrollo de las más útiles profesiones; el repartimiento de las tierras baldías y concejiles; la protección a los arrendatarios y colonos; la libertad de plantación y de mejora del cultivo en las heredades propias; la abolición de la tasa, y la libre circulación de granos; el derecho de importación y exportación; las providencias contra el monopolio; la creación de alhóndigas y depósitos de cereales para el oportuno abastecimiento en los años de esterilidad y de escasez; el establecimiento de montes de piedad para socorro de los cultivadores; la notable disminución de la alcabala; la exención de derechos de las primeras materias para la fabricación, y la prohibición de introducir objetos manufacturados que perjudicaran al desarrollo de la industria nacional; el rompimiento de las cadenas que tenían entrabado el tráfico y comercio interior; la apertura de nuevos mercados para el consumo de nuestros productos; el arreglo del sistema de aduanas, y la modificación y nivelación de los aranceles; la construcción de arrecifes y vías públicas para facilitar las comunicaciones y abaratar los trasportes; el paso gigantesco de declarar libre el comercio de Indias que multiplicó tan maravillosamente las transacciones mercantiles entre los Dos Mundos; tantas y tantas reformas dictadas en pro de la agricultura, de la fabricación, del comercio y de las artes, en beneficio de las clases más productoras, y de los oficios y profesiones más necesitadas de protección, el ejemplo dado por el monarca y por los príncipes de ser ellos mismos agricultores, convirtiendo en huertas y jardines los terrenos incultos de su patrimonio, eran hechos visibles, que al propio tiempo que contentaban al pueblo y le alentaban a trabajar, estimulaban a los pudientes a ayudar en la grande obra de la regeneración económica al gobierno y al soberano.

Sin aquel estímulo y sin esta ayuda no habrían podido ni emprender, ni menos llevar a cabo obras del tamaño, de la importancia y de la utilidad de la colonización de Sierra Morena, de la formación de otras colonias y poblaciones nuevas en los puertos marítimos y secos, los canales, Imperial de Aragón, de Tauste y de Tortosa, y otros de navegación y riego, los admirables pantanos de Lorca, las grandes roturaciones que trasmutaron los eriales en vergeles, la creación de escuelas prácticas de agricultura, la formación de una compañía mercantil como la de Filipinas, la erección de un banco como el de San Carlos, la construcción de tantos y tan soberbios monumentos y edificios públicos de utilidad y de ornato, como hoy se ostentan todavía, y están siendo gloria de las artes, y dando testimonio perenne de la grandeza de los pensamientos y del celo y laboriosidad incansable de los hombres de aquel reinado, y sirven los unos de albergue y morada a las ciencias, los otros de grandes centros mercantiles o administrativos, los otros de adorno y embellecimiento de las poblaciones.

Propio era esto último de quien apenas puso el pie en España comenzó a variar el aspecto material, indumental y moral del pueblo, imprimiendo un sello y dando una fisonomía de cultura y de civilización a las calles y edificios, a los trajes y a las costumbres. De quien, al tiempo que cuidaba de la comodidad, del aseo y de la salubridad pública, haciendo desaparecer los focos de infección, desterrando la oscuridad y las tinieblas, ocasión las unas de enfermedades físicas, las otras de nocturnos crímenes, mandaba alumbrar, empedrar y regularizar las calles, plazas y mercados, hermoseaba el interior y el exterior de las poblaciones con elegantes fuentes, arcos, puentes, estatuas, alamedas y paseos, desterraba de los trajes el sombrío embozo, signo o apariencia y tentación de peligrosas aventuras, quitaba por una parte a los espectáculos lo que pudieran tener de ofensivos al decoro social, por otra desvanecía la adusta prevención que a las más honestas recreaciones había impreso en el pueblo la severidad inquisitorial; y por otra prohibía y arrancaba la fatal costumbre de andar los hombres siempre armados como en un estado de perpetua guerra social, causa de frecuentes pendencias y choques, creaba cuerpos de seguridad y vigilancia pública, organizaba la policía de un modo conveniente para la tranquilidad y reposo de los ciudadanos honrados y pacíficos, y para la debida persecución y escarmiento de los revoltosos y perturbadores, y cambiaba en fin en lo físico y en lo moral, como en lo económico, el aspecto de la nación, como cambia el de la oscuridad atmosférica el asomo de la aurora.

No es esto decir que todas las reformas intentadas o ejecutadas por Carlos III, así en el orden político y civil como en el económico y administrativo, o fuesen siempre planteadas en el tiempo y en la forma oportuna, o diesen siempre el fruto y resultado que se buscaba y apetecía. Ni a todas presidió el acierto, ni todas correspondieron a los cálculos. Obligar a un pueblo entero a renunciar de repente a su traje nacional, y pretender que obedeciera mudo y sumiso a la voz de un ministro extranjero, fue un acto de imprudente ligereza y de indiscreta arbitrariedad, que conmovió al pueblo y puso en peligro al trono, y costó quebrantos al uno y humillaciones al otro, y sinsabores y amarguras a ambos. Entre las medidas de fomento y administración las hubo que, o se malograron por falta de previsión facultativa como algunas obras del Canal Imperial, la costosísima del pantano de Lorca, y los canales de Manzanares y Guadarrama, o después de inmensos gastos de preparación se vio ser imposibles en la práctica, como el proyecto de la contribución única, o a vueltas de no escasos beneficios produjeron algunos males por inexperiencia y mal manejo, como el Banco de San Carlos, o cayeron en total descrédito y ocasionaron graves conflictos y dieron pie a justas y amargas murmuraciones, como la creación y multiplicación de los vales reales{7}.

En cambio, otras medidas administrativas, o fueron tomadas en alivio visible de los pueblos, como la condonación de atrasos por alcabalas, cientos, millones y servicios, o fueron el cumplimiento de obligaciones de justicia, como el pago de la deuda de los reinados anteriores, o fueron sustituciones de unos por otros impuestos para hacerlos más suaves y equitativos en el fondo y más llevaderos y menos vejatorios en la forma, como el de los frutos civiles por el de las alcabalas y cientos. Lo cierto es que atendidos los inmensos gastos de las muchas guerras que en uno y otro mundo se sostuvieron, y los de tantas y tan soberbias obras como se erigieron en este reinado, así como los que el aumento de familia exigía en la casa real{8}, bien fue necesaria una administración beneficiosa y pura, como lo fue, aunque no exenta de los errores de la época (que no era posible ni remediarlos ni aun advertirlos todos a un tiempo), para que al compás que subían y se aumentaban las atenciones y gastos públicos fueran también en aumento las rentas de la corona y en crecimiento los ingresos del tesoro.

A la conveniente y justa nivelación de unos y otros, y a no gastar más de lo que tenía, aspiraba el juicioso monarca; y así, cuando el prudente ministro de Hacienda, conde de Gausa, le expuso la penuria que se iba experimentando (1778), ordenó a cada secretario del Despacho que examinase y viese los gastos que en su respectivo departamento podrían excusarse. De aquí también las Juntas llamadas de Medios, que mandó crear para que discurriesen y arbitrasen los recursos que pudieran parecer menos odiosos y más eficaces para subvenir a las atenciones públicas; juntas a que fueron llamados los hombres que gozaban de más reputación por su talento y sus conocimientos en administración y economía política{9}.

Infinitamente ganó también la administración local con la nueva organización que se dio a los ayuntamientos. Aunque en ella no se adoptaron completamente los pensamientos y sistemas apuntados primero por Osorio y después por Campomanes sobre la participación que debía darse en el regimiento municipal a todos los hombres de capacidad y de inteligencia, de cualquier clase que fuesen, en reemplazo de las regidurías perpetuas ocupadas o adquiridas a título de herencia, la sola admisión de los diputados y personeros del común hecha por elección anual entre los ciudadanos más dignos de consideración y de confianza, fue una innovación provechosísima, que influyó de un modo admirable en la buena inversión de los fondos de los municipios, en el ornato, decoro y prosperidad de las ciudades populosas, y aun de los pequeños pueblos agrícolas.

Últimamente, si la estadística de población de un reino no es un signo demasiado falible de su decadencia o prosperidad, si no es un dato demasiado incierto del bueno o mal régimen político, civil y económico de un pueblo, si hemos de estar en este punto a la doctrina de los mejores economistas, para juzgar del gobierno interior de Carlos III no hay sino comparar el aumento que en su reinado alcanzó la población de España con la que se contaba a principios del siglo según el testimonio de los más autorizados escritores de aquel tiempo. Y no hay necesidad de ir tan atrás; basta cotejar dentro de su mismo reinado el censo de población de 1768 con el de 1787, teniendo en cuenta que este último, como observaba Floridablanca, se hizo «después de tres años de una epidemia casi general de tercianas y fiebres pútridas, especialmente en las dos Castillas, reino de Aragón y principado de Cataluña, de que ha resultado una considerable disminución de habitantes.{10}»

VIII.

Seguramente no se nos tachará de parciales porque elogiemos las providencias de Carlos III encaminadas a conseguir uno de los bienes más positivos que pueden hacerse a la sociedad humana, la recta y pronta administración de justicia. Arreglo y organización de los Consejos y tribunales, regularizada distribución de los negocios en sus diferentes departamentos o salas, reglas para dirimir las competencias de jurisdicción, condiciones legales y personales para el ejercicio de la magistratura, combinación de méritos y antigüedad para el escalafón de las promociones, sistema de informes para la debida clasificación, claridad en la prescripción de obligaciones y rigor para hacerlas cumplir, formularios para la uniformidad y facilidad de las operaciones, extinción de privilegios y fueros, y estricta igualdad ante la ley; tales fueron las bases de las medidas y reformas dictadas por Carlos III en este importantísimo ramo; reformas y medidas muy propias de quien siempre y muy desde el principio se mostró tan amante de la justicia, y tan afecto a los letrados y jurisconsultos, que fueron los personajes más allegados suyos y en los que depositaba su confianza, prescindiendo para ello de la circunstancia de nacimiento y de linaje, y elevando a los hombres, siquiera fuesen de humilde cuna, solo por su moralidad, su experiencia y sus conocimientos en el derecho. Así logró tener siempre en torno de sí aquellos insignes magistrados que hoy reconocemos y veneramos como honra y prez de la toga española.

La idea de Carlos III era robustecer el poder civil, y darle preponderancia sobre los otros poderes del Estado. Por eso no perdía ocasión de ir aboliendo privilegios y exenciones, disminuyendo en cosas y personas los casos de fuero, y ensanchando la jurisdicción de los tribunales ordinarios. En toda la legislación de su reinado se ve dominar este espíritu. Era sin duda un gran progreso hacia la unidad legal, y aquel pensamiento podía servir de signo y como anuncio de que no había de tardar en nacer en la misma España una escuela que proclamara el principio de que unas mismas leyes y un solo fuero rigieran en toda la monarquía.

Para que aquellos instrumentos en que quedan consignados los derechos de propiedad y los contratos legales entre los hombres no pudieran ser adulterados ni padecer extravío, lo cual podría ser un semillero de pleitos y discordias, se establecieron los oficios y contadurías de hipotecas para el registro y toma de razón de las escrituras, siendo de elogiar las precauciones y reglas que en la Pragmática se prescribieron para la custodia y seguridad de aquellos importantes documentos. Utilísima institución de la legislación civil, que regularizada después, fue como el principio de un sistema hipotecario que en los días en que esto escribimos ha ocupado a los poderes legislativos del Estado, y por una eventualidad no ha acabado de recibir el complemento de una sabia organización, que es de esperar habrá de obtener pronto, removidos los obstáculos accidentales que han motivado su lamentable suspensión{11}.

Tenemos que deplorar lo mismo respecto a otra importantísima reforma en el orden administrativo judicial, que se indicó como necesaria en el reinado de Carlos III, y que al tiempo que esto escribimos ha estado también a punto de llevarse a cabo, pero con la desgracia de haber sufrido una paralización semejante y producida por las mismas causas que la anterior. Hablamos de la reversión a la corona de los oficios de la fe pública, ilegal e indebidamente enajenados a particulares por varios de nuestros monarcas en épocas de necesidades y apuros del tesoro. No tardó en reconocerse el daño de aquellas imprudentes ventas, y otros soberanos, ya en pragmáticas, ya principalmente en sus últimas disposiciones testamentarias, manifestaron su deseo de subsanar el perjuicio con ellas irrogado a la nación, o sea al real patrimonio, como entonces se decía; pero estas manifestaciones habían ido quedando sin efecto, y nunca habían sido puestas en ejecución. Como conveniente, necesaria y justa representaron a Carlos III los fiscales del Consejo de Hacienda la reincorporación a la corona de aquellos oficios en mal hora enajenados, y los más malbaratados, con detrimento del servicio público, en daño de la justicia y mengua de la dignidad de su ejercicio, en que descansan los derechos de los ciudadanos y la fe y la verdad de las transacciones sociales. Y aunque el Consejo de Castilla a quien el monarca consultó, no se atrevió (con una timidez extraña en aquel respetable cuerpo cuando se trataba de corrección de abusos y de marchar por la vía de las reformas útiles) a aconsejar al monarca la reversión propuesta por los fiscales, harto mostró aquel soberano su voluntad en el hecho de pedir todavía reservadamente a su confesor su parecer sobre la materia. El prelado dio muestras de alcanzar más en ella, o de ser más político, o más resuelto, o más desapasionado que el Consejo, y es de creer que fortalecido el rey con su opinión habría ejecutado esta reforma, si a la sazón no se hubiera cortado el hilo de su preciosa vida{12}.

Como el orden y la tranquilidad de los Estados no se mantiene y conserva solo con buenas leyes y con la recta administración de justicia, sino que es necesaria además una fuerza pública permanente convenientemente organizada, así para la represión de los excesos y desórdenes y castigo de los turbulentos y criminales, como para hacer respetar de otras potencias la dignidad y la independencia nacional, y sostener su puesto con honra en las grandes contiendas armadas, no podía Carlos III dejar de procurar con interés y eficacia tener un ejército respetable con que atender a aquellas necesidades; tanto más, cuanto que ni él era indiferente a la gloria militar, ni podía olvidar que a triunfos bélicos había debido su primera corona, ni era extraño al conocimiento del arte de la guerra, cuyos azares había corrido personalmente.

Una es la índole y naturaleza, y especial debe ser por lo tanto la organización y empleo de la fuerza pública destinada a mantener el orden interior de un Estado, otra y muy diferente la organización propia de la fuerza activa destinada a mantener la integridad del territorio y a hacer frente a los peligros exteriores, a sostener con gloria las guerras que convenga emprender o que no se puedan evitar. A una y a otra atendió con atinada solicitud Carlos III: a la primera, utilizando el cuerpo de inválidos que halló establecido por su padre, creando las compañías de salvaguardias, instituyendo y agregándole la milicia urbana compuesta de artesanos y menestrales honrados, arreglando convenientemente su servicio, dividiendo las poblaciones en cuarteles, dando la famosa pragmática de asonadas o ley de orden público, regularizando las levas, y ordenando un sistema discreto de vigilancia a la segunda, con la célebre ordenanza para el reemplazo del ejército activo, fijando el contingente anual con que habían de contribuir los pueblos, designando la edad y calidades de los mozos sorteables, y haciendo las oportunas exenciones para no dejar las carreras literarias sin los profesores y alumnos necesarios, la agricultura y la industria sin los brazos indispensables, las oficinas del Estado sin las manos útiles para el despacho de los negocios; aumentando el número de regimientos, y dando excelentes ordenanzas para la disciplina; creando escuelas para la formación e instrucción de los oficiales de todas armas, y haciendo a la nobleza recobrar la afición a la carrera militar que en los últimos tiempos de la dominación austriaca había perdido.

Las escuelas de infantería, caballería y artillería, establecidas en el Puerto de Santa María, Ocaña y Segovia, dirigidas por generales como Ofarril, Ricardos y Gasola, suministraron al ejército oficiales distinguidos. En el colegio de artillería de Segovia se daba a los alumnos una instrucción general y completa sobre todo lo concerniente a aquella arma tan esencial e importante en el sistema militar moderno. Convenientísima fue la instalación de la escuela práctica de fuegos artificiales y de ataque y defensa de las plazas, y de aquel célebre establecimiento salieron entonces y han continuado saliendo después hombres de gran mérito, tanto para la carrera de las armas como para las demás del Estado. La fundición de cañones, impulsada por el conde de Gasola, si bien desgraciada en los primeros ensayos por haberse empleado en ella, sin la conveniente previsión, el cobre de Méjico, mejorose y prosperó después con el uso del de las minas españolas de Río Tinto, con el de Méjico y el Perú refinados, y con el hierro de Vizcaya y de Asturias. La abundancia de salitre en España permitió establecer muchas fábricas de pólvora; y el gobierno tomó a su cargo la célebre de armas blancas de Toledo, para la cual se levantó a las márgenes del Tajo un edificio bajo la dirección del ingeniero Sabatini.

El monarca que creó la gran Cruz que lleva su nombre para premiar y honrar la virtud y el mérito, no podía dejar de ofrecer a los militares el aliciente de la honra representada por un signo exterior, y fue máxima suya no conferir sino a los que se distinguían en aquella noble carrera el hábito de las cuatro órdenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa. La suerte de las familias de los que se consagraban a aquella profesión peligrosa tampoco fue desatendida, ni podía serlo, de un soberano entre cuyas virtudes descollaba la de la beneficencia. La institución del Monte Pío militar, para subvenir a las viudas de los oficiales con una pensión proporcionada a la clase y graduación de sus maridos, fue una medida que derramó todo el consuelo posible en las familias que experimentaban aquella desgracia, y fomentó considerablemente los casamientos, si bien en algún concepto inconvenientes para los que profesaban el ejercicio de las armas, provechosos en muchos otros conceptos a la sociedad.

Solo a favor de una serie de providencias como éstas y otras que enumerar pudiéramos, dirigidas a fomentar el espíritu, la organización y la disciplina militar, pudo Carlos III contar siempre durante su reinado con un pie de ejército respetable para sostener tantas guerras como se ofrecieron, y en que, con éxito más o menos favorable, se mantuvo siempre a grande altura la honra y el poder de las armas de España. Verdad es que las principales reformas del ejército habían sido debidas a su padre Felipe V, pero también lo es que con los años de paz que se disfrutaron a consecuencia del sistema político de su hermano Fernando VI habíase disminuido notablemente el número y adormecido la actividad y el espíritu de la milicia española, y no podría sin injusticia negarse a Carlos III el mérito de haberla aumentado, fomentado y mejorado su organización, instrucción y disciplina, y de haberla hecho recobrar el antiguo respeto en que había sido tenida en Europa.

El que dijo por escrito: «Siendo como es, y debe ser, la España potencia marítima por su situación, por la de sus dominios ultramarinos, y por los intereses generales de sus habitantes y comercio activo y pasivo, nada conviene tanto, y en nada debe ponerse mayor cuidado que en adelantar y mejorar nuestra marina:{13}» el que esto dijo no era posible que desatendiera el fomento de un ramo tan importante para la defensa del reino, para la conservación de sus ricas colonias y para la prosperidad mercantil. No fue ciertamente el ramo que encontró más descuidado Carlos III: al contrario, había el marqués de la Ensenada restaurado en el reinado anterior la marina española de la manera admirable y con el celo y la inteligencia que dejamos manifestado en otro lugar{14}. Por eso en esta materia se limitó Carlos III a lo que le restaba y cumplía hacer, seguir aquel impulso, promover el desarrollo de aquel pensamiento, aumentar las fuerzas navales, mejorar la construcción de buques, arbitrar medios para atender a los crecidos gastos que exigían{15}.

Queriendo proveerse de constructores hábiles, los pidió a Francia, y el ministro Choiseul le envió al célebre Gauthier, a quien no es extraño causaran algunos disgustos las rivalidades de los constructores españoles, que los había muy entendidos, y cuya habilidad, trabajos y servicios se emplearon con éxito admirable. Una de las reformas más útiles que se consiguieron fue la de dar a las naves, sin menoscabo de su solidez, la velocidad que les faltaba, y que se había advertido ser la causa de los descalabros que en algunos combates habían sufrido las escuadras españolas.

Había dicho el marqués de la Ensenada a Fernando VI: «La armada naval de V. M. solo tiene presentemente los diez y ocho navíos y quince embarcaciones menores que menciona la relación núm. 6, y la Inglaterra los cien navíos y ciento ochenta y ocho embarcaciones de la núm. 7. Yo estoy en el firme concepto de que no se podrá hacer valer V. M.... de la Inglaterra, si no hay la armada de sesenta navíos de línea y sesenta y cinco fragatas y embarcaciones menores que expresa la relación núm. 8.{16}» Pues bien, el deseo manifestado por Ensenada en 1751 se vio más que cumplidamente satisfecho a los 23 años de su representación, puesto que en 1774 contaba la armada española sesenta y cuatro navíos de línea, de los cuales ocho de tres puentes, veinte y seis fragatas y treinta y siete buques menores, entre todo ciento cuarenta dos naves; y cuatro años más adelante subía a ciento sesenta y tres el total de buques de todas clases{17}.

Vicios había en la organización de nuestra armada, de los cuales se lamentaban los hombres entendidos. El que más resaltaba era sin duda la numerosa oficialidad, que, sobre costosa, excedía en mucho el número de la que se necesitaba para el servicio. Del estado comparativo que en 1786 se hizo entre la marina francesa y española resultaba que la francesa constaba por lo menos de una cuarta parte más de buques que la nuestra, mientras que la española excedía a la francesa en más de una cuarta parte de oficiales; de modo que proporcionalmente constaba la dotación de la armada española de doble oficialidad que la francesa; lo cual movía al conde de Aranda a decir, quejándose de ello, con su natural desenfado: «pero nuestra numerosa oficialidad se queda a comer su ración, y cuando la hacen trabajar se sofoca por no estar zurrada.{18}»

Concluiremos esta breve reseña repitiendo con un erudito escritor: «La educación científica de los marinos en España era muy notable y distinguida en tiempo de Carlos, siendo los conocimientos teóricos y las luces de los oficiales de marina muy conocidas en todo el orbe; testimonio de lo cual están dando los viajes científicos de sus individuos, y el depósito de cartas marinas establecido en Madrid.»




{1} «Lo confirma, añade, el cortísimo número de autos de fe con variedad de reos, pues no pasan de diez los que yo he leído, y en ellos solo cuatro condenados a las llamas, y cincuenta y seis penitenciados, en veinte y nueve años de reinado: las demás causas fueron terminadas por medio de autos de fe singulares, sacando al único reo a oír sentencia en alguna iglesia inmediatamente después de la confirmación del Consejo de la Suprema, sin esperar a que haya más reos para disponer auto de fe particular.» A veces el autillo se hacía dentro de la sala de audiencia del tribunal, a puerta cerrada, y con asistencia de solos los ministros del Santo Oficio, y un número fijo de personas. «Este medio, añade, era tan benigno, que supuesta la primera desgracia, no cabe modificación más suave y caritativa.»– Llorente, Historia de la Inquisición, cap. XLII, art. 1.

{2} Del censo de población que se formó en 1768 resultó haber en España:

Párrocos……15.639
Beneficiados 
Tenientes de cura 
Ordenados con patrimonio……51.048
Religiosos……55.453
Religiosas……27.665
Sirvientes de iglesia 
Sacristanes 
Acólitos……25.248

{3} Entre las varias consultas de este género que hemos leído hay algunas muy notables, tal como la de 5 de octubre de 1775, que se halla en el tomo XIII de Papeles varios de Estado de la Real Academia de la Historia, señalado B 131.

{4} Censo español ejecutado de orden del rey por el conde de Floridablanca, primer secretario de Estado y del Despacho, en el año 1787. Un volumen folio, impreso.

{5} «Estos cuerpos, escribía uno de los hombres más ilustres de aquel reinado, llaman hacia sus operaciones la expectación general; y todos corren a alistarse en ellos. El clero, atraído por la analogía de su objeto con el de un ministerio benéfico y piadoso; la magistratura, despojada por algunos instantes del aparato de su autoridad; la nobleza, olvidada de sus prerrogativas; los literatos, los negociantes, los artistas, desnudos de las aficiones de su interés personal, y tocados del deseo del bien común; todos se reúnen, se reconocen ciudadanos, se confiesan miembros de la asociación general que es de su clase, y se preparan a trabajar por la utilidad de sus hermanos. El celo y la sabiduría juntan sus fuerzas, el patriotismo hierve, y la nación atónita ve por la primera vez vueltos hacia sí los corazones de sus hijos.»– Jovellanos, Elogio fúnebre de Carlos III leído en la Real Sociedad Económica de Madrid el 8 de noviembre de 1788.

{6} Por ejemplo, la Sociedad Económica de Valencia destinó y distribuyó las siguientes cantidades para premios, a las cuales añadió el piadoso Arzobispo de su cuenta las que se expresan en la segunda columna:

 La SociedadEl Arzobispo
Ocho premios para las buenas costumbres…8.000 rs.8.000 rs.
Para fomento de la agricultura……2.550  2.550  
Para indemnizar a labradores desgraciados…6.000  6.000  
Para las fábricas de sedería……1.200  1.200  
Para otras de mujeres……9.000   
Para ropa blanca……4.000  1.200  
Para el dibujo……9.000  9.000  
Para industria y comercio……2.250   
Para la pesca……3.600   
Para industria del campo……6.000   
  51.400   27.750  

{7} Tenemos a la vista una sátira de aquel tiempo contra los vales, que no deja de tener algún gracejo y dar idea de su impopularidad. Dice así:

 Los que por mal nombre se llamaron Vales
al cabo murieron porque eran mortales:
único tributo que tal vez pagaron
desde el mismo instante en que se crearon:
porque estando vivos los tales señores
se cuenta que eran malos pagadores:
huye de esta losa, huye, viajero,
porque si la tocas, pierdes el dinero;
y el deber sagrado bien se satisface
con decir de lejos: Requiescant in pace.

El total de los vales creados fue de 94.479.

El importe de sus capitales 548.905.500 rs.

El del gravamen anual del erario por los réditos 21.956.220 rs.

{8} En 1772, se señalaron para alimentos al príncipe de Asturias, dos millones de rs.; a la princesa 547.999; al infante primogénito 1.512.500; a cada infante hermano del rey 1.650.000; al infante duque de Parma, hermano del rey, 785.000; a cada infanta hermana del rey, 549.999.

{9} De la primera Junta de Medios que se formó en 1779 fueron vocales: el Secretario del Despacho de Hacienda, el gobernador del Consejo, don Pedro Rodríguez Campomanes, don José Moñino, el abate Pico, don Andrés Barcia, cinco individuos de la Diputación del Reino, y el procurador general.– En una Junta se propusieron los arbitrios siguientes: 1.º Donativos graciosos en Indias a los hacendados, corporaciones civiles, y artesanos: 2.º establecer loterías al estilo de Holanda en las ciudades principales de Indias: 3.º establecer un fondo de rentas vitalicias en América: 4.º renta de los títulos de Castilla en Indias: 5.º vender en las mismas regiones algunas mercedes de hábitos: 6.º concesión de encomiendas de indios en los lugares en que fuesen bravos. 7.º venta de plazas y empleos en América: 8.º autorizar a los virreyes para establecer las contribuciones que les pareciesen acomodadas a las circunstancias locales: 9.º aumentar la tercera parte al importe de las cuotas de las rentas provinciales de Castilla y Aragon: 10.º aumentar los derechos en el aguardiente y licores.

Fueron vocales de la segunda Junta de 1779: el conde de Floridablanca, don José de Gálvez y don Miguel Múzquiz.– Estos propusieron: 1.º traer de Cádiz en pasta y moneda trece millones: 2.º establecer un fondo vitalicio de diez millones: 3.º tomar con calidad de reintegro de los Santos Lugares diez millones: 4.º con igual condición del fondo de bienes de difuntos diez millones: 5.º con igual calidad de los consulados diez millones: 6.º préstamos sobre los Cinco Gremios, al tres y medio por ciento, diez millones: 7.º tomar del fondo de correos lo que pudiera dar.

De la Junta de Medios de 1781 fueron vocales don Miguel de Nava, el conde de Campomanes, y el tesorero general; los cuales, propusieron: 1.º un préstamo de cuarenta y ocho millones al seis por ciento reintegrables en el plazo de seis meses: 2.º negociar cien millones en el extranjero al cinco por ciento de interés y uno de amortización: 3.º aplicar al erario los frutos de las prebendas y beneficios eclesiásticos no curados que vacasen: 4.º un ocho por ciento sobre las rentas de los monasterios: 5.º dos por ciento sobre el caudal de reducciones de juros: 6.º abrir un préstamo de ciento veinte millones.– Canga Argüelles, Diccionario de Hacienda.

{10} Censo español ejecutado de orden del rey, &c. en 1787. Advertencia.

{11} Aludimos al proyecto de ley hipotecaria presentado y discutido en las cortes de 1858, y que quedó pendiente por haberse suspendido la legislatura: lo propio que sucedió por la misma razón al de la ley sobre el notariado, a que nos referimos en el párrafo siguiente.

{12} Sobre esta materia ha escrito algunos curiosos e interesantes artículos en el periódico El Restaurador del Notariado nuestro amigo don Joaquín José Cervino, hoy entendido director del ramo del Notariado en el Ministerio de Gracia y Justicia, el cual ha tenido una parte principal en la confección de las bases del proyecto de ley.

{13} Palabras de Carlos III en la Instrucción reservada para la Junta de Estado.

{14} Parte III, libro VII, cap. 4.º de esta Historia.

{15} Se calcula que los gastos de la armada en 1772 eran los siguientes:

Departamento del Ferrol……20.788.403 rs.
Ídem de Cádiz……25.476.559  
Ídem de Cartagena……25.216.138  
Víveres……6.554.709  
Total……78.135.809 rs.

{16} Informe presentado al señor don Fernando VI por el marqués de la Ensenada proponiendo medios para el adelantamiento de la monarquía y buen gobierno de ella, en 1751.

{17} He aquí la gradación en que se aumentó nuestra marina en el reinado de Carlos III.

En 1761 había 37 navíos de línea y sobre 30 fragatas.

En 1770 se contaban ya 51 navíos desde 58 a 112 cañones, 22 fragatas y 29 buques menores.

En 1774, 64 navíos de línea, 26 fragatas y 37 buques menores.

En 1778, 67 navíos de línea, 32 fragatas y 62 buques menores.

Parte adicional de Muriel a la España bajo el reinado de los Borbones, cap. 6.

{18} Carta de Aranda a Floridablanca, de París a 12 de marzo de 1786.

He aquí el estado comparativo del servicio de oficialidad de las dos armadas, francesa y española, de aquel año.

Marina de Francia
(Sacado del Etat de la Marine, année 1786.)
 
Mariscal de Francia, o almirante……1
Vice-almirantes……4
Tenientes generales……19
Jefes de escuadra……42
Capitanes de navío……114 
Ídem a tomar antigüedad……9123
Tenientes de navío……290 
Ídem a tomar antigüedad……7297
Capitanes de brulote……53
Alféreces de navío……321 
Ídem a tomar antigüedad……3324
Tenientes de fragata……160
Total……957
 
Marina de España
(Sacado del Nuevo Almanack náutico para el presente año de 1786.)
 
Capitán general……1
Tenientes generales……16
Jefes de escuadra……15
Brigadieres……43 
Coroneles……110153
Capitanes de fragata……143
Tenientes de navío……221
Ídem de fragata……224
Alféreces de navío……242
Ídem de fragata……309
Total……1.292

Resumen de los oficiales de marina:
Francia……957
España……1.292
Excede la España en…… 335