Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo XXI
España en el reinado de Carlos III
Movimiento intelectual
IX.
Llegamos a la parte que dio más esplendor y más brillo al reinado de Carlos III, al desarrollo del movimiento intelectual, al impulso que recibió la instrucción pública en todos sus ramos, a los rápidos progresos que hicieron las ciencias, las letras y las artes. «Las reformas literarias, ha dicho bien un escritor, empezaron en el reinado de Felipe V, continuaron en el de Fernando VI, y produjeron la brillante época literaria del reinado de Carlos III.» Nosotros dijimos también al final del libro VII de esta tercera parte: «Los reinados de Felipe V y de Fernando VI, así en las letras como en la política, así en la economía como en las artes, así en la marina como en la agricultura, en el comercio como en la administración, en la índole del espíritu religioso como en la tendencia de las costumbres públicas, fueron una feliz y provechosa preparación, y sentaron los cimientos y las bases, y desembarazaron y allanaron grandemente el camino para el más ilustrado y más próspero reinado de Carlos III.»
Y así fue en verdad. Todos los ramos del saber humano que eran conocidos en aquella época, todos los grados de la enseñanza en su inmensa escala, desde los rudimentos de las primeras letras hasta las altas elucubraciones de la más elevada filosofía en todo lo que se alcanzaba en aquel tiempo, todos los establecimientos de instrucción, desde las escuelas primarias hasta las cátedras en que las profundas investigaciones del entendimiento humano se detienen ante los misterios impenetrables de lo sobrehumano y divino, todo recibió impulso, fomento, desarrollo, reformas, mejoras y adelantos hasta donde entonces se podía.
Creación y multiplicación de escuelas de párvulos, erección y dotación de casas y colegios de educación y pupilaje para los jóvenes, de seminarios conciliares para instrucción de los que se consagraran al servicio de la Iglesia, de estudios reales para la enseñanza de lenguas sabias, de filosofía y de ciencias exactas, de escuelas especiales de botánica, de historia natural, de agricultura, de náutica, de arte militar y de otras particulares materias, provisión de cátedras por oposición, distinciones y privilegios a los maestros y profesores, elección y designación de buenos libros de texto, reglamentos orgánicos, formación de bibliotecas, todo indicaba un sistema de fomento y protección a los estudios y a las letras, un pensamiento de difundir las luces, de promover la aplicación, de ennoblecer el profesorado. Lo que contribuyeron las Sociedades Económicas a propagar los conocimientos útiles y a impulsar este movimiento de la inteligencia, como poderosos auxiliares de un gobierno civilizador, excede a todo encarecimiento. Fue una creación tan atrevida como feliz la de aquellas asociaciones. Un monarca receloso como Felipe II las habría extinguido por peligrosas, si las hubiera encontrado establecidas: Carlos III las creó, y pudo felicitarse de su obra. Aquél habría hecho bien en extinguirlas, como éste hizo bien en crearlas. Las asambleas populares, siquiera sean pacíficas y de carácter puramente literario y científico, son incompatibles con los gobiernos sombríos y adustos y enemigos de la discusión y de la publicidad; prestan fecunda ayuda a los gobiernos expansivos, que aman la luz y gustan de difundir la ilustración.
Digno de alabanza fue el intento, como lo habría sido el pensamiento solo de reformar, mejorar y reducir a un plan uniforme los estudios universitarios, concentrar su dirección, corregir la anarquía de métodos y estatutos que regían aquellas viejas escuelas, y poner la enseñanza superior de España al nivel de la de las naciones más cultas en Europa, y de lo que exigía el estado del mundo científico. ¿Extrañaremos que el espíritu tradicional y rutinario, que el monopolio doctrinal y directivo, que la reacia y cómoda inmovilidad en que vivían muchas universidades españolas, opusieran al gobierno de Carlos III resistencia firme y obstáculos fuertes para hacer de una vez la reforma y plantear de un golpe un sistema universitario uniforme y completo? Ni los ministros de Carlos III lo intentaron tampoco: y harto hicieron, y con harta prudencia y discreción obraron, en ir venciendo paulatina y gradualmente la oposición de las escuelas más reaccionarias y más enemigas de toda innovación; en irlas haciendo deponer añejas preocupaciones, acomodarse a métodos más razonables, admitir nuevas asignaturas y enseñanzas, sujetarse a directores y censores regios, y preparar así el terreno para un plan general en circunstancias y tiempo oportuno. Harto hicieron en ir quebrantando el escolasticismo, y desterrando el peripatetismo, y desautorizando los bandos y disputas de las escuelas tomista, escotista, suarista y otras que lastimosamente las dividían, y desacreditando las cuestiones abstractas de una metafísica erizada de sutilezas, de controversias infecundas, de inútiles paralogismos, y pueriles y fútiles juegos de voces; y en ir introduciendo la verdadera doctrina teológica, el estudio del derecho canónico, público y civil, la enseñanza de una filosofía más adecuada a los adelantos del siglo, y de ciencias exactas y naturales, ya fuera, ya dentro del recinto de las universidades, cuyas puertas les habían estado cerradas hasta entonces.
La reforma de los colegios mayores, centros de una nobleza monopolizadora de las dignidades y altos puestos del Estado, que habían elevado su predominio a costa del decaimiento de las universidades, en los cuales se conservaban muchos principios de honor y muchos sentimientos del antiguo caballerismo, pero en que había tomado asiento el privilegio, el favoritismo y la parcialidad, que se habían hecho patrimonio de familia, con abandono de la aplicación y daño de la ciencia, fue casi un golpe de Estado, para el cual se necesitó poco menos valor que para la expulsión del instituto de Loyola. Bien se conoció en la agitación que los decretos de reforma produjeron, si bien mezclada con el regocijo y júbilo de los que con ella ganaban, que era toda la juventud estudiosa y de talento, pero que no había sido mecida en cuna ilustre, y que veía con esto abrirse y franquearse a la capacidad, al aprovechamiento, a la ilustración, al mérito y a la moralidad, la entrada y acceso a los cargos y empleos de honra y de valer que antes habían estado solamente reservados al nacimiento, a los pergaminos de nobleza y al privilegio de clase.
Una circular expedida por el Consejo a todas las universidades{1}, exhortando a sus profesores a que escribieran nuevos cursos académicos de todas facultades, acomodados al gusto y a los adelantamientos del siglo, ofreciendo premios y protección a sus autores, dio un buen resultado, puesto que se escribieron varias obras para las distintas carreras, si bien distantes todavía de la perfección, pero en que se veían ya otras ideas, otro estilo y otro gusto del que había dominado antes. En Teología, por ejemplo, que es la ciencia que consideraremos primero en el orden de nuestro examen, escribió el mercenario Fr. Agustín Cabadés, catedrático en la universidad de Valencia, sus Instituciones, con una Introducción dividida en dos partes, tratando en la primera de la naturaleza y objeto de la Teología, con una historia abreviada de la misma, y en la segunda de los Lugares teológicos, o fuentes de donde se deben deducir las pruebas de aquella ciencia. Otro valenciano, del orden de San Agustín, el P. Villarroig, dio también unas Instituciones teológicas, con las condiciones de método, lenguaje, claridad y extensión ajustadas a los deseos del Consejo, y sobre todo enseñando a tratar la ciencia de Dios a la manera que lo habían hecho los Santos Padres, y con ciertas galas de las ciencias humanas, y no con la aridez del estricto escolasticismo que predominaba en las escuelas. Señales eran éstas de no ser perdidas las aspiraciones del gobierno a restituir a los estudios eclesiásticos su antigua lozanía. No contribuyó poco a ello el docto Padre Scío de San Miguel, de las Escuelas Pías, ya con su traducción de la Biblia, acompañada de notas críticas, ya con la de Los seis libros de San Juan Crisóstomo sobre el Sacerdocio, hechas, como él decía, para utilidad y aprovechamiento espiritual de los eclesiásticos, y para excitarlos al estudio de las lenguas y de las ciencias propias de su estado.
Mayores adelantos alcanzó la Jurisprudencia, ciencia especialmente favorecida por Carlos III y ya promovida también, como lo hemos visto, en los reinados anteriores. Impulso tenían que darle la obligación que se impuso a los cursantes de la facultad de estudiar el derecho natural y de gentes, la introducción de la asignatura de derecho patrio, y los premios destinados a los alumnos más aprovechados y sobresalientes. Pero más que todo la ilustraron y enaltecieron las tareas de los doctos jurisconsultos, que ya a excitación del monarca y del ministro Roda, ya llevados del espíritu mismo de la época, consagraron sus desvelos y emplearon sus plumas en ilustrar, esclarecer y mejorar la ciencia de la legislación. Tantos fueron los que se dedicaron a este noble objeto, que solo podremos mencionar aquí los que a nuestro juicio trabajaron con más fruto, y nos parece que descollaron más y ganaron reputación más sólida y fundada.
Deseando el gobierno, y principalmente el ministro Roda, efectuar una reforma en la legislación criminal, dio comisión el Consejo y se pasó una real orden al alcalde del crimen don Manuel Lardizábal y Uribe para que formara un extracto de las leyes penales de la Recopilación, añadiendo los concordantes de todos los demás códigos legislativos españoles. Lardizábal hizo y publicó su trabajo con el título de: Discurso sobre las penas, contraído a las leyes criminales de España, para facilitar su reforma. En él daba una noticia general de la historia de la legislación criminal, de la naturaleza de las penas, su origen, objeto y fines, proporción que deben guardar con los delitos para que sean útiles, &c. El trabajo de Lardizábal fue examinado, y de él decía (con un laudable deseo, pero que no había de verse realizado tan pronto como se prometía) un erudito escritor de aquel tiempo: «Hay mucho fundamento para esperar que España tendrá dentro muy poco tiempo un código de leyes, criminales de los más completos y metódicos.{2}» Pronunciose Lardizábal contra la pena del tormento, cuya apología había hecho con escándalo de todos los buenos juristas un desacordado canónigo de Sevilla llamado don Pedro de Castro; bien que ya antes había escrito expresamente contra la inhumana y absurda prueba de la tortura el abogado y anticuario de la Academia de la Historia don Alonso María de Acebedo.
Este mismo Acebedo, hombre de fina crítica, de espíritu filosófico y de instrucción vasta, aunque murió todavía joven, dejó escrita, entre otras obras y tratados de derecho, una titulada: Idea de un cuerpo legal{3}; en que después de notar los vicios y defectos de que adolecía nuestro código nacional, señalaba lo que faltaba o sobraba en él y lo que debía añadírsele, en todos los ramos del derecho, así público y de gentes, como canónico y civil, mercantil y político, para que todo constase, y no hubiera competencias de jurisdicción. Se conoce que la idea y el convencimiento de la necesidad de una codificación germinaba en los entendimientos de los hombres de saber; porque también don Juan Francisco de Castro había escrito sus «Discursos críticos sobre las leyes y sus intérpretes, en que se demuestra la incertidumbre de éstos y la necesidad de un nuevo y metódico cuerpo de derecho para la recta administración de justicia.» Y la Academia de Santa Bárbara ofreció una medalla de oro como premio al autor de la mejor disertación Sobre la necesidad de un nuevo código legal, y las reglas que podrían adoptarse para su formación.
Había verdadero movimiento, y se trabajaba en el ramo de jurisprudencia. Marín y Mendoza escribía su Historia del derecho natural y de gentes: Danvila y Sala hacían nuevas ediciones del Vinio, con las concordantes del Derecho Real de España, y Soler escribía Observaciones sobre estas ediciones mismas. La Ilustración del derecho real de España de don Juan Sala ha sido hasta nuestros días el libro de texto de las universidades. Publicaba Cornejo su Diccionario histórico y forense del mismo derecho, y Rubio traducía al español la Ciencia de la legislación de Filangieri. Pero sin disputa los que ilustraron más la ciencia del derecho en aquella época fueron los dos abogados y doctores amigos don Ignacio de Asso y don Miguel de Manuel, que asociadamente escribieron las Instituciones del Derecho civil de Castilla, juntamente con otras obras y discursos histórico-jurídicos que muchas veces en la presente historia hemos tenido ocasión y gusto en citar{4}. La Historia de la legislación civil de España es una obra que hace no poco honor al jurisconsulto Manuel, uno de los primeros que en España enseñaron a aplicar el estudio de la diplomacia al de la legislación. Y entretanto Robles Vives acreditaba su erudición jurídica y su buen juicio histórico con sus Memorias, y su famosa Representación contra el pretendido Voto de Santiago, hecha a nombre del duque de Arcos al rey.
Pero acaso nada prueba tanto el profundo estudio y la vasta instrucción que algunos hombres de aquella época llegaron a adquirir en la ciencia del derecho, como los muchos luminosos escritos de los dos insignes fiscales del Consejo de Castilla, Campomanes y Moñino, después gobernador del Consejo el uno, ministro de Estado el otro. Apenas hay materia importante de jurisprudencia canónica y civil sobre la que aquellos dos sabios y esclarecidos letrados no nos dejaran tratados nutridos de variada erudición y sólida doctrina, bajo los títulos de Juicio imparcial, Memorial ajustado, Alegación o Respuesta fiscal, Discurso o Disertación histórico-legal, bastantes de ellos suscritos juntamente por los dos como fiscales, otros separadamente por cada uno cuando ya ejercían diferentes cargos{5}, pero siempre sosteniendo buenos principios y elevando a grande altura las cuestiones de derecho.
Aunque no tan señalados progresos como la Jurisprudencia, hízolos también no escasos la Medicina, que había recibido ya su impulso con la creación de la Sociedad de Sevilla y de la Academia Matritente, y con las obras de Piquer y Rodríguez en los anteriores reinados. Multiplicáronse en el de Carlos III las obras y tratados sobre materias de esta facultad, en las cuales ya se hicieron descubrimientos y adelantos útiles, ya se prescribían ventajosos métodos de enseñanza, ya se ventilaban cuestiones que podían conducir a la averiguación de verdades provechosas, ya se escribían discursos por doctos españoles que ganaban premios en los certámenes abiertos por academias médicas extranjeras. Escobar, Guerrero, Amar, los dos hermanos catalanes Santpons, uno de los cuales mereció que algunos le apellidaran el moderno Hipócrates español, Salvá y Campillo, Rubio, O’Scalan, Gil, Masdeval y varios otros ganaron fama de entendidos y enriquecieron la medicina con luminosos escritos y tratados, más o menos generales, más o menos circunscritos a particulares puntos y determinadas materias{6}.
La cuestión de la vacuna preocupaba entonces a los médicos de más ciencia y renombre. Ya se había ensayado en otras partes con éxito, aunque no sin oposición y repugnancia, la inoculación de la viruela; en España se comenzó también a recomendar y practicar, y si bien hubo que vencer grandes contrariedades, se fue introduciendo en varias localidades y provincias. Todavía sin embargo, y a pesar de los escritos de los médicos, y de ser los primeros que para alentar y dar ejemplo vacunaban sus propios hijos, no cundió como debiera el sistema de inoculación en el pueblo, que apegado siempre a la rutina y opuesto a las innovaciones prefería correr los azares de aquella enfermedad contagiosa que diezmaba una gran parte de la población. Por fortuna el sistema de Jenner, de este gran bienhechor de la humanidad, vino pronto a deshacer los argumentos de la preocupación y a extender y hacer popular el método de la inoculación, que a él le valió tantos y tan merecidos honores, y que arrancó a la muerte y economizó a la humanidad tantas víctimas{7}.
Cultivábanse con ardor, y con admirable fruto, fuera del recinto de las universidades y en varias poblaciones, la física, la química, la botánica, la mineralogía, la astronomía, las matemáticas, y en general todas las ciencias exactas y naturales. Españoles pensionados para irlas a estudiar en el extranjero, profesores extranjeros de fama traídos para enseñarlas aquí, hombres estudiosos que se formaban allá y acá, todos contribuyeron a dar a estas ciencias un desarrollo admirable para aquella época. Fernando VI había comenzado a aclimatarlas, creando escuelas, gabinetes y jardines: con la decidida protección de Carlos III tomaron un vuelo maravilloso. A todas alcanzó el fomento, pero por circunstancias favorables hizo especiales y visibles adelantos la botánica.
El Jardín Botánico que existía en la huerta llamada de Migas-Calientes cedida al efecto por Fernando VI, donde había comenzado la enseñanza bajo la dirección del primer profesor don José Quer en 1757, fue trasladado en tiempo de Carlos III a sitio más cómodo, y se instaló en 1781 en el Prado, donde había de hacerse uno de los establecimientos más célebres de los de su clase en Europa{8}. Su primer director don Casimiro Gómez Ortega, que había ido antes a examinar los mejores jardines de Francia, Inglaterra, Holanda e Italia, a cuya imitación quiso el gobierno que se hiciese el de Madrid, y a cuya instalación él contribuyó eficazmente, continuó también la Flora Española que Quer había comenzado, aumentando así el catálogo de las obras y opúsculos que antes y después de esta época escribió sobre diferentes materias de botánica, ya originales, ya traducidos, que le valieron cumplidos elogios de los diarios extranjeros, principalmente alemanes.
A su lado y como segundo catedrático ganaba también fama de docto en la ciencia el médico catalán don Antonio Palau, que publicó el Curso elemental de Botánica, la Explicación de la Filosofía y fundamentos botánicos de Linneo, y tradujo y dio a luz el Specimen plantarum, «obra, dice un ilustrado profesor de nuestros días, de la cual no debe prescindir quien se dedique a la botánica en España, aún después de los cambios y adelantamientos que esta ciencia ha experimentado.» A los nombres de Quer, Ortega y Palau, podríamos añadir los de otros ilustres botánicos, como los Barnades, Canals, Villanova, Asso, Lorente y otros: entre ellos sobresale y descuella el de don Antonio José Cavanilles, eclesiástico valenciano, que tanta y tan merecida celebridad supo adquirirse, y a quien tanto debe la botánica española, y cuyas excelentes publicaciones, que fueron muchas, dieron a aquel ilustre director del Jardín Botánico una reputación que no pudieron eclipsar ni rebajar sus detractores{9}.
Formáronse además jardines botánicos en Cádiz, Sevilla, Cartagena, Valencia, Zaragoza, Pamplona, y en algunos otros puntos de la Península. Fundáronse igualmente en Canarias, Méjico, Lima y otras poblaciones del nuevo mundo. Y al mismo tiempo que en España los amantes de la ciencia hacían estudios y descubrimientos utilísimos para la formación de la Flora española{10}, los que habían sido destinados por el gobierno con igual misión a los dominios de América, hicieron allá trabajos importantísimos y recogieron preciosos materiales para la Flora Peruviana y Chilense, e hicieron famosos aquellos establecimientos{11}. Los viajes y expediciones científicas a Nueva Granada, Chile y otros países de América, que comenzaron a hacerse en este tiempo, y se continuaron con mucho fruto en el reinado de Carlos IV, fueron utilísimos a la ciencia, los sabios extranjeros ensalzaron el mérito de aquellos ilustrados y laboriosos investigadores españoles, y algunos de estos, como don José Celestino Mutis, mereció que el célebre Humboldt le prodigara los mayores elogios.
El gabinete de Historia natural que ya en tiempo de Fernando VI se trató de establecer en Madrid, y cuyos objetos y trabajos se confiaron al entendido Bowles{12}, recibió considerable incremento en el reinado de Carlos III con la preciosa colección de curiosidades de la naturaleza y del arte que este monarca compró al español don Pedro Franco Dávila, que con gran trabajo la había reunido en París, y al cual nombró director perpetuo del gabinete, que se mandó abrir al público. Con esto, y con la orden que se dio a todos los virreyes, gobernadores y demás autoridades de los dominios españoles de América para que enviaran todas las producciones naturales que se encontraran en sus distritos, el gabinete de Madrid llegó a ser uno de los más ricos de Europa, especialmente en minerales. Un catálogo científico de él formó el secretario don José Clavijo y Fajardo, que también compuso un diccionario español de Historia Natural, y tradujo al castellano la célebre de Buffon.
Dábanse ya algunos pasos en la Física y en la Química, de cuyas ciencias se abrieron por primera vez cátedras en España por aquel tiempo. De una y de otra publicó algunas obras en París el español don Ignacio María Ruiz Luzuriaga, siendo notable una Memoria sobre el magnetismo, probando la identidad entre las virtudes magnética y eléctrica, y explicando sus fenómenos por la constitución de nuestro globo.
Sucedía una cosa singular con el estudio de las Matemáticas: al paso que era rechazado de las universidades, se cultivaba y prosperaba fuera de ellas: en el anterior reinado el insigne don Diego de Torres no había podido establecer una cátedra de aquella ciencia en la universidad de Salamanca, de lo cual se burlaba él con su causticidad festiva, y en el de Carlos III se enseñaba con esmero, y aun con amplitud en porción de academias, colegios y escuelas especiales, en Madrid, Barcelona, Cádiz, Ceuta, Ferrol, Segovia, Ávila, Ocaña y Vergara. Profesores de gran mérito, no contentos con la enseñanza oral que daban a sus alumnos, escribían para ellos obras y tratados de matemáticas que merecían los elogios de los literatos y escritores extranjeros. Las Efemérides de Roma los hicieron no escasos de las Instituciones matemáticas de don Antonio Gregorio Rossell, catedrático de los Estudios de San Isidro de Madrid, el cual había publicado ya antes una Geometría para los niños{13}. Pero aun fueron más notables las dos obras que salieron de la pluma de don Benito Bails, director de Matemáticas de la Real Academia de San Fernando, tituladas la una: Elementos de Matemáticas, en diez tomos, llamada el Curso grande, la otra: Principios de Matemáticas, que era un compendio de los Elementos, en tres volúmenes{14}. Pareció haber seguido en esto el catalán Bails el ejemplo y sistema del valenciano Tosca a principios de aquel siglo{15}. También el brigadier don Vicente Tofiño, director del colegio de Guardias Marinas, se hizo conocer ventajosamente en el mundo científico con su Compendio de la Geometría elemental y Trigonometría rectilínea, obra muchas veces reimpresa, así como con sus Observaciones astronómicas, y su Atlas de las costas de España.
Porque naturalmente tenía que suceder, que la Geografía, la Astronomía, la Náutica, los estudios de Artillería y de Fortificación militar, y otros análogos, prosperaran y florecieran al compás de los conocimientos matemáticos, que son, o su fundamento, o sus legítimos auxiliares. Así es que varios de estos mismos escritores citados publicaron también tratados sumamente importantes sobre las ciencias que acabamos de mencionar, y que pueden decirse hermanas, por la grande analogía y afinidad que entre sí tienen, y cuyos principios se pueden llamar comunes. Y por último, y como complemento del impulso y adelantos que algunos privilegiados genios de aquella época supieron imprimir a las ciencias físicas, nos limitaremos a reproducir la mención que en otra parte hemos hecho de las Relaciones de los Viajes Científicos, practicados éstos y escritas aquellas por los dos célebres e ilustres marinos españoles don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, tan justa y merecidamente encomiados ellos y sus obras por todos los sabios y por todas las corporaciones científicas y literarias de Europa: pues como estos dos esclarecidos genios, honra y prez de la marina española, florecieron ya en el anterior reinado, y tanto ilustraron aquél como éste, allí hemos tenido ya ocasión de tributarles el humilde y sincero homenaje de nuestro elogio y de nuestra admiración, y por lo tanto solo en términos generales podemos en este lugar hacer conmemoración de aquellos dos insignes sabios.
No fue en verdad la Filosofía la ciencia en que se hicieron más adelantos en este reinado, bien que era bien difícil su reforma, porque tal vez en ninguna parte se hallaba tan atrasada como en España, ni en parte alguna acaso se pondrían los obstáculos y reparos que aquí pusieron la ignorancia y la preocupación cuando se trató de acomodar su enseñanza a los adelantos filosóficos de otros países. Al recordar que la universidad de Salamanca, excitada por el Consejo de Castilla a reformar sus estudios, contestaba que no se podía apartar del sistema del Peripato, que los de Newton, Gasendo y Descartes no simbolizaban tanto las verdades reveladas como el de Aristóteles, que no se atrevía a ser autora de nuevos métodos, y que juzgaba preferible a todos los libros el Goudin, porque era conciso y tenía buen latín, confesamos que no se hizo poco en introducir algunas reformas en los planes de Estudios para irla sacando del estrecho círculo a que estaba reducida de impertinentes y áridas cuestiones, de argucias y sutilezas, y comentarios de varios libros de Aristóteles, y en ampliarla con algunas nuevas asignaturas haciendo obligatorio su estudio para poder pasar a otras facultades. Lo extraño es que hubiera prelados de órdenes religiosas que en este punto fueran más allá que ninguno de los institutos seglares y que ninguna de las corporaciones directivas de la enseñanza. Tal fue el General de los Carmelitas Descalzos, que en una circular a sus súbditos sobre método de estudios, después de sentar que las malas enseñanzas son más dañosas que la ignorancia misma, en materia de Filosofía les recomendaba la lectura de Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca y Plutarco, la de Vives y Bacon, la de Gassendo, Descartes, Newton, Leibnitz, Wolf, Condillac, Locke, el Genuense, &c., bien que con las precauciones convenientes respecto a las doctrinas de algunos de ellos{16}.
Obras filosóficas apenas hubo quien escribiese; ni era este el ramo en que hubieran brillado los ingenios españoles, habiendo estado entre nosotros durante siglos estacionaria la filosofía, y siendo como una esclava del escolasticismo. Los esfuerzos gigantescos que durante aquel largo trascurso habían hecho para sentar las bases de la filosofía positiva hombres del talento y del saber de Luis Vives y algún otro, eran excepciones gloriosísimas, pero fueron raras excepciones. Así como también hubo ahora alguno que tratara ciertas cuestiones filosóficas a una altura y bajo un sistema que sin duda sorprendería a los hombres rutinarios de nuestras aulas. Tal fue la obra de don Juan Francisco de Castro titulada: Dios y la naturaleza, o sea, como él añadía, «Compendio histórico, natural y político del Universo, &c.{17}» Explicaba en ella el señor Castro la teoría del hombre, sentaba los principios del orden que Dios estableció en la formación del universo, notaba la diferencia entre las leyes de la materia y las del espíritu, las relaciones de estas dos sustancias en el hombre, y por último se proponía delinear por menor las leyes del mundo físico y del mundo moral, según el dogma del catolicismo{18}.
Creemos que bastarán estas breves noticias para dar a nuestros lectores una idea del estado en que se encontraba en la época que examinamos el sistema de la enseñanza pública, si sistema podía llamarse, del que tenían las ciencias al advenimiento de Carlos III al trono español, y de las reformas, modificaciones e innovaciones que en uno y otro concepto o realizaron o por lo menos dejaron iniciadas los hombres ilustres de este reinado.
X.
Pasando de las Ciencias a la Literatura, se observa un movimiento más pronunciado hacia el mejoramiento y progreso de esta importantísima parte de la instrucción pública, como que también se había cultivado ya más, y venía de atrás, empujada con más marcado impulso. Considerando la primera en el orden de los estudios y conocimientos literarios la Historia, viénenos bien para eslabonar sus adelantos progresivos encontrar algunos hombres que abarcando, por decirlo así, con su vida dos reinados, son como los continuadores de la marcha de dos épocas por la vía literaria. Tal fue el erudito agustiniano Fr. Enrique Flórez, que habiendo escrito en el reinado de Fernando VI los quince primeros volúmenes de la España Sagrada, la continuó en el de Carlos III hasta el vigésimo nono inclusive, aunque impreso en 1775, dos años después de su fallecimiento. Este doctísimo y laborioso escritor, que abrió una nueva puerta a la historia con su Clave Historial, dio también un nuevo aspecto a la de España con sus Memorias de las Reinas Católicas, en que comprendió desde las reinas godas hasta la esposa de Carlos III, enriqueciendo aquellos cuadros con retratos esmeradamente sacados de sepulcros, bajos relieves, sellos y otros monumentos antiguos de los que dan más garantía de autenticidad.
Fortuna fue que para una obra de la magnitud, del trabajo y del provecho de la España Sagrada, muerto el padre Flórez, se encontrara dentro de la orden de su mismo hábito un continuador tan docto y tan competente como el padre Risco, bajo cuya pluma, lejos de decaer y de desmerecer aquel monumento literario, acaso ganó en estilo y en crítica, como nacido en época en que se había mejorado el gusto. Honra a Carlos III el haber cometido de real orden este trabajo a aquel religioso, y el haberle pensionado, como lo estaba su antecesor, y haberle otorgado honores y preeminencias como a él; y no nos toca a nosotros medir los grados de gloria que ganan los soberanos con galardonar a los hombres de letras.
Historias particulares de provincias, ciudades y monasterios se dieron entonces a la estampa, así como memorias, viajes, descripciones geográficas, discursos y otros trabajos que son los auxiliares de la historia, ramo que por fortuna no había sido de los más descuidados en España en los pasados tiempos, ya que las generales fuesen sobradamente escasas y contadas. Entre las particulares que salieron a luz en el reinado de Carlos III merece bien ser mencionada la de las Islas de Canaria que publicó el arcediano de Fuerteventura don José de Viera y Clavijo, la cual contiene la descripción geográfica de todas las islas, da noticia del origen, carácter y costumbres de sus antiguos habitantes, de los descubrimientos y conquistas que sobre ellas hicieron los europeos, de su gobierno eclesiástico, político y militar, de sus varones ilustres, de sus producciones, sus fábricas y comercio, y concluye con los principales sucesos de los últimos siglos{19}.– Por el mismo tiempo se publicaba la Historia del Real Monasterio de Sahagún por el Padre Escalona, monje del mismo monasterio, sobre documentos originales existentes en aquel archivo, y con tres curiosos y apreciables apéndices, y 326 escrituras que empiezan en el año 904 y concluyen en el de 1475{20}.– Don Ignacio López de Ayala, de la Real Academia de la Historia, y catedrático de Poética en los Reales Estudios de San Isidro, acreditaba que era merecedor del primero de estos títulos con su Historia de Gibraltar, que las Efemérides Literarias de Roma calificaban de apreciable por su gravedad, juicio, claridad y elegancia.– Y poco tiempo después (1785) el presbítero Gutiérrez Coronel daba al público dos libros, el uno con el título de: Historia del origen y soberanía del Condado y reino de Castilla, &c., el otro con el de: Disertación histórica, cronológica y genealógica sobre los Jueces de Castilla Nuño Rasura y Laín Calvo, &c., aunque ambos en estilo más cansado que ameno, no con buena crítica, y mezclando con la prueba de documentos contemporáneos y auténticos el desacreditado testimonio de los falsos cronicones.
Con más crítica, y con otro gusto había escrito ya (1779) don Antonio Capmany, también de la Academia de la Historia, y uno de los españoles más laboriosos y de más generales conocimientos de la época, sus Memorias históricas sobre la Marina, Comercio y Artes de la ciudad de Barcelona, enriquecidas con más de trescientos documentos diplomáticos, de sumo interés los más. En esta obra, escrita por acuerdo y a expensas de la Junta de Comercio y Consulado de aquella ciudad, y una de las de más mérito en su género, y cual no la tenían entonces ni la Inglaterra ni la Francia, huye el autor muy discretamente de entrar en superfluas investigaciones sobre los tiempos fabulosos, y da muy cumplida noticia de las primeras navegaciones de los barceloneses desde el siglo XI, de los progresos de su marina, de su táctica naval, del número y calidad de sus buques, de sus gloriosas expediciones, de la extensión de su comercio, puertos que más frecuentaban, su legislación mercantil, fundación del consulado, origen, progresos y decadencia de las artes en Cataluña, ordenanzas de los gremios, gobierno municipal, &c.{21}
Entre los trabajos que podemos llamar auxiliares de la Historia merece citarse la Descripción de las islas Pitiusas y Baleares, precedida de una introducción sobre los principios y progresos de la geografía en España, y debida en la mayor parte a la pluma del laborioso académico Vargas Ponce, conocido antes de ella por el elogio del rey don Alfonso el Sabio, premiado en 1782 por la Real Academia Española. La obra es más apreciable por las noticias que por el estilo del autor, que adolece de afectado, hinchado y pomposo. Señales daba ya de ser un buen arsenal de noticias y documentos históricos el Semanario Erudito de Valladares y Sotomayor que comenzaba a publicarse, aunque siempre con la falta de método y orden que ha seguido advirtiéndose después. De conocer la necesidad de la crítica para la historia, y de carecer de ella las que hasta entonces se habían publicado en España daba ya muestras en sus discursos y opúsculos don Juan Pablo Forner.
Apareció precisamente entonces una historia general con todas las pretensiones de crítica, puesto que Historia Critica de España se intitulaba la que comenzó a publicar, primero en italiano, después en español, el abate Masdeu, uno de los doctos jesuitas españoles expulsados de España, de quienes hemos dicho que en la expatriación tuvieron el mérito de escribir obras científicas y eruditas en vindicación de la honra y de la cultura de esta misma patria de que habían sido tan duramente lanzados{22}. Pocos fueron los volúmenes que vieron la luz en aquel reinado, y sabido es que aunque llegaron a veinte más adelante, no se concluyó. Queriendo Masdeu huir de la descarnada y seca narrativa, desnuda totalmente de crítica, de las historias anteriores, cayó acaso en el extremo opuesto. De su obra no nos toca sino repetir lo que dijimos en otro lugar: «Disertador difuso más que historiador razonado, dejose Masdeu llevar del afán de lucir su genio crítico, su indisputable erudición, y su dicción generalmente fácil, armoniosa y correcta: y su obra, más que a historia de España se semeja a una abundante colección de discursos académicos, enderezados a refutar tradiciones recibidas u opiniones generalizadas, y sabido es hasta qué punto se dejó arrastrar del amor a las novedades y de la pasión de la singularidad.»
Habiendo alcanzado al reinado de Carlos III las obras y aun los días del sabio benedictino Feijoo, creador de la Crítica en el siglo XVIII, no podía dejar de hacerse sentir la influencia de su doctrina y de su ejemplo. Y aunque es más fácil conocer y comprender las reglas de una crítica ilustrada que acomodarse en la práctica a ellas, bueno era ya lo primero como paso que preparaba bien a lo segundo. De lleno puede aplicarse esta observación al libro que con el título de Dolencias de la Crítica escribió y dedicó al padre Feijoo el jesuita Codorniú. Los vicios o enfermedades de la Crítica mostró conocerlas bien el jesuita de Gerona, y aun las condiciones y reglas a que convenía sujetarse para ejercerla con lucimiento y con utilidad de las letras. Pero al tiempo que sentaba muy juiciosas máximas y daba muy buenas lecciones, ya para hacer, ya para juzgar justa y razonablemente un libro, hacíalo él en un estilo a nuestro entender rebuscado, amanerado y de mal gusto.
De otro modo unía ya a los conocimientos teóricos la práctica de la buena crítica el ilustre Jovellanos. Aun antes de ser un hombre tan consumadamente docto como llegó a serlo aquel magistrado y literato insigne, cuando todavía él mismo no tenía confianza en sus propias producciones, en todas ellas, y principalmente en las Memorias y Discursos que leyó, así en la Sociedad Económica como en las tres Reales Academias, Española, de la Historia y de Nobles Artes, de que fue digno miembro, manifestó gusto y erudición, facundia en el decir, limpieza en la dicción, y sana crítica en los juicios. He aquí cómo se expresaba en el de su recepción en la Academia de la Historia, exponiendo la falta de una buena Historia Nacional, y excitando a emprender tan necesaria y utilísima obra: «En nuestras crónicas, historias, anales, compendios y memorias apenas se encuentra cosa que contribuya a dar una idea cabal de los tiempos que describen. Se encuentran, sí, guerras, batallas, conmociones, hambres, pestes, desolaciones, portentos, profecías, supersticiones, en fin, cuanto hay de inútil, de absurdo y de nocivo en el país de la verdad y la mentira. ¿Pero dónde está una historia civil, que explique el origen, progresos y alteraciones de nuestra constitución y nuestra jerarquía política y civil, nuestra legislación, nuestras costumbres, nuestras glorias y nuestras miserias? ¿Y es posible que una nación que posee la más completa colección de monumentos antiguos; una nación donde la crítica ha restablecido el imperio de la verdad y desterrado de él las fábulas más autorizadas; una nación que tiene en su seno esta Academia, carezca todavía de una obra tan importante y necesaria?{23}»
Íbase haciendo moda emplear la crítica, y hacer uso de la sátira, con más o menos templanza y moderación, con más o menos donaire, agudeza y oportunidad, así para la censura y corrección de las costumbres públicas (en lo cual los ingenios vulgares solían traspasar los límites de lo permitido y decoroso), como para corregir el mal gusto literario, la afectada cultura, la hinchazón de estilo, y otros vicios con que la oscuridad de los tiempos había afeado nuestra literatura. Al cabo de dos siglos el autor del Ingenioso Hidalgo encontró imitadores, que a su modo, aunque no con tan feliz inventiva y tan singular gracejo (que ni en lo uno ni en lo otro era fácil igualarle), satirizaron la especie de nuevos caballeros andantes de que se había plagado la república de las letras.
No dejó de estar oportuno el malogrado coronel Cadalso en su sátira contra la manía de los que habiendo estudiado poco hacían gala de saber mucho, ensartando frases y palabras aprendidas de intento y con propósito de aparentar una grande erudición. Contra estos seudo-sábios escribió sus Eruditos a la violeta, y fue ciertamente una idea feliz la de dar un curso completo de todas las ciencias para aprenderlas en una sola semana, enseñando en cada día de ella toda una facultad, para ridiculizar y hacer ver la superficialidad de semejantes eruditos. En el opúsculo no se libraron de llevar su correspondiente censura varios autores extranjeros que incurrían en los mismos vicios que ellos imputaban a los españoles{24}. Menos feliz había estado en las Cartas Marruecas, imitación de las Cartas Persianas de Montesquieu, pero tanto en ellas como en las Noches lúgubres, aparte de ciertas ideas y pensamientos que en estas últimas vertió, dominado sin duda por el tétrico humor que se las inspirara, y con cuya moral no podemos estar conformes, se revela siempre el talento no vulgar que acreditó también en sus poesías; lo cual es tanto más notable cuanto que pasó lo mejor de su vida en el ejercicio y carrera de las armas, acabando sus días como pundonoroso y valiente militar en el campo del honor.
Un crítico de bien diferente profesión, puesto que vestía el hábito de San Ignacio de Loyola, y que ya en el anterior reinado había escrito su célebre Sátira contra los malos predicadores, o sea contra el depravado gusto que se había introducido en la Oratoria sagrada, y dado muestras de manejar con talento la ironía en el Triunfo del Amor y la Lealtad o Día grande de Navarra, continuó ejercitando su festiva pluma contra otros malos escritores con el gracejo propio del autor de la Historia del famoso predicador Fr. Gerundio{25}, sin que por eso dejara de emplearla también en cosas místicas y serias, y en traducciones de tal mérito que ha llegado a cuestionarse si serían obras originales suyas, y hasta sus Cartas familiares se creyeron dignas de darse a la estampa{26}.
La aparición del Fr. Gerundio de Campazas tuvo sin duda una visible y saludable influencia en la reforma de la Oratoria del púlpito que se observó en tiempo de Carlos III, más que otros libros en que se habían denunciado ya los vicios de la predicación, y más que el ejemplo de algunos buenos predicadores, que aun los había, pues como confesaba entonces el Journal etranger, «en todos tiempos ha habido, y actualmente hay en España predicadores excelentes.{27}» El temor de verse ridiculizados con el dictado de Gerundios hizo en efecto que muchos dejaran de hacer el papel de bufones que hacían en la cátedra de la verdad, y que abandonando aquel mal camino entraran en la senda de la dignidad en el ejercicio de aquel sagrado ministerio. Verdad es que contribuyeron también a esta buena obra otros escritos que en este reinado se publicaron con el fin de desterrar los abusos del púlpito y señalar los medios de su reforma, tales como el titulado El Predicador de Sánchez Valverde, y el Aparato de elocuencia para los oradores de Soler de Cornellá. Se tradujo la Retórica Eclesiástica de fray Luis de Granada, se vertieron también al castellano los mejores sermonarios franceses, y se establecieron conferencias de retórica en los seminarios. Al propio tiempo prelados de muchas y buenas letras, de aquellos que con su singular tino sabía escoger Carlos III, con dignas pastorales y con el ejemplo propio enseñaron y restauraron la verdadera elocuencia, tal como el señor Climent de Barcelona, Lorenzana de Toledo, Bertrán de Salamanca, y Bocanegra de Santiago; en términos que pudo ya decir este último en una de sus pastorales: «Hoy está muy reformado en nuestra nación el sagrado ministerio del púlpito:» y el erudito Capmany: «La cátedra sagrada ha recobrado en España sus antiguos derechos, la persuasión evangélica, la sencillez apostólica, &c.{28}»
La misma Filosofía de la Elocuencia de Capmany era al propio tiempo un testimonio del progreso y un medio para progresar más en la restauración del buen gusto literario. Las academias no estaban tampoco ociosas, y su sistema de certámenes y premios para las producciones más sobresalientes en la pureza, propiedad y elegancia de lenguaje y de estilo, fueron también estímulo poderoso para estudiar y lucir las galas y primores de la rica y armoniosa lengua castellana{29}. Las discusiones de las Sociedades Económicas preparaban en cierto modo a la Elocuencia política y popular, que entonces no tenía otro teatro en que desarrollarse. Y de lo que se había reformado y mejorado el gusto en la Oratoria del Foro, viciado también como el de todos los géneros de elocuencia, dan brillante testimonio las vigorosas y bien razonadas alegaciones de los jurisconsultos, y las consultas y dictámenes llenos de profunda doctrina y de variada erudición de los ilustrados fiscales del Consejo de Castilla que tantas veces hemos citado.
Publicando desde Italia Historias de la Literatura Española los jesuitas expulsos de España, ya con el título de Ensayo apologético, ya con el de Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, ya en forma de cartas y respuestas, volvían los ilustrados abates Lampillas, Andrés y Serrano por la honra literaria de España, vulnerada en los escritos de los italianos Bettinelli y Tiraboschi; y haciendo este importantísimo servicio a su nación, al tiempo que deshacían las calumnias o los errores de los críticos extranjeros, daban una lección de patriotismo a sus propios compatriotas, y desenojaban al monarca mismo que los había expulsado, el cual, nunca indiferente a tales pruebas de saber y de abnegación, les duplicó las pensiones: que si no fue gran largueza, fue no poco de estimar procediendo de quien había sido siempre tan profundamente desafecto a los regulares de aquel instituto. Con pensiones remuneró también a otros dos religiosos españoles, de la orden de San Francisco de Granada, que con el propio objeto de desagraviar la literatura escribían en aquel tiempo la Historia literaria de España desde la primera población hasta nuestros días. Eran éstos los padres Mohedanos, fray Gabriel y fray Pedro, lectores jubilados, y académicos de la Historia, que aunque trabajaron con mejor intención que criterio, y con menos fruto para las letras que el que merecía su perseverancia, se hicieron altamente recomendables por su celo y esfuerzos, no solo en esta publicación, sino en el impulso y fomento que dieron a los estudios de matemáticas y física, y de las lenguas griega, hebrea y arábiga{30}.
Con más o menos tino y acierto en la elección, pero siempre con utilidad para la ilustración pública, se hacían colecciones de las producciones literarias más notables de los anteriores tiempos, especialmente de las poéticas en sus diferentes géneros, para que pudieran servir de modelos a los que se daban a esta clase de literatura, y de testimonio del gusto y adelantos de cada época. Tales fueron las que con los títulos de: Colección de poesías anteriores al siglo XV, Parnaso y Teatro Español, dieron a luz Sánchez, López Sedano y García de la Huerta. Saforcada escribía su Biblioteca de Traductores; Viera y Clavijo, y Sempere y Guarinos daban el modesto título de Ensayo, el primero a la Biblioteca de Autores Canarios, el segundo a la suya de los mejores escritores del reinado de Carlos III.
Bien podemos incluir también en el catálogo de los de esta época (aunque las principales de sus muchas e interesantes publicaciones pertenecen al reinado anterior) al ilustre don Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores{31}, que por desdicha suya, cuando había ganado ya harta fama literaria, y no necesitaba de nuevas producciones para asegurar la que en el mundo de las letras había adquirido, quiso, en malhora para él, dar todavía suelta a su incansable y fecunda imaginación con opúsculos que no le acarrearon sino disgustos y persecuciones. Tales fueron la colección de varios escritos relativos al Cortejo, y el Ensayo del Escritor Satírico. El estilo sarcástico que empleó en ellos contra los abusos del poder y las costumbres de su tiempo, en ocasión que acontecía el motín de Madrid de 1766, dieron pie a que se le atribuyeran ciertos folletos anónimos que se encontraron excitando a la rebelión, desterrósele de la corte, y se le encerró, primero en el castillo de Alicante, y después en el de Alhucemas{32}.
En este universal movimiento literario no era posible que se quedara rezagada en la marcha de la regeneración la Poesía, que es una de las formas en que se refleja más el espíritu, el gusto y la cultura de cada época. Corrompida y estragada en los últimos reinados de la dominación austriaca como su hermana la elocuencia, y reducida como ella a un hinchado y conceptuoso culteranismo del más depravado gusto, cuando no caía en una vulgaridad rastrera, ya en los reinados de los dos primeros Borbones la habían como detenido en su descarrilamiento la Poética de Luzán, la crítica de Feijoo y los ejercicios y certámenes académicos. Sin embargo las infinitas composiciones en verso con que se celebró la venida de Carlos III a España mostraban bien claramente que solo algún poeta despuntaba entre multitud de malos, insulsos y extravagantes copleros. Mas como la semilla estaba echada había ido germinando, y no le faltaba el fomento y el estímulo de la protección, pronto se vio brotar ingenios que la desnudaran de ridículos atavíos y le fueran volviendo la elegante sencillez y naturalidad de que nunca hubiera debido ser despojada, siendo uno de los primeros a obrar esta provechosa trasformación don Nicolás Fernández Moratín, que cultivó, aunque unos con éxito más feliz que otros, casi todos los géneros de la poesía, el lírico, el épico, el didáctico y el dramático. Las Naves de Cortés destruidas, el poema de Diana o Arte de la Caza, Las fiestas de toros en España, la comedia La Petimetra, y las tragedias Lucrecia, Hormesinda y Guzmán el Bueno, aunque no todas de igual mérito, tiénenle sobrado algunas para dar reputación a su autor, y para que no pudiera dudarse de que la poesía castellana entraba ya en el período de su restauración iniciado por Luzán.
Poeta también, no menos que crítico, el autor de Los Eruditos a la violeta, de genio expansivo y de carácter simpático, al leer la suavidad apacible que respiran las poesías de don José Cadalso, nadie hubiera podido creer que fuesen obra del intrépido oficial que se malogró manejando con el vigor del guerrero los instrumentos de muerte en el sitio de una plaza. No eran ciertamente las pasiones bélicas, sino sentimientos de humanidad y de ternura los que se descubrían en los Ocios de mi juventud, en los Desdenes de Filis, y menos todavía en su donosa composición Sobre no querer escribir sátiras{33}.– Ocupó un puesto muy distinguido entre los restauradores de la poesía don Tomás Iriarte, que debía su educación literaria a su tío don Juan, bibliotecario del rey. Traductor de la Epístola a los Pisones, de varios libros de la Eneida, y de otras obras latinas y francesas, autor del poema La Música, y de varias comedias, entre ellas El Señorito mimado y La Señorita malcriada, hízose principalmente notable por su colección de Fábulas originales, y más especialmente por su calidad de Literarias, pues era el primer fabulista de todas las naciones que las aplicaba a ridiculizar los vicios de la literatura, y supo hacerlo con gracia, naturalidad, facilidad y soltura.– Otro fabulista, don Félix Samaniego, lucía también su ingenioso donaire y su atractiva naturalidad en otra colección de Fábulas morales, unas de propia invención, otras entresacadas de las mejores de Esopo, Fedro, Lafontaine y Gay.
Dentro del claustro, y vestido con el hábito de San Agustín, pero en contacto amistoso con los literatos del siglo, y querido de todos por la dulzura de su carácter, la bondad de su genio y la amabilidad de su trato, florecía otro de los restauradores del buen gusto en la poesía castellana, que tomando por modelos a Horacio y a fray Luis de León, acertó a unir la ocupación grave del poeta religioso vertiendo al español himnos y salmos sagrados, con el festivo recreo del poeta del siglo celebrando las bellezas humanas en versos castos y puros, y aun empleando la musa satírica con un gracejo casi inimitable. Solo conociendo por sus biógrafos la vida virtuosa del maestro fray Diego González, que es el poeta a quien nos referimos, se desvanece todo pensamiento o juicio desfavorable que pudiera sugerir el ver celebradas por su dulce y graciosa lira dos bellas damas, Mirta y Melisa, la primera de las cuales, que sería la más favorecida, fue la que le inspiró su célebre Invectiva contra el Murciélago alevoso, bastante ella sola para dar fama a un poeta, y que al cabo de cerca de un siglo apenas hay quien no la haya aprendido de memoria y la pueda repetir casi de coro.
Pero sin duda alguna el verdadero restaurador de la poesía española, el que le restituyó todo su lustre, añadiéndole el que era propio del gusto de aquella época, el primer genio lírico del pasado siglo fue el dulce, el suave, el armonioso don Juan Meléndez Valdés, digno de figurar con gloria en las más altas gradas del Parnaso, con Garcilaso y Herrera, con Villegas y León, tan fecundo como delicado y ameno, que en sus Anacreónticas e Idilios no ha tenido igual, y aun sobrepujó a sus modelos, y que en todas sus composiciones desde la Égloga en alabanza de la vida del campo, laureada por la Real Academia Española, hasta la Canción a la muerte de su querido amigo el coronel Cadalso, se ve la suavidad del colorido que sabía dar a las galas, la delicadeza del sentimiento, la gallardía de su imaginación, así en lo sencillo como en lo majestuoso; y como dice un erudito escritor, «en sus admirables versos campeaban juntas la elegancia y la sencillez, el color y la exactitud, la nobleza de los pensamientos con el agrado e interés.» En Las Bodas de Camacho el Rico, comedia pastoral que compuso para representar en unas fiestas en el teatro de la Cruz, describió los tiernos e inocentes amores de un pastor y una pastora con una interesante naturalidad que no desmerecía en nada la del Taso en su Aminta{34}.
Al lado de estos más privilegiados hijos de las musas florecían otros ingenios que cultivaban con acierto y gracia diferentes géneros de poesía; tales fueron los dos eclesiásticos don Francisco Gregorio de Salas y don José Iglesias, autor el uno del Observatorio Rústico, donde se hace una descripción de la vida del campo y sus ventajas, el otro de una colección de Epigramas y composiciones ligeras, satíricas y burlescas, hechas con donaire y soltura: lo cual no impidió que en ulteriores años se ejercitaran ambos en asuntos más propios de su sagrado ministerio, escribiendo el uno un Compendio práctico del Púlpito para el uso de la predicación apostólica, componiendo el otro un poema didáctico titulado La Teología.
Hasta los seudónimos que adoptaban en aquel tiempo los cultivadores y restauradores del Parnaso Español eran poéticos también; Batilo se llamaba Meléndez Valdés; por Delio era conocido el maestro González; a Jovellanos se le nombraba Jovino, y así otros, y con estos nombres se correspondían, tratándose entre sí generalmente con una amistad y confianza que constituía una especie de confraternidad. No faltaron sin embargo guerras literarias, señaladamente con García de la Huerta, que habiéndose declarado enemigo de la escuela francesa, formada sobre los modelos de los más célebres autores dramáticos del siglo de Luis XIV, no pudiendo sufrir nada de cuanto viniese del otro lado de los Pirineos, y empeñado por lo tanto en enaltecer y resucitar la antigua escuela clásica española, con cuyo fin coleccionó, no con la elección más acertada, y publicó el Teatro Español, provocó el resentimiento de todos los afiliados en la nueva escuela, que eran los más; de aquellos rígidos y estrechos preceptistas que blasonaban de ajustarse al sistema de las unidades y demás reglas del arte que se habían hecho moda, con cuyo motivo se cruzaron folletos, escritos, respuestas, réplicas y contra-réplicas, con una acritud que ni puede aplaudirse nunca en contiendas literarias, ni favorece a las letras, ni sienta bien en escritores.
Aunque se hicieron y representaron en este tiempo algunas tragedias y comedias que no carecían de mérito, entre ellas la Raquel del mismo Huerta, Virginia y Ataulfo de Montiano y Luyando, Lucrecia, Hormesinda y Guzmán el Bueno de Moratín el Viejo, la Numancia destruida de Ayala, el Sancho de Castilla de Villarroel, el Sancho García de Cadalso, El Señorito mimado de Iriarte, El Delincuente honrado de Jovellanos y otras varias, la verdadera restauración y reforma del teatro español, el mejoramiento del arte y del gusto en la poesía y en la escena dramática en España se debió a don Leandro Fernández Moratín, llamado Moratín el Joven, o el mozo, para distinguirle de su padre don Nicolás. El que entonces no hacía sino apuntar como atinado censor de los vicios introducidos en la poesía dramática por la Musa española diciendo:
Dio a la comedia estilo retumbante,
hinchado, crespo, figurado y culto,
de la debida propiedad distante…
Y en vez de corregirse las pasiones,
en tono alegre y máscara festiva,
con fábulas y honestas invenciones,
El fuego ardiente del amor se aviva,
la venganza cruel, el aparente
pudor se premia, y la maldad nociva.
¿Quién allí formará debidamente
de la santa virtud sólida idea,
si el drama que escuchó se la desmiente?
¿Qué es ver saltar entre hacinados muertos,
haciendo el foro campo de batalla,
a un capitán enderezando tuertos?…
¿Mas quién podrá sufrir sobre la escena
tal desarreglo, tal descompostura,
y tanta impropiedad de que está llena?…
El que esto decía, pronto había de enseñar con el ejemplo cómo un drama puede ser al propio tiempo artificioso y sencillo, festivo, honesto y moral, dando al teatro El Viejo y la Niña, El Café, La Mojigata, El Sí de las Niñas y El Barón, que todavía hoy se ven con placer y se celebran con entusiasmo{35}.
Otro género de composición dramática se cultivó también en aquel tiempo, a saber, el de ciertas piececitas ligeras y festivas de costumbres populares, conocidas con el nombre de Sainetes, y algunas también con el de Zarzuelas{36}. El objeto de los sainetes fue poner en escena las costumbres de las clases ínfimas del pueblo, que no podían tener cabida y lugar ni en la tragedia ni en la comedia, y que no dejaban de ser dignas de estudio y merecedoras de corrección, y podían representarse sin las gracias rústicas y soeces del antiguo entremés{37}. Sobresalió en este género, y mostró una admirable fecundidad para él el madrileño don Ramón de la Cruz, que produjo centenares de comedias, zarzuelas, sainetes, loas y tonadillas, si bien solo un número comparativamente pequeño se ha conservado{38}. No puede negarse a Cruz que sabía pintar con propiedad las costumbres del pueblo bajo de la corte, y dialogar con naturalidad y con chiste, y que tenía fácil inventiva para componer un pequeño plan y un conjunto de escenas sueltas, apropósito para proporcionar a los espectadores un festivo desahogo de veinte o veinticinco minutos; pero faltábale para combinar una acción de regulares dimensiones, y en sus dramas retrató al vivo, pero creemos no eran apropósito para corregir los vicios de las clases que puso en escena{39}.
Mérito pues concedemos a quien pintó, como dice un ilustrado historiador moderno, «petimetres almibarados y petimetras casquivanas, majos temerones y jaraneros y majas zumbonas y ariscas, payos pazguatos o maliciosos y payas pizpiretas o simples, falsas devotas, abates cortejadores, maridos pacatos y mujeres desperdiciadas, pajes entremetidos… criadas locuaces y ventaneras, viejas linajudas, niños picoteros, viejos verdes, &c.»; pero nos parece demasiado ensalzarle el decir que «es el único poeta dramático verdaderamente nacional y célebre de la época de Carlos III.{40}»
Siendo los papeles periódicos uno de los medios más eficaces para difundir, propagar y generalizar cierta clase de conocimientos, y habiendo tenido ya principio este género de publicaciones en los anteriores reinados{41}, era de suponer, y así sucedió, que bajo un gobierno protector de las letras y amante de la ilustración se multiplicaran aquellos escritos, y se perfeccionaran bajo más expertas y más acreditadas plumas, entre otros despreciables que también salían, como suele acontecer siempre, y más en épocas en que no ha podido pasar todavía de ensayo esta forma de la literatura. Aparece de los más aficionados a ella, y también de los mas laboriosos, don Mariano Nifo, autor de La Estafeta de Londres, del Correo general histórico, literario y económico de Europa, del Diario extranjero, de El Erudito investigador, y de El Novelero de los Estrados y Tertulias. Don Nicolás Fernández Moratín publicaba El Desengañador del Teatro Español: don José Miguel de Flores La Aduana Crítica; don Joaquín Esquerra el Memorial Literario; don Pedro Arans el Semanario Económico; don José Clavijo y Fajardo El Pensador, del cual decía un docto escritor de aquel tiempo: «Esta obra periódica, comparable a la del Espectador inglés, y modelo de las de este género, es sin duda la más bella que se ha ejecutado entre nosotros; ya sea por la propiedad de la lengua y la ligereza del estilo, ya por la importancia de la crítica, la amenidad, la sal, decoro y dirección de los pensamientos.» No menos importante era El Censor (uno de cuyos dos redactores se supone era el abogado don Luis Cañuelo), por sus reflexiones sobre la educación y enseñanza, sobre los defectos de la de varias ciencias y artes, y particularmente de la jurisprudencia; bien que la entereza de la crítica desagradó a muchos, suscitáronle obstáculos, y tuvo que suspenderse la publicación.
En otra parte hemos mencionado ya El Semanario Erudito de Valladares. Publicábase también El Apologista Universal, y casi al mismo tiempo empezó a salir El Correo de los Ciegos de Madrid, cuya idea era reproducir bajo cierto aspecto todo lo que en los papeles de España y del extranjero se encontrase curioso y útil, proyectos, descubrimientos, críticas, sátiras, poesías, disertaciones, &c. El periodismo se extendía ya a las ciudades de provincia; en Valladolid se publicaba el Diario Pinciano, histórico, literario, legal, político y económico; en Cartagena el Semanario literario y curioso, y así en otras partes. Solo a fines del reinado, con motivo de los recelos que inspiraba el espíritu reformador de Francia y sus tendencias, comenzó el gobierno de Carlos III a encarecer los peligros que podría traer la publicación de ciertos diarios, y a retirarles la protección franca y liberal que les había dispensado hasta entonces{42}.
Tampoco defraudó Carlos III las esperanzas que su fama de Protector y Restaurador de las Nobles Artes en las Dos Sicilias hizo concebir a los españoles al verle venir a ocupar el trono de su padre y hermano. Por fortuna suya le habían precedido también sus antecesores en lo de procurar y dictar medidas para el fomento y mejora de las artes liberales, cuyo gusto como el de las bellas letras se había corrompido en los pasados tiempos, y encontró ya establecida la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando. El que había decorado y enriquecido el reino de Nápoles y su capital con tantas y tan suntuosas obras de arquitectura, bien mostró venir ya animado de igual pensamiento para España en el hecho de traer consigo al célebre palermitano Sabatini, que por cierto no tuvo ociosa su inteligencia artística, y todavía están dando testimonio de sus conocimientos, de su gusto y de su laboriosidad, aparte de otras mejoras de ornato y de decencia pública que le fueron debidas, las Puertas de Alcalá y de San Vicente, los edificios de la Aduana y los Ministerios, el Cuartel de Leganés, y otros monumentos sagrados y profanos por él dirigidos.
Gloria es sin embargo, y no escasa, de un español, nacido en las cercanías de Madrid, que sin haber estado en Roma, ni salido nunca de España, a fuerza de aplicación y de ingenio, y de estudiar y seguir las trazas de Toledo, Juan de Herrera y otros célebres y antiguos arquitectos españoles, y de observar y delinear y asociarse a los trabajos de Bonavia, de Juvarra, de Sachetti y otros extranjeros de los traídos y empleados por Fernando VI en los planes de los palacios de Aranjuez y de Madrid, sin que la envidia le permitiera apenas concluir ninguna de las grandes obras que le fueron encomendadas, mereció no obstante la honra de ser nombrado individuo de mérito de la Academia de San Luis de Roma, director de arquitectura de la de San Fernando de Madrid, y sobre todo el título que se le dio de Restaurador de la Arquitectura española. Este notable ingenio fue don Ventura Rodríguez{43}.
Otro español, natural de Madrid, premiado siendo joven por la Academia de San Fernando, y pensionado en Roma, vino a ser también honra y prez de nuestra arquitectura. La casa llamada de Oficios, la de Infantes y la de los ministerios en el Escorial, la iglesia del Caballero de Gracia, el teatro del Príncipe, la portada del Jardín Botánico, el Observatorio astronómico, y sobre todo la traza del Real Museo del Prado, destinado entonces a academia general y gabinete de ciencias naturales y exactas, y hoy a Museo de Pintura y Escultura, son las obras que principalmente pregonan el mérito artístico de don Juan Villanueva, que no solo gozó merecidísima reputación como arquitecto, sino también como ingeniero civil e hidráulico, en cuyos conceptos se le encomendó una parte muy principal en la renovación de los caminos de Aranjuez y la Granja, en las carreteras de Cataluña por Aragón y Valencia, en el canal que se proyectó en los Alfaques, en el Real de Manzanares, y en el desagüe de las lagunas de Villena y Tembleque. Con razón dijimos en nuestro discurso preliminar que los muchos monumentos sembrados por la superficie de España con la inscripción: Carolo III regnante, certificaban la protección y fomento que había dispensado aquel soberano a los ingenios que sobresalieron en este arte.
Hermano suyo el de la Escultura, aunque no siempre marchan y progresan al mismo compás, de los adelantos que a la par hicieron la escuadra y el cincel en los reinados de Fernando VI y Carlos III dan testimonio las obras que hoy están sirviendo de ornamento a la corte y excitan y llaman la atención pública. Las grandes estatuas de Trajano y Teodosio en el patio del Real Palacio hacen honra a su autor el español don Felipe de Castro, y al monarca que le hizo venir de Roma, donde se hallaba grandemente considerado. Las fuentes del paseo del Prado de Madrid son un recuerdo perenne del talento y habilidad artística de los escultores don Francisco Gutiérrez, don Juan Pascual de Mena, don Antonio Primo, autores de las elegantes estatuas que las adornan, y principalmente del más aventajado discípulo de la Academia, director de ella después, y escultor de cámara de Carlos III, don Manuel Álvarez, a quien se deben las figuras de las fuentes de Apolo y de las Cuatro Estaciones, las de algunos reyes que constituyen la serie de las que se hicieron para la coronación del nuevo palacio, la hermosa estatua de piedra de San Norberto en la portada de la Iglesia de los premostratenses, las medallas de mármol de las catedrales de Toledo y Zaragoza, que representan, la una a la Virgen poniendo la casulla a San Ildefonso, la otra el nacimiento, presentación y desposorios de Nuestra Señora. Llamábanle a éste los demás profesores el Griego, así por el empeño que tenía en imitar las formas, actitudes y corrección del antiguo, como por la prolijidad con que acababa las obras{44}.
Al modo que como arquitecto de fama había traído Carlos III consigo al palermitano Sabatini, así para mostrar su deseo de proteger y fomentar la Pintura trajo al veneciano Tiépolo, que pintó al fresco varias bóvedas del real palacio, esmerándose en la del magnífico salón de Embajadores. Pero la grande adquisición que el arte de la pintura en España debió a Carlos III fue haber hecho venir al pintor moderno de más mérito y reputación en Europa, al bohemio Antonio Rafael Mengs, a quien ya el monarca había conocido y encargado obras en Nápoles, y a quien señaló para reducirle a que viniese a España un sueldo anual de dos mil doblones, con casa, coche y gastos de pintura. De entre los muchos beneficios que España reportó de las dos largas estancias de este admirable genio, verdadero restaurador del arte (por cierto bien poco afortunado en su vida llena de vicisitudes), no fue el mayor, aunque fue muy grande, el gran número de preciosos cuadros de su fecundo y delicado pincel que hoy exornan los templos, palacios y sitios reales, y las casas particulares, algunos de ellos de un mérito asombroso{45}: el mayor beneficio fue el de los excelentes discípulos que aquí se formaron en la escuela y con las lecciones y la protección de tan insigne maestro. Tales fueron Maella, Bayeu, Ferro, Ramos y otros aventajados artistas, que vinieron a constituir una nueva y brillante generación de pintores. Gozaba ya también de cierta celebridad, aunque fue mayor la que adquirió posteriormente, el original y siempre aplaudido don Francisco Goya.
El pincel y el buril pareció haberse unido en amigable consorcio en una misma familia, puesto que con la hija del célebre Mengs, Ana María, que heredó algo del genio artístico de su padre, y fue académica de honor y mérito de la de San Fernando, casó el distinguido grabador de cámara don Manuel Salvador Carmona, que se había perfeccionado en París y en Roma en el estudio del Grabado, y acreditó luego su aprovechamiento y su maestría en los celebrados cuadros de La Historia escribiendo los fastos de Carlos III, de La Resurrección del Salvador, de Los Borrachos de Velázquez, y de muchos retratos primorosamente ejecutados. De su misma edad, puesto que en el mismo año que él había nacido, era el valenciano don Pascual Pedro Moles, individuo de varias academias extranjeras y nacionales, director de una escuela de dibujo en Barcelona, y cuyo delicado buril ganó merecida celebridad con las láminas de San Gregorio rehusando la tiara, de San Juan Bautista en el Desierto, de La pesca del Cocodrilo, y con algunas que ejecutó para la magnífica edición del Quijote de Ibarra, o sea de la Real Academia Española, soberbio monumento de lo que había progresado el arte tipográfico en España, donde lució también la suavidad y pastosidad de su buril don Fernando Selma, admirable artista también en este género, y autor de muchos y muy célebres cuadros; sin que por eso desmerecieran los de otros grabadores, como Fabregat, Ballester, Montaner y Moles.
A la par de estas y otras obras de ejecución, se escribían y publicaban, y así era natural que sucediese, obras de instrucción sobre las Nobles Artes. Mengs y Carmona escribían, el uno Lecciones prácticas de Pintura, el otro Conversaciones sobre la Escultura. Traducíanse los tratados y libros de Pintura de Leonardo y de Vinci y de Bautista Alberti. Se censuraban y ridiculizaban en Cartas Críticas las obras defectuosas de arquitectura que aun se ejecutaban en la corte. Se vertían al castellano Los diez libros de Arquitectura de Vitrubio; don Antonio Ponz con su Viaje de España ilustraba grandemente sobre su parte artística y monumental, y Llaguno y Amirola coleccionaba sus excelentes Noticias de los Arquitectos y de la arquitectura de España.
Al terminar esta ojeada crítica sobre el reinado de Carlos III, parécenos que nada podemos hacer mejor que trascribir algunos párrafos de los que el ilustrado autor extranjero de la España bajo el reinado de la casa de Borbón pone por conclusión de la obra.
«Apenas podría existir una situación más infeliz para un pueblo, que la en que se veía España en los últimos tiempos de la dinastía austriaca. La sucesión a la corona completamente incierta: los agentes de las naciones de Europa en torno al lecho mortuorio de Carlos II pugnando por arrebatarle su herencia: el pueblo español temblando de ver dividida su bella monarquía: sin marina, sin ejército, arruinada la hacienda: un monarca sin fuerzas para sostener las riendas del Estado y un pueblo obedeciendo de mala gana a un gobierno carcomido y débil: la superstición triunfante, alzando la orgullosa frente e inmolando todo a su furor: la agricultura, la industria y el comercio sumidos en la más lastimosa decadencia: los españoles conservando solo el recuerdo de su grandeza y civilización pasada: postrados ante un despotismo ignorante: tal era el triste cuadro que ofrecía la monarquía española en los últimos días del afeminado Carlos II.
»La escena presenta a fines del reinado de Carlos III un cuadro totalmente diferente. Este mismo pueblo, debilitado, envilecido y desdichado al advenimiento de los príncipes de la casa de Borbón, recupera el lugar distinguido que merece entre las naciones de Europa. Un ejército de más de cien mil hombres, una marina como nunca había tenido España, ni en la época de la Armada Invencible, compuesta de setenta navíos de línea y un número proporcionado de buques menores; la monarquía, aunque se había visto empeñada en guerras que comprometían sus posesiones de Ultramar, señora, por un acaso feliz, de todo su territorio después de la paz de 1773: el soberano gozando de la más alta consideración personal con los reyes de Europa, y árbitro de las contiendas de todos, por sus virtudes, por su edad y su probidad: la hacienda en un estado bastante próspero, con medios poderosos para mejorar todos los ramos de la administración interior: abolidas muchas de las trabas que oprimían la agricultura, la industria y el comercio: la autoridad civil no esclavizada por el poder eclesiástico: los privilegios de la corte romana notablemente modificados: las prerrogativas del poder real fijadas y definidas clara y terminantemente: la Inquisición, tan atroz y cruel en otro tiempo, flexible ya, y hasta amedrentada ante el poder de la corona: las ciencias y las letras honradas, recordando los bellos días de la literatura del siglo XVI, y ofreciendo en algunas obras que producía un modelo de exquisito gusto, una perfección que jamás habían podido alcanzar los más de los autores antiguos: las artes alentadas con la protección de un gobierno bastante ilustrado para conocer cuánto valen: finalmente, una perspectiva de poderío, de paz y felicidad para los pueblos de la península, a la sombra de un poder paternal y tutelar: tal era el estado floreciente de España en 1789.»
{1} En 28 de enero de 1778.
{2} Sempere y Guarinos, Ensayo de una Biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III.
{3} Cítanse de él unas Reflexiones históricas sobre algunas leyes, un Discurso sobre la importante necesidad de abreviar los pleitos, y algunos otros.
{4} Cuéntanse entre las que salieron con los dos nombres: El Fuero Viejo de Castilla, con notas históricas y legales: El Ordenamiento de las Cortes de Alcalá, con notas y un discurso crítico: Cortes celebradas en los reinados de don Sancho IV y don Fernando IV, con un prólogo sobre el origen y modo de celebrar cortes en Castilla.
{5} No será demás citar los principales escritos jurídicos de estos dos célebres jurisconsultos, tomados de la Biblioteca de Sempere y Guarinos.
De Campomanes: Respuesta en el Expediente que trata de la policía relativa a los gitanos: –Respuesta sobre abolir la tasa y establecer el comercio de granos: –Tratado de la Regalía de Amortización: –Memorial ajustado sobre el Consejo de la Mesta: –Alegaciones fiscales sobre reversión a la corona de varias villas y señoríos: –Disertación sobre el establecimiento de las leyes, &c. –Discurso histórico-legal sobre el derecho a la corona de Portugal.
De Moñino: Juicio imparcial sobre las Letras en forma de Breve contra el duque de Parma: –Carta apologética sobre el Tratado de Amortización de Campomanes: –Respuesta fiscal sobre el término para la segunda suplicación: –Ídem sobre los presidios: –Ídem sobre nuevos diezmos en Cataluña, y primicias en Aragón: –Ídem sobre el recogimiento de la obra intitulada: Methodica Ars juris.
Hay además, de los dos juntos, o de uno de ellos en unión con otros fiscales: La Respuesta en el Expediente del Obispo de Cuenca: –Sobre la libre disposición, patronato y protección inmediata de S. M. en los bienes ocupados a los jesuitas: –Sobre abastos de Madrid, y otros varios escritos de no escaso mérito, aunque sobre asuntos de menos general interés, aparte de los que versaban sobre política, educación, economía, industria, &c., que no son de este lugar.
{6} Citaremos algunos de cada uno de estos autores.
Pérez de Escobar: Avisos médicos populares y domésticos. Historia de todos los contagios; preservativos y medios, &c.
Guerrero: La Medicina Universal.
Amar: Instrucción curativa de los dolores de costado y pulmonías.
Santpons (don José Ignacio): Disertación Médico-Práctica, en que se trata de las muertes aparentes de los recién nacidos, &c., y de los medios para revocarlos a la vida.
Santpons (don Francisco): Memoria sobre el problema propuesto por la Real Sociedad de Medicina de París, «indagar las causas de la enfermedad aphtosa, &c.» que obtuvo el premio, el cual consistió en una medalla de oro de 400 libras tornesas, y le valió el título de individuo correspondiente.
Salvá y Campillo: Proceso de la inoculación presentado al tribunal de los sabios para que lo juzguen.
Rubio: Disertación médico-historial de la inoculación.
O’Scalan: Práctica moderna de la inoculación.
Gil: Disertación físico-médica, en la cual se prescribe un método seguro para preservar a los pueblos de viruelas.
Masdeval: Relación de las calenturas pútridas y malignas que en estos últimos años se han padecido en el principado de Cataluña, &c., con el método feliz, pronto y seguro de curar semejantes enfermedades.
{7} Valentín, Noticia histórica sobre el doctor Jenner.– Delamaterie, Diario de Física.– Murió Jenner en 1823, y en 1826 se le erigió una estatua de mármol blanco en la catedral de Glocester.
{8} Púsose entonces a la puerta principal la siguiente inscripción que hoy subsiste:
Carolus III. P. P. Botanices Instaurator
Civium saluti et oblectamento:
Anno MDCCLXXXI
{9} Sobre todos estos doctos profesores y sus respectivos trabajos científicos y servicios hechos a la ciencia, pueden verse las interesantes y curiosas noticias que da el ilustrado catedrático del Museo de Ciencias naturales de Madrid don Miguel Colmeiro en dos Opúsculos que ha publicado en nuestros días, titulado el uno: Ensayo histórico sobre los progresos de la Botánica, especialmente en España, el otro: La Botánica y los Botánicos de la Península Hispano-Lusitana, premiado este último por la Biblioteca nacional en el concurso de 1858.
{10} «Las herborizaciones de Sánchez y Arjona en el recinto de Cádiz, dice Colmeiro, las de Abat en Sevilla, las de Bacas en los contornos de Cartagena, las de Barrera, Gil, Villanova y Lorente en Valencia, las de Echeandía en las cercanías de Zaragoza, las de Villalobos en Extremadura, las de Camiña en los alrededores de Santiago, y las de Neé en casi toda la península, han suministrado materiales para la formación de su Flora, pero no los publicaron los mismos que los recogieron, y fue superior a todos ellos, por haberlo hecho, Asso, a quien se deben apreciables escritos sobre las plantas de Aragón, &c.»
{11} «Mutis y su discípulo Zéa, dice el escritor citado, estudiaron las plantas de Santa Fe de Bogotá; Ruiz, Pavón, y su discípulo Tafalla las de Perú y Chile; Sessé, Mociño y Cervantes las de Nueva España; Boldo las de la isla de Cuba; Cuellar las de las islas Filipinas; y viajaron alrededor del mundo Pineda y Neé.»
{12} Este docto naturalista extranjero, uno de los que en aquel tiempo fueron traídos a España, escribió una Introducción a la Historia Natural y a la Geografía Física de España.
{13} Entre otras cosas decían las Efemérides: «Il signor Rosell rende buon conto del nuovo suo método in un buon ragionato prologo, ch'ci promette a queste sue Instituzioni. La sostanza di questo suo método sì e di riunire insieme, siccome diffatti son di loro natura unite, l’Aritmetica e l’Algebra, comprendendo tutte due queste scienze come gia fece il Newton, sotto il nome di aritmética universale; e far conoscere la connessione che ha con tutte due la geometria, e chella che ha la geometria trascendente coll’elementare, &c.»
{14} Había escrito antes, en unión con don Gerónimo Capmany, unos Tratados de Matemáticas, y más adelante, ya en el reinado Carlos IV escribió la Aritmética para comerciantes, y las Instituciones de Geometría práctica para el uso de los jóvenes artistas.
{15} El P. Tosca, de la Congregación de San Felipe Neri, había publicado también un Curso completo de Matemáticas, un Compendio Matemático, una Geometría elemental, unos Prolegómenos geométricos, un Tratado físico matemático de la Dióptica, otro de Statica, y varias otras obras.
{16} Sempere y Guarinos cita esta notable circular en el tomo III de su Ensayo de una Biblioteca Española.
{17} Siete tomos en 4.°, Madrid, imprenta de Ibarra, 1780 y 1781.
{18} Como escritas en este mismo sentido cita también Ferrer del Río la Falsa filosofía de Fr. Fernando de Ceballos, y el Nuevo sistema filosófico de don Antonio Javier Pérez y López, impresas, la una en Sevilla en 1775, la otra en Madrid en 1785.
{19} Se imprimió en Madrid de 1778 a 1783.
{20} Es un tomo en folio que lleva por título: «Historia del Real Monasterio de Sahagún, sacada de la que dejó escrita el P. M. Fr. Joaquín Pérez, catedrático de Lenguas y de Matemáticas de la universidad de Salamanca, corregida y aumentada con varias observaciones históricas y cronológicas, y con muchas memorias muy conducentes a la Historia general de España.» Madrid, 1782, en la imprenta de Ibarra.
{21} Escribió además Capmany las siguientes obras: Código de las costumbres marítimas de Barcelona: –Ordenanzas de las armadas navales de la corona de Aragón: –Antiguos tratados de paces y alianzas entre algunos reyes de Aragón y varios príncipes infieles del Asia y África: –Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica, política y militar: –Compendio histórico de la Real Academia de la Historia de Madrid (de que fue secretario), y algunas otras, sin contar aquí las obras de literatura, que mencionaremos en otro lugar. Varias de ellas las escribió después del reinado de Carlos III, porque Capmany vivió hasta noviembre de 1813, y fue diputado en las Cortes de Cádiz de 1812.
{22} El título primitivo de la obra fue: Storia critica di Spagna e della cultura spagnola in ogni genere, preceduta de un Discorso preliminare. Él mismo manifestó el objeto de publicarla en Italia y en italiano diciendo: «Escribo para los italianos, que a diferencia de otras naciones cultas no tienen en su lengua ninguna historia general de la nuestra, ni original ni traducida, y tienen por lo común más noticias de la China o de la Persia que de nuestro país.» Parece sin embargo que la obra fue recibida allí con frialdad, por lo que determinó rehacer los primeros tomos publicados y darla a luz en español, dando principio a su publicación en Madrid en 1783.
{23} En la época que comprende nuestro examen, Jovellanos era ya ventajosamente conocido en la república de las letras; y aunque sus obras principales fueron posteriores, había ya escrito las dos piezas dramáticas, el Pelayo y el Delincuente honrado, traducido el libro 1.º del Paraíso perdido de Milton, escrito y leído muchos y muy elocuentes discursos y oraciones en las academias sobre temas muy diversos, manejado la sátira festiva como poeta, y dado informes y consultas muy eruditas y doctas como magistrado.
{24} Publicó esta obrita bajo el nombre de don José Vázquez.
{25} Por ejemplo, las Cartas de Juan de la Encina.
{26} Las otras producciones del P. Isla son: Reflexiones cristianas sobre las grandes verdades de la fe, y sobre los principales misterios de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: –la traducción del Compendio de la Historia de España del P. Duchesne: –la de la Vida del Gran Teodosio, de Flechier: –la de la Historia de Gil Blas de Santillana, y la del Año Cristiano, de Croiset.
{27} Esto decía el citado Diario en abril de 1760.
{28} Son notables las siguientes frases del arzobispo Lorenzana en sus Avisos a los predicadores de su arzobispado: «En los sermones nunca, o muy rara vez se ha de usar de noticias fabulosas de los dioses… En citar los pasajes de historia eclesiástica o profana se ha de tener grande cuidado… En referir ejemplos de milagros, de almas condenadas o salvadas, y de apariciones, han de ser muy cautos los predicadores… Es mejor que el sermón sea breve que largo; porque si son buenos, se oyen con ansia y gusto; y si son malos, molestan y desagradan… Aun en los que se llaman de Misión juzgamos que es imprudencia tardar tanto como acostumbran algunos, sin hacerse cargo de que son hombres y mujeres los oyentes, sujetos a mil achaques, y que no pueden salir fácilmente y sin vergüenza del concurso, y son muchos los accidentes y congojas que padecen… No aprobamos el sacar calaveras, condenados, ni pinturas horrorosas, ni aterrar demasiado a los oyentes… los sollozos extremados, las voces lastimeras, las bofetadas no son propias de la gravedad del púlpito, &c.»
{29} De este tiempo son los premios que obtuvieron en la Real Academia Española, Viera y Clavijo, Conde y Oquendo, y Vargas Ponce, por los Elogios de Felipe V y de Alfonso el Sabio.
{30} Una pensión de mil ducados señaló Carlos III a los PP. Mohedanos. Lo que estos dos religiosos trabajaron en favor de las letras españolas puede verse en el Ensayo de una Biblioteca, de Sempere y Guarinos.
{31} Puede verse lo que sobre este esclarecido escritor dijimos en el capítulo último del reinado de Fernando VI.
{32} Aunque en 1772 recuperó su libertad, y se le devolvieron todas sus consideraciones y preeminencias, la cruda persecución que sufrió le había afectado tanto, que sucumbió aquel mismo año, el día que cumplía los cincuenta de su edad, en su hacienda del Cruzado, a tres leguas de Málaga. Tenemos a la vista una reseña biográfica de este fecundo escritor, hecha por uno de sus ilustres descendientes, juntamente con una noticia o catálogo de todas sus obras y colecciones de documentos, que por real orden de 1795 se hicieron venir a la Real Academia de la Historia, donde se conservan, aunque a condición, según afirma su deudo, de que se volverían a su familia los originales luego que la Academia hubiese sacado copias, y de que se le remitiría para su satisfacción un ejemplar de las que se publicaran, expresando el nombre del autor.
{33} En esta última composición se expresa así contestando a los que le incitaban a que dejando los asuntos tiernos empleara su pluma en satirizar los vicios y pasiones de los hombres:
Lejos de contentarme,
prosiguen con más fuerza en incitarme
a que deje los huertos y las flores,
pastoras y pastores,
viñas, arroyos, prados,
ecos enamorados,
la selva, el valle, la espesura, el monte,
y que no imite al dulce Anacreonte,
al triste Ovidio, al blando Garcilaso,
a Cátulo amoroso, a Lope fino,
ni a Moratín divino,
que entre éstos tiene asiento en el Parnaso;
sino que la tranquila musa mía,
de paloma que fue, se vuelva harpía.
Que los vicios pondere con fiereza,
que haga gemir a la naturaleza
bajo los golpes de mi ingrata mano…
pero así como tiemblan sorprendidos
los villanos de un pueblo, acostumbrados
a su quietud, cuando la vez primera
penetra sus oídos la música guerrera,
cuando llegan soldados
de rostros fieros y de extraños trajes,
con estrépito horrendo
de hombres, y caballos, y equipajes:
y se dividen con igual estruendo
por la pequeña plaza en cortos trozos,
y los viejos refieren a los mozos,
que aquellos monstruos matan a la gente,
y se comen los niños fieramente;
y cada madre esconde y encomienda
a su Dios tutelar la dulce prenda
del matrimonio santo.
Pues así yo, con no menor espanto
oí los nombres y ponderaciones
de vicios y pasiones, &c.
{34} Hay poco ciertamente que pueda igualar la siguiente cándida pintura que el pastor hace de sus amores:
Pared en medio la enemiga mía
de mi casa vivía:
casi a un tiempo nacimos,
y casi ya en la cuna nos amamos.
Apenas empezaba
a hablar aun balbuciente,
ya con gracia inocente
decía que me amaba,
y a mis brazos corría,
y los suyos me daba y se reía.
Yo la amaba también, y con mil juegos
pueriles la alegraba,
ya travieso saltando
tras ella en la floresta,
ya su voz remedando
con agradable fiesta…
una la voluntad, uno el deseo,
una la inclinación, uno el cuidado,
amar fue nuestro empleo
sin saber qué era amor; en tanto grado
que ya por la alquería
de todos se notaba, y se reía
nuestra llama inocente…
¡Ay, qué felices días!
¡qué sencillas y puras alegrías!
Si ella se enderezaba hacia un otero,
yo estaba allí primero;
y si al valle bajaba,
en el valle esperándola me hallaba.
No hubo flor, no hubo rosa de mi mano
cogida, que en su mano no parase;
no hubo dulce tonada
que yo no le cantase;
ni nido que en su falda no pusiese.
Mis cabritos saltando la seguían,
y la sal sus corderas me lamían
en la palma amorosas.
De esta suerte las horas deliciosas
pasábamos felices,
cuando un deseo de saber nos vino,
qué era amor, de manera
cual si un encanto fuera, &c.
{35} Para juzgar de las obras de todos estos ingenios y de su mérito comparativo, cosa que nosotros no podemos hacer aquí sino ligerísimamente, puede consultarse el Discurso de Quintana sobre la Poesía Castellana del siglo XVIII, lo que han dicho otros críticos, y también los Prólogos y Discursos que suelen preceder a la edición de las obras de cada uno.
{36} El Sainete vino a ser, usando la expresión de un crítico moderno, la amplificación del grosero y chabacano Entremés antiguo.
La Zarzuela, composición en que se mezcla la recitación con el canto, género que tanto se ha mejorado y tanto se cultiva hoy, tomó el nombre de una casa o sitio de recreo en que solía pasar algunas temporadas el rey Felipe IV.
{37} Sobre la conversión del entremés en sainete, y sobre la importancia, índole, y tendencia de este nuevo género, puede verse el Discurso preliminar de don Agustín Durán a la edición de los Sainetes de don Ramón de la Cruz.
{38} Sempere y Guarinos dio en su Biblioteca un Catálogo alfabético de 220 piezas de este autor, notando con signos las que eran traducidas, las originales, y las que se hallaban ya impresas.
{39} Sobre su inclinación a los majos y majas, y su tendencia a pintarlos con mejor colorido que a la gente de casaca y a los usías, como se decía entonces, puede verse el Discurso que sobre sus sainetes ha escrito el erudito y entendido don Juan Eugenio Hartzembusch.
{40} Ferrer del Río, Reinado de Carlos III, lib. VII, cap. 2.º
{41} Recuérdese lo que sobre esto dijimos en el capítulo último del libro precedente.
{42} En la Biblioteca de Sempere y Guarinos, artículo Papeles Periódicos, y en otros varios, se pueden ver los títulos de otros que salían a luz, aunque de menos importancia, que nosotros no hemos nombrado.
{43} Había nacido en Ciempozuelos en 1717. Fueron muchas las obras que trazó y delineó en Madrid y provincias, aunque poquísimas, como hemos dicho, las que logró ver ejecutadas. Entre ellas merece mención singular la que el rey le encargó de un monumento suntuoso para perpetuar el suceso de Covadonga, en reemplazo del humilde templo que allí había y que se incendió en 1775. Distinguiéronle, además del rey, muchos personajes, entre ellos el infante don Luis, lo que tal vez despertó las envidias de que fue víctima.
{44} La Cibeles del Prado es de Gutiérrez, el Apolo y las Cuatro Estaciones de Álvarez, el Neptuno de Mena, los Niños de la fuente de la Alcachofa de Primo.
{45} Entre las obras ejecutadas por Mengs en España, y entre las más notables de ellas, que fueron muchas, cítanse el famoso cuadro del Descendimiento, en el cual, al decir de su apologista don José Nicolás de Azara, acertó a reunir la gracia de Apeles, la expresión de Rafael, el claro-oscuro de Correggio y el colorido de Ticiano: el del Nacimiento, el de la Anunciación, la Sacra Familia, la Aparición de Cristo a la Magdalena, o Noli me tangere, retratos de la real familia y de particulares, los frescos de las bóvedas de palacio, &c.