Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Libro IX Reinado de Carlos IV

Apéndices

I. Dictamen del consejo extraordinario (30 abril 1767) sobre el Breve Pontificio interesándose S. S. por los jesuitas II. Dictamen del consejo extraordinario (23 agosto 1767) sobre el papel intitulado: Extracto de la Gaceta de Londres. III. Consulta del consejo extraordinario (26 setiembre 1767) sobre la abolición de las congregaciones y hermandades en todas las casas y colegios de los jesuitas IV. Carta del embajador español en París al marqués de Grimaldi (París, 3 octubre 1772) V. Confidencial del conde de Floridablanca al señor marqués de Grimaldi (Roma, 13 enero 1774 VI. Tratado de Paz de Basilea (1793)


I
Copia de consulta original del Consejo extraordinario, fecha a 30 de abril de 1767, exponiendo su dictamen sobre el Breve Pontificio, interesándose Su Santidad por los regulares de la Compañía.

(Archivo general de Simancas, Negociado Gracia y Justicia, Legajo núm. 667.)

Al margen tiene los nombres siguientes:

El conde de Aranda, presidente; don Pedro Colón de Larreátegui, don Miguel María de Nava, don Pedro Ric y Exea, don Andrés de Maraver y Vera, don Luis de Valle Salazar y don Bernardo Caballero.


Señor:

Con papel de don Manuel de Roda al conde de Aranda, presidente del Consejo del día de ayer, 29 de este mes, se digna Vuestra Majestad remitir al Extraordinario el Breve de Su Santidad, de 16 del corriente, en que se interesa a favor de los regulares de la Compañía del nombre de Jesús, a fin de que se revoque el real decreto de su extrañamiento, o que al menos se suspenda la ejecución, reduciendo a términos contenciosos esta materia; cuyo Breve manda Vuestra Majestad se vea por los ministros que componen el Consejo extraordinario para acordar la respuesta que debe darse a Su Santidad.

Habiendo sido convocados en este día con asistencia de los fiscales de Vuestra Majestad en la posada del conde de Aranda, se leyó con la real orden el citado Breve, que estaba a mayor abundamiento traducido para la completa inteligencia de todos.

Los fiscales expusieron de palabra cuanto estimaron en este asunto, y con unanimidad de dictamen ha procedido el Consejo, sin que por la brevedad se tuviese por necesario, que los fiscales extendiesen por escrito su respuesta por ser idéntica con el dictamen del Consejo.

En primer lugar, se ha advertido que las expresiones de este Breve carecen de aquella cortesanía de espíritu y moderación que se deben a un rey como el de España y de las Indias, y a un príncipe de las altas calidades que admira el universo en Vuestra Majestad, y hacen el ornamento de nuestra patria y de nuestro siglo.

Merecería este Breve que se hubiese denegado la admisión reconociéndose antes su copia, porque siendo temporal la causa de que se trata, no hay potestad en la tierra que pueda pedir cuenta a Vuestra Majestad de sus decisiones, cuando Vuestra Majestad por un acto de respeto dio, con fecha de 31 de marzo, noticia a Su Santidad de la providencia que había tomado como rey, en términos concisos, exactos y atentos.

Bien se hace cargo el Consejo que por ser la primera que se recibe del papa en este asunto, ha sido cordura admitir la carta, o sea Breve, para apartar en esta providencia cuanto sea posible todo pretexto de resentimiento a la corte romana.

Contienen las cláusulas de la carta de Su Santidad muchas personalidades para captar la benevolencia de Vuestra Majestad, y disimuladamente se mezclan otras expresiones con que el ministro de Roma, en boca de Su Santidad, quiere censurar una providencia, cuyos antecedentes ignora, e ingerirse en una causa impropia de su conocimiento, y de que Vuestra Majestad prudentemente ha dado a Su Santidad aquella noticia de urbanidad y atención que correspondía.

El contestar sobre los méritos de la causa, sería caer en el inconveniente gravosísimo de comprometer la soberanía de Vuestra Majestad, que solo a Dios es responsable de sus acciones.

No extraña el Consejo que el papa, noticioso de la determinación tomada en España contra los regulares de la Compañía, pasase su intercesión a su favor, ya porque se sabe la gran mano y poder de estos regulares en la curia romana, y la declarada protección del cardenal Torregiani, secretario de Estado de Su Santidad, íntimo confidente y paisano del general de la Compañía, Lorenzo Ricci, su confesor y director; pero es muy reparable el tono que se toma en esta carta, nada propio de la mansedumbre apostólica.

Preténdese con exclamaciones ponderar el mérito de la Compañía, y haber debido su fundación en especial a San Ignacio y San Francisco Javier, no obstante que este último no profesó en ella.

Pero al mismo tiempo se omite el gran número de españoles virtuosos y doctos, como el obispo don Fr. Melchor Cano, el arzobispo de Toledo, don Juan Silíceo, el obispo de Albarracín Lanuza, el célebre Benito Arias Montano, y otros insignes sujetos de aquellos tiempos que se opusieron constantemente al establecimiento de este cuerpo, con presagios nada favorables a él, y entre ellos se debe contar a San Francisco de Borja, su tercer general, que empezó a discernir el espíritu de la Compañía, y en el orgullo que le daban sus inmódicos privilegios, consecuencias muy perniciosas para lo sucesivo; y en verdad que este es un testimonio irreprensible y doméstico.

Su sucesor, el general Claudio Aquaviva, redujo a un total despotismo el gobierno, y con pretexto de método de estudios abrió la puerta a la relajación de las doctrinas morales, o lo que se llama probabilismo: relajación que tomó tanta fuerza, que ya a mediados del siglo anterior no la pudo remediar el padre Tirso González.

El padre Luis de Molina alteró la doctrina teológica, apartándose de San Agustín y Santo Tomás, de que se han seguido escándalos notables.

El padre Juan Harduino llevó el escepticismo hasta dudar de las Escrituras Sagradas, cuyo sistema propagó su discípulo el padre Isaac Berruguer, estableciendo la doctrina antitrinitaria del Arrianismo.

En la China y en el Malabar han hecho compatible a Dios y a Belial, sosteniendo los ritos gentílicos, y rehusando la obediencia a las decisiones pontificias.

En el Japón y en las Indias han perseguido a los mismos obispos y a las otras órdenes religiosas con un escándalo que no se podrá borrar de la memoria de los hombres, y en Europa han sido el centro y punto de reunión de los tumultos, rebeliones y regicidios.

Estos hechos notorios al orbe no se ven atendidos en el Breve pontificio, ni las calificaciones de los tribunales más solemnes de todos los reinos que los han declarado cómplices en ellos.

El mismo padre Juan de Mariana escribió un tratado en que manifestó la corrupción de la Compañía desde que se adoptó el sistema del general Aquaviva, y se opuso a él con los padres Sánchez, Acosta y otros célebres españoles, pero sin otro fruto que hacerse víctima de la verdad.

De lo dicho se infiere, por más que se prodiguen en la carta escrita a nombre de Su Santidad las alabanzas del instituto, que nada hay más distante de los verdaderos hechos, que es imposible disimular por ser tan públicos, ni creer que todo el orbe se engaña y todas las edades, que solo los jesuitas tienen razón hablando en causa propia.

Prelados, cabildos, órdenes regulares, universidades y otros cuerpos se han mantenido en estos reinos en perpetuas alteraciones nacidas de la conducta y doctrinas de los jesuitas; no habiendo orden alguno que se haya distinguido tanto en sostener estas oposiciones, haciendo causa común entre sí para predominar los demás cuerpos o dividirlos en facción.

Así se dio a conocer la Compañía desde que se fundó, y así se hallaba cuando Vuestra Majestad se sirvió por su Real decreto de 27 de febrero de este año mandar extrañarla de sus dominios.

Por más exageración que haya a favor de su instituto los árboles se deben conocer por su fruto, y el que una oposición tan abierta más es espíritu anti-evangélico de facción que regla ajustada de vivir.

No obstante que el Consejo extraordinario podía examinando las máximas del instituto probar la contrariedad de muchas al derecho natural, como es la privación de defensa a los súbditos, y la esclavidad de su entendimiento: al derecho divino, cual es estar privada entre los regulares la corrección fraterna y la revelación del secreto de la penitencia a los superiores; al derecho canónico, como es la elección de los superiores, por capricho del general canónicamente como el Concilio lo manda; las exenciones exorbitantes de la jurisdicción episcopal con perturbación de los mismos párrocos; al derecho Real, en estar impedidos los súbditos de los recursos de protección contra sus superiores, y en la erección de congregaciones ocultas y perjudiciales, con otras muchas cosas a este modo; sin embargo se abstuvo de entrar en esta materia para evitar que la corte romana tomase de ahí pretexto de queja.

No se advierte igual moderación en las expresiones del Breve tan extendidamente favorables a los jesuitas, que nadie puede dudar la influencia del Padre Lazari Giacomelli y otros aficionados a estos Padres, que han hecho poner en boca de Su Santidad las expresiones que se leen en el Breve, y están superabundantemente rebatidas por los tribunales y escritores de Francia y Portugal, sin que sea necesario añadir razones ni tomar como actos infalibles los estatutos que las congregaciones de los jesuitas sin noticia de los reyes han adoptado a provecho suyo: pues se debe mirar como hecho de un tercero que no puede perjudicar a los derechos de la regalía, a la de los obispos, ni a los de otros ningunos interesados, porque este cuerpo no tiene la legislación de la naciones a su cuidado.

Prosigue el Breve Pontificio ponderando la falta de estos operarios y sus méritos, especialmente en las Misiones de infieles. Por fortuna uno ni otro puede merecer cuidado a Su Santidad.

No faltan operarios, pues como Vuestra Majestad manifestó en la Real Pragmática-Sanción de 2 de este mes, los hay abundantes en el clero secular y regular de estos reinos: reinando la mayor armonía y uniformidad, y un esmero a porfía en atender al bien espiritual de las almas, como se está experimentando en el mes que ha corrido desde la intimación de la providencia, sin que su falta se eche menos para los ministerios espirituales; hallándose por otro lado el gobierno civil libre ya de aquellas zozobras, rumores e inquietudes que ocasionaba el espíritu de facción de estos regulares.

Menos se puede decir que harán falta en las misiones para convertir infieles, cuando en Chile consta les toleran la superstición del Machitum, en Filipinas rebelan a los indios, y en todas las Indias como el Paraguay, Moxos, Mainas, Orinoco, California, Sinaloa, Sonora, Pinieria, Nayari, Tarahumari y otras naciones de Indias se han apoderado de la soberanía, tratan como enemigos a los españoles privándoles de todo comercio, y enseñándoles especies horribles contra el servicio de Vuestra Majestad.

Todo esto lo ignora el Pontífice, porque con su artificio han hallado medios de desfigurar la verdad, que ni aún podían haber percibido los ministros del Consejo extraordinario a no hallar la evidencia en los mismos documentos de los jesuitas.

El abandono espiritual de sus misiones lo confiesan ellos mismos en su íntima correspondencia, la profanación del sigilo de la confesión y la codicia con que se alza con los bienes. En fin, por sus mismos papeles resulta que en el Uruguay salieron a campaña con ejércitos formados a oponerse a los de la corona, y ahora intentaban en España mudar todo el gobierno a su modo enseñando y poniendo en práctica las doctrinas más horribles.

Abundando en estos reinos tanto número de clérigos doctos, fieles y timoratos, se conoce que los jesuitas tienen fascinada la corte romana, figurándose solos y únicos para la conversión de infieles y salud de las almas contra lo mismo que se está tocando.

Si fuesen útiles e indispensables, ¿qué gobierno habría tan insensato que los expeliese? Pero si por el contrario, ni son necesarios ni convenientes, antes notoriamente nocivos ¿quién los puede tolerar sin exponer a ruina total, y cierta el Estado? No son tan reparables en el Breve las ilaciones, cuanto los antecedentes voluntarios de que se deducen. Esto mismo prueba que Su Santidad se halla preocupado de su ministro en quien tiene librado su gobierno agobiado de los años y de sus achaques.

La misma experiencia desengañará a Su Santidad y tranquilizará su ánimo: lo que en el día no se logrará con razones por la grande influencia del Cardenal Ministro, y del Nepote, adictos a la Compañía. Entrar pues en discusiones, sobre que producen encuentros, ningún efecto favorable produciría a este negocio.

Insensiblemente el Breve prepara dos medios de defensa a los jesuitas, fundando el uno en que el delito de pocos no debe dañar a su orden en común, y el otro se fija en la indefensión por no haber sido oídos. En el primero funda la revocación del decreto de extrañamiento, y en la indefensión la subsidiaria de que se suspenda la ejecución y admitan defensas, comparando el decreto de Vuestra Majestad al de el Rey Asuero contra los israelitas. Este es en resumen toda la substancia del Breve Pontificio.

Cuando se discurre con generalidad de las materias y disimulan sus particulares circunstancias, no es difícil traerlas al aspecto que se desea. No así cuando sin prevención se busca la verdad.

El admitir un orden regular, mantenerle en el reino o expelerle de él es un acto providencial, y meramente de gobierno, porque ningún orden regular es indispensablemente necesario en la Iglesia al modo que lo es el clero secular de obispos y párrocos, pues si lo fuera, le habría establecido Jesucristo, cabeza y fundador de la Universal Iglesia, antes como materia variable de disciplina las órdenes regulares se suprimen como las de templarios y claustrales en España, o se reforman como las de los calzados, o varían en sus constituciones que nada tienen de común con el dogma, ni con el moral, y se reducen a unos establecimientos píos con objetos de esta naturaleza, útiles mientras les cumplen bien, y perjudiciales cuando degeneran.

Si uno u otro jesuita estuviese únicamente culpado en la encadenada serie de bullicios y conspiraciones pasadas, no sería justo ni legal el extrañamiento: no hubiera habido una general conformidad de votos para su expulsión y ocupación de temporalidades y prohibición de su restablecimiento. Bastaría castigar los culpables como se está haciendo con los cómplices y se ha ido continuando por la autoridad ordinaria del Consejo. Al Papa no manifiesta su ministerio la depravación de este cuerpo en España: ¿qué sabemos si algunos de aquel ministerio consienten en las novedades mismas a vista de tan abierta protección? Con que no es cierto el supuesto de que por el delito de pocos se expele al común. El particular en la Compañía no puede nada: todo es del gobierno, y esta es la masa corrompida de la cual dependen todas las acciones de los individuos, máquinas indefectibles de la voluntad de los superiores.

El punto de audiencia, ya le tocó el Consejo extraordinario en su consulta de 29 de enero, afirmando que en tales causas no tiene lugar, porque se procede no con jurisdicción contenciosa sino por la tuitiva y económica, con la cual se hacen tales extrañamientos y ocupación de temporalidades, sin ofender en un ápice la inmunidad aún en el concepto más escrupuloso conforme a nuestras leyes.

En este Breve se declama por la audiencia: en Francia se negó a los parlamentos por la corte romana la jurisdicción, y aun a eso alude el Breve buscando por jueces, obispos y religiosos en quienes influir aquel ministerio a su arbitrio y exponer el reino a combustión.

El arzobispo de Manila, el obispo de Ávila y el padre Pinillos obispos son y religiosos: todos han convenido en la autoridad real para tomar esta providencia, y aun en la necesidad de ella, sin haber visto más que las obras anónimas impresas clandestinamente. ¿Qué dirían actuados de tanto cúmulo sistemático de excesos en la Compañía?

¿Qué seguridad tendrá Vuestra Majestad ni príncipe alguno católico, si las causas de infidencia en los eclesiásticos exentos dependiesen de la corte romana en contradicción con el gobierno político, o del juicio de obispos y religiosos haciéndoles jueces en causa propia? Con estas máximas pereció la monarquía de los godos en España y el Imperio de Oriente.

Antonio Pérez en sus Advertencias políticas previene hablando de los regulares «que jamás han dejado de tener muy gran parte en las conjuraciones y rebeliones que siempre cubren con nombres falsos de religión,» y así avisa el gran cuidado que se debe de tener con ellos.

Y porque Vuestra Majestad se persuada que aun los religiosos mismos y eclesiásticos piensan así, fray Juan Márquez dice que nada más debe temer un soberano que a las comunidades poderosas. ¿Cuál ha llegado a tan alto grado de poder como la Compañía, ni que haya abusado de él tan abiertamente, combatiendo los monarcas, los obispos y los papas a rostro firme?

No es sola la complicidad en el motín de Madrid la causa de su extrañamiento como el Breve lo da a conocer: es el espíritu de fanatismo y de seducción, la falsa doctrina, y el intolerable orgullo que se ha apoderado de este cuerpo. Este orgullo esencialmente nocivo al reino y a su prosperidad contribuye al engrandecimiento del ministerio de Roma, y así se ve la parcialidad que tiene en toda su correspondencia reservada el cardenal Torregiani para sostener a la Compañía contra el poder de los reyes. El soberano que sucumbiese, sería la víctima de ésta, a pesar de las mayores protestaciones de la curia romana.

Por todo lo cual, Señor, es de unánime parecer con los fiscales el Consejo extraordinario de que Vuestra Majestad se digne mandar concebir su respuesta al Breve de Su Santidad en términos muy sucintos, sin entrar de modo alguno en lo principal de la causa ni en contestaciones, ni en admitir negociaciones, ni en dar oídos a nuevas instancias, pues se obraría en semejante conducta contra la ley del silencio decretado en la Pragmática-sanción del 2 de este mes, una vez que se adoptasen discusiones sofísticas fundadas en ponderaciones y generalidades cuales contiene el Breve, pues solo se hacen recomendables por venir puestas a nombre de Su Santidad. A este efecto acompaña el Consejo extraordinario con esta consulta la minuta para que se forme la idea cabal del concepto.

Entiende así mismo el Consejo, que el ministro de Vuestra Majestad residente en Roma se debe enterar de las reflexiones contenidas en esta consulta con una copia literal del Breve, el cual no se le habrá comunicado por el cardenal secretario de Estado para su particular inteligencia a fin de que se halle instruido de las máximas de la corte para no dar oídos a negociación alguna, y que haga conocer indirectamente usando de prudencia, disimulo y firmeza ser el presente asunto únicamente dependiente de la autoridad real y que el negocio está terminado para siempre.

Vuestra Majestad resolverá como siempre lo que sea más de su real servicio.– Madrid y abril 30 de 1767.– Hay siete rúbricas.



II
Copia de la consulta del Consejo extraordinario de 23 de agosto, 1767, dando su dictamen sobre lo que convendría hacerse con motivo de un papel intitulado: Extracto de la Gaceta de Londres.

Con papel de don Manuel de Roda de 27 de julio se sirvió Vuestra Majestad remitir al Consejo extraordinario el papel manuscrito divulgado en Italia con el título de Extracto de las Gacetas de Londres, de 6 de mayo de este año, y carta dirigida al impresor de las mismas, por ser su contenido tan sedicioso, perjudicial y maligno, a fin de que lo tuviese presente para los efectos que conviniese.

Este papel contenido en un pliego se divide en siete números, disputando en el primero el título que debe darse a la Pragmática-sanción, y en el segundo se queja de la no audiencia de los regulares de la Compañía para su expulsión.

Dice en el tercero que es toda efecto del poder arbitrario contrario a toda justicia, restitución y humanidad: añadiendo en el cuarto que la autoridad no está instituida sino para lo justo; comparando en el quinto estas providencias como a las de mandar a la nación adoptar la ley mahometana o extrañar a todas las órdenes regulares por un puro capricho.

En el sexto disputa la autoridad a la soberanía para la legislación y atribuye a los pueblos el derecho de oponerse a ellas, y concluye en el séptimo con una exhortación a los padres, hermanos y parientes de los expulsos para excitarles contra la Pragmática, y en fin, tiene la avilantez de decir con palabras enfáticas que la nación española desde que empezó a reinar el augusto padre de Vuestra Majestad se redujo de libre a la esclavitud más sensible.

Este es el resumen del anónimo divulgado en Italia a favor de la Compañía, y pasado al fiscal de Vuestra Majestad, don Pedro Rodríguez Campomanes, dice, que este papel está dividido en siete números.

En el primero se tacha el título de Pragmática-sanción a la ley establecida respecto a los regulares de la Compañía, queriendo el autor variar el orden de la legislación española, manifestándose ignorante de ella, y aun de las leyes del Código en que todas las reglas generales se llaman constitucionales o sanciones Pragmáticas.

En el segundo capítulo reclama sobre no haber sido oídos estos regulares, aunque fuesen ateístas, traidores e infectos. No distingue el autor de este folleto cuáles son las providencias económicas, y cuáles las sentencias personales.

En las primeras, en que solo se trataba de separar del cuerpo político una comunidad de personas perjudiciales a él, procedía el gobierno informata consciencia, como sucedió con la expulsión de los judíos de los dominios de España en 1492 y contra los moriscos en 1613, sin que nadie dijese haber sido preciso oír a todos en cuerpo, porque estando dispersos en todo el ámbito de la monarquía, y siendo el motivo de su expulsión el procurar la seguridad de ella, para evitar sus coligaciones, se hubiera mirado como locura formar un proceso ordinario para venir a semejante determinación: haciendo reunir dentro del Estado en cuerpo para su defensa aquellas mismas personas cuya unión sistemática era perjudicial al Estado, porque aunque afectaban ser cristianos católicos, en el fondo eran infieles y rebeldes enemigos del Estado.

Dirase que estos eran peores, porque no deben compararse con unos religiosos cuales son los regulares de la Compañía. Esto que parecía hacer alguna fuerza probaba todo lo contrario. Pues si los judíos y moriscos reprobados por su raza en España eran tan funestos, y peligrosos, cuánto más se debían considerar los que con exterioridad farisaica tenían introducción con las gentes principales, y abusaban de la credulidad del pueblo, inspirándole en conversaciones, sermones, confesonarios, sátiras y escritos las doctrinas más horribles, y contrarias a la humana sociedad, y aun a la ley de Dios que manda pena de pecado respetar al rey y sus gobiernos.

Contra los gitanos se han dado órdenes generales, hasta su prisión, y aun para salir del reino dentro de cierto término los que no cumpliesen con las prevenciones contenidas en las Pragmáticas. A nadie ha venido a la imaginación que el gobierno haya debido oír al cuerpo de gitanos en vía ordinaria antes de publicar la ley del extrañamiento a los refractarios: basta que el gobierno se halle enterado de la malicia de esta clase de personas para establecer lo que exige la seguridad del Estado sin turbarle con una extravagante audiencia, en que no se procede a penas corporales sino a reglamentos saludables, y trata a la clase expelida con toda aquella humanidad que cabe en las circunstancias.

Sería risible el que consultase al médico antes de expeler las superfluidades que el cuerpo arroja para conservar la salud, o arrojar las que ocasionan su enfermedad. Esta expulsión la dicta la naturaleza sin recurso al médico para conservar la especie humana, y hasta en los animales hay el mismo instinto, y la elasticidad conveniente en sus máquinas corpóreas para procurarse la conservación, introduciendo lo que les conviene, y expeliendo lo que les es dañoso.

Nadie puede matar a otro de autoridad privada, y con todo el conflicto de la defensa propia autoriza al particular para alejar de su adversario cuando recela de él la muerte y destrucción, y aun para matar en propia y natural defensa.

¿Pues qué, el cuerpo de un Estado no debe tener la misma elasticidad y fuerza para introducir dentro de él una clase de personas convenientes o arrojar la clase dañosa atendiendo a su propia conservación y defensa? ¿No ha admitido en el concepto de útil el orden de los regulares de la Compañía voluntariamente, y sin figura de juicio, porque a la verdad nadie podía obligar al Estado a su admisión? Con que faltando la utilidad y sobreviniendo el daño de la permanencia, la expulsión no solo era necesaria sino una consecuencia del concepto con que los regulares de la Compañía fueron admitidos en el reino.

Los templarios fueron presos en España en 1308, y la autoridad civil se creyó en necesidad en todas partes de contener la ambición de aquella orden orgullosa; y el mismo Clemente V que la extinguió en 1312, dijo que este asunto no se podía tratar por trámites de un juicio ordinario, huyendo de los inconvenientes e imposibilidades de la audiencia, y movido del descrédito general de aquella orden, procedió a su extinción económica y provisionalmente en lo eclesiástico, así como los reyes lo habían hecho en lo temporal.

Los claustrales fueron echados de España por muy menores motivos en tiempo del gran cardenal don Francisco Jiménez de Cisneros, y nadie hasta ahora ha motejado el defecto de audiencia y de un juicio ordinario en semejante providencia económica.

San Pío V en 9 de febrero de 1571, extinguió la orden de los humillados, publicando sobre ello una constitución general, que es la 119 en el orden del Bulario de Laercio Cherubini, consistiendo su principal delito en que algunos individuos de la orden habían querido asesinar a San Carlos Borromeo su reformador, y tratado secretamente de esta conspiración, que no era universal de reino, estado o provincia; no era atentatoria de la vida de los reyes, ni los humillados habían propagado la doctrina del regicidio y tiranicidio, corrompido la moral, ni turbado el orden político del orbe, como los regulares de la Compañía.

Paulo V extinguió la orden de los jesuitas, y otros pontífices han obrado en la misma forma, sin que jamás para proceder a estas providencias haya habido ejemplar de una audiencia ordinaria, que eso sería levantar facciones y cismas en lugar de remediarlas; porque a ningún cuerpo faltan valedores y fanáticos a pesar de las mayores pruebas de su corrupción, y versan por otro lado intereses políticos y encontrados con que paliar y detener.

Queda, pues, en claro, que las providencias contra un cuerpo en general peligroso al Estado, conforme al derecho público recibido de todas las gentes así en lo civil como en lo eclesiástico, no admiten audiencia ordinaria y se procede por pura disposición económica, providencial y breve; y por haber tomado otra vía en Portugal publicando la reforma, que a instancia de aquel soberano decretó Benedicto XIV, se siguió en el día 3 de diciembre de 1758 el intentado parricidio, que será la vergüenza perpetua de estos regulares y el ejemplo más decisivo de la inutilidad de las reformas en los cuerpos corrompidos, y del riesgo que trae consigo la pretensa audiencia ordinaria.

En el tercero se supone que es efecto de un poder arbitrario el procedimiento contenido en la Real Pragmática de 2 de abril de este año, solo porque Su Majestad ha querido.

Bien se ve el paralogismo de una semejante insinuación dirigida a conturbar los ánimos e infundir horror al gobierno, no pudiendo por solo este concepto dudarse la fragua jesuítica en que se forjó este oscuro e infeliz papel.

Bien notorias y escandalosas han sido las conmociones del año pasado de 1766, y que por su concierto en medio del desorden no eran efecto de la casualidad, sino de la trama, y de la conjuración. Diciendo, pues, la Pragmática, que la necesidad de la propia defensa y la seguridad del Estado obligaban a tomar las providencias económicas que contiene, respecto a los regulares de la Compañía, es lo mismo que hacer modestamente notoria al público la urgentísima causa de su expulsión. Si el levantamiento de un reino, no autoriza al príncipe para echar de él a los que indisponen los ánimos para tales promociones, flaca y débil sería por cierto la autoridad soberana e insuficiente a sí misma.

En Francia, donde fueron citados los regulares de la Compañía, en razón de la perversidad de su régimen y doctrina, rehusaron comparecer temerosos de ser convencidos delante de unos magistrados rectos e iluminados, que les emplazaron varias veces para escuchar sus defensas; y en lugar de ellas llenaron la Francia de libelos famosos e injurias contra aquellos tribunales, cuyos libelos tradujeron en todos los idiomas principales de Europa, y señaladamente en España y dominios de Indias, para hacer sospechosa la fe y conducta de los parlamentos y aún del ministerio francés, estampando estas obras y circulándolas clandestinamente, lo que ha hecho perjudicialísimos efectos en España e Indias.

No contentos con esto, movieron a los obispos de Francia para poner en boca suya las defensas del Instituto, con el nombre de Pastorales del arzobispo de París y del de Auch, y de los obispos de Sarlat, Saint Pons y otros, que también se tradujeron al español y divulgaron furtivamente, en cuyas obras como producción de los jesuitas se aniquila la autoridad real e infunden máximas contradictorias a los principios más sanos del gobierno civil, respecto a los eclesiásticos, intentando hacer despreciable con estos el poder de los reyes y de sus magistrados.

En Portugal, dimanando la reforma de la autoridad Pontificia esparcieron mil calumnias contra Benedicto XIV suponiéndole lelo cuando dio el breve de reforma, levantaron al rey de Portugal y su ministerio las más horribles calumnias que produjeron en aquel reino las funestas resultas que se han tocado, y los jesuitas españoles haciendo la causa suya han compuesto, traducido y divulgado grandísimo número de obras impresas y manuscritas para conmover contra aquel gobierno.

En España hubieran deseado algunos de estos flancos para poder valerse de sus terciarios, y poner en uso las cartas de Hermandad, y profesiones en voto. Previno todo esto el gobierno: informose de la verdad y destruyó a estos molestos huéspedes con toda la humanidad posible, y la mayor que tal vez tendrá ejemplo en los faustos públicos, proveyendo a la congrua sustentación de cada individuo en particular, y sin molestar a ninguno en su persona, como lo califican las instrucciones y órdenes consiguientes a la real Real Pragmática.

¿En qué funda, pues, el obscuro autor del folleto italiano, que la humanidad está herida en estas providencias?

¿Es faltar a la rectitud echar del Estado una porción de hombres que está en contradicción con la tranquilidad de él y de que está convenido su régimen por mil maneras? Es faltar a la justicia el hacer examinar por ministros del Consejo supremo de la nación la conducta de estos regulares, antes de establecer cosa alguna respecto a ellos; y aun buscar el consejo de las personas más notables, experimentadas y circunspectas antes de conformarse con la consulta de los ministros de justicia?

Las leyes del reino ponen a los eclesiásticos que hablan mal del rey y del gobierno a la merced y disposición del rey. Se hicieron cargo los legisladores que las establecieron a petición de las Cortes generales que causas de esta naturaleza, cuando no se viene a pena ordinaria, o de último suplicio, tienen mucho riesgo de propalarse por algunos miramientos o reparos que solo puede discernir el gobierno, y quien más gana en que no se corra la cortina a los motivos de la expulsión es la Compañía, como lo verá en su tiempo.

Síguese de todo que no es el capricho y el trastorno de las leyes lo que ha dictado la pauta por donde se ha regulado la Pragmática-Sanción de 2 de abril, sino por el espíritu de las leyes del reino, y práctica de juzgar, pues los tribunales superiores, usando de la potestad económica toman semejante providencia con vista de procesos de nudo hecho, y por lo que resulta.

En el cuarto se supone, que ninguna potestad es absoluta y que todas están instituidas a hacer la justicia, y amar la misericordia, y eso es cierto, y solo peca en la aplicación que se hace al número siguiente.

Nadie podrá negar que sea justo echar del reino al que sea perjudicial dentro de él. Si el gobierno reputa por prueba que solo persuaden claramente ser perjudicial la subsistencia de los regulares de la Compañía por su doctrina, y el uso que se hace de ella, en este caso no solo es justa sino necesaria la expulsión, y sería injusto un gobierno que la dilatase, porque falta a la justicia, y a las leyes, entre las cuales tiene el primer lugar la que mira y atiende a la conservación del Estado por la conocida máxima de que Salus publica Suprema lex esto.

En estas causas de Estado es el bien público el que se atiende para purgarle de todo cuanto le daña con la mayor brevedad, actividad, orden y eficacia que sea posible, antes que el mal llegue a hacerse irremediable, y coja fuerza con la indolencia y disimulo. En las providencias tomadas lo de menos es la causa de los regulares de la Compañía, y lo principal y primario sentar y asegurar la tranquilidad pública, y esto era lo que pedía la razón y la justicia.

Es también muy cierto que se debe usar misericordia, pero esta sin justicia se llama fatuidad, dictado que no haría honor al gobierno, y dejaría un campo bien ancho a los que quisiesen perturbarle, sabiendo que la impunidad absoluta se había levantado con el concepto de una misericordia falsa. La verdadera misericordia consiste en tratar a las personas culpadas con toda aquella compasión que exige la humanidad, y permite la justicia, o exigencia de las cosas.

Según estos dos conceptos la Compañía era insoportable en España y sus dominios, la justicia dictaba echar sus individuos cuanto antes de entre la masa del resto de la nación española como miembros opuestos a su bien general.

La misericordia dictaba que esta expulsión se hiciese con decoro y con humanidad: díganlo los mismos extrañados, y cotéjese esta conducta con cuantas se hayan visto hasta aquí, y se reconocerá sobresalir la clemencia y generosidad de Vuestra Majestad.

Echados del reino, debían proveerse por sí mismos de asilo, y Vuestra Majestad se encargaba de buscársele en el Estado pontificio, donde le tienen los portugueses y franceses de este instituto, y en vez de agradecer el gobierno romano de la Compañía que con costosos convoyes fuesen llevados allí los individuos españoles, lograba por su ascendiente en el ministerio pontificio hacer esta odiosa distinción a un príncipe tan humano y generoso.

No retrocede de sus píos y caritativos impulsos, y entra en negociaciones hasta fijar asilo a los expulsos; y era bien notable que el gobierno de la Compañía, que hacía circular este miserable folleto en toda Italia tachase la piadosa conducta de Vuestra Majestad a vista de la suya, tan maquiavélica, y vergonzosa, guiada por fines mundanos, para poner en embarazos a la corte de España, atreviéndose a este mal paso porque estaban muy bien enterados los gobernantes de la Compañía y sus fautores que en Vuestra Majestad preponderaba la misericordia y la humanidad para no dejar abandonados los expulsos.

¿Quién creería que en personas religiosas revestidas del carácter sacerdotal, que afectan una exterioridad farisaica, y una distinción particular de las demás órdenes religiosas, se sacrificase el interés y bienestar de sus propios compañeros españoles, solo por poner en embarazos a nuestro gobierno? Esta conducta notoria debe convencerles a todos ellos de la perversidad de su régimen, que olvida hasta la caridad y humanidad con sí mismos sacrificándolo todo sus políticas y fines.

En el quinto había una horrible aplicación a Vuestra Majestad comparando las providencias de la Pragmática con la de mandar a sus vasallos que se hiciesen mahometanos, o como si destruyese todos los cuerpos civiles y religiosos del reino.

Que no pudiendo dudarse la oficina de semejante sátira, se deducían algunas obvias reflexiones.

La primera, que este cuerpo de orden no respetaba autoridad alguna sino cuando le tenía cuenta, y esta era la tacha que desde el principio de su fundación pusieron los varones píos y doctos a la forma de gobierno, y a los desmoderados privilegios de la Compañía que la enseñaron a ser insolente y desmedida.

Luego cuando Benedicto XIV puso la ley del silencio en Francia para cortar el cisma que allí levantaron estos regulares, llenaron de injurias a uno de los más dignos sucesores de San Pedro.

Que iguales bullicios levantaron en España en el reinado anterior para dejar sin efecto sus providencias sobre quitar del índice las doctas obras del cardenal de Noris, en que estaba descubierto su pelagianismo.

Que en Portugal sufrieron igual suerte las providencias del mismo papa en punto a la revelación del cómplice en la confesión sacramental, prescindiendo de las injurias vertidas sobre la bula de reforma.

Que no había quedado exento el papa reinante de iguales apóstrofes con motivo de la condenación de las obras ateas y antitrinitarias de los padres Juan Haudivier e Isac Berruyer, y mayores fueron aún las sátiras contra el mismo pontífice Clemente XIII luego que aprobó las obras del venerable don Juan de Palafox, obispo de la Puebla y de Osma, en las cuales demostraba la corrupción de este cuerpo en su doctrina teológica, en su moral, en sus costumbres y en sus máximas funestas a toda la Iglesia y al Estado.

Que sería desmentirse a sí mismos estos regulares, si en la ocasión presente guardasen moderación y silencio, y así por ser consiguientes, no solo atacan a la Pragmática-sanción de 2 de abril titulándola extraña e inaudita, sino que también ponían su boca contra Vuestra Majestad olvidados de lo que aconsejaban las divinas Escrituras. Su máxima constante había sido, y era sostener un delito con otro, acreditarse de indóciles a toda autoridad, e incorregibles a pesar de tantos desengaños, amonestaciones y providencias a que habían dado lugar en todos tiempos y naciones.

Otra reflexión era, que el espíritu de la Compañía en todas partes se manifestaba el mismo; prescindiendo de reyes, de tribunales, de naciones, de papas, de obispos, de las demás órdenes, y lo que era más, de los dogmas católicos de la moral cristiana, y de la hombría de bien, marchando intrépidamente a sus fines por todo género de medios.

Que no obstante que los jesuitas españoles expulsos se hubiesen hallado fuera de estado de escribir, y formar este libelo, el régimen de Italia toma la causa por suya, y le esparce por todos los ángulos de aquella región.

Que se olvidaba del capítulo de la Pragmática que mancomuna al cuerpo, sabida la unidad de su modo de obrar en la responsabilidad de estas sátiras, pero todo lo arriesgaba esta Compañía tenaz, cuando se trataba de venganzas, sin reparar en especie alguna de insultos.

Por eso dedujeron bien todas las personas y tribunales ilustrados, que en la Compañía, a diferencia de otras órdenes y cuerpos, aquellos delitos jamás eran la obra del particular, sino del espíritu y coligación facciosa de toda la sociedad empeñada en precipitarse por sí misma y en estimular a todas las potestades legítimas para que liberten al orbe de un monstruo semejante, que debelado en la mayor parte del orbe católico, intenta como una hidra reproducirse en su misma ruina.

Que no era menos digno de atención el sentimiento de la pena de lesa-majestad impuesto en la Pragmática a los que quebrantasen el silencio. Todos los tribunales del reino, las ciudades de voto en Cortes, con la Diputación general, todos los arzobispos, obispos, prelados, inferiores, tenían aceptada esta Pragmática y puesta en ejecución. Todos los vasallos la habían recibido con el respeto debido a las leyes de Vuestra Majestad: a nadie le era molesto este silencio, porque todos reposaban en la equidad y justicia del gobierno, y con todo, en aquella sátira dirigida al Gacetero de Londres, se sentía mucho esta ley. ¿Quién podía ser sino un escritor de la Compañía el autor de un tal resentimiento?

Que se diría tal vez, podría ser algún individuo de otra orden religiosa por el recelo de experimentar los efectos de una semejante providencia llamando por este medio a las demás órdenes para hacer causa común; pues sin embargo de haber sido los enemigos más intensos de ellas los regulares de la Compañía como se veía en el Gémitus Columbæ de Belarmino, y en la historia de Fray Gerundio del padre Isla, habían procurado unirse cuando les había venido a conveniencia propia, y lo acababan de hacer en Filipinas para sostener las pláticas predicadas contra el gobierno inductivas de sedición por el padre Puig.

Pero sería injuria manifiesta y calumnia contra las demás órdenes que habían dado en estas ocurrencias de obra, de palabra, y en sus circulares impresas las pruebas más demostrativas de su subordinación y respeto al gobierno, y de su tierno amor a nuestro augusto monarca y a toda su real familia, y si uno u otro se había apartado de tan sanos principios, que había sido rarísimo, a la menor insinuación se había remediado por los mismos superiores condignamente. En vano, pues, este autor oscuro excitaba las demás órdenes, cuya doctrina y moral distaba mucho de caer en excesos que les atrajesen una providencia general de esta especie.

Que no parecía muy fundado el otro principio de disputar contra la Pragmática-sanción de 2 de abril, que el autor del folleto quería dejar libre y expedito, porque si un príncipe dejaba libertad a sus súbditos de disputar a su arbitrio y capricho contra las leyes públicas, sería lo mismo que autorizar al particular para despreciar las leyes, o admitirlas o repelerlas a su antojo.

Por monstruoso que pareciese este sistema, se hallaba adoptado en los moralistas de la Compañía, que defienden no ser obligatorias en el fuero interno las leyes civiles, que era uno de los horrores de que había convertido su Doctrina moral fray Vicente Mas, dominicano, en la obra intitulada: Incomoda probabilismi.

De lo antecedente se descubría con evidencia, que la doctrina y máximas del folleto son originarias de la Compañía, y ahora debía advertirse de paso el principio constante de su gobierno de prescindir de toda nación y de toda potestad que la de su general.

Que se hacían risibles estos miserables individuos del género humano que solo hablan de leyes, de justicia y de equidad para alterarles el sentido cuando sus instituciones esclavizan no solo sus cuerpos sino sus entendimientos y acciones, y eran unos instrumentos indefectibles tanto para las virtuosas, como para las ruines y pecaminosas, siendo ley única la voluntad del que manda, que todo lo puede respecto al súbdito, y éste nada respecto del superior.

En el sexto, se hace un apóstrofe a los ingleses para hacerlos conocer que la España en su gobierno originario era Gótica, esto es, el poder supremo se templaba por las cortes generales, y no se alcanzaba a que trajese el jesuita italiano aquella especie a la memoria, sabiendo la equidad, la justicia y el celo patriótico que animaban el gobierno español, que tal vez hoy era uno de los más paternos y atentos al bien público.

El recordar aquel origen, no podía ser sino un acto que conspiraba a sediciones y mutaciones, y así era otra prueba demostrativa de que el espíritu de sedición observado en España el año pasado, en cuyos escritos se hablaba algo de concilios nacionales, y otras cosas que aunque buenas eran intempestivas y muy perjudiciales a la sazón, no era peculiar inspiración de uno u otro de los jesuitas españoles, sino máxima general infundida por todo el cuerpo y régimen de la Compañía para mover al pueblo a cosas nuevas, y aprovecharse de la confusión que aquello traería.

Prosiguiendo el papelón que Felipe V, augusto padre de Vuestra Majestad fue preferido a la sucesión del trono con dos calidades, de procurar el bien público de la nación y conservar íntegros los dominios de la Monarquía.

Que aquello apelaba a hacer condicional la sucesión del Trono, y no derivada de un derecho legítimo y hereditario que la hacía constante, y era el mayor bien que podía tener una monarquía para evitar las catástrofes y males que traía la elección gótica de Polonia, o la sucesión arbitraria de Prusia.

De modo que según aquel obscuro escritor, faltando las dos condiciones cesaba el otro de reinar y la obligación de obedecer.

Que en el tumulto se suponía tiranía en el gobierno, y el derecho del pueblo, no solo para no obedecer, sino la doctrina del regicidio y tiranicidio para matar, deponer, o exterminar a los que gobernaban, inclusa la suprema cabeza del Estado.

Que se quejaba el obispo de Cuenca de la pérdida de los desiertos de la Florida, y a aquello apelaba la segunda condición de conservar enteros los dominios españoles: de suerte que si por revés de la fortuna, cobardía, o impericia de un general, o turbación en una menor edad se perdiese alguna plaza, o provincia, cesaba en la augusta casa el derecho de reinar y en los españoles la obligación de obedecer.

¿Quién había oído tan horribles doctrinas y máximas? ¿Es menester apurar el discurso para conocer los delitos, y el espíritu de rebelión de la Compañía en España? Bastaba y aun sobraba para demostración evidente de su modo de pensar aquel país, que aunque obscuro, apoyándose en la Constitución fundamental de España, tiraba a conmover los pueblos para transformarla juntándoles como esclavos, suponiendo que desde Felipe V acá se habían transformado en tales, siendo antes pueblos libres.

Que las palabras con que finalizaba este sexto número decían a la letra lo siguiente: Tenían estos pueblos (habla de las provincias de la monarquía española) un verdadero y reconocido derecho o jus de pensar y gobernar por sí mismos, pero ahora se les dice que no toca a ellos hacer juicio e interpretación sobre los mandatos del Soberano, lo cual es reducir a estos pueblos a la condición de los esclavos más miserables.

Que poca interpretación era menester para inferir que el libelo dirigido al gacetero de Londres se encaminaba a inspirar a aquella nación estas especies sediciosas, y halagüeñas al vulgacho en tiempos turbados para hacerle odioso al gobierno de la real y augusta casa de Borbón, y autorizar a los particulares para que se levantasen contra el gobierno, fingiendo tocarles el derecho de legislación cuando este había sido siempre propio de los soberanos, a representación de las Cortes, o del Consejo cuando han estado disueltas.

Que no era cierto que la augusta casa de Vuestra Majestad hubiese abolido este derecho, pues Felipe V las juntó en el año de 1713 para establecer la Pragmática-sanción que trata del orden de suceder en la corona, prescindiendo de la convocación para la jura, pero la mira de los que sembraban estas voces no se detenía en la exactitud de los hechos y se encaminaba a los fines de perturbar y conmover.

Que concluía finalmente el anónimo, conmoviendo a los padres, hermanos, y parientes de los expulsos para excitarlos a romper la ley del silencio, y hacerles tomar interés en la causa. Quieren alucinar, sin hacerse cargo que estos regulares murieron para el mundo con la profesión, y que a sus parientes les era indiferente la suerte de la Compañía, así como ésta no solo se burlaba de la parentela apoderándose de los bienes del que profesaba, sino también de todos los jesuitas españoles; procurando el general y sus compañeros impresionar al papa para que impidiese a los jesuitas españoles desembarcar en el Estado Pontificio obligándoles a vaguear en el mar hasta su desembarco en Córcega en el mes próximo de julio.

Que no era de admirar tampoco se valiesen del gacetero de Londres para propagar estas especies sediciosas, pues también se valieron del de Ámsterdam para pintar a su modo el tumulto de Madrid, cuyo papel original tenía a la vista el Consejo en la forma más auténtica.

Que cuando expelían los superiores de la Compañía a un individuo aunque fuese sacerdote, le enviaban incongruo, y suponían no estar obligados a dar causa ni asignarle cantidad alguna para sus alimentos. Vuestra Majestad dice en su Pragmática y al Consejo, constaban las gravísimas causas, tenerlas urgentísimas para su providencia, y además asignaba una pensión alimentaria a todos, viese ahora el impostor que había forjado el escrito, si Vuestra Majestad, y el ministerio eran más equitativos que el gobierno de su decantada Compañía, que hecha a mandar despótica las personas que la componen quiere ejercer el mismo despotismo en las naciones.

Que en el papel de remisión se advertía no constar que en las Gacetas de Londres se tocasen tales especies, y esto probaba la malicia y artificio con que el régimen de la Compañía había divulgado en Italia esta sátira para impresionar los ánimos en aquella región.

Que en estos términos entendía el fiscal de Vuestra Majestad, que con arreglo a las especies que iban indicadas, convenía formar una respuesta anónima en italiano, que impresa se hiciese correr y circular para desengañar a los incautos, y desvanecer las falsas ideas que se pudiesen tomar por los que no estaban bien en los hechos, con sola la advertencia que en el número sexto se tocasen las especies superficialmente porque no todos entendiesen la malicia del folleto, y no era útil abrir los ojos a los que estén ignorantes, pero a la verdad eran fundamentalmente dignas de tenerse en la memoria estas expresiones, que coincidían con las oídas en el tumulto de 23 de marzo del año pasado, y no dejaban duda en la unidad de pensar del general, y la Compañía en cuerpo con los individuos de ella en España, y debía reencargarse mucho a los ministros de Vuestra Majestad en las Cortes de Italia estén alerta para recoger los papeles que salgan impresos y manuscritos para que bajo de mano se vayan haciendo patentes sus imposturas: en el supuesto cierto de que esta orden no cesaría de turbar hasta que sea extinguida del todo, como el fiscal de Vuestra Majestad lo tenía manifestado en sus respuestas, y lo manifestaría más ampliamente en la que estaba formando con motivo del oficio pasado de orden de la corte de Francia a Vuestra Majestad.

El Consejo extraordinario, Señor, se conforma en todo con cuanto propone el fiscal de Vuestra Majestad, y sin retardar la extensión de la Apología que propone, es de parecer se pregunte al príncipe de Maserano, si en las Gacetas que se citan de Londres de 6 de mayo, o en otras, se halla algo de lo que contiene este papel; a cuyo fin acompaña copia, que convendrá no se divulgue por ahora en Inglaterra hasta que salga nuestra Apología anónima en italiano: dignándose mandar Vuestra Majestad avisar al Consejo de lo que responda el embajador.

Vuestra Majestad resolverá lo que sea de su real servicio.– Madrid 23 de agosto de 1767.– Hay cinco rúbricas, que según resulta en el margen de este documento, son del conde de Aranda, presidente, don Pedro Colón y Larreátegui, don Miguel María Nava, don Andrés Maraver y Vera y don Luis de Valle Salazar. Es copia.

Oficio o real orden del marqués de Grimaldi a don Manuel de Roda.

Vuelvo a V. S. la adjunta consulta del Consejo extraordinario sobre el folleto satírico esparcido en Roma con el título de Extracto de la Gaceta de Londres, habiendo escrito al príncipe de Maserano lo que en su vista y con la orden de Su Majestad acordamos V. S. y yo cuando me las entregó, e igualmente se repetirá a los ministros de Italia el encargo que previene el fiscal.

Dios guarde a V. S. muchos años como deseo.– San Ildefonso 6 de setiembre de 1767.– El marqués de Grimaldi.– Señor don Manuel de Roda.



III
Copia de consulta original del Consejo extraordinario de 26 de setiembre de 1767 sobre la abolición de las congregaciones y hermandades en todas las casas y colegios de los jesuitas en los dominios del reino.

(Archivo general de Simancas, Negociado Gracia y Justicia, Legajo núm. 667.)

El conde de Aranda, presidente; don Pedro Colón de Larreátegui, don Andrés Maraver y Vera, don Luis de Valle Salazar, don Pedro León y Escandón, don Bernardo Caballero y el marqués de San Juan de Tasó.


Señor:

En representación de 20 de este mes hizo presente al Consejo el vizconde de Palazuelos, gobernador de la villa de Ocaña subdelegado para la ocupación de temporalidades del colegio que en ella tenían los regulares de la Compañía del nombre de Jesús, la instancia que hacía la hermandad de Nuestra Señora de la Asunción, erigida en el mismo colegio, pretendiendo la entrega de diferentes pinturas y muebles que tenían en su capilla, y los regulares pusieron en el claustro y otras oficinas, y otros comisionados han representado en varias incidencias tocantes a dichas congregaciones. Pasada al fiscal de Vuestra Majestad, don Pedro Rodríguez Campomanes, dicha representación, con su vista, expuso en respuesta de 25 de este mes: Que las congregaciones establecidas en las casas y colegios de la Compañía dimanan de su instituto y carecen de aprobación real, requerida pro forma en la ley 3, tit. 14, lib. 8 de la Recopilación, y les falta también por lo común la licencia del ordinario, careciendo por lo mismo de existencia política en el reino.

Que los individuos de estas congregaciones eran en gran parte gentes dominadas por estos regulares, y no pocas de ellas ilusas y fanáticas, habiendo en todas partes ejemplo de lo pernicioso de estas congregaciones domésticas, como sucedió en Génova en tiempo de Paulo V.

Que la existencia de estas congregaciones mantenía una especie de jesuitas externos de ambos sexos, y de todas profesiones, y debían quedar abolidas conforme al espíritu de la Pragmática-sanción de 2 de abril para disipar de todo punto una especie de juntas ilícitas y clandestinas sospechosas al gobierno y contrarias a las leyes del reino.

Que además de estos defectos tenían el de no ser necesarias, y el de no poderse dirigir según el espíritu de los prefectos que les daban toda su esencia y vigor ejerciendo en ellas un absoluto despotismo.

Que por otro lado algunas de ellas habrán sido miradas como supersticiosas, y no había nada que las recomendase faltando sus directores, que en su unión fundaban más bien ideas políticas que religiosas.

Que finalmente a los fieles les quedaban sus parroquias y otras iglesias y cofradías en que alistarse, y así procedía que el Consejo consultase a Vuestra Majestad por punto general la absoluta abolición de todas las congregaciones establecidas en las casas de los regulares de la Compañía, con prohibición a los congregantes de volverse a juntar en cuerpo de tales, debiendo acudir a sus parroquias a los ejercicios de religión y alistarse los que quisiesen en otra cofradías aprobadas, librándose en su consecuencia la provisión circular conveniente.

El Consejo extraordinario, señor, se hace cargo de los graves fundamentos expuestos por el fiscal de Vuestra Majestad, conoce que todas estas congregaciones y hermandades fundadas en las casas y colegios de los regulares de la Compañía del nombre de Jesús, no solo están erigidas en expresa contravención de la ley 3, tit. 14, lib. 8 de la Recopilación, y por lo mismo les falta la aprobación real; sino es que carecen asimismo muchas de ellas de la licencia del ordinario eclesiástico, y aun contra algunas y su objeto se hallan decisiones formales de la santidad de Benedicto XIV, y otros papas celosos.

Las personas que las componen pueden, aunque no universalmente, conceptuarse como una especie de jesuitas externos de ambos sexos, y de todas profesiones y clases, en especial mujeres adictas ciegamente a los regulares de la Compañía, cuyas máximas y espíritu seguían indiscretamente sin elección ni descernimiento, de que no hay pocos ejemplares en las pesquisas reservadas y otras noticias de todos tiempos, y por otro lado semejantes congregaciones no son necesarias, ni puede expelida la Compañía continuar su existencia política en el reino y sus dominios ultramarinos.

Por estos fundamentos y demás que expone el fiscal de Vuestra Majestad, con cuyo parecer se conforma en todo el Consejo; es de dictamen se proceda, conforme al espíritu de la Pragmática-sanción de 2 de abril de este año, a la absoluta abolición de todas las referidas congregaciones y hermandades fundadas en las casas de los regulares de la Compañía, tanto de estos reinos como de los de Indias e islas adyacentes, prohibiendo a los congregantes el que vuelvan a tener juntas en cuerpo de tales, debiendo acudir a sus parroquias a los ejercicios de piedad y devoción, y alistarse los que quisieren en otras cofradías aprobadas; y que para la ejecución uniforme en todo el reino, se expida la provisión circular conveniente, no impidiendo esto el que si entre tantas se hallase alguna erigida con permiso real, cuyas circunstancias especiales la hagan acreedora de continuar, la atienda el Consejo con conocimiento formal de causa, y trasladándose a otra iglesia según estime útil, debiendo siempre ser catedral, colegiata o parroquial precisamente.

Vuestra Majestad resolverá lo que sea más de su real servicio.– Madrid 26 de setiembre de 1767.– Hay siete rúbricas.



IV
Carta del embajador español en París al marqués de Grimaldi.
París 3 de octubre de 1772.

(Del Archivo del Ministerio de Estado.)

Muy señor mío. Aprovecho de la ocasión que me presenta la partida del príncipe de Maserano para escribir a V. E. esta carta con libertad. En el mismo día en que recibí el correo Villa que me trujo la expedición de V. E. de 21 de setiembre, envié al duque d'Aiguillon la carta que el rey escribía al Rey Cristianísimo relativa al negocio de la extinción de los jesuitas, y conformándome con lo que me prevenía V. E. en uno de sus despachos de aquella fecha, le escribí un billete en que le decía únicamente que me había llegado un correo extraordinario y con él aquella carta, y otra de la princesa de Asturias para el Rey Cristianísimo, y que le suplicaba que pusiese una y otra en manos de S. M., a que me respondió haberlo ejecutado puntualmente.

Al día siguiente, luego que lo vi en Versalles, me dijo que había leído el rey la carta en su presencia, y que había quedado algo sorprendido al ver el asunto, como quien no la esperaba, preguntándole inmediatamente si no se habían dado ya las órdenes bien precisas al cardenal de Bernis para que acompañase a nuestro ministro en Roma en cuantos pasos fuese necesario dar para llevar adelante la instancia de la extinción, a lo que él había respondido, que se le habían dado y repetido con toda claridad, y que por lo demás, no sabía qué motivo podía ahora tener el rey para escribir de nuevo a S. M., que yo le había enviado simplemente dicha carta sin decirle otra cosa sino que la pusiese en sus manos.

Como yo dijese al duque que V. E. me decía haberse el rey nuestro señor prestado con gusto a escribir dicha carta, luego que había sabido la deseaba el duque, según había manifestado al señor conde de Fuentes, y creyendo por otra parte muy conveniente el medio de repetir las instancias a este soberano, me respondió que seguramente lo era; pero que se hubiera él alegrado que hubiese sido algo más fuerte, y que el rey nuestro señor hubiera pedido en ella al rey su primo, que no solamente le acompañase en la solicitud de la extinción, sino que la pidiese también por sí solo al papa, de manera que se quitase aquí y en Roma a los parciales de los jesuitas el motivo de decir que la Francia no estaba tan empeñada como parecía en la extinción de la orden, y que solo obraba por acompañar a la España; a lo que respondí al duque, que éste era un razonamiento falso de parte de los referidos parciales, pues prescindiendo de si sería mejor el que la Francia pidiese por sí sola la extinción como empeño propio, a más del de acompañar a la España en una causa común, parecía que no podían ignorar aquí ni en Roma, que el rey Cristianísimo deseaba muy de veras la extinción, no solo como quien ayudaba a la instancia del rey su primo, sino también por sí mismo, y que de cualquiera manera que se considerase el asunto, el empeño era común a las cortes de la augusta casa, aunque el rey nuestro señor fuese el principal actor.

Por el discurso de la conversación me pareció también que hubiera deseado el duque d'Aiguillon no se le hubiese dicho en la carta, que el rey no solo no quería mal a los particulares de la Compañía, sino que se alegraría de contribuir a su bienestar, pues en sustancia, me añadió este ministro, el cuerpo de la Compañía se compone de los particulares, y si hace en general la apología de éstos, aunque sea como de particulares, no queda contra quién decir mal; a esto le repliqué que aquello no quería decir otra cosa sino que había varios jesuitas en la orden que seguramente no eran culpados, y a quienes no había motivo para no desearles bien como a particulares; pero lo que no se podía aprobar ni dejar existir, era el instituto y el orden entero, y que esta distinción se había hecho en todos tiempos y era aplicable a todos los cuerpos. De todo esto inferirá V. E. que este ministro desea de veras que el negocio de la extinción se concluya felizmente, para triunfar de esta suerte de sus enemigos, que en el día son los parciales de los jesuitas. No falta quien lo crea, aun en su interior, algo apasionado de ellos por sola la razón de no haberse manifestado contrario antes de su ministerio, ni cuando estaba en su comandancia de Bretaña, igualmente que por su enemistad con el duque de Choiseul, que siempre pasó por muy contrario a los jesuitas; pero sea lo que fuese del antiguo modo de pensar del duque d'Aiguillon, hoy no se puede razonablemente atribuirle inclinación a jesuitas, ni dudar que sus deseos en cuanto a la extinción de la orden no sean enteramente sinceros: lo que yo creo firmemente es, que en los tiempos pasados no tuvo afición ni oposición particular a los jesuitas; pero que después que es ministro, les es muy opuesto por interés propio; que se alegraría mucho de ver extinguida la orden, y que contribuiría a ello en cuanto esté de su parte.

Me pidió muy particularmente este ministro que no hablase de la carta del rey, ni de cosa que tuviese conexión con ella por el correo ordinario, a que le respondí que estuviese bien asegurado de ello, tanto de mi parte y de la de V. E., y que lo estuviese también de que se tendría siempre el mayor cuidado de no comprometerlo aquí ni en Roma con motivo de las especies que nos confiase.

Habiéndome dicho el embajador de Nápoles que le había hablado el duque de la carta del rey, le pedí no escribiese nada a Nápoles por el correo ordinario, pues me había encargado muy particularmente no hablase del asunte ni de cosa que pudiese tener conexión con él sino con ocasión extraordinaria.

Creo deber repetir a V. E. lo que le dije en una de mis cartas de 18 de setiembre núm. 257, esto es, que el duque de Aiguillon está siempre en el recelo (en que sin duda lo han puesto las cartas de Roma) de que pensábamos en algún proyecto de reforma de la Compañía, o de reducción a congregación, en vez del de la absoluta extinción. Le he vuelto a asegurar con toda firmeza que no lo creía, pidiéndole que no diese crédito a semejante especie, y repitiéndole las mismas reflexiones que le tenía hechas; pero he conocido que sin embargo de todo, no se ha aquietado enteramente este ministro; y como me he imaginado que su inquietud nacía del aviso que habrá podido darle el cardenal Bernis acerca del papel de apuntaciones que quiso dar al papa el señor Moñino en su última audiencia de que habla este ministro a V. E. en su despacho de 3 de setiembre, y de que también me informa V. E. en carta de 21 del mismo, me ha parecido decirle que me figuraba de qué dimanaban sus recelos, y que sin duda sería de un papel de apuntaciones que había querido entregar a Su Santidad nuestro ministro: y que V. E. me decía no saber el contenido de este papel, pues Moñino no había enviado copia de él, pero que por lo mismo no se debía estar con la mas mínima inquietud, y que solo se debía pensar que como en calidad de letrado y de fiscal del Consejo estaba menudamente instruido de nuestros negocios pendientes con Roma, tal vez habría querido dar al papa algunas especies que pudieran animar su genio pusilánime y servirle para facilitar los medios de hacer lo que se desea; a lo que me pareció añadirle que como el mismo Moñino estaba instruido del destino que se había dado en España a los bienes y fundaciones de los jesuitas, quizás si había previsto en el papa algunos embarazos sobre este punto capaces de retardar la resolución principal, había creído conveniente sugerirle algunos medios para ayudarle a salir de ellos en este punto: que por lo demás V. E. me añade que si Moñino enviaba alguna mayor explicación acerca del referido papel de apuntaciones, me instruiría de ella V. E. para que se lo hiciese saber. Con este motivo se extendió bastante el duque d'Aiguillon sobre lo muy perjudicial que sería pensar en moderación ni en reforma, y por fin en proyecto ninguno que no fuese la extinción total y absoluta de la orden, pues si se reducía a congregación o reforma bajo cualquier título que fuese, siempre conservaría en su interior el antiguo instituto; iría ganando terreno con el tiempo, y al cabo de años, y esperando circunstancias favorables, volvería a renacer la Compañía de la misma manera y con el mismo espíritu que había existido: le respondí que yo pensaba enteramente como él y le repetí estuviese seguro de que lo que se solicitaba y debía solicitar, era la extinción total de la orden, y que el rey y nuestra corte eran incapaces de variar en el sistema establecido, sobre todo sin ponerse antes de acuerdo con el rey su primo.

Me habló después de las amenazas con que escribían de Roma se quería intimidar al papa por nuestra parte, si no cumplía lo que había prometido, añadiéndome que no sabiendo a qué se reducían, le había preguntado el rey qué significaban estas amenazas, porque él no quería entrar en un cisma, a lo que el duque había respondido que creía ser relativas dichas amenazas a varios puntos de jurisdicción, de reformas de órdenes religiosas, o de nunciatura, cosas que no tenían que ver con la religión; yo le dije que me parecía había respondido muy bien, que no sabía se hubiese hasta ahora amenazado al papa, pero que no ignoraba que en España, más que en parte ninguna, había aun mil abusos que se consentían por pura tolerancia a la corte de Roma, los cuales, si se reformaban como se debiera, cercenarían mucho la jurisdicción de la curia, y disminuirían sus intereses, que por eso nadie estaba más que nosotros en el caso de poder amenazar a Roma siempre que quisiésemos con asuntos que interesaban mucho a aquella corte, y que eran enteramente independientes de la religión.

Concluí la conversación con este ministro, diciéndole le informaría de la correspondencia del señor Moñino, que V. E. me había enviado, y que esperaba que con ella quedaría no solamente tranquilo, sino contento del vigor y del acierto con que se conducía aquel ministro nuestro. Le añadí que según había visto en sus cartas y en las que V. E. me escribía, lo estábamos y lo debíamos estar de nuestra parte de la conducta actual del cardenal de Bernis.

En otra carta digo a V. E. del modo con que he dado cuenta al duque d’Aiguillon de la referida correspondencia.– Dios guarde, &c.

P. D. Creo deber decir a V. E., que dos personas me han hablado ya de la carta que el rey ha escrito al rey Cristianísimo. Que se sabe el asunto, y que Su Majestad mismo lo ha dicho a algunos de su confianza. No creo haya en esto inconveniente alguno, pues siempre producirá buen efecto el que se sepa por este soberano el empeño del rey su primo, y por consiguiente el suyo. No será extraño que el mismo duque d’ Aiguillon lo haya también dicho a sus amigos, a fin de que se sepa no puede excusarse de escribir con todo vigor al cardenal de Bernis.



V
Confidencial del conde de Floridablanca al señor marqués de Grimaldi.
Roma, 13 de enero de 1774.

(Del Archivo del Ministerio de Estado.)

Excmo. señor y mi venerado dueño. Llegó el correo pasado como todos los antecedentes, después de la salida del extraordinario de Nápoles. Dudo que el de esta semana llegue a tiempo de responder a las cartas, y así me anticipo a decir a V. E. lo que ocurre, con la extensión que piden las circunstancias actuales.

El agente imperial que acaba de llegar de Viena, después de algunos meses que pasó con licencia a aquella corte, me ha buscado para hablarme con reserva de las intrigas jesuíticas; he colegido que tenía insinuación de algunos ministros de la emperatriz, para verme y tomar luces y darme otras relativas a los extinguidos. Según el contexto de la conversación, el confesor de aquella soberana, el secretario de Estado Kaunitz, el barón de Binder y otros piensan bien; pero Migazzi se ha hecho cabeza de partido, y quiere en alguna manera resucitar los difuntos. Eurico Kereus ex-jesuita, obispo de Ruremunda, y electo ahora de Neustadt, es el genio intrigante a quien temen todos. Fue el director del establecimiento del colegio Terenano: ha sido nombrado consejero íntimo, y con su talento y artes, después de haberse insinuado en el ánimo de los príncipes, se da el aire de candidato para el primer ministerio o para el confesonario. Como es grande el partido de damas y señores de la corte por el fanatismo y laxismo jesuítico, quieren los ministros ser iluminados para destruir las cábalas. He procurado dar al agente algunos hechos, y en general le he podido decir, que aquí entre los papeles del abate Ricci se encontraron correspondencias en Viena, que acreditaban el poco secreto y fidelidad de algunas personas que rodeaban a Su Majestad Cesárea; pero no he dicho más, porque no lo sé, ni el papa quiere encender fuego, ni persecuciones. El mismo juez de los procesos que se hacen aquí, monseñor Alfani, es quien me lo ha revelado en confianza, y con la misma lo digo a V. E. sin haber citado el sujeto al agente. Bueno será que V. E. instruya reservadamente a Mahoni de lo que contienen mis cartas de oficio sobre estampas, libros y cartas del vicario apostólico de Beslau, y sobre la del Elector de Maguncia, de que di cuenta a V. E. con fecha de 2 de diciembre del año próximo, para que sin darse por entendido de mi conversación con el agente, ilumine aquel ministerio de las artes, cismas y enredos que fragua el cuerpo jesuítico, y de los inicuos medios de que se vale para turbación de la Iglesia, de las conciencias y de los Estados.

Por la misma carta del elector de Maguncia, y la que le acompañaba escrita en francés, aunque con data de Roma de las que le remití copia a V. E. con la referida fecha de 2 de diciembre, habrá visto el cisma que preparaban los autores con los príncipes de Germania. Cuando en dicha carta francesa vi que los jesuitas prometían al elector la unión de más de cien obispos, recelé que fuesen de Francia, por algunos desahogos que vinieron aquí en otras cartas particulares; pero después he visto copia de una que me mostró el cardenal de Zelada de un obispo de Francia, bien que venía suprimido el nombre, en que se ve claramente que aquel clero medita en la Asamblea próxima alterar la quietud de la Iglesia, de la Santa Sede y del reino, haciendo apelar a la decisión pontificia o resucitando una especie de cuerpo jesuítico en los dominios del rey Cristianísimo. Tengo otros fundamentos fuertes tomados de otras cartas de un ex-jesuita, que estimulado de la conciencia va revelando algunas cosas importantes; y empiezo a temer que si Su Majestad Cristianísima no tiene una gran firmeza, arriesgará su propia quietud, la de las conciencias de sus vasallos y mucha parte de la que empieza a gozar la Iglesia. Cuando aquel monarca ha extinguido gloriosamente el formidable poder de los parlamentos antiguos, no debe sufrir otro más terrible que quiere levantarse sobre aquellas ruinas, uniendo el clero con el jesuitismo y sus terciarios. Este sería tanto más peligroso, cuanto ahora falta una fuerza opuesta como la de aquellos parlamentos que ponía en equilibrio la máquina, y recibirá el soberano, o se expondrá a recibir la ley de unos hombres que con la máscara de la religión y la piedad quieren fascinar a los príncipes y gentes honradas y de candor para llevar su ambición al más alto punto. Perdone V. E. que me dilate sobre una materia que cubre mi corazón de terror al considerar las consecuencias que puede producir en el floridísimo reino de Francia, nuestro aliado y amigo, y las amargas resultas que pueden tener si no se precaven. Una ley de silencio impuesta al clero y a todos, y una constancia regia para hacerla observar, dará la quietud que se busca; como la misma Francia ha experimentado con igual silencio en otras materias más críticas y escrupulosas.

Quieren impugnar el Breve del papa, según las cartas que he citado, con varias razones y pretextos que mendigan los espíritus inquietos; y que siempre han hallado los genios turbulentos para combatir las decisiones y aun los dogmas recibidos universalmente. Quieren que el papa haya carecido de libertad, habiéndose tomado cinco años y más de tiempo para resolver esta materia, y examinádola desde los principios que tuvo dos siglos ha en los tiempos de Paulo IV, Pio V y Sixto V. Un papa que ha visto las resoluciones tomadas por Inocencio XI, cuya beatificación se trata: Inocencio XIII y Benedicto XIV el Grande; todas las cuales quisieron aniquilar este cuerpo rebelde a la Iglesia, a los papas y a los príncipes, y aunque comenzaron, dejaron de fenecer la obra por el poder desmesurado de que gozaban los extinguidos: un papa, digo, que ha visto todo esto, lo ha citado con piedad y ha callado por la misma los gravísimos desórdenes y pruebas instrumentales que ha hallado en los últimos tiempos: un papa, repito, que ha examinado tantos hechos, no ha procedido sin libertad, y los príncipes que han estimulado al examen y a la resolución, jamás se la han quitado. V. E. ha visto en toda mi correspondencia que desde el primer día que hablé a Su Santidad le hallé impuesto tan menudamente de los daños jesuíticos, que me admiré y extrañé su detención, y aun la acusé como peligrosa en conciencia y justicia. He visto, sin embargo, que Su Santidad quería arreglar la pacífica exención, para que al arrancar el árbol de las discordias, no causase algún estrago al tiempo de su caída.

Hay valor en algunas cartas para decir, si el papa ha sido llevado del interés de las restituciones de Aviñón y Benevento; pero protesto delante de Dios ser cierto cuanto V. E. ha visto en mi correspondencia: a saber, que el Santo Padre siempre ha tenido el lenguaje constante de no querer hacer pactos ni tráficos en este ni otro asunto. Si algunas gentes de la curia han sido capaces de pensar de otro modo, el Santo Padre ha estado muy distante de tan bajas ideas.

Se dice que no se publican los delitos y causas de la extinción, abusando de la piedad del padre común de los cristianos que por la paz y caridad calla; pero dice lo bastante para que todos vean su equidad y justicia. Los malos católicos que no creen al vicario de Cristo que asegura tener causas gravísimas y refiere las que tuvieron sus más santos y doctos predecesores, ¿le creerán por ventura cuando las especifique? ¿Han creído o mostrado creer los atentados de Portugal, aunque publicados por aquel soberano? ¿Confesaron los de Inglaterra publicados por Jacobo I y hallados originalmente ahora en el noviciado romano? ¿Creyeron a tantos papas sobre los ritos de China y Malabar, y sobre las opiniones laxas destructivas de la moral cristiana y de la sociedad de los hombres? Sin duda quieren que el papa hable para armar un pleito sobre cada hecho, y a fuerza de voces y disputas confundir la razón con el rumor y turbar la paz y conciencia de los fieles ignorantes.

El papa, añaden, no ha oído a los cardenales, como si la autoridad pontificia dependiese del clero de Roma. Pero su beatidad ha oído cardenales privadamente; ha oído a los de la congregación, no obstante que la mayor parte de ella era jesuítica; ha oído muchos obispos de la cristiandad y muchas personas santas y doctas; y ha oído a sus santos antecesores, y visto los secretos de sus archivos. ¿Qué dirían los grandes obispos antiguos de Francia y los de toda la cristiandad si oyesen esta objeción? ¿Acaso en los concilios se oyen otras personas que las que ha oído el papa? Obispos, cardenales pocos, muchos príncipes y naciones.

Finalmente se cavila sobre si el Breve basta, o debió ser bula, como si tantas órdenes suprimidas por Breves no fuesen un argumento indubitable de la autoridad pontificia apoyada con las decisiones de los concilios generales de Letrán y de León.

Aseguro a V. E. que me lastima ver lo que puede el espíritu de partido en personas que deberían no tenerle. Los obispos, y señaladamente los de Francia, han pretendido siempre que las exenciones de los regulares y su unión en cuerpo perjudica sus derechos ordinarios. El papa restituyó a estos mismos ordinarios en su nativa autoridad respecto de los jesuitas; desata el nudo de un orden mendicante fundado contra las prohibiciones del concilio general de León celebrado en medio de Francia; deja arbitrio para valerse de los que sean buenos, y quita las facultades de confesar y predicar a los que quieran conservarse unidos, arreglándose Su Santidad a expresa disposición del mismo concilio general, que podremos llamar francés; y con todo, los prelados de Francia quieren sonar la caja y levantar bandera contra el papa, contra el concilio, contra su propio interés o el de su jurisdicción, contra el decoro de su príncipe que ha solicitado la abolición, y contra la paz de los fieles y salvación de las almas.

Supongamos que en la asamblea del clero se trata la materia, y que prevalezca el dictamen de resistir al Breve y unir otra vez los jesuitas. ¿Dejarán de estar excomulgados los que lo acuerdan, a lo menos en el fuero interno, conforme al §.º vetamus del mismo Breve? ¿Dejarán de estar igualmente excomulgados los que apoyasen y sostuviesen este impedimento? ¿Los fieles que se confiesen con jesuitas unidos quedarán absueltos de sus pecados, estándoles quitada la facultad por el Breve y por el concilio general de León? ¿A lo menos no se introducirá la duda, la turbación y el escrúpulo en las conciencias con el riesgo de la salvación? Otras personas más timoratas que opinen a favor del pontífice, ¿no entrarán en discordia y en el temor de tratar a los inobedientes y cismáticos? ¿No vendrá de aquí el desorden y la inquietud a la Iglesia y al Estado? ¿y todo por qué? por no oír el clero la voz del primer pastor: por sostener un partido; y por afectar falta de operarios, pudiendo conservar los mismos y criar otros más útiles.

No es justo molestar más a V. E. con reflexiones que debe hacer más que yo. Dos cosas solas añadiré: una, que un clero que no ha tenido escrúpulo de callar tantos años después que los parlamentos apoyados del príncipe en alguna parte disolvieron el cuerpo jesuítico de Francia, haga un empeño de conciencia de hablar ahora contra la voz del supremo oráculo y del sucesor de San Pedro. Otra que el clero de Francia sea el único que en cuerpo de señales de unirse a las ideas de potencias, una protestante y otra cismática ¿Qué juicio se debe formar del calor de tales espíritus, y de los inocentes instrumentos de que se valgan? Repito, excelentísimo, que una ley de silencio y un rigor varonil para hacerla observar, es el remedio necesario para la quietud del rey Cristianísimo y de sus vasallos; y para evitar la vergüenza y el deshonor de todos. No se hable más de jesuitas si hemos de tener paz; y cuide cada uno de su alma, y los obispos de sus rebaños, &c.»



VI
Tratado de Paz de Basilea.

(De la Gaceta de Madrid.)

Su Majestad Católica y la república francesa, animados igualmente del deseo de que cesen las calamidades de la guerra que los divide, convencidos íntimamente de que existen entre las dos naciones intereses respectivos que piden se restablezca la amistad y buena inteligencia; y queriendo por medio de una paz sólida y durable se renueve la buena armonía que tanto tiempo ha sido basa de la correspondencia de ambos países, han encargado esta importante negociación, a saber:

Su Majestad Católica, a su ministro plenipotenciario y enviado extraordinario cerca del rey y la república de Polonia, don Domingo de Iriarte, caballero de la real orden de Carlos III; y la república francesa, al ciudadano Francisco Barthélemy, su embajador en Suiza, los cuales después de haber cambiado sus plenos poderes han estipulado los artículos siguientes:

I. Habrá paz, amistad y buena inteligencia entre el rey de España y la república francesa.

II. En consecuencia cesarán todas las hostilidades entre las dos potencias contratantes, contando desde el cambio de las ratificaciones del presente tratado, y desde la misma época no podrá suministrar una contra otra, en cualquier calidad o a cualquier título que sea, socorro ni auxilio alguno de hombres, caballos, víveres, dinero, municiones de guerra, navíos ni otra cosa.

III. Ninguna de las partes contratantes podrá conceder paso por su territorio a tropas enemigas de la otra.

IV. La república francesa restituye al rey de España todas las conquistas que ha hecho en sus estados durante la guerra actual. Las plazas y países conquistados se evacuarán por las tropas francesas en los quince días siguientes al cambio de las ratificaciones del presente tratado.

V. Las plazas fuertes citadas en el artículo antecedente se restituirán a España con los cañones, municiones de guerra y enseres del servicio de aquellas plazas, que existan al momento de firmarse este tratado.

VI. Las contribuciones, entregas, provisiones o cualquiera estipulación de este género que se hubiese pactado durante la guerra, cesarán quince días después de firmarse este tratado. Todos los caídos o atrasos que se deban en aquella época, como también los billetes dados, o las promesas hechas en cuanto a esto, serán de ningún valor. Lo que se haya tomado o percibido después de dicha época se devolverá gratuitamente o se pagará en dinero contante.

VII. Se nombrarán inmediatamente, por ambas partes, comisarios que entablen un tratado de límites entre las dos potencias. Tomarán éstos en cuanto sea posible por basa de él, respecto a los terrenos contenciosos antes de la guerra actual, la cima de las montañas que forman las vertientes de las aguas de España y Francia.

VIII. Ninguna de las potencias contratantes podrá, un mes después del cambio de las ratificaciones del presente tratado, mantener en sus respectivas fronteras más que el número de tropas que se acostumbraba tener en ellas antes de la guerra actual.

IX. En cambio de la restitución de que se trata en el artículo IV, el rey de España, por sí y sus sucesores, cede y abandona en toda propiedad a la república francesa toda la parte española de la isla de Santo Domingo en las Antillas.

Un mes después de saberse en aquella isla la ratificación del presente tratado, las tropas españolas estarán prontas a evacuar las plazas, puertos y establecimientos que allí ocupan, para entregarlos a las tropas francesas cuando se presenten a tomar posesión de ella.

Las plazas, puertos y establecimientos referidos se darán a la república francesa con los cañones, municiones de guerra y efectos necesarios a su defensa que existan en ellos cuando tengan noticia de este tratado en Santo Domingo.

Los habitantes de la parte española de Santo Domingo que por sus intereses u otros motivos prefieran transferirse con sus bienes a las posesiones de Su Majestad Católica, podrán hacerlo en el espacio de un año contado desde la fecha de este tratado.

Los generales y comandantes respectivos de las dos naciones se pondrán de acuerdo en cuanto a las medidas que se hayan de tomar para la ejecución del presente artículo.

X. Se restituirán respectivamente a los individuos de las dos naciones los efectos, rentas y bienes de cualquier género que se hayan detenido, tomado o confiscado a causa de la guerra que ha existido entre Su Majestad Católica y la república francesa, y se administrará también pronta justicia por lo que mira a todos los créditos particulares que dichos individuos puedan tener en los estados de las dos potencias contratantes.

XI. Todas las comunicaciones y correspondencias comerciales se restablecerán entre España y Francia en el pie en que estaban antes de la presente guerra hasta que se haga un nuevo tratado de comercio.

Podrán todos los negociantes españoles volver a tomar y pasar a Francia sus establecimientos de comercio, y formar otros nuevos según les convenga sometiéndose como cualquier individuo a las leyes y usos del país.

Los negociantes franceses gozarán de la misma facultad en España bajo las propias condiciones.

XII. Todos los prisioneros hechos respectivamente desde el principio de la guerra, sin consideración a la diferencia del número y de grados, comprendidos los marinos o marineros tomados en navíos españoles y franceses, o en otros de cualquiera nación, como también todos los que se hayan detenido por ambas partes con motivo de la guerra, se restituirán en el término de dos meses a más tardar después del cambio de las ratificaciones del presente tratado, sin pretensión alguna de una y otra parte, pero pagando las deudas particulares que puedan haber contraído durante su cautiverio. Se procederá del mismo modo por lo que mira a los enfermos y heridos después de su curación.

Desde luego se nombrarán comisarios por ambas partes para el cumplimiento de este artículo.

XIII. Los prisioneros portugueses que forman parte de las tropas de Portugal, y que han servido en los ejércitos y marina de Su Majestad Católica, serán igualmente comprendidos en el dicho canje.

Se observará la recíproca con los franceses apresados por las tropas portuguesas de que se trata.

XIV. La misma paz, amistad y buena inteligencia estipulada en el presente tratado entre el rey de España y la Francia, reinarán entre el rey de España y la república de las Provincias Unidas, aliada de la francesa.

XV. La república francesa, queriendo dar un testimonio de amistad a Su Majestad Católica, acepta su mediación en favor de la reina de Portugal, de los reyes de Nápoles y Cerdeña, del infante duque de Parma y de los demás Estados de Italia, para que se restablezca la paz entre la república francesa y cada uno de aquellos príncipes y Estados.

XVI. Conociendo la república francesa el interés que toma Su Majestad Católica en la pacificación general de la Europa, admitirá igualmente sus buenos oficios en favor de las demás potencias beligerantes que se dirijan a él para entrar en negociación con el gobierno francés.

XVII. El presente tratado no tendrá efecto hasta que las partes contratantes le hayan ratificado; y las ratificaciones se cambiarán en el término de un mes o antes, si es posible, contando desde este día.

En fe de lo cual nosotros los infrascriptos plenipotenciarios de Su Majestad Católica y de la república francesa hemos firmado en virtud de nuestros plenos poderes el presente tratado de paz y de amistad, y le hemos puesto nuestros sellos respectivos.

Hecho en Basilea en 22 de julio de 1793, 4 de termidor año tercero de la república francesa. (L. S.) Domingo de Iriarte. (L. S.) Francisco Barthelemy.

Al tratado público se añadieron tres artículos secretos, que fueron los siguientes:

1.º Por cinco años consecutivos desde la ratificación del presente tratado la república francesa podrá hacer extraer de España yeguas y caballos padres de Andalucía, y ovejas y carneros de ganado merino, en número de cincuenta caballos padres, ciento cincuenta yeguas, mil ovejas y cien carneros por año.

2.º Considerando la república francesa el interés que el rey de España le ha mostrado por la suerte de la hija de Luis XVI, consiente en entregársela, si la corte de Viena no aceptase la proposición que el gobierno francés le tiene hecha de entregar esta niña al emperador.

En caso de que al tiempo de la ratificación del presente tratado la corte de Viena no se hubiese explicado acerca del canje que la Francia le ha propuesto, Su Majestad Católica preguntará al emperador si tiene intención o no de aceptar la propuesta, y si la respuesta es negativa, la república francesa hará entregar dicha niña a Su Majestad Católica.

3.º La cláusula del artículo 15 del presente tratado: «y otros Estados de Italia,» no tendrá aplicación más que a los Estados del Papa, para el caso en que este príncipe no fuese considerado como estando actualmente en paz con la república francesa, y tuviese que entrar en negociación con ella para restablecer la buena inteligencia entre ambos Estados.

Firmado ya el convenio, la Junta de salvación pública echó de menos un artículo que tranquilizara a los habitantes de las Provincias vascongadas que se habían manifestado adictos a la república, y dio orden a Barthelemy para que viera de llenar este vacío. Objeto fue éste de largas conferencias y debates entre los dos negociadores, Iriarte y Barthelemy. Pero les puso término un despacho del príncipe de la Paz al ministro español, en que prevenía no haber necesidad ni convenir que se adicionase el tratado con ningún artículo relativo a los vascongados, puesto que el gobierno de Su Majestad estaba resuelto a no perseguir ni molestar a nadie por hechos políticos, ni por opiniones manifestadas en años anteriores: y así lo cumplió.