Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo I
Ministerio de Floridablanca
Revolución francesa
De 1788 a 1792
Proclamación de Carlos IV.– Continúa Floridablanca en el ministerio.– Medidas de desamortización.– De fomento del comercio y de la marina.– De orden y de decencia pública.– Cortes de 1789.– Abolición del Auto acordado de Felipe V sobre la sucesión a la corona.– Razones de no haberse publicado la Pragmática.– Revolución francesa.– Causas que la habían preparado.– Carácter de Luis XVI.– Sus primeras concesiones.– Los ministros Necker y Calonne.– Asamblea de los Notables.– Estados generales.– Asamblea nacional.– Reunión del Juego de Pelota.– Siéyes, Bailly, Mirabeau.– Asalto de la Bastilla.– El rey y los revoltosos de París.– Lafayette.– Triunfos de la democracia.– Excesos en París y provincias.– Armamento general.– Los clubs.– Asamblea Constituyente.– Declaración de los Derechos del hombre.– Sesión célebre.– El banquete de Versalles.– Tumultuaria invasión de la Asamblea.– Las mujeres en el Palacio real.– Conflicto y conducta del rey.– Agitación general.– Emigración.– Estremecimiento de toda Europa.– Amenaza un rompimiento entre España e Inglaterra.– Protege a España la Asamblea nacional.– La gran fiesta de la Confederación.– Fuga y prisión del rey y de la familia real de Francia.– Acepta el rey la Constitución.– Partidos en la Asamblea.– Gobierno de los Girondinos.– Actitud de los emigrados y de las cortes extranjeras.– Planes de contra-revolución.– Exaltación en Francia.– Situación de Luis XVI.– Su carta a los soberanos.– Respuestas.– Conducta del gobierno español.– Floridablanca enemigo declarado de la revolución francesa.– Medidas para preservar a España del contagio revolucionario.– Causas y fundamentos de sus temores.– Su nota a la Asamblea.– Mal efecto que produce.– Su providencia contra los extranjeros, especialmente franceses.– Su obstinación en considerar a Luis XVI privado de libertad.– Notas imprudentes de aquel ministro.– Compromiso en que pone al rey y a la nación.– Benevolencia del gobierno francés.– Insistencia de Floridablanca.– Prepárase su caída.– Causas que contribuyeron a ella.– Caída y destierro de Floridablanca.– Proceso que se le forma.– Su defensa.– Reemplázale el conde de Aranda en el ministerio.
Hechas que fueron las debidas y acostumbradas honras fúnebres a los restos mortales de Carlos III, y dadas las más urgentes disposiciones para que sufriera el menor retraso posible el curso y despacho de los negocios públicos, expidiose por el Consejo de Castilla la oportuna provisión (23 de diciembre 1788) para que se levantasen pendones y fuese proclamado con las formalidades de costumbre rey legítimo de España, como inmediato y reconocido heredero de la corona, el príncipe Carlos con el nombre de Carlos IV. El 17 de enero próximo (1789) fue el día designado para la proclamación en Madrid, y para hacerla con más pompa y lucimiento se permitió a la corte vestir de gala, dispensándose los lutos que se llevaban por la muerte del recién finado monarca. Para las fiestas y gastos de la proclamación en las demás ciudades y villas se facultó a las municipalidades para echar mano de los fondos de propios u otros cualesquiera que tuviesen, dando cuenta y razón de su inversión y empleo en debida forma. La ceremonia de la entrada pública se difirió hasta el 21 de setiembre, día en que se verificó con gran solemnidad, y con festejos y regocijos públicos; regocijos en que el pueblo, además de la alegría a que suele entregarse, aunque no siempre con discernimiento, en la coronación de un nuevo príncipe, demostraba los motivos de satisfacción que ya tenía, y las esperanzas que no sin fundamento abrigaba sobre el lisonjero porvenir y la prosperidad futura del nuevo reinado.
No sin fundamento, decimos, abrigaba el pueblo español esperanzas, y tenía ya motivos de agradecimiento hacia el príncipe que acababa de sentarse en el trono de Castilla. Carlos ciñó la corona a la edad de cuarenta años, edad en que a la madurez del juicio puede y debe acompañar la enseñanza de la experiencia; y no debía carecer del conocimiento y práctica de los negocios de gobierno y de Estado un príncipe educado con esmero, y cuyo padre había procurado prepararle para la gobernación de un reino que estaba llamado a regir un día, haciendo que asistiera a los consejos, cuyas deliberaciones le habrían de servir de lección y de ensayo. Era además Carlos de carácter bondadoso y de corazón recto; y la circunstancia de continuar a su lado de primer ministro por recomendación de su padre un hombre del talento, del saber, de la experiencia, servicios y mérito del conde de Floridablanca, todo era para augurar que en el régimen del nuevo reinado presidiría igual acierto, y habría de ser por lo menos tan próspero como el anterior.
Motivos de agradecimiento tenía el pueblo, puesto que Carlos IV inauguró su reinado como su padre, condonando débitos al erario por atrasos en el pago de contribuciones, procurando que no se alterara para las clases pobres el precio del pan y demás artículos de primera necesidad que habían subido aquel año a causa de la escasez de la cosecha, haciendo que se supliese por cuenta de la real hacienda el exceso en el de segunda y tercera suerte que se fabricaba para el alimento y surtido de los pobres, y reconociendo las deudas legítimamente contraídas, no solo por su difunto padre, sino también por otros monarcas sus predecesores{1}. Medidas que aunque de pronto proporcionaban un alivio a los contribuyentes, tenían más de aparente que de sólido beneficio, toda vez que mientras los gastos no se disminuían, habían de producir mayor gravamen en las cargas para lo sucesivo, pero al fin con el deseo de su alivio se dictaban, y el pueblo que mira mucho a lo presente y no calcula tanto para lo futuro, como un verdadero beneficio las recibía.
Como el espíritu del régimen y administración del Estado continuaba siendo el mismo, porque era el mismo hombre el que le dirigía, Carlos IV prosiguió poniendo trabas que dificultaban la acumulación de bienes en manos muertas así eclesiásticas como civiles y facilitando su enajenación y circulación, ya prescribiendo las condiciones a que había de sujetarse la fundación de mayorazgos, ya disponiendo que las donaciones perpetuas hubieran de hacerse sobre efectos de crédito fijo, como censos, foros, acciones del Banco y otros semejantes, para que quedara libre la circulación de los bienes inmuebles: de contado no había de haber mayorazgo que bajase de tres mil ducados de renta, y para esto habían de preceder ciertos informes acerca de la familia del fundador, y real licencia a consulta de la Cámara: porque el objeto principal era poner coto a las pequeñas vinculaciones, que hacían a los poseedores holgazanes y soberbios, y privaban de muchos brazos útiles al ejército o a la agricultura, al comercio o a las artes{2}.
Una provisión dictando reglas para atajar el monopolio del comercio de granos, e imponiendo penas bastante severas para castigar los abusos de los acaparadores y logreros, concediendo la libre introducción y estableciendo almacenes de granos, francos y abiertos para el surtido público, en que no se pudiera cobrar sino a los precios corrientes en el último mercado, remedió en gran parte las necesidades de aquel año de escasez, y acreditó por lo menos el celo y buen deseo del gobierno{3}. Igual celo manifestaba en punto al fomento y mejora de la cría caballar, a la libertad de la fabricación y del comercio, y a otros ramos de interés y de utilidad pública.
Especial conato y esmero se puso en el aumento y prosperidad de la marina, tan conveniente y necesaria a un reino de tantas costas y poseedor de tan vastas y ricas colonias del otro lado de los mares. Las expediciones marítimas y los viajes científicos que tanta honra habían dado al reinado de Carlos III, continuaban siendo promovidos con empeño por el ministro de Marina, el bailío don Antonio Valdés. El 30 de julio (1789) salieron de Cádiz las corbetas Descubierta y Atrevida al mando del capitán de fragata don Alejandro Malaspina, dotadas de hábiles e instruidos oficiales, y provistas de los mejores instrumentos que entonces se conocían de astronomía, de matemáticas y de física, así como de los mejores libros de estas ciencias y de historia natural, con el objeto de trabajar por el sistema de don Vicente Tofiño cartas hidrográficas y astronómicas de las costas de la América española, desde Buenos-Aires por el cabo de Hornos hasta Monterey, y de los grupos de las islas Marianas y Filipinas, descubrir nuevos caminos y derroteros, y trasmitir los conocimientos que ellos adquiriesen de la geografía, de la historia natural, clima, producciones y costumbres de aquellas regiones. Y no se omitió medio para habilitar la expedición de todo lo que pudiera necesitar para el logro de tan útil empresa.
A estas primeras providencias sobre objetos de interés público acompañaron otras encaminadas, ya a procurar comodidad y evitar molestias a los habitantes, ya a velar por las buenas costumbres y a corregir excesos y escándalos. Tales fueron, la prohibición de correr los coches por las calles, bajo la responsabilidad del corregidor, alcaldes y jueces; la supresión o reducción de días feriados, a fin de evitar dilaciones y entorpecimientos en el despacho de los negocios; el bando imponiendo penas, de quince días a los trabajos públicos si fuesen hombres, o de reclusión por igual tiempo en el hospicio de San Fernando si fuesen mujeres, a los que profiriesen palabras escandalosas y obscenas, o hiciesen ademanes o acciones indecentes; el que prohibía poner en el día de la Cruz de Mayo altarcitos en las calles, portales y otros sitios profanos, y molestar a los transeúntes presentándoles platillos e importunándolos con petitorios; el que prohibía el uso y ruido desapacible de instrumentos desagradables en las noches llamadas de verbena de San Juan y San Pedro, y las algazaras a cuya sombra se cometían insultos y se provocaban riñas y desórdenes; el que limitaba los bailes y músicas nocturnas del paseo del Prado hasta las doce de la noche, y no hasta el amanecer, como era costumbre, y no permitiendo que en las coplas que se cantaban se usase de palabras deshonestas y de conceptos ofensivos al pudor; y por este orden otras disposiciones dirigidas al mismo fin{4}. Tal era el espíritu del gobierno de Carlos IV, así en lo tocante a los intereses materiales como a los morales, en los primeros meses de su reinado, y esto y el carácter bondadoso del rey, y el ver a su lado de primer ministro al mismo a quien España debía tantos adelantos, era lo que infundía tan lisonjeras esperanzas a los españoles.
Hecha la proclamación, se expidió la convocatoria a Cortes (30 de mayo, 1789), señalando el 23 de setiembre para el reconocimiento y jura del nuevo príncipe de Asturias y sucesor de la corona, conforme a las leyes y antigua costumbre de estos reinos. Preveníase en la convocatoria que los diputados trajeran poderes amplios y bastantes para aquel objeto, y también «para tratar, entender, practicar, otorgar y concluir por cortes otros negocios, si se propusiesen y pareciese conveniente resolver, acordar y convenir para los efectos referidos.» Palabras notables, y que debemos tener presentes. La jura se verificó en la iglesia de San Gerónimo con las formalidades de costumbre, concurriendo como antiguamente los tres brazos, clero, nobleza y procuradores de las ciudades, y asistiendo al acto los reyes, y los infantes don Antonio, doña María Amalia, doña María Luisa y doña María Josefa.
Quería el rey que las cortes le pidiesen la abolición del auto acordado de Felipe V, por el cual se varió la forma y orden de sucesión al trono, como contrario a las antiguas leyes del reino. Y en efecto, previo juramento que hicieron los procuradores, a propuesta del conde de Campomanes, presidente del Consejo y de las Cortes (30 de setiembre, 1789), de no revelar nada de lo que en ellas se tratase hasta ser concluidas, por convenir así al mejor servicio del rey y bien del reino, se hizo la proposición y petición de que se restableciera la inmemorial costumbre, y la disposición de la Ley segunda, Título quinto, Partida segunda, relativa al orden de suceder en la corona de Castilla, por la cual heredan las hembras de mejor línea y grado, sin postergación a los varones más remotos, y que por consecuencia se derogara el auto acordado de 1713{5}. Puesta a votación, se acordó por unanimidad elevarla a S. M. tal como la había presentado el presidente. La respuesta del rey fue, que teniendo presente su súplica, «ordenaría a los de su Consejo expedir la pragmática-sanción que en tales casos corresponde y se acostumbra.» Pero fieles las Cortes al juramento antes prestado, convinieron unánimemente en guardar secreto respecto a esta resolución, deseosas, dice el Acta, «de que, no solo en la sustancia sino en el modo, se asegure esta providencia y la ley constitucional, hasta que se verifique la publicación de la pragmática en el tiempo que S. M. tuviese por conveniente, según su alta previsión.{6}» Circunstancia que andando el tiempo había de dar ocasión a formales protestas, y a complicaciones y disturbios graves de que hemos sido testigos pocos años antes de escribir esta historia.
A propuesta del presidente, conde de Campomanes, y en nombre de S. M., trataron también las Cortes de otros asuntos, tales como la manera de evitar los perjuicios que se seguían de la reunión de pingües mayorazgos; las reglas y condiciones a que habían de sujetarse los que se fundaran en lo sucesivo; los medios de promover el cultivo de las tierras vinculadas; los arrendamientos de heredades, la conservación de pastos, la seguridad de los plantíos y viñedos, y otros de esta índole, que formulados en peticiones, y otorgadas éstas por el monarca, habían de producir otras tantas resoluciones beneficiosas al país.
Cerradas con esto las Cortes, y queriendo el rey dar todavía más solidez a su declaración sobre el asunto de la sucesión a la corona, consultó separadamente por medio del ministro Floridablanca a los prelados que a ellas habían concurrido; y éstos, a cuya cabeza se hallaba el cardenal arzobispo de Toledo, contestaron confirmando el acuerdo de las Cortes, robusteciéndole con razones nuevas, y terminaban su discurso diciendo:
«Podrá, señor, el fundador de nuevos mayorazgos hacer llamamientos irregulares y de agnación rigurosa, excluyendo siempre a las hembras, por que los bienes sobre que funda son suyos y libres; pero el que hereda un reino, o mayorazgo de regular sucesión y no de agnación rigurosa, no tiene el arbitrio que el fundador para alterarle en cosa sustancial; y por lo mismo podrá tal vez renunciar por sí y su persona el mayorazgo fundado; pero de ninguna manera perjudicar al derecho de sus hijos y descendientes, a quienes por ley, por fundación y costumbre inmemorial corresponde el de suceder; por la cual solidísima razón pudo perjudicarse con la renuncia la señora doña María Teresa, pero de ninguna manera el señor don Felipe V su nieto, pues los derechos de sucesión no tuvieron principio de la abuela, sino de la cabeza, fundamento y raíz de sucesión en estos reinos, y después se trasmitieron y pasaron como por su conducto a los demás sucesores.
»Ni estorba en modo alguno el auto acordado 5.º título 7.º libro 5.º, pues aunque estamos los prelados mas cerciorados y seguros de que no se pidió dictamen para tan considerable alteración, y que solo se promulgó en las Cortes sin el necesario examen, con todo hacemos a V. M. esta evidente demostración: o pudo o no el señor Felipe V con las Cortes y sin los prelados alterar la costumbre inmemorial de España en el orden de sucesión tan sólidamente establecido en la citada ley de Partida: si pudo destruir todo el derecho antiguo, y aun el orden regular de la naturaleza, mucho mejor puede V. M. con las Cortes y prelados restituir las cosas y sucesión a su primitivo ser natural y civil, regular, antiguo establecimiento e inmemorial costumbre; y si no pudo, debe V. M. en conciencia y justicia acceder a la solicitud de sus reinos.»
¿Qué motivos y qué fines impulsaron a Carlos IV a conducirse de este modo y con tal sigilo en el restablecimiento de la antigua ley de sucesión? Varios fueron, y todos de gravedad e importancia suma. Sobre la impopularidad y los vicios de forma con que había sido arrancada la alteración hecha por Felipe V{7}, lo cual daba a Carlos IV la seguridad de que el espíritu de las Cortes y en general el de todo el reino había de ser favorable a su proyecto de abolición, y sobre la justicia en que esta medida se fundaba, movíanle dos pensamientos políticos, ambos plausibles, pero el uno más patriótico, el otro más personal. Era el primero el de facilitar por este medio, o por lo menos hacer posible la reunión de las coronas de España y Portugal en una misma persona, pensamiento que ya habían tenido los Reyes Católicos, y que una serie de fatales circunstancias les impidió realizar, y pensamiento y designio que se habían propuesto también Carlos III y Floridablanca en el doble enlace de los príncipes españoles y portugueses, a saber, de la infanta doña Carlota con el príncipe del Brasil don Juan, y del infante don Gabriel con doña Mariana de Portugal. Y es indudable que si Carlos IV hubiera fallecido sin sucesión varonil, como se llegó a temer por habérsele desgraciado algunos infantes en edad muy temprana, los hijos de la princesa del Brasil, infanta de España, habrían sido reyes de España y Portugal, verificándose así el acontecimiento tan deseado de la reunión de ambas coronas, lo cual no habría podido suceder subsistiendo la llamada Ley Sálica.
Era el segundo y más personal objeto el de asegurar el mismo Carlos IV sus derechos a la corona que acababa de ceñir, y quitar todo motivo o pretexto de reclamación sobre su legitimidad. Pues habiendo sido una de las condiciones de sucesión puestas en el auto acordado de Felipe V que los príncipes habían de ser nacidos y criados en España, y siendo Carlos nacido y criado en Nápoles, por más que se hubiera cuidado de omitir las palabras de aquella cláusula en la reimpresión que de la Recopilación se hizo, y por más que Carlos hubiera sido reconocido y jurado en vida de su padre heredero del trono como príncipe de Asturias, todavía, a no abolirse el auto de 1713, habría podido ponerse en duda la legitimidad del que acababa de ocupar el trono. La revocación de aquel acto cortaba de raíz todas las dificultades. Carlos IV halló las Cortes tan dispuestas y unánimes como era de esperar en favor de su designio, porque este había sido siempre el espíritu de la nación, y solo en circunstancias especiales y por los medios que empleó Felipe V había podido obtenerse una resolución contra la cual, o explícitamente o en silencio, se estaba protestando constantemente. Así se explica que Campomanes y Floridablanca tuvieran en esta ocasión y en este punto con tanta facilidad la adhesión unánime de la asamblea; verdad es también, como observa un juicioso escritor, que los cuerpos políticos suelen ser juiciosos y temperados cuando los dirigen hombres sensatos, acreditados por su instrucción y patriotismo, así como les acontece también ser desabridos con la autoridad real, y quizá turbulentos, si los conducen los que no tienen concepto ventajoso de virtud o de sensatez.»
Consideraciones muy atendibles tuvo Carlos IV para no publicar la pragmática-sanción sobre la abolición del Auto acordado. Necesidad urgente no le apremiaba a ello tampoco, puesto que tenía tres hijos varones, don Fernando, príncipe de Asturias, don Carlos María Isidro y don Francisco de Paula, y era entonces remota la eventualidad de que faltara sucesión masculina. Pareciole sin duda prudente en este caso evitar contestaciones con la familia real de Francia que hubieran podido serle disgustosas; y por otra parte, si bien en los primeros tiempos de la revolución francesa estuvo ya a punto de dar a luz la pragmática, moviole sin duda a suspenderla, y le obligó a ser deferente, la declaración que aquella Asamblea nacional hizo sobre el punto de sucesión, pues leído públicamente el acto de la renuncia de Felipe V al trono de Francia, la Asamblea añadió estas palabras: «Sin prejuzgar cosa alguna acerca del valor de las renuncias.» Circunstancia que excitó el reconocimiento de Carlos IV a aquel cuerpo deliberante, e influyó en la suspensión de la pragmática{8}. No diremos nosotros que en esta ocasión y en este asunto tuvieran las Cortes de Castilla la activa y eficaz influencia que tuvieron en otros tiempos y que se les dio más adelante; pero también es verdad que, muertas enteramente en los anteriores reinados, revivieron ahora interviniendo en los negocios públicos, y que aparecieron ejerciendo su antiguo derecho de petición, lo cual fue una novedad, y un síntoma de progreso relativo{9}.
Tranquilos, pues, y sosegados parecía que deberían correr los días del reinado de Carlos IV, puesto que en el interior todos sus súbditos le obedecían sumisos, y ningún síntoma se observaba de que pudieran suscitarse alteraciones, y en el exterior vivía en buena inteligencia con las demás potencias, y hasta en las querellas que algunas naciones entre sí traían, España se hallaba en situación de no temer que la alcanzasen los efectos de sus desavenencias y de sus pretensiones, y de no tener que intervenir en ellas sino tal vez como mediadora. Pero ofrecíase un gravísimo motivo de temor por parte de una potencia, precisamente la más vecina, y con cuya familia reinante le ligaban los más estrechos vínculos de parentesco y de amistad, cuyo estado de agitación manifiesta y visible anunciaba próximos y grandes trastornos políticos y sociales, a los cuales era facilísimo prever que no podría ser indiferente España. Estalló en efecto muy pronto la gran revolución francesa de 1789, acompañada de un horrible y brillante séquito de grandes crímenes y de grandes virtudes, apareciendo desde su principio la Francia como un gigante formidable, levantado sobre las ruinas de lo pasado, ensangrentado con la destrucción de lo presente, decorado con las insignias de lo futuro, amenazando trastornar y trasformar el mundo, para darle, tras larga copia de catástrofes y calamidades, no escasa copia también de bienes. Haremos una sucinta y breve reseña de este grandioso acontecimiento, la precisa solamente para comprender la influencia que ejerció en la situación y en la política de España, y la parte que esta nación se vio precisada a tomar en los sucesos que por consecuencia de aquella revolución agitaron y conmovieron la Europa.
Muchas causas habían contribuido a preparar aquella revolución. El despotismo, ilustrado pero corrompido, de Luis XIV, la corte disipada y dispendiosa de Luis XV, el privilegio vinculado en ciudades, clases, familias e individuos, la licenciosa nobleza cargada de joyas y de derechos feudales, pero vegetando en la molicie y en el vicio, exhausto el tesoro con la dilapidación y las continuas guerras, dueños el clero y la aristocracia de las dos terceras partes del territorio francés, pesando las cargas públicas sobre el oprimido pueblo, implacable y vejatoria la recaudación, enriqueciendo el reino con su industria e ilustrándole con sus talentos la clase media sin alcanzar ninguna ventaja, atropellada la libertad individual con los mandamientos de prisión, y vendida la justicia por magistrados que habían comprado sus destinos, un siglo entero de abusos llevados al extremo, había ido predisponiendo a los ofendidos y ultrajados, que eran la inmensa mayoría de la nación, a levantarse un día contra los privilegiados, y los opresores, que eran los menos.
Las doctrinas de los filósofos, difundidas y sembradas con profusión; escritos en que se rompía con todas las tradiciones de la sociedad antigua, en que se atacaban y combatían todos los principios de la sociedad existente; ideas de libertad política y civil mezcladas con máximas anti-religiosas y anti-sociales; sublimes y saludables verdades filosóficas al lado de brillantes y funestos delirios; doctrinas salvadoras de la humanidad juntamente con teorías corruptoras, o con utopías insanas; justas y moralizadoras reformas de envejecidos abusos propuestas y confundidas con elementos inmorales y destructores; todo había ido labrando en los espíritus del pueblo francés, que con sobrada razón disgustado y ofendido de lo pasado y de lo presente, recibía con gusto y bebía con avidez toda idea que les diera esperanza de mejorar de condición y salir del malestar que le aquejaba. El deseo de innovación era general. Los filósofos habían hecho la revolución en los ánimos; de aquí a la revolución material no había más que un paso.
La misma monarquía la precipitó con la parte activa que tomó imprudentemente en favor de la independencia de los Estados-Unidos. De aquella guerra, que la Francia emprendió por odio a la Gran Bretaña, y en que consumió sus tesoros y la sangre de su noble juventud, no sacó otra cosa que el honor de haber combatido victoriosamente, la inútil amistad de los anglo-americanos, y haber importado a Francia las ideas republicanas con Lafayette y demás compañeros de Washington. Los que habían peleado en el Nuevo Mundo en defensa de los principios democráticos volvieron enamorados de ellos, y afanosos por plantearlos en su misma patria. Todo, pues, estaba preparado en Francia para una revolución, los ánimos estaban en efervescencia, y el aire de la innovación se respiraba en la atmósfera.
Luis XVI, que había ocupado el trono a la edad de veinte años, sin dejarse fascinar por la alegría y el entusiasmo popular con que fue saludado su advenimiento, era un príncipe de condición sana, de buena intención, amante de la justicia y del bien público, de regular inteligencia, pero falto de energía, y hasta cierto punto dominado por su esposa, la joven y bella María Antonia de Austria, hija de la emperatriz María Teresa. Unas veces siguiendo el movimiento arrebatado de la opinión pública, otras retrocediendo como asustado, y otras permaneciendo vacilante e inmóvil, el nuevo monarca comenzó por desprenderse de los antiguos ministros, que tal vez habrían podido resistir a su tiempo al torrente revolucionario y sostener la monarquía, y se fue rodeando de los hombres que designaba la opinión popular, pasando del viejo Maurepas a Malesherbes, a Turgot, a Necker, y a Calonne. Dispuesto a renunciar aquellos privilegios y a reformar aquellos abusos que se reconocían como más odiosos al pueblo, y aconsejado por el ministro Malesherbes, filósofo de ideas monárquicas, pero reformista, se prestó a abolir los arbitrarios y tiránicos mandamientos de prisión, lettres de cachet{10}, tan repugnantes a la justicia y a la dignidad del hombre. Otro tanto sucedió con el odioso y abusivo privilegio de la nobleza llamado arret de surseance, que era una orden que se expedía para no apremiar a los deudores, quitando a los acreedores el derecho a demandarlos en justicia por un tiempo dado{11}.
Para la reforma de la malhadada administración y la mejora de la apuradísima hacienda llamó al célebre Necker, banquero protestante, y verdadero tipo, dice un escritor francés, de la aristocracia del dinero{12}, pero que gozaba fama de muy entendido economista. Sin embargo el rey no pudo soportar mucho tiempo el tono pedantesco de su ministro; al clero y la nobleza le asustaron sus teorías administrativas, sus ideas de igualdad, y sus principios sobre la propiedad. Necker perdió pronto el favor de la corte, y fue reemplazado por Calonne, que contando con su genio y su fortuna, sin carecer de expedición, pero no acertando a remediar los apuros del erario, antes viéndolos crecer cada día, aconsejó al rey que convocara una Asamblea de Notables, con objeto de obligar por este medio a las clases privilegiadas a que estableciesen el repartimiento de la contribución territorial con igualdad proporcional entre todos los propietarios. El pensamiento era muy plausible y muy conforme a justicia, y agradó grandemente al rey. Pero era una ilusión y un error esperar que un cuerpo de privilegiados hubiera de someterse, con perjuicio de sus intereses, a una regla común y uniforme{13}. Así fue que la Asamblea negó al ministro Calonne las concesiones que el erario reclamaba, y de que había hecho concebir al rey una confianza infundada y excesiva. El arzobispo de Tolosa, Brienne, que le sucedió y había contribuido a su caída, soñando desde su infancia con el ministerio, logró que los Notables le concedieran con afectación el impuesto territorial, el del sello, la abolición de la servidumbre corporal, y las juntas provinciales. Pero dio lugar a que el Parlamento se negara a registrar el decreto del sello, afectando defender los intereses generales, fundando su resistencia en que ni el rey ni el parlamento podían acordar nuevos impuestos sin el consentimiento y beneplácito de los Estados generales del reino; lo cual obligó al rey, después de haber intentado inútilmente someter el parlamento desterrando a sus miembros más exaltados, a convocar los Estados generales, y a llamar otra vez, aunque de mala gana, a Necker, cuyo nombramiento fue recibido con alborozo, porque de él se esperaba el remedio a todos los apuros de la hacienda, y este mismo ministro empujó también al monarca a la convocación de los Estados, llevando ya el pensamiento de que en aquella asamblea pudiera formarse una constitución política para la Francia, semejante a la de la Inglaterra, de que él era muy apasionado. De esta manera, y paso a paso, y de concesión en concesión, y de una en otra reforma parcial, iba Luis XVI marchando hacia la revolución como por un plano inclinado, en el cual no había de poder detenerse, porque no había cuidado de afirmar antes la autoridad soberana y de restablecer sobre una base sólida la alta administración.
Atemperándose el Consejo del rey a las ideas democráticas ya entonces dominantes, acordó duplicar el número de los representantes del Estado llano, a fin de quitar al clero y la nobleza la preponderancia de otro tiempo. Todo era irse acercando al principio predicado en los escritos de los filósofos, de que la verdadera representación nacional era la del pueblo. «¿Qué es el Estado llano? se preguntaba en el famoso escrito del abate Sieyès. Y respondía él mismo: Nada.– ¿Y qué debiera ser?– Todo.» Pero se olvidó, o no se cuidó de determinar cómo habían de hacerse las deliberaciones, si separadamente cada cuerpo, o los tres brazos juntos, como se descuidó también la iniciativa en la proposición de las cuestiones, reformas y puntos que habían de resolverse: falta inexcusable de previsión, fiarlo todo a la discreción de un cuerpo deliberante numeroso. Así, luego que se reunieron los Estados Generales, el Estado llano se apresuró y anticipó a declarar, que a él como representante principal de la nación francesa pertenecía exclusivamente el examen y revisión de los poderes de los tres estamentos. En vano quiso el rey intervenir por medio de tratos en la contienda que esta pretensión suscitó entre los populares y los miembros de los otros dos órdenes. Orgulloso de su poder el Estado llano, resolvió denominarse Asamblea nacional, título que daba la medida de su actitud arrojada y enérgica, y de sus avanzadas aspiraciones, y que sorprendió y asombró a todos. Lo notable fue que la mayoría del clero{14} sucumbió a que la revisión de sus poderes se hiciera por el estamento popular. No así la nobleza, aunque también un considerable número de sus individuos acabó por adherirse, acaso por el temor de mayores males.
Cuando asustada la corte quiso hacer un ensayo de energía, impidiendo a los diputados concurrir al salón de las sesiones, ellos se reunieron en el Juego de Pelota bajo la presidencia de Bailly, donde declararon que do quiera que se congregasen estaba la Asamblea nacional, y juraron solemnemente no separarse hasta dar una Constitución a la Francia y asegurarla sobre sólidos cimientos. A los pocos días, queriendo el rey presidir una sesión de los tres estados (23 de junio, 1789), se presenta en la sala, pronuncia un discurso en que manifiesta estar resuelto a aprobar las reformas de los abusos más reclamadas por la opinión pública, y creyendo haber hallado la manera más prudente de dirimir la disputa entre los tres brazos, los arenga, les expone su plan de reformas, les manifiesta sus pensamientos, y lo que se llamó las intenciones del rey; con lo que declarando terminada la sesión, se retira mandándoles que se reunieran otro día para continuar sus sesiones. La nobleza y una parte considerable del clero sale acompañando al rey: una parte de éste, y todo el Estado llano permanece inmóvil y silencioso: el marqués de Brezé, maestro de ceremonias, vuelve a la sala, y les dice: «Señores, ya habéis oído las órdenes del rey.» Entonces fue cuando Mirabeau, poniéndose en pié, pronunció aquellas célebres palabras, que revelaron en el deforme y audaz orador, a la Francia un genio, al mundo una revolución, al rey su futura suerte: «Volved a decir a vuestro amo, que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que de este sitio no se nos arrancará sino con las bayonetas.» Y Sieyès con acento grave y severo: «Somos, dijo, lo que éramos ayer, deliberemos.» Si Luis XVI pudo ya haberlo conocido antes, ahora no debió quedarle género de duda de que había creado un poder más fuerte que el suyo. La revolución francesa quedaba iniciada. Cuando Luis al saberlo dijo: «¿Qué le hemos de hacer? Si no quieren separarse, que no se separen; estoy decidido a todo género de sacrificios; no quiera Dios que un solo hombre perezca jamás por causa mía:» anunció un alma sublime, pero fue la abdicación de la soberanía.
Sin embargo la Asamblea se componía de varones generalmente ilustrados, y monárquicos todavía. Lo peor era la efervescencia de la muchedumbre, que siempre va más lejos en sus pasiones, y ya instigada por los clubs, había comenzado a desmandarse. Suceden las escenas de la Abadía, y los tumultos de Metz y de Lyon. Cada día ocurren nuevos motivos de irritación entre la corte y el pueblo. El rey por consejo de los príncipes y de los cortesanos prepara un ejército de cuarenta mil hombres a las órdenes del viejo mariscal de Broglie para contener a los revoltosos de París, y despide a Necker, único ministro popular. Una y otra medida exalta los ánimos del pueblo de la capital; la muchedumbre se arma, pasea en triunfo por las calles los bustos de Necker y del duque de Orleans, y concibe y ejecuta el atrevido pensamiento de asaltar la Bastilla, fortaleza mirada con odio, por ser la prisión en que se encerraba a los reos de Estado y a los que incurrían en el desagrado de la corte. El asalto se verifica con un valor horrible, y la plebe venga y señala su costoso y sangriento triunfo con asesinatos horrorosos. La noticia de este suceso lleva la consternación a la familia real: la plebe se ensoberbece con la victoria; cunde la agitación por todas partes; la Asamblea pide ya formalmente al rey la separación de sus ministros: el rey, la reina los príncipes vacilan, sin saber qué partido tomar: Luis consiente en separar a sus ministros, y presentándose en la Asamblea anuncia haber dado orden para que se alejen las tropas. Determina después visitar a París, con la esperanza de contener a los revoltosos: resolución magnánima, y extraña en hombre de carácter tan tímido, para la cual sin embargo se preparó confesando y comulgando, y dejando un escrito en que confidencialmente nombraba lugarteniente general del reino a su hermano el conde de Provenza para el caso en que perdiera la vida o la libertad. Doscientos diputados se encargan de acompañarle: Bailly a la cabeza del ayuntamiento sale a recibirle y le ofrece las llaves de la ciudad: «Son las mismas, le dice, que fueron presentadas a Enrique IV: aquel buen rey había conquistado a su pueblo, hoy es el pueblo quien conquista a su rey.» Al llegar al Hotel de Ville pasa por debajo de una bóveda de espadas cruzadas sobre su cabeza en señal de honor. Algunos vítores que oyó desahogaron su corazón un tanto oprimido. Nombra a Lafayette comandante de la guardia nacional; recibe de manos del maire la cucarda tricolor que coloca en su sombrero, y dejando a París en el mismo estado de agitación regresa a Versalles, donde la reina se arroja a su cuello como si hubiera temido no volver a verle. Todos son triunfos para la democracia, que se envalentona a la vista de un rey sin poder y sin energía.
Excesos y desmanes sangrientos siguieron a aquella fermentación, que se fue extendiendo a todas las provincias, sin que bastasen a contenerlos y reprimirlos los esfuerzos de Lafayette, del mismo Necker, y de otros de los más autorizados y juiciosos miembros de la Asamblea. Armose la población entera del reino, para resistir a cualquier tentativa antipopular de parte de las tropas reales. Instigadores que salían de los clubs de París se derramaban por todas partes a concitar a las masas con alarmantes invenciones propias a irritarlas, y a empujarlas por el camino de las violencias y de los crímenes. Suceden los asesinatos de Foulou y de Berthier. Entretanto la Asamblea, convertida en Constituyente, se consagraba con afán a elaborar una constitución política para la Francia, sirviendo de base a su obra una Declaración de los Derechos del hombre, a imitación de lo que habían practicado los anglo-americanos en la Constitución de los Estados-Unidos. Y al mismo tiempo se dedicaba con admirable ardimiento a la reforma de los viejos abusos, a la abolición de los privilegios odiosos, y al establecimiento de un sistema de igualdad en el repartimiento de las cargas públicas. Asombroso y digno de alabanza eterna fue el fervoroso patriotismo, el ardiente entusiasmo, la abnegación y el desprendimiento, con que provincias, ciudades, clases, corporaciones e individuos se apresuraron en aquella Asamblea a renunciar espontáneamente sus privilegios, y a hacer el sacrificio voluntario de sus intereses en aras de la patria. Y no asombra menos el número de reformas trascendentales y útiles, dictadas por un verdadero espíritu de conveniencia y de justicia, que se llevó a cabo en una sola y fecundísima sesión, no siendo de maravillar que se acordara acuñar una medalla que perpetuara en la memoria de las generaciones futuras aquellos rasgos de noble y generoso desprendimiento{15}.
El rey aprobó la mayor parte de aquellas reformas, pero modificando algunas, para no lastimar de pronto derechos legítimos, y no trastornar de repente todos los intereses antiguos; lo cual irritó de tal modo a los miembros más fogosos de la Asamblea, que en una sesión borrascosa declaró por fin que al rey no tocaba sino promulgar los decretos, y que esto y no otra cosa era la sanción. Sabidos son los principios que dominaron entre aquellos legisladores, las cuestiones sobre la formación de una sola o de dos cámaras, las doctrinas que prevalecieron sobre el veto absoluto y el suspensivo y sobre el derecho de disolución, viniendo a resultar de todo una Constitución democrática, conforme a las ideas que predominaban en aquella época de fervoroso entusiasmo, de pasiones y de inexperiencia. Y bien que todavía se hicieron muchos la ilusión de conciliar los principios democráticos con la existencia del poder real, es lo cierto que éste quedaba tan debilitado que venía a ser casi nulo.
Desmandábase de más en más el pueblo, que sin la ilustración de los legisladores, más ardiente y más ciego en sus pasiones y en sus odios, orgulloso con oírse llamar soberano, se dispensaba a sí mismo de todo deber y obligación, y tomaba por libertad el desenfreno. Por su parte la corte tuvo la imprudencia de entregarse a escenas de exagerado realismo, con que parecía haberse propuesto retarle y provocarle{16}; las discusiones sobre el veto le traían agitado; la noticia del banquete realista de Versalles le irrita; la escasez de subsistencias le enfurece; falta el pan en París, y los agitadores de los clubs echan la culpa de todo a la corte, y a la voz de: «¡No hay pan: a las armas!» grupos numerosos, principalmente de mujeres de la ínfima plebe, armadas de picas, hachas, carabinas y cuchillos, invaden furibundos la casa de ayuntamiento, y aquellas terribles furias toman después el camino de Versalles, capitaneadas por Maillard, uno de los rudos héroes de la Bastilla. La Asamblea tiembla: «París viene sobre nosotros: levantad la sesión, le dice al presidente Mounier, e id a avisar a la corte.– ¿París viene sobre nosotros? replica el presidente: razón más para que la Asamblea permanezca en su puesto.– Pero nos matarán a todos.– Mejor: si morimos todos, más pronto estaremos en república.»
Penetra Maillard en el salón con aquel ejército de furias armadas; expone la desesperación del pueblo por la falta de pan; el presidente Mounier se dirige a la mansión regia con una comisión de doce mujeres, mientras las demás permanecen en el salón de sesiones: el rey oye benévolamente, así a las mujeres que le piden pan, como al presidente de la Asamblea que le pide la aceptación clara y terminante de los derechos del hombre y de los artículos de la Constitución: las mujeres gritan alborozadas: «¡Viva nuestro buen rey!» Al anunciarse en la Asamblea que el rey ha sancionado los artículos constitucionales, una de ellas que desgreñada y macilenta roía un descarnado hueso preguntó: «¿Y con eso tendremos pan?» Entretanto ocurren en la población choques sangrientos entre las tropas y las turbas tumultuarias: llega Lafayette de París con su ejército, y se esfuerza por restablecer el orden, mas no puede impedir que un grupo de forajidos se lance frenético hasta la estancia de la reina, que se refugia despavorida al cuarto de su esposo, dejando su habitación salpicada y teñida con la sangre de sus fieles guardias de corps. Los tumultuados piden que el rey vaya a París y el monarca lo ofrece: la corte y muchos diputados le suplican que huya y se salve en lugar seguro: «¡Un rey de Francia fugitivo! exclama el buen Luis: eso no: además, si salgo de Versalles coronarán al duque de Orleans.» Por último, después de mil escenas trágicas el rey y la real familia se ponen camino de París, y escoltados por una parte de aquella muchedumbre forajida, llegan al palacio de las Tullerías que hacía más de un siglo no habían habitado los monarcas franceses (octubre, 1789). La Asamblea se traslada también a París, donde continúa su tarea de derribar el edificio de las antiguas instituciones.
Desde entonces se puede considerar al rey como aprisionado en las Tullerías; Lafayette es el encargado de responder a la nación de su persona: comienza la emigración de los nobles a Turín, donde los han precedido los príncipes de la sangre; se suprimen los títulos de nobleza, se venden los bienes del clero, se crea el papel-moneda, principio de los asignados, y los sacerdotes van a reunirse con los nobles emigrados por no obedecer a la constitución civil. La Asamblea prosigue reorganizando el reino, los clubs deliberando como otras tantas asambleas, y la Francia ardiendo en perturbaciones. El rey acepta la Constitución, y produce las aclamaciones más entusiastas de la Asamblea y del pueblo. Los emigrados confían en la sublevación de los departamentos del Mediodía y en los auxilios de las potencias extranjeras: la reina vuelve los ojos al Austria, y la actitud de los emigrados da pretexto a los clubs y al partido democrático para concitar el odio del pueblo contra el rey y la reina, a quienes suponen en connivencia con los conspiradores emigrados (1790).
Sobresaltados y estremecidos contemplaban ya la revolución de Francia los soberanos extranjeros, y no es maravilla que los asustara el temor de que el contagio del ejemplo penetrara en sus respectivos pueblos. Al emperador Leopoldo le hicieron concebir la esperanza de castigar a los revolucionarios franceses. Sospechábase que Inglaterra fomentaba secretamente las turbulencias interiores de Francia con propósito de debilitarla. La situación del gobierno español entonces era especial respecto al gobierno y a la Asamblea francesa. Porque habiéndose suscitado una grave cuestión entre Inglaterra y España con motivo de haberse apoderado los españoles de unos buques mercantes ingleses en la bahía del Nootka, cuestión que produjo largas notas y serias contestaciones entre los dos gabinetes, anuncios y amenazas de guerra, y grandes armamentos navales de parte de ambas naciones, Carlos IV invocó la amistad y la cooperación de Luis XVI para un caso de rompimiento con la Gran Bretaña, con arreglo al Pacto de Familia. El monarca francés accedió a la reclamación, pero quiso obtener la aprobación de la Asamblea nacional, y este cuerpo deliberante no solo reconoció la legalidad y la fuerza de los tratados existentes, sino que, después de muy discutido el asunto, acordó que en vez de treinta navíos que el rey había resuelto armar, teniendo presente que los armamentos ingleses eran cada vez mayores, se aprontasen cuarenta y cinco con el competente número de fragatas y buques menores, para socorrer al rey de España (de mayo a agosto, 1790). Por fortuna las negociaciones acabaron pacíficamente, pero España, agradecida a la Asamblea nacional, no podía ni ostensible ni decorosamente obrar en contra del nuevo régimen de la Francia{17}.
Prosiguen en este reino los excesos de los demagogos; celébrase la gran fiesta nacional de la Confederación, en que se pasa revista a sesenta mil confederados armados; se da la Constitución civil del clero; sucede el ataque del castillo de Vincennes, y la conspiración de los Caballeros del puñal; progresa la emigración; propónense leyes contra los emigrados; las cuestiones religiosas, el juramento exigido a los eclesiásticos, la actitud de Roma y de una gran parte del clero francés, atormentan la conciencia del timorato Luis XVI, y este príncipe, que ansioso de salir de la opresión en que se le tenía, había pasado todo el invierno de 1790 a 1791 concertando con el célebre Mirabeau, convertido al partido de la corte, cómo fugarse de París y recobrar su libertad poniéndose en lugar seguro, en la noche del 20 de junio (1791), cuando ya Mirabeau había descendido a la tumba{18}, emprende en unión con toda la familia real aquella malhadada fuga que fue causa de su perdición, y cuyas consecuencias ni fue posible entonces, ni lo es hoy todavía medir y calcular. Sucede el fatal reconocimiento y el desastroso arresto de los ilustres fugitivos en Varennes, y su forzado regreso a París, acompañados de los comisionados de la Asamblea Latour, Maubourg, Barnave y Petion. Por decreto de la Asamblea queda el rey suspendido de sus funciones, puesto bajo la vigilancia de una guardia responsable de su persona, así como la reina y el delfín, sujeto al resultado de una información, y como provisionalmente destronado{19}.
Sin embargo, y a pesar de lo que iba cundiendo en los ánimos y en una parte de la misma Asamblea la idea de república, a pesar de los esfuerzos de los jacobinos por que se declarase traidor al rey y se le depusiese, no obstante las tumultuosas escenas del Campo de Marte, las imprudentes bravatas de los emigrados, trasladados ya a Coblenza, y la actitud hostil de las potencias de Europa por aquellos provocada, la Asamblea constituyente, que en su mayoría seguía siendo monárquica, se apresuró a terminar la Constitución y a presentarla a la aceptación del rey, con el deseo también de devolverle por este medio la libertad. Luis XVI declaró que aceptaba la Constitución (13 de setiembre, 1791), cuya noticia causó un júbilo extraordinario, y pareció haber reconciliado al rey con su pueblo. El 30 de setiembre dio la Asamblea constituyente por terminadas sus tareas y sesiones, después de haber hecho, para dar un testimonio exagerado de su desinterés y patriotismo, la célebre declaración de que ninguno de sus individuos podría ser reelegido para otra legislatura. Resolución fatal, que fue causa de que en la Asamblea Legislativa que la sucedió se viera dominar desde el principio un odio ardiente a la monarquía.
Distinguiéronse desde luego en esta Asamblea los diputados de la Gironda por su fogosa elocuencia, y por la idea fija que los dominaba de convertir la Francia en una república semejante a las antiguas de Grecia y Roma. Adversarios de los Girondinos eran los Constitucionales, llamados también Fuldenses, por el club en que se reunían, a los cuales apoyaba una gran parte de la guardia nacional amiga del orden. Pero el movimiento revolucionario estaba fuera de la Asamblea, estaba en los clubs, principalmente en el de los Jacobinos, donde dominaba Robespierre, y en el de los Franciscanos, que dirigía Danton. A estos clubs concurrían todos los que gustaban de la agitación, de las grandes emociones, de las discusiones borrascosas. Los constitucionales o fuldenses, que formaban la derecha de la Asamblea, estaban ya en minoría: la mayoría, que ocupaba la izquierda, era de los girondinos; y los más extremados o exagerados, que se sentaban en los bancos más altos del salón, y que fueron por esta razón denominados la Montaña, eran los representantes del populacho y de los clubs. Del espíritu de esta asamblea fue una muestra su primer decreto aboliendo los títulos de Señor y Majestad que se daban al rey. Niega éste su sanción a los decretos contra los emigrados y contra los sacerdotes no juramentados, pero se ve obligado a templar el mal efecto de esta resolución presentándose a la Asamblea a declarar que estaba decidido a intimar la disolución a los emigrados so pena de ser tratados como traidores, y a hacer la guerra a las potencias extranjeras, si no le daban satisfacción cumplida de sus armamentos y de su actitud hostil. En enero de 1792 decreta la Asamblea encausar a los hermanos del rey y a los nobles acusados de proyectos y planes contra la Francia, y prescribe el secuestro de sus bienes aplicándolos al Estado a título de indemnización. El rey se ve precisado a entregar el gobierno a los girondinos, Luis XVI se rodea de un ministerio republicano, contándose en él el célebre Dumouriez, que comienza por plantarse el gorro encarnado entre los jacobinos.
Mucho tiempo hacía que estaba amenazando un rompimiento entre la Francia y las demás potencias y especialmente con el imperio: querían la guerra los girondinos; la actitud respectiva del pueblo francés, de su monarca, de los emigrados, y de los soberanos de Europa, la hacían casi inevitable: Dumouriez arranca de aquel vacilante príncipe una resolución, y el 20 de abril (1792) se presenta Luis XVI a la Asamblea, y no sin turbación, que bien la revelaba su demudado rostro, propone a la Asamblea nacional la guerra contra el rey de Hungría y de Bohemia. Un grito de ¡viva el rey! resuena en todos los ángulos del salón, y queda declarada por una inmensa mayoría la guerra que había de asolar toda la Europa y hacer vacilar todos los tronos.
Tiempo es ya de decir algo de la conducta de las potencias europeas en los tres primeros años de la revolución francesa, y principalmente de la del monarca y el gobierno español en aquellos importantísimos sucesos.
Verdad es que después de la intentada fuga de Luis XVI y su especie de aprisionamiento en las Tullerías, los soberanos de Europa, ya alarmados desde los primeros sucesos de la revolución, pero mucho más sobresaltados con aquel acontecimiento, instigados de continuo por los emigrados franceses de Turín y de Coblenza, que por su parte procedieron con más calor que discreción a levantar por sí mismos cuerpos de tropas a nombre del rey para hacer la contra-revolución que se representaban tan fácil, demandado al propio tiempo su auxilio por el atribulado monarca, pareció tomar una actitud más amenazadora. Las circunstancias no dejaban también de halagar las esperanzas de los enemigos de la revolución. La paz entre Rusia y Turquía dejaba a la emperatriz Catalina, en otro tiempo protectora de los filósofos, ahora interesada en sofocar el principio revolucionario desarrollado por sus doctrinas, más desembarazada para obrar de acuerdo y en unión con otras potencias; y bien que todavía tuviese que sujetar la Polonia, deseaba auxiliar a Gustavo de Suecia, que se mostraba ansioso de mandar una expedición contra la Francia, para lo cual se trató de una coalición con España. Veían unirse en el propio sentido al emperador Leopoldo de Austria, hermano de la esposa de Luis XVI, con el rey de Prusia, con quien antes había estado en guerra, y concertar tratados y planes de invasión. Contaban por lo menos con la neutralidad de Inglaterra, ya que no con sus trabajos de zapa para fomentar los disturbios del pueblo francés. Los soberanos de la casa de Borbón no podían menos de interesarse en sostener a su desgraciado pariente en el trono de que amenazaba derrumbarle la demagogia de su reino, y en efecto una declaración solemne fue firmada por todos los príncipes de la dinastía borbónica{20}. Fiaban también los emigrados en el espíritu y la disposición contra-revolucionaria de algunas provincias o departamentos franceses, en la desorganización del ejército, abandonado de casi todos los oficiales, y en el mal estado de las plazas fuertes. Así pues ni dudaban de una próxima invasión general, ni menos dudaban de la seguridad y brevedad del triunfo.
Pero tenían mucho de ilusorias tan halagüeñas esperanzas de los emigrados. Con su precipitada impaciencia formaba contraste la lentitud con que negociaban para concertarse los dos soberanos de Austria y Prusia, temerosos de una resolución que pudiera hacer más comprometida y peligrosa la situación del rey; y la declaración de Pilnitz y el convenio de Parma debieron convencerlos de que no eran la misma cosa la buena intención y la facilidad en ofrecer que la ejecución y la rapidez en cumplir. Y en cuanto al estado de la Francia, cuando el ardor del patriotismo se apodera de un pueblo y se convierte en una especie de fiebre, no se sabe hasta dónde pueden llegar los esfuerzos de aquel pueblo; y como dijo después el célebre Carnot: «¿qué cosa hay imposible para veinte y cinco millones de hombres?» Así fue que lo que hacían los emigrados con sus nada disimulados y mal concebidos planes era irritar más el ya harto exaltado pueblo, concitar los odios de la acalorada muchedumbre contra la aristocracia y contra el monarca mismo cuya causa se proponían defender, hacerle más sospechoso de complicidad y obligar a tenerle más vigilado, despertar oposiciones en la Asamblea que habrían podido tal vez excusarse o acallarse, alarmar a todos los interesados en la revolución, hacer que se precipitaran los preparativos y medidas para la defensa de las fronteras, provocar los alistamientos voluntarios, los ofrecimientos espontáneos de ciudadanos y generales a tomar las armas, y en fin poner la Francia en estado de hacer aquellos maravillosos sacrificios que tanto asombraron después.
Menester es convenir también en que el mismo Luis contribuía a mantener en dañosa perplejidad a los que de fuera pudieran auxiliarle; ya por la contradicción entre las órdenes y la correspondencia pública y secreta que seguía con los conspiradores de Coblenza, ya con la notificación que hizo a todas las cortes de que aceptaba la Constitución con ánimo resuelto de observarla con fidelidad. De modo que era difícil desde lejos saber con seguridad si el rey se daba por libre a sí mismo, aun después de haber advertido a algunos gobiernos que no dieran fe a los documentos oficiales que llevaran su firma, y que los consideraran como arrancados por la violencia. Con esto Austria, Prusia e Inglaterra dieron a la notificación una respuesta pacífica: Holanda, Suiza y los príncipes italianos contestaron satisfactoriamente: España y los electores de Tréveris y Maguncia las dieron evasivas; y solo Suecia y Rusia respondieron que no consideraban libre al rey. Entretanto la Francia proseguía haciendo sus armamentos y reparando sus plazas fuertes. Colocó en la frontera amenazada tres ejércitos, mandados por Rochambeau, Lafayette y Luckner, y antes de la declaración de guerra que anunciamos arriba el ministro Narbonne había hecho presente a la Asamblea haber pasado revista desde Dunkerque hasta Besanzón a una fuerza de doscientos cuarenta batallones y ciento sesenta escuadrones, con la artillería correspondiente a doscientos mil hombres y provisiones para seis meses, encareciendo el patriotismo de los guardias nacionales voluntarios. Había alguna exageración en el anuncio, pero la verdad era que se había armado con una actividad prodigiosa una fuerza formidable.
Mas ya es tiempo de que veamos cuál era la situación de España durante estos sucesos, y cuál la intervención que en ellos tomó, y en qué sentido.
Seguía al frente del gobierno español, gozando de la confianza de Carlos IV y dirigiendo su política, el ilustrado conde de Floridablanca, último ministro de Carlos III, y a cuyos consejos había debido aquel monarca la acertada dirección que supo dar a la política exterior en sus postreros tiempos, y la consideración, respeto y preponderancia que llegó a adquirir en todas las cortes y en todos los gabinetes de Europa. Pero este hábil y experimentado ministro, que en el anterior reinado había sido el más celoso, activo e incansable reformador, y el más ardiente regalista, imprimiendo a la marcha del gobierno el sello de la moderna civilización, combatiendo y destruyendo abusos, errores y preocupaciones del antiguo régimen, difundiendo y fomentando las nuevas ideas, y libertando el pensamiento de las trabas que le habían tenido por siglos enteros encadenado; este ilustre español, que parecía ser el representante y el propagador del espíritu innovador de su siglo, asustose de tal modo ante las exageraciones de la demagogia francesa, ante los excesos y las sangrientas escenas de aquella revolución, y ante los peligros de la propaganda democrática, que no viendo ni en los hechos ni en la tendencia de aquel grande acontecimiento sino lo que podían tener de extremado, y lo que cercenaba los derechos de las monarquías absolutas, de que él era apasionado sostenedor, obrose en su ánimo una verdadera reacción, en términos de mirar con una prevención, ya exagerada también, todos los principios que se proclamaban, todas las reformas que se hacían en el vecino reino, de no pensar sino en libertar a su patria del contagio revolucionario, y en hacer que el monarca español se mostrara o apareciera como el más interesado en la suerte de sus parientes los reyes de Francia, y como excediendo a todos los príncipes en realismo.
Así era que los clubs de París miraban al primer ministro del rey de España como uno de los más declarados enemigos de la revolución: y cuando Floridablanca fue acometido en el palacio de Aranjuez y herido en la espalda por un francés, que mostraba llevar intención de asesinarle (18 de junio, 1790), aunque del proceso no se pudo averiguar la verdadera causa que hubiera impulsado al criminal a cometer el atentado, y el agresor subió al patíbulo sin podérsele arrancar revelación alguna, generalmente se supuso ser un emisario de los clubs de París, enemigos jurados de Floridablanca por la aversión que éste manifestaba a sus doctrinas.
En verdad los temores del conde ministro y las medidas que tomó para ver de impedir que los republicanos franceses introdujeran y propagaran en España por medio de agentes y de libros y papeles sediciosos sus doctrinas democráticas y sus planes de perturbación y de trastorno, no carecían de fundamento. Si otros muchos testimonios de ello no hubiésemos visto, bastaríanos para creerlo así el siguiente parte de uno de los jefes destinados por el ministro español a vigilar la frontera del vecino reino:
«Las noticias de la frontera de estos cuatro últimos correos (le decía) confirman uniformemente los esfuerzos que hacen en toda ella los franceses para introducirnos los papeles sediciosos de que he dado cuenta en mis partes anteriores, habiéndolo conseguido en Aragón con el titulado Gaira, que es uno de los más perversos.– Añaden, que habiendo venido con esta comisión desde París a la frontera de España Mr. Roberts Pierre, ha estado en los pueblos principales del Pirineo Occidental, de donde llegó a Perpiñán el día 2 de noviembre, alojándose casa de su antiguo amigo Mr. Gilis, quien ha descubierto a mi corresponsal bajo de mil misterios que ha visto en poder de aquél letras de grandes cantidades contra casas de Barcelona y Manresa, y muchas cartas de Zaragoza, Jaca, Pamplona y San Sebastián. Que trae cartas para Madrid y otras ciudades de España de que él no se acuerda, a donde escribe mucho y recibe respuestas bajo de sobres diferentes. Que ha visto en su equipaje los Fueros de Vizcaya, de Navarra y de Aragón, y las Constituciones de Cataluña. Que el tal Roberts es de la familia del famoso Pierre Damiens que intentó asesinar a Luis XV. Que desde que llegó a Perpiñán le cortejan mucho los individuos del gobierno, y que fiado en la amistad de Mr. Gilis se ha alabado, aunque con misterio, que antes de volver a París dejará sembrada la semilla de la discordia en España.– A este fin ha dispuesto, luego que ha llegado a Perpiñán, se traduzca la Constitución francesa en catalán, cuya obra han empezado Mrs. Verdier y Gispert, de que ha visto mi corresponsal un fragmento. Ha anunciado que espera dentro de pocos días a Mr. Tabau de Saint Etienne, que viene de París a ayudar sus ideas, para lo cual trae grandes fondos.– A vista pues, de estos esfuerzos, me creo en obligación de dar una prueba de mi reconocimiento por las repetidas honras que me hacen SS. MM., y aprovechando la oportunidad de tener que ir yo precisamente a Barcelona a levantar mi casa, recoger mis papeles, &c. &c., pasaré por el resto de la frontera que no he visto para examinar su estado, sus relaciones con los vecinos, las ideas que por allí corren, &c.; y sobre todo dejaré establecidos corresponsales secretos por el mismo término que lo hice en Cataluña, y de cuya visita han resultado tan grandes beneficios y reunión de noticias, pues no dan un solo paso los franceses por aquella parte que yo no lo sepa, y lo mismo espero que sucederá con lo que falta, hecha esta diligencia, que es obra de quince días.– Con este trabajo solo aspiro a que SS. MM. y Vuecencia se persuadan de mi celo y amor al real servicio en una materia tan delicada, en la que, a no haber sido por la previsión de V. E. desde el principio, estaría todo el reino inundado de papeles y agentes sediciosos, como se sabe que se hallan los demás reinos de Europa, que descuidaron esta precaución, ahora conociendo su yerro siguen, aunque tarde, el ejemplo de V. E.– Para ejecutar esta diligencia no necesito más auxilio que una orden como la que llevé en Cataluña, de que es copia la adjunta; y por cierto que no llegó el caso de hacer uso de ella, y lo mismo creo me sucederá ahora.– Suplico a V. E. me haga el favor de hacer esto presente a S. M. para que se halle enterado de lo que pienso hacer, aprovechando la oportunidad de mi viaje, si no me manda lo contrario.– Dios, &c. 14 de diciembre de 1791.– Excelentísimo Sr.– Francisco de Zamora.– Excelentísimo Sr. conde de Floridablanca.{21}»
Fuesen o no abultadas estas noticias, y más o menos fundados los temores, el gobierno español, so pretexto de los muchos malhechores que decía entraban por las fronteras de Cataluña y Aragón a promover desórdenes, mandó acercar tropas y formar un cordón, que impidiese la entrada en el reino a los súbditos franceses que pudieran parecer sospechosos. Con esto, al paso que se evitaba la propaganda revolucionaria, se estaba a la mira y en aptitud de apoyar el ejército de invasión que se preparaba en el Norte, cuando fuera llegado el caso. Trabajaba al propio tiempo Floridablanca por determinar al Gran Turco a que hiciese la paz con la emperatriz Catalina de Rusia, a fin de que la Zarina quedase desembarazada para ayudar a las potencias más interesadas y más solícitas en destruir la obra de la revolución francesa; y este fue el propósito de la mediación que con acuerdo y beneplácito de otras naciones interpuso Carlos IV de España para la paz entre la Puerta y el imperio moscovita.
Cuando aconteció la fuga de Luis XVI y su arresto en Varennes, Floridablanca, con un celo más laudable que prudente, se apresuró a dirigir a la Asamblea nacional una carta, o sea nota, en que después de exhortar a los franceses a que considerasen la huida de la familia real como un efecto de la necesidad de ponerse a cubierto de los insultos populares que ni la Asamblea ni la municipalidad tenían fuerza para reprimir, y después de ponderar el interés que a favor de aquel oprimido monarca cumplía tomar al rey Católico como a su más inmediato pariente y su más íntimo aliado, vecino y amigo, concluía con unas frases y en un tono en que tras el consejo se dejaba entrever la amenaza. Por más que el embajador español en París conde de Fernán Núñez, conocedor de aquel terreno, tuvo el buen acuerdo de modificar y templar las expresiones más duras de aquella nota antes de presentarla a la Asamblea, todavía su lectura produjo una sensación general desagradable y funesta, siendo recibida por unos con indignación, por otros con desprecio, y por otros con sarcásticas risas, recayendo por último sobre ella el desdeñoso y despreciativo acuerdo de: «La Asamblea pasa a otro asunto.{22}» Así iba comprometiendo Floridablanca al rey y a la nación española, conduciéndose con el gobierno y la Asamblea francesa, no con el disimulo y la sagacidad del antiguo y experto hombre de Estado, sino a la manera de un diplomático novel que no conociera lo que es herir el orgullo y el amor propio nacional de un gran pueblo en el entusiasmo y en los primeros arranques de un movimiento revolucionario.
No alarmó ni disgustó menos a la asamblea y al gobierno francés la medida del ministro español de hacer una matrícula general de todos los extranjeros residentes en el reino, con distinción de transeúntes y domiciliados, ordenando que todo el que quisiera permanecer en España como avecindado y ejercer una profesión u oficio, había de jurar fidelidad a la religión católica, al rey y a las leyes de España, renunciando el privilegio de extranjería, y toda dependencia y sujeción civil al país de su naturaleza, debiendo ser tratado todo el que esto no hiciese como vago peligroso y nocivo{23}. Por más que esta real cédula fuese una reproducción de pragmáticas y autos acordados anteriores, no se ocultó al gobierno francés que en aquellas circunstancias el blanco de semejante providencia eran sus súbditos y no otros extranjeros algunos, y aunque se reconocía que el monarca español obraba dentro del círculo de su derecho, considerábase a su ministro como enemigo declarado de la revolución francesa, y crecía contra él el odio y el encono, principalmente de los partidos más exaltados.
Aún más fuerte que la nota de que hemos hecho mérito fue la respuesta de Carlos IV al embajador de Francia al presentarle la carta en que Luis XVI anunciaba a las cortes extranjeras haber aceptado la Constitución libre y espontáneamente. Más indignado todavía Carlos IV que el rey de Prusia, que el emperador mismo, y que todos los demás soberanos, del tratamiento que sufría el monarca francés, negaba que tuviera tal libertad, y se resistía a responder a toda comunicación que se le dirigiese en su nombre, mientras no le constase de un modo auténtico haberla recobrado, y estar en el pleno goce de ella. Floridablanca se atrevió todavía a más en sus contestaciones con el encargado de negocios de Francia. En una de las notas que le pasó, se propasaba a decirle, entre otras cosas poco menos duras:
«La sanción, o sea la aceptación regia, se ha verificado en París, en medio de la Asamblea, rodeado el soberano de gentes sospechosas, y de un pueblo familiarizado con los alborotos y atrocidades contra su rey.– En las aclamaciones y recíprocos testimonios de confianza que se han seguido a la aceptación, no es posible ver más que otras tantas pruebas de la victoria alcanzada por los vasallos contra el rey, forzándole, no tan solamente a aceptar la ley que le han impuesto, sino también a mostrarse contento, y aun agradecido por ello, a la manera que el esclavo, no siéndole posible romper sus cadenas, besa los hierros que le aprisionan, y procura ganar y apaciguar a su dueño para lograr de él trato menos duro y opresivo….– Ni la Asamblea misma se puede tampoco tener por libre en París, en medio de una población numerosa, inconstante, ilusa, y a veces pervertida por los amaños de hombres perversos, que ha de avasallar por necesidad a los miembros de la representación nacional, porque los atemorizará y expondrá a cada paso a cometer errores o injusticias a trueque de preservarse de la furia de algunos enemigos del orden…»
Pedía que el rey y toda la familia real se situasen en algún pueblo de la frontera, o en algún punto neutral (no en España, porque no se dijera que se le había engañado aquí), y añadía: «Pensar que las potencias extranjeras no deben intervenir en estos asuntos porque son cosas interiores de Francia, es grande error. Las potencias están quejosas de las resoluciones de la Asamblea nacional. Los príncipes del imperio y el emperador que está a su cabeza se muestran ofendidos de que se les haya perjudicado en sus intereses. España alega también varias violaciones de tratados y perjuicios hechos a sus súbditos. El papa se ofende con razón, ya de la usurpación de la autoridad pontificia, ya de la de sus estados temporales de Aviñón, y reclama la protección de los demás soberanos. Quéjanse también las potencias, &c. &c.» Y concluía: «Por último, baste decir, que la guerra contra la Francia, entregada como se halla esta nación a la anarquía, no es menos conforme al derecho de gentes que la que se hace contra piratas malhechores y rebeldes, que usurpan la autoridad y se apoderan de la propiedad de los particulares, y de poderes que son legítimos en toda suerte de gobiernos.»
Tan áspero lenguaje no podía dejar de resentir al gobierno, a la Asamblea, a todo francés más o menos interesado en la revolución; y si la nota anterior había indignado a los partidos extremos, ésta irritó hasta al partido templado constitucional. Floridablanca no suavizó su lenguaje en los escritos sucesivos. Y dado que hubiese tenido razón en considerar al rey de Francia privado de libertad, que así lo hubiese dicho el mismo Luis XVI en carta confidencial a Carlos IV, como algunos han supuesto, y que la Constitución no hubiera sido aceptada sino con violencia, fuerza es convenir en que no era discreto retar tan abiertamente a una nación grande en momentos de exaltación, a no contar con fuerza material dispuesta y bastante a ahogar el espíritu revolucionario y libertar al monarca que se suponía cautivo. La prudencia parecía aconsejar imitar la conducta del emperador de Alemania, ni menos poderoso ni menos interesado en la suerte de Luis XVI ni menos ligado con él en parentesco que el rey Católico{24}. Floridablanca no veía las cosas sino por el prisma de la aversión a las nuevas ideas que dominaban en Francia, y en el ocaso de su edad parecía haberle abandonado su antigua prudencia y previsión, y haber caído en los arrebatos e imprevisiones de la inexperiencia de los pocos años.
Sin embargo el ministerio francés, a quien convenía tener benévola la España, y que aún esperaba salvar la monarquía con la templanza y con los medios constitucionales, continuaba empleando con la familia reinante española aquel lenguaje amistoso y franco a que estaba acostumbrado de antiguo, como si no hubiera tan profundas disidencias entre los dos gabinetes. Pero nada satisfacía al primer ministro español. Exigió de aquel gobierno que pusiera coto a las insinuaciones calumniosas que por medio de la imprenta, se vertían contra la corte de España, y aunque la respuesta fue razonable, dejando al reclamante libre el derecho que la ley concedía contra el abuso de escribir, exponiéndole que los tribunales estaban siempre abiertos para hacer justicia, y aun ofreciendo que por lo respectivo a las potencias extranjeras no tenía inconveniente en tratar de que se reformase la legislación, todavía el ministro español se quejó de que parecía quererse extender la libertad de la imprenta en Francia hasta insultar impunemente a todos los soberanos. En verdad la imprenta francesa, como si tal insistencia la hubiera exacerbado más, prosiguió con el mismo o mayor desenfreno, y pocos días después llegaron a manos de Floridablanca dos impresos, titulados, el uno: Crímenes de los reyes de Francia; y el otro: Crímenes de las reinas de Francia{25}.
Otros incidentes ocurrieron que dieron ocasión a recíprocas quejas y desconfianzas entre ambos gobiernos; pero la cuestión capital, la verdadera causa de la desunión, la que amenazaba producir un serio y formal rompimiento era la insistencia y obstinación del ministro Floridablanca en considerar a Luis XVI como un hombre privado de libertad, como un prisionero, y por consecuencia como forzada y violenta su adhesión a la Constitución, y como nulo su juramento y todos sus actos de rey, como de soberano despojado de su autoridad, y con quien no era posible entrar en pactos ni aun mantener correspondencia mientras no recobrase el libre albedrío. Era inútil todo esfuerzo del ministerio francés por persuadir a Carlos IV y a su primer ministro de que el rey había aceptado la Constitución con plena libertad, y por lograr de ellos que respondiesen a sus cartas a la manera que lo había hecho el emperador. Para evitar el rompimiento a que parecía estar provocando la inflexibilidad de Floridablanca, se acordó que viniese a Madrid el caballero Bourgoing, ministro de Francia en la Baja Sajonia, persona ya muy conocida, relacionada y apreciada en esta corte por sus buenas prendas, y de cuya prudencia y moderación se prometía el gobierno francés que vencería la tenacidad del español, ayudándole además el encargado de negocios Mr. D’Urtubise, como lo hizo oportunamente exhortando a Carlos IV a que no exasperase con su conducta los partidos exaltados y extremos de Francia, a que no disgustase al mismo partido monárquico-constitucional, y a que no pusiera en mayor peligro, no solo el trono de Francia, sino la existencia de otras monarquías de Europa.
La circunstancia de haber caído por este tiempo de la gracia del rey Carlos IV y haber acabado su largo ministerio el conde de Floridablanca, hizo suponer, no sin apariencia de razón, que no habían dejado de intimidar al monarca español las graves declaraciones del representante de Francia. Pero es indudable que otras causas no menos poderosas contribuyeron a preparar la caída del célebre ministro. No faltó quien persuadiese al rey a que consultase sobre su política con personas de quienes se sabía de cierto no serle adictas, y en verdad no necesitaban, serle muy desafectos los sujetos consultados para que calificaran la política del ministro de temeraria e imprudente{26}. Supónese también que trabajó con empeño para su caída la reina María Luisa, cuyas relaciones e intimidades con el célebre don Manuel Godoy había desaprobado y combatido siempre aquel ministro. Y recuérdese la oposición que de tiempo atrás habían venido haciendo a Floridablanca, y de que en varias ocasiones hemos hablado, militares de la más alta graduación, a cuya cabeza figuraba el conde de Aranda, ya por rivalidades personales, ya por espíritu de profesión y de cuerpo, sentidos de la preponderancia que el ministro había procurado siempre dar al poder civil, y principalmente a la magistratura, de que él había salido, sobre el brazo y el poder militar, acostumbrado hasta entonces a influir más que otro alguno en los negocios.
Cedió pues Carlos IV a las sugestiones de los enemigos de su primer ministro, y no contento con separar a Floridablanca (febrero, 1792) de un cargo que había desempeñado durante un largo período de años con mucha gloria suya y no poco provecho de la nación, especialmente en el reinado de Carlos III, accedió a mandar que fuese procesado y trasladado en calidad de preso a la ciudadela de Pamplona. Acusósele de abusos de autoridad, de malversador de caudales públicos, y señaladamente de distracción de cantidades empleadas en las obras del Canal Imperial de Aragón, encomendándose su causa al conde de la Cañada, íntimo amigo del que era ya privado de la reina, don Manuel Godoy. Los vicios legales que desde el principio se observaron en las actuaciones demostraban bien que la saña y el encono, más que la imparcialidad y la justicia, movían y guiaban no solo a los acusadores sino al mismo juez que instruía el proceso. Evidentemente había de parte de algunos interés y empeño en sacrificarle, y uno de los fiscales del Consejo llegó hasta pedir la última pena, que no puede responderse de que tal vez no se hubiese realizado, si otro de los fiscales, el ilustre Canga Argüelles, descubriendo con enérgica firmeza las monstruosas ilegalidades del sumario no hubiera convertido la acción contra el tesorero del Canal, único responsable de la mala inversión, y a quien no se había molestado.
Aprovechándose de esta ocasión el marqués de Manca, don Vicente Salucci, don Juan del Turco y don Luis Timoni, contra los cuales había hecho instruir Floridablanca en los últimos años de su ministerio un proceso ruidoso suponiéndolos autores o cómplices de un anónimo injurioso que contra él se había escrito{27}, y de cuyas resultas habían aquellos sufrido larga persecución y destierro por sentencia del Consejo, pidieron y lograron que se abriera de nuevo el juicio y se revisara el proceso desde la primera hasta la última diligencia (marzo, 1792). Con este motivo se presentaron al tribunal escritos muy vehementes haciendo gravísimas acusaciones y cargos al conde de Floridablanca y al superintendente de policía don Mariano Colón por su parcialidad, injusticia e ilegalidad en los procedimientos de aquella causa. En su virtud y por reclamaciones de aquellos interesados se ocuparon y entregaron al Consejo multitud de papeles que se hallaron en poder del ministro caído, algunos de los cuales parece que no dejaban de comprometerle gravemente, así como al superintendente que había instruido el proceso. Uno y otro se defendieron, el primero por medio de procurador desde su prisión de Pamplona, el segundo por el de su hermano el célebre jurisconsulto don José Joaquín Colón de Larreátegui.
Larga, ruidosa y fecunda en incidentes fue esta causa contra el esclarecido ministro de Carlos III y Carlos IV. Su mejor defensa fueron sus dos representaciones dirigidas a los dos soberanos, haciendo una recopilación de todos los actos de su largo ministerio; documentos importantísimos y de suma utilidad para la historia, en cuyo concepto los hemos citado varias veces, y serán siempre de grande interés{28}.
Floridablanca salió de la ciudadela de Pamplona después de haber hecho todo lo que su grande ingenio alcanzó a hacer en justificación de su conducta, e indultado más adelante por el rey, fijó primeramente su residencia en Hellín, y después en Murcia, pueblo de su naturaleza. Allí le dejaremos por ahora, para encontrarle más adelante haciendo todavía un papel distinguido en su edad octogenaria, con ocasión de la especial y comprometida situación en que llegó a verse la nación española a consecuencia de los sucesos de la revolución francesa que tanto habían mortificado su espíritu{29}.
Sucedió al conde de Floridablanca en el ministerio el anciano conde de Aranda, a quien nuestros lectores conocen ya por su larga intervención en los negocios públicos, ya como militar, ya como magistrado, ya como consejero, y ya como embajador, durante todo el reinado de Carlos III{30}.
{1} Reales Decretos de 18 de diciembre de 1788, y 1.º de enero de 1789.
{2} Real Decreto de 28 de abril y Cédula de 14 de mayo de 1789.
{3} Real provisión de 22 de julio de 1789.
{4} Órdenes y bandos de 19 de febrero, 31 de marzo, 2 de mayo, 23 de junio y 11 de agosto de 1789.
{5} He aquí los términos en que se hizo la petición: «Señor: Por la ley 2.ª, título V, Partida II, está dispuesto lo que se ha observado de tiempo inmemorial, y lo que se debe observar en la sucesión de estos reinos, habiendo mostrado la experiencia la grande utilidad que se ha seguido de ello, pues se unieron los reinos de Castilla y León y los de la corona de Aragón por el orden de suceder señalado en aquella ley, y de lo contrario se han causado guerras y grandes turbulencias.
»Por lo que suplican las Cortes a V. M. que sin embargo de la novedad hecha en el Auto acordado 5.º, tít. 7, lib. 5.º, se sirva mandar se observe y guarde perpetuamente en la sucesión de la monarquía dicha costumbre inmemorial, atestiguada en la citada ley 2.ª, tit. 5.º, partida 2.ª, como siempre se observó y guardó, y como fue jurada por los reyes antecesores de V. M., publicándose ley y pragmática hecha y firmada en Cortes, por la cual conste esta resolución, y la derogativa de dicho Auto acordado.»– Colección de Cortes de Castilla.
{6} Cuaderno y proceso de las Cortes de 1789.
{7} Recuérdese lo que sobre esto dijimos en el capítulo 9.º del libro VI de esta tercera parte de nuestra Historia.
{8} Así discurre don Andrés Muriel en la Historia manuscrita del reinado de Carlos IV, lib. I.
{9} De todos modos no nos parece justo el juicio de un escritor moderno, cuando dice, hablando de estas Cortes, que se las hizo intervenir como autómatas, y que fueron tratadas de una manera indecorosa. Menester es no olvidar lo que habían venido siendo las Cortes desde los tiempos de Carlos I, y que pasaron reinados enteros sin llegar siquiera a ser convocadas.
{10} Era este un derecho que tenía el monarca de privar a cualquiera de su libertad, encarcelándole o desterrándole, solo porque así le placía a un ministro, o lo reclamaba un personaje o una familia poderosa, negando al oprimido toda defensa o protección de los tribunales. Era una cosa parecida a aquellas órdenes clandestinas que en España se expedían por la vía reservada. El ministro Malesherbes propuso que los mandatos de prisión se sometiesen a un tribunal o consejo compuesto de magistrados íntegros, con otras condiciones más fundadas en justicia.
{11} Era también semejante a lo que entre nosotros se llamaba moratoria.
{12} De Balzac.
{13} Componíase la Asamblea de los Notables de los siguientes elementos:
Príncipes de la familia real y de la sangre…… | 7 |
Arzobispos y obispos…… | 14 |
Duques, Pares, Mariscales, Nobles…… | 36 |
Consejeros de Estado o auditores…… | 12 |
Primeros presidentes, fiscales de audiencia, &c.…… | 38 |
Diputados de los países de representación, entre los cuales había 4 eclesiásticos, 6 nobles y 2 plebeyos…… | 12 |
Oficiales municipales…… | 25 |
Total…… | 144 |
{14} Por 139 votos contra 129.
{15} En la sola sesión del 4 de agosto (1789), se propusieron y acordaron las siguientes reformas:
Abolición de la servidumbre personal, y de la mano muerta, bajo cualquier denominación.
Supresión de las jurisdicciones señoriales.
Facultad de reembolsar los derechos de señorío.
Abolición del derecho exclusivo o privilegio de caza.
Reducción del diezmo a dinero, y posibilidad de comprar todo diezmo de cualquiera especie.
Abolición de todos los privilegios o inmunidades pecuniarias.
Igualdad de contribuciones de toda clase.
Renuncias de los privilegios particulares de provincias y ciudades.
Supresión del derecho de anatas y de pluralidad de beneficios.
Cesación de las pensiones obtenidas sin justo título.
Abolición de los gremios.
{16} Alúdese principalmente al famoso banquete dado en Versalles a los Guardias de Corps y a los oficiales del regimiento de Flandes, en que hubo una especie de delirio realista, y llegó a hollarse la escarapela nacional.
{17} Nota de los buques que el rey Carlos IV mandó armar para la escuadra que había de oponerse a la de Inglaterra, inclusos los de la de evoluciones, que son los señalados con la letra E.
Departamento de Cádiz | ||
Navíos | Portes | |
Conde de Regla…… | 141 | |
San Carlos…… | 94 | |
Rayo…… | 80 | |
Astuto…… | 64 | |
San Ramón…… | 64 | |
Castilla…… | 64 | |
San Pedro Alcántara…… | 64 | |
Fragatas | Portes | |
E | Santa Bárbara…… | 34 |
E | Santa Dorotea…… | 34 |
Mercedes…… | 34 | |
Bergantines | Portes | |
E | Vivo…… | 14 |
E | Ardilla…… | 14 |
Departamento del Ferrol | ||
Navíos | Portes | |
Salvador…… | 114 | |
San Rafael…… | 80 | |
Serio…… | 74 | |
Oriente…… | 74 | |
Arrogante…… | 74 | |
San Justo…… | 74 | |
San Gabriel…… | 74 | |
San Telmo…… | 74 | |
E | Europa…… | 74 |
San Leandro…… | 64 | |
Fragatas | Portes | |
E | Juno…… | 34 |
Palas…… | 34 | |
E | Santa Teresa…… | 34 |
Santa Catalina…… | 34 | |
Departamento de Cartagena | ||
Navíos | Portes | |
E | San Pablo…… | 74 |
Ángel de la Guarda…… | 74 | |
San Francisco de Asís…… | 74 | |
San Ildefonso…… | 74 | |
Firme…… | 74 | |
Atlante…… | 74 | |
Glorioso (sustituido por el Terrible)…… | 74 | |
Guerrero…… | 74 | |
E | San Fulgencio…… | 64 |
Fragatas | Portes | |
Santa Florentina…… | 34 | |
E | Perla…… | 34 |
E | Mahonesa…… | 34 |
Soledad…… | 34 | |
Balandras | Portes | |
E | Tártaro…… | 18 |
He aquí las comunicaciones con que terminó este negocio.
Declaración del Gobierno español.– «Habiéndose quejado S. M. Británica del secuestro de ciertos buques pertenecientes a sus vasallos, hecho en el puerto de Nootka, situado en la costa N. O. de América, por un oficial que está al servicio del rey, el infrascrito consejero y primer secretario de Estado de S. M., previa la autorización correspondiente, declara a nombre de S. M. y de su orden, que está pronto a dar satisfacción a S. M. Británica por la injuria de que ha formado queja, persuadido el rey de que la Majestad Británica se conduciría del mismo modo si se hallase en iguales circunstancias. Además ofrece S. M. hacer entregar todos los buques ingleses apresados en Nootka, y resarcir a los interesados en estos navíos las pérdidas que se les hayan ocasionado, inmediatamente después que se haya podido saber a lo que ascienden. Entiéndase que no podrá excluir ni impedir de manera alguna la última disposición acerca del derecho que S. M. pueda pretender gozar de formar un establecimiento en el puerto de Nootka.– Y para que conste firmo esta declaración, sellada con el sello de mis armas. Madrid 24 de julio de 1790.– Floridablanca.»
Contra-declaración
«Habiendo declarado S. M. el rey Católico que está pronto a dar satisfacción de la injuria hecha al rey Británico por la captura de ciertos buques pertenecientes a los vasallos de S. M. en el puerto de Nootka, y habiendo firmado el señor conde de Floridablanca a nombre de S. M. C. y de su orden una declaración al intento… el infrascrito embajador extraordinario y ministro plenipotenciario cerca del Rey Católico, previa autorización particular y expresa de su corte, acepta la declaración expresada, y augura que S. M. B. tendrá dicha declaración y el cumplimiento de las promesas que comprende por satisfacción plena y entera de la injuria de que S. M. se ha quejado.– El infrascrito declara al mismo tiempo quedar bien entendido que ni la declaración dicha firmada por el señor conde de Floridablanca, ni la aceptación que el infrascrito acaba de hacer a nombre del rey no debe derogar ni perjudicar en ninguna manera al derecho que S. M. podrá pretender tener a cualquier establecimiento que se haya formado, o se quisiese formar en adelante en el expresado puerto de Nootka.– Y para que conste firmo esta contra-declaración en Madrid a 24 de julio de 1790.– A. Fitcherbert.»
A consecuencia de estas declaraciones el 28 de octubre firmaron ambos ministros en Madrid un convenio de ocho artículos, con que se puso fin a la disputa entre las dos cortes.
{18} Este asombroso genio de la revolución, este hombre extraordinario, portento de elocuencia, y que subyugaba con la magia de su voz aquella Asamblea y aquella Francia que escandalizaba con sus vicios, murió el 2 de abril de 1791.
{19} Para la entrada de la prófuga familia real en París se habían fijado varios carteles con este letrero: El que aplauda al rey será apaleado; el que le insulte será ahorcado. En efecto, su entrada se verificó en medio de un silencio profundo por parte del pueblo, y sin oírse ni insultos ni aplausos.
Es curiosa e interesante la relación de este regreso y entrada de la familia real en París, y de la actitud de cada uno de los personajes, y el trato que recibían, dada por el conde de Fernán Núñez, nuestro embajador en Francia y testigo ocular de todo, al gobierno de Madrid. Muriel copia el despacho casi íntegro.
{20} He aquí los términos de esta declaración:
«Nos N. rey de España, N. rey de Nápoles, N. infante duque de Parma, unidos con la mejor voluntad a las intenciones tan puras del conde de Artois, a quien pertenece la defensa de la corona de Francia durante la violencia que padece el rey su hermano, como su hermano mayor el conde de Provenza:
«Hemos protestado y protestamos con dicho príncipe, y con los otros príncipes de la sangre unidos con él, contra todos los decretos de la Asamblea que se dice nacional, por ser contrarios al mantenimiento de la religión católica, a la doctrina de la Iglesia, a la veneración que se debe a sus ministros y al libre ejercicio de la autoridad apostólica.
«Protestamos igualmente contra todos aquellos decretos que atacan y destruyen el gobierno monárquico, las distinciones que son necesarias en él, los derechos inalienables de la corona, señaladamente el de hacer la guerra o la paz, y en general todos cuantos tienen por objeto trastornar los principios fundamentales sobre que están cimentados los tratados, las alianzas y los demás pactos políticos.– También protestamos contra cualesquiera otros decretos que destruyan el derecho público de Francia, y sean directamente contrarios al· voto nacional contenido en todas las instrucciones (cahiers) dadas a los diputados, especialmente contra los decretos que han abolido la nobleza, aniquilado la magistratura, despojado al clero de sus bienes y violado todo género de propiedad.
«Declaramos, que siguiendo la fe de nuestros mayores, nos opondremos con todas nuestras fuerzas a cuanto pueda alterar su pureza en los Estados cuyo gobierno toca por herencia a nuestra casa, y por consiguiente a toda innovación cismática que se proponga privar a los pueblos de sus respectivos pastores, desconocer la misión divina de los obispos, y confundir las leyes de la jerarquía eclesiástica.
«Declaramos, que justamente indignados de los atropellamientos cometidos contra S. M. Cristianísima, no menos que del cautiverio en que está hace diez y ocho meses, de la injusticia con que los príncipes de la sangre, hermanos del rey, son despojados de todas sus prerrogativas y distinciones, de la afectación chocante de haber quitado las armas de nuestra casa de la bandera nacional, y por último de los insultos que los facciosos hacen todos los días a la reina y a la familia real, no consentiremos que el solio de los Borbones continúe expuesto a los mismos ultrajes por más tiempo; porque no solamente mancillan la fidelidad de la nación francesa, sino que son tanto más intolerables, cuanto que nacen del mismo principio que ha destruido el orden público en el reino, y causado las turbulencias, miserias y males de la anarquía.
«Declaramos en fin, que si bajo cualquier pretexto se cometiesen de nuevo atentados contra las sagradas personas del rey, la reina, o contra la familia real, la ciudad que fuese culpable de ellos será castigada ejemplarmente, y que los oficiales municipales, los jefes de los distritos, los comandantes de la guardia nacional, y todos los miembros de la Asamblea que son conocidos por contrarios a la monarquía, los cuales nos responderán con sus cabezas, serán castigados con la última pena.
«Y para que conste firmamos el presente en a del mes de de 1791.– N. rey de España.– N. rey de Nápoles.– N. infante duque de Parma.– E. conde de Artois, príncipe francés, hermano del rey, en representación de S. M.– N. príncipe de Condé.– N. duque de Borbón.– N. duque de Enghien.»
Atribúyese este proyecto a Mr. de Calonne, antiguo ministro de Luis XVI, y se firmó en Parma.
{21} Poseemos original esta comunicación.
{22} Leíanse en la nota, aún después de modificada, entre otras, estas frases: «Vivan persuadidos (los franceses) de que si la nación francesa cumple fielmente sus obligaciones, como el rey espera que las cumplirá, hallará en S. M. Católica los mismos sentimientos de amistad y conciliación que siempre le ha manifestado, los cuales le convienen mejor bajo todos aspectos que cualquier otra determinación.»
{23} Real cédula de 20 de julio de 1791.– Instrucción de 21 de julio sobre el modo de hacer las matrículas.– Circular de 1.º de agosto resolviendo algunas dudas sobre la materia.– Ídem de 3 de agosto sobre el juramento que se había de exigir los extranjeros transeúntes.– Cédula de 10 de setiembre prohibiendo la introducción de cartas y papeles sediciosos, &c.
De la matrícula que se hizo resultó haber en España el número de extranjeros siguiente:
Avecindados | |
Franceses…… | 13.332 |
Alemanes…… | 1.577 |
Italianos…… | 4.790 |
Ingleses…… | 140 |
Sardos…… | 499 |
Portugueses…… | 3.518 |
Prusianos…… | 21 |
Toscanos…… | 52 |
Polacos…… | 4 |
Irlandeses…… | 139 |
Genoveses…… | 1.970 |
Venecianos…… | 76 |
Holandeses…… | 21 |
Malteses…… | 1.229 |
Dinamarqueses…… | 5 |
Suecos…… | 39 |
Asirios…… | 2 |
Suizos…… | 63 |
Americanos…… | 2 |
Sajones…… | 3 |
Ginebrinos…… | 4 |
Griegos…… | 6 |
Asiáticos…… | 1 |
Turcos…… | 3 |
Marroquíes…… | 15 |
Tripolinos…… | 1 |
Total: | 27.502 |
Transeúntes resultaron 6.512, de los cuales los 4.435 eran franceses.– Ni en una ni en otra clase se comprendieron las mujeres ni los hijos que estaban en compañía de sus padres.
{24} De cuán diferente modo se conducía el emperador lo prueba la siguiente circular que pasó su gobierno a los gabinetes:
«S. M. participa a todas las Cortes que recibieron su primera circular fecha en Praga a 6 de julio, a las que se agregan ahora Suecia, Dinamarca, Holanda y Portugal, que habiendo variado el estado del rey de Francia, sobre el cual se funda la expresada circular, cree de su deber manifestar a dichas potencias su modo de ver en la actualidad. S. M. es de parecer que se ha de tener al rey por libre, y que son válidos, tanto el juramento que ha prestado a la Constitución, como los actos que han emanado de él. Espera que el efecto de dicha aceptación será restablecer el orden público en Francia, y hacer triunfar el partido de las personas moderadas, según los deseos de S. M. Cristianísima. Mas como las esperanzas del rey podrían desvanecerse, por más que no haya motivo para creer que así sea, y como los pasados desórdenes y atropellamientos contra el rey pudieran volver a renovarse, S. M. es de opinión que todas las potencias a quienes fue dirigida la circular, no deben desistir de las medidas concertadas entre ellas, sino antes bien estar a la mira y hacer declarar en París por sus respectivos ministros que su coalición subsiste, y que están prontas a sostener de consuno y en cualquier ocasión los derechos del rey y de la monarquía francesa.»
{25} Entre los libros cuya introducción y circulación en España había ya prohibido Floridablanca podemos citar: «La France libre.– Des Droits et Devoirs de l'Homme.– Catecismo francés para la gente del campo.– El Diario de Física de París, y multitud de hojas y papeles.
{26} Entre estas personas cuenta el Príncipe de la Paz en sus Memorias haber sido consultado el conde de Aranda; aunque de los papeles de el de Aranda no consta, antes bien se infiere haberle cogido de sorpresa la separación de aquel ministro, sin embargo, atendida la intimidad del magnate aragonés con el rey, su antigua rivalidad con Floridablanca, y la circunstancia de haber reemplazado a éste en el ministerio, tenemos por verosímil que fuese uno de los consultados.
{27} Se había intentado probar que el infamante libelo había sido obra del conde de Aranda, o que por lo menos había salido de su tertulia. Lo primero lo tenemos por absolutamente inverosímil, entre otras razones por lo soez del escrito y lo tosco del lenguaje: lo segundo pudo tal vez suceder.
{28} Tenemos a la vista un largo y minucioso extracto de esta famosa causa, en dos voluminosos tomos en folio manuscritos, titulados: Causa de Floridablanca.
{29} Con motivo y en celebridad de la paz ajustada con Francia en 1795, el rey se sirvió indultar y absolver a Floridablanca de todo cargo y responsabilidad por los abusos que se le atribuían en el desempeño de su ministerio, dejando a salvo el derecho de lo demás que se litigaba entre partes.
He aquí la letra de la real orden:
«Excmo. señor: En atención a las satisfacciones con que se halla el rey N. S. así por la paz ajustada con Francia, como por los matrimonios de las señoras Infantas sus hijas; ha venido S. M. en indultar al señor conde de Floridablanca de toda la responsabilidad que podía tener por el tiempo que sirvió de primer secretario de Estado, y ha mandado que desde el día en que se le confiscaron sus bienes y suspendieron sus sueldos, se le dé íntegramente y durante su vida el de consejero de Estado, no obstante el real decreto para la rebaja del 4 p% y de la que se hace del 25 p% a los de su clase; declarando que si en todo este tiempo ha gozado de menor asignación, se le complete hasta la señalada.
»Permite S. M. a dicho señor conde que viva en el pueblo y provincia que le acomode, pero le prohíbe regresar de modo alguno a Madrid, ni sitios reales, y así mismo ha ordenado que se le ponga en libre posesión de todos sus bienes y alhajas que se le hubiesen embargado con motivo de las causas que se le han formado.
»Como la que se le sigue por el marqués de Manca y otros asociados es puramente un negocio entre partes, no se puede prescindir de su conclusión en términos jurídicos, mas podrá S. E. valiéndose de la persona o personas que sean de su agrado, tratar de reconciliación y composición con los demandantes para que se den por satisfechos.
»Por lo respectivo a la causa de abuso de autoridad en el tiempo de su ministerio S. M. le absuelve como queda dicho, de toda responsabilidad.
»Así mismo de la disipación de intereses de la corona, especialmente en el empréstito de cuarenta y dos millones de reales que hizo a don Juan Bautista Condón, pero si este en virtud de los cargos que se le hacen tuviese que repetir personalmente contra dicho señor, podrá ejecutarlo en los expresados términos jurídicos y S. E. componerse con él por los medios que estime conducentes, bajo el supuesto de que en adelante de ningún modo se han de tratar ya estos asuntos como de Estado, sino por los trámites ordinarios de justicia y con arreglo a lo que disponen las leyes.
»Copio hoy la presente real orden al referido señor conde para su gobierno y satisfacción; la comunico también al Ministerio de Hacienda en la parte de sueldos para el abono en lo sucesivo, y lo hago a V. E. a fin de que lo noticie al Consejo y disponga el cumplimiento puntual de lo demas que de ella le pertenece.
»Dios guarde a V. E. muchos años.– San Ildefonso, 28 de setiembre de 1795.– El Príncipe de la Paz.– Señor Obispo Gobernador del Consejo.»
Aun la que seguían el marqués de Manca y consortes no llegó a terminarse, por los muchos incidentes forenses que se atravesaron, y que fatigaron y llegaron a enfriar a los dos principales interesados, y también porque la fortuna de Salucci llegó a menguar visiblemente. Era Salucci un rico toscano, vecino de Liorna, que vino a España en seguimiento de un pleito muy ruidoso sobre la presa y embargo de la fragata Tetis, hecha por los armadores de Murcia, y en queja de los usurpadores de las riquezas de aquel buque de su pertenencia.
{30} «He determinado (decía el real decreto) se encargue el conde de Aranda interinamente, y hasta que Yo ordene otra cosa, de la primera Secretaría de Estado y del Despacho, de que he venido en exonerar al conde de Floridablanca. Tendrase entendido en el Consejo de Estado.– Rubricado de la Real mano.– En Aranjuez a 28 de febrero de 1792.– A don Eugenio de Llaguno Amirola.» Gaceta del 2 de marzo.
En cuanto a la separación de Floridablanca del ministerio, don Manuel Godoy en sus Memorias (cap. 11 y 37) niega con formal empeño haber tenido parte en ella. «Entre la multitud de especies falsas, dice, esparcidas por mis enemigos, una de ellas fue la que hicieron correr, imputándome la caída del conde de Floridablanca en febrero de 1792. Lejos de haber tenido en ella parte alguna, para mí fue un gran motivo de sentimiento, porque además del respeto y estimación que yo le profesaba, le era deudor de un aprecio particular que me mostró más de una vez en presencia de Carlos IV… Sabidos fueron los verdaderos motivos de su caída; sabidas las viejas enemistades que le tenían el clero y la nobleza, y el fuerte empuje que le dio para su desgracia su enemigo capital el conde de Aranda, que recogió el fruto de ella sucediéndole en el ministerio. Público fue, en fin, que llegado yo al mando, uno de mis primeros actos fue el de levantar su destierro al conde de Floridablanca, y volverle al pleno goce de sus rentas y honores, &c.»
Todas son recriminaciones mutuas entre Floridablanca, Aranda y Alcudia, lo mismo que entre don Manuel Godoy y don Andrés Muriel, escritor apasionado del conde de Aranda y enemigo declarado del príncipe de la Paz. Esta es una dificultad grande para la historia.