Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo II
Aranda y Godoy
Guerra entre España y la República Francesa. Paz de Basilea
De 1792 a 1795
Restablecimiento del Consejo de Estado.– Política del conde de Aranda.– Su conducta con la Asamblea francesa.– Terribles sucesos de junio y agosto de 1792 en París.– Asalto del Palacio.– Desenfreno popular.– Sangrientas jornadas de setiembre.– Asesinatos horribles.– Guerra entre Francia, Austria y Prusia.– La Convención.– Proceso de Luis XVI.– Sobresalto en España.– Cuestiones que se presentan en el Consejo de Estado.– Resolución: circular a los embajadores: sistema precaucional: instrucción al ministro español en París.– Situación de la Francia.– Neutralidad española.– Separación del conde de Aranda.– Reemplázale en el ministerio don Manuel Godoy, duque de la Alcudia.– Noticias de este personaje, y causas de su rápida elevación.– Disgusto general.– Arrecia en Francia el furor revolucionario.– Esfuerzos de España para salvar a Luis XVI.– Sentencia y suplicio del desventurado monarca.– Terror en Francia.– Asombro e indignación en Europa.– Declaración de guerra entre Francia y España.– Calor y entusiasmo de los españoles.– Ofrecimiento prodigioso de personas y caudales.– Formación de tres ejércitos.– Campañas de 1793.– Penetra Ricardos en Francia por Cataluña.– Victorias y conquistas del ejército español.– Ricardos vencedor de cuatro generales de la república.– Excelente comportamiento del ejército español en el Pirineo Occidental.– Famosa reconquista de Tolón por los republicanos franceses.– Dase a conocer Napoleón Bonaparte.– Vituperable conducta del almirante inglés.– Generosidad del español.– Estado de la Francia.– Suplicio de la reina María Antonia.– Los terroristas.– El gobierno español resuelve la continuación de la guerra.– Caída y destierro del conde de Aranda.– Muerte de Ricardos y de O’Reilly.– El conde de la Unión.– Campaña de 1794.– El ejército español del Pirineo Oriental pierde todas las conquistas de la campaña anterior.– Es arrojado a España.– Entrega vergonzosa de la plaza de Figueras.– Piérdense por el Occidente Fuenterrabía, Pasajes y San Sebastián.– Amenazan los franceses a Pamplona.– Cambio político en Francia.– Suplicio de Robespierre.– Primeros tratos de paz.– Campaña de 1795.– Pérdida de Rosas.– Toman los franceses a Vitoria y Bilbao.– Por Oriente son arrojados de ambas Cerdañas.– Nuevas proposiciones de paz.– Fírmase en Basilea el tratado de paz entre Francia y España.– Don Manuel Godoy, príncipe de la Paz.
Al nombramiento del conde de Aranda para el ministerio de Estado (28 de febrero, 1792) no había sido extraño el joven militar cuyo influjo se iba haciendo ya sentir en todo por la confianza de que gozaba con la reina, don Manuel Godoy. Así por lo menos lo declaró el mismo conde en una representación que más adelante dirigió al rey, refiriendo las circunstancias de su elevación al ministerio{1}. Dos condiciones suplicó Aranda para aceptar este puesto, y ambas le fueron concedidas: la una, la de no tomarle en propiedad, sino interinamente, para no separarse de su carrera y carácter militar; la otra, que se restableciese el Consejo de Estado, en reemplazo de aquella Junta suprema de Estado creada por Floridablanca en 1787. Ambos decretos se expidieron simultáneamente. El referente a la cesación de Floridablanca llevaba la cláusula de exoneración. En el relativo al Consejo de Estado se prescribía que los Secretarios de Estado y del Despacho serían también consejeros ordinarios: que el título de decano no se daría precisamente al más antiguo, sino a aquel a quien S. M. considerase con mejores cualidades para ello; y concluía nombrando decano del Consejo al conde de Aranda{2}. No tardó en experimentar a su costa este magnate que la nueva planta del Consejo no estaba exenta de influencias, aún más perniciosas que las que él y otros habían censurado en la antigua Junta de Estado.
Hombre de larga experiencia el de Aranda, conocido y reputado en toda Europa, veterano en los consejos como en la milicia, estimado y respetado en España por sus muchos y grandes servicios en diferentes carreras, relacionado con los hombres eminentes de otros países, conocedor del espíritu, de las ideas, de los sucesos y de los principales actores de la revolución francesa (asunto que llamaba y preocupaba entonces la atención de todos), españoles y franceses esperaban de la política y de la prudencia del nuevo ministro una solución de las graves cuestiones pendientes entre los gobiernos de ambos reinos, aceptable a los ojos de todos los hombres sensatos. Pues si bien algunos consideraban al de Aranda adicto y como identificado a las ideas revolucionarias de la Francia, atendidas las relaciones de amistad que había tenido con algunos de los más notables filósofos de aquella nación, equivocábanse los que no le creyeran sinceramente adicto al rey y a los principios monárquicos. Lo que había era que no le dominaba, como a Floridablanca, la recelosa y casi maniática prevención hasta contra el partido reformador constitucional francés.
Coincidieron con su elevación al ministerio dos sucesos de mucha importancia en Europa: la muerte casi repentina del emperador Leopoldo, hermano de la reina de Francia, y en quien cifraban sus mayores esperanzas los interesados en la contra-revolución: y el asesinato alevoso del rey Gustavo Adolfo de Suecia en un baile de máscaras{3}. Ignorábase la conducta que seguiría en los asuntos de Francia el emperador Francisco, sucesor de Leopoldo, pues aunque se calculaba que continuaría la política de su padre, la situación exigía resoluciones prontas, y érale menester tiempo para entenderse con la Prusia, la aliada entonces más íntima del Imperio.
En cuanto a España, no tardó el de Aranda en manifestar su intención y propósito de ir disipando suavemente las peligrosas desconfianzas creadas por su antecesor entre los dos gobiernos, procurando no agriar al francés, sin separarse por eso abiertamente de los convenios anteriores con las demás potencias. De contado se admitió y reconoció a Mr. de Bourgoing como representante de la Asamblea nacional cerca de S. M. Católica, retirándose el antiguo embajador del rey de Francia, que nuestra corte hasta entonces había estado tratando como tal. La Asamblea por su parte, como que no le convenía romper con España, amenazada como estaba por la Prusia y el Imperio, se mostró dispuesta a atenuar la conducta semi-hostíl del gobierno español, calificándola, más que de otra cosa, de error o preocupación. Pareció pues haber cesado la anterior animosidad entre ambas naciones; permitíase a los franceses entrar en España con la escarapela tricolor, que antes suscitaba tanto sobresalto, y los síntomas que se veían eran de reinar buena armonía entre ambos países.
Ocurrieron en esto, y se sucedieron con asombrosa rapidez los terribles acontecimientos de 1792 en París: la jornada tumultuaria del 20 de junio, en que el palacio de las Tullerías y la regia cámara se vieron asaltados por una multitud frenética, obligado el rey a ponerse el gorro colorado, forzada la reina a ponerle también en la cabeza del tierno príncipe, y toda la familia real atribulada: la llegada de los marselleses a París y los sangrientos sucesos de los Campos Elíseos: la terrible insurrección del 10 de agosto, el asalto y las matanzas de palacio, el estampido del cañón y de la fusilería retumbando en el salón de la Asamblea, el rey asistiendo desde la tribuna de un periodista a la ruina de su trono, oyendo la suspensión de su autoridad, y escuchando el decreto por el que se convocaba una Convención Nacional. Sucede el destrozo de los muebles de palacio, el saqueo, el incendio, las calles sembradas de cadáveres, y el estupor y la desolación extendiéndose por todos los ángulos de la población: el terrible Dantón es ministro de la Justicia: establécese un tribunal extraordinario para los traidores del 10 de agosto, que así llamaban a los defensores del rey: el ayuntamiento se constituye en una especie de Asamblea, crea una comisión de vigilancia, y hace numerosas prisiones: Marat, Robespierre y los jacobinos excitan al desenfreno y a las venganzas: Lafayette se ve forzado a abandonar el ejército y la Francia, y le hacen preso los austriacos: Dumouriez manda al ejército francés, y comienza activamente la guerra entre Francia, Austria y Prusia. El ayuntamiento de París toma una serie de medidas revolucionarias, son arrestados los sospechosos, y por último suceden los horrorosos asesinatos de las prisiones en los días 2 al 6 de setiembre, escenas monstruosas, cuya relación escandalizará siempre y hará estremecer de horror a la humanidad.
Síguense nuevos asesinatos de presos en Versalles, como si nunca se hartara de sangre el ciego y arrebatado populacho. Hácense en tal estado las elecciones de diputados para la Convención; se abre la nueva Asamblea (20 de setiembre, 1792), decreta la abolición de la monarquía, y se establece en Francia la república. Comienzan las luchas entre girondinos y montañeses: se hacen las primeras proposiciones para procesar a Luis XVI: la familia real es encerrada en la torre del Temple: decreta la Convención que el rey será sentenciado por ella, y agravan la triste situación del desgraciado monarca los papeles encontrados en el armario de hierro. Sepáranle de su familia; es llamado a la barra; sufre el primer interrogatorio ante la Convención, y se le señala un plazo para su defensa, apenas suficiente para comprobar los numerosos documentos en que había de apoyarla. Aglomerábanse los sucesos dentro y fuera de la nación{4}.
Aun antes de consumarse tantos y tales y tan grandes acontecimientos, bastaron los ocurridos en junio y agosto para llenar de horror, de sobresalto y de indignación, no solo al rey Carlos IV y a todos los españoles amantes del principio monárquico y del orden público, sino al mismo conde de Aranda, que si bien era adicto a las ideas de libertad en tanto que estas no pasaran los límites de lo razonable, amaba la monarquía, condenaba los excesos y los crímenes de las facciones exaltadas, se interesaba por la suerte de Luis XVI, y temía el influjo y las consecuencias de aquellos desmanes para la nación española. Dominado de este sentimiento, preocupado de estos temores, y calculando no ser posible vivir por más tiempo en buena amistad con una nación en que se cometían impunemente actos de tan ciego frenesí, reunió el Consejo de Estado, y propuso en él (24 de agosto, 1792) las cuestiones siguientes:
1.ª ¿Estamos ya en el caso de tomar un partido contra la revolución francesa para reponer a aquel soberano en los justos derechos de su soberanía, y libertar a su real familia de las vejaciones que está sufriendo?
2.ª ¿No deberíamos unir nuestras armas con las de los soberanos de Austria, Prusia y Cerdeña, presentándose una ocasión tan favorable para acosar a la nación francesa y reducirla a la razón, oprimiéndola como merece, y haciéndola conocer que la destrucción de su país es inevitable, siendo acometido a la vez por todas partes con ejércitos numerosos?
3.ª ¿Sería de temer por ventura que la Inglaterra, que hasta ahora se mantiene neutral, se aprovechase de nuestra declaración de guerra contra Francia, y que viéndonos ocupados en este grave empeño acometiese alguna de las posesiones de Ultramar?
4.ª En el caso que se restableciese el gobierno francés en tal manera que fuese posible amistad y alianza recíprocamente defensiva entre Francia y España, ¿no sería más conveniente entregarnos a esta esperanza y ganarnos la voluntad de un pueblo que fuese en lo sucesivo nuestro apoyo?
5.ª Por el contrario, ¿no sería indecoroso que España se mostrase indiferente al riesgo en que está de verse privada del derecho de sucesión a la herencia de aquella monarquía, y no fuera del todo inexcusable su apatía, cuando las principales potencias de Europa hacen, aunque por otros motivos, lo que no practicarían en ninguna ocasión por dicho objeto, por más que nuestro gobierno se lo rogase?
6.ª ¿No será posible presentarnos armados en la contienda ofreciendo nuestra mediación?
7.ª En el caso de resolvernos a tomar las armas, ¿no será muy conducente comunicarlo desde luego a las cortes de Viena, Berlín, Petersburgo y Estocolmo, que tienen hechas gestiones con España para que se resuelva a entrar en guerra contra Francia, a fin de animarlas en su empeño, persuadiéndoles de que la inacción que nos echaban en cara provenía únicamente de no haberse presentado todavía ocasión favorable para declararnos? ¿No deberíamos también dar parte al rey de Inglaterra de nuestra resolución, solicitando al mismo tiempo nuestro soberano la protección de las armas inglesas para defender a Luis XVI, que no puede pedirla, pues toca a S. M. Católica, como pariente tan inmediato del rey Cristianísimo, mover el ánimo de S. M. Británica en favor de aquel desventurado monarca?
8.ª Resuelta la guerra, queda aún por resolver otro punto, es a saber; si convendrá anunciarla públicamente, o si valdrá más ir tomando las medidas necesarias para ella, dándoles el nombre de precauciones que exige el estado de la nación vecina. Lo segundo parece más acertado que lo primero, porque las tropas han de estar en la frontera antes de que se publique la declaración, lo cual pide tiempo. Además quedaría al punto interrumpido el comercio y comunicación entre los dos reinos, habrían también de retirarse los agentes diplomáticos y consulares, y quedaríamos por consiguiente sin medios de saber los acontecimientos y accidentes que pudiesen sobrevenir. Mejor sería, pues, aguardar algún tiempo a declararnos, sin perjuicio de ir tomando todas las disposiciones para la guerra, pues ¿quién sabe lo que puede sobrevenir de un instante a otro, vistos los excesos cometidos últimamente? Aparentando con estudio que nuestros armamentos no son otra cosa que medidas de prudencia, se contendrían quizá aquellos espíritus, y no romperían los primeros.»
Estas y otras consideraciones hacía el conde de Aranda con su buen juicio antes de saber las primeras ventajas conseguidas por los ejércitos prusiano y austriaco contra la Francia. Bastaron aquellas reflexiones, y la noticia de los ultrajes cometidos en la persona de Luis XVI para que se mirara como caso de honra tomar parte en la coalición; y para que en el Consejo de Estado quedara resuelta la guerra. En su virtud pasó el primer ministro una circular a los embajadores y ministros españoles en las cortes extranjeras{5}, participándoles aquella resolución, los motivos en que se fundaba, las causas de no haberse tomado antes, y la determinación de acercar tropas a las fronteras, añadiendo: «S. M. no propone ni adopta plan determinado de operaciones, porque no habría facilidad ni tiempo para concertarle, ni en realidad lo necesita, pues le bastará observar lo que practicaren los ejércitos aliados. El mismo vasto espacio que se interpone entre ellos y nuestra frontera no permitiría la inteligencia exacta que sería de desear. Además en tales circunstancias basta conformarse con el fin e idea a que se va; dirigiéndose todos a un mismo objeto, conviene más que cada uno prefiera y aun mude las vías, según que las ocasiones se presentaren, con tal que se venga al cumplimiento de lo convenido.»
Y en la exposición o informe que a los tres días siguientes dirigió al rey{6}, explicándole las razones y el plan de tan atrevida resolución, le decía: «Trátase de que España, como una de tantas potencias, obligue a Francia a someterse a su legítimo soberano, como debe, sin mezclarse más que en sujetar a los espíritus revoltosos que causan el desorden que es notorio; y como no es adquisición de plazas ni provincias lo que interesa España para sí, parece que sus operaciones han de dirigirse al fin expresado.– La naturaleza, pues, del motivo exigiría una acometida activa y rápida, pero con fuerzas respetables, ya por decoro propio, ya por no aventurar el éxito, ya también por abreviar la consecución, y ya por dispensarse de los gastos considerables que trae consigo la guerra cuando es larga.– Dos entradas pueden hacerse en Francia con el grueso de un ejército. Una por Cataluña, penetrando en sus provincias meridionales del Rosellón, Languedoc, Provenza y las inmediatas, hacia la izquierda del centro. Otra por Navarra y Guipúzcoa, que se dan la mano por su proximidad, y por poderse reunir en un mismo punto hacia la parte septentrional de Bayona y todo el Garona. Por Cataluña la invasión sería más fácil, estuvieran más prontos los aprestos, y se podría caer desde luego sobre las cabezas más señaladas de las provincias francesas. Si la Asamblea pensase en retirarse arrastrando consigo al rey hacia aquellas partes, sería darle más cuidado, como fuera también esta llamada más ventajosa a los otros ejércitos que se inclinasen hacia París, o invadiesen otros puntos. En tal caso crecería el ahogo de la Asamblea, porque el rey de Cerdeña se presentaría por la Saboya, y la oposición sería todavía más fuerte si avocase sus fuerzas al condado de Niza, por su proximidad a Marsella: operación tanto más conveniente por allí, cuanto que por la Saboya no cabe obrar en invierno por la barrera de los Alpes.»
Prosigue haciendo reflexiones sobre los mejores puntos para la invasión, sobre la manera de disimular el verdadero fin del envío y aproximación de estas tropas, que ostensiblemente no había de ser sino precaucional, sobre el nombramiento y condiciones de los oficiales, provisión de trenes, &c., y concluye: «Al terminar este escrito me parece oportuno recordar a V. M. que el medio principal, o por mejor decir único de mantener las apariencias de precaución es ocultar al público el nombramiento de generales y estado mayor del ejército, para dar a entender con esto que las tropas reunidas dependerán tan solo de los comandantes de provincia. Esparcida esta voz entre los ministros extranjeros que residen en esta corte, podrá comunicarse a Francia, como opinión general, sin que pueda tener para las cortes ninguna mala consecuencia, estando ya advertidas por las cartas que se les han enviado.»
Mas no tardó el conde de Aranda en comprender lo arriesgado y comprometido del paso en que acababa de meterse por un sentimiento, arrebatado si se quiere, pero muy justificable, de su celo monárquico, de su horror a los crímenes, y de su interés por la libertad y la vida de Luis XVI: pues por una parte, por mucho que quisiera disfrazar el objeto de los preparativos militares, no dejaron éstos de alarmar al partido exaltado que tenía dominada la Francia, y de producir reclamaciones, quejas y amenazas de guerra en los clubs y en los diarios de los jacobinos: por otra, las matanzas horribles de las cárceles de París en los primeros días de setiembre; el prodigioso alistamiento voluntario y casi universal de los franceses para reforzar los ejércitos de las fronteras; los triunfos de éstos sobre los coligados; la fuga de Lafayette, y la retirada del duque de Brunswick con el ejército prusiano; la delicada y peligrosa situación de Luis XVI esperando en una cárcel el fallo de su proceso entablado ante la Convención; el natural temor de Carlos IV de comprometer más la vida de su augusto pariente, irritando con una determinación hostil la facción más revolucionaria, a la sazón tan poderosa y ciega de orgullo con sus triunfos, todo esto hizo al de Aranda meditar en el mal paso en que se había empeñado. Retrocedió pues inmediatamente, y reconociendo que lo menos peligroso y lo más conveniente era procurar mantener un estado de neutralidad entre ambas naciones, procuró con ahínco desvanecer toda idea de hostilidad que hubieran hecho concebir los preparativos militares y la aproximación de tropas españolas a las fronteras.
En este sentido fueron las instrucciones que comunicó al cónsul general de España en París don José Ocáriz, único agente diplomático que había quedado{7}. La fortuna era, que si bien el partido que tiranizaba la Francia, ofendido de aquellas medidas y soberbio con los triunfos sobre los prusianos, habría de buena gana respondido con la guerra a las prevenciones hostiles mezcladas con las protestas de paz del ministro español, no desconocía el gobierno francés que contar por enemigas tantas potencias y tener que pelear al mismo tiempo en los Pirineos y en el Rhin, era abarcar demasiado y comprometer y aventurar el triunfo de la revolución. Así el ministro de negocios extranjeros, Lebrun, no tuvo inconveniente en acceder a la propuesta de neutralidad hecha por Aranda y Ocáriz, puesto que a la Francia no le convenía romper con España, mas no sin instar vivamente al gobierno español a que reconociese la república francesa. Gran compromiso para Carlos IV, para quien esto equivalía a dar por legítimo el destronamiento de un príncipe Borbón y el desheredamiento de su familia. Y no era esto solo, sino que tampoco se concordaban los ministros de ambas naciones en las condiciones y forma como habían de retirarse al interior las tropas que se habían hecho aproximar a las respectivas provincias fronterizas.
Por lo que hacía al reconocimiento del gobierno republicano, en vano exponía el de Aranda al representante de la república en Madrid, Mr. de Bourgoing, que era demasiada violencia exigir tal sacrificio de un monarca el más allegado pariente del rey de Francia y el más perjudicado en sus derechos, cuando otros que no se hallaban en este caso no habían reconocido todavía los actos de la revolución, y que esto sería faltar, por parte de su soberano, a lo que debía a su propio decoro, por parte de la Francia a las conveniencias y respetos que tanto blasonaba siempre de guardar. En estas conferencias y debates, en que Bourgoing y Aranda se hicieron recíprocamente acriminaciones y descargos sobre los términos en que España había ofrecido unirse a otras potencias para invadir la Francia, el representante de aquella nación, en un lenguaje altanero, desacostumbrado y extraño en su carácter, llegó a emplear cierto tono de amenaza, que como tal al menos podía traducirse, al hablar de los millones de habitantes y de los cientos de miles de bayonetas que la Francia contaba, y de la posibilidad de que su población y su fuerza la hicieran no poder contenerse dentro de sus límites. Picaron vivamente tales palabras al pundonoroso veterano español, y en uno de aquellos vigorosos arranques de su impetuoso genio que los muchos años no habían alcanzado a entibiar, llegó a decirle que si ese caso sobreviniese, él, aunque el primer oficial general del ejército de su soberano, le pediría, no el mando, sino un tambor para reclutar gente que le siguiera, y que entonces se vería cómo se atropellaban los hogares patrios, los cuerpos y los corazones de una nación valiente, bastante numerosa para hacer frente en su suelo a la más atrevida y poblada{8}.
Así las cosas, y cuando en tal estado se hallaban las negociaciones, fue llamado una noche el conde de Aranda a Palacio, y con expresiones lisonjeras le significaron SS. MM. su voluntad de que en atención a su edad avanzada se retirara a descansar de los negocios públicos. A poco rato fue enviado don Antonio Valdés a su casa a comunicarle de oficio que había cesado en el desempeño interino del ministerio de Estado (15 de noviembre, 1792), bien que conservándole todos sus honores y el sueldo de decano del Consejo.
La separación de el de Aranda en circunstancias tales, y cuando estaba siguiendo una política tan diferente de la que pudo producir la caída de Floridablanca, no pudo menos de causar grande extrañeza, tanto más, cuanto que no aparecía motivo para poderla atribuir ni a su sistema de gobierno, ni a abusos en el ejercicio del poder. Pero aumentose la sorpresa, y notose universal disgusto al saberse que el llamado a reemplazar al antiguo, experimentado y respetable hombre de Estado en la primera secretaría del despacho, en la situación por demás delicada, crítica y difícil en que se encontraba España, había sido el joven don Manuel Godoy, duque ya de la Alcudia, pero extraño hasta entonces al manejo de los negocios públicos, y solo conocido por la improvisada y rápida acumulación de honores y títulos de que se sabía era deudor al favor y a la confianza con que le distinguía la reina María Luisa. Al llegar a este punto, en que vemos a Carlos IV desprenderse de los antiguos y respetables ministros de su buen padre, de aquellos varones eminentes que tanto esplendor habían dado al reinado del gran Carlos III, para fiar el timón del gobierno de una gran nación a manos inexpertas, cuando más podía necesitar de diestros, experimentados y prudentes pilotos; y antes de dar cuenta de los actos del nuevo ministro, de quien dependió después por tantos años la suerte de esta monarquía, que tanta celebridad adquirió, y a quien tan amarga y duramente han tratado las plumas de los escritores nacionales y extranjeros, atribuyéndole todas las calamidades que desde aquella época ha sufrido la España, no será inoportuno dar algunas noticias, así de la vida y antecedentes, como del origen y causa del rápido encumbramiento de este personaje.
Nació don Manuel Godoy en Badajoz en 12 de mayo de 1767. Sus padres don José Godoy y doña María Antonia Álvarez de Faria, descendían ambos de familias nobles, si bien reducidos a vivir de una modesta fortuna, en su mayor parte herencia y patrimonio de su casa solariega. Genealogistas aduladores inventaron después, cuando le vieron poderoso, otros más esclarecidos abolorios y hasta ridículos entronques, de que ciertamente no necesitaba para decirse bien nacido, y de cuya torpe adulación confesó él mismo que unas veces se reía y otras se indignaba. Aunque su educación no había sido brillante, habían no obstante procurado sus honrados padres darle en los primeros años aquella a que entonces alcanzaba la posibilidad y los medios de un noble de provincia, a saber, la equitación y la esgrima, el estudio del latín y humanidades, algo de matemáticas, y lo que en aquel tiempo se llamaba filosofía{9}. A la edad de diez y siete años entró a servir en el cuerpo de guardias de la real persona, o sea guardias de Corps, en el que le había precedido y servía también su hermano mayor don Luis. Mozo de agraciada y gentil presencia, de buen trato y amena conversación el joven guardia, no tardó en advertirse en la corte que había llegado a obtener la confianza y la predilección de la reina María Luisa{10}, la cual no había tenido la habilidad o la fortuna de hacer que el pueblo español, acostumbrado al ejemplar recato y a la severa moralidad de las esposas de sus últimos soberanos, mirase como inocentes otras relaciones anteriores de la que había sucedido en el trono a aquellas virtuosas princesas: ni ella por su parte había cuidado todo lo que debía de poner a cubierto de la suspicacia y de la censura acciones que en su sexo pueden ser ocasionadas a desfavorables interpretaciones.
Dio cuerpo y boga a los malos juicios la rapidez con que se vio ir acumulando en la persona de don Manuel Godoy ascensos, gracias, honores y distinciones, para los cuales no se descubrían especiales merecimientos. Viósele sucesivamente y en pocos años caballero comendador de la orden de Santiago, ayudante de su compañía, exento de guardias, ayudante general del cuerpo, brigadier de los reales ejércitos, mariscal de campo, gentil-hombre de cámara de S. M. con ejercicio, sargento mayor del real Cuerpo de Guardias de Corps, caballero Gran-Cruz de la Real y distinguida orden de Carlos III, grande de España con el título de Duque de la Alcudia, Consejero de Estado (de 1784 a 1791), Superintendente general de correos y caminos, &c. A medida que el favorecido de la reina era colmado de empleos y honores, afluían los pretendientes en torno al hombre que en el hecho de ser el que absorbía las liberalidades del trono se comprendía ser también el mejor dispensador de las gracias, y el conducto y canal por donde descendían y refluían a otros: crecía con esto su influjo, pero perdía en proporción el concepto público de que hubiera debido ser más celosa y guardadora la reina, y no ganaba nada con su absoluta condescendencia, y su omnímoda conformidad a todo, el crédito y prestigio del rey.
Que el pensamiento y propósito de María Luisa fue desde el principio de sus intimidades poner un día, y lo más pronto posible, las riendas del Estado en las manos de su recién favorecido, manifiéstase por el arte con que procuró que fuese tomando cierto tinte de la ciencia diplomática y ciertos conocimientos de gobierno, logrando que asistiera a las sesiones y conferencias que sobre negocios públicos se tenían con el primer secretario del Despacho en la regia cámara, y que todo se tratase delante de él sin reserva{11}. Faltole también espera a la reina, y pecó en esto de impaciente como en la dispensación de las mercedes anteriores. Sirviole de pretexto la avanzada edad de el de Aranda, contaba con la débil y habitual complacencia del rey, y no parece que necesitó de grandes esfuerzos para reducirle a que reemplazara al octogenario conde en el primer puesto del Estado, en la borrasca que entonces estaban corriendo las naciones y los tronos, con un joven de veinte y cinco años sin práctica ni experiencia de gobernar.
No fue precisamente la poca edad del nuevo ministro lo que produjo en el pueblo español la pesadumbre por su encumbramiento. Jóvenes eran varios de los ministros del gabinete de la Gran Bretaña, y especialmente Pitt, que de menos años que Godoy había comenzado a ser admirado y respetado por las cortes de Europa. Tampoco la falta de talento y de instrucción en la ciencia de gobernar era la causa principal de aquel disgusto, porque del uno no era tan escaso como le han pintado sus enemigos, y la otra podía suplirse mucho con la prudencia y el buen consejo. Lo que sobrellevaban peor los españoles era el origen y la causa de su elevación, porque en todos tiempos habían sido mal tolerados y no poco aborrecidos en España los favoritos de los reyes, y más aquellos cuya privanza derivara de las reinas y naciera de la causa a que ésta era generalmente atribuida. Veremos cómo fue llevando el nuevo ministro el peso del dificilísimo cargo que había echado sobre sus juveniles hombros.
Las circunstancias eran fatales y de prueba. La revolución francesa llevaba ya gastados dos célebres ministros que habían seguido dos sistemas diferentes. Convenido estaba, es verdad, entre Aranda y Bourgoing el tratado de neutralidad. Pero en la Convención arreciaba el furor de los jacobinos: los sanguinarios montañeses, queriendo asustar y estremecer la Europa con un golpe de terror, trabajaban por precipitar el proceso de Luis XVI; querían dar al mundo el espectáculo de un rey acabando en un patíbulo por el fallo de una asamblea popular: «la última prueba de sacrificio, había dicho el sombrío Robespierre, que debe darse a la patria es sofocar todo afecto de sensibilidad.» La apelación al pueblo, último recurso propuesto por los débiles girondinos, no encontraba eco en la furibunda mayoría de la Convención. Urgía ver de salvar la vida del ilustre procesado cuya sangre se deseaba verter, y con este buen propósito el bondadoso Carlos IV aceptó con gusto el medio que su primer ministro el duque de la Alcudia le propuso de ofrecer a la Francia, no solo la neutralidad acordada con Mr. de Bourgoing, sino también su intercesión con las potencias beligerantes en favor de la paz, aun consintiendo, si era menester como último remedio, en la abdicación de Luis XVI, respondiendo de la conducta ulterior, y dando rehenes en garantía de la buena fe de aquel príncipe desgraciado. Y escribiose al ministro inglés Pitt, excitándole a practicar iguales oficios por parte de la Inglaterra.
Tratose al propio tiempo de ganar con larguezas algunos votos en la Convención, a cuyo fin se abrió un crédito en cantidad indefinida a nuestro agente en aquella corte, para que gastase cuanto fuese necesario con tal que lograse salvar la vida del rey{12}, lo cual, atendido el espíritu y exaltación de los ánimos y lo adelantado del proceso, no podía conseguirse ya sino intentando que se admitiese la apelación al pueblo. Acaso este expediente habría tenido algún éxito si Ocáriz se hubiera dirigido al club de los jacobinos, de donde partía el impulso al sistema sanguinario, y donde se suponía que hubiera hombres venales, no inaccesibles al atractivo del oro. Dirigiéndose a los de la Convención, solo halló estafadores que abrieran la mano para recibir dinero, ofrecer su voto, y desbaratar después y aun denunciar el plan{13}. Las instrucciones que el nuevo ministro de Estado de España comunicó al encargado de negocios para el objeto de la mediación constan de la carta que en 28 de diciembre (1792) trasmitió a la Convención aquel agente diplomático.
No estaban los ánimos de los convencionales para ser heridos en la cuerda de los sentimientos humanitarios y generosos. Dantón se indignó contra la que llamaba osadía del gobierno español. «Declaremos, decía otro miembro de la Convención, que los agentes franceses no pueden tratar sino con los que hayan reconocido formalmente la república.»– «De aquí en adelante, exclamaba otro, no trataremos con los reyes, sino con los pueblos.» Y la Asamblea pasó a la orden del día aun antes de acabarse de leer la carta. Y sin embargo, todavía el ministro español no renunció a hacer los últimos esfuerzos por salvar la vida del desgraciado monarca.
Se aproximaba ya el momento crítico y terrible de fallar el proceso de Luis XVI. Procédese sucesivamente en la Convención a resolver por votación nominal las tres cuestiones que se habían fijado (de 15 a 17 de enero, 1793). La mayoría declara, que Luis Capeto es reo de conspiración contra las libertades nacionales, y de atentados contra la seguridad general del Estado.– Acuerda en segunda votación, que «la sentencia, sea cual fuere, no debe remitirse a la sanción del pueblo.» En la aciaga noche del 17 de enero, terminada ya la tercera votación sobre la pena que se había de imponer al procesado, y en tanto que se hacía el escrutinio de los votos, el ministro español Ocáriz renueva a nombre del rey de España las proposiciones de intercesión y mediación, accediendo a cualesquiera condiciones honrosas que la Convención quiera exigir, con tal que se salve la vida del monarca francés. ¡Inútiles esfuerzos! La parte furibunda de la Asamblea se opone a la lectura de la carta: Dantón propone que se declare la guerra a España en aquel acto, y una nueva orden del día es la respuesta a aquella postrera tentativa de la compasión. Se acaba el escrutinio, y el presidente Vergniaud declara con el acento del dolor en nombre de la Convención que «la pena pronunciada contra Luis Capeto es la de muerte.{14}»
Suceden las patéticas escenas de familia que siguieron a la sentencia y precedieron a la ejecución del desventurado monarca. El 21 de enero, en medio del silencio y del asombro universal de la población de París marcha hacia el cadalso el carruaje que conducía al que había sido su rey: el ministro del Altísimo pronuncia aquellas memorables palabras: «Hijo de San Luis, subid al cielo:» el verdugo cumple la sangrienta misión de su oficio, y Luis XVI deja de existir. La sangre real que enrojece el patíbulo produce una alegría brutal en unos pocos furiosos, aterra y consterna la Francia, indigna y asombra la Europa. Es el cartel de guerra con que la Convención ha provocado las naciones y los tronos: la revolución no puede ya retroceder: la lucha está empeñada; tiene que derrotar la liga o perecer a sus manos. Enviase la propaganda a revolver otros pueblos: establécese dentro el reinado del terror: se crea primero el Tribunal criminal extraordinario, después la Junta de Salvación pública: la exaltación y el encono de los partidos llegan a su colmo: dominan los terroristas, y perecen los hombres a centenares en los cadalsos.
Grande fue el dolor y la irritación que causó en España el suplicio de Luis XVI. ¿Era posible mantener todavía entre España y Francia el sistema de neutralidad? Todo el mundo miraba como inevitable la guerra, atendida la gravedad y la significación de aquel suceso, la situación especial y los sentimientos de Carlos IV, y la exasperación de los ánimos en el pueblo mismo contra los autores de aquella horrible ejecución. El ministro Godoy, que había anticipado el pronóstico de que si sucedía la catástrofe habría una guerra general, después que se realizó no se retraía de decir: «El tratado de paz con la república francesa ahora sería una infamia; manteniéndole habría complicidad de nuestra parte en el crimen que acaba de escandalizar a España y a todos los demás reinos.» No pensaba del mismo modo su antecesor el conde de Aranda. Este antiguo diplomático y anciano general seguía sosteniendo, aún después del trágico fin de Luis XVI, la conveniencia de la neutralidad que había propuesto y negociado durante su ministerio; y en una extensa representación que dirigió al rey (23 de febrero, 1793) exponía prolijamente los fundamentos y razones de su sistema.
Eran las principales: la ninguna compensación que podía prometerse España de los inmensos gastos de una guerra, aun en el caso de salir victoriosa, sino fuese la satisfacción de reponer a la familia Borbón en el trono de que había sido arrojada, mientras que otras naciones tenían ventajas materiales a que aspirar en recompensa y como resultado del triunfo: el peligro de que nuestro ejército se contagiara de las ideas revolucionarias; la poca o ninguna confianza que debía inspirar la alianza con Inglaterra, y al contrario, la conveniencia de dejar que las dos naciones, británica y francesa, se enflaquecieran mutuamente luchando entre sí. En cambio le pintaba con vivos y halagüeños colores las grandes ventajas que la neutralidad armada le habría de reportar para la tranquilidad interior y para la conservación y seguridad de los dominios de América{15}.
Fuesen o no justas o atendibles las razones del conde de Aranda y de los que pudieran opinar como él, la neutralidad que aconsejaba era insostenible en el estado a que habían llegado las cosas, porque se había hecho ya incompatible con las pretensiones mismas del gobierno francés, que al siguiente día del suplicio del rey había prevenido a sus agentes diplomáticos que declarasen la guerra a toda nación que no diese una respuesta categórica y satisfactoria. Prueba de ello es que en la conferencia que aun tuvo el duque de la Alcudia con el ciudadano Bourgoing, todavía el ministro español se avenía a entrar en nuevo ajuste con Francia con solas dos condiciones: la primera, que se tratase sobre la suerte de los augustos y desgraciados presos que aun gemían sin consuelo alguno en el Temple; la segunda, que el gobierno de la república revocara los decretos concernientes al sistema de propaganda y de subversión de los demás pueblos, reprimiendo también la anarquía de las facciones, dejándola por lo demás gobernarse interiormente como quisiera, con tal que ella no inquietara las demás naciones. A lo cual respondió Bourgoing, no sin manifestar gran pena, que no se atrevía a proponer condiciones tan razonables y justas, porque las instrucciones de su gobierno eran terminantes, que no permitía más partido que la neutralidad y el desarme recíproco, pero reservándose la Francia el derecho de mantener guarniciones suficientes en sus puertos inmediatos a la frontera. «La guerra, añadió, es infalible si la España no desarma.– Pues bien, replicó Godoy, la España está justificada.» Y se terminó la conferencia, y Bourgoing pidió sus pasaportes para Francia.
Así fue que la primera declaración de guerra partió de la Convención (7 de marzo, 1793). Fundábala o en frívolos pretextos o en supuestos o exagerados agravios, contando entre estos, «que el rey de España había mostrado adhesión a Luis XVI y dejado traslucir un designio formal de sostenerle,» como si de esto pudiera hacérsele un cargo, y menos un crimen{16}. Del espíritu de aquel documento, redactado por el célebre Barrére, pueden dar idea los siguientes breves párrafos de su principio y de su conclusión: «Las intrigas de la corte de San James, decía el primero, han triunfado en Madrid, y el nuncio del papa ha afilado los puñales del fanatismo en los Estados del rey Católico.» «Se necesita obrar, decía el último, y que los Borbones desaparezcan de un trono que usurparon con los brazos y tesoros de nuestros padres. Sea llevada la libertad al clima más bello y al pueblo más magnánimo de la Europa.»
El manifiesto con que el gobierno español contestó a aquella declaración de guerra fue más mesurado en el lenguaje, sin dejar de ser más fuerte y más justo en las razones y en las quejas.
«Mis principales miras –decía el rey después en un corto y sentido preámbulo– se reducían a descubrir si sería dable reducir a los franceses a un partido racional, que detuviese su desmesurada ambición, evitando una guerra general en Europa, y a procurar conseguir a lo menos la libertad del rey Cristianísimo Luis XVI y de su augusta familia, presos en una torre y expuestos diariamente a los mayores insultos y peligros. Para conseguir estos fines tan útiles a la quietud universal, tan conformes a las leyes de la humanidad, tan correspondientes a las obligaciones que imponen los vínculos de la sangre, y tan debidos al mantenimiento del lustre de la corona, cedí a las reiteradas instancias del ministerio francés, haciendo extender dos notas en que se estipulaba la neutralidad y el retiro recíproco de tropas. Cuando parecía consiguiente a lo que se había tratado las admitiesen ambas, mudaron la del retiro de tropas, proponiendo dejar parte de las suyas en las cercanías de Bayona, con el especioso pretexto de temer alguna invasión de los ingleses, pero en realidad para sacar el partido que les conviniese, manteniéndose en un estado temible y dispendioso para nosotros... Había mandado yo que al presentar en París las notas extendidas aquí, se hiciesen los más eficaces oficios en favor del rey Luis XVI y de su desgraciada familia; y si no mandé fuese condición precisa de la neutralidad y desarme el mejorar la suerte de aquellos príncipes, fue temiendo empeorar así la causa en cuyo feliz éxito tomaba tan vivo y tan debido interés... Su mala fe (la del ministerio francés) se manifestó desde luego, pues al paso que se desentendía de la recomendación e interposición de un soberano que está a la frente de una nación grande y generosa, instaba para que se admitiesen las notas alteradas, acompañando cada instancia con amagos de que, si no se admitían, se retiraría de aquí la persona encargada de tratar sus negocios. Mientras continuaban estas instancias, mezcladas con amenazas, estaban cometiendo el cruel e inaudito asesinato de su soberano... Finalmente, el día 7 del corriente nos declararon la guerra, que ya nos estaban haciendo (aunque sin haberla publicado) por lo menos desde el 26 de febrero, pues esta es la fecha de la patente de corso contra nuestras naves de guerra y comercio... En consecuencia de tal conducta, y de las hostilidades empezadas por parte de la Francia, aun antes de declararnos la guerra, he expedido todas las órdenes convenientes a fin de detener, rechazar o acometer al enemigo por mar o por tierra... y he resuelto y mando que desde luego se publique en esta corte la guerra contra la Francia, &c. En Aranjuez a 23 de marzo de 1793.{17}»
Menester es decir, en honor de la verdad, que también el rey, antes de la declaración de guerra por parte de la Francia, había mandado salir de sus dominios en el término de tres días a todos los franceses no domiciliados en ellos, con prevenciones harto rigurosas y fuertes para la ejecución de esta medida{18}. Por lo demás, es para nosotros indudable que esta guerra contra la Francia, fuese o no conveniente (de lo cual juzgaremos después), era entonces popularísima en España. Desde antes de la declaración, desde el mes de febrero, viéndola ya venir, y todo aquel año y el siguiente, las Gacetas salían llenas y atestadas de ofertas y donativos voluntarios para la guerra. Y no solo se puso en pié un ejército respetable compuesto todo de gente voluntaria, sin necesidad de hacer ningún sorteo, sino que dinero, armas, vestuario, municiones, caballos, provisiones, efectos y útiles de todas clases, cuanto podía necesitarse para sostener una larga campaña, todo salió de estas donaciones gratuitas que a competencia se apresuraban a ofrecer los españoles de todos los estados y categorías. Prelados y títulos, corporaciones eclesiásticas y civiles, ricos y pobres, jóvenes y ancianos, viudas y doncellas, todos sin distinción, según sus fortunas, su estado, sus condiciones y sus fuerzas, rivalizaron en desprendimiento y patriotismo, llevando al altar de la patria la ofrenda de su capital o de su persona, del fruto de sus tierras o de la habilidad de sus manos: «Todas las bolsas fueron abiertas, todos los brazos se ofrecieron, dice un escritor francés (por cierto nada amigo del ministro, español). La nación española superó a cuanto en las demás épocas de la historia moderna se ha contado en materia de ofrendas hechas por el patriotismo de los pueblos a los gobiernos que han buscado su apoyo.{19}»
Formáronse inmediatamente tres cuerpos de ejército, uno en la frontera de Guipúzcoa y Navarra, al mando de don Ventura Caro; otro en la de Aragón, a las órdenes del príncipe de Castelfranco; y el tercero en las de Cataluña, que se confió al bizarro general don Antonio Ricardos. Los dos primeros habían de estar a la defensiva. El último era el que había de penetrar en Francia por el Rosellón; plan atrevido, por lo mismo que era la parte que tenían más defendida los franceses, protegidos por la plaza de Bellegarde, por el castillo de los Baños, Collioure y Portvendres, y por la línea del Tech. Pero por la propia razón convenía prevenir una invasión francesa en España por aquella parte; era también más fácil sorprender al enemigo, que no podía esperar verse acometido por aquel lado, y ofrecía además esta empresa la ventaja de dar la mano a la expedición naval que se proyectaba enviar al Mediterráneo para impulsar y aprovechar las disposiciones hostiles de las poblaciones marítimas francesas contra los excesos de la república.
Cualesquiera que fuesen las dificultades de este plan, admiró a todos la inteligencia y bizarría con que supo vencerlas todas el general Ricardos, realizando lo que se consideraba una peligrosa osadía, y hasta una temeridad. Con poco más de tres mil hombres invadió el Rosellón, donde la república tenía repartidos diez y seis mil: en poco tiempo se apoderó de las primeras líneas de defensa de los Pirineos Orientales; tomó a Ceret, ocupó a San Lorenzo de Cerdá, abrió un camino en el Coll de Pertell para el trasporte de la artillería, arrojó a los enemigos de Arlés, y reforzado con algunos cuerpos, hasta el número de diez y ocho mil hombres, ganó en Mas d'Eu la primera batalla campal contra superiores fuerzas francesas mandadas por el general Deflers (18 de mayo, 1793), causando con este triunfo tal turbación en Perpiñán, que las baterías de la ciudad hicieron fuego contra las mismas tropas que se retiraban a la plaza creyendo ser españolas, y las autoridades se refugiaron con los archivos a Narbona. Dueño con esto Ricardos de la mayor parte de la corriente del Tech, puso sitio a Bellegarde, se apoderó del fuerte de los Baños (3 de junio, 1793), de el de la Guardia, y por último se le rindió por capitulación Bellegarde (24 de junio); con lo cual pudo ya Ricardos avanzar más terreno sobre el Thuir, establecer dos campos, y no obstante los refuerzos que del interior llegaban cada día al enemigo, imponerle de modo que no se atrevió a darle la batalla con que los franceses querían celebrar el 14 de julio, y para la cual habían hecho grandes y ruidosos preparativos. Nuevos y parciales triunfos le hicieron dueño de los llanos del Rosellón hasta el Tet, no quedando a los franceses sino los campos inmediatos a Perpiñán.
Victoriosamente proseguía Ricardos esta campaña. Arrojó, aunque a costa de sangre, al enemigo de los puestos de Urles y Cabestany, haciendo prisionero al general Fregeville. Todavía más costosa y sangrienta fue la ocupación de Peyrestortes (8 de setiembre, 1793), en que para decidir la victoria fue menester que un batallón de Navarra y algunas compañías de provinciales se arrojaran a la bayoneta sobre las baterías enemigas, despreciando la lluvia de metralla que vomitaban. Al día siguiente, reforzados los franceses con las tropas de Salces, recobraron a Peyrestortes, teniendo los nuestros que replegarse a sus dos campos, mas no sin costar la vida a los generales de la Convención Jonye y Vidal-Saint-Urbin. Aquel día el valiente general español Courten peleó y se sostuvo por espacio de diez y siete horas contra cuádruples fuerzas enemigas, consiguiendo sacar a salvo su división. Ordenes y amenazas de la Convención obligan al general francés Dagobert a dar una batalla que pueda volver la honra a las armas de la república, para lo cual le envía un refuerzo de diez batallones de tropas veteranas, y los convencionales Cassagne y Favre vienen a presenciar las operaciones y a animar los combates. Ricardos la acepta: Dagobert se propone envolver nuestro ejército, cortarle la retirada a la frontera, y terminar la campaña por medio de un gran golpe; y el 22 de setiembre (1793) se da la famosa batalla de Truillas, así llamada del sitio en que el ejército español tenía su centro. Los franceses pelean como desesperados; Dagobert da nuevas muestras de valor y de pericia militar; pero los soldados españoles luchan como fieras; entre los jefes se señalan el conde de la Unión, el duque de Osuna, Courten, Crespo, el barón de Kesel y el brigadier Godoy, hermano del duque de la Alcudia;. Ricardos sobre todos gana en esta jornada lauro imperecedero; los viejos regimientos franceses y los guardias nacionales de dos departamentos perecen en su mayor parte; rebosa de cadáveres enemigos el Thuir; más de seis mil son sus muertos y heridos; nuestra pérdida una tercera parte{20}.
Reforzados los franceses con quince mil hombres la noche siguiente a su desastre de Truillas, fuele forzoso a Ricardos trasladar su campamento a Boulou, donde estuvo veinte y cuatro días sosteniendo ataques continuados, ya generales, ya parciales, sin descansar nuestras tropas de día ni de noche. «Es imposible, dice con razón un escritor español, alabar bastantemente la pericia, la sangre fría y el acierto de Ricardos en aquella rara prueba en que fue puesto su valor y su talento, y sería escribir un tomo entero referir las hazañas de nuestro ejército en aquella gran defensa.» Y después de contar algunas de las más notables, de mencionar varias nuevas victorias, en una de las cuales murió peleando el convencional Favre, y que los republicanos para atenuar el deshonor de tantos desastres atribuyeron infundadamente a traición{21}, concluye así la reseña de aquella gloriosa campaña:
«Treinta mil hombres (franceses) distribuidos, una parte en las cumbres coronadas de baterías que parecían inexpugnables, y otra parte en los llanos atacando nuestros flancos, defendían palmo a palmo el suelo de su patria. Todo empero fue superado, y todo fue vencido en días contados. La postrer batalla fue dada sobre la derecha y centro del ejército enemigo; y completando sus derrotas en el campo que les quedaba atrincherado cerca de los lugares de Treseres y de Bañuls-les-Aspres... El producto de estas acciones poderosas fueron por lo menos doce mil prisioneros, diez y seis banderas, todo el parque y los almacenes de San Genis, la mayor parte de las piezas de veinte y tantas baterías que cayeron en nuestras manos, intactas las más de ellas, multitud de carros y de bestias de tiro y de carga, el arsenal de Collioure, ochenta y ocho piezas que guarnecían sus fuertes, sus ricos almacenes, treinta buques cargados de harinas y forrajes, un gran surtido de ropaje, provisiones cuantiosas para el servicio de los hospitales, y toda suerte de pertrechos para el servicio de un ejército. Este golpe de mano que nos valió a San Telmo, a Portvendres, al Puig del Oriol y a Collioure, el mejor puerto de aquel lado, fue la obra de diez y nueve horas de afanes militares. Después de estos sucesos, nuestras tropas, asentados y seguros sus cuarteles de invierno en la tierra extranjera, cual ninguna otra potencia tuvo la suerte de lograrlos, se entregaron al descanso, bien ganado.{22}»
No es el apasionamiento el que dictó estas frases al ministro español. Los historiadores franceses hablan en el mismo sentido de esta campaña, que frustró los esfuerzos y gastó el prestigio de cuatro de sus acreditados generales, Deflers, Dagobert, Turreau, Doppet. «El ejército, dice entre otras cosas el ilustrado y más reciente autor de La Revolución francesa, estaba desorganizado, se batió flojamente en las inmediaciones de Ceret, se perdió el campamento de Saint-Ferreol, y Ricardos se vio de esta manera libre del peligro de su situación. Presto supo él vengarse con más habilidad del peligro en que se había hallado, pues cayendo el 7 de noviembre (17 de brumario) sobre una columna francesa compuesta de diez mil hombres, que estaba acorralada en Villalonga a la orilla derecha del Tech, entre el río, el mar y los Pirineos, la deshizo y la puso en tal desorden, que no pudo reunirse hasta llegar a Arjeléz. Ricardos hizo atacar poco después a la división de Delatre en Collioure, se apoderó de esta plaza, de Portvendres y de San Telmo, y nos lanzó enteramente al otro lado del Tech, terminándose la campaña en los últimos días de diciembre. Los españoles se acuartelaron en las orillas del Tech; los franceses se acamparon al rededor de Perpiñán y en las riberas del Tech; y aunque nosotros habíamos perdido algún terreno, no era tanto como debía temerse después de tales desastres. Por lo demás, era la única frontera en que no se había concluido la campaña gloriosamente para las armas de la república.{23}»
Aunque por el lado de los Pirineos Occidentales la guerra había sido menos activa, porque en general se redujo a mantener la defensiva por ambas partes, ni faltaron porfiados ataques y frecuentes acometidas y reencuentros, ni careció de gloria para las armas de nuestra patria. Mandaba en jefe aquel ejército el bizarro general don Ventura Caro, que hizo el gran servicio, no solo de mantener la integridad del territorio español, rechazando siempre con fortuna cuantas agresiones intentaron los franceses, sino de ocupar puestos en suelo francés más allá del Bidasoa de que no pudo ser arrojado. Hubo algunas acciones brillantes, tal como el ataque y toma de Castillo-Piñón por el lado de Navarra, posición que se miraba casi como inexpugnable, y cuya conquista por lo mismo arrancó a un escritor militar francés grandes elogios al arrojo de los españoles, y a la intrepidez del general Caro, que atormentado de la gota se hizo conducir en unas parihuelas hasta el pie de las trincheras enemigas; «la jornada de 9 de junio, añade aquel escritor, pasará a la posteridad como uno de los monumentos auténticos que atestiguan el valor de las tropas españolas.{24}»
Menos afortunada fue la expedición marítima que al mando del teniente general don Juan de Lángara había sido enviada primeramente a las costas del Rosellón con objeto de auxiliar las operaciones del ejército de Ricardos, y después fue destinada a Tolón. Esta ciudad, lo mismo que Lyon y Marsella, se había declarado en abierta hostilidad al gobierno de la Convención, en odio a los excesos de los montañeses y jacobinos, y al reinado de terror y de sangre que tiranizaba la Francia. Los toloneses, antes que someterse a los comisarios convencionales que los acosaban con un cuerpo de tropas precedidos de la horrorosa guillotina, prefirieron entregar su puerto y ciudad a las potencias aliadas, concertándose con el almirante inglés Hood que bloqueaba el puerto, y pactando restablecer en la ciudad la monarquía proclamando a Luis XVII. Como auxiliar de la escuadra británica, y por reclamación de su almirante, le fue enviada la flota española de Lángara, en unión con la que había llevado de Cartagena don Federico Gravina, componiéndose así la escuadra española de diez y seis navíos de línea, cinco fragatas y algunos bergantines. Ricardos envió también cuatro batallones del ejército del Rosellón, los navíos franceses fueron desarmados, y el gobierno de Tolón quedó en poder de los jefes aliados. Fuerzas napolitanas y sardas habían acudido también, componiendo en todas una guarnición de diez y seis mil hombres.
Nada sin embargo aterró a los fogosos republicanos. En guerra por el Norte con las grandes potencias de Europa; viva y ardiente la terrible y sangrienta lucha de la Vendée; ocupada por un ejército español parte de su territorio del lado del Pirineo; insurreccionado el Mediodía de la Francia, y rebeladas poblaciones y países de la importancia de Lyon, Marsella, Tolón y Burdeos, a todo supo acudir el gobierno de la Convención: con aquel alistamiento en masa, y aquellas gigantescas medidas, y aquellos esfuerzos heroicos que fueron entonces y serán perpetuamente objeto de admiración, presentando en campaña un millón de hombres a la vez, derrota a los ingleses en Hondtschoote, vence en Watignies a los alemanes, arroja a austriacos y prusianos de las líneas de Wissemburg, lanza a los piamonteses mas allá de los Alpes, destruye dos veces a los vendeanos, sitia y toma a Lyon, aterrando al mundo con aquellos terribles decretos de fuego y sangre{25}, y un ejército republicano es destinado a atacar y someter a Tolón.
Difícilmente habrían podido las tropas de la república recobrar por entonces aquella plaza, si dos circunstancias que no eran de calcular no les hubieran favorecido. Una fue la desacertada política del almirante inglés, que entre otros errores cometió el de negarse a que el conde de Provenza viniera a Tolón en calidad de regente, como los toloneses y los españoles lo reclamaban y pedían, y el de arrogarse una superioridad odiosa y hasta sospechosa a sus aliados. Otra fue la del plan de ataque de un joven oficial de la artillería francesa, que con aquella idea feliz, adoptada y llevada a ejecución, comenzó a acreditar el gran talento que había de darle fama inmortal en el mundo: este joven oficial era Napoleón Bonaparte, natural de Córcega, isla recientemente agregada al territorio de la Francia. No nos incumben los pormenores del sitio, ataques y reconquista de Tolón por las armas de la república, pero cumple a la honra de España que conste el diferente comportamiento de ingleses y españoles en la desastrosa evacuación de aquella plaza. Para que no pueda tachársenos de parciales dejemos hablar a un historiador francés:
«Antes de retirarse (los ingleses), resolvieron quemar el arsenal, los astilleros y los navíos que no podían llevarse, y el 18 y el 19 (diciembre 1793), sin decir una palabra al almirante español, sin advertir siquiera a la población comprometida que la iban a entregar a los vencedores montañeses, dieron orden para evacuarla... Hicieron con tal celeridad la evacuación, que dos mil españoles, avisados muy tarde, y que se hallaron fuera de los muros, solo se salvaron por milagro. Al fin se dio orden de incendiar el arsenal, y de repente se vieron veinte navíos o fragatas ardiendo en medio de la rada, llenando de desesperación a los infelices habitantes, y de indignación a los republicanos, que veían abrasarse la escuadra sin poder salvarla. Más de veinte mil personas, entre hombres, mujeres, ancianos y niños, cargados con lo más precioso que tenían, se presentaron inmediatamente en el muelle tendiendo los brazos hacia las escuadras, e implorando favor para librarse del ejército victorioso... Ni una sola chalupa se presentaba en el mar para socorrer a estos imprudentes franceses que habían depositado su confianza en extranjeros, entregándoles el primer puerto de su patria. Sin embargo, el almirante Lángara, más humano, mandó echar al mar las lanchas y recibir en la escuadra española a todos los refugiados que cupiesen en ella. Entonces el almirante Hood, no atreviéndose a despreciar este ejemplo, ni a ser insensible a las imprecaciones que contra él se lanzaban, ordenó después, aunque muy tarde, recibir a los toloneses. Precipitáronse furiosos en las lanchas aquellos infelices, y en medio de la confusión cayeron algunos al mar, y otros quedaron separados de sus familias. Allí había madres que buscaban a sus hijos, esposos o padres, andando por el muelle al resplandor del incendio... &c.{26}»
Cúmplenos también añadir, que queriendo los castellanos dar una lección de fortaleza a los ingleses, acordaron formar en retaguardia para salir los últimos del puerto, sin abandonar ni un enfermo ni un herido. Los regimientos de Córdoba y Mallorca fueron los postreros que se embarcaron, y el mayor general don José Ago lo hizo cuando ya no quedaba ni un soldado en tierra.
El ejército republicano cometió en Tolón los mismos horrores que en Lyon y en la Vendée. La escuadra de Lángara se dirigió a Cartagena, de donde pasó a Mallorca para desembarcar los toloneses en ella refugiados. Tal fue la campaña de 1793, gloriosa para las armas españolas, aun en la parte que tuvo de desgraciada. El único fruto que de haber dominado en Tolón sacaron los ingleses fue la quema de la escuadra francesa, con que lograron dejar a Francia sin fuerza marítima en el Mediterráneo.
Todo aquel invierno hasta la primavera le pasó la Europa preparándose para la campaña de 1794. La más empeñada de todas las potencias y la que ahora empujaba más a la nueva lucha era la Inglaterra, y su ministro Pitt el más activo de los enemigos de la Francia. El incendio de la escuadra de Tolón la hacía dueña del Mediterráneo, y aun podía sacar de sus puertos cien navíos de línea. Contaba con la ayuda de las dos potencias marítimas, España y Holanda. Sus naves dominaban también en el Océano y en los mares Índicos. Inglaterra tuvo que estimular a las potencias del Norte, que debilitadas por las campañas de 92 y 93, y teniendo otros intereses a que atender, anduvieron más remisas y más tibias; y el Austria, habiendo ya visto perecer en el cadalso a la hija de la emperatriz María Teresa, a la desgraciada esposa de Luis XVI, la altiva y firme María Antonia (16 de octubre, 1793), y temiendo menos que otros países el contagio de la revolución, distraídas también muchas de sus fuerzas en Polonia, animábase aún menos que la Prusia. Sin embargo, casi todas las potencias, a excepción de Suecia y Dinamarca, se decidieron por la continuación de la guerra. Las tropas de los coligados eran y estaban distribuidas de la manera siguiente: ciento cincuenta mil hombres, austriacos, alemanes, holandeses e ingleses, en los Países Bajos; veinte y cinco mil austriacos en Luxemburgo; sesenta mil prusianos y sajones en las inmediaciones de Maguncia; cincuenta mil austriacos, con algunos emigrados, costeaban el Rhin desde Manhein a Basilea; el ejército piamontés constaba de cuarenta mil hombres, con siete u ocho mil austriacos auxiliares.
La situación interior de Francia no había variado, sino en el sentido de arreciar más cada día el terrorismo. Ya no eran solo cabezas de aristócratas las que rodaban diariamente en los cadalsos: el furor de los terroristas que lo dominaban todo, y parecía haber adoptado por principio de gobierno el exterminio de todos los que no participaran de su rabioso frenesí, iba descargando sobre los mismos que hasta entonces habían empujado más la revolución, entregando al verdugo como sospechosos a cuantos no se mostraban sedientos todavía de sangre. La misma Convención era sospechosa, y se trató de degollar en las cárceles a los enemigos «que contemplaba la Convención corrompida.» No es de nuestro propósito detenernos a describir los nuevos actos de barbarie con que los furibundos montañeses hicieron estremecer la Europa.
En cuanto a España, mandó el rey venir a la corte (febrero, 1794) a los generales en jefe de los tres ejércitos para tratar sobre la continuación de la guerra y sobre el plan que convendría adoptar en la siguiente campaña, y quiso que asistieran a las sesiones que con este objeto se celebraron en el Consejo de Estado. En una de ellas (la del 14 de marzo), que se hizo ruidosa y célebre por sus consecuencias, se leyó un papel del anciano conde de Aranda, decano del Consejo, en que renovando su anterior opinión contraria a la guerra con Francia, se pronunciaba ahora fuertemente contra la continuación de ella, fundándose en consideraciones políticas y militares, y esforzándose por probar que sobre ser injusta e impolítica, era superior a nuestras fuerzas y ruinosa para nuestra monarquía. Impugnole el duque de la Alcudia, ya capitán general de los ejércitos españoles desde mayo del año anterior{27}; nombramiento que había sido muy censurado por carecer el de la Alcudia de merecimientos militares para tal recompensa, por muchos que como ministro pudiera haber adquirido y tener a los ojos del rey. Afirmaba el duque que él también quería la paz, pero que no la tenía a la sazón por conveniente, ni podía pedirse con honra, y así debía esperarse a ocasión más oportuna.
Algunas frases del discurso del viejo decano del Consejo hubieron de resentir al joven ministro de Estado, y éste a su vez con expresiones duras hirió y excitó la natural irritabilidad del conde, originándose de aquí un disgustoso altercado, en que tuvieron que interponerse y mediar los consejeros para aplacar y serenar a los dos contendientes; el rey ofendido del tono de despecho con que se expresó el de Aranda, cuyo carácter excesivamente franco y un tanto áspero y brusco nos es conocido (y más al verse replicado en asunto de tanta monta y en cuestión en que se creía el voto de más peso y autoridad por un joven recién encumbrado), manifestó harto claramente su real enojo, en términos que el Consejo comprendió bien la suerte que al de Aranda podía esperar. Acordose que el desagradable incidente entre el de Aranda y Alcudia quedara reservado en el Consejo. Resolviose la continuación de la guerra. Mas no hubo quien no mirara como consecuencia del acalorado debate de aquel día el destierro que inmediatamente se siguió del conde de Aranda a Jaén, la ocupación de todos sus papeles, la formación de un proceso criminal, y su traslación y reclusión en la Alhambra de Granada{28}.
Bajo malos auspicios parecía que iba a inaugurarse la próxima campaña. Apenas habían comenzado las deliberaciones sobre la dirección que convendría darle, hubo la desgracia de que falleciera el bravo, entendido y digno general Ricardos (13 de marzo, 1794), causando su muerte universal sentimiento, como que era gran pérdida para las armas españolas. El conde de O’Reilly que fue nombrado en su reemplazo murió también camino de Cataluña, cuando iba a tomar el mando del ejército (23 de marzo, 1794). Por último, fue conferido aquel cargo al conde de la Unión, que en la primera campaña había ganado fama de bizarro y excelente oficial, pero que no era tan bueno para general en jefe. El ejército español, repartido en la ancha faja de los Pirineos Orientales y Occidentales, apenas llegaba a sesenta mil hombres, mucha parte de ellos recién reclutados, y por tanto nada diestros en el manejo de las armas. Por otra parte contaban los franceses con el ejército de Tolón, mandado por un general victorioso y de la reputación de Dugommier, de modo que todo anunciaba que la campaña que se iba a emprender no había de sernos favorable. Y así aconteció.
Ocupaba el conde de la Unión el campamento de Boulou. Dugommier, que podía colocar treinta y cinco mil hombres en línea, comenzó sus operaciones a últimos de abril (1794), haciendo una llamada falsa a Ceret. El de la Unión por atender allí dejó mal custodiados los cerros que dominan el Boulou: interpúsose el francés entre este campamento y el Tech, y destacó parte de sus fuerzas a apoderarse de las alturas; tomadas éstas, la posición no era ya sostenible; el ejército español tenía que retirarse por la calzada de Bellegarde, pero la halló ocupada por Dugommier, que solo había dejado una estrecha garganta por donde aquél se podía retirar: allí se perdió la artillería, que quedó en poder del enemigo con unos mil prisioneros, y multitud de acémilas cargadas con efectos de guerra para veinte mil hombres (primeros de mayo, 1794). El ejército español repasó el Pirineo y se situó delante de Figueras. Dugommier bloqueó en seguida a San Telmo, Portvendres y Collioure: todas estas plazas fueron valerosamente defendidas, pero al fin, aunque a costa de mucha sangre francesa, fueron sucesivamente cayendo en poder del general republicano. En los dos meses siguientes no hubo sino ataques parciales, tomando y perdiendo mutuamente puestos españoles y franceses, logrando los nuestros algunas ventajas. En agosto dispuso el de la Unión un ataque general a todas las líneas enemigas en la larga distancia que media desde Camprodón hasta el mar. Esta operación, que asombró a los franceses y nos dio por algunas horas la victoria, se malogró por haber recibido aquellos oportunamente un buen refuerzo, y no haber podido llegar a tiempo una de nuestras columnas. Pereció sin embargo en ella el general republicano Mirabel, y salieron heridos Lemoine, Suaret, y el valiente y famoso Augereau. Algún tiempo después, queriendo el conde de la Unión socorrer el castillo de Bellegarde sitiado por los franceses, unas partidas que se habían adelantado y avanzaban sin orden por unas ásperas eminencias, sobrecogidas por la descarga de un batallón francés huyeron atropelladamente abandonando los fusiles, comunicaron el pánico a la columna de ataque, y costó trabajo restablecer el orden en la retirada que ésta emprendió, bien que por fortuna el enemigo creyó fingido el desorden para atraerle, y él también huyó a su vez{29}.
Desde el mes de junio tenía Dugommier bloqueada la fortaleza de Bellegarde, de tal manera que se hallaba completamente interrumpida y cortada toda comunicación y correspondencia entre la plaza y nuestro ejército. Los valientes que la guarnecían, al mando del gobernador marqués de Valdesantoro, sufrieron con admirable perseverancia todo género de penalidades, incluso el hambre, que fue tal que no quedó animal inmundo que no se apurara: hasta que al fin, sin socorro, sin noticia siquiera alguna de nuestro campamento, al cabo de tres meses tuvieron que capitular y entregarse (18 de setiembre, 1794). La Convención francesa dio tanta importancia a la toma de Bellegarde, que decretó una fiesta nacional. No es extraño; era la última plaza que ocupaban los extranjeros en territorio de la república{30}. Pero no fue esta sola, ni tampoco la más terrible de las pérdidas que experimentamos en el resto de aquel año en la parte oriental del Pirineo. Ufano estaba el conde la Unión con una prolongada y extensa línea de fortificaciones que había hecho construir desde San Lorenzo de Muga hasta el mar, sobre un frente de ocho a nueve leguas, sin prever o calcular que tanto como aumentaba el número de reductos derramaba sus fuerzas. No se ocultó esta falta al general francés, que contando con un ejército superior en número resolvió acometer todos los reductos a un tiempo (17 de noviembre, 1794), fingiendo atacar el centro y derecha, pero dirigiendo el ataque verdadero a la izquierda de la línea, cuyos puestos tomó el intrépido Augereau. Los combates sin embargo fueron reñidos y encarnizados, y duraron más de tres días. El general de la república Dugommier murió en un sitio nombrado la Montaña Negra de un casco de granada arrojada con singular acierto por el capitán de artillería don Benito Ulloa. También pereció peleando como el más bravo de los soldados el general de las tropas españolas conde de la Unión, atravesado de dos balas de fusil. Reemplazó a este como jefe más antiguo el marqués de las Amarillas: al general francés sustituyó Perignon, que completó la derrota de los nuestros. Las tropas españolas se retiraron y reunieron en Báscara, posición intermedia entre Figueras y Gerona.
Otra desgracia, más sensible todavía que todas estas, ocurrió en aquellos mismos días. La fuertísima plaza de Figueras, principal apoyo con que contaban los nuestros, cuyos muros coronaban doscientas piezas de grueso calibre, guarnecida por diez mil hombres, provista de diez mil quintales de pólvora, de agua en abundancia, y provisiones sin cuento de toda especie, que por primera vez veía delante tropas enemigas, se entregó con general sorpresa y universal escándalo al general Perignon, sin que hubiera precedido ningún género de ataque. Algo más que un aturdimiento e indisculpable cobardía debió haber en la inesperada entrega de esta plaza, cuando el consejo de guerra mandado formar por el rey para fallar sobre la conducta de sus miserables defensores la declaró criminal e infame{31}, y condenó a cuatro de los jefes a la pena de muerte, precedida de la de degradación. Y si bien más adelante el rey, pareciendo usar de clemencia, la conmutó en destierro, lo hizo con circunstancias y condiciones mil veces más infamantes que la muerte{32}.
Por el Pirineo Occidental no habíamos sido más felices: al contrario, habíamos perdido más plazas y más territorio. Reforzado por aquella parte el ejército republicano hasta el número de sesenta mil hombres; porque el objeto de la Convención era obligar a España a pedir la paz para atender después más desahogadamente a Italia y al Norte; dueño Moncey de los Alduides y de la entrada del Baztán; habiendo intentado inútilmente don Ventura Caro desalojarle de aquellas posiciones (junio, 1794), propuso este general abandonar el valle del Baztán y limitarse a defender los puntos de Vera e Irún: la corte no aprobó su pensamiento: Caro hizo dimisión, y en su lugar fue nombrado el conde de Colomera. Algunas semanas después Moncey era dueño de Vera, de Irún, de San Marcial, de Fuenterrabía y de Pasajes (julio y agosto, 1794), no sin pagar los franceses muy caro su triunfo en las gargantas de Arizcun y en el peñón de Comissary defendido por el valeroso Cagigal. Siguió a estas conquistas la torpe y deplorable entrega de San Sebastián, que produjo una sentencia del consejo de guerra imponiendo la pena de suspensión a varios jefes y oficiales, y no parece que estuvieron exentos de culpa el alcalde y algunos de los más notables vecinos{33}. Colomera llegó a Tolosa con solos cuatro mil hombres, que vejaron a los naturales con todo género de desmanes y tropelías, lo cual obligó a la diputación de Guipúzcoa a imponer la pena de muerte a todo soldado que cometiera tales excesos.
No tuvieron que emplear los franceses mucho tiempo ni mucho trabajo para apoderarse de Tolosa de Guipúzcoa, desde donde hicieron algunas correrías por aquellos contornos. Parte de su objeto había conseguido la Convención, puesto que se comenzó por parte de España a dar pasos para entablar negociaciones de paz. Sin embargo, los comisarios de aquella asamblea que acompañaban al ejército se empeñaron en que Moncey hubiese de ocupar la Navarra, tomar a Pamplona y acampar sobre el Ebro. Mucha sangre costó a los franceses este plan. Aunque inferior en número nuestro ejército, que ocupaba una bien trazada línea desde el valle del Baztán hasta el Deva, en los ataques que contra el frente y los flancos emprendieron los enemigos (16 y 17 de octubre, 1794), con objeto de cortar la mitad de nuestro ejército y arrojarse sobre Pamplona, la sangre francesa corrió en abundancia, derrotada su derecha, sin otro fruto que ocupar algunos días las cañadas de Roncesvalles, y el placer de derrocar un viejo monumento que recordaba la célebre derrota de Carlo-Magno en aquellos desfiladeros. Pamplona se salvó. Los franceses establecieron sus cuarteles de invierno en la parte que habían conquistado de Guipúzcoa, en el Baztán, y en San Juan de Pie-de-Puerto. Nuestras tropas ocuparon sus antiguas posiciones (29 de noviembre, 1794), apoyando la derecha en los Alduides, Orbaiceta y Eugui, el centro sobre Ulzama por la parte del Norte, y la izquierda en Lecumberri y Arnaiz{34}.
Mas si a España fue desfavorable la campaña de 1794, mucho más funesta y desastrosa había sido a las potencias aliadas en Italia y en el Norte. Sobre haber sido los españoles los que más tiempo conservaron plantada su bandera en suelo francés y los últimos que fueron expulsados, ninguno de nuestros reveses fue comparable a los que los confederados sufrieron, ni nuestros desastres tuvieron cotejo con la terrible derrota de Turcoing, con la pérdida de Iprés, con la célebre batalla de Fleurus, que dio otra vez la Bélgica a la Francia, y afirmó la república, con la reconquista de Landrecy, con la rendicion de Condé, de Valenciennes y de Quesnoy, con la toma de Utrech y Ámsterdam, con la entrega de Juliers y de Crevecœur, y con tantos otros triunfos y conquistas de los franceses sobre los ejércitos, plazas y dominios de las grandes potencias aliadas. Tantos y tales fueron aquellos, que el soberano de Prusia, el primero en promover la guerra fue también el primero a desear y negociar la paz, que al fin se ajustó en Basilea. Apetecíanla también y la buscaban los príncipes alemanes, y el Austria veía que no podía conservar ya los Países Bajos y se disponía a abandonarlos.
El cambio que se estaba experimentando en la situación interior de la Francia permitía ya a las potencias tratar con ella de paz sin faltar a la dignidad y al decoro. Los célebres sucesos del 8 y 9 de termidor, y principalmente el arresto y suplicio de Robespierre, el dictador del régimen terrorista que tenía tiranizada y consternada la Francia y aterrado el mundo, juntamente con el de los más sanguinarios miembros de la Convención y de la Junta de salvación pública, señalaron el punto de partida en que comenzó a aflojar la ruda tirantez de aquel sistema horrible de persecución y de sangre, y a obrarse una saludable reacción en favor de los principios de templanza y de orden. «¡Catilina no existe, la república se ha salvado!» era la exclamación de todos los hombres pacíficos y amantes de la justicia. Los presos políticos, sobre cuyas cabezas estaba continuamente amenazando la guillotina, comenzaron a respirar: los hombres de bien que no se atrevían a abrir los labios por temor de incurrir en las caprichosas iras de aquellos déspotas populares, y a una voz suya ser arrastrados al patíbulo, bendecían la desaparición de aquellos verdugos que proclamando los derechos del hombre sacrificaban los hombres a su antojo. El gobierno se fue modificando. Y por otra parte la Francia, orgullosa de haber vencido a la Europa entera en medio de sus convulsiones intestinas, estaba en condiciones ventajosas para aceptar tratos de paz, y veníale ésta bien para reposar y reponerse de tantos sacrificios y quebrantos.
No fue sin embargo España la que se apresuró a abandonar la coalición, y el gobierno de Carlos IV quiso sufrir una tercera campaña antes que precipitar la paz. El ejército francés de los Pirineos Occidentales había menguado casi una mitad por las enormes bajas que diariamente producía en él la epidemia, y Moncey, en vez de adelantar, se daba por contento de poder conservar libre el camino del Bidasoa.
En algunos ataques que se resolvió a dar en los primeros meses de 1795, salieron siempre derrotadas sus tropas, y en junio ocupaba nuestro ejército las mismas posiciones que al principio de la campaña. No fueron más felices por espacio de algunos meses las armas de la república en el Pirineo Oriental. Después de muchos combates inútiles, ora de ataque, ora de defensa, en que los españoles y franceses recíprocamente perdían y recobraban puestos, y en que aprendieron a respetarse por su valor ambas naciones, Perignon no pudo adelantar un paso, y en vez de acampar a las márgenes del Ebro, como le habían ordenado los comisarios de la Convención, tuvo que limitarse a ocupar las orillas del Fluviá. La única pérdida que por aquella parte tuvimos en esta tercera campaña fue la de la plaza de Rosas, que por espacio de dos meses tuvo sitiada Perignon con veinte mil hombres. Y no porque la guarnición, mandada por el valiente general Izquierdo, no hiciera una defensa que los franceses mismos llamaron heroica, sino porque los temporales impidieron muchas veces a la escuadra auxiliar nuestras tropas, favoreciendo esto mismo en gran parte a las francesas. Aquellas, sin embargo, en número de cinco mil hombres, se salvaron en las naves, y sirvieron para reforzar nuestro campamento{35}.
A pesar de todo, ni la situación de nuestros ejércitos en ambos Pirineos era tan lisonjera, ni tan envidiable la armonía que reinara entre sus jefes y entre éstos y el gobierno, ni tan halagüeño el estado del tesoro para sufragar los gastos de la guerra, que el duque de la Alcudia no conociera la necesidad de activar las negociaciones de paz en que ya se estaba con la república desde la primavera de 1795. Y aunque España la deseaba mucho, no dudamos que esta vez las proposiciones partieron de Francia, porque interesaba a la república separar esta potencia de la coalición, en ocasión que Inglaterra la ponía en cuidado con la expedición que preparaba a las costas del Oeste, y siempre estuvo persuadida de que la lucha de los Pirineos se había emprendido contra el interés de ambas naciones{36}. Así fue que el encargado de negociarla en la frontera, Mr. de Bourgoing, escribió al ministro español participándole que ya la Francia había dado a prevención instrucciones amplias al ciudadano Barthélemy, y excitádole a que por su parte nombrara cuanto antes plenipotenciario con quien aquél pudiera entenderse. Entonces fue cuando don Manuel Godoy nombró representante de la corte de España para ajustar las condiciones de paz (2 de julio, 1795) al antiguo y acreditado ministro don Domingo Iriarte, que acababa de ser nuestro embajador en Polonia, y a quien se encontró a la sazón en Venecia.
Pero acaeció lo que comúnmente acontece en tales casos, que nunca se ven más preparativos de guerra que cuando se está tratando la paz. Los ejércitos franceses de ambos Pirineos fueron reforzados; también por parte de España se enviaron refuerzos a nuestras tropas: Cataluña, Valencia, Aragón y Navarra dieron contingentes respetables; de Castilla la Vieja se destinó un cuerpo de reserva a cubrir el Ebro; y dos escuadras se aparejaron y partieron, la una para las costas de Cataluña, la otra para las de Cantabria. En la parte del Principado sostuvieron gloriosísimos combates nuestras armas: el general don José Urrutia había sustituido en el mando en jefe de aquel ejército al conde de la Unión; el francés Perignon había sido reemplazado por Schérer, que distaba de igualarle en mérito. El 24 de junio (1795) dio y ganó Urrutia la reñidísima y célebre batalla de Pontós, alcanzada sobre una hueste de veinte y cinco mil hombres{37}. En las acciones parciales que se siguieron, que fueron muchas y casi diarias, nuestras tropas avanzaban ganando siempre algún terreno. Consideráronse bastante fuertes para intentar la recuperación de Rosas, que bloqueada por nuestra escuadra y bombardeada por tierra, tenía no poca dificultad en sostenerse. Puigcerdá cayó en poder del mariscal de campo don Gregorio de la Cuesta, que hizo prisionera su guarnición, con dos generales y siete piezas de artillería (julio, 1795). Belver capituló al día siguiente, los enemigos fueron arrojados de ambas Cerdañas, y Cuesta se preparaba a atacar a Mont-Luis{38}.
A la parte de Guipúzcoa, la división mandada por el general Crespo, atacada con fuerzas superiores por Moncey, se había visto obligada a ceder sus posiciones retirándose a la segunda línea. Noticioso de ello el príncipe de Castelfranco, acudió a proteger a Pamplona, cuya conquista era el blanco de los afanes de Moncey y del gobierno de la república. Crespo y Filangieri concurrieron también a impedirlo con hábiles maniobras, consiguiendo frustrar el empeño del general francés{39}. Pero esto mismo fue causa de que quedando libres al enemigo los países de Vizcaya y de Álava, se apoderara de Bilbao y de Vitoria, y llegara por esta parte a Miranda de Ebro, bien que con la fortuna de ser a las pocas horas arrojados de esta posición por los valientes castellanos (24 de julio, 1795), haciéndoles buen número de prisioneros, y quedando entre los muertos el esforzado Mourás, que mandaba los cazadores de montaña{40}.
En tal estado se hallaban las operaciones de la guerra en uno y otro campo, cuando llegó a ellos la noticia de haberse firmado en Basilea (22 de julio, 1795) la paz entre Francia y España. Las bases y condiciones para este concierto no habían sido ajustadas sin previas pretensiones, reparos y cesiones mutuas, como acontece casi siempre en tales tratos. Pretendía la Francia conservar hasta las paces generales las plazas que había conquistado en España. Rechazó el gobierno español esta propuesta, y por su parte a la condición de sacar a salvo la absoluta integridad del territorio invadido, sin ceder ni una sola aldea, añadió la de que el gobierno francés había de mostrarse justo y generoso con los dos huérfanos y desgraciados príncipes que aun gemían en las prisiones del Temple, y que habían de ser entregados a España. Mostrose irritado de esta respuesta el gobierno de la república; mas como quiera que la paz entraba en el interés de ambas naciones, vínose sin gran dificultad a un común acuerdo, tanto más, cuanto que la Francia accedió a restituir todas las plazas y países conquistados en territorio español durante la guerra, pidiendo por única indemnización la parte española de la isla de Santo Domingo, a lo cual, habida consideración al estado de anarquía en que dicha isla se encontraba, siéndole por lo tanto a la España más gravosa que útil, ni el rey, ni el ministro, ni el consejo tuvieron dificultad en aceptar tal proposición, y sobre estas dos principales bases se procedió al ajuste definitivo de la paz{41}.
Ciertamente ninguna potencia de las que en aquel tiempo, antes o después de este ajuste, concertaron paces con la república francesa, lograron hacerlo con menos sacrificio y con condiciones menos gravosas que España; porque sacrificio no podía llamarse la cesión de la parte española de la isla de Santo Domingo, que estaba siendo una carga para la nación, y de hecho se podía ya considerar como abandonada por los principales colonos; y esto a cambio de la evacuación completa del territorio de la península, con la devolución hasta de los cañones y pertrechos de guerra que existían en las plazas que habían de restituirse, al tiempo de firmarse el tratado. No hallamos por lo mismo la razón en que pudieron fundarse los que calificaron esta paz de vergonzosa para España. No la consideran así los historiadores franceses de más nota. «La Francia, dice uno de ellos, concedía mucho, por una ventaja ilusoria, porque Santo Domingo ya no pertenecía a nadie: pero estas condiciones las dictaba la más profunda política.{42}» «Fue recibida la noticia de esta paz, añade el mismo escritor, con el mayor regocijo por cuantos amaban la Francia y la república.»
El rey Carlos IV, en recompensa de este servicio, confirió a su primer ministro don Manuel Godoy, duque de la Alcudia, el título de Príncipe de la Paz{43}: cuya elevación e inusitada merced provocó nuevas y más agrias murmuraciones y críticas de parte de los que odiaban, que eran muchos, al que llamaban favorito de la reina y valido del rey{44}.
{1} Representación de Aranda a Carlos IV en 1794, con ocasión de su destierro. En ella da cuenta de una carta que Godoy le había escrito cuatro días antes de la caída de Floridablanca para que se presentase en Aranjuez a los reyes, lo cual verificó, y en aquella entrevista fue cuando SS. MM. le anunciaron su resolución de conferirle aquel cargo.
{2} Gaceta del 2 de marzo de 1792.
{3} Atendido el carácter de la enfermedad de Leopoldo, y la exaltación en que se hallaban las pasiones, no nos maravilla que su muerte se atribuyera a envenenamiento, culpándose del crimen los partidos extremos; y tampoco falto quien la achacara a algún exceso propio de su vida sensual.
Sobre las circunstancias del asesinato de Gustavo de Suecia en el salón de la Ópera se publicaron muchos pormenores. Consideramos exacta la relación que de aquellas hace Mr. de Capeti, en «La Europa durante la revolución,» tomo I, pág. 160 y siguientes.
{4} Como observarán nuestros lectores, ni hacemos ni nos compete hacer otra cosa que ligerísimas indicaciones sobre la marcha de los ruidosos sucesos de la revolución francesa, lo preciso no más para enlazar con ellos la conducta que fue siguiendo la corte de España. Sobre ser aquellos muy conocidos, el que desee noticias más amplias, las hallará abundantes en las muchas historias de aquella revolución, y principalmente en la moderna de Mr. Thiers.
{5} Fecha en el Paular, a 4 de setiembre de 1792.
{6} En San Ildefonso, a 7 de setiembre.
{7} Despachos de Aranda a Ocáriz, de 18 y 25 de octubre de 1792.
{8} Carta del conde de Aranda a Ocáriz, a 8 de noviembre de 1792.
{9} Por consecuencia no es exacto que apenas supiese leer y escribir, como han afirmado algunos de sus biógrafos, por el afán de deprimirle. Godoy en sus Memorias apela al testimonio de sus maestros o profesores, cuyos nombres cita, y habla de la afición particular que le habían inspirado a los clásicos latinos.
{10} Es lo más verosímil que a estas dotes naturales debiese Godoy el lugar que empezó a hacerse en el corazón de la reina, y que conservó constantemente después. Muchos han escrito, tomándolo unos de otros, que lo debió al primor con que cantaba, y a la mayor habilidad con que tañía la guitarra, o punteaba la vihuela, como entonces se decía, añadiendo que durante un año vivió de prestado en su primera casa-posada, o por mejor decir, que solo pagó a su huésped con coplas. Otros le han supuesto también gran tocador de flauta. En sus Memorias desmiente él con justa indignación ambas especies. «Véase en esto, dice, lo que es hablar sin informarse y recoger mentiras... para escribir la historia, pues jamás ni he cantado, ni he tocado, ni conozco la música, lo cual tengo por desgracia. La envidia sabe mucho para inventar, mas de esta vez fue poco astuta, suponiéndome, por herirme, un talento y un arte que ninguno me ha conocido.»–Tomo I, cap. 2.º
{11} Así lo afirma el mismo conde de Aranda en representación hecha al rey en 1794 desde su destierro.
{12} Mr. Pradt en sus Memorias fija en tres millones la suma que nuestra corte autorizó a don José Ocáriz a gastar con este objeto. A doce millones la hacen subir otros. El Príncipe de la Paz en sus Memorias afirma haberle dado carta blanca, sin tasa ni limitación alguna.
{13} Memorias de Senart, secretario del Comité de seguridad pública. Cítase entre aquellos desleales que abusaron de la buena fe de Ocáriz al famoso excapuchino Chabot.
{14} El escrutinio de aquella votación famosa dio el resultado siguiente: –Constaba la Asamblea de 749 individuos: 15 faltaban por comisión; 8 por enfermedad; 5 no habían querido votar. Quedaba reducido el número a 721 votantes: mayoría absoluta, 361. Votaron por la detención o destierro con varias condiciones, 286: por la prisión, 2: por la muerte con sobreseimiento, 46: por la muerte, pero solicitando se examinase si convendría sobreseer en la ejecución, 26: por la muerte sin condición alguna, 364; la mayoría precisa.
{15} He aquí una muestra de las cuentas que Aranda se hacía: «Si pudiésemos mantener una neutralidad armada, las resultas serían infaliblemente las siguientes: Los franceses habrían de ser o felices o desgraciados en la contienda. Si eran felices, no se habrían agriado con nosotros, y siéndoles necesario el descanso después de tanta agitación, o cuando menos vivir en lo sucesivo en buena inteligencia con algunos Estados, fuera muy natural que teniendo interés tan verdadero en vivir bien con nosotros, lo hiciesen... Si los franceses eran desgraciados, entonces sí que la inacción armada sería ventajosa, porque desplegaríamos nuestras fuerzas, y cargando sobre los franceses, ya flacos y turbados con sus reveses por otras partes, daríamos un golpe decisivo y seríamos vencedores sin mucho riesgo. Entonces podría V. M., como tan interesado en restablecer los derechos de su familia, presentarse a reclamar la reposición de ella en el trono de Francia.
»La neutralidad armada no solo es conveniente con respecto a la contienda de Europa, sino que nos conviene también para nuestros Estados de América. No hay que hacernos ilusiones en cuanto a esto. No se piense que nuestra América está tan inocente como en los siglos pasados, ni tan despoblada, ni se crea que faltan gentes instruidas que ven que aquellos habitantes están olvidados en su propio suelo, que son tratados con rigor, y que les chupan la sustancia los nacidos en la matriz, ni ignoran tampoco que en varias partes de aquel continente ha habido fuertes conmociones, y costado gentes y caudales el sosegarlas; para lo cual ha sido necesario que fuesen fuerzas de Europa. No se les oculta nada de lo que por aquí pasa, tienen libros que los instruyan de las nuevas máximas de libertad, y no faltarán propagandistas que irán a persuadirles, si llega el caso. La parte del mar del Sur está ya contagiada; la del mar del Norte tiene, no solo el ejemplo, sino también el influjo de las colonias inglesas, que estando próximas pueden dar auxilios. Rodéanla también muchas islas de varias naciones, que en caso de levantamientos se mirarían como americanas...&c.»
{16} Reducíanse los demás a lo siguiente: Que España había ultrajado la soberanía del pueblo francés, dando constantemente a Luis XVI el título de soberano: –Que los franceses residentes en España habían sufrido multiplicadas vejaciones: –Que los españoles habían favorecido la rebelión de los negros de Santo Domingo: –Que el gobierno español después del 10 de agosto de 92 mandó retirar a su embajador de París, no queriendo reconocer el Consejo ejecutivo provisional: –Que España había hecho armamentos de mar y tierra, dando a entender con esto que entraba en la coalición de las potencias enemigas de la Francia: –Que enviaba tropas a la frontera, y amparaba a los emigrados: –Que recibida la noticia del suplicio de Luis XVI, el rey de España había inferido agravio a la república suspendiendo sus comunicaciones con el embajador: –Que el gobierno español se había aliado íntimamente con el gabinete inglés, al cual la república había declarado guerra, &c.– Monitor del 8 de marzo, 1793.
{17} Este documento se publicó en la Gaceta de 29 de marzo.
{18} Real Provisión de 4 de marzo a los señores del Consejo.
{19} El abad de Pradt, arzobispo de Malinas, en sus Memorias históricas sobre la revolución de España.
«Los extranjeros, dice otro escritor español (tampoco amigo del duque de la Alcudia), se admiraron del patriotismo de los españoles en los donativos hechos al rey para los gastos de la guerra contra Francia. Ninguna otra nación mostró tanta generosidad y ardor en aquel tiempo.»– Don Andrés Muriel, Historia MS. del reinado de Carlos IV.
{20} Los sucesos de esta campaña, con los pormenores de cada una de las acciones, constan extensamente en las Gacetas de aquel tiempo. Los diarios y relaciones de la república no ocultaron nuestras ventajas; y Thiers, en su Historia de la Revolución (tomo I, c. 1.º y 8.º), aunque poco extenso en la relación de la campaña de los Pirineos Orientales, está en ella conforme con la que acabamos de hacer.– Carlos IV, que se hallaba en el Escorial, mando cantar el Te-Deum por el triunfo de Truillas, no solo en la iglesia del monasterio, sino en todas las de la corte, y en su Real capilla. Más adelante dio el título de condesa de Truillas a la viuda de Ricardos.
{21} «Escuchad ahora con valor (dijo un día el secretario Barrére dando cuenta a la Convención de los sucesos militares) los reveses y las pérdidas que la traición os ha hecho sufrir por el lado de Perpiñán que amenazan los españoles, hechos dueños del castillo de San Telmo, de Bañols, Portvendres y Collioure. Los castillos se abandonaron, y nuestro ejército está deshecho y totalmente derrotado: mas la Junta de salud pública ha tomado ya a esta hora medidas vigorosas, &c.»– Para honor de Francia y de España se probó hasta la evidencia que no había habido semejante traición, ni ésta por lo tanto había podido ser la causa de tales derrotas.
{22} Memorias del príncipe de la Paz, tomo I, cap. 16.
{23} Thiers, Revolución francesa, tomo III, cap. 8.
{24} Mr. de Marcillac, Histoire de la guerre entre la France et l'Espagne en 1793, 1794, &c.
Cuéntase que la esposa del general, no queriendo perderle de vista en los combates, se situaba en una batería con el anteojo en la mano observando todos sus movimientos, expuesta a verle perecer a cada instante, sin que el fuego de los cañones, ni el estampido de las bombas que solían reventar cerca de ella, la perturbaran ni distrajeran, ni hicieran temblar siquiera el anteojo en sus manos.– Muriel, lib. II.
{25} Tomada Lyon, se dio un decreto, entre cuyos artículos se leían los siguientes: –«La ciudad de Lyon será destruida: –Dejará de llamarse Lyon, y se llamará Ciudad independiente: –Sobre las ruinas de Lyon se erigirá un monumento en el cual se grabarán estas palabras: «Lyon hizo la guerra a la libertad; Lyon ya no existe.» Las ejecuciones fueron horribles; los comisarios convencionales hicieron disparar cañonazos a metralla sobre todos los que tenían por enemigos del gobierno o sospechosos; hombres, mujeres, niños, a nadie perdonaban aquellos hombres sanguinarios.
{26} Thiers, Revolución francesa, tomo III, c. 8.
{27} «En consideración, decía el Real decreto, a las distinguidas circunstancias del duque de la Alcudia, a los importantes y particulares servicios que ha contraído, y actualmente contrae en las presentes ocurrencias, y a lo satisfecho que me hallo del acierto con que desempeña el empleo de mi primer secretario de Estado, y los demás encargos que tiene a su cuidado, he venido en promoverle a Capitán General de mis Ejércitos. Tendreislo entendido &c., en Aranjuez a 23 de mayo de 1793.»– Gaceta del 28 de mayo.
{28} La relación de este incidente, que por sus consecuencias hizo gran ruido en España, y aun en Europa, ha sido hecha de una manera, no solo diferente, sino contradictoria, en especial por los dos que más largamente de él han escrito, a saber, el abate Muriel y el príncipe de la Paz.
He aquí cómo lo cuenta Muriel (Historia MS. de Carlos IV, tomo II): Dice que concluida la lectura del discurso de Aranda, se volvió el de la Alcudia al rey y le dijo: «Señor, este es un papel que merece castigo, y al autor de él se le debe formar causa, y nombrar jueces que le condenen, así a él como a varias otras personas que forman sociedades y adoptan ideas contrarias al servicio de V. M., lo cual es un escándalo...» El de Aranda, no menos sorprendido que indignado de agresión tan inesperada, respondió: –«El respeto a la persona del rey moderará mis palabras; que a no hallarse aquí S. M. yo sabría cómo contestar a semejantes expresiones.» Y levantó la mano derecha con el puño cerrado en ademán que anunciaba intención de combate personal. «Expóngaseme, añadió, los errores que tiene ese sentir, ya políticos, ya militares, y procuraré dar mis razones, o retractaré mis asertos cuando oyere otras que estén mejor fundadas que las mías.» Replicó el de la Alcudia con varias expresiones alusivas a que el conde de Aranda estaba contagiado de los principios modernos, y era partidario de la revolución francesa. El conde respondió: «Señor duque, es muy de extrañar por cierto que ignore V. E. los servicios militares que tengo hechos a la corona, en los cuales he derramado varias veces mi sangre por mis reyes;» y enumeró otros servicios y añadió: «Es de extrañar que sin atender a mi edad, tres veces mayor que la de V. E.... no tenga más comedimiento en hablar delante de S. M. y demás personas que aquí se hallan.» E inclinando la cabeza al rey con sumisión, terminó diciendo: «Señor, el respeto que debo a V. M. me contiene.»– A lo que contestó el de la Alcudia: «Es verdad que tengo veinte y seis años no más; pero trabajo catorce horas cada día, cosa que nadie ha hecho; duermo cuatro, y fuera de las de comer no dejo de atender a cuanto ocurre.»
Don Gerónimo Caballero dijo al rey: «Señor, convendría que lo que acaba de pasar quedase sepultado dentro del Consejo, guardando todos el secreto a que estamos obligados.» Sigue Muriel refiriendo algunas otras circunstancias de esta polémica, y dice que como el duque de la Alcudia volviese a repetir lo del proceso, el de Aranda encarándose a él le dijo: «Señor duque, sabría yo someterme a todo proceso con serenidad. Fuera de este procedimiento judicial (presentando el puño como anteriormente, y llevándole primero a la frente y después al corazón), todavía tengo, aunque viejo, corazón, cabeza y puños para lo que pueda ofrecerse.»– Cuenta lo que brevemente expusieron varios consejeros sobre el objeto de la sesión, que el rey se levantó, que la sesión acabó a las doce y media, y que a la hora ya se intimó al conde de Aranda la orden del rey para su destierro a Jaén, para lo cual estaba ya preparado y esperándole un carruaje.
Por su parte don Manuel Godoy, que dedica cuatro capítulos íntegros del tomo I de sus Memorias a sincerarse de los cargos que se le hicieron con motivo de este suceso, lo cuenta de la siguiente manera: «Fue el caso que así el rey como muchos de los miembros que asistían al Consejo, cuando fundaba yo mi voto y explicaba las intenciones del gobierno, dieron muestras de aprobación... Carlos IV en su paz ordinaria, con semblante apacible, sin mostrar ningún ceño, cuando terminé mi discurso dirigió la vista al conde como en ademán de aguardar que replicase. Entre los consejeros no hubo nadie que no mirase aquel momento como una bella coyuntura para corregir la acerbidad que había mostrado en sus ideas y su lenguaje. Pero sucedió lo contrario, pues con un tono de despecho que no estaba bien con su edad ni con la augusta dignidad del monarca, dijo, cuanto puedo acordarme, estas palabras: «Yo, señor, no halló nada que añadir ni que quitar a lo que tengo expuesto por escrito y de palabra. Me sería muy fácil responder a las razones, no tan sólidas como agradables, que han sido presentadas en favor de la guerra: ¿mas a qué fin? Cuanto añadiese sería inútil: V. M. ha dado señales nada equívocas de aprobar cuanto ha dicho su ministro, ¿quién se atreverá a desagradar a V. M. discurriendo en contrario?» Un consejero quiso hablar, y sin duda fue su intención contener aquel lance desesperado: pero el rey alzó el Consejo diciendo: «Basta ya por hoy:» se levantó, y con paso acelerado se dirigió a su cuarto por enmedio de nosotros. Al pasar junto al conde, probó éste a decir alguna cosa; yo no la comprendí; hubo de ser alguna excusa. La respuesta de Carlos IV la oímos todos y fue esta: «Con mi padre fuiste terco y atrevido, pero no llegaste hasta a insultarle en su Consejo.»
El príncipe de la Paz inserta integro en el capítulo 19, el discurso que dice haber pronunciado en aquella ocasión, que es muy extenso, y solo hace un extracto del papel del conde de Aranda. Muriel, al contrario, da casi entero el largo discurso del conde, y dice que el del duque de la Alcudia fue forjado posteriormente, mientras Godoy afirma ser apócrifo el que en boca del conde de Aranda pone Muriel. Bien podríamos nosotros decir aquí: Non nostrum est tantas componere lites. Dedúcese, no obstante, del cotejo de las dos relaciones, y de los datos que tenemos por más auténticos, que las encontradas opiniones de los dos magnates sobre la continuación de la guerra, y las agrias contestaciones que entre los dos mediaron en aquella sesión del Consejo, fueron la causa de la caída, destierro y proceso del conde de Aranda; que el conde y el duque se maltrataron de palabra; que el rey, más amigo del duque, y más conforme con su dictamen, se ofendió y enojó de las asperezas del conde, que siempre fuerte y duro en el decir, lo estaría más en el despecho de verse de aquella manera tratado por el joven ministro y favorito, y naturalmente descargaron sobre él las iras reales.
Salió pues el conde de Aranda a su destierro de Jaén, desde donde dirigió al rey la representación de que algunas veces hemos hecho ya mérito, implorando o reclamando, no solo su justicia sino también la de la reina. A Jaén fue enviado el ministro del Consejo de las Ordenes don Antonio Vargas Laguna a tomarle las declaraciones sobre los cargos que en el proceso se le hacían. También intentó procesarle el Santo Oficio, pero no se verificó. Muriel dice que fue a excitación del duque de la Alcudia: este rechaza la acusación por calumniosa, y afirma haber sido él quien impidió que la Inquisición le encausara. Concluido el interrogatorio de Laguna, fue trasladado el conde a la Alhambra de Granada. Pendiente todavía de fallo el proceso, con motivo de la boda del príncipe de Asturias y de la paz de 1795 celebrada con Francia, se indultó al conde mandando archivar la causa, y se le permitió vivir en Épila, uno de sus estados de Aragón, donde quiso fijar su residencia, y donde murió a los tres años (7 de enero de 1798), a los setenta y ocho y algunos meses de su edad.
Tales fueron los últimos tiempos de la vida del célebre y esclarecido conde de Aranda, a quien como militar, como consejero, como ministro de la corona, como embajador, como administrador y político, hemos tenido más de una ocasión, y tendremos todavía otras de juzgar.
{29} Indignado el conde de la Unión contra los cobardes fugitivos que habían causado el desorden, mandó primeramente que se diezmasen para ser pasados por las armas, y que los restantes, después de pasearlos por el campo con ruecas, fuesen destinados a presidio. Debió ser motejada esta medida de excesivamente rigurosa, puesto que moderó después la severidad del castigo, reduciéndole a privar de uniforme a los fugitivos y a hacerlos formar separadamente en el ejército, hasta que volvieran por la honra perdida. Así lo hicieron, dando tales muestras de valor, que tardaron poco en hacerse dignos de llevar otra vez el honroso uniforme, y aún algunos se hicieron acreedores a especiales premios.
Gacetas de Madrid, de abril a setiembre de 1794.– Los Monitores de Francia de la misma época.– Historias y Memorias de la Revolución.– Ídem del príncipe de la Paz.– Todos estos documentos y datos están conformes en la esencia de los hechos.
{30} «Este honor cupo al menos a la España (observa a este propósito un escritor de nuestra nación) en la mala fortuna de aquel tiempo: Landrecy se rindió a los quince días de sitio; Quesnoy cedió a los veinte y cuatro; Valenciennes a los nueve; Condé a los tres días tan solamente; Bellegarde a los tres meses, con menos esperanza de socorro en tanto tiempo que ninguna otra plaza de la Europa. España en fin fue la postrera, entre todos los aliados, que soltó presa al enemigo.»
{31} El consejo se reunió en Barcelona: la sentencia fue dada en 8 de abril de 1796.
{32} He aquí los términos del decreto: «Apruebo la sentencia del consejo de generales que mandé formar en Barcelona para examinar la conducta del gobernador y demás sujetos que concurrieron a la indecorosa y vil entrega de la plaza de San Fernando de Figueras. Y no obstante que la justicia clama por que se lleve a efecto la pena de sangre, precedida de la degradación, que muy justamente les impone el consejo a los cuatro reos principales, Torres, Keating, Allende y Ortúzar, en uso de mi Real clemencia, y sin que de modo alguno pueda servir, ni citarse por ejemplar en causas de tan ignominiosa criminalidad, perdono la vida a los dichos cuatro reos, Torres, Keating, Allende y Ortúzar, quienes desde luego por este mi Real decreto quedan despojados del uniforme militar, fuero, y demás preeminencias, y cualquiera otra distinción a él anexa, recogiéndoles todos mis reales despachos, y borrados los nombres de estos delincuentes en todos los estados y cualesquiera apuntamientos del ejército en que hubiesen sido escritos o anotados. Mando que a las dos horas de habérseles leído esta mi Real sentencia, en los términos y con las formalidades que prescriben las ordenanzas generales del ejército, salgan desterrados por toda su vida con total extrañamiento de todos mis dominios; y si por desgracia fueren aprehendidos, sufrirán la pena que les impuso el consejo, sin ser oídos. Prohíbo que en ningún paraje de mis dominios se les dé por persona alguna, de cualquier condición y clase que fuese, acogida ni auxilio, sino el que exige la humanidad para con un pasajero de forzoso tránsito, bajo la pena de mi Real indignación, procediéndose al castigo que mereciese el contraventor o contraventores; y prohíbo bajo la misma pena que persona alguna me pida o hable en favor de estos desgraciados hombres. Mando que se publique inmediatamente este mi Real decreto, sacándose cuantas copias fueren menester para la notoriedad pública con que debe constar en todos mis dominios de Europa, América, Asia y África.»
{33} «El general en jefe, dice Muriel, se mostró quejoso de los habitantes de Guipúzcoa y de su diputación, suponiendo que su espíritu no era bueno, que en la rendición de las plazas de Fuenterrabía y San Sebastián habían influido los alcaldes y vecinos de dichas plazas, y que la diputación tenía contra sí los indicios de haber retirado sus habitantes armados, y de no suministrar la menor noticia de los movimientos del enemigo.»
El príncipe de la Paz, en sus Memorias, dice que el alcalde Michelena y otros vecinos principales, seducidos por las ofertas del convencional Piner, que los había halagado con la promesa de hacer aquella provincia una república independiente, promovieron la entrega de la plaza; que después, cuando ellos reclamaron el cumplimiento de la oferta, el feroz procónsul los hizo arrestar, y que algunos de ellos fueron ajusticiados; añade que luego los guipuzcoanos de los pueblos que ocupaban los franceses salían en pelotones a unirse contra ellos a los valientes de Vizcaya y de Navarra.
La corte participó de la sospecha de aquella deslealtad. El gobierno, si lo creyó así, tuvo por lo menos la prudencia de ocultarlo. Pudo muy bien bastar el terror para infundir desaliento en los ánimos de aquellos habitantes, y ser consecuencia de él la entrega. Mediaron después comunicaciones entre la diputación de Guipúzcoa y el gobierno de S. M. (de 4 a 11 de agosto, 1794), sobre la necesidad en que aquella se veía de tratar con los generales franceses acerca de suspender toda hostilidad y acordar los medios de mantener la tranquilidad y el orden, resolviendo por último ajustar una tregua. El gobierno, para impedir que este espíritu de sumisión se comunicase a otros pueblos de las Provincias Vascongadas, hizo por medios ocultos que algunos de ellos dirigiesen representaciones al rey asegurando estar prontos a sacrificarse en defensa del país, al modo del reino de Navarra que había ordenado levantar cuatro mil hombres más para incorporarlos a los batallones.
{34} Este último triunfo se debió en gran parte al valor У a la pericia del teniente general duque de Osuna. De él hay un parte en la Gaceta de Madrid de 28 de octubre, refiriendo la acción.
{35} Durante el sitio arrojaron los franceses sobre la plaza cuarenta mil proyectiles, balas, granadas y bombas. La plaza tiró sobre el enemigo trece mil seiscientas treinta y tres balas, tres mil seiscientas dos bombas, y mil doscientas noventa y siete granadas. Las chalupas cañoneras tiraron cuatro mil setecientas sesenta y tres balas, dos mil setecientas treinta y seis bombas, y dos mil cuatrocientas noventa y tres granadas.
En las Gacetas de aquel tiempo se insertaron multitud de partes de las operaciones de uno y otro ejército, con noticias circunstanciadas y difusas de cada combate, y con curiosos pormenores de hechos notables de valor y otros incidentes, cuya lectura exige y ocupa mucho, pero cuyos resultados en definitiva fueron los que hemos expuesto con la brevedad indispensable en una historia general.
{36} Creemos por lo mismo ser cierto lo que sobre este punto afirma el príncipe de la Paz en sus Memorias, a saber, que la paz fue ofrecida. Los mismos historiadores franceses lo confirman. «El favorito que gobernaba la corte, dice Mr. Thiers (Revolución, tomo IV, c. 10), después de no haber querido al principio oír las proposiciones de paz que al empezar la campaña hizo el gobierno... se decidió a negociar... &c.»
{37} En el parte oficial de esta acción, que llena catorce páginas de la Gaceta de 3 de julio de 95, decía Urrutia entre otras cosas: «Es imposible mencionar la multitud de oficiales particulares e individuos de otras clases que tienen derecho a que se recompense el mérito que contrajeron; pues tal vez no habrá uno que deje de estar en el caso: sin embargo haré presente al rey el servicio particular que cada uno haya hecho, aunque deba a un incidente la fortuna de haberlo contraído, y los recomiendo todos a la piedad de S. M., a quien V. E. puede asegurar que la pérdida de dos mil quinientos a tres mil hombres que se ha causado al enemigo es ventaja de poco momento comparada con la confianza y energía que ha dado esta victoria al ejército que tengo la honra de mandar.»
{38} Gacetas del 4 y 7 de agosto, 1795.
{39} Dícese que los dos generales españoles ofrecieron en sus operaciones y movimientos un admirable juego de ajedrez, defendiendo a un tiempo las avenidas de Pamplona y las fronteras de Castilla; que muchas veces intentó Moncey envolverlos, y que más de una vez estuvo él a punto de que le envolviesen. Y sin embargo Crespo fue reemplazado por Morla, y se mandó a Castelfranco hacerle cargos. A poco tiempo murió aquel general en Burgos, según unos de enfermedad, según otros de pesadumbre.
{40} Partes de Irigoyen desde Pancorbo, Gaceta del 28 de julio, 1795.
{41} Véase en el Apéndice el texto literal de este tratado.
{42} Thiers, Historia de la Revolución, IV, c. 10.– Véanse también Lacretelle, Marcillac, y la obra titulada: Victoires, conquétes, désastres, &c. des Français, de 1792 a 1815.
{43} Gaceta del 11 de setiembre de 1795, donde se insertan todas las gracias y mercedes que el rey otorgó con motivo de la paz, que en verdad fueron dispensadas con admirable profusión.
{44} Acerca de la conveniencia o inconveniencia de esta paz, y de las ventajas o daños que resultaran a la nación, así como de la guerra que la había precedido, juzgaremos más adelante, cuando hayamos de emitir nuestro juicio sobre la política exterior e interior de este reinado.