Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro IX Reinado de Carlos IV

Capítulo IV
Alianza entre España y la República
Guerra con la Gran Bretaña. Paz de Campo-Formio
De 1795 a 1797

Estado de la Francia después del 9 de termidor.– Insurrección del 12 de germinal.– Terribles sucesos del 1.º de pradial.– Espanto en la Asamblea invadida por los forajidos.– Combates sangrientos en el salón.– Desarme de los patriotas.– Prisiones, destierros y suplicios de los terroristas.– Esperanzas y atrevimiento de los realistas y reaccionarios.– Nueva Constitución francesa.– Consejos de los Quinientos y de los Ancianos.– El Directorio ejecutivo.– Oposición a los decretos de 5 y 13 de fructidor.– Reunión del nuevo cuerpo legislativo.– Famosa rebelión de las secciones y de los partidos extremos contra la Convención.– Barrás jefe de las fuerzas de la Asamblea.– Nombra su segundo a Bonaparte.– Actividad y acertadas disposiciones de Napoleón.– Ametralla los batallones insurrectos, esparce el terror y la muerte, y tranquiliza a París.– Incorporación de Bélgica a Francia.– La Convención nacional termina sus sesiones.– Quejas del príncipe de la Paz contra el gabinete inglés.– Consulta al Consejo sobre la alianza con la república francesa.– Opinión del Consejo.– Tratado de alianza ofensiva y defensiva entre España y Francia.– Declaración de guerra a la Gran Bretaña.– Manifiesto del rey.– Proposiciones de Inglaterra para la paz, no admitidas.– Situación de las potencias de Europa.– Triunfos y conquistas de Napoleón en Italia.– Muerte de la emperatriz de Rusia.– Conducta de Prusia y de Austria.– Escuadra española en Italia.– Combate naval de españoles e ingleses en el cabo de San Vicente.– Derrota de nuestra escuadra.– Castigo del general Córdoba.– Nombramiento de Mazarredo.– Reorganización de la armada.– Bombardeo de Cádiz por el almirante Nelson.– Es rechazado y ahuyentado.– Recobra su honor la marina española.– Apodéranse los ingleses de la isla de la Trinidad.– Frustrada tentativa contra Puerto-Rico.– Descalabro de Nelson en Tenerife.– Negociaciones entre España y Francia sobre indemnización al duque de Parma.– Conferencias para la paz en Udina y en Lille.– Plenipotenciarios españoles.– Pretensiones de España desatendidas.– Escuadra francesa, española y holandesa en Brest.– Tratado entre Francia y Portugal.– Ruidosa revolución del 18 fructidor en París.– Ultimátum del Directorio a los ingleses.– Terminación de las conferencias de Lille.– Tratos en Udina entre Francia y el Imperio.– Rasgo de energía de Bonaparte.– Paz de Campo-Formio.– Solemne ovación de Bonaparte en París.
 

La revolución francesa, cuyas oscilaciones y vicisitudes tanto influían en la política y en el porvenir de España, así como en el de todas las naciones de Europa, había indudablemente entrado desde los sucesos del 9 de termidor en un período de reacción hacia el gobierno de orden y de humanidad, y sus consecuencias dentro y fuera de la Francia fueron inmensas, sin dejar por eso de sentirse todavía las convulsiones y sacudimientos naturales en un pueblo violentamente conmovido años hacia, en guerra abierta y viva con muchas potencias a un tiempo, y sosteniendo los partidos interiores entre sí una lucha a muerte. Aunque abolido en aquel memorable día el sistema del terror, todavía la Convención se vio en gravísimos conflictos y sufrió rudísimos combates de los partidos extremos. Eran éstos, de un lado los jacobinos, montañeses y antiguos alborotadores populares, aunque ya sin sus principales jefes; de otro los realistas, los emigrados, el clero, y la juventud dorada; que en diaria agitación, y formando opuestos grupos, alborotaban gritando, los unos: «¡Vivan los jacobinos! ¡mueran los aristócratas!» los otros: «¡Viva la Convención! ¡mueran los terroristas!» y cantando los unos la Marsellesa, los otros el Despertamiento del pueblo.

Después de varias tentativas de insurrección de parte de los primeros, estalla al fin la de 12 de germinal (1.º de abril, 1795), en que, so pretexto de la falta de subsistencias, y al grito de ¡Pan! ¡Constitución de 93! oleadas de frenéticas turbas de mujeres, muchachos y hombres beodos, con las armas que han podido haber, arrollan la guardia de la Convención, invaden el salón de sesiones, e introducen el desorden y el espanto en la Asamblea. Por fortuna, después de mil escenas de terror y de escándalo, semejantes a las del 20 de junio de 92 en el palacio del rey, llegan los batallones de las comisiones de gobierno, y lanzan del salón a las turbas tumultuadas. La Convención sigue deliberando, decreta el castigo de los autores del atentado, la prisión de algunos diputados de la Montaña, y el destierro de los corifeos de los terroristas que se hallaban presos. El resto del día se emplea en deshacer a cañonazos los grupos de los facciosos.

En vez de templarse la violencia de los partidos con el desenlace de los sucesos del 12 de germinal, se recrudecen sus odios. Los revolucionarios, los terroristas, y los llamados patriotas, se desesperan con la persecución. Los realistas, los que a favor de la tolerancia habían vuelto de la emigración, se envalentonan con los decretos contra los patriotas; y todos conspiran contra los termidorianos y republicanos sinceros y de orden. Los revolucionarios exaltados preparan un plan para consumar el proyecto, del cual el 12 de germinal había sido solo un amago. Los realistas fomentan astutamente aquella conspiración horrible; además organizan compañías de asesinos; algunas de éstas, las denominadas del Sol y de Jesús, penetran en las cárceles de Lyon, degüellan setenta u ochenta presos tenidos por terroristas, y arrojan sus cadáveres al Ródano. La Convención se ve obligada a renovar las leyes contra los emigrados, contra los escritores realistas y contra los clérigos perturbadores que habían vuelto de la emigración.

Por último, el plan de sublevación urdido por las juntas revolucionarias, instigadas y ayudadas clandestinamente por los realistas, y de que había sido precursor el 12 de germinal, estalla el 1.º de pradial (20 de mayo, 1795), tocando las campanas a rebato, y marchando pelotones inmensos de mujeres furiosas, de borrachos y bandidos armados de hachas, sables y picas camino de las Tullerías, fuerzan e inundan la sala de la Convención, gritando unos y ostentando otros en los sombreros el lema de pan y Constitución de 93: las mujeres amenazan con el puño a los diputados, o se ríen a carcajadas del apuro en que los ven. Se oyen fuertes golpes y crujen los goznes de la puerta que da a la presidencia, y por último cae ésta hecha pedazos. Los diputados se suben a los bancos superiores, y los gendarmes forman delante de ellos una línea para protegerlos. Ármase dentro del salón una pelea entre la tropa y el populacho. Los unos hacen fuego y los otros calan bayoneta: los diputados se levantan gritando: ¡viva la república! Se enfurece el combate, se redobla el tiroteo, se carga a la bayoneta, se confunden y se acuchillan. El diputado Fereaud, que acababa de llegar del ejército del Rhin, al ver un nuevo grupo invadir la Asamblea: «Matadme, esclama descubriendo su pecho; no entraréis aquí sino pasando por encima de mi cuerpo.» En efecto los forajidos pasan por encima de él, y se dirigen a la mesa; las mujeres se sientan en los bancos inferiores de los diputados. El valiente Fereaud se levanta, va a cubrir con su cuerpo al presidente que ve amenazado, y cae herido de un pistoletazo en el hombro; le pisotean, y sacan su cadáver para entregarle al populacho. El presidente, Boissy-d’Anglás, permanece sereno e imperturbable en medio de aquella espantosa escena, rodeada su cabeza de bayonetas y de picas.

Comienza entonces una confusión que sería imposible describir: todos gritan, todos vocean, todos se esfuerzan por hablar, y a nadie se oye; se da un redoble de tambores para que se guarde silencio, pero la multitud brinca de regocijo, y alborota más, gozando de ver el desorden en que se halla la Asamblea. La confusión, el espanto y el horror suben de punto al ver traer al salón una cabeza en la punta de una bayoneta, y pasearla en medio de los frenéticos alaridos de la multitud. Todos la miraban queriendo reconocerla; era la del valeroso y patriota diputado Fereaud. Se renueva el furor contra el presidente; centenares de fusiles y de picas le vuelven a rodear; parece amenazarle por mil partes la muerte; todos los representantes temen ser degollados; sin embargo, conociendo los mismos tumultuados la necesidad de arrancar algunos decretos, hacen a los diputados descender de los bancos que ocupaban, los reúnen como un rebaño en medio del salón para obligarlos a deliberar, haciendo ellos círculo con sus picas, y empiezan a proponer lo que ha de decretarse. A las ocho de la noche ocupa Vernier la presidencia en que ha permanecido el impertérrito Boissy-d’Anglás durante seis mortales horas de continuo e inminente peligro.

Así cercados, los obligan a poner a votación los siguientes decretos: que se dé libertad a los patriotas presos; que se reponga a los diputados arrestados el 12 de germinal; que se suspendan las comisiones del gobierno, y se nombre una extraordinaria general, compuesta de los cuatro diputados montañeses que ellos designan. Estos decretos son arrancados en aclamación tumultuaria, levantando ellos los sombreros y gritando: «¡Adoptado, adoptado!» Pero al fin llegan las tropas protectoras de la Convención; entran en el salón a bayoneta calada; nuevo y horrible combate dentro de aquel recinto; los revoltosos son acuchillados; muchos se salvan por las ventanas; algunos diputados quedan heridos. Eran las doce de la noche. La Convención, libre de la canalla, continúa deliberando. Se declaran nulos los decretos arrancados por los forajidos; se acuerdan medidas rigurosas contra todos sus fautores; se designa con sus nombres a todos los diputados de la montaña que se han expresado en favor de los insurrectos, se los llama asesinos, se los hace bajar a la barra, y se los saca presos entre gendarmes. Se decreta por fin el desarme de los terroristas, los asesinos, bebedores de sangre, ladrones y agentes de la tiranía anterior al 9 de termidor. Eran las tres de la mañana. Las comisiones anuncian que París está tranquilo, y se suspende la sesión hasta las diez. El atentado del 1.º de pradial fue el más terrible de cuantos había producido la revolución.

Y todavía los terroristas no se dieron por vencidos. Al día siguiente tres batallones escogidos, compuestos de gente intrépida y robusta, se dirigen de nuevo a acometer el palacio nacional: protégenle las secciones armadas de la Convención; pero unos y otros temen el combate; se acuerda entenderse; una comisión de doce es admitida a la Asamblea; pide a nombre de los insurrectos la Constitución de 93 y la libertad de los patriotas; la Convención ofrece examinar sus proposiciones; lo avanzado de la hora, la fatiga, el cansancio y otras circunstancias mueven a los sublevados a retirarse, pero es para concentrar a otro día todas las fuerzas de los patriotas en el arrabal de San Antonio. Allí van a batirlas las de la Convención, confiadas a tres representantes. El batallón de la Juventud dorada se ve por su temeraria intrepidez en peligro de ser todo deshecho: felizmente llega el grueso de la fuerza a tiempo de salvarle: el general Menou hace rendir las armas a los sublevados, y vuelve triunfante con los cañones del arrabal. Desde este momento la Convención no tiene que temer ya a los terroristas: la comisión militar procede contra los culpables; se prende a los más señalados; se empieza el desarme de los patriotas, y las secciones trabajan permanentemente hasta dar por terminada la operación.

Al propio tiempo habían ocurrido en Tolón sucesos semejantes a los de París, lo cual acabó de irritar a la Convención contra los montañeses y patriotas. Multiplicáronse las prisiones, los procesos, los destierros y los suplicios; no se perdonaba a ninguno de los jefes del terrorismo, fuesen o no diputados: corrió, pues, otra vez la sangre a torrentes, porque, como observa un historiador de aquella nación, ningún partido político es prudente en su venganza, ni aún el que lleva por divisa la humanidad. Algunos de los sentenciados se suicidaron en la prisión con admirable y espantoso heroísmo, pasándose unos a otros el puñal de mano en mano. Los que por no poderlo ejecutar subieron al patíbulo, sufrieron la muerte con una serenidad también rudamente heroica. La consecuencia de estos hechos fue quedar destruido todo el partido montañés. «Así en aquella larga sucesión de ideas, añade el citado historiador, todos tuvieron sus víctimas; hasta las ideas de clemencia, humanidad y reconciliación sufrieron sus sacrificios, porque en las revoluciones ninguna se halla sin mancha de sangre humana.» Con los hombres del terror cayeron también algunas instituciones revolucionarias; el célebre tribunal de aquel nombre quedó abolido; se suprimió hasta la palabra revolucionario, aplicada a las instituciones y a los establecimientos; se reorganizó bajo el antiguo pie la guardia nacional; se excluyó de ella a los jornaleros, a los sirvientes, y en general a las clases poco acomodadas, y se confió la tranquilidad pública a los que tenían más interés en conservarla.

Cuando se persigue a un partido político, se alienta el contrario por abatido y desesperado que parezca estar. Tan al extremo querían ya llevar las secciones de París la persecución de los patriotas, acusando a la Convención misma de moderada y tibia en las venganzas, que sin advertirlo estaban sirviendo a la causa de los realistas; éstos lo comprendieron, y aprovechando sus agentes y directores el espíritu de reacción que se advertía en las secciones, en los escritores, en los propietarios, y en la clase media en general, fomentaban diestramente aquellas tendencias, y la consigna que daban a los suyos era que adoptaran el lenguaje de las secciones, que pidieran lo mismo que ellas, que promovieran todo lo que pudiera producir choques con la Convención, disturbios y asonadas, que se escribieran folletos y artículos exagerados para alarmar y mantener la agitación, que atizaran mañosamente la discordia haciendo sospechosos entre sí a los partidos republicanos, pues de las continuas turbulencias esperaban ellos el descrédito de la revolución, el cansancio general, y el triunfo del realismo en su día. Pero la Convención, que se había trazado ya una senda por entre los partidos extremos, por una parte suspendió los indultos y coartó la entrada de los emigrados, por otra tomó medidas sobre el modo cómo habían de ser juzgados los patriotas presos y los diputados comprometidos en los sucesos anteriores. Y por otra también, procuró apresurar la obra que comenzado de hacer una Constitución mas acomodada a las nuevas circunstancias y al espíritu a la sazón dominante en Francia.

Decretose al fin esta nueva Constitución, cuyas principales bases eran: un Consejo llamado de los Quinientos, por componerse de este número de individuos, de edad de treinta años por lo menos, que habían de renovarse anualmente por terceras partes: a éstos correspondía proponer las leyes: otro Consejo denominado de los Ancianos, en razón a exigirse la edad de cuarenta años por lo menos, compuesto de la mitad de individuos que el anterior, renovables también por terceras partes, todos viudos o casados; se encomendaba a éstos la sanción de las leyes: un Directorio ejecutivo de cinco individuos, que se renovarían cada año por quintas partes, con ministros responsables para promulgar y hacer ejecutar las leyes, teniendo a su disposición las fuerzas de mar y tierra, la facultad de rechazar las primeras hostilidades, pero no la de hacer la guerra sin el consentimiento del poder legislativo, a cuya ratificación se habían de someter también los tratados que se negociaran.– Los dos Consejos serían elegidos en juntas electorales, nombradas por asambleas primarias, y aquellos después nombrarían el Directorio.– Seguía luego la manera cómo había de constituirse el poder judicial, la administración municipal, la libertad de imprenta, la de cultos, &c.

La nueva Constitución fue aceptada por toda la Francia, y con entusiasmo por los ejércitos, a los cuales se dio voto electoral, convirtiéndose los campamentos en asambleas primarias. No así los decretos de 5 y 13 de fructidor (22 y 30 de agosto, 1795), por los cuales se disponía que el nuevo Cuerpo legislativo se compondría en sus dos terceras partes de individuos de la Convención, designados por las juntas electorales. Estos dos decretos suscitaron una vivísima oposición en París de parte de los realistas y de los revolucionarios fogosos. Sin embargo, en todo el resto de la Francia fueron aceptados los decretos por una inmensa mayoría; la Constitución casi por unanimidad. Publicose el resultado de la votación en medio de estrepitosos aplausos (23 de setiembre, 1795), y la Convención decretó que el nuevo Cuerpo legislativo se reuniría el 15 de brumario (6 de noviembre).

Pero los emigrados, los realistas, los jóvenes ambiciosos, los patriotas furibundos, todos los que deseaban heredar el poder de la Convención, las secciones de París, que todas, a excepción de una, habían rechazado los decretos de 5 y 13 de fructidor, instigadas por la sección Lepelletier, siempre la más acalorada de todas, y el foco y centro de las insurrecciones; los periodistas de la contra-revolución, los generales descontentos o desairados, los intrigantes, en fin, de todos los partidos, preparan otra sublevación para acabar con lo que llaman los dos tercios; se arman, seducen a los ciudadanos pacíficos de París, obligan a una gran parte de la guardia nacional a unírseles, se declaran en abierta rebelión, y tocan generala en todos los barrios. El general Menou, elegido como antes por la Convención para batir a los rebeldes, tiene esta vez la debilidad de capitular con ellos y se retira, dejándolos, si no victoriosos, haciendo alarde de ser temidos. Entonces la Convención nombra general en jefe del ejército del interior al representante Barrás; a propuesta de éste se da el nombramiento de segundo jefe a un joven oficial de artillería, que por su valor y su talento había llegado a general de brigada, pero que depuesto por el reaccionario Aubry, se hallaba en París cesante y reducido casi a la indigencia. Este joven general era Napoleón Bonaparte. Barrás que conoce su gran pericia y su arrojo, le confía la dirección de la fuerza, y Bonaparte toma sus disposiciones militares con asombrosa actividad.

Todas las fuerzas de la Convención, contando la gendarmería y policía, no llegaba a ocho mil hombres; las secciones sublevadas disponían de cuarenta mil, con generales intrépidos que habían mandado los ejércitos republicanos. Bonaparte traza y combina su plan, proponiéndose principalmente proteger a la Convención, a la cual envía ochocientos fusiles con que se arman los diputados para defender en un caso el recinto interior de la Asamblea. Bonaparte toma sus disposiciones; coloca convenientemente la artillería, infantería y caballería; a las cuatro y media de la tarde (13 de vendimiario) monta a caballo acompañado de Barrás, y recorre los puestos. Conociendo lo que valen los primeros golpes, manda avanzar sus piezas y hacer la primera descarga, y aunque los rebeldes le contestan con un vivísimo fuego graneado, una lluvia de metralla los obliga a replegarse y a huir en desorden. Pasa a otro puesto, y los ametralla y desaloja también. Lleva sus cañones al Puente Real y al pretil de las Tullerías; deja que se acerquen los batallones insurrectos que en columna cerrada y en número de diez o doce mil hombres desembocan del arrabal de San Germán; manda hacer fuego; esparce la muerte y el terror en las filas de los sublevados; deshace sus columnas y los ahuyenta; a las seis de la tarde el combate estaba concluido. Hace disparar los cañones con pólvora sola para acabar de asustar a los rebeldes; toma algunas barricadas; durante la noche los desaloja de sus últimos atrincheramientos; la tranquilidad queda restablecida, y la Convención puede dedicarse sosegadamente a plantear las nuevas instituciones.

Barrás y Bonaparte comparten la gloria de haber salvado la Convención y el orden público; las secciones rebeldes son desarmadas; se disuelven las compañías de granaderos y cazadores de la guardia nacional, y el resto se pone a las órdenes del general del ejército del interior: la Convención nombra una comisión de cinco individuos encargada de proponer medidas eficaces para hacer sin disturbios la transición de una forma de gobierno a otra; se decreta la incorporación de la Bélgica a la Francia y su división en departamentos; la abolición de la pena de muerte desde la paz general; el cambio de nombre de la plaza de la Revolución en el de plaza de la Concordia; amnistía general para todos los hechos de la revolución, a excepción de los del 13 de vendimiario; libertad a los presos de todos los partidos políticos, excepto Lemeitre, el jefe de los conspiradores de aquel día; y por último en la tarde del 4 de brumario (26 de octubre, 1795) el presidente de la Convención pronuncia estas solemnes palabras: «La Convención nacional declara que su misión está cumplida, y terminadas sus sesiones.» Repetidos gritos de ¡viva la república! acompañan la declaración del presidente{1}.

Cuando se verificaba este cambio en las ideas y en el gobierno del pueblo francés, se ajustó el tratado de paz entre Francia y España, de que dimos cuenta en otro capítulo. Era natural, y así debió preverlo el gobierno español, que la Inglaterra viese con disgusto aquel concierto, tanto por la razón de segregarse de la coalición una potencia respetable, cuanto por la posición especial de la Gran Bretaña para con aquellas dos naciones, posición especial que explicaban bien los hechos de la historia antigua y reciente de los tres Estados. Dos problemas de difícil solución tenía que resolver el gobierno de Carlos IV asentada la paz con la república. Era el uno, si después de aquella paz debería y podría, a pesar del enojo de la Inglaterra, mantenerse neutral en la guerra que sostenían las naciones británica y francesa. Era el otro, en el caso de no poder conservar aquella neutralidad, qué alianza le sería preferible y más ventajosa, aun a riesgo de tener que entrar en guerra con la potencia que quedaría pospuesta y resentida.

El príncipe de la Paz, por razones que a él debieron parecerle poderosas, y que expresaremos después, comenzó muy pronto a mostrarse inclinado a la alianza y amistad con la Francia, y en este sentido escribió al negociador de la paz don Domingo Iriarte antes que saliese de Basilea, representándola como necesaria y urgente, y ordenándole a nombre del rey que pasara inmediatamente a París en calidad de embajador, recomendándole la conveniencia de que estuviera hecho el tratado antes que llegara el caso de declararse la guerra, caso que decía prever por noticias que tenía de que Inglaterra pensaba oponerse a la entrega de Santo Domingo y abrigaba otras intenciones hostiles a España{2}. Y seis semanas más adelante (22 de octubre, 1795) le envió ya los tratados de alianza y de comercio en la forma que al rey habían parecido más convenientes, después de examinados los que el gobierno francés había presentado, previniéndole e inculcándole sobre los esfuerzos de Inglaterra para desunirnos con Francia. Sin embargo, Iriarte no pudo pasar a París a poner por obra la negociación de alianza: el mal estado de su salud le obligó a venir a España, y a poco tiempo este digno ministro falleció en Gerona entre los brazos del prelado de aquella diócesis (22 de octubre, 1795). Para reemplazarle en la embajada de París fue nombrado el marqués del Campo, que desempeñaba la de Londres, bien que por particulares causas no pudo presentar sus credenciales hasta marzo de 1796.

Entretanto, libre ya el rey Carlos IV de los temores y de las atenciones de la guerra con Francia, determinó cumplir el voto que la reina había hecho de visitar el cuerpo del Santo rey don Fernando, si recobraba su salud el príncipe de Asturias{3}. Salió pues la familia real de Madrid el 4 de enero (1796), y llegó felizmente el 18 a Badajoz, donde tuvieron una entrevista con los príncipes del Brasil, y pasaron unos días dándose banquetes y haciéndose mutuos agasajos. En aquella ciudad, y en la casa del mismo Godoy, donde se aposentaron los reyes, permanecieron hasta el 15 de febrero, con no poca satisfacción del ministro, que sin duda tuvo gran parte en la dirección de una jornada que le proporcionaba lo que podía halagar más su amor propio, el placer de presentarse a sus paisanos con todo el esplendor de su encumbramiento, y de que fueran testigos de la predilección y la confianza que le dispensaron los reyes. De allí pasaron éstos a Sevilla, y cumplido su voto, y después de visitar la ciudad y puerto de Cádiz, regresaron a Aranjuez por la Mancha (22 de marzo, 1796), habiendo recibido testimonios de respetuoso homenaje en todos los pueblos del tránsito{4}.

Ni este viaje, ni otros asuntos interiores impidieron al príncipe de la Paz proseguir sus negociaciones de alianza con la república y buscar medios de hacérsela propicia. Uno de ellos fue parar el golpe que la amenazaba por parte de Suecia, cuando esta nación estaba ya casi determinada a declararse contra la Francia a instigación de la emperatriz Catalina de Rusia, a la cual por otra parte halagaba el gabinete inglés con un proyecto de expedición anglo-rusa a Portugal, para obligar a España a entrar de nuevo en la coalición, ofreciendo en retribución a la zarina algún punto favorable de escala en el Mediterráneo. Este era uno, pero ni el solo ni el más grave de los cargos que al gobierno de la Gran Bretaña hacía el príncipe de la Paz, para justificar su empeño y persuadir la necesidad de aliarse con Francia, siquiera nos trajese la guerra con aquella nación. El ministro español acumulaba un largo catálogo de quejas sobre la conducta del gobierno británico para con la España antes y después de la paz de Basilea. Enumeraremos rápidamente las más principales.

Siendo todavía aliadas las dos naciones, ocurrió el abominable comportamiento de la escuadra inglesa con la española en el incendio del puerto de Tolón.– Siendo todavía aliadas, los ingleses estipularon con los Estados Unidos de América el tratado de 24 de noviembre de 1794, sin contar para nada con nosotros, ni tener en cuenta nuestros intereses, ni darnos siquiera conocimiento de él. En desquite ajustó el príncipe de la Paz en 27 de octubre de 1795, sin dar noticia a los ingleses, el tratado de amistad, límites y navegación entre el rey de España y los Estados Unidos de América{5}.– Siendo todavía aliadas, los buques españoles eran vejados por los ingleses y confiscados sus efectos navales, ya so pretexto de tener parte en sus intereses con negociantes de Francia, ya bajo el de ser conducidos en naves holandesas; y nuestras costas de España y de América se veían infestadas de contrabandistas ingleses.– Siendo todavía aliadas, negose la Inglaterra a la excitación que se le hizo para sacarnos del conflicto de la tercera campaña con Francia.– Después de la paz de Basilea, el ministro español en Londres informaba con frecuencia a nuestra corte de proyectos hostiles del gobierno británico y de la necesidad urgente de tomar medidas de defensa.– Enviaba grandes expediciones y armamentos a las Antillas con objeto de impedir la entrega de Santo Domingo a la Francia: –sus navíos exploraban las costas de los dominios españoles de América, organizaban el fraude, y corrompían a los naturales para ulteriores designios: –citábanse repetidos insultos hechos a la bandera española, no solo en los mares de la India, sino también en el Mediterráneo, y hasta dentro de las ensenadas de la costa de Cataluña; atentados y violaciones de territorio cometidas por bergantines de la marina real inglesa en las costas de Alicante y de Galicia, y otras injurias y agravios por este orden.

Por mucho que de la realidad de estas ofensas por parte de la Gran Bretaña quiera rebajarse, atribuyéndolo a prevenciones o antipatías del ministro español, y a su interés en justificar la alianza que negociaba con la república, no pueden suponerse tan destituidas de fundamento como algunos pretenden las quejas, cuando el rey, más adelante y con ocasión del manifiesto de declaración de guerra, se atrevió a emitirlas solemnemente y a enumerarlas, citando particulares y determinados casos de insultos y violaciones{6}. Quiso no obstante el príncipe de la Paz, antes de tomar resolución, fortalecerse con el dictamen del Consejo, al cual consultó presentándole los informes y relaciones de nuestros ministros de Francia e Inglaterra, y las gestiones diplomáticas practicadas por el gabinete antes y después de la paz de Basilea. Pero cuidó de presentar las cuestiones bajo la siguiente forma: 1.ª La situación de la Europa y la conducta de la Francia para con España después del 22 de julio del año pasado en que fue ajustada la paz, ¿han ofrecido algún motivo para desistir de las ideas pacíficas adoptadas con la república francesa?– 2.ª ¿El temor de una guerra marítima de que la monarquía española se encuentra amenazada por la Inglaterra, podría ser una razón que obligase a la España a declarar la guerra nuevamente a la república?– 3.ª En suposición de que la guerra con la Gran Bretaña se hiciese inevitable, ¿deberá adoptarse la alianza con la república francesa?– 4.ª A propósito de alianza, ¿en qué términos convendrá que se ajuste con la Francia? ¿Deberá limitarse a un tratado puro y simple de alianza ofensiva y defensiva contra la Inglaterra, o deberá renovarse entre las dos naciones la sustancia del antiguo Pacto de Familia?

El Consejo fue resolviendo cada cuestión en el sentido que el ministro deseaba, si bien no faltaron algunos individuos que opinaran y sostuvieran que lo más conveniente sería el sistema de la neutralidad armada, sin diferencia alguna frente a las dos naciones; medio cierto, decían, de satisfacer a la Inglaterra, si en realidad estaba recelosa de nuestra amistad con Francia, y a ésta, si a su vez se encontraba temerosa de nuestra paz con la Inglaterra; porque en tal actitud comprenderían una y otra nuestra firme resolución de mantenernos imparciales e independientes de ambas. Sistema que combatió fuertemente Godoy como irrealizable e insostenible, pues aparte de las razones en que podía apoyar la impugnación, la verdad era que ya había cuidado de presentar la consulta en el supuesto de ser inevitable la disyuntiva de la guerra con la una o con la otra de las dos naciones, y que seducido por los halagos y promesas de la Francia, interesada y solícita en atraerse la España para sostener con su auxilio la guerra marítima con Inglaterra, e interesado también y apretado por el embajador de la república Perignon, su ánimo estaba ya decidido, y lo que buscaba era el apoyo del Consejo. Así pues, inmediatamente entregó al ciudadano Perignon el ultimátum de las bases y condiciones de alianza.

Una dificultad quedaba ya solamente. El Directorio pretendía que el tratado fuese como una reproducción sustancial del antiguo Pacto de familia, por lo menos en los artículos patentes, bien que accediendo a que en una adición reservada se comprometiera el gobierno de la república a no poder exigir de la nación española su asistencia contra las potencias que estaban en paz con España, y de las cuales no habían recibido agravios. El ministro español por su parte insistía en que esta restricción se comprendiese entre los artículos públicos, pues de otro modo se haría aparecer a S. M. Católica como en actitud hostil con aquellas potencias, no pudiendo constar a éstas lo que en secreto se estipulase. En este punto persistió con empeño el príncipe de la Paz, consintiendo, a cambio de esta sola concesión, en que el tratado contuviese en sustancia todos los demás artículos del antiguo Pacto de familia. Accedió al fin a ello el representante Perignon a nombre del Directorio, y redactose el artículo en cuestión en los términos siguientes: «Siendo la Inglaterra la única potencia de quien la España ha recibido agravios directos, la presente alianza solo tendrá efecto contra ella en la guerra actual, y la España permanecerá neutral con respecto a las demás potencias que están en guerra con la república.» Orillada esta dificultad, se convino fácilmente en los demás artículos del tratado, que firmado por el príncipe de la Paz y el ministro de la república Perignon (27 de junio, 1796), fue enviado a nuestro embajador en París, marqués del Campo.

Todavía quiso el gobierno español, y lo propuso al Directorio, que antes de romper con Inglaterra se fijase un plazo de cuatro meses para ver de traer a la razón al gabinete inglés, y en el caso de que no se consiguiese, serviría este tiempo para prevenirse más y más, y tomar nuevas precauciones y medidas para la defensa de nuestras vastas y remotas posesiones de América. Estas y otras razones que expresó nuestro embajador fueron combatidas por el Directorio, diciendo que semejante plazo sería tiempo perdido para España y aprovechado solo para Inglaterra, a quien convenía sobre todo ganar por la mano dando golpes rápidos y decisivos{7}. En vista de esta respuesta se desistió de aquella pretensión, y se ratificó definitivamente el tratado de alianza ofensiva y defensiva entre España y la república francesa en San Ildefonso a 18 de agosto de 1796. He aquí el texto de aquella célebre estipulación, que conviene conocer íntegro.

Tratado. S. M. Católica el rey de España y el Directorio ejecutivo de la República francesa, animados del deseo de estrechar los lazos de la amistad y buena inteligencia que restableció felizmente el tratado de paz concluido en Basilea en 22 de julio de 1795 (4 de termidor año III de la república), han resuelto hacer un tratado de alianza ofensiva y defensiva, comprensivo de todo lo que interesa a las ventajas y defensa común de las dos naciones; y han encargado esta negociación importante, y dado sus plenos poderes para ella, a saber: S. M. Católica el rey de España, al excelentísimo señor don Manuel de Godoy y Álvarez de Faria, Ríos, Sánchez, Zarzosa, príncipe de la Paz, duque de la Alcudia, señor del Soto de Roma, y del estado de Albalá, grande de España de primera clase, regidor perpetuo de la villa de Madrid, y de las ciudades de Santiago, Cádiz, Málaga y Écija, y veinticuatro de la de Sevilla, caballero de la insigne orden del Toisón de oro, gran cruz de la real y distinguida española de Carlos III, comendador de Valencia de Ventoso, Rivera y Aceuchal en la de Santiago, caballero gran cruz de la real orden de Cristo y de la religión de San Juan, consejero de estado, primer secretario de Estado y del Despacho, secretario de la reina, superintendente general de correos y caminos, protector de la real academia de las Nobles Artes y de los reales gabinetes de Historia natural, Jardín Botánico, Laboratorio químico y Observatorio astronómico, gentil hombre de cámara con ejercicio, capitán general de los reales ejércitos, inspector y sargento mayor del real cuerpo de guardias de corps, &c.; y el Directorio ejecutivo de la República francesa, al ciudadano Domingo Catalina Pérignon, general de división de los ejércitos de la misma república, y su embajador cerca de S. M. Católica el rey de España: los cuales después de la comunicación y cambio respectivos de sus plenos poderes, de que se inserta copia al fin del presente tratado, han convenido en los artículos siguientes:

I. Habrá perpetuamente una alianza ofensiva y defensiva entre S. M. Católica el rey de España y la República francesa.

II. Las dos potencias contratantes se garantirán mutuamente sin reserva ni excepción alguna, y en la forma más auténtica y absoluta, todos los estados, territorios, islas y plazas que poseen y poseerán respectivamente; y si una de las dos se viese en lo sucesivo amenazada o atacada bajo cualquier pretexto que sea, la otra promete, se empeña y obliga a auxiliarla con sus buenos oficios, y a socorrerla luego que sea requerida, según se estipulará en los artículos siguientes.

III. En el término de tres meses contados desde el momento de la requisición, la potencia requerida tendrá prontos, y a la disposición de la potencia demandante, quince navíos de línea, tres de ellos de tres puentes o de ochenta cañones, y doce de setenta a setenta y dos, seis fragatas de una fuerza correspondiente, y cuatro corbetas o buques ligeros, todos equipados, armados, provistos de víveres para seis meses, y de aparejos para un año. La potencia requerida reunirá estas fuerzas navales en el puerto de sus dominios que hubiere señalado la potencia demandante.

IV. En el caso de que para principiar las hostilidades juzgase a propósito la potencia demandante exigir solo la mitad del socorro que debe dársele en virtud del artículo anterior, podrá la misma potencia en todas las épocas de la campaña pedir la otra mitad de dicho socorro, que se suministrará del modo y dentro del plazo señalado; y este plazo se entenderá contando desde la nueva requisición.

V. La potencia requerida aprontará igualmente en virtud de la requisición de la potencia demandante, en el mismo término de tres meses contados desde el momento de dicha requisición, diez y ocho mil hombres de infantería, y seis mil de caballería, con un tren de artillería proporcionado; cuyas fuerzas se emplearán únicamente en Europa, o en defensa de las colonias que poseen las partes contratantes en el golfo de Méjico.

VI. La potencia demandante tendrá facultad de enviar uno o más comisarios, a fin de asegurarse si la potencia requerida con arreglo a los artículos antecedentes se ha puesto en estado de entrar en campaña en el día señalado con las fuerzas de mar y tierra estipuladas en los mismos artículos.

VII. Estos socorros se pondrán enteramente a la disposición de la potencia demandante, bien para que los reserve en los puertos o en el territorio de la potencia requerida, bien para que los emplee en las expediciones que le parezca conveniente emprender, sin que esté obligada a dar cuenta de los motivos que la determinan a ellas.

VIII. La requisición que haga una de las potencias de los socorros estipulados en los artículos anteriores, bastará para probar la necesidad que tiene de ellos, y para imponer a la otra potencia la obligación de aprontarlos, sin que sea preciso entrar en discusión alguna de si la guerra que se propone hacer es ofensiva o defensiva, o sin que se pueda pedir ningún género de explicación dirigida a eludir el más pronto y más exacto cumplimiento de lo estipulado.

IX. Las tropas y navíos que pida la potencia demandante quedarán a su disposición mientras dure la guerra, sin que en ningún caso puedan serle gravosas. La potencia requerida deberá cuidar de su manutención en todos los parajes donde su aliada las hiciese servir, como si las emplease directamente por sí misma. Y solo se ha convenido que durante todo el tiempo que dichas tropas o navíos permanecieren dentro del territorio o en los puertos de la potencia demandante, deberá ésta franquear de sus almacenes o arsenales todo lo que necesiten, del mismo modo y a los mismos precios que si fuesen sus propias tropas y navíos.

X. La potencia requerida reemplazará al instante los navíos de su contingente que pereciesen por los accidentes de la guerra, o del mar; y reparará también las pérdidas que sufriesen las tropas que hubiere suministrado.

XI. Si fuesen o llegasen a ser insuficientes dichos socorros, las dos potencias contratantes pondrán en movimiento las mayores fuerzas que les sea posible, así de mar como de tierra, contra el enemigo de la potencia atacada, la cual usará de dichas fuerzas, bien combinándolas, bien haciéndolas obrar separadamente, pero todo conforme a un plan concertado entre ambas.

XII. Los socorros estipulados en los artículos antecedentes se suministrarán en todas las guerras que las potencias contratantes se viesen obligadas a sostener: aun en aquellas en que la parte requerida no tuviere interés directo, y solo obrare como puramente auxiliar.

XIII. Cuando las dos partes llegaren a declarar la guerra de común acuerdo a una o más potencias, porque las causas de las hostilidades fuesen perjudiciales a ambas, no tendrán efecto las limitaciones prescritas en los artículos anteriores, y las dos potencias contratantes deberán emplear contra el enemigo común todas sus fuerzas de mar y tierra, y concertar sus planes para dirigirlas hacia los puntos más convenientes, bien separándolas o bien uniéndolas. Igualmente se obligan en el caso expresado en el presente artículo, a no tratar de paz sino de común acuerdo, y de manera que cada una de ellas obtenga la satisfacción debida.

XIV. En el caso de que una de las dos potencias no obrase sino como auxiliar, la potencia solamente atacada podrá tratar por sí de paz; pero de modo que de esto no resulte perjuicio alguno a la auxiliar, y que antes bien redunde en lo posible en beneficio directo suyo; a cuyo fin se enterará a la potencia auxiliar del modo y tiempo convenido para abrir y seguir las negociaciones.

XV. Se ajustará muy en breve un tratado de comercio fundado en principios de equidad y utilidad recíproca a las dos naciones, que asegure a cada una de ellas en el país de su aliada una preferencia especial a los productos de su suelo, y a sus manufacturas, o a lo menos ventajas iguales a las que gozan en los estados respectivos las naciones más favorecidas. Las dos potencias se obligan desde ahora a hacer causa común, así para reprimir y destruir las máximas adoptadas por cualquier país que sea, que se opongan a sus principios actuales, y violen la seguridad del pabellón neutral, y respeto que se le debe; como para restablecer y poner el sistema colonial de España sobre el pié en que ha estado o debido estar según los tratados.

XVI. Se arreglará y decidirá al mismo tiempo el carácter y jurisdicción de los cónsules por medio de una convención particular; y las anteriores al presente tratado se ejecutarán interinamente.

XVII. A fin de evitar todo motivo de contestación entre las dos potencias, han convenido que tratarán inmediatamente y sin dilación, de explicar y aclarar el artículo VII del tratado de Basilea, relativo a los límites de sus fronteras, según las instrucciones, planes y memorias que se comunicarán por medio de los mismos plenipotenciarios que negocian el presente tratado.

XVIII. Siendo la Inglaterra la única potencia de quien la España ha recibido agravios directos, la presente alianza solo tendrá efecto contra ella en la guerra actual, y la España permanecerá neutral respecto a las demás potencias que están en guerra con la república.

XIX. El canje de las ratificaciones del presente tratado se hará en el término de un mes contado desde el día en que se firme.

Hecho en San Ildefonso a 18 de agosto de 1796.– (L. S.) El Príncipe de la Paz.– (L. S.) Pérignon.

(Siguen las ratificaciones, plenipotencias y canjes).

Publicado en el mi Consejo el citado real decreto acordó su cumplimiento, y expedir ésta mi cédula. Por la cual os mando a todos y a cada uno de vos en vuestros respectivos distritos, lugares y jurisdicciones, veáis el tratado de alianza ofensiva y defensiva que queda inserto, concluido y ratificado entre mi real persona y la república francesa, y le guardéis, cumpláis y ejecutéis inviolablemente; y hagáis guardar, cumplir y ejecutar en todo y por todo como en sus artículos se contiene, sin contravenirle, ni permitir que se contravenga en manera alguna, antes bien en los casos que ocurran daréis las órdenes y providencias que convengan para su puntual observancia, &c.

Tal fue el famoso tratado de San Ildefonso, por el cual se hicieron entonces y después gravísimos cargos al príncipe de la Paz, diciendo que era la reproducción del malhadado pacto de Carlos III, apellidándole el segundo Pacto de Familia, y haciendo aquella estipulación origen y manantial de todos los males y de todas las desventuras que después sobrevinieron a España. Sin perjuicio de juzgar más adelante del tratado, seamos imparciales y justos. No era ciertamente el mismo Pacto de familia, como supusieron los enemigos del príncipe de la Paz, y no hay sino cotejar los artículos de una y otra convención para encontrar fácilmente las diferencias. Pero es también cierto que había entre ambos una manifiesta analogía, que de todos modos el convenio de San Ildefonso estaba preñado de compromisos para España, y que sus ventajas, atendida la diferente situación interior y exterior de las dos naciones contratantes, eran conocidamente para la Francia, y no estamos lejos de convenir en que aquella alianza fue el yerro capital del gobierno de Carlos IV, como el Pacto de familia había sido el yerro capital de Carlos III.

Oculto todavía el designio de hacer la guerra a la Gran Bretaña, el gobierno español tuvo cuidado de ganar tiempo para prevenir, así a los virreyes y gobernadores de Indias, como a los comandantes de los buques que cruzaban los mares, a fin de que tomasen las precauciones convenientes. Hecho esto, publicó el rey el manifiesto de la declaración de guerra, concebido en los siguientes términos:

Manifiesto contra la Inglaterra.

Cédula de 7 de octubre de 1796.

Don Carlos, &c., sabed: que con fecha de 5 de este mes he dirigido al mi Consejo el real decreto siguiente:

Real decreto. Uno de los principales motivos que me determinaron a concluir la paz con la república francesa luego que su gobierno empezó a tomar una forma regular y sólida, fue la conducta que la Inglaterra había observado conmigo durante todo el tiempo de la guerra, y la justa desconfianza que debía inspirarme para lo sucesivo la experiencia de su mala fe. Ésta se manifestó desde el momento más crítico de la primera campaña en el modo con que el almirante Hood trató a mi escuadra en Tolón, donde solo atendió a destruir cuanto no podía llevar consigo; y en la ocupación que hizo poco después de la Córcega, cuya expedición ocultó el mismo almirante con la mayor reserva a don Juan de Lángara cuando estuvieron juntos en Tolón. La demostró luego el ministerio inglés con su silencio en todas las negociaciones con otras potencias, especialmente en el tratado que firmó en 24 de noviembre de 1794 con los Estados Unidos de América, sin respeto o consideración alguna a mis derechos, que le eran bien conocidos. La noté también en su repugnancia a adoptar los planes e ideas que podían acelerar el fin de la guerra, y en la respuesta vaga que dio milord Grenville a mi embajador marqués del Campo, cuando le pidió socorros para continuarla. Acabó de confirmarme en el mismo concepto la injusticia con que se apropió el rico cargamento de la represa del navío español el Santiago, o Aquiles, que debía haber restituido, según lo convenido entre mi primer secretario de estado y del despacho príncipe de la Paz, y el lord Saint-Helens, embajador de S. M. Británica; y la detención de los efectos navales que venían para los departamentos de mi marina a bordo de buques holandeses, difiriendo siempre su remesa con nuevos pretextos y dificultades. Y finalmente, no me dejaron duda de la mala fe con que procedía la Inglaterra, las frecuentes y fingidas arribadas de buques ingleses a las costas del Perú y Chile, para hacer el contrabando y reconocer aquellos terrenos bajo la apariencia de la pesca de la ballena, cuyo privilegio alegaban por el convenio de Nootka. Tales fueron los procederes del ministerio inglés para acreditar la amistad, buena correspondencia, e íntima confianza que había ofrecido a la España en todas las operaciones de la guerra, por el convenio de 25 de mayo de 1793. Después de ajustada la paz con la república francesa, no solo he tenido los más fundados motivos para suponer a la Inglaterra intenciones de atacar mis posesiones de América, sino que he recibido agravios directos que me han confirmado la resolución formada por aquel ministerio de obligarme a adoptar un partido contrario al bien de la humanidad, destrozada con la sangrienta guerra que aniquila la Europa, y opuesto a los sinceros deseos que le he manifestado en repetidas ocasiones de que terminase sus estragos por medio de la paz, ofreciéndole mis oficios para acelerar su conclusión. Con efecto, ha patentizado la Inglaterra sus miras en las grandes expediciones y armamentos enviados a las Antillas, destinados en parte contra Santo Domingo a fin de impedir su entrega a la Francia, como demuestran las proclamaciones de los generales ingleses en aquella isla: en los establecimientos de sus compañías de comercio, formados en la América Septentrional a la orilla del río Misuri, con ánimo de penetrar por aquellas regiones hasta el mar del Sur. Y últimamente en la conquista que acaba de hacer en el continente de la América meridional de la colonia y río Demerari perteneciente a los holandeses, cuya ventajosa situación les proporciona la ocupación de otros importantes puntos. Pero son aún más hostiles y claras las que ha manifestado en los repetidos insultos a mi bandera, y en las violencias cometidas en el Mediterráneo por sus fragatas de guerra, extrayendo de varios buques españoles los reclutas de mis ejércitos que venían de Génova a Barcelona; en las piraterías y vejaciones con que los corsarios corsos y anglo-corsos, protegidos por el gobierno inglés de la isla, destruyen el comercio español en el Mediterráneo hasta dentro de las ensenadas de la costa de Cataluña; y en las detenciones de varios buques españoles cargados de propiedades españolas, conducidos a los puertos de Inglaterra, bajo los mas frívolos pretextos, con especialidad en el embargo del rico cargamento de la fragata española la Minerva, ejecutado con ultraje del pabellón español, y detenido aun a pesar de haberse presentado en tribunal competente los documentos auténticos que demuestran ser dicho cargamento propiedad española. No ha sido menos grave el atentado hecho al carácter de mi embajador don Simón de las Casas por uno de los tribunales de Londres, que decretó su arresto, fundado en la demanda de una cantidad muy corta que reclamaba un patrón de barco. Y por último han llegado a ser intolerables las violaciones enormes del territorio español en las costas de Alicante y Galicia por los bergantines de la marina real inglesa el Camaleón y el Kingeroo; y aún más escandalosa e insolente la ocurrida en la isla de la Trinidad de Barlovento, donde el capitán de la fragata de guerra Alarma, don Jorge Vaughan, desembarcó con bandera desplegada y tambor batiente a la cabeza de toda su tripulación armada para atacar a los franceses y vengarse de la injuria que decía haber sufrido, turbando con un proceder tan ofensivo de mi soberanía la tranquilidad de los habitantes de aquella isla. Con tan reiterados e inauditos insultos ha repetido al mundo aquella nación ambiciosa los ejemplos de que no reconoce más ley que la del engrandecimiento de su comercio por medio de un despotismo universal en la mar, ha apurado los límites de mi moderación y sufrimiento, y me obliga para sostener el decoro de mi corona, y atender a la protección que debo a mis vasallos, a declarar la guerra al rey de Inglaterra, a sus reinos y súbditos, y a mandar que se comuniquen a todas las partes de mis dominios las providencias y órdenes que correspondan y conduzcan a la defensa de ellos, y de mis amados vasallos, y a la ofensa del enemigo. Tendrase entendido en el Consejo para su cumplimiento en la parte que le toca. En San Lorenzo a 5 de octubre de 1796.– Al obispo gobernador del Consejo.

Publicado este real decreto en el Consejo pleno de 6 del mismo mes, acordó su cumplimiento, y para ello expedir esta mi cédula. Por la cual os mando a todos y a cada uno de vos en vuestros lugares, distritos y jurisdicciones, que luego que la recibáis, veáis mi real deliberación contenida en el decreto que va inserto, y la guardéis, cumpláis y ejecutéis, y hagáis guardar, cumplir y ejecutar en todo y por todo, como en ella se contiene, dando las órdenes y providencias correspondientes, a fin de que conste a todos mis vasallos, y se corte toda comunicación, trato o comercio entre ellos y la Inglaterra, y sus posesiones y habitantes, &c.

Pareció no obstante en el principio que la guerra habría de ser de corta duración, puesto que a muy poco tiempo (22 de octubre, 1796) se presentó en París como ministro plenipotenciario lord Malmesbury (el caballero Harris) a hacer al Directorio proposiciones de paz. Los motivos que obligaban a Inglaterra a dar este paso eran: los brillantes triunfos de los ejércitos franceses en Alemania y en Italia, y sobre todo en este último país, hecho el teatro sangriento en que se desplegaba el mayor genio militar de los tiempos modernos, el genio de Napoleón Bonaparte; invadida la Toscana por este victorioso general, y forzados los ingleses a evacuar la Córcega y Porto-Ferrajo: Nápoles y Cerdeña obligadas a pedir la paz: la Holanda convertida en república: amenazado del contagio el Hannover: la Gran Bretaña agobiada con los enormes gastos de una guerra de la cual no recogía las ventajas que se le habían ofrecido, y el descontento público del pueblo inglés cada día más pronunciado contra el gobierno de Jorge III. Pero las proposiciones hechas por el embajador británico al ministro francés de La-Croix parecieron tan irritantes, que desde luego se vio ser imposible toda conciliación. Pedía Malmesbury la restitución mutua de las conquistas: ofrecía volver las colonias francesas de la India Oriental y de las Antillas, a condición de que restituyeran los franceses la Italia, la Bélgica, los Países Bajos austriacos, &c. Así fue que el Directorio le respondió que el honor de la república no consentía aceptar la paz con tales condiciones, y que si la Inglaterra la quería, la última nota del gobierno francés podría servir de base al tratado. En su virtud recibió lord Malmesbury orden del Directorio (19 de diciembre, 1796) de dejar a París en el término de dos días.

Cuando el príncipe de la Paz supo la llegada del negociador inglés a París, envió sus instrucciones al marqués del Campo a fin de que, en el caso de un concierto entre Inglaterra y Francia, procurara se tuviesen presentes los intereses españoles. El plenipotenciario inglés manifestó no tener inconveniente alguno en comprender en la negociación al rey Católico y en mantener la paz con España, sin compensación de ninguna especie, aparte de la cesión de la isla de Santo Domingo a la Francia, en la cual no consentía por considerarla contraria al tratado de Utrecht, al menos sin un equivalente para Inglaterra, tal como la Martinica o Santa Lucía. Aunque esta era ya una dificultad, hubiera sin embargo podido arreglarse la paz con España sin grande esfuerzo. Mayores eran las que se ofrecían para incluir en el tratado a la Holanda; pero a todo puso término la ruptura entre Malmesbury y el ministro de La-Croix. En este estado, y cuando la república trabajaba por abrir negociaciones con la corte de Viena, ocurrió el fallecimiento repentino de la emperatriz Catalina II de Rusia, cuando se preparaba a poner en campaña un ejército de sesenta mil hombres contra la Francia. Su hijo y sucesor Pablo I no se encontró dispuesto a seguir la política de su madre, y suspendió el contingente de ciento treinta mil hombres que aquella había pedido a las provincias del imperio. Con esto la Prusia quedaba libre para seguir su sistema de neutralidad, y el Austria se veía sola y sin apoyo en el continente. A pesar de eso el emperador Francisco, estrechamente unido a la Inglaterra por tratados solemnes, se mantuvo fiel a la alianza con aquella potencia, y no tuvieron efecto las proposiciones del Directorio.

Frustrada la tentativa de negociación del gabinete inglés en París, y en tanto que los ejércitos franceses triunfaban de los austriacos en Alemania, y los príncipes italianos iban sometiéndose todos a la victoriosa espada de Bonaparte, una escuadra española al mando de don Juan de Lángara, anticipándose a la reclamación del gobierno de la república, aunque combatida por contrarios vientos, recorría las costas de Italia. También reclamó del gobierno español el Directorio el envío de un cuerpo auxiliar de cuatro o cinco mil hombres a aquellos países; bien que esta pretensión la pudo eludir por entonces nuestra corte. Sobre el mal estado de nuestra armada y el peligro que corría que sufriese descalabros en los encuentros con las fuerzas inglesas, si no se acudía pronto a su remedio, escribió al ministro de Marina haciendo enérgicas reflexiones el teniente general don José de Mazarredo. Costáronle sus representaciones ser separado del mando de la escuadra del Mediterráneo, y enviado de cuartel al Ferrol, sin que por eso dejara de insistir en exponer las necesidades de la marina, desafiando a que le probaran lo contrario. No tardó el tiempo en justificar la verdad de sus aserciones.

Con motivo de haber pasado del ministerio de Marina al de Hacienda don Pedro Varela, fue llamado a Madrid para que se encargase de aquella secretaría don Juan de Lángara que se hallaba en Tolón. Don José de Córdoba que quedó mandando su escuadra vínose con ella a España. Componíase de veinte y cinco navíos, uno de ellos, el Santísima Trinidad, que pasaba por el de mayores dimensiones entre todos los de Europa, de 130 cañones; seis de 112, a saber el Mejicano, Príncipe de Asturias, Concepción, Conde de Regla, Salvador del Mundo y San José; el San Nicolás de 84, y de 74 los restantes. El 14 de febrero (1797) se encontró en el cabo de San Vicente con la escuadra inglesa mandada por el almirante Jervis, de solos quince navíos{8}. Aunque se había dotado la española de considerable número de artilleros, ni eran tantos ni tan prácticos que pudieran competir con los ágiles y entendidos marinos ingleses. Así fue que desde los primeros choques comenzaron aquellos a llevar la peor parte, y si bien hicieron esfuerzos por socorrer a los seis navíos que corrían más peligro, y Nelson que mandaba la retaguardia inglesa estuvo en grande apuro, expuesto al fuego de la capitana española Santísima Trinidad y de otros de 74, el resultado fue que cuando al ponerse el sol cesó el combate, nos habían apresado los ingleses cuatro de nuestros navíos de los que se habían batido con más constancia y ardor, quedando absolutamente desmantelado el Trinidad{9}.

No se volvió a empeñar el combate en los días siguientes, aunque al decir de los ingleses quedaban todavía al general español fuerzas más que suficientes para luchar con ventaja. El general Córdoba fundó en otras causas la inacción de aquellos dos días, como había explicado a su modo la causa de la derrota{10}. Dijo que había preguntado por señales a los buques sobre su situación para batirse de nuevo; que tres habían contestado no hallarse en aptitud de segundo combate, y cuatro que podían batirse: que perplejo y vacilante en su opinión, volvió a preguntar por la tarde si convendría atacar al enemigo, y que de ellos nueve contestaron que no, cuatro que convenía retardar la función, y solo dos respondieron que era conveniente el ataque. Mas no debieron satisfacer tales razones, ni al gobierno, ni al consejo de guerra que se mandó formar, presidido por el capitán general de la armada don Antonio Valdés, para examinar y juzgar su conducta, cuando este tribunal declaró haber manifestado Córdoba insuficiencia y desacierto en las disposiciones y maniobras del ataque, y en consecuencia se le condenó a privación de empleo, a no poder obtener mando militar en tiempo alguno, ni residir en Madrid ni en las capitales de los departamentos de marina; y otros jefes de la escuadra fueron también castigados por inacción o por ineptitud. En cambio el almirante Jervis fue premiado por el gobierno inglés, nombrándole par de Inglaterra, barón de Jervis y conde de San Vicente.

Reconocieron entonces el rey y su primer ministro la verdad que encerraban las enérgicas representaciones de Mazarredo, y volviendo a él los ojos como al único hombre capaz por su instrucción y conocimientos de reparar el desastre del cabo de San Vicente y de enfrenar los ímpetus de la orgullosa marina inglesa, confirieron al desterrado del Ferrol el mando en jefe de todas las fuerzas navales del Océano, y diéronle orden (marzo, 1797) de que pasase a Cádiz, a encargarse del apresto y armamento de cuantos navíos pudiera reunir, con facultad de emplear cuantos medios creyera oportuno, de disponer de la tropa que necesitase, y de nombrar los comandantes y oficiales de estado mayor que fuesen más de su gusto y confianza. El gobierno a petición suya le dio, para que le ayudasen a poner por obra sus pensamientos, los acreditados marinos don Antonio Escaño, don Cosme Churruca, don José de Espinosa y Tello, y don Francisco de Moyna y Mazarredo.

El 18 de abril llegó don José de Mazarredo a la Isla de León; y con tanto desvelo y con actividad tan prodigiosa trabajó en la reorganización de la escuadra, y principalmente en la preparación de lanchas cañoneras, previendo el gran servicio que habían de prestar, que no obstante estar dominando el enemigo las aguas de Cádiz, en junio tenía ya en estado de pelear veinte y tres navíos y veinte y cuatro lanchas, con más algunas fragatas de a 12 y de a 18. Pronto llegó la ocasión de ver la utilidad de estas medidas. En el mes de julio resolvieron los ingleses bombardear a Cádiz. Nelson, que era entonces comodoro, dirigió el ataque, que se repitió varios días. Nuestros navíos hicieron un fuego muy vivo y acertado, pero lo que contribuyó muy particularmente a frustrar las porfiadas tentativas de los ingleses fue el oportuno empleo de las fuerzas sutiles organizadas por Mazarredo, y sus ligeras y hábiles maniobras. Las noches del 3 y 5 de julio (1797) fueron terribles y gloriosas; los combates de nuestras lanchas obstinados y sangrientos; Nelson estaba admirado del valor de nuestros marinos. La mañana del 10 se intentó otro ataque, que fue tan inútil como los anteriores. Los ingleses se convencieron de que les era imposible apoderarse ni del puerto ni de la escuadra, y se retiraron; así se reparó el honor de la marina española lastimado en el cabo de San Vicente. Los generales don José Mazarredo, don Federico Gravina, don Antonio Escaño, y otros jefes y capitanes adquirieron justos títulos al reconocimiento de la patria. La población de Cádiz en general, su consulado, el obispo, y otros particulares y corporaciones, dieron señaladas pruebas de patriotismo, alentando a las tropas y ayudando a la defensa de la plaza con donativos cuantiosos, con fuerzas levantadas a su costa, y con premios a nuestros marinos{11}.

Otro contratiempo mayor que el del cabo de San Vicente sufrimos en las costas de América. A los dos días de aquel desgraciado combate (16 de febrero, 1797), y casi no terminado todavía, una flota inglesa al mando del almirante Harvey se apoderó de la isla de la Trinidad, una de las más importantes posesiones de España en aquellos dominios. Gobernaba la isla don José María Chacón, y tenía para su defensa tres batallones de gente veterana, sin contar las milicias: y en el puerto de Chaguaramas se hallaba con cuatro navíos, una fragata y varios buques menores el jefe de escuadra don Sebastián Ruiz de Apodaca, hombre que gozaba de gran crédito entre nuestros marinos. Pero Chacón, que había dispensado toda clase de beneficios y consideraciones a aquellos colonos, en su gran mayoría emigrados extranjeros, no acertó a inspirarles el espíritu de nacionalidad, le fueron ingratos, y seducidos o intimidados muchos de ellos por los ingleses, les franquearon la isla. En vista de tal defección le faltó a Chacón la serenidad, y no hizo la defensa que hubiera podido. Apodaca incendio la flota porque no cayera en poder del enemigo. Tomaron pues los ingleses posesión de aquella floreciente isla, resueltos a no cederla ya jamás. El gobernador Chacón fue destituido, y condenado a destierro perpetuo de los dominios españoles. También don Sebastián de Apodaca y otros jefes y oficiales fueron privados de sus empleos{12}.

Envanecido el almirante Harvey con la conquista de la Trinidad, y creyendo sin duda que le sería igualmente fácil apoderarse de otras colonias españolas, movió su escuadra, y trasportando en ella las tropas del general Albercombry, se presentó el 17 de abril (1797) delante de Puerto-Rico. Era comandante de la isla el valeroso brigadier don Ramón de Castro. La división inglesa desembarcó en la playa de Cangrejos, construyó baterías y comenzó a atacar la ciudad. Mas no tardó en conocer el general británico que se las había con defensores esforzados, y que no era empresa fácil la que había acometido. Quince días de continuas refriegas y combates por mar y tierra, y las bajas que en cada uno de estos encuentros advertía en sus filas, le convencieron de lo irrealizable de su empeño, y cuando los nuestros se disponían a dar un ataque general a su campo no hallaron en él sino silencio y soledad: los enemigos se habían reembarcado (1.° de mayo, 1797), dejando clavada su artillería, y menguada la división en cerca de dos mil hombres entre muertos y prisioneros. Castro y sus oficiales y soldados rivalizaron todos en arrojo y decisión en aquella defensa.

Dos meses más adelante, discurriendo el gobierno inglés cómo hacer daño a España, y sugerido por personas que le representaban fáciles ciertas conquistas, apenas frustrada la tentativa del bombardeo de Cádiz, envió al contra-almirante Nelson con cuatro navíos de línea y otras tantas fragatas contra Santa Cruz de Tenerife, donde soñaba encontrar gloria y tesoros. Nelson, después de hacer diversos movimientos con sus buques para ocultar su proyecto verdadero de ataque, desembarcose en la noche del 24 de julio (1797) en las lanchas cañoneras con mil hombres escogidos en ánimo de sorprender la ciudad. Pero descubiertos a tiro de cañón del muelle, las campanas tocaron a rebato, las baterías comenzaron a hacer un fuego nutrido, dos botes enemigos fueron echados a pique sin que se salvara un solo hombre de la tripulación; sin embargo, algunas lanchas habían podido ganar el muelle, y mientras Nelson arrostrando el fuego de cañón у fusil acometía por el frente la ciudad, otra columna logró penetrar hasta la plaza mayor, desde donde pugnó en vano por embestir la ciudadela: viendo los ingleses frustrado el golpe que tan fácil habían creído, propusieron capitulación. El honrado y valiente general español don Antonio Gutiérrez negose a oír toda proposición que no fuese el reembarco y la partida de la escuadra, con promesa que le hizo Nelson de no volver a inquietar ni aquella isla ni ninguna de las Canarias, y así quedó convenido, y así se ejecutó. En esta expedición perdió Nelson un brazo, herido de bala de cañón: el generoso Gutiérrez, tan humano con los vencidos como valiente en la pelea, le suministró todo lo necesario para su curación, encargó que se asistiese con el mayor esmero a los heridos que quedaban en los hospitales, y permitió a las tripulaciones surtirse de bastimentos para el reembarque; conducta que encarecieron, haciendo justicia, los ingleses{13}.

La reina María Luisa, afecta, aunque no tan apasionada como Isabel Farnesio, a su familia, pensaba sacar partido de la alianza francesa y de las modificaciones que a consecuencia de las conquistas de Bonaparte en Italia estaban sufriendo aquellos estados, para ensanchar los dominios de su hermano el duque de Parma. A su vez la república francesa quiso sacar provecho de esta aspiración de la reina de España haciendo la combinación siguiente: ceder al rey de Cerdeña el Mantuano que acababa de ser conquistado por la Francia, a condición de que el monarca sardo uniera un cuerpo de tropas piamontesas al ejército republicano de Italia, y de que pusiera la isla de Cerdeña a disposición del gobierno francés: éste la cedería al monarca español para que colocase en ella al infante duque de Parma, siempre que Carlos IV diese a la república la Luisiana y la Florida, so pretexto del peligro que amenazaba a estas colonias y de ser una gran parte de la población francesa. La respuesta que dio el príncipe de la Paz al proyecto de convenio que en este sentido le presentó el embajador de la república Pérignon, fue cual correspondía a una proposición fundada en bases eventuales e hipotéticas, diciendo por conclusión de su nota (11 de mayo, 1797), que ni las circunstancias de España permitían tal compensación, ni la conducta de un rey que estaba haciendo tantos sacrificios por la causa de las dos naciones, ni el buen comportamiento del duque de Parma su pariente, con quien la república había hecho una paz tan ventajosa, merecían la suerte que se intentaba depararles en el plan propuesto por el Directorio.

Afortunadamente no se dio más paso en el proyecto por no haberse verificado la ratificación del tratado con el rey de Cerdeña, que había de ser su base. Fue no obstante la alianza propuesta entre Cerdeña y la república una de las causas que movieron al emperador de Austria a entrar en tratos de paz con el gobierno francés, en ocasión que la capital del imperio se veía amenazada por un ejército de ochenta mil hombres mandados por Bonaparte, vencedor del archiduque Carlos, en quien el consejo áulico y el emperador habían cifrado todas sus esperanzas, y cuando se veía solo, abandonado por la Prusia, desamparado de Rusia, y mal socorrido de Inglaterra; disponiéndose por otra parte a entrar en Alemania los ejércitos franceses del Rhin y del Sambre y Mosa, en número de ciento cuarenta mil hombres para darse la mano con el de Bonaparte. Firmáronse pues (17 de abril, 1797) los preliminares de la paz entre el emperador y el Directorio en Leoben{14}. Designose para tratar de la paz definitiva la ciudad de Berna, y la de Rastatd para el congreso que había de arreglar la del imperio germánico.

Tan pronto como el príncipe de la Paz tuvo noticia de este suceso, apresurose a nombrar los plenipotenciarios españoles que habían de asistir a las conferencias de Berna, que fueron el marqués del Campo, embajador en París, y el conde de Cabarrús: este último llegó a París en los primeros días de junio. Mas ni uno ni otro pudieron asistir, porque ni el congreso de Berna se verificó, ni a Udina, donde se siguieron los tratos, concurrieron embajadores de otras potencias; habían convenido las dos naciones interesadas en tratar solas, para obviar dificultades, entorpecimientos y dilaciones. Sobrevinieron no obstante, y no pequeñas, nacidas de haberse repuesto el emperador de su primer aturdimiento; de haber meditado sobre las costosas compensaciones y sacrificios que iba a hacer; de verse alentado por el levantamiento en masa que tiroleses y venecianos hicieron entonces contra los franceses, y con los célebres degüellos de Verona; y de esperar mucho de las inquietudes interiores de la Francia, donde el Directorio, rudamente combatido por los partidos extremos, y dividido en sí mismo, se veía apurado para poder mantener la obra de la revolución, y conveníale al emperador dar lugar a los tratos de paz, esperando el resultado de estos sucesos.

Inglaterra no se hallaba en situación más ventajosa que el Austria. Al contrario, después de los preliminares de paz entre el imperio y la república, se quedaba sola en lucha con Francia, España y Holanda: en el puerto de Brest había una escuadra francesa, a la cual debía incorporarse la española reunida en Cádiz tan pronto como el tiempo la favoreciese; diez y siete mil holandeses se preparaban a unirse a la armada de Brest, en cuyas inmediaciones había cuarenta mil franceses, y con otros cuarenta mil contaba el general Hoche, detenido accidentalmente en Francfort, pero impaciente por realizar su proyecto del año anterior de caer sobre Irlanda. Trabajaban España y Francia por desmembrar a Portugal de su antigua alianza con Inglaterra. La situación rentística de esta nación era angustiosa, y Pitt y Grenville reconocían acordes la necesidad de la paz, y decidieron al gabinete a proponerla a la Francia. La república aceptó esta vez con gusto la proposición, y de común acuerdo se designó para los tratos la ciudad de Lila (Lille), donde acudió como representante de Inglaterra el anciano diplomático lord Malmesbury, con deseos sinceros de hacer efectiva la paz. Con no menos sinceridad la deseaba la mayoría del Directorio, porque las elecciones del año V le habían sido contrarias, los Consejos se llenaron de diputados contra-revolucionarios o realistas, nombrados o en odio al terror o por amor que renacía al trono, y alentados por el famoso club de Clichy, mostrábanse en hostilidad abierta con el poder directorial, en cuyo seno mismo se habían ingerido dos enemigos de la revolución, y entre los otros tres que constituían la mayoría no reinaba tampoco el más perfecto acuerdo. Temíase de un momento a otro una catástrofe en París. Solo el ejército se conservaba en su inmensa mayoría republicano, y de él esperaba la del Directorio el remedio al mal que le amenazaba; así se previó desde que se supo que el general Augereau, republicano ardiente, se dirigía con sus tropas a París.

Abriéronse entretanto en Lila las conferencias entre los plenipotenciarios ingleses y franceses, reinando en ellas, con no poca extrañeza, más buena fe que en las de Udina, donde las estudiadas demoras y las nuevas pretensiones de los representantes austriacos irritaron de tal manera a Bonaparte, que después de una enérgica contestación estuvo tentado a reunir otra vez sus divisiones y adelantarse con ellas contra Viena a exigir condiciones no tan moderadas como las de Leoben, y solo se contuvo en consideración al estado interior de la Francia y a las conferencias de Lila, contentándose con hacer extender una vigorosa nota. Tampoco los plenipotenciarios españoles fueron admitidos a las pláticas de Lila, porque quisieron las partes contratantes ventilar solas sus cuestiones y sin la concurrencia de los aliados, para obrar más expeditamente en el curso de la negociación. Poco hubiera importado esto, si el Directorio ejecutivo hubiese cuidado, como ofrecía, de abogar por los intereses de España con arreglo a la obligación que la alianza le imponía. Verdad es que las pretensiones del gobierno español eran más patrióticas que asequibles, atendidas las circunstancias, puesto que pedía: –que Inglaterra nos restituyera la plaza de Gibraltar: –que evacuara el territorio de que se había apoderado en la bahía de Nootka: –que facilitara a España el medio de formar establecimientos en el banco de Terranova para la pesca del bacalao: –que se derogaran los tratados contrarios al derecho de determinar la España misma sus relaciones de industria y de comercio: –que la Jamaica fuera objeto de compensación o trueque entre las dos naciones.

No era por lo tanto de esperar que la Inglaterra se sometiese a unas condiciones que no había aceptado en tiempo del mayor poder de Carlos III, ni que la república tomase tanto interés por nosotros que se esforzara por hacerlas prevalecer. Tan lejos estuvo de ello, que no se hizo mención de ellas en la negociación: solo pidieron los ministros franceses que se devolviesen a España y Holanda las colonias que Inglaterra les había arrebatado; pero ésta declaró su intención de retener para sí la isla de la Trinidad perteneciente a España, como el Cabo de Buena Esperanza y Trinquemale, que habían sido de los holandeses, sin que sirvieran ni el empeño del príncipe de la Paz, ni la insistencia del marqués del Campo, ni el viaje del conde de Cabarrús a Holanda pasando por Lila; si bien no faltó en el Directorio quien mirara como una mengua el sacrificar la España, arrastrada a una lucha que, por decirlo así, le era extraña, y a Holanda, a quien se había precipitado en la carrera de la revolución{15}. Francia pedía para sí la restitución de las colonias, la de los navíos tomados en Tolón, y que el rey de Inglaterra dejara el título de rey de Francia que por vanidad seguía usando. Algunas de estas condiciones parecieron demasiado fuertes al lord Malmesbury.

Pero una ocurrencia imprevista vino a hacer más desventajosa la posición de los negociadores ingleses. Además de la reunión de las escuadras francesa, española y holandesa en Brest, que estaba amenazando a Irlanda, viose Inglaterra abandonada por el Portugal. El gobierno portugués, atemorizado por Francia y España, tuvo necesidad de ajustar un tratado con Francia obligándose a no recibir a un tiempo más de seis naves armadas pertenecientes a las potencias beligerantes, con lo que perdía Inglaterra su mejor apostadero en el Tajo, y el gobierno español se vio libre del padrastro de tener un enemigo tan inmediato, en el caso de desentenderse la república de nuestra alianza, y quedar sola España en la contienda con los ingleses. Este suceso alegró mucho al príncipe de la Paz, que había trabajado por obtener este resultado.

Así las cosas, sobrevino el grande acontecimiento que se estaba anunciando y temiendo en París, y que fue otra de las fases más notables porque pasó la memorable revolución francesa. La actitud hostil entre los Consejos y el Directorio, la escisión entre la mayoría y la minoría de los miembros del mismo poder ejecutivo, la asidua conspiración del club de Clichy, la disposición de los generales y de las tropas republicanas que rodeaban a París, los cambios de personas en el Directorio y en el ministerio, las cuestiones sobre los tratos de paz con Inglaterra y con Austria, el calor en fin de los partidos, republicano, constitucional y realista, amenazando cada día venir a las manos, produjo la ruidosa revolución del 18 fructidor (4 de setiembre, 1797). A la una de la mañana de aquel día, doce mil hombres mandados por el general Augereau, favorable, como dijimos, a la mayoría de los tres directores republicanos, Barrás, Rewbell y Larevellière, llamados el triunvirato, se apostaron frente y en derredor del palacio nacional. «Comandante Ramel, dijo Augereau al que mandaba la guardia de granaderos del edificio: ¿me reconocéis por jefe de la décima séptima división militar? –Sí, contestó Ramel.– Pues bien, en calidad de superior vuestro os mando que vayáis arrestado.» Y fue conducido al Temple. El estruendo del cañón y el asalto del palacio despertaron a los habitantes de París. Eran las cinco de la mañana. Los individuos de las comisiones acudieron a sus puestos y fueron entrando en el salón: la tropa tenía orden de dejar entrar, pero no salir a los que se presentaban con la medalla de diputado. Pichegrú y Willot fueron despojados de sus espadas por Augereau, y enviados al Temple. De los dos directores disidentes, Barthelemy fue arrestado en su casa, y Carnot logró fugarse por la puerta del jardín. Algunos diputados fueron presos hallándose reunidos en casa del presidente, tratando con gran estrépito de hacer una protesta. Los amigos del Directorio se reunieron a deliberar, los del Consejo de los Quinientos en el Odeón, los del de los Ancianos en la escuela de Medicina, donde acordaron nombrar una comisión de cinco que llevara al Directorio un mensaje con las proposiciones de antemano acordadas. Eran las principales de éstas la anulación de las operaciones electorales de cuarenta y ocho departamentos, la separación de todos los empleados de los mismos, la deportación de cuarenta y un miembros de los Quinientos y de once de los Ancianos, de los directores Carnot y Barthelemy, y de varios agentes realistas. También se condenó a destierro a los propietarios, editores y redactores de cuarenta y dos periódicos. Estas y otras semejantes medidas fueron acordadas aquel día por ambos Consejos y sancionadas por el Directorio.

Con el violento golpe del 18 de fructidor la mayoría del Directorio, y con ella el partido republicano, quedaron vencedores, los realistas abatidos, y con él se evitó indudablemente una guerra civil. Todo se hizo con una tranquilidad admirable por parte de la población, y solo algunos grupos se reunían a gritar: «¡Viva la república! ¡Viva el Directorio! ¡Viva Barrás!» Nombráronse dos directores de confianza en reemplazo de los deportados, y se tomaron otras providencias para afianzar el gobierno de la república, el cual volvió a adquirir toda su energía revolucionaria.

De diferente manera influyó el suceso de 18 de fructidor en las negociaciones de paz que se seguían en Lila y en Udina. Más seguro ya y más firme el Directorio, se mostró también más exigente con los ingleses, y en su ultimátum les hizo notificar como condición precisa para la paz la devolución de todas las conquistas hechas por la Inglaterra, no solo a la Francia, sino también a sus aliadas España y Holanda. Durísimas parecieron a lord Malmesbury estas condiciones, y convencido de la inutilidad de los esfuerzos que hizo al intento de mejorarlas, pidió y le fueron dados sus pasaportes, partió y no volvió más. Así terminaron las conferencias de Lila, cuando parecía estarse tocando ya un resultado pacífico.

No menos exigente se mostró el Directorio con el Austria, cuyas negociaciones se seguían en Udina, puesto que pretendía obligar al emperador a que renunciase enteramente a la Italia, contentándose con la secularización de algunos estados eclesiásticos en Alemania; y mucho disgustó a Bonaparte este ultimátum, porque en su gran talento, más conocedor y mejor apreciador de las circunstancias que el Directorio, le veía inadmisible. Por esto, y por sospechar que inspiraba desconfianza, pidió, fundado en la falta de salud, que se le relevara del cargo de negociador y de organizador de las repúblicas italianas{16}. Pero el gobierno le tranquilizó sin responder acerca de su dimisión. Bien sabía Bonaparte que era necesario. Y este general, que apetecía añadir a los títulos de vencedor, legislador y árbitro de los pueblos italianos, el de negociador y pacificador, prosiguió él solo enérgicamente los tratos pendientes con el imperio. Con tal energía se condujo, que en una de las conferencias, habiéndose expresado con cierta arrogancia el nuevo representante y negociador austriaco M. de Cobentzel, en cuya quinta se celebraban aquel día{17}, Bonaparte le dejó concluir aparentando serenidad; pero dirigiéndose después a un velador en que había una bandeja de porcelana, que el ministro austriaco tenía en gran estimación por ser regalo de la emperatriz Catalina de Rusia, y arrojándola al suelo: «Está declarada la guerra, exclamó; pero acordaos de que antes de tres meses habré deshecho vuestra monarquía, como deshago ahora esta porcelana.» Y haciendo una cortesía se salió, subió inmediatamente a un coche, y mandó a un oficial que fuese a anunciar al archiduque Carlos que dentro de veinte y cuatro horas se renovarían las hostilidades.

Todos se quedaron absortos con aquel arranque del guerrero francés. Al día siguiente envió Cobentzel firmado el ultimátum para la paz al general Bonaparte a su casa de Passeriano, y al otro día, 26 de vendimiario (17 de octubre, 1797), se firmó en aquel sitio, si bien la fecha se puso en un pequeño pueblo situado entre los ejércitos llamado Campo-Formio, al cual no pudieron ir, pero del que tomó el nombre el tratado, primero que se concluía entre la república francesa y el emperador, y que ponía término a una guerra de cinco años{18}. El tratado era tan ventajoso, y fue tan glorioso para la Francia, que no obstante haberle hecho Bonaparte contraviniendo y desobedeciendo las expresas instrucciones del Directorio, el gobierno de la república no se pudo negar a ratificarle, ni se atrevió a dar con su desaprobación una lección severa al atrevido joven que había infringido sus órdenes terminantes, porque necesitando de él no podía desairarle ni enojarle, y porque hubiera sido apagar las esperanzas y acibarar la alegría y el entusiasmo general que con razón había excitado y producido en el pueblo francés.

Quedaban con esto disponibles las fuerzas del ejército de Bonaparte para lanzarlas sobre Inglaterra, y en el mismo día que se publicó el tratado nombró el Directorio jefe superior de esta expedición al héroe de Italia. Antes de salir Bonaparte de los países en que había ganado tantas glorias, dejó arreglada la nueva república, se despidió de los italianos con una proclama notable como todas las suyas, pasó a Rastadt, donde conferenció con los príncipes y negociadores alemanes, atravesó de incógnito la Francia, llegó a París el 5 de diciembre (1797), y se alojó en una sencilla casa que había comprado en la calle de Chantereine. Pronto le descubrieron y pronto le sacaron de aquel modesto retiro los personajes de la Francia, la ansiedad pública, el brillo que siempre rodea a los héroes, y el ministro de negocios extranjeros Talleyrand le presentó al Directorio, que no obstante el resentimiento de su desobediencia le recibió cordialmente, y dispuso una gran fiesta triunfal para la entrega del tratado de Campo-Formio.

Dejemos a un escritor de aquella nación hacernos la descripción de aquella solemne festividad:

«Los directores se hallaban en el fondo del patio grande del Luxemburgo, en un estrado y vestidos con traje romano. Alrededor de ellos los ministros, los embajadores, los individuos de ambos Consejos, la magistratura y los jefes de las administraciones, colocados en asientos en forma de anfiteatro. En derredor del patio se alzaban a trechos magníficos trofeos, formados con las innumerables banderas tomadas al enemigo; las paredes adornadas con hermosas colgaduras tricolores; las galerías ocupadas por la más brillante sociedad de la capital, y en su recinto los coros de música. A la circunferencia del palacio multitud de cañones para acompañar con su estruendo a los acentos de la música y al ruido de los aplausos. Chenier había compuesto para este día uno de sus mejores himnos.– Era el 20 de frimario, año VI (10 de diciembre, 1797.) El Directorio, los funcionarios públicos y todos los asistentes aguardaban con impaciencia al hombre ilustre que muy pocos habían visto. Entró éste acompañado de Talleyrand, porque entonces se felicitaba al negociador. Todos los contemporáneos, admirados de aquella estatura pequeña, de aquel rostro pálido y romano, y de aquella ardiente mirada, nos cuentan aun diariamente el efecto que producía, y la indefinible idea de genio y autoridad que en la imaginación dejaba. La sensación fue extraordinaria, pues por todas partes se alzaron unánimes aclamaciones al ver a aquel sencillo personaje, ilustrado con su alta fama, gritando, «¡Viva la república! ¡Viva Bonaparte!» Tomó la palabra Mr. de Talleyrand, y en un discurso agudo y conciso procuró recordar la gloria del general, no con respecto a él, sino a la revolución, a los ejércitos y a la gran nación. En esto pareció ser condescendiente con la modestia de Bonaparte, y adivinar con su acostumbrado talento cómo quería el héroe que hablaran de él en su presencia. Después habló de lo que, según él decía, podía llamarse su ambición; pero recordando su antigua inclinación a la sencillez, su amor a las ciencias abstractas, sus lecturas favoritas, y aquel sublime Ossian en que aprendió a separarse de la tierra, dijo que algún día convendría acaso procurar arrancarle de su estudioso retiro. Lo que acababa de decir Mr. de Talleyrand lo decían todos, e iba a verse reproducido con motivo de tan gran solemnidad. Todo el mundo decía y repetía que el joven general no tenía ambición; tanto temían que la tuviese. Bonaparte habló después de Mr. de Talleyrand, y pronunció con tono firme las frases sueltas siguientes:

«Ciudadanos:

»El pueblo francés tenía que combatir a los reyes para ser libre.

»Tenía que vencer diez y ocho siglos de preocupaciones para lograr una Constitución apoyada en la razón: la Constitución del año III: habéis triunfado de todos estos obstáculos.

»La Religión, el feudalismo y el trono hace veinte siglos que han gobernado sucesivamente la Europa; pero la era de los gobiernos representativos se cuenta desde la paz que acabáis de concluir.

»Habéis logrado organizar la gran nación, cuyo ancho territorio está circunscrito, porque la misma naturaleza le ha puesto límite.

»Habéis hecho más. Las dos partes más hermosas de la Europa, tan célebres en otro tiempo por las artes, ciencias y genios de que fueron cuna, ven con la mayor esperanza salir de la tumba de sus mayores el genio de la libertad.

»Son dos pedestales, en que el destino va a apoyar dos poderosas naciones.

»Tengo el honor de entregaros el tratado firmado en Campo-Formio y ratificado por S. M. el emperador.

»La paz asegura la libertad, la prosperidad y la gloria de la república.

»Cuando la felicidad del pueblo francés estribe en mejores leyes orgánicas, la Europa toda quedará libre.»

Apenas acabó este discurso cuando resonaron de nuevo los aplausos. Barrás, presidente del Directorio, respondió a Bonaparte, pero su discurso, pesado, difuso, e intempestivo, ensalzaba mucho la modestia y sencillez del héroe, y contenía un acertado homenaje a Hoche, el supuesto rival del vencedor de Italia.–  «¿Por qué no está aquí Hoche, decía el presidente del Directorio, para ver y abrazar a su amigo?»– En efecto, Hoche había defendido a Bonaparte con generoso ardor en el año último. Según el nuevo impulso dado a los ánimos, Barrás proponía nuevos lauros al héroe, y le incitaba a conquistarlos en Inglaterra. Después de estos tres discursos, se cantó en coro el himno de Chenier, acompañado de una magnífica orquesta. En seguida se acercaron dos generales conducidos por el ministro de la Guerra, el valiente Joubert, héroe del Tirol, y Andreossy, uno de los más distinguidos oficiales de artillería. Se adelantaban llevando una admirable bandera, que era la que el Directorio acababa de dar al ejército de Italia al fin de la campaña, el nuevo oriflama de la república. Estaba llena de caracteres de oro, que decían lo siguiente:

El ejército de Italia ha hecho ciento cincuenta mil prisioneros; ha ganado ciento setenta banderas, quinientas cincuenta piezas de artillería de sitio, seiscientas de campaña, cinco útiles de puentes, nueve navíos, doce fragatas, doce corbetas, y diez y ocho galeras.– Armisticios con los reyes de Cerdeña y Nápoles, con el papa y con los duques de Parma y Módena.– Preliminares de Leoben.– Convenio de Montebello con la república de Génova.– Tratados de paz de Tolentino y de Campo-Formio.– Libertad dada a los pueblos de Bolonia, Ferrara, Módena, Massa-Carrara, Romania, Lombardía, Brescia, Bérgamo, Mantua, Cremona, parte del Veronés, Chiavenna, Bormio y la Valtelina; a los pueblos de Génova, a los feudos imperiales, a los pueblos de los departamentos de Córcega, del mar Egeo e Itaca.– Remitidas a París las obras maestras de Miguel Ángel, el Guerchino, el Ticiano, Pablo Veronés, el Correggio, Albano, los Carachas, Rafael, Leonardo de Vinci, &c.– Triunfos en diez y ocho batallas campales, Montenotte, Millésimo, Mondovi, Lodi, Borghetto, Lonato, Castiglione, Roveredo, Bassano, Saint-Georges, Fontanaviva, Caldiero, Arcole, Rivoli, la Favorita, el Tagliamento, Tarwis y Newmarckt.–  Sesenta y siete refriegas trabadas.

Hablaron también a su vez Joubert y Andreossy, y recibieron una respuesta lisonjera del presidente del Directorio, y después fueron a recibir un abrazo suyo. En el momento en que Bonaparte recibió el de Barrás, se precipitaron también en sus brazos los otros cuatro directores, como por un movimiento involuntario, y resonó el aire con aclamaciones unánimes. El pueblo agolpado en las calles inmediatas no cesaba de gritar, así como de retumbar la artillería, hallándose todos los ánimos enajenados. He aquí cómo la Francia se arrojó en los brazos de un hombre extraordinario. No culpemos la debilidad de nuestros padres, porque si todavía nos trasporta de gozo aquella gloria, que no ha llegado a nosotros sino por entre las nubes del triunfo y de las desgracias, repitamos con Esquilo: «¿Qué sería si hubiésemos visto al monstruo mismo?»{19}




{1} Hemos hecho esta rapidísima reseña de los sucesos interiores de Francia, así para proseguir en nuestro propósito de dar idea de la marcha que fue llevando la revolución, como de las circunstancias en que se hizo la paz con Francia.

{2} Carta del Príncipe de la Paz a don Domingo Iriarte, de San Ildefonso, a 11 de setiembre de 1795.

{3} Habiendo sido siempre (decía la real orden) el ánimo del Rey y Reina nuestros Señores cumplir cuanto antes fuese posible el voto que hicieron por la salud del príncipe nuestro Señor, de visitar el cuerpo de San Fernando su glorioso abuelo, han resuelto ejecutarlo ahora, poniéndose en marcha desde este sitio para Sevilla el día 4 de enero próximo de 1796, pasando por Badajoz, y llevando en su compañía al mismo príncipe nuestro Señor, a la señora infanta doña María Amalia, señor infante don Antonio Pascual, señora infanta doña María Luisa, y al señor príncipe de Parma su esposo, reduciendo la familia y oficios que han de ir sirviendo a SS. MM. y AA. a lo absolutamente más preciso.

«Igualmente ha resuelto S. M. que los señores infantes don Carlos, don Francisco Antonio, doña María Isabel y doña María Josefa se trasladen desde este sitio al de Aranjuez el 29 del mes corriente, donde residirán mientras se hallen ausentes SS. MM. Lo que participo a V. E. &c. San Lorenzo, 13 de diciembre de 1795.»

{4} Cuenta el P. Villanueva en su Vida literaria, que por este tiempo estuvo don Manuel Godoy muy en peligro de caer del favor y de la gracia de la reina, a causa, dice, de las veleidades y caprichos de esta señora. Y refiere que en uno de esos periodos de enojo o de resentimiento que suelen tener las damas, y en que andaba buscando cómo desprenderse de la privanza de Godoy, dos damas de la reina, la Matallana y la Pizarro, discurrieron e intentaron que le suplantara en el favor el célebre marino Malaspina, que acababa de volver de dar la vuelta al mundo: que apercibido de ello el príncipe de la Paz por sospechas que le inspiró una expresión impremeditada de la reina, estrechó a la Pizarro hasta hacerla revelarle el secreto: que la Matallana que se había negado constantemente a descubrirle el plan, fue presa y desterrada de la corte; que Malaspina fue igualmente arrestado en el cuartel de Guardias de Corps, y de allí conducido al castillo de San Antón de la Coruña: y que en esta desgracia fue también envuelto el P. Gil, clérigo menor de Sevilla, residente entonces en Madrid y muy amigo de Malaspina, el cual fue destinado a la casa de corrección de los Toribios de Sevilla.

Si esta anécdota, que copió don Andrés Muriel en la historia manuscrita de Carlos IV, sucedió de la manera que se refiere, la intriga surtió sin duda un efecto contrario al que se proponían sus autores, puesto que ellos fueron escarmentados, y lejos de menguar el favor de Godoy, se le ve llevar a los soberanos al pueblo de su naturaleza, aposentarlos en su propia casa, y poder hacer así ostentación publica de su valimiento.

{5} Este tratado, que consta de 22 artículos, tardó mucho en publicarse y ser conocido: se halla íntegro, y forma el Apéndice II, en el tomo I de las Memorias del Príncipe de la Paz, y es el mismo que se publicó en la Gaceta de Madrid.

{6} Manifiesto de Carlos IV de 7 de octubre de 1796.

{7} Despacho del marqués del Campo al príncipe de la Paz, 8 de julio de 1796.

{8} Eran sus nombres: Victory, Britannia, Barftem, Prince, Blenheim, Namur, Captain, Goliath, Excellent, Orion, Colossus, Egmont, Culloder, Irresistible y Diademe.

{9} Los navíos apresados fueron el San José, de 112 cañones, el Salvador, y el San Isidoro, de 74, y el San Nicolás, de 84.

{10} «Cruzando los ingleses en las aguas donde fue la acción (decía en el parte al gobierno), era natural que navegasen en un orden de más fácil traslación a la línea del combate que aquel en que podía ejecutarlo nuestra escuadra sobre líneas de convoy con vientos largos; y de aquí es que apenas se descubrieron, cuando ya estaban en formación de batalla, y en tanta inmediación a nosotros que esto me obligó a mandar formar una pronta línea sin sujeción a puestos, no obstante la mala distribución que debía necesariamente resultar en las fuerzas y en los jefes. A todo lo cual se agrega que los navíos Pelayo y San Pedro estaban separados por comisión; que el San Fermín y Oriente quedaron a sotavento de ambas líneas; que el Príncipe y Regla, no obstante la diligencia y acierto de sus maniobras, no pudieron entrar en formación hasta la tarde, y que tampoco pudo verificarlo el Firme por hallarse sin mastelero de velacho. De suerte que solo pudieron proporcionarse a formar en batalla diez y siete navíos de mi escuadra, incluso entre éstos el Santo Domingo, cargado de azogues y de muy poca fuerza. Entre los diez y siete expresados algunos se batieron por intervalos, y muchos no llegaron a romper el fuego; resultando de todo que la línea enemiga se empleó toda únicamente contra seis navíos españoles, cuya resistencia es más digna de elogio en cuanto todos carecían de la gente necesaria para manejarse... &c.»– Gaceta del 10 de marzo de 1797.

{11} Gacetas del 21 y 25 de julio de 1797.– En Cádiz cantaba el pueblo coplas como la siguiente:

¿De qué sirve a los ingleses
tener fragatas ligeras,
si saben que Mazarredo
tiene lanchas cañoneras?

{12} Más adelante, por real orden de 7 de junio de 1809, con acuerdo del supremo tribunal de Marina, siendo ministro de este ramo el ilustre general Escaño, fue repuesto Apodaca en su empleo de jefe de escuadra, con declaraciones muy honrosas sobre su conducta, que mereció la aprobación de un consejo de generales de mar y tierra.

{13} En el parte que dio el comandante general don Antonio Gutiérrez, y se insertó en la Gaceta de 25 de agosto (1797), decía: «Los ingleses tuvieron una considerable pérdida; pues malogrado el objeto de tan costosa expedición mandada por oficiales del mayor crédito, su almirante Nelson perdió un brazo, su segundo Andrevos fue herido, igualmente que varios oficiales; murió el capitán Bowen y muchos soldados, siendo también considerable entre éstos el número de heridos, y nuestra pérdida de corta consideración. Hago esta relación muy de prisa, &c.»

Parece que Nelson había perdido ya un ojo en años anteriores en la toma de Calvi (isla de Córcega).

{14} Los artículos en que convinieron los plenipotenciarios fueron los siguientes: 1.° El Austria renuncia a sus derechos sobre las provincias Bélgicas reunidas a la Francia, y reconoce por fronteras francesas las que se hallan determinadas por las leyes constitucionales: 2.° Deberá celebrarse un congreso para tratar de la paz con el imperio de Alemania, sentando por primera base su integridad: 3.º El Austria renuncia a sus posesiones de esta parte del Oglio, y a ella se la cede en compensación la parte de los estados venecianos comprendida entre dicho río, el Po y el mar Adriático, y también la Dalmacia veneciana y la Istria: 4.º Serán cedidas igualmente al Austria, después de la ratificación del tratado definitivo, las fortalezas de Palma Nova, Mantua y Pesquera: 5.º La Romania, Bolonia y Ferrara servirán para indemnizar a la república de Venecia: 6.º El Austria reconoce el nuevo gobierno de la república Cisalpina, formada con las provincias que antes le pertenecían.

{15} Así se explicó Larevellière.

{16} Sabido es que Napoleón trasformó en repúblicas las provincias de Italia que él había conquistado y emancipado. Hacía tiempo que había erigido en república Cispadana el ducado de Módena y las legaciones de Bolonia y Ferrara. Después, por razones políticas y militares que sería largo explicar, formó de la Lombardía, de los ducados de Módena y de Reggio, de las legaciones de Bolonia y Ferrara, y de la Romania, Bergamasco, Bresciano y Mantuano, un estado que se prolongaba hasta el Adige, de una población de tres millones y seiscientos mil habitantes, con hermoso suelo, excelentes plazas, ríos, canales y puertos, que organizó en república con el nombre de Cisalpina, a la cual dio la misma constitución que tenía la Francia, nombrando él por primera vez los directores y los individuos de los dos Consejos.

{17} Las reuniones se tenían alternativamente en casa de Cobentzel, y en Passeriano, hermosa casa de campo cerca de Udina, que había tomado Bonaparte.

{18} Por aquel tratado se convenía el emperador, como soberano de los Países-Bajos y miembro del imperio, en cederlos a la Francia reconociendo por límite de los dominios franceses el Rhin; en desprenderse de Maguncia, y de las islas Jónicas; en abandonar la Cisalpina, con los límites del Adige y Mantua; en dar el Brisgaw al duque de Módena en cambio de su ducado, y en interponer su influjo para que el Estatúder obtuviese una indemnización en Alemania por la pérdida de Holanda, y otra indemnización al rey de Prusia por la del pequeño territorio que en la izquierda del Rhin había cedido a los franceses. En cambio de sus cesiones recibía el Friuli, la Istria, la Dalmacia y las Bocas del Cattaro.

{19} Thiers, Revolución, tomo V, cap. 11.