Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo V
Sucesos exteriores
Portugal, Parma, Roma. Retirada del Príncipe de la Paz
1797-1798
Pensamiento de Napoleón y causa de no haber invadido la Inglaterra.– Niégase Portugal a ratificar el tratado con Francia.– Oficios de Carlos IV para evitar un rompimiento entre Francia y Portugal.– Solicitud de Carlos IV para mejorar la suerte de su hermano el duque de Parma.– Carácter y comportamiento de este príncipe.– Estériles protestas del gobierno francés.– Ofrecimiento del título de Gran Maestre de Malta al príncipe de la Paz, y motivo para no aceptarle.– Revolución democrática en Roma.– Conducta del embajador francés José Bonaparte.– Ídem del embajador español don José Nicolás de Azara.– Activa intervención de este ministro.– Roma invadida por un ejército francés.– Proclamación de la república romana.– Conflicto del papa Pío VI.– Consuelos y auxilios que le presta el ministro español.– Es trasportado el pontífice a Toscana.– Insurrección en el barrio de Trastévere.– Horribles excesos, saqueos y rapiñas de los generales y jefes franceses en Roma.– Sublevación del ejército francés contra el vandalismo de sus jefes.– Sale Azara de Roma, y visita al pontífice en Siena.– Mediación intentada por Carlos IV con el Directorio en favor del papa.– Envíale socorros, y personas que le acompañen.– Proposición y dificultades para traer al pontífice a España.– Causas que prepararon la caída del príncipe de la Paz.– Dónde se ha pretendido encontrarlas.– Motivos políticos que la produjeron.– Desconfianza y prevención del Directorio contra el ministro español.– Quejas del príncipe contra el gobierno francés por los asuntos de Parma, Roma y Portugal.– Síntomas de manifiesto desacuerdo.– El Directorio se niega a reconocer como embajador de España al conde de Cabarrús.– Es nombrado Azara.– Consejos de Cabarrús al príncipe de la Paz.– Venida a Madrid del embajador Truguet.– Sus trabajos para la separación del príncipe.– Ayúdanle los enemigos personales del ministro.– Dimisión del príncipe de la Paz.– Decreto honroso de su relevo.– Reemplázale don Francisco Saavedra.
La paz de Campo-Formio, y la diferente situación en que con ella quedaban las principales potencias de Europa, necesariamente había de influir en la suerte de las que, como España, se hallaban empeñadas y comprometidas en aquella gran lucha.
Ciertamente si Bonaparte al frente del grande ejército francés que ya se denominaba ejército de Inglaterra, hubiera realizado el proyecto del Directorio, en cuya ejecución todo el mundo pensaba, de hacer un desembarco en aquella nación protegido por las escuadras francesa, holandesa y española, Inglaterra se habría visto en grande aprieto, y habría sido un beneficio inmenso para España en su lucha con aquella potencia. Pero el vencedor de Italia, sin renunciar ostensiblemente a aquel pensamiento, sobre el que estaban fijas las miradas de todos, meditaba y preparaba en silencio otro muy distinto, no menos grandioso que aquél, y que por lo original e inesperado había de sorprender al mundo, a saber, el de la célebre expedición a Egipto, que con tanto asombro de las naciones y tanta gloria suya llevó a cabo después. En su virtud encontró razones y medios para diferir y suspender la invasión de Inglaterra, que según su propósito, y no obstante todas las apariencias, no se verificó.
Ocurrió en este tiempo una cuestión que pudo haber traído graves consecuencias, y en cuya solución cupo una parte muy principal al gobierno español. La corte de Portugal, que, como dijimos, había ajustado un convenio con Francia después de los preliminares de Leoben; aquella corte, que debía al tierno interés de Carlos IV por sus hijos y a la generosa intervención de España el que no hubiera sido invadido y ocupado el reino por los ejércitos españoles y franceses combinados, como el Directorio quería, en castigo de su alianza con Inglaterra; aquella corte, que debía a la mediación de España (llevando acaso el rey su afecto de familia mas allá de donde convenía a los intereses nacionales), no solo el haberse libertado de una conquista que tal vez habría convertido el reino lusitano en una provincia española, sino también el haber arreglado con la Francia un tratado con condiciones harto más ventajosas de las que la república constantemente había exigido{1}; aquella corte se negaba obstinadamente a ratificar el convenio hecho con Francia, con intervención de los ministros españoles. En vano el príncipe de la Paz detuvo en Madrid el correo que llevaba a París la nota del gobierno portugués; en vano hizo presente al ministro Pinto el riesgo que con esta conducta corría de que viniera sobre Portugal atravesando por España un ejército francés, que en efecto se hallaba reunido en Perpiñán. Desagradecido el portugués a este servicio, volvió a expedir otro correo a París con la misma negativa, o por lo menos proponiendo nuevas condiciones inadmisibles y contrarias al tratado, tal como la de que se permitiera fondear en los puertos de Portugal hasta veinte y dos navíos ingleses, en vez de los seis en que antes se había convenido, lo cual equivalía a permitir constantemente una armada enemiga dentro de la península.
Al fin, merced a los manejos de toda especie empleados por el gobierno y el embajador español cerca del Directorio ejecutivo, altamente enojado con semejante proceder{2}, pudo recabarse, aunque con trabajo, del gobierno de la república que consintiera en que se ajustase un nuevo tratado en Madrid; a cuyo beneficio ya no pudo ser indiferente la corte de Lisboa, y en agradecimiento dio al príncipe de la Paz el título de conde de Evora-Monte, suponiendo que esta distinción sería grata a su soberano{3}. Urgía hacer este arreglo, si se había de parar el golpe que amenazaba al reino portugués según las alarmantes comunicaciones y noticias que se recibían del conde de Cabarrús. Así Carlos IV no perdonó momento ni medio para ver de llevarle a cabo, logrando que se renovase el tratado anterior, con algún aumento de dinero, a cuyo fin se pusieron en París dos millones de libras. Pero el Directorio se negó ahora a la ratificación, como antes se había negado el gobierno portugués.
No menos oficioso y solícito se mostró Carlos IV por mejorar la suerte de su hermano, el juicioso, el modesto y desinteresado duque de Parma, cuya prudente conducta durante la guerra de Italia había elogiado muchas veces Bonaparte, el cual en varias ocasiones le había felicitado por ella y recomendado al Directorio. Pero las mudanzas y trastornos de los Estados de Italia, y el peligro continuo en que ponía a los de aquel príncipe su contigüidad a la república Cisalpina, hicieron pensar en darle por vía de indemnización otros estados más tranquilos y seguros, y más apartados de aquel foco de inquietud y de alarma, designándose más especialmente las islas de Cerdeña y de Córcega. Largas negociaciones mediaron sobre este asunto entre el gobierno de la república y el de Carlos IV. Mas por una parte el modesto príncipe se negaba a todo cambio, siquiera fuese ventajoso, a trueque de no separarse de sus amados vasallos, ni abandonar sus dominios patrimoniales, en lo cual se mostraba inflexible, aunque le costase renunciar a toda autoridad y reducirse a la vida privada{4}. Por otra parte la negativa del gobierno español a ceder la Luisiana y la Florida que el de la república pedía como recompensa de aquella indemnización, y la política poco desinteresada y franca del Directorio ejecutivo, de que con razón se quejaba ya el príncipe de la Paz{5}, vinieron a frustrar aquellas negociaciones.
Sucesos posteriores hicieron más triste la situación de aquel buen príncipe. Sus estados se vieron bruscamente invadidos por las tropas de la república cisalpina, que plantaron en ellos el árbol de la libertad, y llevaron su audacia hasta arrancar de los parajes públicos las armas e insignias de la soberanía, haciendo poner a aquellos habitantes la escarapela tricolor, y tratándolos en todo como si fuesen ya súbditos de la nueva república. La intervención de Carlos IV y sus reclamaciones a la Francia sobre agresión tan inmerecida e injusta no produjeron sino una respuesta tibia del ministro Talleyrand. Ya el infante de Parma, por no sufrir semejantes insultos y atropellos, deponiendo su anterior inflexibilidad, se allanaba a admitir la compensación propuesta. Pero la oportunidad había pasado: un cuerpo de tropas francesas entró en sus dominios exigiendo ser mantenido a su costa. Todos los esfuerzos de Carlos IV por sacar a su hermano de tan embarazosa situación, y sus instancias y recomendaciones al gobierno francés no dieron otro resultado que protestas estériles de amistad, y ofrecimientos que no podían traducirse de ingenuos.
Otro tanto, poco más o menos, aconteció con el negocio de la isla de Malta que se trató también con España por aquel tiempo. Halagada la imaginación de Bonaparte con su proyectada expedición a Egipto, y fijo su pensamiento en ella, conveníale para su fin hacerse dueño de Malta, acabar de dominar el Mediterráneo y ejecutar más expeditamente su proyecto, teniendo allí una base de operaciones. Mas ni la Francia podía alegar un pretexto honroso para romper con los caballeros de la orden, que habían socorrido muchas veces a sus marinos, ni la situación de su tesoro le permitía hacer los sacrificios que tal empresa exigía. Discurrió pues el Directorio excitar a Carlos IV a que la hiciera de su cuenta, suponiendo que el proyecto halagaría al príncipe de la Paz, de quien decía el ministro de Relaciones extranjeras de La-Croix que hacía tiempo le constaba deseaba ser gran maestre de la orden de Malta; así se lo propuso por medio del embajador de la república Perignon, y aun envió a Madrid con la misma misión y propuesta al conde de Cabarrús, diciendo que brindaba ocasión oportuna la circunstancia de hallarse moribundo el gran maestre don Frey Manuel de Rohan, y que convendría mucho que el sucesor fuese un español, y no un alemán, como se pretendía.
Pero el príncipe de la Paz, sospechando sin duda que la intención del Directorio fuese la de separarle con este pretexto de la dirección de los negocios en España{6}, respondió entre otras cosas, que ni su estado, ni sus obligaciones a los reyes, ni la cortedad de sus talentos para manejar los negocios desde aquel punto le permitían aceptar el título de gran maestre, a menos que sin separarse de su destino, sin contraer un voto solemne de castidad renunciando al matrimonio, y sin que los objetos del establecimiento variasen, pudieran conciliarse las ideas de la república con las de S. M., que eran las mismas; y que no era el tratamiento ni los intereses los que le movían a obrar así, puesto que no había admitido otras condecoraciones de más consideración que le proporcionaba el rey su amo{7}. Entonces no era conocido todavía en España el proyecto de Bonaparte sobre Egipto. Mas la idea del gran maestrazgo, junto con la indicación de Godoy de alterar la constitución de la orden en el punto esencial del celibato, y la circunstancia de haber precedido esto algunos meses solamente al matrimonio del príncipe de la Paz con la hija del infante don Luis (setiembre, 1797), ha hecho sospechar a algunos que el designio de Carlos IV fue el de hacer compatible el estado conyugal de su favorito con la alta dignidad a que le destinaban{8}. Fuese de esto lo que quisiera, otros obstáculos concurrieron también a impedir que se realizara la conquista de Malta por España, y por consecuencia la investidura del maestrazgo de la orden para el príncipe de la Paz.
A poco tiempo de esto ocurrió otro suceso de mucha más trascendencia, uno de los más ruidosos que produjo la revolución francesa, de los más graves que podría presenciar el mundo, y en que el gobierno español interpuso una mediación noble, aunque menos eficaz y fructuosa de lo que hubiera deseado.
Tras la descomposición y el trastorno general que acababan de sufrir los Estados italianos, vencidos los ejércitos imperiales por los de la república, y entrabada la acción del Austria en Italia por la paz de Campo-Formio, la vista menos perspicaz alcanzaba a ver el peligro inminente que amenazaba al gobierno pontificio, y la dificultad de sostenerse en medio de los sacudimientos revolucionarios que a su vecindad acababan de verificarse. La Marca de Ancona se había sublevado ya a sugestión de la república Cisalpina, y constituídose ella misma en república Anconitana. Por el tratado de Tolentino Roma había tenido que desprenderse de sus más preciosas alhajas para pagar las contribuciones que le fueron impuestas, lo cual había producido no poco descontento en el pueblo romano. Anciano y achacoso el papa Pío VI, el gobierno participaba de la debilidad personal del pontífice. En la capital del orbe cristiano se habían infiltrado como en todas partes las ideas republicanas, y aunque todavía se habían apoderado de pocas cabezas, habían contagiado las de una buena parte de la juventud aristocrática, ligera de suyo, amiga de la novedad y dada a la imitación, y las de una parte del pueblo ignorante que columbraba vagamente y se dejaba fácilmente inspirar esperanzas de medro con cualquier trastorno; lo bastante para constituir dentro de la misma Roma un fermento revolucionario. El poder espiritual y temporal reunidos en la Santa Sede formaba una especie de antagonismo con el principio democrático y de libertad religiosa, política y civil, que simbolizaba la revolución, y que profesaba el Directorio ejecutivo de Francia, singularmente el director Larévellière-Lépaux, fundador de la secta religiosa de los Teofilántropos (adoradores de Dios y amigos de los hombres).
Hallábase de embajador de la república en Roma José Bonaparte, hermano de Napoleón, el gran trastornador de Italia; y aunque este general, casi omnipotente en aquellos países, parece haberse mostrado en el principio contrario al pensamiento de establecer un gobierno representativo en los Estados del papa, mudó después de opinión, puesto que escribía a su hermano: «Si el papa muriese, harás cuanto sea posible porque no se nombre otro, y para que haya una revolución.» Y el Directorio decía al victorioso general (21 de octubre, 1797): «Por lo que hace a Roma, el Directorio aprueba las instrucciones que habéis dado a vuestro hermano el embajador José Bonaparte sobre que impida que se nombre un sucesor de Pío VI. La coyuntura no puede ser más oportuna para fomentar el establecimiento de un gobierno representativo en Roma, y para sacar a Europa del yugo de la supremacía papal. Con estos elementos fácil es calcular los pocos con que el pontífice contaba para resistir una invasión. Sin embargo, José Bonaparte no solo no fomentaba los intentos revolucionarios en que querían comprometerle a él mismo los acalorados jóvenes de Roma, instigados también por los artistas franceses que allí residían, sino que procuraba contenerlos, diciéndoles que no tenían fuerza para un movimiento decisivo, y que se perderían y comprometerían la Francia, que los dejaría abandonados a las consecuencias de su imprudencia. Y por otra parte el gobierno pontificio, saliendo algo de su habitual indolencia, tomó algunas medidas de seguridad, dobló las patrullas de noche, y puso los esbirros en campaña: providencias ineficaces y tibias, que dieron a los conspiradores idea de que eran temidos, y los hicieron más osados.
Acabó de alentarlos la llegada del general francés Duphot, prometido de la señorita Desirée, hermana de la esposa del embajador, y republicano ardiente, que acababa de promover una explosión revolucionaria en Génova en los pocos días que allí se había detenido. Con esto, el 28 de diciembre (1797) un grupo de aquellos se dirigió al palacio Corsini que habitaba Bonaparte, a intimarle que se uniese a ellos para destronar al papa y dar la libertad al pueblo romano. Despidiolos el embajador reprendiéndoles su temeridad; y como al volver tropezasen con patrullas que el gobierno había hecho ya salir, retrocedieron muchos de ellos a refugiarse y esconderse en el palacio de la embajada. Creyendo después que había en Roma un levantamiento popular en favor suyo, salieron los mismos escondidos gritando furiosamente libertad, los unos desde los balcones de palacio, los otros por las calles, capitaneados por el abate Piranesi, que había trocado el traje clerical por el uniforme de cónsul de Suecia en Ancona. Los dragones del papa hicieron fuego contra los anconitados de los arcos y del zaguán de la casa del embajador, mataron algunos e hirieron muchos más. Al estruendo de la descarga se asomó Bonaparte, vio la tropa formada frente del palacio, y él agitando el sombrero y con cuantas señales podía, y Duphot desde abajo dirigiéndose a los dragones con espada en mano, ambos los intimaban que se retirasen. Ellos continuaron el fuego, y Duphot cayó atravesado de dos o tres balazos. El embajador se salvó milagrosamente. Las demás tropas pontificias que ocupaban otros puestos, tiraban sin saber a quién, acaso solo por aturdimiento, pero hicieron víctimas inocentes, achaque común en lances tales.
Tan pronto como el ministro de España en Roma, don José Nicolás de Azara, tuvo noticia del alboroto, tomó apresuradamente su carruaje, y entrada ya la noche, corriendo mil peligros él y sus postillones, y haciendo rodeos, logró llegar al Vaticano con objeto de ofrecer sus servicios a Su Santidad. El palacio estaba rodeado de tropa y defendido por la guardia suiza. En las habitaciones encontró los cuatro cardenales ministros en completa inacción, y sin saber siquiera lo que pasaba fuera del aposento{9}. Les advirtió de la situación en que se hallaba el embajador francés y de las consecuencias que podrían seguirse si no se obraba con actividad, y pasó, no sin correr nuevos riesgos, al palacio Corsini, cuyos arcos, zaguán y escalera encontró salpicados de sangre, los cadáveres todavía por allí tendidos, el embajador y su familia consternados, la joven Desirée{10} trastornada, el ministro de Toscana acompañando ya a Bonaparte, y éste resuelto a partir aquella misma noche, para lo cual tenía ya escrito al ministro de Estado pidiéndole pasaportes y caballos de posta. Tanto el ministro español como el toscano (el caballero Angiolini) procuraron templarle y persuadirle de la inconveniencia de tan precipitada resolución, por lo menos hasta que recibiera instrucciones del Directorio. Azara añadió que estaba cierto de que ni el papa ni sus ministros responsables habían tenido culpa, ni siquiera conocimiento de la muerte de Duphot y de los demás atentados, y tomó sobre si la seguridad del compromiso de que el pontífice y su gobierno darían a la Francia la satisfacción que correspondiese.
Aquietose con esto un tanto el embajador francés, y rasgó la carta en que pedía los caballos de posta. Azara se volvió al Vaticano con Angiolini. Ambos instruyeron de todo al ministro de Estado cardenal Doria, el cual, así como el papa, a quien se despertó para informarle de lo que ocurría, se prestaron a dar cuantas satisfacciones se creyesen necesarias y les fuesen pedidas. Mas cuando Azara se había puesto a dictar, por encargo de Pío VI, los despachos correspondientes para el embajador de la Santa Sede en París en el indicado sentido, llegaron uno en pos de otro dos avisos de Bonaparte manifestando que había vuelto irrevocablemente a su resolución de partir aquella misma noche, dejando recomendados al embajador español el palacio de la legación francesa, los negocios pendientes, sus criados y efectos, los franceses residentes en Roma, y hasta el cadáver del general Duphot. Y en efecto aquella misma noche salió camino de Toscana. El buen Pío VI quería que aun se hiciera un esfuerzo para alcanzarle y detenerle, pero todo era ya inútil, y así se lo demostró Azara.
Era de suponer la sensación que causaría en París la noticia del insulto y atentado cometido en Roma contra la persona y el palacio de la embajada de la república, abultada y desfigurada como llegan siempre estas noticias en los primeros momentos. De contado el embajador pontificio Massiri fue arrestado y ocupados sus papeles. Los demócratas exaltados, los directores y ministros, entre los cuales los había declarados enemigos del gobierno romano, proclamaron el castigo severo de Roma, y así lo sancionó un decreto del Directorio. Diose al general Berthier la misión de ejecutarle. Su ejército de Italia pedía a gritos marchar contra Roma, y los patriotas de la república Cisalpina no ansiaban sino el momento de derribar la autoridad y el gobierno pontificio. El 10 de febrero (1798) llegó el terrible Berthier con su ejército a la vista de la capital del mundo cristiano.
Berthier tenía antiguas relaciones de amistad con el ministro español Azara{11}; y como éste le hubiese escrito desde Tívoli donde se había retirado, recomendándole que hiciese respetar a sus tropas el barrio de Roma nombrado la Plaza de España, fue llamado por él al cuartel general para concertar algunas providencias relativas al objeto de su expedición. Azara acudió al llamamiento después de algunas vacilaciones{12}. Informó a Berthier de la verdad de los hechos; le aseguró que la muerte de Duphot y el insulto hecho al palacio de la embajada había sido una imprudencia de la tropa, en que ni el gobierno ni los habitantes de Roma habían tenido parte alguna; que las intenciones del papa eran enteramente pacíficas, y aceptaría las condiciones y la satisfacción que el Directorio le exigiese. En su virtud autorizó el general francés a Azara para que dijese al pontífice que la intención del Directorio era solamente castigar a los culpados en la muerte de Duphot, imponer una contribución moderada para gratificar al ejército a quien se debían cinco meses de pagas, y cumplido esto, respetar la autoridad pontificia, la religión, el culto, las personas y las propiedades de los habitantes de Roma. Azara desempeñó su comisión; el papa no mostró repugnancia a ninguna de las condiciones, porque su situación no le permitía otra cosa; el ministro español volvió al cuartel general, y convenido todo, hizo su entrada el ejército francés en la ciudad, al parecer pacífica y amistosamente, pues hasta las guardias y patrullas se componían mitad de soldados franceses y romanos.
Poco duró esta aparente armonía y moderación. Al día siguiente se exigió a nombre del Directorio un aumento en la contribución, una requisa de caballos para la remonta del ejército, el castigo de los asesinos de Duphot, que se erigiera una pirámide con una inscripción que recordara el suceso y la venganza, y que una embajada solemne fuera enviada a París a pedir públicamente perdón del atentado. Odiosas como eran estas condiciones, se puso al papa y al ministro Doria en la dura necesidad de aceptarlas y firmarlas, y al pueblo entero en la de recibirlas con aparente y forzada resignación. Mas no paró en esto. Era menester destruir el poder pontificio, y destruirle por medio de un simulacro de revolución que se sabía estar preparado, apareciendo así que lo hacia el mismo pueblo de Roma.
En efecto al día siguiente, aniversario de la coronación de Pío VI, unos cuantos conjurados, gente despreciable, pero conducidos por unos pocos ambiciosos de algún valer, se reunieron en el antiguo Foro romano, hoy Campo Vaccino. El ejército francés formó allí en batalla con gran aparato de artillería. Era la hora en que los cardenales y prelados concurrían a la Iglesia de San Pedro. Un hombre que llevaba al hombro un madero le plantó en tierra, llamándole el árbol de la libertad. El abogado Riganti de pie sobre una mesa gritó: «Pueblo romano, ¿quieres sacudir el yugo que te oprime y recobrar tu antigua libertad y forma de gobierno? –Queremos ser libres, respondían los conjurados. –¿Queréis, prosiguió el orador, restablecer vuestros antiguos cónsules romanos?–Queremos;» respondieron. Y se procedió inmediatamente al nombramiento de cinco cónsules y a la creación de dos Consejos a imitación de los de Francia. Una muchedumbre inmensa, esa muchedumbre dispuesta siempre a aplaudir toda novedad ruidosa, gritaba: ¡Libertad! ¡viva la república romana! ¡vivan los franceses! Este clamoreo llegó a oídos de los cardenales en ocasión que cantaban el Te Deum por la exaltación del papa, y fue tal su consternación que cada uno se escapó y escondió donde pudo. Berthier fue llamado por el nuevo gobierno romano, que le esperaba en la plaza del Capitolio, y le recibió con aclamaciones, y le puso en la cabeza una corona de encina. Otro general pasó al Vaticano a notificar al papa que el pueblo, en uso de su derecho, le había despojado de la soberanía y constituídose en república. En pos de él entró el famoso Haller, administrador general de las contribuciones de Italia, con su séquito de comisarios, secuestrando cuantos muebles, alhajas y enseres había en las habitaciones del palacio pontificio{13}. El ministro de España envió inmediatamente su secretario a ofrecer al pontífice cuanto pudiera necesitar, mientras los generales y oficiales franceses se alojaban en las principales casas de Roma, y se regalaban en ellas, y tomaban los carruajes de los nobles y de los cardenales, y paseaban en ellos las calles y paseos públicos insultando a sus dueños.
Ordenó además Haller la confiscación de toda la plata de las iglesias, que se ejecutó, como dice el autor de la relación que seguimos, martillo y saco en mano, sin dejar en cada templo más que el peor cáliz para decir la misa. Impuso una contribución de varios millones, pagadera en el término de veinticuatro horas. Mandó fabricar cédulas de banco hasta la suma de doce millones de escudos, que hizo tuviesen curso como moneda corriente. Diose orden para destruir todos los escudos de armas, inscripciones o insignias de las casas, costando trabajo al embajador español detener la piqueta ya preparada para deshacer el magnífico escudo de mármol que decoraba la puerta de su palacio. Se pusieron en venta los bienes de la cámara pontificia, y los de los cabildos y comunidades religiosas, a las cuales se arrojaba de sus casas. Se prendía a los eclesiásticos más condecorados y respetables, no sin indicarles que aprontando alguna suma de dinero podrían conseguir su libertad. En cuanto a los caballos y coches de particulares, así los franceses como los nuevos republicanos de Roma se los apropiaban con el menor pretexto y con el mayor descaro.
Pero entraba ya en las miras del gobierno francés sacar de Roma al papa y a los que formaban su corte, como entraba en las del nuevo gobierno romano alejarle de Italia, temiendo con su presencia por la seguridad de la revolución. En su virtud se acercaron los cónsules al embajador español, e hiciéronle la propuesta de enviar a España al pontífice. Azara contestó que carecía de instrucciones de su gobierno para poder responder a proposición tan inesperada. Con esto se trató de enviarle a Portugal, y por último se resolvió trasladarle a Toscana. Así se verificó, sacando en una noche oscura al enfermo y anciano Pío VI de su palacio, haciéndole entrar en un coche con su camarero y su médico, y trasportándole con escolta de dragones franceses hasta Siena, donde se alojó por opción suya en el convento de Agustinos calzados. Gran disgusto produjo esta medida en la población romana. Una noche se insurreccionaron los trasteverinos, dándose a degollar los franceses que andaban por aquellos barrios, que por fortuna suya no eran muchos. Pero la tropa francesa que estaba sobre las armas y se apoderó de los puentes, y la guardia nacional que acababa de formarse, apagaron, aunque a costa de bastante sangre, la sublevación, lo cual tal vez no habrían logrado, si hubieran llegado a tiempo los habitantes de la campaña y de las vecinas ciudades que en número de doce mil hombres acudían ya a unirse con los conjurados, y los cuales fueron al día siguiente dispersados por los escuadrones de Murat{14}.
Los excesos, los saqueos y las rapiñas de los franceses en Roma continuaron en mayor escala y con mayor escándalo que antes, por la circunstancia de haber tomado Berthier el mando del ejército de Italia, cuyo centro estaba en Milán, y haber quedado al frente del de Roma el general Massena. Este guerrero, que había salvado a la Francia en Zurich, fue el que dio en Roma el funesto ejemplo de empezar a saquear los palacios, los conventos y las ricas colecciones; ejemplo que siguieron los jefes de mayor graduación, vendiendo a bajo precio a los judíos que iban detrás los magníficos objetos que les entregaban los saqueadores. «La malversación, dice un ilustre historiador francés, fue escandalosa. Es preciso decirlo: no eran los oficiales subalternos ni los soldados los que se entregaban a semejantes desórdenes, sino los jefes superiores.{15}» Este escándalo produjo uno de los acontecimientos más notables y más nuevos en la historia. Los oficiales subalternos y los soldados se amotinaron contra sus jefes, llamándolos monstruos graduados, administradores corrompidos, pícaros ladrones, y otros epítetos semejantes, diciendo que sería deshonrar el nombre francés el tolerar tanta infamia, y negándose a servir bajo las órdenes de Massena{16}. Todos los jefes, de coronel arriba, se vieron obligados a salir de Roma, a excepción del general Dalemagne, hombre moderado y probo, a quien los sublevados dieron provisionalmente el mando superior. Al día siguiente se publicó un edicto invitando a los habitantes de Roma a que fuesen a declarar en lo que cada cuál había sido estafado, fuese dinero, alhajas, caballos, u otras prendas o efectos. Enviaron además una diputación al Directorio, con una memoria en que se explicaba todo lo que había pasado, pidiendo con instancia el castigo de los culpables. El Directorio destituyó a Massena, y envió a Roma una comisión de cuatro personajes íntegros e ilustrados, con el encargo de organizar la nueva república{17}.
El embajador español, deseoso ya de verse libre de aquella situación embarazosísima para él, y tomadas sus disposiciones para el despacho de los negocios más urgentes que tenía a su cargo, dada también orden para que salieran de la ciudad todos los españoles residentes en ella, determinó abandonar aquella perturbada mansión en que había residido más de treinta años, dejando allí su inmenso mobiliario, su copiosa librería, y sus ricas colecciones de preciosos cuadros y de bustos de mármol{18}. Partió, pues, Azara de Roma, y llegó, no sin nuevos riesgos, a Siena, donde consoló cuanto pudo al tribulado Pío VI, le informó de cuanto había pasado después de su salida del Vaticano, y conferenció y arregló con el anciano y enfermo pontífice la manera cómo en la dispersión y en la situación especial en que se hallaban, así Su Santidad como el colegio de cardenales, convendría proveer a la sucesión legítima de la silla apostólica, cuando llegara el caso de pasar a mejor vida el que la estaba ocupando, aunque fuera de su natural asiento. De este modo, y por medio de una bula, que Azara recogió original y logró que fueran firmando casi todos los cardenales, se evitó a la muerte de Pío VI un cisma que hubiera sido fatal al catolicismo. Azara fue luego nombrado embajador del Rey Católico en París (marzo, 1798), cuyo nombramiento recibió en Florencia, cuando se disponía a regresar a España y había anunciado al gobierno el itinerario que se proponía traer.
No es exacto lo que a propósito del destronamiento y del infortunio del papa dice un historiador francés, a saber: que España, cuya religiosidad era temible, nada dijo sin embargo, acaso porque se hallaba bajo la influencia francesa{19}. España no abandonó en esta ocasión a Pío VI, como nunca había abandonado a los pontífices en sus conflictos y tribulaciones. Carlos IV, que supo con dolor los atropellamientos y las amarguras del jefe supremo de la Iglesia, intentó mover al Directorio, traerle a sentimientos de moderación, y obtener de él la libertad y la seguridad de la persona del papa. Lo que hubo fue que el embajador español cerca de la república, conociendo bien la disposición de los ánimos de los directores, no se atrevió a presentar, y lo creyó de todo punto inútil, los despachos en que aquello se reclamaba{20}. El embajador Azara, su sobrino don Eusebio Bardají, el cardenal de Lorenzana, arzobispo de Toledo, el diplomático don Pedro Labrador, todos estos distinguidos españoles prestaron cuantos auxilios pudieron, y acompañaron algunos de ellos al desgraciado pontífice hasta recoger su último suspiro, y le suministraron de orden del rey lo necesario para su persona y familia, privado de todo socorro por la Francia, aun para los viajes que le obligó a hacer.
Verdad es que cuando el gobierno de la república, temiendo todavía la presencia del provecto pontífice en territorio de Italia o del Imperio, propuso a Carlos IV que le diese acogida y residencia en sus dominios, el monarca español repugnó y puso dificultades a esta proposición; mas no por falta de veneración, de afecto y de interés hacia el desventurado papa, sino por los visibles inconvenientes y compromisos que en aquellas circunstancias traería a su reino un hospedaje que en otra ocasión él mismo habría ofrecido y aun solicitado. Y sin embargo, todavía por evitar algún nuevo desacato o ultraje que parecía amenazar al augusto desterrado, consentía en que fuese traído a Mallorca, acompañándole solamente el cardenal de Lorenzana y las personas de su servidumbre, encargándose él de los gastos que ocasionara su residencia, bien que pidiendo al Directorio, en compensación de esta condescendencia y sacrificio, que ratificara el tratado con Portugal y que indemnizara al infante español duque de Parma, cuya suerte era el objeto de la más viva solicitud de Carlos IV y de María Luisa. La muerte del desventurado y perseguido pontífice puso fin, como veremos después, a estas negociaciones y evitó los compromisos que de ellas hubieran podido seguirse a España{21}.
Por este tiempo había ocurrido en el gobierno español una novedad grande por lo inesperada y por la calidad de la persona en quien se había verificado, a saber: la separación del príncipe de la Paz de la primera secretaría de Estado, y por consecuencia, de la dirección de los negocios públicos (28 de marzo, 1798). Aunque en el real decreto expresaba el soberano que no hacía sino acceder a las reiteradas instancias del ministro, y la admisión de su renuncia se hacía en los términos más lisonjeros para él, y tales como rara o ninguna vez en semejantes documentos se emplean{22}, y por lo mismo que se sospechaba que el favorito no había caído de la gracia del rey, entonces y después se discurrió mucho sobre las causas de su salida. Pero los mismos que las buscaban, y tal vez habrían querido encontrarlas en alguna alteración que hubieran sufrido sus relaciones particulares con la reina, vienen a reconocer que lejos de influir en este suceso ninguna nueva amistad, ninguna rivalidad disminuyó el ascendiente y poderío de don Manuel Godoy{23}. Al contrario, estos mismos dan a entender que la reina no solo sostenía al ministro favorito contra toda tentativa de sus enemigos o de sus rivales, sino que la ligaban a proceder así compromisos a que no hubiera podido faltar sin grave y evidente peligro de su honra y aun de su persona{24}.
No hay, pues, necesidad de recurrir a causas de esta índole, toda vez que había motivos políticos suficientes, y aun sobrados, para explicar la retirada del príncipe de la Paz. El Directorio francés, que no olvidaba haber sido este ministro el autor de la declaración de guerra contra la Convención, y comprendía que solo por necesidad, y no por afecto a la república, había hecho alianza con la Francia, meditaba ya cómo alejarle de los negocios públicos, a la manera que lo había hecho con el ministro del emperador, barón de Thugut. Tampoco ignoraba el Directorio que entre los príncipes franceses emigrados y su pariente Carlos IV mediaba y se sostenía una correspondencia activa y afectuosa, como hasta la muerte de Luis XVI había mediado entre los dos monarcas, y entre las dos reinas María Antonia y María Luisa{25}. Y harto conocía también que, fiel Carlos IV de corazón a los desgraciados príncipes de su familia, a quienes solo por la necesidad de conservar su propio trono había en apariencia abandonado, los protegería de buena gana el día que pudiera hacerlo con esperanza de buen éxito y sin riesgo de su corona. No podía, pues, considerar la alianza del gabinete de Madrid como cordial y sincera.
El príncipe de la Paz por su parte tampoco estaba satisfecho de la conducta del gobierno francés, principalmente por lo que tocaba a la solución de los asuntos de Parma, Roma y Portugal, en que el rey tenía grandísimo empeño. «Portugal, Parma y Roma, le decía al embajador marqués del Campo, han sido tres puntos de vista que no ha separado de su consideración el rey nuestro señor. La paz con Portugal, que pagada debía creerse efectiva, parece se hace más distante. La satisfacción que debía prometerse S. M. para su hermano después de la agregación cisalpina, no tiene efecto. De la existencia de Roma se trata con dificultades... ¿En qué piensa pues el Directorio? ¿No ha de contar con su aliada para la distribución de los Estados de Italia, ni sus oficios han de tener valor alguno para que la paz con Portugal se ratifique? Es tiempo pues de no dejar dormidas las ideas...» Y concluía: «Estas cosas que se responden prontamente cuando hay confianza, no deben empachar al Directorio para satisfacerlas, y antes bien conviene no ignorarlas, para formar desde luego los planes que interesan a cada soberano.{26}»
Mal efecto produjo en el Directorio el contenido, y el tono independiente, con sus reticencias semi-hostiles, de este despacho. El agente francés en Madrid se explicó a su vez con bastante acrimonia, y so pretexto del mal tratamiento que suponía se daba a los franceses en España, preguntaba al ministro de Estado si Francia y España estaban todavía en guerra, y añadía: «Príncipe, es preciso que cese tal escándalo.» La protección que el rey de España dispensaba al de Portugal, y el empeño de su primer ministro en evitar que Francia hiciese la guerra a aquel reino, era uno de los mayores motivos de disgusto que con el príncipe de la Paz tenía el gobierno de la república.
Para prevenir o neutralizar las consecuencias de este desvío determinó Godoy reemplazar al marqués del Campo en la embajada de París con el conde de Cabarrús, hombre muy despierto, de reconocida capacidad y larga experiencia, y muy de su confianza. Esperaba que su cualidad de francés, aunque naturalizado muchos años hacía en España, le favorecería para ser bien recibido del Directorio; y fiaba además en la influencia de la hija del conde, madama Tallien, la bella Teresa Cabarrús, tan célebre en la revolución francesa, y que a la sazón se hallaba en relaciones íntimas con el director Barrás{27}. Mas sucedió todo lo contrario. La circunstancia de ser nacido Cabarrús en Francia, no obstante la naturalización española que había obtenido, y haber sido antes aceptado sin inconveniente como plenipotenciario de España para las conferencias de Berna y de Lille, sirvió de fundamento al Directorio para negarse a admitirle como embajador, diciendo que en ningún caso podía un francés representar a un soberano extranjero cerca del gobierno de su propio país. Todas las razones y todos los esfuerzos del príncipe de la Paz y de Cabarrús fueron infructuosos e ineficaces para convencer al Directorio, lo cual obligó al ministro español a nombrar embajador cerca de la república francesa a don José Nicolás de Azara, que acababa de desempeñar el importante papel que hemos visto en Roma. A su vez el Directorio envió de embajador a la corte de España al ciudadano Truguet, ministro que había sido de Marina, con instrucciones de trabajar por la separación de Godoy de los negocios de estado{28}.
Cabarrús, conocedor de la situación política de la Francia en aquel tiempo, y del mal espíritu que animaba a algunos de los directores respecto al gobierno español, había informado de todo al príncipe de la Paz, aconsejándole la conducta que creía más conveniente para no provocar en aquel gobierno una resolución que pudiera ser funesta a España, y exponiéndole principalmente la inconveniencia del empeño en evitar la guerra contra Portugal; pues sobre haber hecho ya en favor de la mediación cuantos oficios la lealtad y la amistad más acendrada a aquel rey pudiera exigir, y sobre los peligros a que la continuación de tal política nos estaba exponiendo, la guerra podría ser útil a España, puesto que el pensamiento del gobierno francés era proponer al español la cesión de la Luisiana, y obligar a Portugal a indemnizar a España con las islas de Madera y Santa Catalina, y acaso podría arribarse a la recuperación de Gibraltar como precio de la paz general{29}. Consejos parecidos le daba respecto a aceptar la compensación que el gobierno francés meditaba dar al duque de Parma. Y en carta posterior (23 de enero, 1798) le había manifestado la persuasión perniciosa en que los directores estaban de que había en Madrid un partido inglés, que decía mantener inteligencias con la corte de Londres, compuesto de personas de mucho influjo, y a cuya cabeza se suponía estaba el mismo príncipe de la Paz: voces que sin duda se esparcieron allá por el deseo de apartarle de la dirección de los negocios{30}.
A fin de desvanecer tales sospechas y rumores, y con noticia que tuvo el príncipe de la Paz de una parte de las instrucciones que se habían dado al nuevo embajador, se apresuró a satisfacer los deseos del Directorio, anticipándose a ordenar que la escuadra española de Cádiz al mando del general Mazarredo, de cuya inacción murmuraban los franceses, saliese inmediatamente a buscar y batir la flota inglesa compuesta de solo ocho navíos, que cruzaban delante de la bahía formando una especie de bloqueo. Constaba la nuestra de veintiún navíos de línea, entre ellos cinco de tres puentes, y los acompañaba la fragata francesa La Vestal, para observar sus movimientos y dar cuenta de las operaciones. Pero sucedió lo que Mazarredo había previsto. Apenas salió y se divisó la escuadra española (7 de febrero, 1798), alejose la inglesa metiéndose en alta mar; y como el almirante inglés, lord San Vicente, se hallase en Lisboa con mayores fuerzas, muy preparado para cualquier evento, en menos de doce horas se dio a la vela con todos los buques de que podía disponer, y Mazarredo volvió a entrar en la bahía antes que las escuadras británicas pudieran reunirse para atacarle. Este movimiento, aconsejado sin duda por la prudencia, fue interpretado y denunciado por el capitán de la Vestal como una demostración aparente, sin verdadera intención de hostilizar las fuerzas enemigas, ni menos de hacer francamente y con vigor la guerra a los ingleses{31}.
Cuando el nuevo embajador de la república, Truguet, se presentó a Carlos IV en Aranjuez (11 de febrero, 1798), en el discurso que pronunció al entregar sus credenciales empleó cierto lenguaje más arrogante que comedido, que no agradó al rey y a la corte{32}, y no disgustó menos la manera de retirarse, poco conforme a la acostumbrada etiqueta{33}. Una de las exigencias que indicaba ya en su discurso, y que esforzó después, fue la de que se hiciera salir de España a los emigrados franceses. El príncipe de la Paz, que conocía no haber satisfecho al Directorio con la salida y la retirada de la escuadra de Cádiz, y comprendía la necesidad de complacer al embajador en todo lo que pidiese para ver de alejar prevenciones que contra él traía, consintió en la expulsión de aquellos desgraciados{34}. Mas como se les diese un plazo en que pudieran inscribirse en los registros de matrícula de los consulados, y con este motivo fuesen muchos los que se habilitaron para permanecer en España, la medida no satisfizo al embajador, que pretendía la extradición de todos los que él señalara.
Redobló pues Truguet sus esfuerzos por la separación del príncipe de la Paz, y aun entregó al rey en propia mano una carta de su gobierno en que más o menos directamente se significaba este deseo. No ignoraban estos manejos los enemigos de Godoy, los cuales, como era natural, aprovechaban la buena ocasión que se les presentaba de ayudar por su parte a la caída del privado. Pudo contribuir también, como él mismo lo indicó después en sus Memorias, algún desacuerdo en que por aquellos días se puso con sus propios compañeros, y con el monarca mismo, sobre ciertas medidas económicas y militares. Tampoco extrañaríamos que, prevenido ya el ánimo del rey por los adversarios del príncipe, le desagradaran y parecieran sospechosas ciertas palabras de una carta confidencial de éste a su amigo Jovellanos cuando le llamó al ministerio de Gracia y Justicia, y que hicieron llegar a oídos del soberano un tanto desfiguradas{35}.
Todo pues creemos contribuyó a que Carlos IV se decidiese a relevar a su ministro favorito de la primera secretaría de Estado (28 de marzo, 1798), y a apartarle de la dirección de los negocios públicos, nombrando en su lugar al ministro de Hacienda don Francisco Saavedra, si bien haciéndolo en los términos honrosos y lisonjeros que atrás hemos visto, y apareciendo en el Real Decreto que lo hacía accediendo a las reiteradas súplicas que de palabra y por escrito le tenía hechas el príncipe de la Paz{36}. El embajador Truguet despachó al punto un correo a su corte, anunciando el triunfo que acababa de conseguir, en la confianza de que la noticia iba a causar gran satisfacción y contento al Directorio.
Conveniente y justo nos parece, antes de manifestar a nuestros lectores el rumbo que tomó la política española a consecuencia de la caída del príncipe de la Paz, dar una idea y hacer una breve reseña de los actos de su gobierno en cuanto a la administración interior del Estado, anudándola con la que dejamos pendiente en el tercer capítulo.
{1} Diferentes veces había ya tratado la república de enviar contra Portugal un cuerpo de treinta o cuarenta mil franceses, y siempre Carlos IV trabajó por disipar la tormenta que amenazaba al vecino reino, hasta que consiguió que se ajustara el tratado de que llevamos hecho mérito.– Correspondencia del marqués del Campo, embajador en París, con el príncipe de la Paz.– Cartas del general Perignon, embajador de la república en Madrid.
{2} Manejos de toda especie decimos; y en efecto, los hubo de tal índole que produjeron resultados funestos, y aun pudieron serlo mucho más. Parece que entre otros medios se apelo al de intentar el soborno de algunos directores y ministros, de los cuales se cita a Barrás y Talleyrand; mas no se guardó tanta reserva que no se apercibiese de ello el Directorio, el cual justamente irritado hizo prender al enviado portugués Araujo de Acebedo, a quien no reconocía ya carácter alguno diplomático, y encerrarle en la prisión del Temple, sin consideración a hallarse enfermo en cama. Se trató de formarle un proceso criminal, pero al fin se logró evitar este ruidoso procedimiento, del cual no habría salido bien librado, si es cierto que entre los papeles que se le ocuparon se hallaban pruebas de su delito.– Carta de Cabarrús al príncipe de la Paz, de París a 16 de enero de 1798, citada por Muriel, Historia MS. del reinado de Carlos IV, libro IV.
{3} «Quizá también contribuiría para esta distinción (añade Muriel) el parentesco que el favorito de Carlos IV acababa de contraer entonces con la familia real de España y Portugal por su casamiento con la hija mayor del infante don Luis, motivo suficiente para que el príncipe regente le concediese esta honra.»
{4} «Si se recurre a la fuerza para desposeerme de mis Estados (decía al embajador español en París marqués del Campo, después de asegurarle que si para aumentar sus dominios era menester renunciar a los que tenía, no quería nada), estoy resuelto a dejar la autoridad y fijarme en donde Dios me dé a entender. El mundo me tendrá entonces por desgraciado, mas lo seré tan solo en la apariencia, quedando en mi corazón el consuelo inefable de tener después de mi muerte la recompensa que un Dios justo no puede menos de conceder a quien lo ha abandonado todo por cumplir con sus obligaciones. Tal es mi resolución invariable, la cual no nace de fines ocultos, ni del hábito de vivir en el país de mi nacimiento, puesto que estoy pronto a abandonarlo todo, cierto de la aprobación de Dios y de los hombres; mucho más de lo que lo estuviera si trabajase por adquirir, y adquiriese con efecto el imperio del mundo.»
{5} Respondiendo el ministro español a una nota del embajador francés Perignon, le decía entre otras cosas, aludiendo a la reserva que observaba de parte de su gobierno respecto a sus planes sobre los Estados italianos: «Nada ha ignorado la Francia de la España, y nada ha sabido la España de la Francia. Hasta ahora no ha recibido aquella ventaja alguna de su alianza, y la Francia no ha proyectado especulación a que España no haya concurrido... S. M. Católica no cederá aquellas provincias (la Luisiana y la Florida), mientras no asegure su reino y resarza a sus vasallos. Su honor se compromete, y yo sería un débil ministro, si no me interesase en darle todo el lustre de que es merecedor. El señor Infante se contentará con sus Estados si no pueden extendérsele. Todo viene a quedar como se estaba, menos la España que se halla despojada de una posesión la más esencial de sus Américas (la Trinidad). Día vendrá en que la recobre, y el gobierno francés pudiera adelantarle esta feliz época, si fuese menos reservado con las cortes que son sus amigas.»
{6} Así lo manifiesta él en nota al capítulo 10 del tomo III de sus Memorias.
{7} Muriel inserta esta contestación en el libro IV de su Historia MS. de este reinado.
{8} Don Andrés Muriel afirma haber oído de boca del mismo don Manuel Godoy que el rey le dijo con este motivo las siguientes palabras: «Yo haré que puedas presentarte con honra a desempeñar la alta dignidad a que te destinan.» Cuyas palabras se referían al pensamiento de enlazarle con su propia familia.– Lo que parece inferirse más de la contestación del ministro es que el enlace estaba ya acordado antes de la propuesta de la dignidad.
Añade el mismo escritor: «Pero tenemos por muy verosímil que, aun sin que hubiese habido tal proyecto de soberanía, la reina hubiera pensado en elevar a su amante, y habría promovido este enlace.» Esto, que confirma nuestro juicio, no parece estar muy en armonía con el que dos líneas antes ha emitido el citado historiador.
{9} Las noticias que damos de este acontecimiento las tomamos de la relación que de él escribió el mismo Azara, que como testigo presencial, y mediador que fue entre unos y otros durante el curso de estos sucesos, estuvo en mejor aptitud que nadie para referirlos, como lo hizo, con exacta y minuciosa puntualidad. Se ve en su relación el conocimiento que tuvo de sus pormenores. En ella cita nominalmente las personas que movieron principalmente la insurrección y hace el retrato de algunas. Inculpa a ciertas corporaciones de haberla fomentado o preparado; censura de débil y apático al gobierno pontificio, y hace de él otras calificaciones más fuertes, con el desenfado y en conformidad a las ideas que siempre manifestó este agente diplomático español. En cuanto a los hechos, le tenemos por exacto y verídico, y su relación está conforme con otras que hemos visto de escritores italianos y franceses.
{10} La que después fue reina de Suecia.
{11} Había estado también en Madrid como negociador en el asunto de las compensaciones al infante duque de Parma.
{12} He aquí cómo pinta el mismo Azara su situación, y los pasos que se vio obligado a dar.
«Este convite, dice, me puso en gran perplejidad, porque el aceptarlo o rehusarlo me era igualmente embarazoso en mis circunstancias. Adelantarme a recibir un general que venía amenazando una ciudad, era lo mismo que hacerme cómplice en su exterminio, y el negarme a salir me comprometía con mi aliado, y me privaba de la proporción de poder disminuir los males con mi mediación. Veía destruido mi propósito de abstenerme de toda negociación, en lo que consistía mi quietud y felicidad, y me exponía a la censura de mis émulos, a las intrigas de Nápoles, y a los sucesos pasados. Todo bien considerado, me resolví a salir al encuentro de Berthier, para interceder con él a favor de Roma como simple particular, y sin hacer poco ni mucho uso de mi carácter de ministro. Esta reserva me era tanto más necesaria, cuanto que desde que sucedió la muerte de Duphot había la reina de Nápoles enviado a Roma a Belmonte con el carácter de embajador extraordinario... &c.»
Y prosigue contando minuciosamente la entrevista, conferencias y resultados, de que damos compendiosa noticia en el texto.
Esta relación ha sido publicada en 1847, con el título de Memorias originales, por su sobrino don Agustín de Azara, marqués de Nibbiano.
{13} Hasta el breviario y la caja del tabaco, que no valía un cequín, dice Azara, le fueron quitados al papa; y un canastillo de bizcochos que había sobre la mesa tuvo la misma suerte; «de modo, añade, que Su Santidad en un instante quedó despojado de cuanto poseía, a excepción del solo vestido que tenía a cuestas, pero sin arbitrio para mudarse de camisa.»
{14} Si toda la población no se levantó, al menos no es exacto lo que dice un historiador francés, que el pueblo de Roma no parecía echar de menos a aquel soberano que había sin embargo reinado más de veinte años. Estaba demasiado oprimida la población para que pudiera ayudar a los de los barrios de Trastévere y Monti.
{15} Thiers, Revolución francesa, tomo V, cap. 12.– Es extraño que este historiador haya dedicado tan pocas páginas a la relación de los importantísimos sucesos de la revolución de Roma; aunque por otra parte no deja de comprenderse la causa.
{16} Azara, que presenció esta sublevación, y pasó mil apuros por haberse encontrado casualmente y sin pensarlo en medio de ella, refiere varias y curiosas anécdotas de este singular episodio. Tal es, entre otras, la siguiente. El que iba a la cabeza de la diputación que los sublevados enviaron a Massena, le dijo con mucha serenidad: «General, habéis perdido la confianza del ejército, y así es preciso que os vayáis de Roma.» Massena encolerizado preguntó al orador si le conocía. «–Sí, general, le respondió, te conocemos por el mayor pícaro del mundo.» Viendo Massena que la cosa iba demasiado seria, se subió sobre una silla, y comenzó a perorar a los soldados; mas como éstos se mostrasen duros e inflexibles, pidió una espada para suicidarse. «Dádsela, dijo el orador, que no lo hará, yo le conozco.» Los soldados se retiraron, y Massena quedó solo pensando el partido que habría de tomar.
{17} Léense en las Memorias de Azara otros muchos pormenores de aquella insurrección honrosa de los soldados franceses, así como los muchos peligros en que se vio, por haber tenido que hacer forzosamente el papel de mediador entre los insurrectos y los generales perseguidos, presos o amenazados.
{18} La magnífica colección de bustos en mármol, dice el anotador de las Memorias de Azara, la legó a su muerte al rey de España, y es hoy una de las principales riquezas que posee S. M. en su Real Museo de pinturas y esculturas en el palacio del Prado de Madrid que lleva aquel nombre. De la colección de pinturas se perdieron muchas en las turbulencias políticas de Roma que ocurrieron después de la salida de Azara, pero aun se conservan porción de preciosos cuadros originales, que posee hoy su heredero el actual marqués de Nibbiano. La librería constaba de veinte mil volúmenes.
{19} Thiers, Revolución, tomo V, cap. 12.
{20} Carta del embajador marqués del Campo al príncipe de la Paz, en 31 de marzo, 1798.
{21} Los franceses, en su deseo de sacarle cuanto antes de Italia, donde tanto temían su presencia, resolvieron llevarle a Francia, trasladándole primero a Brianzon, después a Grenoble, y por último dieron orden para que fuese llevado a Dijon. Ya había partido de Grenoble, mas habiéndose detenido en Valence del Delfinado, donde le alcanzó la orden conseguida por Azara de suspender el viaje, la edad, los disgustos, las molestias y malos tratos hicieron sucumbir en aquella ciudad al atribulado Pío VI.– Memorias de Azara.– Correspondencia diplomática de Francia y de Italia: Archivo del Ministerio de Estado.– Artaud, Vidas de los soberanos pontífices.
{22} «Atendiendo (decía) a las reiteradas súplicas que me habéis hecho, así de palabra como por escrito, para que os eximiese de los empleos de secretario de Estado y de sargento mayor de mis Reales Guardias de Corps, he venido en acceder a vuestras reiteradas instancias eximiéndoos de dichos dos empleos, nombrando interinamente a don Francisco de Saavedra para el primero, y para el segundo al marqués de Ruchena, a los que podréis entregar lo que a cada uno corresponda, quedando vos con todos los honores, sueldos, emolumentos y entradas que en el día tenéis: asegurándoos que estoy sumamente satisfecho del celo, amor y acierto con que habéis desempeñado todo lo que ha corrido bajo vuestro mando; y que os estaré sumamente agradecido mientras viva, y que en todas ocasiones os daré pruebas nada equívocas de mi gratitud a vuestros singulares servicios. Aranjuez y marzo 28 de 1798.– Carlos.– Al Príncipe de la Paz.»
{23} Nos referimos aquí a los juicios que en la corte se hacían sobre la particular estimación que la reina María Luisa parecía tener en aquel tiempo hacia otro guardia de Corps llamado Mallo, que entre otras distinciones obtuvo la de ser nombrado mayordomo de semana, y que con motivo de ostentar cierto lujo y boato en su porte dio ocasión a las murmuraciones de los cortesanos, y aun a dichos agudos del mismo príncipe de la Paz en conversaciones confidenciales con el rey. Don Andrés Muriel, que en su historia manuscrita de este reinado no pierde ocasión de dar cabida en ella a todas las noticias y anécdotas de esta especie, sin velo ni disfraz, siquiera fuese trasparente, cuenta también lo que se juzgaba y decía de aquel trato. Nosotros, que nos hemos propuesto no hacer históricos los actos de la vida privada de los reyes sino cuando a ello nos obliga la influencia que ejercieran en la marcha de la cosa pública, procuramos cuanto podemos indicarlos solo ligeramente, en cuanto baste para significar que no nos son desconocidos, pero que no hacen al objeto y a la índole de nuestra historia.
{24} Explican este compromiso por una carta imprudente que dicen haberle escrito en momentos en que el apasionamiento no da lugar a la reflexión ni a la previsión, y que el favorecido guardaba como una arma de segura defensa para cualquier evento, bien de inconsecuencia, bien de enojo, y era como su áncora de salvación en las borrascas. Pero el mismo escritor que revela el indiscreto contenido de esta carta, concluye por dudar de la certeza del fatal documento.
{25} En el Archivo del Ministerio de Estado existe y hemos visto original gran parte de esta correspondencia, de una y otra época, frecuente y casi nunca interrumpida.
{26} Carta del príncipe de la Paz al marqués del Campo, de Aranjuez a 15 de enero de 1798.
{27} Esta dama, nacida en España, que tanta celebridad adquirió durante la revolución francesa, así por su hermosura como por algunos actos notables de su vida y por los personajes con quienes estuvo unida, casó sucesivamente con Mr. Tentenay, consejero del parlamento de Burdeos, con el famoso termidoriano Tallien, y con el príncipe de Chimay, por haberse divorciado de los dos primeros. En los días del terror estuvo presa en la Force y en vísperas de ser llevada al patíbulo, en cuyo estado escribió y tuvo ardid para hacer llegar una enérgica carta a Tallien, excitándole a deshacerse de Robespierre, lo cual parece contribuyó en parte a la caída y suplicio de aquel gran terrorista, a que debió ella su salvación. Tuvo también amistad con madama Beauharnais, después emperatriz de los franceses. Hecha la restauración de los Borbones, vivió retirada en París.
{28} Archivo del Ministerio de Estado, Leg. 49, núms. 4, 6 y 8.
{29} «Parece, decía Cabarrús, que la prudencia aconseja que moderando los pasos de mediación ya interesados, no nos comprometamos a no tomar parte en la guerra, si esta fuese inevitable; pues si Portugal hubiese de ser conquistado, no es dudable que sería muy conveniente que esta conquista se hiciese para nosotros y por nosotros, y este sistema de manifestarnos prontos a seguir contra Portugal las miras de Francia, tiene a mis ojos la inapreciable ventaja de cohonestar el aumento muy considerable que sin perder un instante conviene hacer en el ejército, mejorando al mismo tiempo la organización en términos de hacernos respetables. No porque yo crea que el designio verdadero de estas gentes es hacer a Portugal una guerra que les sería demasiado gravosa sin nuestra cooperación, sino que quieren precisarnos a apoyar sus amenazas para conseguir mejores condiciones y a pagar nuestra mediación; y según he podido inferir, Truguet va encargado de proponer a V. E. la cesión de la Luisiana, de la cual debería la corte de Lisboa indemnizar a la España cediéndole la isla de Madera y de Santa Catalina, u otro equivalente, que importa poco a este gobierno, pues su objeto principal es conseguir la Luisiana ahora, y sacar este partido de las desavenencias de Portugal: y como esta cesión de la Luisiana, cuando Su Majestad se determine a ella, debe ser el precio de la paz general y si puede ser de Gibraltar, la sagacidad de V. E. comprenderá que el juego actual es, parece, no tan solo moderar el interés a favor de la paz de Portugal, sino entrar en las intenciones amenazadoras de la Francia contra aquella potencia, pues cuanto más se acalore la mediación, más se empeñará este gobierno, en que la costeemos con el sacrificio que exige.– Cabarrus al príncipe de la Paz, París, enero de 1798.
{30} La desconfianza entre ambos gabinetes, y sobre todo la prevención del Directorio contra el príncipe de la Paz, se manifestó también con otro hecho muy significativo. El director del Gabinete de Historia natural de Madrid, don Eugenio Izquierdo, había pasado a París con la misión ostensible de visitar y estudiar los establecimientos científicos. Pero el gobierno francés, receloso ya sin duda de la amistad de Izquierdo con el primer ministro de España y sospechando que su viaje tuviera otro objeto, le interceptó la correspondencia, y parece haber descubierto en algunas cartas que la ciencia y las relaciones de Izquierdo con los sabios franceses habían sido buscadas y empleadas como un buen medio para explorar la política y el espíritu del gobierno de la república, por lo cual fue reducido a prisión, y este hecho produjo después reclamaciones de parte de nuestra corte. Muriel, lib. IV. Correspondencia de Azara.
{31} Algunos años más adelante, con motivo de un suceso grave para él, tuvo ocasión Mazarredo de demostrar la injusticia de aquella inculpación, explicando todas las razones de su conducta, confirmadas por los marinos, y por otros testigos de vista. Hay una representación suya, en que consta todo esto, la cual se imprimió en 1810.
{32} Se halla en la Gaceta de 16 de febrero, 1798.
{33} Parece que se retiró volviendo la espalda al rey, y no dando pasos hacia atrás como era costumbre, lo cual disculpó él, diciendo que eran modales republicanos.
{34} Real decreto de 23 de marzo, 1798.
{35} A indicación y por consejo de Cabarrús, cuando éste volvió de París rechazado como embajador por aquel gobierno, había el príncipe de la Paz obtenido del rey, que llamase a los ministerios de Hacienda y Gracia y Justicia a don Francisco Saavedra y don Melchor Gaspar de Jovellanos. Cuenta Godoy en sus Memorias que en la carta a este último, le llamaba con la siguiente frase de confianza: «Venga V. pues, amigo mío, a componer nuestro Directorio monárquico.» Que Jovellanos hubo de enseñar esta carta a algún amigo imprudente, y que divulgada la especie, se la hizo llegar a noticia del rey, tergiversada y vertida de este modo: «Venga V. pues a componer nuestro Directorio ejecutivo.» Que sobre esta frase mediaron explicaciones entre él y el soberano, y que aunque le mostró la copia de su carta, le pareció que Carlos IV no quedó del todo satisfecho.– Godoy, Memorias, cap. 47.
{36} Afirma Muriel, en su Historia MS. de este reinado, que llegó el rey a extender un decreto terrible de proscripción contra Godoy, el cual entregó a Saavedra, pero que tratado el caso con Jovellanos, se logró modificarle por razones de política. Ceán Bermúdez, en sus Memorias para la vida de Jovellanos, dice que era grande el descontento del rey, y el horror con que miraba a Godoy, que en la opinión de algunos era la ocasión de acabar con él; pero que Saavedra y Jovellanos se opusieron al trágico fin del valido haciendo que se redujese el decreto a lo que después se vio.– Todo lo contrario asegura el príncipe de la Paz en sus Memorias, al referir el trabajo que le costó arrancar del rey que le admitiese la dimisión que tenía solicitada; y cuenta que el 28 de marzo, preguntándole a qué fin retardaba tanto tiempo su descanso, puesto que sabía tenía ya firmado el decreto, le sacó el rey del bolsillo con los ojos enternecidos, le alargó la mano de amistad, le dio el decreto, y se retiró a su aposento sin hablar más palabra.