Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro IX Reinado de Carlos IV

Capítulo VII
España y la República francesa
Hasta el Consulado
1798-1799

El ministro Saavedra sumiso a la voluntad del Directorio.– Providencias contra los emigrados franceses.– Azara embajador en París.– Reanuda la negociación de la paz con Portugal.– Cómo y por qué causas se frustró.– Fuga de París del ministro portugués.– Célebre expedición de Bonaparte a Egipto.– Conquista de Malta.– Gloriosos triunfos de Bonaparte.– Alejandría, el Gran Cairo, las Pirámides.– Política singular de aquel guerrero.– Memorable derrota de la escuadra francesa en Abukir.– El almirante Nelson.– El Gran Turco declara la guerra a Francia.– Segunda coalición de las potencias.– Esfuerzos de España para el mantenimiento de la paz.– Los ingleses nos toman a Menorca.– Malograda insurrección en Irlanda.– Invasión de Roma por el rey de Nápoles.– Ovaciones que recibe.– El general francés Championnet derrota el ejército austro-napolitano.– Apodérase de Nápoles.– Funda la república Partenopea.– Abdicación del rey del Piamonte.– Reclama Carlos IV su derecho a la corona de las Dos Sicilias.– Desdén con que oye el Directorio su reclamación.– Desavenencias entre el ministro Urquijo y el embajador Azara.– No logra el emperador de Rusia hacer entrar a España en la coalición.– Campañas del Danubio y de Italia.– Triunfos de Suwarow.– Derrota de ejércitos franceses.– Pierden la Italia.– Agitación en París.– El 30 de prairial.– Representación del embajador español.– Medidas revolucionarias del nuevo Directorio.– Guerra de Italia.– Batalla de Novi, desastrosa para los franceses.– Irritación de los ánimos en París.– Los patriotas, la imprenta, los clubs, los Consejos, el Directorio.– Buscábase quien pudiera salvar la Francia.– Memorable victoria de Massena en Zurich, derrota y retirada de los ejércitos rusos.– Regresa Bonaparte de Egipto.– Desembarca en Frejus: pasa a París: entusiasmo y conmoción general.– Situación de la Francia.– Presentimiento general de una gran revolución.– Destrucción de la constitución del año III.– El consulado provisional: Bonaparte cónsul.– Relaciones entre España y Francia en este tiempo.– Escuadras españolas al servicio de la república.– Sus movimientos y destino.– Sumisión del gobierno español al francés.– Humillante carta de Carlos IV al Directorio.– Es relevado Azara de la embajada de París.– Sus relaciones con Bonaparte.– Se retira a Barcelona.– Declaración de guerra entre Rusia y España y sus causas.– Situación de las cosas a fines de 1799.
 

Retirado del ministerio el príncipe de la Paz (28 de marzo, 1798), y habiendo tenido tanta parte en este suceso las gestiones y las instancias del Directorio francés, el gobierno español mostrose tan afanoso de acreditar su adhesión a la república, y tan dócil y obsecuente a las exigencias del embajador Truguet, que inmediatamente dio orden para que fuesen expulsados del reino los emigrados franceses, sin exceptuar los más distinguidos personajes de la nobleza de Francia, ni aun al mismo duque de Havré, con tener el carácter de Grande de España, y con ser el encargado por el conde de Provenza (después Luis XVIII) de comunicarse y entenderse con la corte y con la familia real de España. Ejecutose la orden con tal rigor, que hasta se enviaban alguaciles a las casas donde se sospechaba haber emigrados, y se empleaban espías para descubrir desertores. Se prohibió más estrechamente la introducción y venta de mercancías inglesas; y para que la república no dudara de la completa sumisión del gobierno español, se previno a los predicadores que se abstuvieran, según les estaba ya ordenado, de hablar en el púlpito de materias políticas, y sobre todo de proferir expresiones que pudieran ofender al gobierno de la nación vecina, o dañar o lastimar de algún modo la buena unión y amistad de ambas potencias{1}.

Como otra prueba del vivo deseo de complacer al Directorio y vivir con él en la mejor armonía le presentó el ministro Saavedra el nombramiento que hizo en don José Nicolás de Azara, ya antes propuesto por el príncipe de la Paz, para embajador de España cerca de la república. Era en efecto el antiguo embajador de Roma agradable al Directorio por sus relaciones y su comportamiento con los generales franceses en los acontecimientos de Italia. Y ciertamente, en su discurso o arenga a los directores al presentar sus credenciales (29 de mayo, 1798), no solamente pudieron aquellos quedar muy satisfechos de las palabras afectuosas de Azara, sino que este ministro se expresó en términos tal vez excesivamente lisonjeros para la república y de exagerada adhesión por parte de la nación española y de su soberano, puesto que entre otras frases emitió las siguientes: «El rey mi amo es vuestro primer aliado, el amigo más leal, y aún el más útil de la república francesa... El carácter moral del soberano, a quien tengo la honra de representar aquí, afianza toda la exactitud deseable para cumplir sus empeños, y su probidad os asegura una amistad franca, leal y sin sospecha. La nación a quien gobierna está reconocida por su delicado pundonor; es vuestra amiga sin rivalidad cerca de un siglo hace; y las mudanzas acaecidas en vuestro gobierno, en vez de debilitar dicha unión, no pueden servir sino a consolidarla cada día más, porque de ella depende nuestro interés y nuestra existencia común{2}»

Así fue que los Directores se mostraron altamente satisfechos de las manifestaciones del nuevo embajador, y en su respuesta le expresaron también en nombre de la república su agradecimiento por el interés que en la suerte de los franceses había tomado en tiempos y circunstancias espinosas. Tales testimonios de estrecha adhesión por parte de España daban lugar a creer que ni la Francia sería moderada en exigir, ni el gobierno español escaso en condescender.

Uno de los graves negocios que Azara encontró pendientes de solución fue el de la paz con Portugal, negocio en que Carlos IV había mostrado el mayor interés y el más decidido empeño, con el buen deseo de librar a sus hijos los príncipes regentes de aquel reino de las calamidades de la guerra con que la Francia le estaba continua y obstinadamente amenazando; pero negocio que, sobre haberse malogrado muchas veces, había tomado, como antes hemos visto, un repugnante aspecto, por los inmundos cohechos, sobornos y verdaderas estafas que en la negociación se habían empleado, de que no salió sin tacha de impureza la reputación de los mismos Directores, y que había producido la prisión en el Temple del negociador portugués como si fuese el criminal más miserable y abyecto. Azara recibió de la corte española la misión de rehabilitar en París el tratado, poniendo para ello a su disposición la suma de ocho millones de reales, y más si fuese menester, que así se acostumbraba a tratar con el corrompido gobierno del Directorio. Propúsose Azara no solo reanudar la negociación sin que costara un real al tesoro de España, sino también investigar el paradero de los dos millones que se suponían dados a uno de los directores. Ambos objetos logró, descubriendo respecto al segundo las manos entre las cuales aquella cantidad había desaparecido, y alcanzando, relativamente a lo primero, que se volviera a entrar en negociación, si bien exigiendo el Directorio algún sacrificio más a la nación portuguesa, y que el tratado le hubiera de firmar Azara solo, como plenipotenciario de Portugal, cuyas credenciales de tal le había enviado ya aquella corte.

Hizo ver el ministro español la conveniencia y aun la necesidad de que autorizara con él el tratado otro plenipotenciario portugués, pues miraría aquella nación como un desdoro que un extranjero firmara su paz, como si no hubiese en todo el reino persona capaz de negociarla. Accedió a ello el Directorio, no sin repugnancia, y a condición de que el ministro portugués que fuese nombrado llevara poderes ilimitados para firmar sin nuevo examen lo que con Azara se había convenido. Nombró en efecto la corte de Portugal a don Diego Norohna, embajador que había sido en Roma y en España, el cual partió inmediatamente para Madrid. Mas como entrase en el ánimo del ministro Pinto entorpecer la conclusión de la paz, porque así lo exigían el interés de Inglaterra y la política de Pitt a que él estaba adherido, expidiole los poderes sin la cláusula de ilimitación que el Directorio había puesto como condición precisa; y por más que Azara despachó varios correos a Madrid advirtiendo que no se presentara si carecía de aquella circunstancia su plenipotencia, Norohna se presentó en París sin llevar en sus poderes aquel requisito.

Gran sorpresa y disgusto causó esta noticia a Azara; grande era en verdad su compromiso, y no fue pequeño su apuro para participarlo al Directorio. Y por más arte que empleó para templar el enojo que había de producir la primera impresión, y para evitar después un golpe brusco y una resolución funesta, al fin no le fue posible aplacar la indignación de los directores; y como supiese un día que estaba ya extendido el decreto ordenando a la policía que encerrase a Norohna en las prisiones del Temple, apresurose, como único remedio que veía para evitar aquel nuevo escándalo, a prevenir a Norohna que aquella misma noche antes de amanecer partiese para España, si bien haciendo jornadas cortas so pretexto de falta de salud, como así lo verificó. Azara despachó un correo a su corte noticiando todo lo acaecido, y con la contestación de aquella se dio orden al plenipotenciario portugués para que no se acercara a Madrid ni sitios reales, y prosiguiera en derechura a Lisboa. A los dos meses de este suceso propuso el ministro portugués Pinto al Directorio la ratificación de la paz con las ventajas que la Francia pedía, y aun con algunas más, a condición de que se excluyera de la mediación a España. Manejos y ardides de Pinto y de Pitt para ganar tiempo y frustrar el tratado, pero que comprendió bien el Directorio, no haciendo caso de la propuesta. Así acabó otra vez aquella infeliz negociación, por intriga de los gobiernos de Inglaterra y Portugal{3}.

Realizó por este tiempo Bonaparte aquella atrevida empresa con que sorprendió y asombró a la Europa y al mundo, aquel gran pensamiento que por muchos meses había sabido tener oculto y preparar con impenetrable misterio, aquel plan que su ardiente y viva imaginación le representaba como una cosecha segura y abundante de gloria propia, de laureles para su ejército, de engrandecimiento y prosperidad para la Francia, de ruina y destrucción para Inglaterra, la famosa expedición a Egipto. Dominar para siempre el Mediterráneo, convirtiéndole en un lago francés, afirmar la existencia del imperio turco o tomar la mejor parte en sus despojos, hacer el Egipto una colonia de la Francia y el emporio de su comercio, o destruir desde allí las posesiones inglesas de la India y arruinar la Gran Bretaña para caer después con más seguridad y en tiempo más oportuno sobre aquel reino y acabar de anonadarle, estas y otras ventajas se proponía Bonaparte en aquel gran proyecto, para el cual tuvo que vencer hasta la repugnancia del Directorio, único a quien había confiado su secreto{4}.

No había en verdad razón que justificara la invasión; y el solo pretexto que se alegaba para cohonestarla era la opresión en que tenían al Egipto los Beyes, con lo cual se hacían o aparentaban hacerse la ilusión de que la Puerta Otomana no solo no resistiría la agresión del Egipto por los franceses, sino que lo miraría como un servicio, puesto que era el medio de impedir que Austria y Rusia pudieran realizar sus planes de agresión contra Turquía. El ministro Talleyrand se encargaba de ir a Constantinopla a recabar de la Puerta que aprobara la expedición. Pero la verdad era que ante la perspectiva de la utilidad se pensaba poco en la justicia o injusticia de la empresa. Y por otra parte no le pesaba al Directorio tener ocasión de alejar de Francia a un general cuya popularidad, cuyo genio ambicioso y emprendedor, y cuya aptitud para los negocios así políticos como militares, le traía inquieto y zozobroso, y no sin razón, porque ya se dejaba vislumbrar el pensamiento de arrojar un día del palacio de Luxemburgo a los que él llamaba los Abogados.

Arengó Bonaparte al ejército expedicionario, el ruido de las salvas anunció la salida de la escuadra del puerto de Tolón, y todavía se ignoraba a dónde se dirigía aquella poderosa armada que siempre se había creído estarse aprestando contra Inglaterra. Los trasportes reunidos en Tolón, Génova, Ajacio y Civita-Vecchia ascendían a cuatrocientos: entre navíos de línea, fragatas y corbetas componían otros ciento; de modo que surcaban a la vez el Mediterráneo quinientas velas, conduciendo a bordo cerca de cuarenta mil hombres de todas armas y diez mil marinos. Llevaba Bonaparte consigo ingenieros, sabios, artistas, geógrafos, dibujantes, impresores, hasta el número de cien individuos, con una colección completa de instrumentos físicos y matemáticos, y con imprentas de caracteres griegos y arábigos que había tomado en Roma. Entre los sabios que le acompañaban, queriendo participar de la gloria y la fortuna del joven general, se contaban los célebres Monge, Bertholet, Fourrier, Dolomieux y otros hombres distinguidos. Grande honra para él y prueba grande también de la confianza que inspiraban sus empresas.

La primera operación de Bonaparte fue apoderarse de la isla de Malta (10 de junio, 1798), para lo cual lo tenía todo de antemano preparado, ganando a algunos de los caballeros y contando con la debilidad del gran maestre, pues de otro modo no habría tenido ni tiempo ni medios para la conquista de una plaza que se conceptuaba inexpugnable, y mucho más sabiendo que iba ya en alcance suyo el intrépido Nelson con la escuadra inglesa. «Fortuna ha sido, dijo admirando las fortificaciones uno de los jefes de la expedición, hallar en la plaza quien nos abriese las puertas.» Arregladas las condiciones con que los caballeros habían de dejar a la Francia la soberanía de Malta e islas dependientes, tomó Bonaparte posesión del primer puerto del Mediterráneo y uno de los mejores del mundo, dejó en él a Vaubois con tres mil hombres de guarnición, organizó la administración civil y municipal de la isla, y a los diez días se dio a la vela para la costa de Egipto{5}.

El 1.º de julio (1798), al mes y medio de haber salido de Tolón, llegó la expedición francesa a la vista de Alejandría, con la fortuna de no haberla encontrado Nelson que con la escuadra inglesa la buscaba solícito por aquellos mares, y la habría alcanzado en Malta si la rendición de esta plaza no hubiera sido tan pronta. Muy pronto cayó también en poder de Bonaparte la ciudad fundada por Alejandro, en otro tiempo tan célebre. El hábil general prometió conservar las autoridades del país, respetar las propiedades y las ceremonias religiosas, y no privar de su dominio al Gran Señor, declarando que solo iba a libertar el país de la dominación de los mamelucos y a vengar los ultrajes hechos por éstos a la Francia. Ejecutado esto, y dejando en Alejandría, como lo hizo en Malta, tres mil hombres de guarnición al mando de Kléber, y dadas al almirante Brueys las órdenes oportunas para que pusiese al abrigo la escuadra, emprendió la conquista del Cairo, cuyas torres descubrió con indecible alegría el ejército francés (21 de julio, 1798), después de penosas marchas por desiertos y movedizos arenales sin agua y sin sombra, bajo la influencia de un sol abrasador, que hacía desesperar a jefes y soldados, y de cuya fatiga solo pudieron consolarse y aliviarse cuando llegaron al Nilo y se precipitaron a refrescarse y bañarse en sus olas. «Pensad, les decía Bonaparte a sus soldados al divisar a su derecha las gigantescas pirámides del desierto doradas por los rayos del sol, pensad que desde lo alto de esos monumentos cuarenta siglos os contemplan

No nos incumbe a nosotros, historiadores de España, describir la famosa batalla y triunfo de las Pirámides, la derrota de Murad-Bey con sus numerosas legiones de ligeros mamelucos, y la entrada de Bonaparte y su victorioso ejército en el Cairo. Cúmplenos sin embargo observar y admirar la hábil, astuta y singular política del general conquistador para captarse, no solo la benevolencia, sino hasta el afecto del pueblo conquistado: su respeto al culto y a las costumbres de los naturales, la conservación de sus cadíes o jueces propios, el establecimiento de un diván compuesto de los principales jeques y de los habitantes más distinguidos, las esperanzas de mejorar la suerte de los coptos para atraerlos a su devoción, la protección a las caravanas y a los peregrinos que iban a la Meca, su ostentación y su lenguaje oriental, su asistencia a la gran solemnidad con que se celebraba la subida del Nilo, su presencia en la gran mezquita, sentándose como los musulmanes, y rezando con ellos las letanías del Profeta, hasta el punto de que los grandes jeques (scheiks) obligaran ellos mismos a los egipcios a someterse al enviado de Dios que respetaba al Profeta, y venía a vengar a sus hijos de la tiranía de los mamelucos. Ni es menos de admirar y aplaudir que al tiempo que de esta manera halagaba las preocupaciones populares, trabajara por derramar la civilización y la ciencia en el país, creando el célebre Instituto del Cairo, en que reunió a todos los sabios y artistas que había llevado consigo, y cuyo primer presidente fue el ilustre Monge, y el segundo el mismo Bonaparte.

Pero en este tiempo y al lado de estas glorias sobrevino al victorioso general, y con él a toda la Francia, uno de los más desastrosos infortunios que experimentó en todo el período de la revolución. Milagro parecía, y fortuna rara había sido, sin negar por eso la parte de habilidad que en ello hubiese, que la escuadra francesa hubiera arribado a Egipto sin tropezar con la británica que desde su salida de Tolón andaba recorriendo puertos y mares en su busca y seguimiento. Nelson, que se había perdido en conjeturas acerca del rumbo y del destino de la expedición francesa, y la había buscado en Tolón, en las costas de Toscana, en Nápoles, en Sicilia, en Alejandría, yendo y volviendo y vagando por el Archipiélago y el Adriático, hallola por fin anclada en la bahía de Abukir (1.º de agosto, 1798), formando una línea arqueada paralela a la costa, de tal modo que el almirante Brueys la creía inexpugnable, no sospechando que pudiera ser atacada por retaguardia, en la creencia de que no podía pasar un navío por entre la línea y un islote en que se apoyaba. Pero el intrépido Nelson ejecutó esta operación por medio de una atrevida maniobra y a pesar del riesgo de los bajíos, con gran sorpresa de Brueys, y empeñose aquel terrible combate naval que tan funesto fue a los franceses, no obstante los prodigios de valor que éstos hicieron. El resultado de aquella célebre batalla, que los franceses llaman de Abukir, y los ingleses del Nilo, fue la completa destrucción de la escuadra francesa: el almirante Brueys murió, como él decía que debía morir un almirante, dando órdenes, y Nelson fue herido en la cabeza de un casco de bomba, en términos que se temió al pronto por su vida, mas luego se declaró la herida no peligrosa con gran regocijo de oficiales y soldados. Al saber Bonaparte el infortunio de Abukir, exclamó con heroica serenidad: «Pues bien, es preciso morir aquí, o salir con tanta gloria como los antiguos.{6}»

Falta le hacía aquella grandeza de alma: porque si bien el joven general republicano tenía absorto al mundo con tan atrevida empresa y con el modo maravilloso de ejecutarla, al cabo después del desastre de Abukir se encontraba encerrado en el Egipto con solos treinta mil hombres, amenazado de una nueva confederación de las potencias europeas contra la Francia. En efecto, era de esperar que Inglaterra no quisiera perder tan buena ocasión para alarmar y concitar a otras naciones, comenzando por Turquía, que inquieta ya desde la toma de Malta, pero mucho más con la ocupación de Alejandría y del Gran Cairo por los franceses, temía con razón la pérdida del Egipto, y aún sospechaba en Bonaparte otros más gigantescos proyectos, hasta el de arrojarse después sobre Constantinopla o la India. Así fue que antes que Talleyrand saliera de París a dar satisfacción a la Sublime Puerta, el Gran Señor se mostró altamente indignado de la injustificada agresión de uno de sus más importantes dominios, sin haber por su parte ofendido en nada a la república y estando en buenas relaciones con ella. En su primer enojo habría encerrado en el castillo de las Siete Torres al embajador de la república, el ciudadano Ruffin, a no haber mediado el ministro de Holanda, y más especialmente el de España, don José de Bouligny, que a nombre de su soberano procuró templar al Sultán, y persuadirle de que la Francia no abrigaba intenciones hostiles contra la Puerta, y solo se había propuesto castigar a los beyes de Egipto, o enemigos también o poco afectos al Gran Señor. Mas ni las razones del ministro de España bastaron a convencerle, ni su intervención alcanzó a evitar que declarara solemnemente la guerra a Francia (4 de setiembre, 1798), ordenando la reunión de un ejército para la reconquista del Egipto{7}.

Al mismo tiempo Nápoles, donde Nelson había ido a carenar su victoriosa aunque malparada escuadra, Nápoles, a pesar de los tratados que le unían con la república y del parentesco de su soberano con el español, abría todos su puertos y astilleros al almirante inglés, el rey y la reina le recibían como a libertador del Mediterráneo, y mostraban abiertamente sus tendencias a hostilizar la Francia, y a provocar un levantamiento general contra ella, excitando principalmente la Toscana y el Piamonte. El emperador Pablo I de Rusia acogió fácilmente las sugestiones de Inglaterra, y exaltada su imaginación con el protectorado de la orden de Malta y con la idea de hacerse el caudillo de la nobleza europea, ofreció la cooperación de sus ejércitos contra la república, en unión con potencias que antes parecían enemigas irreconciliables. Mas remisa, y no tan pronta a decidirse la corte de Viena, como quien había experimentado los efectos de la anterior lucha, y andaba todavía en negociaciones con Francia sobre indemnizaciones, no se resolvía hasta ver si Prusia salía de su neutralidad y entraba en la nueva confederación; pero veíase ya su propensión a unirse con las demás potencias. De todo esto previno y advirtió con tiempo al Directorio francés el embajador español Azara; pero a pesar de los datos en que fundaba sus noticias y del buen concepto en que tenía aquel gobierno al ministro español, ni le dieron crédito, ni los hizo despertar de la confianza en que su orgullo los hacía dormir{8}.

Luego se verá cómo se cumplieron las predicciones y los avisos de Azara, tan descreídos y menospreciados por el Directorio. En honor de la verdad, en esta ocasión el gobierno español, temiendo por una parte los progresos del sistema republicano, recelando por otra que en el caso de una nueva guerra europea había de sufrir y expiar su amistad con la república, hizo laudables esfuerzos en favor del mantenimiento de la paz, por medio de sus representantes, y en este sentido trabajaron Bouligny en San Petersburgo, Campo Alange en Viena, y Azara en París. Ellos dieron margen a discusiones sobre arreglo, produjeron alguna demora de parte de algunos gabinetes, pero no alcanzaron a evitar la guerra, y España experimentó en efecto muy pronto sus consecuencias.

En tanto que una escuadra de la Gran Bretaña, reforzada después con una flota portuguesa, bloqueaba a Malta poniendo en grande aprieto la guarnición, otra expedición de seis a siete mil ingleses partía de Gibraltar para acometer a Menorca. Descuidadas o no muy atendidas las fortificaciones de la plaza desde los tiempos de Crillón, tampoco las tropas españolas que la guarnecían hicieron la resistencia que les imponía su deber, y que la nación tenía derecho a esperar, y Menorca pasó otra vez a poder de los ingleses, mediante una capitulación (10 de noviembre, 1798), en que se estipuló que la guarnición española sería trasportada a un puerto de la península. Entrega lamentable, tan dolorosa para España como deshonrosa para los jefes militares a quienes la conservación y defensa de aquella importante posesión estaba confiada{9}.

Tampoco la Francia anduvo ni solícita ni cuerda para aprovechar las ocasiones que se le presentaban de dañar a la Inglaterra su enemiga, principalmente la que le ofrecían los descontentos de Irlanda, que ansiosos de sacudir la dominación inglesa, prontos a alzarse contra ella, y ansiando y pidiendo el auxilio de Francia, y aun de España, por la antigua simpatía que hacia esta nación, y su gobierno conservaban los católicos irlandeses, una invasión oportuna en aquel país habría puesto en mayor aprieto y conflicto la Gran Bretaña. Pero el Directorio, preocupado con la expedición de Egipto, dejó pasar la oportunidad, y en vez de emancipar a los irlandeses fue causa de que se apretaran más los hierros de su servidumbre. Fiados aquellos patriotas en el socorro, que de continuo les ofrecía la república, siempre al parecer preparadas las expediciones en los puertos de Francia, se insurreccionaron al fin; pero solos, sin auxilio, y mal armados y organizados, después de varios combates, gloriosos algunos, y desgraciados los más, vencidos y derrotados por los ingleses, el levantamiento no produjo sino víctimas y castigos ejemplares. Entonces fue cuando el Directorio ordenó que se diesen a la vela dos divisiones navales con destino a desembarcar en Irlanda: pero la mayor, que había de partir de Brest, no pudo salir del puerto por falta de fondos para pagar las tropas, y solo se embarcó la de Rochefort al mando del general Humbert con mil quinientos hombres, sin otro apoyo, y en la peor ocasión para los pocos insurgentes que habían quedado. Así fue que solo pudo sostenerse Humbert en Irlanda un mes justo, siendo el resultado quedar él batido y prisionero por el general Cornwallis (22 de setiembre, 1798), y descubiertos y deshechos todos los planes de la Unión Irlandesa{10}.

De todos los soberanos a quienes el gobierno inglés se había dirigido excitándolos a la segunda coalición contra Francia, el más dispuesto, el primero y el que con más resolución se decidió a hacer armas contra la república francesa fue el rey de Nápoles Fernando IV, que alarmado y altamente resentido de las pretensiones y aún de los insultos de la república romana su vecina, y despreciando los consejos de su hermano el rey de España, y sin esperar los auxilios de Austria y de Rusia, se precipitó a la guerra{11}. Siguiendo opuestos partidos los dos Borbones hermanos de España y Nápoles, no solo había ya frialdad entre las dos familias, sino que daba Carlos IV por desposeído a su hermano de los reinos de Nápoles y de Sicilia en el caso de empeñarse éste en una guerra contra la Francia, y habiéndole insinuado el embajador español en París don José Nicolás de Azara que no debería malograr aquella ocasión para colocar en Sicilia al infante duque de Parma con título de rey, alegando que aquel reino había pertenecido a España y no había podido nunca renunciarse, la idea no solo halagó a Carlos IV sino que le inspiró el pensamiento de aspirar a coronar allí al infante don Carlos, su hijo segundo, manteniendo al de Parma en sus estados. El embajador y el rey padecían en esto, el uno ilusión, el otro ceguedad, pues nada estaba más distante de las intenciones del Directorio que permitir, ni menos proteger el acrecentamiento del poder español con nuevos dominios; y si había estimulado a Carlos IV a llevar la guerra a Portugal con el aliciente de apropiarse algunas provincias de aquel reino, hacíalo solo como medio de perjudicar a Inglaterra.

Resuelto pues el rey de Nápoles a emprender la lucha, empujado por la reina{12}, por la famosa lady Hamilton, y por su primer ministro y favorito Acton{13}, fiado en su alianza con Austria y en la protección de la escuadra de Nelson, a quien miraba como a un dios tutelar, haciendo tomar las armas a la quinta parte de la población, hechas rogativas y novenas a todos los santos, incitados el Piamonte y la Toscana a sublevarse, nombrando general en jefe del ejército al general austriaco Mack, y decretados imprudentemente de antemano ciertos honores triunfales, emprendió Fernando su marcha sobre Roma, y franqueó la frontera (4 de noviembre, 1798) a la cabeza de cincuenta mil napolitanos. El general Championnet que mandaba las escasas y diseminadas tropas de la república francesa, concentró las que tenían Macdonald, Rey y Lemoine, y dejando guarnecido el castillo de Sant-Angelo salió de Roma, replegándose sobre Ancona y Civita-Castellana. Con esto entraron sin obstáculo en Roma (29 de noviembre, 1798) Fernando de Nápoles y el austriaco Mack, excitando el entusiasmo popular, y siendo objeto de locas ovaciones, en tanto que sus soldados saqueaban la ciudad, ultrajaban a los tenidos por revolucionarios, y exhumaban y escarnecían los restos del desgraciado Duphot.

Por muy cortos y breves días gozó el monarca napolitano de su efímero triunfo. Empleando Championnet hábiles recursos y diestras maniobras, tomó muy pronto la ofensiva, y derrotada la vanguardia de Mack en Terni por las tropas de Lemoine, batido otro cuerpo napolitano en Fermo, deshecha por Macdonald la división de Colli en Civita-Castellana (4 de noviembre, 1798), rendidos a Championnet otros cinco mil napolitanos en las cercanías de Calvi, y entregadas las armas por otros cuatro mil en la Storta, solo un general de los de Nápoles, Roger de Damas, emigrado francés, logró, aunque a costa de sangre, ganar a Civita-Vechia. Con esto volvió a penetrar Championnet en Roma (13 de diciembre), de donde huyó secretamente el rey de Nápoles embarcándose para Sicilia. El general Mack, después de haber intentado sostenerse entre Capua y Caserta, hizo dimisión de su mando y tomó el camino de Austria. El efecto que produjo en Nápoles la retirada y el regreso del rey formaba verdadero contraste con el júbilo que había embriagado al pueblo a su salida. Ahora generales, ministros, todos eran traidores a sus ojos, y gritaba y pedía armas para degollarlos, así como a los sospechosos de adictos a los franceses. Dióselas el rey, y encomendó la defensa de la capital a los lazzaroni, únicos que no participaban de la cobardía del ejército, de los nobles, de los ministros, y del mismo soberano. Por último, no contemplándose éste seguro en su propia corte, embarcose con la reina y con Acton en la escuadra de Nelson (31 de diciembre, 1798), refugiándose en Palermo, llevándose las alhajas de la corona y los tesoros de los palacios de Caserta y de Nápoles, dejando incendiados los arsenales y encargado de la autoridad regia al príncipe Pignatelli, pero en realidad entregada la población a merced de aquella famosa plebe de Nápoles llamada lazzaroni.

Entretanto Championnet que había salido de Roma avanzaba por el territorio napolitano. Estipulado a orillas del Volturno un armisticio con el austriaco Mack (11 de enero, 1799), de cuyas resultas estuvo éste a punto de ser degollado por sus soldados, y se amparó en el campamento francés hasta poder fugarse a tierras del imperio, se adelantaba Championnet hacia Nápoles, donde los lazzaroni, exasperados y amotinados con la noticia del armisticio, cometieron tales excesos que obligaron al mismo Pignatelli a abandonar la ciudad, y eligiendo por jefe al príncipe Moliterni se prepararon a hacer una defensa desesperada. Con la inmediación del peligro crecieron los desmanes de aquella desenfrenada turba. Moliterni los abandonó, y se erigieron en jefes dos de la plebe llamados Paggio y Miguel el Loco. Todos los habitantes deseaban ya la entrada de los franceses, a trueque de librarse de los furores del populacho. Al fin determinó Championnet asaltar la ciudad: porfiada y heroica fue la resistencia de los lazzaroni; pero sacrificados algunos millares de ellos, prisionero uno de sus jefes, y bajo la promesa que se le hizo de respetar a San Genaro, él mismo se comprometió a hacer deponer las armas a los suyos. Entró pues Championnet en Nápoles (23 de enero, 1799), restableció la tranquilidad, y erigió el reino de Nápoles en república con el nombre de República Partenopea, constituyendo un Directorio al modo del de Francia. Tal fue el resultado de las locuras de la corte de Nápoles, así se trasformó en el espacio de dos meses aquel reino, en esto pararon las ilusiones del monarca napolitano, y esta breve, pero gloriosa campaña valió a Championnet una grande y merecida reputación militar.

Mientras esto pasaba en Nápoles, otro trastorno de gran trascendencia se había consumado en el Piamonte. Estorbaba a los franceses aquel monarca y aquella monarquía, y dueños de la ciudadela de Turín, que ocupaba el general Joubert, apoyando a los republicanos y ayudándolos a apoderarse de las principales plazas de aquel reino, obligaron al monarca piamontés Carlos Manuel a abdicar su corona (9 de octubre, 1798), dejándole solo la isla de Cerdeña, y no erigieron allí república, contentándose con administrar interinamente el Piamonte, considerando sus provincias como departamentos de Francia, hasta ver el resultado de la guerra. Con esto, como observa un historiador ilustre, los dos más poderosos príncipes de Italia, el de Nápoles y el del Piamonte, quedaron reducidos a la posesión de una isla de cada uno de aquellos estados, Sicilia y Cerdeña. Y la Francia, que a principios de 1798 tenía solo tres repúblicas fundadas por ella, la bátava, la cisalpina y la liguriana, contaba en principios de 1799 con otras tres más, la helvética, la romana y la partenopea{14}.

Sin que estos dos ejemplares, unidos a tantos otros anteriores, sirvieran de aviso a Carlos IV para comprender que el designio y el afán de la república francesa su aliada era destruir tronos y democratizar cuantos estados pudiera, fiando todavía en la amistad del Directorio, sin escarmentar con pasados desengaños, y haciendo mérito para con él de haber desaprobado el proceder del rey de Nápoles y su ciega pasión por la Inglaterra, hasta el punto de haber desaparecido toda confianza entre las dos cortes y entre los dos monarcas hermanos, empeñábase en reclamar del Directorio el reconocimiento de sus derechos al trono vacante de las Dos Sicilias, alegando no haber podido su padre privarle de ellos renunciando aquella corona en favor de un hijo menor, y procurando lisonjear a la Francia con la idea de lo mucho que le convendría contar en aquellos países con un aliado fiel, como lo sería un infante de España. Excusado es decir que el Directorio recibió con desdén una reclamación tan contraria a sus miras políticas, y gracias si oyó la proposición con aire risueño y festivo, como decía nuestro embajador en París, y sin mostrar escandalizarse de ella.

Así seguían las relaciones entre España y la vecina república durante el ministerio de Saavedra y el de Urquijo, que por enfermedad de aquél le reemplazó interinamente en el de Estado{15}. Sin embargo, ni el carácter ni las ideas de Urquijo se avenían bien con las ideas y el carácter del embajador Azara, y como éste se había captado el aprecio y la confianza del Directorio, e interesaba mucho al gobierno francés tener a la cabeza del de España persona que se encontrara en aquel caso, propasose el Directorio a escribir a Carlos IV indicándole estar poco satisfecho de Urquijo, e insinuándole lo conveniente que podría ser a ambas naciones el que fuese reemplazado por sujeto que reuniese ciertas cualidades y condiciones, encargando además a su embajador Guillermardet que al entregar la carta al rey le manifestase el gusto con que vería que confiase a Azara la secretaría de Estado. Era ya un paso más de lo que antes había hecho con el príncipe de la Paz. Aunque Azara protestó no haber tenido conocimiento de aquella carta hasta después de dirigida, y de ello avisó a Urquijo, con todo, resentido este ministro, y fundado en el principio innegable de que ningún gobierno tiene derecho a entrometerse en las cosas interiores de otro estado, pero incurriendo él a su vez en lo mismo que con razón censuraba, hizo que el rey escribiera al Directorio, no solo acriminando el paso atrevido del embajador Guillermardet, de quien suponía haber fraguado un papel que no podía ser auténtico, porque estaba seguro de que los directores respetaban el derecho y la libertad de todo soberano de elegir sus ministros, sino pidiendo su inmediata separación, por el agravio que a unos y a otros con su indiscreción y ligereza había hecho{16}.

La carta hirió vivamente a los directores, y hubiera tal vez bastado a producir un rompimiento, a no haber procurado el mismo Azara conjurar la tormenta, calmando a aquellos, y logrando que respondiesen en términos más templados de lo que era de temer y de lo que acostumbraba aquel gobierno en casos tales, considerando como no sucedido todo lo que había pasado, diciendo al rey que esperaban que su ministro se condujera del modo que convenía a la amistad de las dos naciones, y ofreciendo por su parte prevenir a Guillermardet que procediese también de manera que se hiciese agradable a S. M.{17} Con esto continuaron los dos en sus empleos, y Azara en su embajada de París, en más intimidad todavía que antes con el Directorio, y en buena armonía, aunque menos verdadera que aparente, con Urquijo, pues no podía haberla muy sincera, atendidas, como ya hemos indicado, las ideas y las relaciones de cada uno, afiliado el de París al partido que podía llamarse más moderado del Directorio, y en amistad el de Madrid con hombres que pertenecían al bando de los más exaltados{18}.

Habíase en este tiempo realizado aquella gran cruzada contra la Francia que se llamó la segunda coalición europea. No obstante las negociaciones de Rastadt, las conferencias de Seltz, la embajada de Sieyes en Berlín, y la de Reduin en Viena, las advertencias del embajador español en París, y todo lo que podía conducir a crear alguna esperanza en el mantenimiento de la paz, el emperador Pablo I de Rusia, el iniciador y el campeón de aquella cruzada, había ya estipulado y firmado sus tratados con las cortes de Austria, de Nápoles, de Turquía y de Inglaterra{19}, y concertado entre otras cosas con el emperador Francisco que pondría inmediatamente en marcha para el Danubio sesenta mil rusos. Ni Francia ni Rusia pudieron sacar de su sistema de neutralidad a la corte de Berlín, por más que una y otra solicitaban su alianza, y no obstante la promesa del Zar de asistirle con otros cuarenta y cinco mil hombres, cuyo sueldo correría de cuenta de la Gran Bretaña. Mucho trabajó también para hacer que España se separara de la alianza con la república y entrara a formar parte de la coalición, en cuyo triunfo tan vivamente se interesaba. Ofrecimientos de hombres, de navíos, de dinero, de tratados ventajosos con Inglaterra, halagos de toda especie, amenazas en caso contrario, todo lo empleó el Zar para ver de conseguir que Carlos IV renunciara a su amistad con la república; pero todo fue inútil, y lo que hizo el monarca español fue ponerlo en noticia del Directorio, protestando nuevamente de su adhesión y de sus sinceros deseos de conducirse en todo como un aliado fiel y constante.

Bien necesitaba Carlos IV de estas protestas y de estas pruebas para acallar las insaciables exigencias y las incesantes reclamaciones del gobierno y del embajador de la república, que acostumbrados a las docilidades de nuestra corte, y como si temiesen ahora que nuestra alianza se les fuera de entre las manos, apenas dejaban pasar día sin emitir quejas, o reclamar nuevos servicios, o exigir más seguridades de unión entre las dos naciones, pareciéndoles pocos cuantos sacrificios en favor de nuestra aliada se hacían{20}.

Y sin embargo, la iniciativa de la guerra partió de la Francia, cuyo gobierno, llevado de su afán revolucionario, y envanecido con los triunfos de las anteriores campañas, quiso anticiparse a tomar en todas partes la ofensiva. Mas ni la elección de generales fue acertada, ni el número de sus tropas disponibles correspondía a las fuerzas que presentaban los aliados, ni su distribución se hizo de la manera más conveniente. Conocemos las causas de todo esto, que nacían de sus discordias interiores y de recíprocas quejas y ofensas entre directores y generales, que mutuamente se achacaban cohechos, malversaciones y agiotajes escandalosos. Lo cierto es que por motivos de esta especie los mejores generales, como Joubert, Championnet y Moreau, o habían hecho dimisión, o habían sido separados, o estaban tenidos en una postergación injusta, y los otros se hallaban en Egipto con Bonaparte, y hubo que confiar el mando de los ejércitos que habían de operar en el Danubio, en la Helvecia, en Holanda, en el Rhin, y en Italia, a Jourdan, a Massena, a Bernadotte, a Scherer y a Macdonald. Todas las fuerzas de la Francia para cubrir la extensa línea desde el Tegel hasta el golfo de Tarento se reducían a ciento setenta mil hombres, hasta que pudieran ser aumentados con la nueva conscripción; mientras que sola el Austria podía presentar en batalla más de doscientos veinte mil hombres efectivos, Rusia había aprontado setenta mil, mandados por el célebre Suwarow, y se acercaban a trescientos mil los de los coligados, sin contar los reclutas, a más de anunciarse otros dos contingentes rusos combinados con tropas inglesas, con destino el uno a Nápoles y el otro a Holanda.

Así fue que la campaña comenzó bajo los auspicios más desfavorables a los franceses. Jourdan, que se había situado entre el lago de Constanza y el Danubio, a pesar de su valor y del de sus tropas fue derrotado en Stokach por el archiduque Carlos, y obligado a retroceder (25 de marzo, 1799). Massena en los altos Alpes había sufrido pérdidas y obtenido algunos triunfos. Peor todavía iban las cosas en Italia para los franceses. Allí perdió Scherer la célebre batalla de Magnano (5 de abril), con que acabó de perder también el escaso crédito que entre sus soldados tenía, y retirose al Oglio, y después al Adda, ignorándose hasta dónde iría en su retroceso. De modo que al mes y medio de campaña los ejércitos franceses de Alemania y de Italia, aun antes que llegaran los rusos con Suwarow, volvían batidos a las fronteras, y solo en Suiza se mantenía Massena, merced a la tenacidad de su carácter. Al disgusto de estos primeros contratiempos de la guerra se agregó el del atentado horrible que a los pocos días se perpetró contra los plenipotenciarios franceses de Rastadt. Considerándose como terminado el congreso, aquellos ministros determinaron partir para Estrasburgo, dispuestos a volver a las negociaciones si fuese menester. Realizáronlo la noche del 28 de abril, pero a poca distancia de la población viéronse acometidos por una partida de húsares austriacos, que deteniendo los carruajes, informándose de los nombres de los viajeros, y sacándolos violentamente de los coches, acuchillaron a dos de ellos a presencia de sus desgraciadas familias, dejando al otro también por muerto{21}, registraron en seguida los carruajes y se llevaron los papeles, sin molestar al resto de la comitiva. Aunque el Austria no pudo librarse de la sospecha por lo menos de complicidad en tan bárbaro crimen, cuya nueva cundió rápidamente por toda Europa, no se vio el castigo de los perpetradores, y el suceso quedó envuelto en las tinieblas del misterio{22}.

Si bien todas estas adversidades ocasionaron graves disgustos al Directorio francés, porque con ellas se exaltaron las pasiones de los partidos políticos extremos y de oposición, y las culpas de todos los reveses y desgracias se achacaban, como acontece por lo común, a los hombres del gobierno, con razón algunas y sin justicia otras, causando la agitación hasta variaciones personales en el Directorio, con todo no dejó de hacer esfuerzos para reparar los descalabros sufridos en el principio de la campaña. Enviáronse a la frontera todos los batallones de veteranos que había en el interior; se activó el equipo y organización de los conscriptos: Jourdan se quedó en París para entrar en el Cuerpo legislativo, y se dio a Massena el mando de los dos ejércitos, el del Danubio y el de Suiza. Massena distribuyó y situó tan acertadamente sus tropas en la línea del Limmat y de Zurich, que con ser su ejército en dos terceras partes menor que el de Austria, sostuvo algunos ataques ventajosos, y se preparó a recibir denodadamente al archiduque (abril y mayo, 1799), aunque en verdad su mayor fortuna era que, sujeto éste a las órdenes del consejo áulico, ni era dueño de sus movimientos, ni mandaba a los otros generales como hubiera exigido la unidad y concierto de las operaciones.

Peor andaban las cosas en Italia. El terrible general ruso Suwarow, llamado el Invencible por sus triunfos en las campañas contra los turcos, y temible por los recuerdos de sus crueldades en Polonia, tomó el mando en jefe del ejército austroruso de Italia, que ascendía a unos noventa mil hombres. El general francés Scherer, sin fortuna y sin prestigio entre los suyos, había entregado la dirección del ejército a Moreau (27 de abril, 1799), que la merecía y debió haberla tenido desde el principio. Pero era ya demasiado tarde. Separado de las otras divisiones, y atacado al día siguiente en tan mala posición por muy superiores fuerzas, él y sus soldados hicieron prodigios de valor, mas no les fue posible rechazar al enemigo; y no hizo poco Moreau ni mereció poca alabanza por la serenidad con que después de la fatal jornada de Cassano que redujo su ejército a veinte mil hombres, logró retirarse ordenadamente a Milán, atravesar el Po, ocupar la vertiente de las montañas de Génova, llegar a Turín, enviar a Francia el tren de guerra, armar la ciudadela, y situarse convenientemente en Alejandría, donde podía esperar tranquilo a Macdonald. Sublevado después a su espalda el Piamonte, tuvo el mérito de trasportar íntegro su ejército a las montañas y riberas de Génova, abriendo paso a la artillería por el Apenino, y situándose en su cumbre. Menos acertado, y también menos libre Suwarow en sus movimientos, no aprovechó su superioridad para perseguir al ejército francés y obligarle a abandonar enteramente la Italia. Esto y las miras interesadas del Austria, que detenían los ímpetus de Suwarow, salvaron el ejército de la república.

No fue tan afortunado el que mandaba Macdonald, aunque más numeroso, y cuya reunión tanto deseaba y con tanto afán procuraba Moreau. Después de haber abandonado aquel general a Nápoles, dejando la ciudad entregada a una de las reacciones realistas más violentas y más horribles que registran las historias{23}; después de haber sostenido en Toscana empeñados y gloriosos combates con los ejércitos de los aliados, hallose en el Trebbia con las tropas austriacas y rusas mandadas por Suwarow, y diose allí una reñidísima y sangrienta batalla (19 de junio, 1799), en que uno y otro ejército quedaron despedazados, perdiendo cada uno cerca de doce mil hombres, y saliendo heridos la mayor parte de los generales. Pero su situación era muy diferente: Suwarow recibía diariamente refuerzos y ganaba en la prolongación de la lucha; mientras Macdonald había agotado todos sus recursos y perdía en ella. Así, pues, le fue preciso retirarse al Nura para ganar a Génova por detrás del Apenino, lo cual ejecutó admirablemente, aunque llevando catorce o quince mil hombres de menos, logrando así reunirse a Moreau, bien que tarde ya, y cuando la reunión no produjo sino contestaciones agrias, que el tiempo aun no ha aclarado, entre los dos generales franceses.

De modo que a los tres meses de abierta la campaña, en todas partes, a excepción de Suiza, donde Massena se mantenía firme a lo largo de la cordillera del Albis, habían experimentado los franceses desastres, reveses e infortunios. La batalla de Stokach les costó la pérdida de Alemania; las de Magnano y Trebbia los privó de la Italia. Y gracias que no acabó de ser de todo punto aniquilado aquel ejército, merced a la pericia y a la serenidad de Moreau, y a algunos errores de Suwarow.

Como de los reveses y contratiempos de una guerra se culpa siempre a los hombres que tienen la desgracia de gobernar en aquellos momentos, todos los enemigos y todos los descontentos del Directorio tomaron pretexto de aquellos males para conjurarse contra el gobierno existente y derribarle. Jacobinos o terroristas, realistas, constitucionales, todos se coligaron contra él; los unos con la esperanza de heredar el poder, los otros con la de restablecer el régimen monárquico, los otros porque mal hallados con todo gobierno de orden querían volver a la anarquía y al reinado del terror. Los medios que empleó esta monstruosa liga fueron los mismos que emplean siempre las oposiciones, promover la agitación en los espíritus, mantenerlos en inquietud, multiplicar cargos al gobierno, suscitar cuestiones embarazosas, soltar amenazas de acusación, impedir en una palabra el gobernar. Los tiros iban principalmente contra la mayoría del Directorio, que eran Merlin, Larèvelliere y Treilhard, siendo lo singular del caso que se agrupasen los conspiradores en torno a los otros dos, que eran Sieyes, miembro reciente del poder, el más sabio, pero el de menos condiciones para jefe de partido, y Barrás, el más antiguo y el más acomodaticio, pero también el más corrompido y el más desacreditado de los directores. Estos procuraron buscar su apoyo en un general joven y que gozase de reputación, y al efecto hicieron nombrar a Joubert comandante general de la 17.ª división militar, que era la de París. Consejos y Directorio, todos se declararon en sesión permanente, aquellos esperando, éste para dictar resolución a mensajes y proposiciones alarmantes y peligrosas. Logrose bajo un especioso pretexto la separación del director Treilhard, y su reemplazo por el abogado Gohier, el escogido en otro tiempo por el partido sanguinario para hacer en la Convención la moción de sacrificar a Luis XVI. Mucho más trabajo costó hacer renunciar a Merlin y Larèvelliere, pero al fin se consiguió, sustituyéndolos con Moulin y Roger Ducós, acalorado patriota el uno{24}, y antiguo girondino y amigo de Sieyes el otro. Tal fue el resultado de la revolución del 20 de prairial (18 de junio, 1799).

Resucitaron al calor de estas agitaciones los antiguos clubs, incluso el de los jacobinos, dirigido como antes por los demagogos del Consejo de los Quinientos, y queriendo dictar la ley al Directorio ejecutivo. Oíanse en las tribunas las mociones más incendiarias: desencadenábase la imprenta, y aturdían por las calles los gritos de los que vendían papeles sediciosos. Aparecía como uno de los jefes de conspiración Luciano Bonaparte, hermano menor del general que mandaba el ejército de Egipto. Otros abrigaban proyectos de mudanza en la Constitución y el gobierno en diversos y opuestos sentidos, como Sieyes y Joubert{25}. Y como a poco de esto circulara por todas partes la noticia de la derrota del Trebbia, creció la general inquietud, y era menester pensar con urgencia en los medios de salvar la república. Se dio libertad al vencedor de Roma y de Nápoles Championnet, que injustamente había sido puesto en prisión por discordias con el anterior Directorio, y se le confirió el mando de un nuevo ejército que se había de formar en los altos Alpes. Se nombró a Joubert general del ejército de Italia, dando a Moreau, que a pesar de sus importantes servicios y de su gran mérito no era del agrado de los patriotas, el mando de un proyectado ejército del Rhin. Se hizo a Bernadotte ministro de la Guerra, y fueron mudados y reemplazados otros ministros, entre ellos el de Negocios extranjeros Talleyrand. Esto último, unido a ciertas especies que en los clubs se habían soltado relativamente a España, produjeron una enérgica nota del embajador español al presidente Sieyes, que por su contenido y por las circunstancias de su presentación merece ser conocida.

El día de la fiesta solemne de la república, reunidos en el salón de la escuela militar del campo de Marte el Directorio, el ministerio, el cuerpo diplomático, y todos los generales de París en medio del más suntuoso aparato, se dirigió Azara al director Sieyes, y entregándole la nota le dijo: «Ciudadano presidente, es necesario que veáis y comuniquéis a vuestros compañeros el contenido de este papel antes de salir de aquí, y que se me dé una respuesta.»– Tomó Sieyes la nota, se retiró a leerla a sus compañeros, y volviendo le dijo a Azara: «Señor embajador, la función no se puede detener, porque el pueblo espera; pero en acabando os dará su respuesta el Directorio.» Quedáronse todos los circunstantes sorprendidos de aquella acción, y llenos de curiosidad. Terminada la función, llamó el Directorio a Azara, y por boca del presidente le manifestó, que estaba bien persuadido de la solidez de sus razones, pero que bien veía la opresión en que le tenía la prepotencia de los Consejos, que indicase el partido que debería tomar, y que se ponía en sus manos. Entonces Azara les hizo ver que el partido jacobino a que parecían entregados había de causar su ruina; que era menester que cerraran a mano armada el club del Picadero (du Manege); que disolviesen la permanencia de los Consejos, y otras medidas por este orden, todas las cuales ejecutó el Directorio, y por lo cual dice el embajador que todos los amantes del orden le manifestaron su reconocimiento, o escribiéndole las gracias, o yendo muchos a dárselas en persona.

La nota de Azara decía así:

«Ciudadano presidente: Se dice de público que el ciudadano Talleyrand va a ser separado del ministerio de Negocios extranjeros. El embajador de España sabe muy bien que no debe mezclarse en las determinaciones de la república, ni en su régimen interior; mas cree que no puede prescindir de hacer presentes al Directorio ejecutivo las resultas de esta mudanza de ministro, y del giro que va tomando este gobierno, según se advierte.– Al Directorio le consta que de acuerdo con el ciudadano Talleyrand he trazado el plan de la campaña marítima que va a abrirse contra el enemigo común, y para efectuarle, todas las fuerzas navales de España van a llegar a Brest, para obrar de consuno con las de la república contra Inglaterra, por donde se ve manifiestamente la confianza sin límites que el rey mi amo tiene en la honradez de sus aliados, puesto que le entrega sus armadas, sus tropas, y todo cuanto sirve para defender sus estados de Europa e Indias.– Fundábase esta confianza, así en el convencimiento de que el poder ejecutivo era una autoridad libre e independiente, con la cual ya los amigos de la república y ya sus enemigos podían tratar, y descansaba también en los principios reconocidos por los ministros de quienes se servía.– Si el nuevo orden de cosas produjese los efectos que son de suponer, si se formase en la república un cuerpo, legal o no, que pudiese impedir o embarazar las operaciones del poder ejecutivo, la confianza del aliado, o se disminuiría, o se acabaría del todo. Los planes concertados no podrían ser puestos por obra.

No pretendo, ciudadano presidente, entrometerme en manera ninguna en vuestro régimen interior, como dejo ya dicho; respeto la forma de gobierno que plazca a los franceses establecer, y la respetaré en todo tiempo; pero tengo derecho y necesidad de saber cuáles sean los poderes de los que representan al pueblo: para tratar sin desconfianza ni reserva se necesita estar muy seguro de ello. Se han de considerar las naciones como individuos particulares, entre los cuales no puede haber contrato ninguno legítimo sin plena libertad e igualdad de contratar. Importa poco a los franceses que el rey mi amo se valga en sus relaciones con la república de tal o cuál cuerpo, de tal o cual individuo, con tal que su voluntad sea trasmitida por medio de su ministro competentemente autorizado, porque se puede contar en tal caso con la inviolabilidad de sus promesas. Del mismo modo, a S. M. le son indiferentes la forma y el modo en que la república arregle sus deliberaciones; pero debe asegurarse de la solidez del canal por donde se entiende con él, y de que ninguna fuerza, ya interior, ya exterior, ha tenido poder para variarle.

Supongamos que la escuadra española haya llegado a Brest equipada y pronta a moverse según el plan acordado con el Directorio ejecutivo, y que el Cuerpo legislativo, o cualquiera otra sociedad popular quiera meterse en las operaciones de la guerra; demos caso, para suponer aun lo imposible, que intente cometer algún atropellamiento contra los españoles, no habría nadie que no acusase a mi amo de imprudencia si no lo hubiese precavido; y yo que soy su embajador, debería ser tenido con razón por el más estúpido de los negociadores, si no pudiese justificar mi conducta a los ojos de mi rey y de mi nación. He supuesto el caso posible de un atropello contra la armada española en el puerto de Brest, no porque semejante insulto, tan contrario al carácter y a la lealtad de los franceses, se me pase siquiera por la imaginación; pero hay locos y traidores por todas partes, y como nuestros enemigos saben muy bien valerse de bandoleros y asesinos, que bajo las apariencias del republicanismo más exaltado trabajan por engañar y pervertir a las gentes más honradas, es menester vivir con precaución. En una sociedad de estos falsos patriotas se hizo antes de ayer la propuesta siguiente: «Es preciso que España ayude a la república; es menester tratar de los medios que se podrán adoptar para hacer allí grandes mudanzas, y proclamar la República Hispánica, hallándose destruidas ya las de Italia, y no quedando en Francia otra riqueza más que la de España.» Estas máximas, aunque atroces e infernales, que nadie diría sin execración, fueron allí muy aplaudidas. Si tales monstruos deben tener pues el influjo más mínimo en las operaciones del gabinete, ¿qué seguridad habrían de tener los aliados de la república, siendo así que al mismo tiempo que se les tiende la mano en señal de amistad, se les clava el puñal en el pecho con la otra?

Suplícoos, ciudadano presidente, que comuniquéis estas noticias al Directorio ejecutivo, rogándole que se sirva entrar conmigo en algunas explicaciones para tranquilizar a mi soberano y a mi patria; y saber si puedo confiarme en las fuerzas del Directorio, y en la buena fe del ministro de Relaciones exteriores que vais a nombrar por dimisión del ciudadano Talleyrand, con quien he tratado hasta ahora todos los negocios con la franqueza que el Directorio sabe.– Dios, &c. París, 24 de junio de 1799.»

Muy bienquisto debía estar Azara con el gobierno francés, cuando a una nota tan enérgica le dio el Directorio en aquellas circunstancias una respuesta tan suave, y cuando se prestó a tomar aquellas medidas fuertes que él le aconsejó, siendo como eran en contra de los patriotas, a la sazón tan envalentonados y con ínfulas de volver a dominar la Francia. Menos acepto se hizo con tal conducta al ministro de España Urquijo, con cuyas ideas nunca se mostró acorde, y de quien nunca logró merecer confianza. Quejábase de que su correspondencia, o era interceptada y comunicada al embajador francés o a la corte de Portugal, o no era leída al rey sino truncada y torciéndole el sentido. Así fue que atribuyó sin vacilar a enemiga personal de aquel ministro el haber sido separado un poco más adelante de la embajada de Francia, como veremos luego.

Las providencias que adoptó el nuevo Directorio para volver a la Francia su energía y salvarla con otra campaña, fueron todas de carácter revolucionario. En lugar de los doscientos mil conscriptos, se facultó al Directorio para hacer una leva de todas las clases. Se decretó un empréstito forzoso y progresivo de cien millones de francos, que era una verdadera contribución a los ricos. Se hizo la famosa ley de los rehenes{26}. Se dio libertad absoluta a la imprenta, y se dictaron otras medidas análogas. En cuanto a la guerra, hiciéronse planes que no aprobaron los que los habían de ejecutar. Joubert, nombrado general en jefe del ejército de Italia, detúvose más de un mes en Borgoña con motivo de la celebración de sus bodas. Este bizarro general se despidió de su joven esposa diciéndole: «Me volverás a ver muerto o victorioso.» Reunió Joubert en Italia un ejército de cuarenta mil hombres bien organizados y aguerridos, pero había dado tiempo a Suwarow para rendir las plazas de Mantua y Alejandría en cuyo sitio había estado hasta entonces entretenido, y para presentar en batalla una fuerza de sesenta mil rusos y austriacos. En su vista Joubert y sus generales hubieran querido ya volverse al Apenino, pero atajados por Suwarow viéronse forzados a aceptar la batalla en las cercanías de Novi, (15 de agosto, 1799). Recorriendo a galope las filas el intrépido y valeroso Joubert para acudir al sitio de mayor peligro, un balazo que recibió cerca del corazón le derribó al suelo, acabando a un tiempo con su vida, con sus sueños de triunfo, con sus proyectos políticos, y con las esperanzas que en él cifraba la Francia. Perdieron los franceses la reñida y sangrienta batalla de Novi, no obstante su denodado arrojo y los heroicos esfuerzos del valiente Moreau, a quien siempre tocaba la desgracia de tomar en los casos ya desesperados el mando en jefe que por tantos títulos merecía. La llanura de Novi quedó cubierta de cadáveres austro-rusos, pero los franceses, siendo una tercera parte menos que los aliados, habían perdido más de diez mil hombres, al general en jefe, cuatro generales de división y treinta y siete piezas de artillería. Perdiose también para ellos definitivamente la Italia, y no hizo poco Moreau en conservar el Apenino.

Massena era quien manteniéndose firme en Suiza, sin querer tomar la ofensiva, y en una inacción que ya todo el mundo le censuraba, supo al fin, prolongando su derecha hasta San-Gothard, y recobrando los Grisones, hacer un gran servicio a la Francia, volviéndole los grandes Alpes, e incomunicando los ejércitos enemigos que operaban en Alemania con los de Italia. Mas por otro lado alumbraba también funesta estrella a los franceses. Verificose la anunciada expedición anglo-rusa contra Holanda, desembarcando en aquel país a fines de agosto (1799) treinta y siete mil ingleses y diez y siete mil rusos. El general Brune, que mandaba el ejército franco-bátavo, después de un obstinado combate en el terrible pantano de Zip, ocupado por diez y siete mil ingleses (8 de setiembre, 1799), se vio obligado a retirarse a Amsterdam. El almirante inglés Mitchell se apoderó de toda la marina holandesa, ganada de antemano por los emisarios del príncipe de Orange.

Indecible era la irritación que en París se iba apoderando de los ánimos, según que iban llegando las noticias de estos nuevos desastres. Los patriotas pedían la adopción de los grandes medios revolucionarios, como en 1793. La imprenta, con la libertad absoluta que se le había permitido, prodigaba injurias a gobernantes y generales, y difundía el terror. En el Consejo mismo de los Quinientos había doscientos jacobinos, entre ellos el frenético Augereau. En el Directorio estaban Gohier y Moulin. Aproximábase a aquel partido el ministro de la Guerra Bernadotte; éralo el gobernador de la plaza de París; no inspiraba confianza el ministro de la policía Bourguignon, y los periódicos y los clubs atizaban el fuego en las regiones del poder y en las masas populares. Tenía no obstante mayoría en el Directorio el partido constitucional y templado, representado en Sieyes, que contaba con Roger Ducós, y a quien después de mucha vacilación se adhirió Barrás, que veía en él más porvenir que en el partido patriota. Conociendo estos hombres la necesidad de ser enérgicos para defender la Francia y defenderse a sí mismos del furor de los jacobinos, separaron al ministro de la Policía, nombrando en su lugar a Fouché, con cuyo auxilio cerraron el club del Picadero, y después el salón de la calle de Bac, donde se habían trasladado los demagogos{27}; destituyeron al gobernador de París Marbot, expidieron auto de prisión contra los directores de once periódicos embargando sus prensas; supusieron haber hecho Bernadotte dimisión del ministerio de la Guerra y se la admitieron. Todo lo cual produjo alborotos y gritos de parte de los patriotas ardientes, que exclamaban: ¡violencia, dictadura, tiranía! Jourdan hizo la proposición de que se declarara la patria en peligro, la cual no fue aprobada.

Nada podemos ni debemos nosotros añadir a la pintura que hace de la situación de la Francia un historiador de aquella nación en el siguiente animado cuadro.

«Era completa, dice, la desorganización bajo todos aspectos, y la república, batida en lo exterior por la liga y casi trastornada interiormente por los partidos, parecía amenazar inminentemente ruina, y era preciso que se levantara un poder en cualquiera parte, bien fuese para reprimir a las facciones, bien para resistir a los extranjeros; mas no podía esperarse ya ese poder de ningún partido vencedor, porque todos se hallaban igualmente aniquilados y desacreditados; solo podía buscarse en el centro de los ejércitos donde reside la fuerza, y fuerza silenciosa, regular y gloriosa, como conviene a una nación cansada de la violencia de tantas luchas, y de la confusión de pasiones tan diversas. En medio de tan completa disolución, todas las miradas se dirigían a los hombres que se habían distinguido durante la revolución, pareciendo buscar un caudillo. «Basta de charlatanes, exclamó Sieyes; lo que aquí se necesita es una cabeza y una espada.» Cabeza ya la tenían en el Directorio, y se pensaba en la espada. Hoche había muerto; Joubert, tan recomendable para todos los amigos de la república por su juventud, sus buenos deseos y su heroísmo, acababa de expirar en Novi: Moreau, reputado por el mayor guerrero de los generales que quedaron en Europa, dejó cierta impresión de un carácter frío, indeciso, poco emprendedor, y no muy inclinado a tomar sobre sí un cargo de gran responsabilidad. Massena, uno de nuestros más célebres generales, no había conseguido aun la gloria de ser nuestro salvador, ni tampoco se advertía en él más cualidad que la de guerrero. Augereau era un hombre turbulento; Bernadotte inconstante; y ninguno tenía bastante celebridad.

Un personaje grandioso había, que reunía todas las glorias; que además de cien victorias había conseguido una dichosa paz; que levantó la Francia a la mayor grandeza en Campo-Formio, y que al alejarse parecía haber llevado consigo la fortuna. Este hombre era Bonaparte: pero se hallaba en lejanos países, y su nombre resonaba en los ángulos del Oriente. Él solo seguía siendo vencedor, y fulminaba en las orillas del Nilo y del Jordán los rayos con que en otro tiempo había amedrentado a la Europa en el Adigio. No bastaba que fuese glorioso, sino que se le quería interesante, y se le pintaba desterrado por una autoridad desconfiada y celosa. Mientras se labraba como aventurero un nombre tan grande como su imaginación, se le creía un ciudadano sumiso que pagaba con victorias el destierro a que le condenaron. «¿Dónde está Bonaparte? decían. Su vida ya aniquilada se está consumiendo en un clima abrasador, mientras que si se hallase entre nosotros, no se vería amenazada la república de tan inevitable ruina. La Europa y las facciones le respetarían a un mismo tiempo.» Corrían acerca de él voces siniestras... atribuíanle gigantescos planes... &c.»

Pero Bonaparte, de quien nadie sabía nada en Francia; Bonaparte, que después de la declaración de guerra de la Turquía había continuado en Egipto y en Siria combatiendo gloriosamente contra turcos, árabes e ingleses, en aquella serie de memorables batallas que le hicieron tan célebre y tan temible en África y en Asia, como le habían hecho sus anteriores triunfos en Europa; el conquistador de Alejandría y del Cairo, el vencedor de las Pirámides, de El-Arisch, de Jaffa y del monte Tabor, el sitiador de San Juan de Acre, el que acababa de deshacer y aniquilar el segundo ejército turco en Abukir, allí donde un año antes había perecido la escuadra francesa; el que con aquella maravillosa victoria asombró a sus propios generales, mereciendo que el valeroso Kleber se arrojara a abrazarle exclamando: «General, sois tan grande como el mundo:» Bonaparte, que por una casualidad supo en un día los sucesos de Europa que durante medio año había completamente ignorado{28}; ardiendo en deseos de volver a su patria, se había embarcado silenciosamente con solos algunos de sus queridos generales, y cuando en Francia preguntaban todos con ansiosa inquietud: «¿qué hace? ¿dónde está? ¿cuándo viene?» el héroe de Egipto surcaba ya los mares por en medio de las escuadras inglesas, tan sereno en su buque a la vista de las naves enemigas como lo había estado siempre en las batallas.

Era esto en ocasión que otro genio militar salvaba la Francia en lo exterior con uno de los triunfos más maravillosos que se registran en la historia militar de los modernos siglos. Massena, que mandaba los ejércitos de la Helvecia y del Danubio en número de setenta y cinco mil soldados, la fuerza más considerable que el Directorio había confiado jamás a un solo hombre, pero cuya inacción había sido tan censurada, acababa de ganar la célebre y memorable batalla de Zurich, uno de los milagros del genio y del valor (26 de setiembre, 1799), en que destrozó los dos ejércitos rusos de Korsakoff y de Suwarow, que componían más de ochenta mil hombres. El consejo áulico de Viena, sacando al archiduque Carlos de Suiza y llevándole al Rhin, disponiendo que Suwarow dejase la Italia y se trasladase a Suiza so pretexto de la conveniencia de la reunión de los dos ejércitos rusos, había sacrificado al interés político del Austria, su aliada, la Rusia, la única potencia que había entrado desinteresadamente en esta coalición y en esta lucha. Massena, por una serie de sabias combinaciones que han sido la admiración de todos los entendidos en el arte de la guerra, supo impedir oportunamente la reunión y derrotar ambos ejércitos uno tras otro, quitándoles la Suiza y rechazándolos a Alemania. Aquella gigantesca victoria salvó la Francia, Massena adquirió un renombre inmortal, y puede decirse que se disolvió la liga, porque el terrible Suwarow, justamente irritado contra los austriacos, no quería ya servir con ellos{29}.

Mas si bien con la brillante evolución de Massena la Francia respiraba y se reponía en algún modo de sus desgracias exteriores, la perturbación interior, la desorganización de los partidos, el desprestigio del gobierno, los desórdenes, la especie de disolución social que amenazaba, hacían que todos apetecieran y buscaran con avidez un hombre, un genio superior capaz de sacar la nación de la anarquía y del laberinto en que se agitaba. En tal situación desembarcó Bonaparte en Frejus (9 de octubre, 1799). En su marcha desde Frejus a París, las ciudades y todas las poblaciones del tránsito le aclamaban con frenético delirio. Cuando a las dos horas de su llegada a París se encaminaba al Directorio, ¡Viva Bonaparte! gritó la guardia al reconocerle. Pronto su casa de Chantereine se hizo el centro a que acudían diariamente a felicitarle y como a rendirle homenaje directores, ministros y ex-ministros, diputados de ambos Consejos, generales, magistrados, jefes y ayudantes de la guardia nacional, todas las personas distinguidas de todas las clases y opiniones. Además de los generales Lannes, Murat y Berthier que había llevado consigo, le rodeaban Jourdan, Augereau, Macdonald, Beurnonville, Moreau, Lefebvre, Leclerc y Marbot, pertenecientes, como los directores y diputados, a todos los partidos políticos. Y todos le halagaban, esperando unos y temiendo otros de aquel hombre extraordinario{30}. Bonaparte oía y observaba a todos, estudiaba la situación de la Francia, la tendencia de cada partido y el carácter de sus corifeos; guardaba una prudente reserva, y sin franquearse con nadie calculaba a quién le convendría unirse. Ya se fue advirtiendo que se inclinaba a los políticos, que era en efecto el partido más sensato y el más numeroso de la Francia. Sucesivamente fue desairando a Barrás, a Gohier y a Moulin, a quienes solo alguna contestación desabrida de Bonaparte bastó para considerarse perdidos. Sus simpatías de opinión y de mérito le unieron al fin con Sieyes, haciendo desaparecer ciertas antipatías personales. El genio político y el genio militar se acercaron y se entendieron para preparar un gran golpe de estado. Murat, Lannes y Berthier le ganaban diariamente los jefes del ejército, logrando la adhesión importante de Moreau. Los hermanos de Bonaparte, Luciano y José, le hacían prosélitos en ambos Consejos. Adoptose ya un plan en junta secreta, y se acordó la forma de gobierno que se había de establecer. Por todas partes circulaba el rumor de que iba a efectuarse un gran acontecimiento que nadie sabía determinar.

Así las cosas, y preparado todo con la reserva, el tino y la previsión de hombres de tan gran talento, advirtiose en la mañana del 18 de brumario un movimiento imprevisto. Todos los generales y oficiales que había en París acudían de gran gala a la calle de Chantereine, donde vivía Bonaparte. Sieyes y Roger-Ducós marchaban a caballo en dirección de las Tullerías. Reuníanse los Consejos de los Ancianos y de los Quinientos. Nada sabían Gohier, Moulin y Barrás. En el de los Ancianos se presenta una proposición para que el Cuerpo legislativo se traslade a Saint-Cloud: la minoría se conmueve, la mayoría la aprueba, y se da el decreto. Se nombra a Bonaparte general en jefe de todas las tropas de París, de la guardia del Cuerpo legislativo, de la del Directorio, y de la guardia nacional. Se envía un mensajero a Bonaparte para que acuda a la barra, reciba el decreto y jure en manos del presidente. Bonaparte arenga a toda la oficialidad, le dice que la Francia está en peligro, y que cuenta con ella para salvarla. El general Lefebvre se muestra irritado. «Y bien, Lefebvre, le dice Bonaparte, ¿dejaréis perecer la patria en manos de esos abogados? Uníos a mí para salvarla: tomad ese sable; es el que yo llevaba en las Pirámides.– Pues bien, replicó Lefebvre conmovido; echemos de cabeza al río a los abogados.» Monta en seguida a caballo, va al Consejo, llevando como ayudantes a Moreau, Macdonald, Berthier, Lefebvre, Murat, Lannes, Leclerc y casi todos los generales de la república; se presenta en la barra, y dice: «Ciudadanos representantes: la república iba a perecer, y con vuestro decreto se ha salvado. ¡Desgraciados los que quisieran oponerse a su ejecución! Auxiliado por todos mis compañeros de armas que veis reunidos alrededor de mí, sabré reprimir sus tentativas... Queremos la república cimentada en la verdadera libertad y en el sistema representativo... Y juro en mi nombre y en el de mis compañeros de armas que lo conseguiremos.– Lo juramos todos,» repitieron los generales. Pasa al jardín de Tullerías, arenga a los soldados, les dice que va a hacer una grande y gloriosa revolución, y todos gritan: «¡Viva Bonaparte!»

Su hermano Luciano, que presidia el Consejo de los Quinientos, hace leer el decreto del de los Ancianos, levántanse desaforados gritos, pero Luciano les impone silencio, y los hace obedecer y disolverse. Faltaba obligar a los directores a renunciar: Sieyes y Roger-Ducós, de acuerdo con Bonaparte, presentan su dimisión: Talleyrand y Bruix se encargan de comprometer a Barrás a que presente la suya. Gohier y Moulin que estaban en el Luxemburgo como bloqueados por Moreau, y que se resistían con entereza a dejar sus cargos, piden una entrevista con Bonaparte, y sostienen con él fuertes y agrios altercados; pero de hecho el gobierno directorial estaba disuelto.

Conviénese por la noche en lo que se había de hacer al día siguiente en la reunión de los dos consejos en Saint-Cloud, y se acuerda el nombramiento de tres cónsules, Bonaparte, Sieyes y Ducós, y la suspensión de los Consejos hasta el 1.º de ventoso. Pero al día siguiente todo presenta un aspecto sombrío para Bonaparte, y todo parece conjurarse para deshacer sus proyectos. A las dos de la tarde se abre la sesión de ambos consejos en Saint-Cloud. Bonaparte está a caballo al frente de las tropas; Sieyes, Ducós y otros personajes, con sillas de posta preparadas para emprender la fuga en caso de malograrse el golpe de estado: Jourdan, Augereau y Bernadotte, esperando que una decisión legislativa les diera derecho a atraerse las tropas y acuchillar a los revolucionarios. Un diputado de los Quinientos hace una proposición favorable a aquellos planes, y estalla en la Asamblea un espantoso tumulto, prorrumpiendo en desaforados gritos de: «¡Fuera dictadores! ¡Fuera tiranos! Viva la Constitución del año III.» Los sucesos, pues, tomaban un giro peligroso, y encontrando Augereau a Bonaparte le dice en tono burlesco: «¡Amigo, estáis en una buena situación!– Peor iban las cosas en Arcole,» le respondió aquél: y encaminándose al frente de su estado mayor a la barra de los Ancianos, y tomando conmovido la palabra, pronuncia con voz trémula un discurso, cuyas últimas frases, dichas ya con enérgico y robusto acento, reanimaron a los suyos e intimidaron a los contrarios: «No olvidéis, les dijo, que yo marcho acompañado de la fortuna y del dios de la guerra

Desde allí pasa al de los Quinientos, mas al llegar al medio del salón le atruenan los gritos de: «¡Muera el dictador! ¡Muera el tirano!» Multitud de diputados se abalanzan a él y le rodean, insultándole y amenazándole; acuden los granaderos que había dejado a la puerta, y le libran arrancándole fuera del salón. Continuó la tempestad dentro de la asamblea: pedíase a grandes voces que se pusiera al dictador fuera de la ley: entonces fue cuando el presidente Luciano, quitándose la toga y el bonete, exclamó: «¡Miserables! ¡Queréis que ponga fuera de la ley a mi propio hermano! Renuncio la presidencia, y voy a la barra a defender al acusado.» Bonaparte que lo oía desde fuera envía diez granaderos a que saquen de allí a su hermano. Juntos ya los dos, montan a caballo y recorren la línea de las tropas. «El Consejo de los Quinientos está disuelto, les dice Luciano; lo declaro yo, que soy el presidente. Se han introducido asesinos en el salón de sesiones y violado la mayoría, por lo tanto os mando que marchéis a salvarla.» Un batallón de granaderos se presenta a la puerta del salón: «Granaderos, marchen,» gritan los oficiales: penetran los granaderos, y dispersan a los diputados, que salen huyendo, unos por los pasillos y otros por las ventanas, con sus togas senatoriales. Bonaparte ha vencido, y queda dueño de la situación. Aquella noche se revistió de todo el poder ejecutivo a Bonaparte, Sieyes y Ducós, con el nombre de cónsules; se suspendieron los Consejos hasta el 1.º de ventoso; de ellos se sacaron dos comisiones de a veinte y cinco, que en unión con los cónsules quedaron encargadas de redactar otra Constitución. Tal fue la revolución del 18 y 19 de brumario, que cambió enteramente la forma de la república y el gobierno de la Francia{31}.

En todo este tiempo España había continuado siendo y conduciéndose como aliada, no solo fiel, sino hasta sumisa, de la república. El rey y los ministros lo sacrificaban todo al mantenimiento de esta alianza. Nuestras escuadras se movían según los avisos o según las órdenes que se comunicaban de París, siquiera nos ocultasen el objeto de los movimientos que iban a ejecutar. La escuadra de Mazarredo salía de Cádiz o se mantenía allí bloqueada por la inglesa, según que lo disponía el Directorio. El ministro de Marina, Lángara, daba cuenta al gobierno francés, cuando éste lo pedía, del número y estado de los buques que teníamos en Cádiz, en el Ferrol y en Cartagena, y gracias si antes de llegar sus oportunas e incontestables observaciones al Directorio desistió de llevarlos a Tolón, donde hubieran sin duda perecido a manos de Nelson, como la escuadra francesa en Abukir. Es admirable la docilidad con que nuestro gobierno acogía los planes de expediciones marítimas que después le iba proponiendo el Directorio: expedición a Brest para el desembarco en Irlanda; expedición a Santo Domingo para intentar desde allí la reconquista de la Jamaica; expedición al Mediterráneo para socorrer a Malta; para las cuales, si bien no se verificaron, se hicieron preparativos. Solo resistió Carlos IV con noble firmeza a una pretensión ya injuriosa de la Francia; la de que los navíos de Cartagena que no tuviesen la dotación correspondiente fuesen llevados a Tolón para tripularlos con marinería suya y ponerlos al mando de oficiales franceses. «Mientras que un navío lleve el nombre español, respondió el ministro Urquijo, no consentirá S. M. que le tripule marinería extranjera, ni le mande ningún oficial que no sea de la marina real: si la Francia quiere comprarlos, se le venderán, a cuyo fin se presentará una nota con el precio de ellos.» Se hizo en efecto la valuación y se le envió al Directorio, pero no los compró. En cambio obtuvo permiso para construir buques de guerra en el puerto español de Pasajes.

Quiso después que se reuniesen para salir juntas al mar las escuadras española y francesa, de Cádiz y de Brest, mandada aquella por Mazarredo, ésta por el almirante Bruix, viniendo Bruix a Cádiz a buscar la española{32}. El general francés dejaba entender que el objeto de la reunión de las fuerzas navales aliadas era la reconquista de Mahón, que tanto interesaba y en que tanto empeño tenía Carlos IV. Nuestro embajador en París estaba creyendo que se proponían hacer el desembarco de tropas en Irlanda. Una feliz casualidad le descubrió con sorpresa que el verdadero plan era llevarlas a Egipto o a Siria para auxiliar las operaciones de Bonaparte. Inmediatamente pasó al Directorio, quejose enérgicamente de su proceder con el monarca español su amo; expuso los peligros inminentes de la ida de las escuadras a Egipto, y tuvo la fortuna de convencer al Directorio y de lograr la suspensión del fatal proyecto{33}. Cuando esto supo el gabinete de Madrid por conducto del mismo Azara, le contestó encargándole disuadiese de nuevo a los directores de todo proyecto sobre envío de las escuadras a Egipto, recomendando otra vez la idea de pensar con preferencia en Irlanda, y sobre todo en Menorca, pero concluyendo con decir que S. M. como aliado fiel de la república, no se apartaría de los designios de la Francia, y en prueba de ello la escuadra del Ferrol llegaría pronto a Rochefort, según aquella lo había pedido.

Al tiempo de partir para Rochefort el general de marina Melgarejo con cinco navíos, dos fragatas y un bergantín de guerra, y con tres mil hombres de desembarco mandados por don Gonzalo O’Farrill, siempre en la suposición de ser destinados a Irlanda, salió de Brest la escuadra francesa al mando del almirante Bruix (mayo, 1799), y a los pocos días entró en el puerto de Tolón, habiéndola impedido un fuerte temporal reunirse con la de Mazarredo en Cádiz. Inmediatamente se movió la escuadra inglesa que bloqueaba a Cádiz en seguimiento de aquella, y Mazarredo se situó con la suya en el Estrecho para interceptar cualesquiera navíos que intentaran pasar a reforzar al almirante inglés: pero habiéndole mandado el gobierno internarse en el Mediterráneo, no solo se frustró el atinado plan de Mazarredo, dando lugar a que pasaran dos flotas inglesas que hubieran podido caer en su poder, sino que una tormenta horrible le obligó a entrar en Cartagena con sus navíos tan lastimados que en muchos días no era posible salir con ellos al mar{34}. Con esto, y con el arribo de la escuadra francesa de Brest a Tolón que hizo calcular a Carlos IV haberse abandonado el pensamiento de la expedición contra Irlanda, pidió con insistencia al Directorio el regreso de la flota de Melgarejo desde Rochefort al Ferrol, donde podía hacer falta para la defensa del reino. El Directorio, acostumbrado a no ser contrariado en sus disposiciones, tomó de ello tanto enojo que Azara temió un rompimiento, y expidió un correo a Madrid manifestando estos temores.

De tal modo asustó al rey y a los ministros la idea de haber enojado al Directorio, y sobre todo la del peligro de perder la alianza de la república, cosa que miraban como el mayor de los males, que por consejo de aquellos escribió el monarca a los directores una larga y humillante carta, dándoles explicaciones y satisfacciones cumplidas, y sometiéndose en todo a su voluntad, como se deja ver por los párrafos siguientes:

«Vosotros, grandes amigos, habéis creído que estas consideraciones no contrabalanceaban la utilidad que se seguiría de hacer pasar dicha escuadra a Brest... Y me pedís que mande esta traslación. Nada más conforme a mis deseos que el complaceros, y así expido las órdenes para verificarlo. Pospongo a ellos toda consideración, y es tan fuerte para mí la de la alianza, y la idea en que estoy de que sea conocida de todas las potencias, y particularmente del enemigo común, que basta a determinarme para obrar así... Es inútil hablar ya de lo pasado, ciudadanos directores. Yo me lisonjeo que por todos títulos soy digno de vuestra amistad y confianza. Me habéis visto siempre pronto a obrar con ella. Mis escuadras han estado paralizadas, y servídoos de este modo en daño mío y del bloqueo de mis puertos, porque me manifestasteis en dos ocasiones que os convenía... Vivo con la mayor confianza y seguridad de vuestra inalterable buena fe. Contad siempre con mi amistad, y creed que las victorias vuestras, que miro como mías, no podrán aumentarla, como ni los reveses entibiarla. Ellos, al contrario, me ligarían más, si es posible, a vosotros, y nada habrá que me separe de tales principios. He mandado a cuantos agentes tengo en las diversas naciones que miren vuestros negocios con el mismo o mayor interés que si fuesen míos, y os protesto que recompensaré a los que observen esta conducta como si me hiciesen el mejor servicio. Sea desde hoy, pues, nuestra amistad, no solo sólida como hasta aquí, sino pura, franca, y sin la menor reserva. Consigamos felices triunfos para obtener con ellos una ventajosa paz, y el universo conozca que ya no hay Pirineos que nos separen cuando se intente insultar a cualquiera de los dos. Tales son mis votos, grandes amigos, y ruego a Dios os guarde muchos y felices años.– De Aranjuez a 11 de junio de 1799.– Vuestro buen amigo, Carlos.– Mariano Luis de Urquijo.»

Reuniéronse al fin en Cartagena, según lo deseaba el Directorio, las escuadras francesa y española, no sin haber corrido la de Bruix el riesgo de tropezar en la costa de Génova con la inglesa del lord San Vicente, y reparada ya la de Mazarredo y reforzada con otro navío de ciento doce cañones, el María Luisa. Aunque entre las dos presentaban la considerable fuerza de cuarenta navíos de línea, era sin embargo inferior en una tercera parte a la escuadra británica, que constaba de sesenta y un navíos, y era temible, no solo por la superioridad numérica, sino por la actividad y la rapidez de sus movimientos y evoluciones. No había conformidad de pareceres entre Bruix y Mazarredo sobre las operaciones que convendría emprender. Bruix proponía hacer excursiones, salir al encuentro de alguna de las divisiones enemigas, y batida que fuese, pasar a Rochefort y a Brest, y recoger los navíos que allí hubiera: Mazarredo opinaba por ir a Cádiz: el gobierno español insistía en su pensamiento favorito de la reconquista de Mahón; mas al fin, por complacer al Directorio, hubo de desistir de la empresa de Menorca, comunicóselo así a Mazarredo, y con acuerdo de los dos gobiernos de Francia y España pasaron las escuadras aliadas a Cádiz (julio, 1799). La de Melgarejo continuaba en Rochefort bloqueada por los ingleses, pero las tropas que mandaba O’Farrill tuvieron orden de ir por tierra a Brest.

Allí era donde el Directorio quería tener reunidas todas las fuerzas navales combinadas con preferencia a Cádiz; y como, aparte de las razones y de la conveniencia que en ello hubiese, y no obstante las reflexiones que Mazarredo hacía a Bruix en contra de sus planes, había de concluirse por hacer lo que querían los franceses, ordenó el ministro Urquijo a Mazarredo a nombre del rey que saliera de Cádiz con su escuadra y acompañara la del almirante Bruix a Brest, donde arribaron felizmente (8 de agosto, 1799), anunciándolo al punto el telégrafo al Directorio de París. En cuanto a la flota de Melgarejo bloqueada en Rochefort, no pudo incorporarse con las de Brest, pero logró, burlando la vigilancia de los vigías de la costa, salir de aquel puerto, y ya que no pudo tomar el rumbo que intentaba, se volvió al Ferrol (11 de setiembre, 1799).

Tan pronto como se supo el arribo de las dos escuadras a Brest, fueron llamados por telégrafo los dos generales Bruix y Mazarredo a París, encargándoles llevasen consigo otros generales, los que consideraran más capaces, con objeto de celebrar un consejo de guerra. Llegaron aquellos dos célebres marinos{35}, mas cuando el embajador Azara lo estaba preparando todo para el consejo llegó un correo de Madrid, portador de un decreto exonerándole de la embajada, nombrando en su lugar a don Ignacio Múzquiz, que desempeñaba la de Viena, y reemplazando a éste con el general O’Farrill{36}. Además de la falta de acuerdo que había mediado siempre entre el embajador Azara y el ministro Urquijo, nunca éste perdonó a aquél su conducta en el 30 de prairial, su influencia en el Directorio y su comportamiento con los amigos que Urquijo tenía en París, y así no podía sorprender a nadie este resultado{37}. Los directores y ministros, y especialmente Sieyes y Talleyrand, rogaban a Azara que no saliese, y le ofrecían enviar un embajador extraordinario a Carlos IV pidiéndole revocara el decreto de su remoción, pero Azara no lo consintió en manera alguna, satisfecho con tener aquella ocasión de retirarse a la vida privada a descansar del trabajo de cuarenta años de servicios públicos; antes bien influyó en que su sucesor Múzquiz fuese bien recibido. A los pocos días nombró también el gobierno de Madrid al general Mazarredo embajador cerca de la república simultáneamente con Múzquiz, conservándole el mando de la escuadra española de Brest, que, como decía Azara, continuaba allí pudriéndose y costándonos mucho.

Cuando Bonaparte regresó de Egipto a París (octubre, 1799), encontró todavía en aquella capital a su amigo Azara, con quien conversó a solas en su gabinete por espacio de tres horas, informándole de sus campañas de Egipto y de Siria, y preguntándole los motivos de su remoción y el estado en que se hallaban los negocios de España. «Me mostró aún mayor deseo, escribe el mismo Azara, de saber mi opinión acerca del propio gobierno francés, y yo no le disimulé su monstruosidad, y que me parecía imposible que pudiera subsistir. Le conté la historia de todos los sucesos ocurridos durante su ausencia, que él ignoraba por la interrupción de correspondencia con Francia. Por la misma razón no conocía el carácter y cualidades de los principales actores del actual gobierno, y quiso que yo se los dijese y descubriese. En fin me pidió que con la ingenuidad que me conocía le dijese el remedio que yo creía poderse aplicar. Yo le manifesté con franqueza mi parecer, y los sucesos ocurridos pocos días después de mi salida de París justificaron que mi conversación no fue perdida. Volví no obstante, antes de partir, a ver a Bonaparte, y me hizo las mayores instancias para que me detuviese, con varias proposiciones que no es del acto referir, pero yo no me adherí a ellas, y partí.{38}» En efecto, partió Azara de París, y se retiró a Barcelona (noviembre, 1799), desde donde escribió al príncipe de la Paz una carta, de que antes hemos hecho mérito, dando explicaciones importantes sobre su conducta con el Directorio y con el ministro Urquijo.

Réstanos solamente añadir, para acabar de trazar el cuadro de la situación de España en sus relaciones con otras potencias al terminar el año 1799, que entre los compromisos que nos trajo la alianza con la república francesa lo fue también la guerra que nos declaró la Rusia. Había ya resentido y enojado al Zar Pablo I la resistencia que encontró en el gobierno español y su obstinada negativa a las proposiciones, ofrecimientos y halagos que empleó para ver de reducir a Carlos IV a que rompiese o abandonase la alianza con la república. Engreído después el soberano moscovita con el título de protector y gran maestre de la orden de San Juan en Jerusalén con que los caballeros de su imperio le habían investido a consecuencia de la conquista de Malta por Bonaparte, tuvo la pretensión de que los monarcas católicos reconocieran su gran maestrazgo, y aún la de crear un protectorado para unir todas las comuniones cristianas. La justa y razonable oposición de un monarca que había heredado de sus mayores por una larga y no interrumpida serie de siglos el glorioso dictado de Católico a la extraña pretensión de un soberano que estaba fuera de la comunión romana, acabó de agriarle con Carlos IV y declaró la guerra a España (15 de julio, 1799), si bien fundándola solo en causas y consideraciones políticas{39}.

A esta declaración respondió Carlos IV con un real decreto que decía así:

«La religiosa escrupulosidad con que he procurado y procuraré mantener la alianza que contraté con la república francesa, y los vínculos de amistad y buena inteligencia que subsisten felizmente entre los dos países, y se hallan cimentados por la analogía evidente de sus mutuos intereses políticos, han excitado los celos de algunas potencias, particularmente desde que se ha celebrado la nueva coalición, cuyo objeto, más que el quimérico y aparente de restablecer el orden, es el de turbarle, despotizando a las naciones que no se prestan a sus miras ambiciosas. Entre ellas ha querido señalarse particularmente conmigo la Rusia, cuyo emperador, no contento con arrogarse títulos que de ningún modo pueden corresponderle{40}, y de manifestar en ellos sus objetos, tal vez por no haber hallado la condescendencia que esperaría de mi parte, acaba de expedir el decreto de declaración de guerra, cuya publicación sola basta para conocer el fondo de su falta de justicia.» (Se inserta el manifiesto del emperador, y continúa).– «He visto sin sorpresa esta declaración, porque la conducta observada con mi encargado de negocios, y otros procedimientos no menos extraños de aquel soberano, hacía tiempo me anunciaban que llegaría este tiempo. Así, en haber ordenado al encargado de Rusia, el consejero Butzzow, la salida de mi corte y estados, tuvo mucha menor parte el resentimiento que las consideraciones de mi dignidad. Conforme a estos principios, me hallo muy distante de querer rebatir las incoherencias del manifiesto ruso, bien patentes a primera vista, y lo que hay en él de ofensivo para mí y para todas las potencias soberanas de Europa; y como que conozco la naturaleza del influjo que tiene la Inglaterra sobre el Zar actual, creería humillarme si respondiese al expresado manifiesto, no teniendo a quien dar cuenta de mis enlaces políticos sino al Todopoderoso, con cuyo auxilio espero rechazar cualquiera agresión injusta, que la presunción y un sistema de falsas combinaciones intenten contra mí y contra mis vasallos, para cuya protección y seguridad he tomado y tomo aún las más eficaces providencias, y noticiándoles esta declaración de guerra les autorizo a que obren hostilmente contra la Rusia, sus posesiones y habitantes. Tendrase entendido en mi Consejo para su cumplimiento en la parte que le toca. En San Ildefonso a 9 de setiembre de 1799.– A don Gregorio de la Cuesta.{41}»

Por fortuna si los ejércitos consiguieron triunfos señalados en Italia, sus descalabros y derrotas en Holanda, Suiza y Alemania, libraron por entonces a España de los peligros en que hubiera podido ponerla esta guerra.

Tal era la situación del gobierno y de la nación española relativamente a otras potencias en los últimos años de la república francesa hasta la revolución del 18 de brumario y proclamación del consulado.




{1} Fue esto a consecuencia de una queja dada por el embajador francés sobre el modo como se había expresado en el púlpito de la catedral de Santander un fraile franciscano, como también otros dos religiosos predicando en Chinchón y en Yepes.– Archivo del Ministerio de Estado, Leg. 49, núm. 20.– Reclamaciones y quejas de esta especie se repetían con frecuencia por parte del embajador de la república, porque eran también frecuentes estos hechos.

{2} Gaceta de Madrid de 22 de junio, 1798.– También se insertaron estas arengas en los Diarios franceses.

{3} Memorias de Azara, p. III, cap. 1.º y 2.º.– Correspondencia entre Azara, Talleyrand, Saavedra y Urquijo.

{4} Dos grandes genios habían pensado ya en el Egipto, Alburquerque y Leibnitz. El primero había concebido la gigantesca idea de torcer la corriente del Nilo, precipitarle en el mar Rojo, y asegurar para siempre a los portugueses el comercio de la India: el segundo había dicho al gran Luis XIV: «En el Egipto encontraréis el verdadero camino del comercio de la India, privaréis de él a los holandeses, afianzaréis para siempre la dominación de la Francia en el Levante, regocijaréis a toda la cristiandad, y llenaréis al mundo de admiración y asombro; la Europa os aplaudirá entonces, en vez de coligarse contra vos.»– Posteriormente alguna otra vez se había pensado en el Egipto, y por último el cónsul francés en el Cairo, monsieur Magallón, había dirigido varias memorias al gobierno sobre la tiranía de los mamelucos y las vejaciones que causaban al comercio francés. Todos estos datos habían contribuido a sugerir a Napoleón su plan, junto con la máxima que profesaba de que los nombres gloriosos se forman solo en Oriente.

{5} En compensación de la entrega prometió Bonaparte intervenir en el congreso de Rastadt para que se diese un principado en Alemania al Gran Maestre, y en el caso de no ser posible le aseguraba una pensión vitalicia de trescientos mil francos, y una indemnización de seiscientos mil al contado. Concedió además a cada caballero de la lengua francesa setecientos francos de pensión, y mil a los sexagenarios.– Cuando se supo en Rusia la rendición de Malta, causó tan general indignación en los caballeros de aquel imperio, que al punto declararon destituido de su dignidad al último Gran Maestre, Fernando de Hompech, rompieron toda relación con los de Malta, a quienes llamaban miembros inficionados y corrompidos, y se echaron en brazos del emperador Pablo I, que el año anterior había admitido el título de Protector de la Orden, e intentó, aunque en vano, elevarla todavía al mayor grado de esplendor entre las instituciones militares de Europa. La Orden se puede decir que quedó desde entonces disuelta.– Miege, Hist. de Malte.– Vertot, Hist. des Chevaliers de Malte.

{6} Perdieron los franceses en aquella batalla once de sus trece navíos de línea, nueve rendidos y dos quemados, cuatro fragatas quemadas, mil cincuenta y seis cañones, ocho mil novecientos treinta hombres, quemados, ahogados y prisioneros. Los ingleses tuvieron dos mil ciento ochenta muertos y seis mil seiscientos setenta y siete heridos.– Nelson fue elevado por el rey de la Gran Bretaña a la dignidad de Par de Inglaterra con el título de barón del Nilo.

{7} «El gobierno actual de Francia (empezaba el manifiesto), mostrando profundo olvido del derecho de gentes, adopta como principio acometer a todas las potencias, amigas y enemigas indistintamente, y sembrar por todas partes la confusión y el desorden, ya por las armas, ya por medio de la sedición. En virtud de este principio había preparado con secreto el modo de trastornar el Egipto, provincia la más preciosa entre todas las de este vasto imperio, y que es la entrada de las dos santas ciudades de Meca y Medina. En vano se le hizo saber de oficio y con anticipación que si emprendía tal proyecto habría una guerra sangrienta entre todos los pueblos musulmanes y la Francia, &c.»

{8} He aquí lo que escribía Azara sobre este particular: «Les informé de todo (a los directores), para que viesen que la corte de Viena estaba resuelta a la guerra, su determinación de no dar oídos a mediaciones, los medios que le suministraba la Rusia, y el fuego que soplaba Nápoles, sin que fuera posible contar de parte de Prusia más que con una neutralidad inútil o interesada. Dije también que los turcos iban a declararse a instigación de los ingleses y rusos, pues habían ya intimado al encargado de Francia que quitase de su casa la bandera de tres colores, que no se presentase en público, y el modo atento, pero firme, con que habían respondido a los oficios de nuestro Bouligny.

»Nada de esto les hizo gran fuerza, y después de agradecer mucho mis noticias y celo, me quisieron persuadir que a pesar de tantas apariencias la corte de Viena ni los turcos declararían ni harían la guerra, y lo que es más, que si el proyecto de la paz del imperio y de la mediación cuádruple proyectada surtía efecto, darían la ley al emperador y a la Europa. Me confiaron las cartas que acababan de recibir de Berlín, en que el embajador Sièyes no dice nada que sea consolante, y envía la última declaración que le ha enviado aquel ministerio, reducida a ofrecer sus buenos oficios con la corte de Viena, y a renunciar a sus Estados de la parte izquierda del Rhin sin exigir compensación, con tal que el emperador no la exija tampoco en Alemania.

»Viendo la ilusión en que está este gobierno, me pareció necesario hablarle con la claridad y firmeza propias de un hombre de bien y buen aliado. Les dije, pues, que yo estaba lejos de tener la confianza que ellos tenían, y que juzgo del estado de las cosas de muy diverso modo; que tenía por infalible la guerra con el emperador, con la Rusia y con los turcos; que no se lisonjeasen de lo contrario, porque a mi ver era una ilusión. Prosiguiendo en hablar con la claridad que me es natural, y ellos me toleran, les he repetido que veo todavía ventaja de parte de los enemigos; que la Italia les será más contraria que favorable, y que comprendo en esto a sus nuevas repúblicas, por el rigor y crueldad con que han sido tratadas por los generales y comisarios; que la devastación de Roma y de la Suiza habían salvado a Inglaterra, reuniendo al partido de la oposición con el de la corte; que la expedición de Bonaparte era una verdadera novela, y que yo nunca creeré posible que llegue a la India; que sin embargo ha hecho el peor efecto posible, favoreciendo a nuestros enemigos, pues ya vemos que los turcos cierran sus puertas a los franceses y las abren a los ingleses y rusos; que por consiguiente Nelson será dueño absoluto del Mediterráneo con su escuadra, y dará un fuerte impulso a la guerra de Italia, donde los ultrajes hechos a la religión por los franceses les habían suscitado mas enemigos de los que ellos creían; y en fin, que así como yo tenía por imposible que los ejércitos aliados penetrasen en Francia, así también me parecía verosímil que los franceses serian vencidos fuera de su territorio.– No dieron muestras de quedar convencidos de mis razones, pero creo que les harían alguna fuerza.»

{9} Así se declaró en consejo de oficiales generales que el rey mandó formar, según frecuentemente entonces se practicaba, para examinar la conducta del gobernador y demás que intervinieron en aquella rendición desdorosa, fallando que habían tenido medios y gente suficiente para la defensa.

{10} Los historiadores franceses, en general, tratan de estos sucesos con poca detención, y acaso con estudiada parsimonia. Esto no obstante, y a pesar de la apología que dio a luz el Directorio, atribuyendo a fatalidad el mal éxito de las expediciones a Irlanda, difícilmente podrán lograr que no se califique de tardío, así el socorro llevado por Humbert, así como el de la expedición que luego salió de Brest, y que cayó también casi toda ella en poder de los ingleses.

{11} En la proclama que dio el gobierno de las Dos Sicilias se expresaba con la arrogancia que muestran las frases siguientes: «Los napolitanos mandados y llevados al triunfo por el general Mack, de lo alto del Capitolio tocarán rebato y muerte sobre el enemigo universal: nosotros anunciaremos a la Europa que es llegada ya la hora de que todos despierten. Desventurados piamonteses, agitad vuestras espadas, y herid con ellas a nuestros opresores.»

{12} Observa a este propósito un historiador francés que parecía ser destino de los Borbones de aquella época ser arrastrados a una inevitable ruina por el influjo de sus mujeres, aunque cada cual por distinto rumbo, y cita en comprobación de ello los casos de Luis XVI de Francia, de Fernando IV de Nápoles, y de Carlos IV de España.

{13} Son dignos de notarse los personajes de la corte de Nápoles que influían y dominaban en el ánimo del rey Fernando. En primer lugar la reina. Esta señora, antes la archiduquesa Carolina, se había propuesto por modelo a la emperatriz Catalina II de Rusia, cuyas pasiones dominantes fueron el amor y la gloria; pero sin su talento y sin sus medios, el deseo de figurar en el mundo la hizo olvidarse de su estado y de los intereses de su familia.– El ministro Acton, irlandés de origen, aunque nacido en Francia, y que había estado al servicio del Gran duque de Toscana, fue después pedido a éste por el rey de Nápoles. El de Toscana se le envió, pero advirtiéndole que si bien era un sujeto muy entendido, era también frecuentemente travieso, y por consecuencia muy peligroso. La conducta de Acton no desmintió este informe; él llegó a ser una especie de ministro universal, favorito del rey, y más especialmente de la reina.– Lady Hamilton esposa del embajador inglés de este nombre en Nápoles: mujer tan célebre por su hermosura como por sus escándalos. Nacida en Inglaterra, de humildísima cuna y de padre desconocido, niñera, cocinera y doncella de labor en sus primeros años, entregada después a la prostitución en Londres, recogida luego por un médico charlatán llamado Graham, que se decía inventor de un elixir de amor, para exponerla al público, dándole el nombre de diosa de la salud, cubierta solo con una gasa muy diáfana, en una de estas exhibiciones apasionose de tan bello modelo Carlos Greville, sobrino del embajador de Nápoles William Hamilton, el cual la sacó del poder del medicastro su protector, la llevó en su compañía, y tuvo de ella tres hijos. Los apuros metálicos de este pródigo joven le inspiraron el pensamiento de enviar su Emma (que este era su nombre) a su tío Hamilton, con la esperanza de hacerla objeto de especulación y vergonzoso mercado. Hamilton en efecto se prendó de la querida de su sobrino en términos, que no solo se prestó a satisfacerle todas sus deudas a trueque de una acción ignominiosa, sino que se enlazó en legítimo matrimonio con Emma con gran escándalo de la aristocracia de Nápoles, cuya corrompida corte aceptó sin embargo a lady Hamilton cuando el embajador se la presentó oficialmente. La misma reina Carolina hizo su amiga y confidente a la antigua prostituta, y tanto, que por medio de la reina sabía lady Hamilton todo lo que pasaba entre las cortes de España y Nápoles y lo comunicaba a Inglaterra. Ella fue la causa de que los ingleses apresaran los navíos españoles antes de la declaración de la guerra. Aun no pararon en esto las aventuras de la famosa Emma. En las frecuentes excursiones de Nelson en las aguas de Nápoles tuvo ocasión de entrar en relaciones con lady Hamilton, y se hizo públicamente su amante. Juntos se refugiaron en Palermo, cuando Nelson trasportó en su escuadra los reyes y la corte de Nápoles, y cuando al año siguiente volvieron a aquella capital, lady Hamilton representó un papel horrible, en unión con la reina y con Nelson, en los suplicios de los patriotas, como adelante tendremos ocasión de ver.

{14} La índole de nuestra historia no nos permite detenernos a referir todos los medios insidiosos y nada hidalgos que así el Directorio ejecutivo como los generales de la república francesa emplearon por largo tiempo para poner al rey de Cerdeña en el duro trance y necesidad de hacer su abdicación, no obstante la lealtad con que se había conducido siempre para con la Francia aquel apocado príncipe. No estuvieron más generosos con él cuando después de la abdicación se refugió en Parma y en Florencia. La manera como los franceses arrojaron del trono al príncipe de Saboya hace que se extrañe menos el dolo y los amaños que más adelante pusieron en juego para destronar al monarca español, entonces tan amigo suyo, pues fueron como una copia de los que habían empleado en el Piamonte.

{15} Don Mariano Luis de Urquijo, oficial mayor de la secretaría de Estado, había estado supliendo a don Francisco Saavedra, sucesor del príncipe de la Paz, en el despacho de los negocios desde 17 de agosto de 1798. Restablecido un tanto Saavedra, fue nombrado Urquijo embajador cerca de la república bátava, mas como aquél hubiese vuelto a empeorar, continuó Urquijo en España haciendo el mismo servicio, hasta el 21 de febrero de 1799, en que habiendo sido relevado Saavedra del cargo de primer ministro, fue nombrado Urquijo para desempeñarle, pero todavía en calidad de interino.

Don Andrés Muriel, que no perdona ocasión de sacar a plaza las flaquezas y debilidades, ciertas o exageradas, de la reina, se expresa así a propósito de aquel nombramiento: «Díjose entonces que la presencia gallarda del oficial mayor de Estado contribuyó también eficazmente a que lograse el despacho interino del ministerio, si bien parece que la veleidad de la augusta protectora fue pasajera; por motivos bien fundados al parecer.»– Dejámosle la responsabilidad de sus indicaciones y de sus juicios.

{16} He aquí algunos párrafos de esta notable carta: «Yo os pido que le perdonéis (al embajador) el agravio que os ha hecho en suponeros autores de las ideas del papel. La moderación, la libertad a todo gobierno de establecer agentes a su placer respetando sus elecciones; la fidelidad en el cumplimiento de las promesas; la inviolabilidad con que las hacéis ejecutar; he aquí vuestro carácter. Repetidas pruebas habéis dado de ello para que yo no lo recuerde, a fin de que me deis una más, separando a este embajador Guillermardet, que ha querido manchar vuestras opiniones. Confío en que lo haréis al instante por vosotros mismos, y que viviréis seguros de que cuando yo elija a un vasallo mío para un empleo, sea el que quiera el rango de su persona, es porque le juzgo a todos títulos acreedor y digno de él; y que ellos le han ganado la confianza de mis vasallos. En este número entra Urquijo...» Menciona algunos de sus servicios, y añade: «No presentará un solo testimonio de lo contrario el ciudadano Guillermardet, y se atreve sin embargo a querer desaprobar una elección mía, y pedir que yo coloque en los puestos y empleos a los sujetos que merezcan solo su opinión personal, y finalmente a intentar prescribir reglas de la manera con que me debo conducir... &c. De este mi Real Sitio de Aranjuez, 22 de febrero de 1799.– Vuestro buen amigo Carlos.»– Expediente reservado, formado con motivo de la nota que pasó el embajador Guillermardet, cuando fue exonerado del ministerio el señor Saavedra y nombrado Urquijo. Carta del rey al Directorio, y contestación de éste.– Archivo del Ministerio de Estado, Leg. 49, número 45.

{17} De todo esto dio cuenta Azara en carta que más adelante (26 de noviembre, 1799) y con otro motivo escribió desde Barcelona al príncipe de la Paz.

{18} Urquijo había sido uno de los jóvenes designados por Floridablanca para destinarlos a la diplomacia, y como tal le protegió Aranda haciéndole nombrar oficial de la primera secretaría de Estado, cuyo favor movió al Santo Oficio a aflojar en el proceso que se le había formado por su Discurso preliminar a la traducción de la tragedia de Voltaire titulada La Muerte de César. A pesar de eso, todavía en la sentencia le declaró algo sospechoso de participar de los errores de los modernos filósofos. Ocasiones tendremos de juzgar a Urquijo, así por los actos de su administración en esta época, como por el papel que hizo después de la invasión de España por los ejércitos de Napoleón.

{19} Todos estos tratados se hicieron en fines de 1798.

{20} Nota de Talleyrand a Azara, dándole quejas del gobierno español. Archivo del Ministerio de Estado, Leg. 49, núm. 26.– Ídem del embajador francés sobre infracciones del Tratado de Basilea que dice haberse cometido con perjuicio de la Francia: Ibid. núm. 35.– Del mismo remitiendo un estado de todas las reclamaciones que ha hecho, y a las que dice no haber recibido contestaciones categóricas: Ibid. núm. 52.– Del mismo, oponiéndose a la embajada del duque del Parque a Rusia: núm. 66.– Del mismo, suponiendo haber salido de nuestros puertos un buque en busca del almirante Nelson: núm. 74, &c., &c.

{21} De los tres que eran, murieron Bonnier y Robejeot: Juan Debry fue el que quedó con vida, aunque los asesinos le tuvieron por muerto también. Este fue el que, cubierto de sangre y medio arrastrando, pudo volver a Rastadt, cuyos habitantes le prodigaron con la más exquisita solicitud todo género de auxilios, causando una indignación general tan inaudito y espantoso crimen, de que se escandalizó y contra el que protestó la honradez y lealtad alemana.

{22} Honra fue para España que nuestro embajador en París fuese la persona a quien el Directorio encomendó con instancia la redacción de un Manifiesto en que el cuerpo diplomático había de publicar a la faz de Europa su indignación por tan horrible atentado. Azara le compuso, y todos le fueron firmando. Carlos IV, a quien se le remitió, hizo de él grandes elogios.– Cuando Juan Debry fue a París, comió al lado de Azara en casa de Talleyrand: «de manera que puedo decir, escribía Azara, que casi toda la conversación fue conmigo, y me contó menudísimamente todo el hecho del asesinato.» Memorias, parte III, c. 8.

{23} Pocas reacciones habrán experimentado los pueblos tan bárbaras y sangrientas como ésta de Nápoles. En vano el cardenal Ruffo, jefe de las feroces bandas calabresas que invadieron la ciudad después de la salida de los franceses, firmó un convenio con los comprometidos por la república y les dio un salvo-conducto para salir del territorio napolitano y librarlos del furor popular. Nelson, instigado por su querida lady Hamilton, y ésta por la reina Carolina su amiga, violando la capitulación, envió buques en seguimiento de los fugitivos, y llevándolos a la ciudad los entregó a los verdugos: borrón grande e indeleble de la historia por otra parte tan gloriosa del almirante inglés. El obispo de Carpi, el almirante Caraccioli, patriota sincero, guerrero ilustre, rival de Nelson en el mar, muchos otros personajes distinguidos, perecieron a consecuencia de esto en los cadalsos, teniendo la indignidad de presenciar los suplicios el almirante inglés en compañía de su impúdica manceba. El pueblo soez creía ver en cada una de estas ejecuciones una aprobación de los feroces desmanes que cometía, y con eso se entregó a todos los furores de su instintiva crueldad, sacrificando con bárbaro frenesí a cuantos se le antojaba designar como afectos a los republicanos, y regando con su sangre la capital y las provincias. Tal fue el término de la república partenopea. Acabó igualmente a poco tiempo la república romana, apresurándose la escasa guarnición francesa que había quedado en Roma a capitular con un comodoro inglés, antes que llegaran las tropas napolitanas, para no exponerse ella y la ciudad a ser víctimas del furor de las bandas de asesinos que acompañaban aquellas.

{24} Hablando de este Moulin dice Azara: «Envilece la especie humana ver elevado a magistrado supremo de una nación un hombre como éste. Su principio fue de mozo de fábrica de cerveza de Santerre, y cuando este tabernero fue elevado por la facción jacobina al grado de general y de comandante de París, nombró su ayudante a este Moulin, el cual el día tremendo 21 de enero fue quien hizo sonar todos los tambores para que el pueblo no oyese las últimas palabras que el infeliz Luis XVI se esforzó a pronunciar desde el patíbulo. Este mérito le valió el grado de general de división, que equivale al nuestro de teniente general, sin haber nunca servido en la tropa ni visto un ejército... &c.»

{25} Entre los planes que entonces se concibieron para variar la forma de gobierno de la Francia, es el más notable para nosotros, por haberse concertado con un español y referirse a príncipes españoles, el siguiente de que nos da noticia nuestro embajador Azara.

Refiere este diplomático, que el general Joubert, poniendo en él una confianza completa y absoluta, le reveló un día el proyecto que en unión con otros generales tenía formado para deshacerse de una vez de un gobierno que era insoportable a todo buen francés, intolerable a la Europa y a todo el género humano, y con cuyo sistema era imposible gozar nunca de paz. El plan era establecer una monarquía constitucional, siempre que para ello tuviera una garantía anticipada en España, única nación que podía darla, contentándose con que el embajador la diera en su nombre. Porque ninguno de los príncipes franceses proscritos, ni el de Provenza, ni el de Artois, cada uno por sus especiales condiciones y compromisos, podía ser admitido sin grandes inconvenientes. Si la España, añadió, nos diera uno de sus príncipes, le coronaríamos con mil amores; y aun nos conformaremos con que nos den al príncipe heredero de Parma; y en último recurso tomaremos uno de la casa de Orleans: bien entendido, que cualquiera que sea elegido, ha de capitular con nosotros por medio de V.»

Que en seguida pasó a manifestarle los medios que habían de emplearse para llevar a cabo aquel pensamiento, en el cual estaban de acuerdo los tres generales que iban a mandar los tres ejércitos, de Italia, de Holanda y del Rhin, los cuales, cansados de derramar su sangre para satisfacer la ambición de los demagogos de París, que no hacían más que perturbar y asolar las provincias abusando del fruto de sus victorias, estaban resueltos a acabar con tan monstruoso gobierno y a dar la paz a la Europa. Que ganada la primera batalla a los austriacos, propondrían la paz al emperador, y aceptada esta, vendrían los tres ejércitos en combinación a París, y en una proclama anunciarían la forma de gobierno en que habrían convenido para la Francia. Y por último, que dados otros pormenores acerca de la ejecución de la empresa, concluyó con decirle que necesitaban de él, que fiaban en su prudencia, y que él sería el encargado de negociar con el príncipe su venida, y lo que con ellos había de concertar.

Que Azara pidió algún tiempo para responder a tan importante y extraña proposición, que pasó días muy intranquilos pensando en ello, y que repasando la lista de los príncipes y sus circunstancias, y no encontrando ninguno de los de España que por su edad, por su educación, y por su carácter fuese apropósito para ponerle sin gravísimo riesgo a la cabeza de una nación como la francesa, en la complicada y dificilísima situación en que se hallaba entonces, respondió a Joubert, que entraba en el proyecto, y que podía contar con él, pero que con respecto al príncipe que convendría aclamar, era punto que se podría decidir más adelante, pensándolo bien, para resolver con más acierto y seguridad. Que Joubert convino en ello, y con esto partió muy contento, primero a celebrar su boda en Borgoña, y después al teatro de la guerra, donde su inesperada muerte, acaecida en la batalla de Novi, acabó con todas sus ilusiones de triunfos, y con todos sus proyectos de trasformación del gobierno francés.

El sello de sinceridad que se advierte en la relación de Azara parece no dejar duda acerca de la existencia del proyecto y de todos los pormenores de que nos informa en sus Memorias (capítulo 12). Por lo mismo no sabemos cómo conciliar estos sentimientos y estos planes de Joubert con las ideas que el historiador Thiers le atribuye, tan contrarias al designio de cambiar el gobierno republicano en monarquía, puesto que le supone unido en todo con los directores demagogos Gohier y Moulin, y como el general destinado para el partido que intentaba volver las cosas a la situación de 1793.– Thiers, Historia de la Revolución, tomo VI, cap. 5. Y más adelante dice que siguió siendo amigo de los patriotas.

{26} Consistía esta célebre ley en lo siguiente: cuando ocurría algún desorden en alguna población o común, se tomaba en rehenes a los antiguos nobles, y a los parientes de los emigrados, y se los hacía responsables de los delitos que se cometieran. Las administraciones centrales designaban las personas que habían de servir de rehenes, y se las ponía en casas dispuestas al efecto, donde debían vivir a sus expensas; se las encerraba mientras duraban los desórdenes; si se cometía algún asesinato, se desterraba a cuatro rehenes por cada homicidio. Fue mucho lo que entonces mismo se dijo de esta ley revolucionaria y bárbara.

{27} Estas medidas, y principalmente la clausura de la reunión del Picadero, que el embajador español atribuía, como hemos visto, a consejo suyo, fueron tomadas al decir de uno de los más autorizados historiadores franceses, a consecuencia de un informe del diputado del consejo de los Ancianos Courtois, el mismo que había dado el informe sobre el 9 de termidor, y con acuerdo de la comisión de inspectores aprobado por el mismo consejo.

{28} La casualidad fue la siguiente. En su anhelo de saber algo de Europa, y principalmente de Francia, no habiéndolo podido lograr por ningún medio, discurrió enviar un parlamento a la escuadra turca con pretexto de ajustar un canje de prisioneros, dando especial encargo al parlamentario de que procurase adquirir algunas noticias. Presentose aquél al jefe de la escuadra, el almirante inglés Sidney-Smith, y como éste infiriese de la conversación que Bonaparte ignoraba absolutamente los acontecimientos de Europa y los desastres de la Francia, con el maligno propósito de mortificarle hizo que le llevase un gran paquete de periódicos que tenía. Bonaparte los recibió, los devoró con ansia, invirtiendo toda una noche en su lectura, supo por este medio de una sola vez más de lo que hubiera podido averiguar en mucho tiempo, y al punto formó la resolución de acudir a salvar su patria, intentando la travesía aún con el conocimiento del peligro continuo en que iba a verse de ser apresado por cualquiera de los muchos buques ingleses que surcaban aquellos mares.

{29} Fue tanto más sensible a Suwarow este contratiempo y esta conducta del Austria, cuanto que acababa el emperador de conferirle el título de Príncipe Itálico, declarando con singular entusiasmo que era el más grande entre todos los generales pasados, presentes y futuros. Mucho sufrieron este aguerrido general y sus soldados en su traslación de Italia a Suiza, y principalmente en las marchas y contramarchas por las montañas, gargantas y desfiladeros de la Helvecia, sosteniendo diariamente recios y desesperados combates, hasta que unido con Korsakoff se retiró a Baviera, maldiciendo de los austriacos. Al cabo de algún tiempo se volvieron ambos generales a Rusia con la mitad de la gente que de allí habían sacado.

{30} Los principales partidos políticos entonces eran: los jacobinos o patriotas exaltados; los verdaderos republicanos, pero enemigos del terror; los moderados o políticos, que deseaban una constitución menos libre, con tal que les diera más paz; y el llamado de los corrompidos o podridos, compuesto de gente de todas las fracciones, que solo habían buscado siempre el ser gobierno a cualquiera costa, hacer fortuna, y conservar sus destinos y su dinero. En el Directorio Barrás era el representante de estos últimos; Gohier y Moulin de los primeros; Sieyes y Roger-Ducós representaban los políticos o moderados.– Los jacobinos o patriotas desconfiaban de Bonaparte, pero deseaban que destruyera lo existente, dejando para luego lo que después hubieran de hacer. Los republicanos templados recelaban que fuese poco afecto a la república, y le hubieran querido en las fronteras ganando lauros militares, o cuando más le habrían dado una plaza en el Directorio. Los realistas no podían esperar nada de él, porque comprendían que un hombre como Bonaparte no había de trabajar por colocar a otro en un trono. Solo los moderados o políticos deseaban sinceramente un cambio en la constitución y en el gobierno a la sombra de un hombre poderoso, con prestigio y con fuerza para acabar con las facciones turbulentas.

{31} Con la relación de este suceso termina Thiers su Historia de la Revolución francesa, en la cual no dejamos de extrañar que, siendo España la única nación, o por lo menos la única monarquía aliada de la república, siendo la que le prestaba más auxilios contra Inglaterra, siendo sus escuadras y sus tropas las únicas con que contaba para ir reparando los descalabros de su marina, defender sus puertos, o acometer cualquiera empresa naval, y siendo su embajador en París tan considerado del Directorio y tan influyente en las resoluciones mismas del gobierno, apenas mencione a España en su Historia sino someramente y como por incidencia, y omita de todo punto servicios importantes que esta nación prestó a la república en el período de que tratamos, y la parte que tuvo en las operaciones y combinaciones de las guerras que se hacían o se intentaban.

{32} Archivo del Ministerio de Estado, Leg. 50, núms. 9, 47, 81, y otros.– Leg. 51, Correspondencia de Mazarredo y de Gravina, núms. 1 y 2.

{33} He aquí la manera casual y curiosa como lo supo Azara, según lo refiere él mismo. Una mañana se le anunció y presentó una joven de buen porte y bastante agraciada, que había mostrado mucho deseo de hablarle: recibiola, no sin alguna sospecha del objeto con que suelen hacerse en París tales visitas. Mas luego le manifestó ser la prometida de un oficial francés del ejército de Egipto, y le suplicaba que, pues iba a partir para aquel país la escuadra española, le hiciera el obsequio de dirigir con toda seguridad una carta para dicho oficial. Díjole Azara que estaba en una equivocación, pues la escuadra española llevaba rumbo y destino muy diferente. Insistió la joven en que iba a Egipto, y dio tales pruebas de saberlo con certeza, designando la persona que la había informado, que Azara comenzó por vacilar y acabó por inclinarse a creerla. Ofreció enviar la carta, y apenas despidió a la joven, pasó a ver a su amigo Talleyrand, con quien, usando de la confianza que tenía, descargó todo su enojo de verse juguete de los Abogados, y juntos fueron en seguida al Directorio.

{34} Componían la escuadra de Mazarredo los buques armados siguientes:

Navíos
Purísima Concepción, de…112cañones
Príncipe de Asturias…112 
Santa Ana…112 
Conde de Regla…112 
Mejicano…112 
Neptuno…80 
Oriente…80 
Pelayo…80 
San Telmo…74 
Soberano…74 
San Francisco de Asís…74 
San Pablo…74 
Nepomuceno…74 
Bahama…74 
Conquistador…74 
San Joaquín…74 
San Francisco de Paula…74 
 
Fragatas
Alacha, de…36cañones
Perla…36 
Carmen…36 
Matilde…36 
 
Bergantines
Descubridor, de…18cañones
Vigilante…18 
Vivo…18 
Corbeta Colón…24 

{35} Mazarredo fue recibido con la mayor distinción por el Directorio, y en muestra de consideración y de aprecio le fue regalada a nombre de la nación una armadura completa de la manufactura de Versalles.

{36} «Teniendo presente el rey (decía el decreto) la instancia que V. E. había hecho de dejar esa embajada, he venido en exonerar a V. E. de ella, y nombrar para que le suceda, &c.»

{37} Cruzáronse con este motivo entre el ministro y el embajador cartas bastante picantes, que Azara nos ha dado a conocer en el cap. 16 de sus Memorias póstumas.

{38} Memorias póstumas, publicadas por el marqués de Nibbiano, cap. último.

{39} Decía el Manifiesto: «Nos Pablo I por la gracia de Dios, Emperador y Autocrator (*) de todas las Rusias, &c., &c. Hacemos saber a todos nuestros fieles vasallos: Nos y nuestros aliados hemos resuelto destruir el gobierno anárquico e ilegítimo que actualmente reina en Francia, y en consecuencia dirigir contra él nuestras fuerzas. Dios ha bendecido nuestras armas, y ha coronado hasta ahora todas nuestras empresas con la felicidad y la victoria. Entre el pequeño número de potencias europeas que aparentemente se han entregado a él, pero que en la realidad están inquietas, a causa de la venganza de este gobierno abandonado de Dios, y que se halla en las últimas agonías, ha mostrado la España más que todas su miedo o su sumisión a la Francia, a la verdad no con socorros efectivos, pero sí con preparativos para este fin. En vano hemos empleado todos los medios para hacer ver a esta potencia el verdadero camino del honor y de la gloria, y que lo emprendiese unida con nosotros; ella ha permanecido obstinada en las medidas y errores que le son perniciosos a ella misma; por lo que nos vimos al fin obligados a significarla nuestra indignación, mandado salir de nuestros estados a su encargado de negocios en nuestra corte; pero habiendo sabido ahora que nuestro encargado de negocios ha sido también forzado a alejarse de los estados del rey de España en un cierto término que se le ha fijado, consideramos esto absolutamente como una ofensa a nuestra Majestad, y le declaramos la guerra por la presente publicación; para la cual mandamos que se secuestren y confisquen todos los barcos mercantes españoles que se hallen en nuestros puertos, y que se envíe la orden a todos los comandantes de nuestras fuerzas de mar y tierra para que obren ofensivamente en todas partes contra todos los vasallos del rey de España. Dado en Petershoff el 15 de julio del año de 1799 del Nacimiento de Cristo, y el tercero de nuestro reinado.– Firmado en el original por la mano propia de S. M. Imperial.– Pablo.»

(*) Así está en todas las traducciones castellanas de aquel tiempo que hemos visto.

{40} Aludía evidentemente al título de protector y Gran Maestre de la orden de San Juan.

{41} Gaceta de Madrid del 13 de setiembre de 1799.