Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo VIII
Interior
Ministerio de Saavedra, Jovellanos, Soler, Urquijo y Caballero
1798-1799
Comportamiento de Saavedra y Jovellanos con el príncipe de la Paz.– Intenta Jovellanos la reforma de los estudios públicos.– Válese para ello del sabio obispo Tavira.– Proyecta sujetar la Inquisición a las reglas de los demás tribunales.– Es exonerado del ministerio y enviado a Asturias.– Reemplázale Caballero: carácter de este ministro.– Extraña enfermedad de Saavedra.– Urquijo y Soler, ministros interinos de Estado y Hacienda.– Estado lastimoso del tesoro.– Informe desconsolador de la Junta de Hacienda.– Arbitrios y recursos.– Empréstitos, donativos, venta de alhajas, enajenación de bienes vinculados, eclesiásticos y civiles.– Nuevos préstamos.– Fondos de pósitos.– Emisión de vales.– Cajas de descuentos.– Igualación forzosa del papel con el metálico.– Impuesto sobre los objetos de lujo.– Junta eclesiástica de vales reales.– Sus planes económicos.– Espantoso déficit en las rentas.– Situación angustiosa.– Crédito ilimitado para socorrer al papa.– Breves pontificios otorgados en agradecimiento al rey de España.– Muerte del papa Pío VI.– Novedad en la disciplina eclesiástica española.– Guerra de escuelas con este motivo.– El ministro Urquijo apoya a los reformadores.– Sus ideas respecto a Inquisición.– Proclamación del papa Pío VII.– España le reconoce.– Escasísimos adelantos en la administración de justicia en este tiempo.– Pruebas de poca cultura y civilidad.– Groseras costumbres populares.
Había llevado el príncipe de la Paz al gobierno, pocos meses antes de su caída, si no enteramente por inspiración propia, aceptando con gusto la indicación que alguno de sus amigos le hizo, dos hombres ilustres, a quienes el rey por su consejo encomendó los ministerios de Hacienda y Gracia y Justicia, don Francisco Saavedra y don Gaspar Melchor de Jovellanos. Mereció sin duda alabanza entonces y ahora el príncipe de la Paz por haberse asociado en el gobierno personas tan capaces y tan dignas. Especialmente Jovellanos, propuesto por su amigo el conde de Cabarrús, llevaba ya una gran reputación como sabio jurisconsulto y magistrado integérrimo, como político y economista, como hombre de una erudición tan brillante como profunda; que de todo había dado públicas e inequívocas pruebas, ya en el desempeño de sus cargos, ya principalmente en las muchas obras que su fecundo ingenio había ya producido. Sacando el príncipe de la Paz a este hombre ilustre del rincón de Asturias a que le habían hacía años relegado, nombrándole primero embajador de Rusia y casi acto continuo ministro de la corona en España, dio un testimonio de aprecio y consideración al mérito, que toda la nación vio con placer; si bien se discurría y sospechaba que no podrían concertarse y avenirse las ideas y las costumbres del ministro favorito con las costumbres y las ideas de los dos nuevos miembros que había llevado al gabinete.
Mas aunque todo el mundo presumió que Saavedra y Jovellanos se alegraron, como entonces se alegró el pueblo, de la exoneración del príncipe de la Paz (28 de marzo, 1798) es lo cierto que aquellos dos ilustres amigos, teniendo presente la gratitud que le debían por haberlos elevado al ministerio, no solo no quisieron cooperar, sino que se opusieron al empeño que muchos mostraron y con que los excitaban a acabar de perder al valido, añadiéndose a esta honrosa consideración el justo miramiento a las personas del rey y de la reina, a quienes de cierto habrían ocasionado graves disgustos en diversos sentidos los medios que para perseguir al príncipe de la Paz les proponían algunos de sus más rencorosos enemigos; y así se contentaron con que le apartaran de los negocios públicos.
Correspondiendo Jovellanos a lo que de su ilustración y de su amor a las ciencias y las letras se esperaba, y guiado por aquella máxima que consignó en su informe a Carlos IV: «Ya no es un problema, es una verdad generalmente reconocida, que la instrucción es la medida común de la prosperidad de las naciones, y que así son ellas poderosas o débiles, felices o desgraciadas, según son ilustradas o ignorantes;» emprendió la reforma de los estudios, comenzando por los de la universidad de Salamanca, la primera en consideración por su fama tradicional, y cuyas enseñanzas hemos dicho ya en otra parte hasta qué punto se habían viciado. Para realizar tan noble y útil pensamiento puso los ojos en uno de sus mayores amigos, docto y virtuoso prelado, conocido ya en todo el reino por su vasta erudición y por sus prendas apostólicas, a saber, el esclarecido don Antonio Tavira, obispo de Osma. No podía hacerse elección más acertada para objeto tan importante y delicado. Al efecto propuso al rey la conveniencia de su traslación a la mitra de Salamanca, donde podría dedicarse con quietud y reposo al desempeño de la honrosa comisión que se le iba a confiar. El rey accedió a ello (6 de julio, 1798), y así lo expresó en el real decreto de su nombramiento{1}.
No era solo la reforma de los estudios y de las universidades lo que se proponía Jovellanos: proyectaba también, si no suprimir la Inquisición, al menos obligar al Santo Oficio a que sustanciase los procesos y fallase por las reglas comunes del derecho, que atendida la índole de aquel tribunal equivalía a su abolición, y era lo mismo que había intentado el ex-obispo de Astorga, arzobispo de Selimbria e inquisidor general, don Manuel Abad y Lasierra, con tan desgraciado éxito que le costó ser condenado a reclusión en el monasterio de Sopetrán. Algo templó los rigores inquisitoriales el príncipe de la Paz, pero contrariedades que no pudo o no supo vencer hicieron que dejaran de realizarse medidas ya acordadas que habrían quebrantado más su poder. Sabedor Jovellanos de que el canónigo y secretario de la Inquisición de corte don Juan Antonio Llorente había trabajado, por orden del mismo Abad y Lasierra, un plan completo de reforma para corregir la arbitrariedad y el misterio de los procedimientos del Santo Oficio, con el título de: Discursos sobre el orden de proceder en los tribunales de la Inquisición, pensó seriamente en poner en ejecución este plan.
Pero así su proyectada reforma de los estudios como la de la Inquisición se quedaron sin realizar, por haber sido Jovellanos exonerado del ministerio de Gracia y Justicia (24 de agosto, 1798), reemplazándole don José Antonio Caballero, fiscal togado del Consejo supremo de la Guerra. Diose a Jovellanos plaza efectiva en el de Estado con el sueldo correspondiente, pero se le mandó volver a Asturias para que siguiera desempeñando las comisiones que había tenido a su cargo antes de ser ministro, en cuya virtud, llegado que hubo a Gijón, consagrose al fomento y prosperidad de su querido Instituto Asturiano, creación de que justamente se envanecía. La circunstancia de haber sido encomendada pocos días antes (13 de agosto) interinamente la secretaría de Estado al oficial mayor de ella don Mariano Luis de Urquijo por enfermedad del ministro don Francisco Saavedra, y de haber padecido en aquellos días Jovellanos ciertos cólicos que no había experimentado nunca y que le obligaron a tomar las aguas de Trillo, indujo a algunos a pensar que un agente vil y una mano oculta habían intervenido en la alteración de la salud de uno y otro ministro{2}. Tanto estas separaciones, como la persecución que después sufrieron, y muy especialmente la de Jovellanos, de que daremos cuenta a su tiempo, han sido generalmente atribuidas a intrigas y manejos de la reina y del príncipe de la Paz, a quienes abochornaba y ofendía el saber, la moralidad y el aprecio público de aquellos dos ministros. Esfuérzase el príncipe de la Paz en justificarse de esta imputación, achacando toda la culpa al siniestro influjo del nuevo ministro Caballero, hombre en verdad nada recomendable, apropósito solo para hacer papel en una corte corrompida, para prestarse a servir de instrumento a los más torcidos fines, y para ejecutar los servicios más afrentosos{3}. Pero en este, como en otros puntos, olvidose el príncipe de la Paz, al intentar su justificación, de lo que en sus correspondencias confidenciales había dejado escrito bajo su firma, y que el tiempo podría revelar. Así hemos podido nosotros adquirir la certeza de que si en este hecho criminal y concreto que aquí apuntamos, si acaso existió, pudo no tener parte el valido de los reyes, la tuvo sin duda, y no pequeña, en la persecución que algo más adelante se movió a aquel ilustre patricio{4}.
En cuanto a las dos principales reformas intentadas por Jovellanos, corrieron bien diversa suerte después de su separación. La de los estudios de Salamanca hízola el ministro Caballero su sucesor, pero hízola, de acuerdo con algunos rancios profesores de la antigua escuela, en opuesto sentido al que Jovellanos y el sabio Tavira se proponían, y más que reforma fue una verdadera reacción en favor de la viciosa enseñanza que se estaba dando. No sucedió así con la reforma inquisitorial. El ministro Urquijo era amigo de los reformadores franceses, y adicto a sus doctrinas; y como al año siguiente ocurrieran varios casos, de ellos uno en Barcelona y otro en Alicante, allí con el cónsul francés y aquí con el de la república holandesa, en que la Inquisición se excedió en la ocupación y registro de sus papeles so color de ser anti-religiosos, aprovechó Urquijo aquella ocasión para enfrenar al tribunal de la Fe e impedirle el ejercicio de ciertas atribuciones que se arrogaba, y aún habría propuesto al rey su entera supresión si hubiera durado más su ministerio.
La parte más aflictiva de la situación interior del reino en este período era el estado lastimoso del tesoro público, y la falta de un sistema administrativo acertado y prudente, que pudiera, ya que no remediar del todo aquel mal, por lo menos aliviarle. Interrumpidas nuestras comunicaciones con los dominios de América, precisados a mantener en pie de guerra un ejército y una fuerza naval considerable por espacio ya de muchos años, paralizado el comercio interior y exterior, nuestra alianza con la república francesa y los compromisos y los gastos que de ella se derivaban nos empobrecían cada día más, y las medidas económicas que se dictaban para cubrir tan enormes atenciones, o eran inoportunas, o ineficaces, o irrealizables, y por huir de aumentar los impuestos iba creciendo cada año el déficit, y a compás del déficit anual crecían también anualmente las dificultades. En otro capítulo expusimos cuál había sido la marcha económica del gobierno hasta la retirada del príncipe de la Paz de la dirección del Estado, y cuál el informe de la Junta de Hacienda creada por el ministro don Francisco Saavedra para que propusiera los medios y arbitrios de aumentar las rentas públicas y ocurrir a las necesidades ordinarias y extraordinarias del servicio.
Terminaba esta junta su informe con las notables palabras siguientes: «Señor: La junta siente sobremanera haber tenido que afligir el corazón paternal de V. M.; pero se trata de su corona, de su persona, de las de sus hijos, y sobre todo de esta familia inmensa que le ama y que la Providencia confía a su cuidado; se trata de los intereses más sagrados de la humanidad, del orden social, de la moral y de la religión, que se sobresaltan con los amagos de las convulsiones, de la anarquía, compañera inseparable de la disolución de los Estados. Todavía es tiempo de salvarlo todo. V. M. hallaría el premio de los sacrificios personales que hiciere, en su conciencia, en las bendiciones de los pueblos y en la justicia de la posteridad.» Harto manifiesta este cuadro la gravedad del mal y la necesidad de los sacrificios que la junta proponía. La corte se asustó, temerosa de aumentar, con algunas de las medidas, que las había enérgicas y radicales, el descontento público, que era ya muy general contra ella, y aun se ofendió de la entereza y de la libertad con que hablaba la junta. El ministro de Hacienda Saavedra, que había pasado a serlo también de Estado, aun antes de la enfermedad en que luego cayó, había suplicado al rey le diese una persona de celo y de inteligencia que le ayudara a desempeñar el cúmulo de negocios a cuyo examen él no podía dedicarse teniendo que atender a las dos secretarías. El monarca nombró entonces (18 de mayo, 1798) superintendente general de la real Hacienda, con la dirección de la secretaría del despacho del ramo, a don Miguel Cayetano Soler, consejero que era de Hacienda y honorario de Castilla, el cual desde entonces, y mucho más desde que Saavedra enfermó, fue el verdadero ministro de Hacienda, como Urquijo lo era de Estado, aun cuando Saavedra conservara ambas secretarías.
La primera medida que por el nuevo ministerio se tomó para remediar las escaseces del erario y acudir a los gastos siempre crecientes de la guerra, fue hacer un llamamiento patriótico a los españoles, proponiendo dos suscriciones en España y en las Indias (27 de mayo, 1798), la primera de un donativo voluntario en dinero o en alhajas de oro o plata, la segunda de un préstamo sin interés, igualmente voluntario, a reintegrarse por el gobierno en diez plazos al fin de cada uno de los diez años siguientes a los dos primeros de la paz, cuando ésta se hiciese. El rey y la reina quisieron alentar el espíritu nacional, siendo los primeros a dar ejemplo de desprendimiento, cediendo la mitad de las asignaciones que se hacían a la tesorería mayor para sus bolsillos secretos (5 de junio, 1798), y enviando a la casa de moneda todas las alhajas de plata de la real casa y capilla menos precisas para el servicio de sus personas y del culto divino{5}. La lealtad española no dejó de responder a la voz y al ejemplo de sus soberanos, habiendo quien a falta de metálico ofrecía su propiedad inmueble, y mayorazgos que proponían la venta de sus bienes vinculados si se les permitía disponer de ellos para el préstamo; pero así y todo el recurso era demasiado tenue para tan grandes y tan urgentes necesidades.
En su vista se dictó en solos dos días (24 y 25 de setiembre, 1798) una serie de reales cédulas prescribiendo las disposiciones y arbitrando los recursos siguientes: 1.ª Dando a los poseedores de mayorazgos, vínculos y patronatos de legos facultad de enajenar sus fincas, imponiendo sus valores en la caja de amortización al interés de 3 por 100 pagadero desde el día mismo de la entrada del dinero en caja: 2.ª Prohibiendo hacer depósitos judiciales, y trasladando todos los que hubiere a las tablas numularias del reino o a la misma caja de amortización: 3.ª Mandando trasladar a la misma y con el propio interés todos los caudales secuestrados por quiebras: 4.ª Disponiendo que entraran en la mencionada caja y devengando el mismo rédito los fondos y rentas de los colegios mayores de Salamanca, Valladolid y Alcalá, corriendo su recaudación a cargo del superintendente general de la real Hacienda: 5.ª Agregando e incorporando a ésta los bienes que quedaban de las temporalidades de los jesuitas, y que la superintendencia de ellas, antes creada, pasase al ministerio: 6.ª Estableciendo una contribución sobre los legados y herencias en las sucesiones trasversales: 7.ª Ordenando la enajenación, a beneficio de la caja, de todos los bienes pertenecientes a hospitales, hospicios, casas de misericordia, de reclusión y de expósitos, cofradías, memorias, obras pías y patronatos de legos; e invitando a los obispos que promoviesen con igual fin y con las mismas condiciones la enajenación de los bienes correspondientes a capellanías colativas, y cualesquiera otras fundaciones análogas que tocasen a su fuero{6}.
Muchas ilusiones se hacía el nuevo ministro sobre el resultado de tan considerable número de arbitrios, y mucha confianza tenía en restablecer con ellos el crédito español a los ojos de Europa, y así se lo escribía al embajador Azara{7}. Pero la prueba de lo pronto que vio desvanecerse aquellas ilusiones fue la cédula de 17 de octubre (1798), abriendo un préstamo de 400.000.000 de reales, distribuidos en 160.000 acciones de a 2.500 reales cada una, señalando los plazos para su reembolso, que se anticiparon a los pocos días para inspirar más confianza. Mas ésta no venía, por más que menudeaban y se sucedían unas a otras las órdenes e instrucciones para la más pronta y ventajosa ejecución de todas las providencias enumeradas, inclusa la de conceder a los poseedores de vínculos o mayorazgos la facultad de reservar para sí la octava parte del valor de los bienes que vendieran, con tal que impusieran en la caja el resto de su producto, e inclusa también la pena de suspensión a las justicias que descuidaban el cumplimiento de lo ordenado respecto a depósitos judiciales. Menester fue nombrar otra Junta suprema de Hacienda (11 de enero, 1799), para dirigir las enajenaciones, con jurisdicción y facultades propias, e independientes de todos los consejos, chancillerías, audiencias y demás tribunales del reino, autorizada para resolver de plano y sin forma de juicio{8}.
No bastaron los esfuerzos de la nueva junta, ni el haber mandado poner en la caja de amortización la quinta parte neta de los fondos, así en dinero como en granos, de los pósitos del reino, con la obligación de pagarlo todo en metálico, así lo que tuviesen en efectivo, como lo que conservaran en especie, siendo de su cuenta darlo por vendido al precio corriente. A muy poco tiempo se hizo otra nueva creación de vales (8 de abril, 1799) por valor de 53.000.000 de pesos, con el rédito de 4 por 100, destinando al pago de los intereses no solo las antiguas hipotecas, sino otras nuevas, que parecieron bastantes para hacer frente al rédito anual de la deuda, que era de cerca de 88.000.000. Mas como esta creación fuese hecha para realizar los pagos y negociaciones de la real hacienda dando a los vales igual valor que al metálico, en un tiempo en que estaba ya en tan gran descrédito el papel moneda, acrecentose más y más la desconfianza, y aquella medida produjo una consternación general.
Viose que con la creación y con las medidas de la Junta Suprema de Amortización, en vez de remediarse o menguar, se aumentaban y crecían los apuros del tesoro y el descrédito de los vales, y se acordó mudar de mano, y se suprimió la junta de 11 de enero (6 de julio, 1799), restableciendo la caja de amortización al ser y estado que tenía cuando se erigió por real decreto de 12 de enero de 1794. Pero un genio fatídico y siniestro parecía inspirar entonces a los encargados de dirigir la administración. Motivo daría para pensar así la real cédula que a consulta del Consejo Real se expidió (17 de julio, 1799), mandando que se reconociesen los vales como moneda verdadera, salvo un 6 por 100 de baja de su primitivo valor, cuya diferencia se prometía extinguir hasta igualar enteramente el papel con el metálico, y no permitiendo que en los pagos se hiciese distinción alguna entre el oro, la plata y los vales. Se mandó además establecer en las plazas principales ciertos bancos o cajas de reducción para los casos urgentes o apurados. El que denunciara haberse hecho una operación en que no se admitiese el papel como moneda, recibiría en premio la mitad de los valores denunciados. Providencia fatal, que llevó la desconfianza, el descrédito, la confusión y el desorden al mayor extremo imaginable.
Para auxiliar y fomentar aquellas cajas o bancos, que el gobierno miraba como áncora de salvación, para mantener el crédito de la deuda pública y sostener el del comercio, el Consejo de Hacienda mandó suspender la incorporación a la corona de los oficios enajenados, imponiendo a sus poseedores el servicio de la tercera parte de su valor que pagaría en la caja (9 de noviembre, 1799): aplicar a las mismas un servicio anual que se impuso a todo el reino (10 de noviembre) sobre criados y criadas, caballos y mulas, fondas, hosterías, confiterías, almacenes, tabernas, casas de juego, tiendas de todas clases, y sobre una multitud de objetos, principalmente los de lujo{9}: la mitad de los caudales que vinieran de América: un subsidio de 300.000.000 de reales por repartimiento entre los pueblos, con proporción a su riqueza, y dejando a los mismos la facultad de buscar arbitrios que, sin ser gravosos a los pobres, produjeran la expresada suma (12 de noviembre): el producto de una gran rifa que se concedió a las cajas (1.º de diciembre, 1799), con variedad de suertes, y en premios pagaderos o por una vez o en rentas vitalicias{10}: varios otros arbitrios sobre los fondos de pósitos. Y además se dieron muchas instrucciones y se estrecharon las órdenes (27 de diciembre) a fin de activar las ventas de los bienes vinculados, obras pías y memorias, y para la más pronta ejecución de los siete reales decretos de 19 de setiembre.
Sin duda los hombres del gobierno y de la administración fiaron muy poco en la eficacia de todas estas medidas, no obstante la aparente confianza del ministro, o fiaban menos en su ciencia, o en la inteligencia y probidad de los empleados civiles, cuando discurrieron apelar al apoyo del clero para levantar el crédito del papel moneda e ir extinguiendo los vales. Formose en efecto una junta compuesta de catorce prebendados, sacados la mitad de las siete iglesias metropolitanas, la otra mitad de las sufragáneas, nombrándose comisario regio de esta junta al intendente de Guadalajara don Santiago Romero. Llamose Junta eclesiástica de vales reales, y fueron individuos de ella dos ilustrados canónigos, el uno de Calahorra, don Juan Antonio Llorente, autor de la Historia de la Inquisición, el otro magistral de Tarragona, después arzobispo de Palmira, don Félix Amat, autor de la Historia eclesiástica, los cuales nos han dado noticia de los planes y proyectos que en ella se formaron, como que cada uno de los dos hizo el suyo. Llorente, que fue el secretario de la junta, decía en su proyecto que las rentas eclesiásticas debían valer al tesoro 150.000.000 de reales al año, pues si no producían más que sesenta, consistía en el modo como se administraban. Se encargaría el clero de la administración de los vales, teniendo a sus órdenes las oficinas y empleados. Para pagar los intereses y verificar sucesivamente la amortización se le dejarían todas las contribuciones que pagaba{11}, y además las rentas de correos, cruzada, &c. Al efecto se establecería en Madrid una junta de seis prebendados, a cuyo cargo correría la dirección de todas las operaciones{12}. El proyecto de Amat se diferenciaba de éste, aunque convenía en el fondo{13}.
Aunque al decir de los autores de estos planes, y de algún historiador contemporáneo, al solo rumor de que S. M. aprobaba el plan eclesiástico, bajaron un 13 por 100 en pocos días los descuentos de los vales, y aunque se imprimieron y dirigieron a los prelados y cabildos circulares reservadas, y se obtuvo la adhesión de casi todos, bien que no sin gran repugnancia de parte de muchos, y aunque el rey manifestó a la junta estar muy satisfecho de su amor a la real persona y al bien de sus vasallos, el plan quedó sin efecto, tal vez porque se consideró demasiado favorable al clero, y porque no faltó quien persuadiera al rey que tales concesiones al estado eclesiástico equivalían a poner la suerte del reino en sus manos{14}.
Resultado de todos estos arbitrios y recursos, de todas estas juntas civiles y eclesiásticas, de todas estas emisiones de valores, de todas estas cajas de reducción, de todos estos esfuerzos de los hombres y de todos estos sacrificios impuestos al pueblo, fue un déficit de aquel año para el inmediato de más de trescientos millones, que unido a los que de tres años atrás venían pesando sobre el tesoro, constituía el asombroso déficit de más de mil doscientos millones{15}. Pero se comprende bien y deja de asombrar este resultado, si se considera que además del funesto sistema económico que se seguía, además de los cuantiosos dispendios de la guerra, no pasando los productos de las rentas de unos seiscientos veinte millones, poco más o menos, más de ciento los consumía solamente la casa real{16}.
Y sin embargo, en esta situación angustiosa y en medio de esta penuria se activaban y se repetían las expediciones navales para sostener la guerra con la Gran Bretaña, y teníamos valor para declarar la guerra a la Rusia. Y en medio de estas escaseces y apuros el rey Carlos IV mandaba abrir un crédito ilimitado para socorrer y asistir al desgraciado pontífice Pio VI, de modo que no le faltase nada en sus forzosas peregrinaciones y penalidades; rasgo de bondadosa generosidad propio de un monarca católico, sinceramente afecto al padre común de los fieles, en tanto que otros soberanos se contentaban, siendo católicos como él, con demostrar hacia el desventurado pontífice una compasión estéril: conducta que honra los piadosos sentimientos y la innata liberalidad de Carlos IV, y que le atrajo las constantes bendiciones de Su Santidad hasta que exhaló el último suspiro, pero con la cuál acrecía las estrecheces que se estaban padeciendo en su propio reino. Verdad es que en premio de tan tierno interés y solicitud obtuvo el gobierno de Carlos IV del achacoso y perseguido papa varios breves otorgando subsidios eclesiásticos y otras gracias no menos importantes, que a nombre del rey impetró el ministro español don Pedro Labrador que le acompañaba en su peregrinación y destierro.
Fueron estos breves los siguientes: uno para la imposición de un subsidio de sesenta y seis millones de reales sobre el clero de España e Indias, en la misma forma que el del año 1795: otro para aplicar al erario las rentas de todas las encomiendas de las órdenes militares con facultad de vender los capitales de ellas para darles igual aplicación: otro aprobando el real decreto de enajenación de los bienes de hospitales, cofradías, patronatos y obras pías, a fin de imponer su producto en la caja de amortización al interés de 3 por 100, exhortando a los prelados a que hiciesen lo mismo en lo respectivo a los bienes de capellanías, beneficios y otros de su jurisdicción: y finalmente, otro prorrogando la Bula de la Cruzada por veinte años, y por todo el tiempo que hubiese dificultad de acudir a Roma, si bien no accedió a la perpetuidad con que el ministro pretendía la concesión; como tampoco se atrevió a condescender en la aplicación al erario de la tercera parte íntegra de la renta de los obispados y arzobispados de España. Igual éxito tuvo la pretensión que por encargo del ministro Urquijo hizo don Pedro Labrador de que consintiese Su Santidad en que se restituyera a los obispos sus facultades primitivas, restableciéndose en todo su rigor la antigua disciplina de la Iglesia en este punto. El atribulado papa contestó a esto, que hallándose solo, sin la asistencia del colegio de cardenales, y por lo tanto privado de su consejo, no se consideraba en situación de poder resolver sobre materia de tanta importancia, ni de hacer una novedad de tal trascendencia.
Murió al fin, después de tantos achaques, trabajos y padecimientos de toda especie, el pontífice Pío VI de la manera que en otro lugar hemos dicho, el 29 de agosto de 1799{17}, a los ochenta y un años y ocho meses de edad, habiendo regido la Iglesia por espacio de más de veinte y cuatro años y medio, faltando poco para que su largo pontificado desmintiera la profecía universalmente recibida de que ningún papa ha de gobernar la Iglesia por espacio de veinte y cinco años como San Pedro. El rey manifestó pública y oficialmente el dolor que le había causado su fallecimiento; pero el ministro Urquijo tomó de él ocasión para hacer una variación esencial en el régimen de la Iglesia española; y en la misma Gaceta (de 10 de setiembre, 1799) en que se anunciaba la dolorosa muerte del pontífice, se publicó un real decreto devolviendo a los arzobispos y obispos toda la plenitud de facultades que habían tenido por la antigua disciplina de la Iglesia para las dispensas matrimoniales y otros asuntos, sin necesidad de acudir a Roma, hasta que el rey les comunicara el nombramiento de nuevo papa{18}. Esta providencia no fue del mismo modo recibida y ejecutada por todos los prelados; pues no todos pensaban de la misma manera acerca de las atribuciones inherentes a la dignidad y jurisdicción episcopal, o a su delegación de la Santa Sede, y así unos hicieron uso, y otros no, de la autorización de dispensar por sí en los impedimentos matrimoniales, pero sin que esta diversidad de opiniones turbara la paz entre los prelados.
No guardaron la misma mesura otras personas. El decreto avivó la mal apagada lucha de escuelas: resucitaron las denominaciones de jansenistas, jesuitas y molinistas, aplicadas recíprocamente por los ciegamente adictos a la curia romana y por los afectos a las reformas eclesiásticas. Distinguíase la Inquisición, apoyada por el nuncio, en designar con epítetos injuriosos a sujetos muy respetables, los más señalados por su saber y su virtud, y el fanatismo los quería presentar como sospechosos de herejía solo porque sostenían las doctrinas en que se fundaba el real decreto{19}. Declamábase en los púlpitos, y se abusaba de la influencia del confesonario; y aun se hubiera enardecido más la lucha con la publicación de folletos y opúsculos en los dos opuestos sentidos, si ya desde el principio del año no hubiera el gobierno con laudable previsión puesto coto a la libertad de imprimir escritos en que se trataban materias de esta clase con todo el apasionamiento de escuela, y mandado recoger todos los ejemplares de los que se habían publicado con los títulos de: «Liga de la Teología moderna con la Filosofía,» y «El pájaro en la Liga,» impugnación satírica éste del primero{20}. El gobierno anduvo también muy prudente en prohibir la circulación de otras obras que estaban ya preparadas, y que habrían hecho mucho daño en el estado de calor y de pasión en que los ánimos se encontraban{21}. Pero así como los enemigos de toda reforma encontraban favor en la Inquisición, así los que lo eran del influjo de la curia romana contaban con el apoyo del ministro Urquijo, que estaba resuelto a reponer la Iglesia de España en sus facultades primitivas, y a plantear todas las consecuencias que en este sentido se desprendían del real decreto.
En cuanto a la elección de nuevo pontífice, indicamos ya en esta parte cómo se debió al consejo y a la diligencia del embajador español Azara que hallándose el anciano Pío VI prófugo en Siena, expidiera una bula determinando cómo había de congregarse el cónclave para la elección del que hubiera de sucederle en la silla de San Pedro después de su muerte, a fin de evitar un cisma en el estado de perturbación y desquiciamiento en que se hallaban la Iglesia y las naciones de Europa, y cómo el mismo Azara trabajó para recoger las firmas de los cardenales que andaban dispersos. Así dispuesto todo con esta previsión, a la muerte de Pío VI se reunió en Venecia el cónclave (1.º de diciembre, 1799), compuesto de veinte y cinco cardenales. No hace a nuestro propósito referir las dificultades que sobrevinieron en los tres meses largos que duró aquella reunión. Al fin fue proclamado el cardenal Chiaramonte, el cual tomó el nombre pontifical de Pío VII. Contra la opinión y el deseo de Bonaparte y del gobierno francés, el monarca y el gobierno español reconocieron y aceptaron como legítimo el nombramiento, y Carlos IV mandó celebrar con Te-Deum y luminarias la exaltación del nuevo padre común de los fieles. Pero ya pertenece esto al periodo que habremos de examinar más adelante, y veamos ahora lo demás que en lo tocante al gobierno interior de España se había hecho.
En verdad se conoce que embargada la atención y preocupados los ánimos de los gobernantes, en lo exterior con los preparativos, movimientos y sucesos de la guerra, en lo interior con las estrecheces, la penuria y los ahogos del tesoro, apenas en las colecciones y en la crónica oficial de este tiempo se registran actos de gobierno y providencias administrativas que no se refieran a los medios de levantar el crédito, de satisfacer los intereses de la deuda pública, de crear cajas de reducción, de buscar arbitrios, de inventar recursos, de apelar a empréstitos, de promover ventas, de impetrar subsidios, de solicitar donativos, de arbitrar maneras cómo cubrir necesidades urgentes y atenciones perentorias, y cómo salir de los apuros y conflictos de cada día, de cada hora y de cada momento. Pero pocas medidas encaminadas al desarrollo de la riqueza, providencias dirigidas al aumento de la producción, ni disposiciones enderezadas a acrecer la materia imponible. Aquel movimiento de protección a la agricultura, a la industria, a la fabricación, al comercio y a las artes, que iniciado en los reinados anteriores duraba en los primeros años del de Carlos IV, se veía languidecer en los últimos del siglo XVIII; pues solo se observan aisladas provisiones en favor de los industriales o artistas, y esto solamente cuando ellos acudían en queja y reclamaban contra la violación de franquicias o derechos otorgados.
Ni en la administración de justicia se ve que se efectuase, ni aun se intentase reforma alguna esencial. El aumento de alguna sala en tal cuál audiencia, de algunos jueces en el tribunal de la Rota, reclamado por el número de los procesos y negocios; un real decreto declarando corresponder a los consejeros de Estado la precedencia de asiento o lugar en las reuniones y solemnidades sobre todos los de los otros consejos y tribunales del reino; y una real cédula prescribiendo reglas para la provisión, dotación, promociones y ascensos de los corregidores y alcaldes mayores, duración del servicio en cada clase, inamovilidad en sus empleos, y causas por que podrían ser removidos y castigados{22}, fue lo principal, o mejor dicho, lo único que en esta materia se hizo en los dos años del último siglo que comprende este nuestro examen, si bien es para nosotros indudable que se habrían efectuado otras mejoras si hubiera sido menos efímera la duración del ilustre y sabio Jovellanos en el ministerio de Gracia y Justicia. Sin embargo, una providencia dictó el ministro Caballero, laudable en cuanto se dirigía a corregir el abuso, ocasionado a la inmoralidad, de venir a Madrid las mujeres e hijas de los empleados de la carrera judicial a promover las pretensiones de sus maridos o padres. El ministro mandó que no se admitiese ninguna solicitud hecha de este modo, ni se ascendiera ni mejorara a los empleados mientras no constase que aquellas se habían restituido a su compañía (6 de mayo, 1799). Y encargaba a los jefes que en sus informes expresaran siempre si se hallaban o no reunidos con su familia, y las noticias que tuviesen de ésta en el caso de estar separada o ausente.
Tampoco fueron muchos los bandos de policía y buen gobierno que para el régimen de la capital publicaron en este tiempo los alcaldes de casa y corte; y los pocos que expidieron no dan ciertamente una idea aventajada de la civilidad y la cultura, ni de la moralidad del pueblo, como si en esto también se hubiera paralizado el impulso que Carlos III había dado y la solicitud con que atendía a todo lo que fuera aseo y decoro público, como signo exterior y visible que es de la civilización de un país. Infiérese cómo se viviría en Madrid cuando hubo necesidad de mandar a los dueños o administradores de las casas que hicieran poner en ellas puertas, en el término de un mes, y que éstas fuesen seguras, de buena calidad y con llave, y que tuviesen luz desde el anochecer hasta las doce en que mandaban cerrar, «para evitar, decía el bando, los insultos y torpezas que se cometen en los portales» (21 de enero, 1799). Por bando de 8 de abril de 1799 se imponían penas de trabajos públicos y de destierro a los que sonrojaban, insultaban, silbaban y aun atropellaban y escarnecían a las señoras que en Semana Santa se presentaban en la calle con vestidos o basquiñas moradas o de otros colores. Y se ve que no solo fue ineficaz la providencia, sino que tuvo que ceder la autoridad a los groseros instintos del pueblo, puesto que al año siguiente por otro bando (16 de marzo, 1799) se ordenaba, «que para corregir algunos excesos que se han advertido en el uso de trajes menos decentes y modestos… ninguna persona de cualquiera clase o condición, por privilegiada que sea, pueda en tiempo alguno usar basquiña que no sea negra, ni en ésta fleco de color o con oro o plata, pena a que contraviniese de ser castigada con todo rigor según la calidad de su persona, además de ponerlo en noticia de S. M.»
Así se iba advirtiendo la decadencia interior, en riqueza pública como en ilustración, en administración como en cultura.
{1} «Atendiendo S. M. (decía el decreto) a la urgente necesidad que hay de mejorar los estudios de Salamanca, para que sirvan de norma a los demás del reino, y a las dotes de virtud, prudencia y doctrina que requiere este encargo, y que concurren en el Ilmo. Señor. D. Antonio Tavira, obispo de Osma, ha venido en nombrarle para el obispado de Salamanca, que se halla vacante por la promoción del Excmo. Señor don Felipe Fernández Vallejo al arzobispado de Santiago, a fin de que, trasladado al expresado obispado de Salamanca, pueda desempeñar más fácilmente las órdenes que se le comunicarán acerca de tan importante objeto.»
El obispo Tavira, natural de Iznatoraf, provincia de Jaén, fue uno de los más ilustres, sabios y virtuosos prelados que cuenta la Iglesia española. Doctor y catedrático de la universidad de Salamanca, filósofo, teólogo, versado en lenguas sabias, de las cuales poseía el griego, el hebreo, el caldeo, el siriaco y el árabe, después capellán de honor, predicador de S. M., de quien decía Carlos III: «Tavira predica la verdad, y quiero que la oigan mis hijos:» después del fallecimiento de aquel monarca se le denunciaron a Carlos IV como sospechoso en sus creencias, y respondió el rey: «Se conoce que no habéis oído sus pláticas e instrucciones.» Amigo de Jovellanos, de Cabarrús, de Meléndez Valdés, de Lardizabal y de otros eruditos de este último reinado, como lo había sido de don Manuel de Roda, de Campomanes y de otros sabios del de Carlos III, miembro de las Reales Academias, y escritor modesto, ejerció por muchos años en la corte una especie de magistratura en la república de las letras. Nombrado prior trienal de la casa de Uclés, arregló aquel rico archivo, e ilustró con eruditas notas sus preciosos códices, al propio tiempo que hacía cultivar y fertilizar vastos terrenos hasta entonces incultos, y convertía campos eriales en jardines y alamedas. Emprendió a su costa las célebres excavaciones de Cabeza del Griego, en que tan apreciables monumentos de la antigüedad se descubrieron. Sacado de allí para sentarle en la silla episcopal de Canarias, sin que le sirviera la insistencia con que lo rehusó, dejó en aquellas islas tal fama de virtud y de caridad apostólica, que hasta en la tribuna nacional de Francia resonaron los elogios del prelado español. Trasladado por causa de salud a la iglesia de Osma, tuvo la dulce satisfacción y agradable sorpresa de encontrar los estudios de aquella universidad en brillante estado, merced al plan formado para ella por su buen amigo el ilustre conde de Campomanes. Ocupado estaba el buen Tavira en fomentarlos más, y en erigir una casa de educación para niños expósitos y otros análogos establecimientos, cuando le fue ordenado trasladarse a la iglesia de Salamanca con el objeto que antes hemos manifestado.
La separación de Jovellanos del ministerio de Gracia y Justicia a que nos referimos en el texto, paralizó el gran pensamiento que el ministro había concebido, y el prelado iba a ejecutar. Consagrose pues Tavira a los ejercicios pastorales del apostolado, siendo un vivo y asiduo ejemplo de caridad y de virtud, pero sin que esto le libertara de ser censurado por los fanáticos de jansenista, nombre que la ignorancia o la mala fe aplicaba a todo el que tendía a corregir abusos o disipar errores de viejas doctrinas, y este eco resonó en los salones de la Inquisición. En el concilio nacional de Francia celebrado en aquella época se leyó una notable pastoral del prelado Salmantino, y se le dieron justas alabanzas. Algunos años después murió este ornamento de la iglesia española en una honrosa pobreza.– Villanueva, Vida Literaria.– Muriel, Reinado de Carlos IV.
{2} Así piensa don Andrés Muriel, tomo IV de su historia inédita de este reinado.
{3} Así le califica el mismo Muriel.– La justificación que de sí mismo hace el príncipe de la Paz sobre este hecho, puede verse en el cap. 48 de sus Memorias.– Don Juan Antonio Llorente, en el cap. 43, art. 3.º de su Historia de la Inquisición, atribuye la caída de Jovellanos a su proyecto de reforma inquisitorial y a haber sido delatado como filósofo anti-cristiano y enemigo del Santo Oficio.– Ceán Bermúdez, en sus Memorias para la vida de Jovellanos, solo dice que en su indisposición «se halló un pretexto, que manejado por la calumnia con todas las artes y recursos que dictaban la envidia y el temor, produjo el decreto de exoneración.» Pero también había indicado antes cuáles podían ser los motivos de este temor y de esta envidia, y son las que nosotros creemos, a saber: que la reina había observado desde la entrada de aquellos dos ministros, que en la exposición que al rey hacían de los males de la nación, causa a que los atribuían, y remedios que le proponían aplicar, comprendió que tendían a la ruina del favorito, y cuando comprendió que comenzaba a advertir el monarca la diferencia de unos a otros hombres y los peligros en que Godoy le ponía, meditó los medios de deshacerse de ellos.
{4} En carta confidencial de Godoy a la reina, fecha 5 de febrero de 1804, hallándose los reyes en el Sitio y el príncipe en Madrid, le decía entre otras cosas: «Sé, Señora, que los enemigos de VV. MM. y míos aprovechan la ausencia y se hacen corrillos de continuo; pienso que este mal debe cortarse ahora mismo: Jovellanos y Urquijo son los titulares de la comunidad; sus secuaces son pocos, pero mejor es no exista ninguno. Yo iría al Sitio el domingo o lunes, pero desearía aprovechar el viaje para saber la decisión de Portugal, desvanecer ese complot que rodea a VV. MM. y volverme sin dudas sobre cosas de tanta magnitud. Cornel es uno de los que deben no existir… algunas otras personas de las que están más inmediatas, y otras que hay en Madrid deben tener también parte en el plan, para quedar seguros por ahora de los enemigos inmediatos…»– Archivo del Ministerio de Estado: Correspondencia de Godoy con los reyes.
{5} Suplemento a la Gaceta de Madrid del martes 19 de junio de 1798.
{6} Colección de pragmáticas, cédulas, &c. del reinado de Carlos IV.
{7} En carta de 23 de setiembre de 1798.
{8} Compusieron esta junta, el arzobispo de Sevilla don Antonio Despuig, dos consejeros reales, Vilches y Codina, uno de Indias, Gutiérrez de Piñeres, otro de Hacienda, don Manuel Sixto de Espinosa, y dos secretarios sin voto, contadores de las temporalidades de los jesuitas.
{9} He aquí la tarifa de este impuesto:
Criados | ||
Por un criado | 40 rs. | |
Por el segundo | 60 | |
Por el tercero | 90 | |
Por cada uno desde el 4.º hasta el 10. | 135 | |
Por cada uno desde el 10.º hasta el 20.º exclusive | 202 | 17 mrs |
Por cada uno desde el 20.º a los demás | 803 | 8 |
Criadas | ||
Por una | 20 | |
Por la segunda | 30 | |
Por la tercera | 45 | |
Por cada una desde la 4.ª a la 10.ª exclusive | 67 | 17 |
Por cada una desde la 10.ª a las demás | 101 | 8 |
Mulas y caballos | ||
Por una mula | 50 | |
Por la segunda | 75 | |
Por la tercera | 112 | 17 |
Por la cuarta | 168 | 25 |
Por cada una desde la 5.ª hasta la 10.ª exclusive | 253 | 3 |
Por cada una desde la 10.ª a las demás | 379 | 21 |
La cuota de los caballos era de una mitad, eximiendo de la contribución las mulas y caballos de la labranza y trajino de frutos y géneros, los que se empleaban en fábricas y artefactos, y los caballos padres registrados.
Coches. | |
Por uno… | 120 rs. |
Por el segundo… | 180 |
Por el tercero… | 270 |
Por cada uno desde el 4.º a los demás… | 405 |
Este servicio se entendía con todo coche, berlina, cupé, silla u otro carruaje de igual clase, de ciudad o de camino, que estuviera en ejercicio por la persona del dueño o sus dependientes, exceptuando solo los carros, galeras y carretas de conducción de frutos y géneros. Los calesines y otros carruajes de dos ruedas pagaban la mitad.
Fondas, tiendas, &c. | |
Por cada fonda… | 800 rs. |
Por cada tienda de géneros ultramarinos… | 600 |
Por cada hostería, botillería o confitería… | 400 |
Por cada taberna… | 100 |
Por cada tienda de vinos generosos, licores o perfumes… | 200 |
Por cada casa de juego permitida… | 600 |
Por cada tienda de abacería… | 100 |
Por cada tienda de telas pintadas de algodón o lino… | 300 |
Por cada una de sedas o paños… | 500 |
Por cada una de quincalla… | 380 |
Por cada lonja cerrada… | 600 |
Por cada posada pública… | 100 |
Por cada posada secreta… | 150 |
{10} Las condiciones, circunstancias y pormenores de esta célebre rifa pueden verse en la real cédula citada. Es principalmente curioso todo lo relativo a las diez y seis mil acciones de rentas vitalicias, y a sus premios, que se habían de sacar de setenta y cinco sorteos. De ello puede ser una muestra el siguiente artículo, que es el IX: «El valor específico de cada acción o suerte se determinará por el modo con que a voluntad de los interesados hayan de disfrutarse las rentas vitalicias, y según las edades de las personas sobre cuyas vidas hayan de imponerse, a saber:
Si la renta se constituye sobre una sola vida para haber de gozarla desde el mismo día de la imposición, se asignará:
Desde un año hasta 20 cumplidos… | 900 rs. |
Desde 21 a 30… | 990 |
Desde 31 a 40… | 1080 |
Desde 41 a 50… | 1260 |
Desde 51 a 55… | 1400... |
Seguía luego un estado, en cuyas casillas se comprendía lo siguiente: Edades actuales: –Valor de la renta después de 20 años: –Ídem después de 23… &c.»
El último artículo, que era el XXVII, decía: «Declaro por mí y a nombre de mis sucesores, que las referidas rentas vitalicias, como subrogadas con beneficio público en lugar de una porción de los vales reales, son una deuda contraída por el bien del Estado, y en todos tiempos queda el Estado mismo obligado a su puntual satisfacción, sin que jamás pueda admitirse duda o controversia.»
{11} Contribuciones que pagaba el clero de España:
Subsidios, antiguo y moderno… | 11.000.000 |
Excusado, o casa mayor diezmera y novales… | 17.000.000 |
Diezmos de tercias reales… | 12.000.000 |
Mesas maestrales de órdenes militares… | 4.000.000 |
Encomiendas unidas a la real hacienda… | 4.000.000 |
Monte pío beneficial… | 2.000.000 |
Pensiones sobre mitras… | 4.000.000 |
Medias anatas y mesadas… | 1.000.000 |
Vacantes de prebendas… | 1.000.000 |
Pensiones a la orden de Carlos III… | 1.500.000 |
Total… | 60.500.000 |
{12} Noticia biográfica de don Juan Antonio Llorente.
{13} He aquí el plan de Amat: «El clero cargue con el pago de intereses de los vales usados hasta ahora, y con el cuidado de su extinción. Se le consigna a este fin todo lo que el clero paga al Estado, como excusado, subsidios antiguo y moderno, vacantes, &c. &c. Además se le consigna el producto líquido de otras muchas rentas, que administrarán, como antes, las reales oficinas. De estos fondos se pagarán: 1.º los intereses de los vales: 2.º los intereses de los préstamos que últimamente hicieron las iglesias: 3.º una duodécima parte cada año del capital de estos préstamos: 4.º se extinguirán los vales. Si falta para llenar estos objetos, la tesorería añadirá, y si sobra, lo recibirá. En Madrid habrá una Junta de Dirección general compuesta de seis prebendados, y en cada diócesis el cabildo administrará los ramos a ella pertenecientes. Los cabildos administrarán a coste y costas, esto es, sin exigir nada por derecho de administración. El clero hará el nuevo servicio de pagar por el espacio de veinte años duplicado el subsidio antiguo. La Junta de Dirección general consultará a S. M. los medios de temperar el decreto sobre vacantes, de modo que ni falte el servicio de las iglesias, ni quede el erario privado de los recursos que este decreto le facilita. Determinará también cuáles fincas eclesiásticas deben venderse, y cuáles no; uno y otro recibiendo informes de los respectivos prelados y cabildos. Los actuales administradores de las rentas consignadas al clero a fines de diciembre le entregarán todas las existencias en dinero y frutos de este año, y el clero comenzará desde entonces su administración у los pagos en la renovación de vales de febrero.– Apéndice a la vida de Amat, escrita por su sobrino don Félix Torres Amat, obispo de Astorga, nota 42.
{14} Esto es lo que dan a entender así Llorente como Amat, en sus respectivas obras citadas.– En este punto, como en casi todos, están completamente desacordes don Andrés Muriel y el príncipe de la Paz, considerando el uno como una desgracia que se hubiera malogrado aquella ocasión de amortizar los vales y elevar el crédito, cosa que dice hubiera hecho el clero muy fácil y sencillamente, y achacando a intriga y manejo del príncipe de la Paz el haberse frustrado, y alegando el otro que por este medio habría logrado el clero tener en su mano la suerte del país, influir en los negocios políticos y tener al gobierno sujeto a sus miras o antojos.– Muriel, Historia MS. de Carlos IV.– Godoy, Memorias.
{15} Exposición del ministro de Hacienda don Miguel Cayetano Soler al rey en 1799.– Es extraño que en esta Exposición o Memoria, en que el ministro hace la historia de los apuros que venía experimentando el tesoro y de los medios que se empleaban o discurrían para remediarlos, no haga siquiera mención de la creación de la Junta eclesiástica, y por consecuencia tampoco de sus proyectos.
{16} De un estado de aquel tiempo que tenemos a la vista resulta que en el año 1799 se hicieron por cada ministerio los gastos siguientes:
Casa Real… | 105.180.774 rs. | 21 mrs |
Ministerio de Estado… | 46.483.729 | 20 |
Ministerio de Gracia y Justicia… | 7.962.367 | 10 |
Ídem de la Guerra… | 935.602.926 | 10 |
Ídem de Hacienda… | 428.368.513 | 10 |
Ídem de Marina… | 300.146.056 | 24 |
Total… | 1.823.544.368 | 16 |
En el propio año decía el ministro de Hacienda Soler en su Memoria: «Las obligaciones del Real Erario desde el 1.º de setiembre hasta el fin de diciembre del año presente ascienden a 535.507.378 rs. Las rentas públicas producirán en dicho tiempo 204.148.714 rs., resultando un déficit total de 376.889.106 rs.»– Desconsuela ver en esta Memoria el cuadro lastimoso de nuestra hacienda.
{17} El 21 dice equivocadamente Muriel.
{18} «La divina Providencia (decía este documento) se ha servido llevarse ante sí en 29 de agosto último el alma de nuestro Santísimo Padre Pío VI; y no pudiendo esperar de las circunstancias actuales de Europa, y de las turbulencias que la agitan, que la elección de un sucesor en el pontificado se haga con aquella tranquilidad y paz tan debidas, ni acaso tan pronto como necesitaría la Iglesia; a fin de que entre tanto mis vasallos de todos mis dominios no carezcan de los auxilios precisos de la religión, ha resuelto que hasta que Yo les dé a conocer el nuevo nombramiento de Papa, los arzobispos y obispos usen de toda la plenitud de sus facultades para las dispensas matrimoniales y demás que les competen, y que el tribunal de la Inquisición siga como hasta aquí ejerciendo sus funciones, y el de la Rota sentencie las causas que hasta ahora le estaban cometidas en virtud de comisión de los papas, y que Yo quiero ahora que continúe por si. En los demás puntos de consagración de obispos y arzobispos, u otros cualesquiera más graves que puedan ocurrir, me consultará la cámara, cuando se verifique alguno, por mano de mi primer secretario de Estado y del Despacho, y entonces, con el parecer de las personas a quien tuviere a bien pedirle, determinaré lo conveniente, siendo aquel supremo tribunal el que me lo represente, y a quien acudirán todos los prelados de mis dominios hasta nueva orden mía… Tendrase entendido en mi Consejo y Cámara, y expedirá ésta las órdenes correspondientes a los referidos prelados eclesiásticos para su cumplimiento.– En San Ildefonso a 5 de setiembre de 1799.»
{19} Tales eran, el sabio obispo Tavira, el de Cuenca don Antonio Palafox, el arcediano de Ávila, maestro del infante don Antonio, y otros ilustres varones, que solían reunirse en casa de la condesa de Montijo.
{20} La Liga de la Teología, obra del italiano Bónola, había sido traducida e impresa en castellano. La chistosa impugnación, titulada El Pájaro en la Liga, se atribuyó al padre Fernández, agustiniano.
{21} Como las traducciones de la Tentativa Theológica del portugués Pereira, del Espíritu de la jurisdicción eclesiástica del abate italiano Céstari, del Obispado, y Dei diritti del Uomo, publicada en Roma. El sabio Amat, a quien se consultó también sobre estas obras, se lamentaba del ardor con que luchaban en todos los terrenos los fanáticos de los dos partidos.– Vida de Amat; pagina 86.
{22} Por esta real cédula se abolía el juicio de residencia a los corregidores, por gravoso a los pueblos y a los mismos residenciados, por inútil, y por ocasionado a corrupción de parte de los jueces, y se sustituía el sistema de informes.– Se derogaba la gracia concedida a los abogados del colegio de Madrid y a los de las chancillerías y audiencias, para entrar a servir corregimientos de ascenso y de término.– El tiempo de servicio en cada corregimiento eran seis años, cumplido el cual, la cámara debía consultarlos para otros de igual clase, o de ascenso, según sus méritos: ninguno había de pasar a tercera clase, sin haber servido en la primera y segunda.– Ningún corregimiento de entrada había de estar dotado con menos de mil ducados, &c.– Real cédula de 7 de noviembre de 1799.