Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro IX Reinado de Carlos IV

Capítulo IX
España y la República
El consulado hasta la paz de Luneville
1800-1801

Francia y Europa después del 18 brumario.– Bonaparte primer cónsul.– Medidas políticas y administrativas.– Ofrece la paz a Europa.– No la admiten Inglaterra y Austria, y se apresta a la guerra.– Peligra, pero se restablece la amistad con España.– Guerra contra Inglaterra y Austria.– Campaña de 1800.– Paso maravilloso de los Alpes.– Bonaparte en Milán.– Célebre sitio de Génova.– Massena.– Famosa batalla de Marengo.– Armisticio de Alejandría.– Bonaparte dueño de Italia.– Regresa a París.– Ovaciones: fiesta nacional.– Proposiciones de paz.– Congreso de Luneville.– Política de Bonaparte con el emperador de Rusia.– Liga de las potencias neutrales del Norte contra Inglaterra.– Conducta del primer cónsul con los reyes de España y con el príncipe de la Paz.– Mutuos regalos.– Berthier embajador en Madrid.– Propone hacer de la Toscana un reino para el infante español duque de Parma.– Alegría de Carlos IV.– Ajústase el tratado en San Ildefonso.– Interés de Bonaparte en disponer de la escuadra española de Brest.– Resistencia y firmeza de Mazarredo.– Contestaciones del primer cónsul con el gobierno español.– Venida del embajador Luciano Bonaparte.– Caída del ministro Urquijo.– Interviene en ella el pontífice.– Parte que tuvo el príncipe de la Paz.– Cevallos ministro de Estado.– Separación de Mazarredo.– Paz de Luneville.
 

No era en verdad más lisonjera la situación de la Francia después del 18 brumario, y muchos y grandes esfuerzos tuvo que hacer el consulado provisional para ir poniendo algún orden en todos los ramos de administración y de gobierno. El tesoro exhausto; las rentas en un déficit permanente; el ejército desnudo o andrajoso; los soldados pidiendo limosna por los caminos; los realistas de la Vendée alborotados de nuevo; los demagogos y revolucionarios agitándose en París y en las ciudades del Mediodía; el Austria dueña de Italia; Inglaterra, Rusia y la Puerta Otomana enemigas; Prusia tibia en su neutralidad, y España disgustada de una amistad que la arruinaba a fuerza de sacrificios. Dos cosas solamente tenía la Francia en su favor en este nuevo período de su vida, la reacción hacia las ideas de orden, y la esperanza en el superior talento de Sieyes, y en el genio privilegiado de Bonaparte, en quien el instinto público descubría dotes sobresalientes, no solo de aventajado guerrero, sino también de político profundo y de prudente administrador. Una serie de medidas sabias, juiciosas y reparadoras fueron acreditando que el pueblo francés no se había engañado en sus cálculos y en sus esperanzas; que la república, tras un período de terror y de sangre, y tras una época de desorden y de anarquía, entraba en un sistema de reorganización, de orden y de reparación; que el Consulado cicatrizaría muchas de las heridas abiertas por la Convención, por el Comité de salud pública y por el Directorio ejecutivo.

Sin diferencia señalada de categoría ni de atribuciones entre los tres cónsules provisionales, la opinión se las designaba; sus mismas condiciones personales las estaban indicando; la misión natural de Sieyes era preparar la nueva constitución; confiose a Bonaparte el cargo de gobernar: y en cuanto a la categoría, tal era el prestigio, tan alta la idea que se tenía de la superioridad del joven guerrero, que la primera vez que se reunieron los tres cónsules en el Luxemburgo, con ser dos de ellos antiguos miembros del Directorio, le dijo Roger Ducós a Bonaparte: «Ocupad el sillón de la presidencia y deliberemos.» El sabio y anciano Sieyes tuvo la abnegación y el mérito innegable de deferir sin repugnancia ni disgusto al genio extraordinario y a la capacidad asombrosa del más joven de sus compañeros. Desde entonces se reconoció que el gobierno y el destino de la Francia estaban puestos en las manos de Bonaparte. Sieyes había dicho: «Tenemos un maestro que sabe, puede y quiere hacerlo todo.» El primer cuidado de los tres cónsules fue la formación de un buen ministerio, llamando a él los primeros hombres del país, los personajes más distinguidos, dando en esto la primera prueba de su buen deseo y de su tino{1}. Igual acierto mostró Bonaparte en el nombramiento de representantes cerca de las pocas cortes extranjeras con quienes estaba en paz la Francia, y mayor todavía, aunque esto era menos extraño, en la distribución de los mandos militares, entre los que fueron notables y grandemente políticos el de Moreau para los ejércitos del Rhin y de la Helvecia, y el de Massena para el de Italia.

Dos medidas, una económica y otra política, que tomó el nuevo gobierno, inspiraron gran confianza en el país, a saber: la supresión del odioso empréstito forzoso progresivo, y la abolición de la tiránica ley de los rehenes, dos grandes errores del Directorio. El desarreglo de la Hacienda se fue reparando en términos que antes de un mes se pudo enviar al ejército un socorro, aunque pequeño, y se regularizó un sistema de recaudación, que no tardó en dar cierto desahogo al tesoro. Y respecto a política, los hombres de los partidos extremos se asombraban de la tolerancia de Bonaparte para con los unos y los otros, pues así abría los templos al culto católico y daba libertad y seguridad a los sacerdotes juramentados y no juramentados, y abría a los emigrados las puertas de la patria, como alzaba el destierro a los deportados del 18 de fructidor, y rompía con sus propias manos las cadenas de los que se hallaban presos en el Temple. Todo esto daba una grande idea de la fuerza y al mismo tiempo de la templanza del gobierno consular, así como de la confianza que tenía en sí mismo el general ilustre que se hallaba a su cabeza.

Sieyes por su parte concluyó la grande obra política de que se había encargado, y presentó aquella célebre, complicada y artificiosa Constitución, con sus listas de notabilidades, comunal, departamental y nacional, con su Senado conservador, su Consejo de Estado, su Tribunado, su Cuerpo legislativo mudo, y su Gran Elector, cuyo cargo se convirtió, por complacer a Bonaparte, en el de primer cónsul por diez años, asociado de otros dos cónsules, para disimular algo la especie de omnipotencia que se dejaba al primero, puesto que se le confiaba el nombramiento de todo el personal administrativo, civil y militar, la dirección diplomática y la de la guerra: autoridad inmensa, que casi equivalía a la de un monarca, y que en ciertas manos podía llegar hasta el despotismo. Solo en aquellas circunstancias, y para nadie más que para Bonaparte habría permitido la Francia la creación de tan elevada y peligrosa magistratura. Esta Constitución tan artificiosamente combinada, que sorprendió y hasta cierto punto cautivó los ánimos por la novedad, sancionada por el voto nacional, empezó a regir en nivoso del año VIII, 1.º de enero de 1800{2}.

Constituido definitivamente el gobierno consular, y revestido Bonaparte del gran poder que le daba la primera magistratura, dictó, con su extraordinaria actividad y su profunda política, multitud de providencias reparadoras, propias para hacer olvidar antiguos enconos, atraerse los partidos, restablecer el orden interior, e inspirar confianza a las potencias de Europa. Mandó que se hiciesen solemnes honras fúnebres y que se levantase un monumento al pontífice Pío VI. Suprimió del catálogo de las fiestas nacionales la del aniversario del suplicio de Luis XVI. Abolió el juramento a la Constitución, sustituyéndole con la promesa de obediencia. Mostró que sabía sobreponerse a las pasiones de los partidos y que no temía a ninguno, regalando un sable al general Saint-Cyr, y nombrando al fogoso demócrata y enemigo suyo Augereau comandante del ejército de Holanda. Halagó al rey de Prusia pidiéndole un busto del Gran Federico para colocarle en un salón de las Tullerías. Envió de embajador a España al ingenioso e instruido Alquier, con encargo de asegurar de su amistad a los reyes, y de entregar al príncipe de la Paz, aunque no era ministro, un regalo de bellísimas armas fabricadas en Versalles. Dirigió dos cartas, firmadas por él, una al rey de Inglaterra, otra al emperador de Austria, convidándolos con la paz, a las cuales recibió del monarca británico una negativa abierta, del austriaco una respuesta también negativa, aunque más dulce. Presentó al Cuerpo legislativo importantes proyectos de ley de administración y organización. Dedicose a sofocar la perenne insurrección de la Vendée, llevando allí un ejército formidable, y logró la sumisión completa de aquellos tenaces realistas por la capitulación de Montfaucon (18 de enero, 1800). Suprimió gran número de periódicos, de cuyos apasionados y violentos ataques se quejaban los gabinetes extranjeros. Dispuso que se celebrara una gran solemnidad cívico-religiosa y que se llevaran diez días de luto nacional por la muerte del gran Washington; y después de aquel magnífico homenaje tributado al libertador de la América del Norte, tan propio para halagar las ardientes imaginaciones de los republicanos franceses, y acompañado del espectáculo de mil banderas conquistadas en Europa por la Francia republicana, hizo Bonaparte con no menos brillante y suntuosa pompa su traslación del palacio de Luxemburgo al de las Tullerías (febrero, 1800) y entonces fue cuando dijo a su secretario aquellas célebres palabras: «¡Henos ya en el palacio de las Tullerías!... Ahora solo nos falta permanecer en él.»

Había, como hemos dicho, desechado Inglaterra la proposición de paz hecha por Bonaparte. Austria la había rehusado también, aunque con más templanza en las formas. Bonaparte, después de haberse mostrado a los ojos de Europa como hombre que deseaba la paz, se aprestó también a la guerra como quien no la temía. El emperador Pablo de Rusia, resentido de la anterior conducta del Austria, se hallaba ahora retraído y como apartado de la coalición. El rey de Prusia, antes tan tibio, aunque neutral, con la Francia, veía con cierto gusto el gobierno templado y reparador del primer cónsul. Carlos IV de España, acostumbrado a ceder a todas las exigencias del Directorio, prefería las que pudiera hacerle el gobierno consular, en el cual le pareció ver un paso hacia la monarquía, y acaso imaginó que podía conducir al restablecimiento de los Borbones: así protestó de nuevo de su inviolable fidelidad a la Francia. Sin embargo, cuando Bonaparte solicitó de él que enviara algunas tropas en socorro de la guarnición francesa de Malta bloqueada y estrechada por los ingleses, y algunos buques de guerra con soldados, armas y municiones a Egipto, el gobierno español repugnó prestarse a uno y otro envío, exponiéndole el peligro de que aquellas fuerzas cayeran en poder de los ingleses, dueños del Mediterráneo, y el de que lo primero le trajera un rompimiento con el emperador de Alemania, y lo segundo con el de Turquía, que fácilmente podría vengarse en sus posesiones de África.

Disgustó y agrió al primer cónsul esta inesperada indocilidad del gabinete de Madrid, que así él como el ministro Talleyrand no dejaron de atribuir a influencia del ministro Urquijo, contra el cual se hallaban poco favorablemente prevenidos por Azara, especialmente por las relaciones que, según éste les había informado, sostenía el ministro español con algunos terroristas de París. Además de las sentidas quejas que sobre esto dio el gobierno consular al embajador Múzquiz, fue separado de su empleo de cónsul general de España don José Lugo, íntimo amigo y hechura de Urquijo. Apresurose éste a conjurar la tempestad que contra él veía formarse, accediendo a los deseos manifestados por el primer cónsul de que se aprontaran en Cádiz dos bergantines españoles para conducir tropas francesas y provisiones a Egipto, y abriendo al gobierno francés un crédito de millón y medio de pesos en la América española. Hizo más por complacerle y desenojarle, que fue nombrar ministro plenipotenciario cerca de la Sublime Puerta al caballero don Ignacio María del Corral, que lo había sido en las cortes de Suecia y de Holanda, con encargo e instrucciones de emplear todos los medios posibles a fin de inclinar y persuadir al gobierno del Gran Turco a que hiciese la paz con la república francesa, recordándole principalmente los designios de Catalina II sobre el imperio otomano, sus proyectos de hacer de Constantinopla la capital del imperio moscovita, su inscripción sobre el arco de triunfo levantado en su último viaje a Crimea: «Camino de Bizancio,» y representándole lo mucho que debía temer la preponderancia de la Rusia y la aproximación de sus fuerzas a los estados musulmanes{3}. El gobierno consular a quien se dio parte de este nombramiento y del propósito y fines con que se hacía, dio orden para que se facilitase al diplomático español todo lo que pudiera conducir al logro de ellos, y de esta manera se fue restableciendo entre los gobiernos de Francia y España la buena armonía que tan en peligro había estado de turbarse.

Todo estaba ya preparado para la célebre campaña de 1800; y aunque Bonaparte no había dejado de cuidar de enviar algún socorro a Malta y a Egipto, su principal afán había sido disponer las cosas para la guerra de Europa con Inglaterra y con Austria. Tenía el emperador un ejército de cincuenta mil hombres en Suabia al mando del barón de Kray, y otro de ciento veinte mil en Lombardía, que mandaba el de Melas, y contaba además el Austria con las escuadras inglesas que cruzaban el Mediterráneo, y con un cuerpo auxiliar de veinte mil hombres, ingleses y emigrados, reunidos en Mahón, que esperaban un alzamiento realista en la Provenza, y principalmente en Marsella. El ejército francés de Alemania, compuesto de los del Rhin y la Helvecia juntos, mandados por Moreau, constaba de ciento treinta mil hombres: el de Liguria, a las órdenes de Massena, llegaba apenas a cuarenta mil. El modo como Bonaparte improvisó un tercer ejército de reserva, y cómo halló medio de enviar socorros a los de Italia y Alemania, que se hallaban hambrientos y desnudos, fue cosa que admiró a la misma Francia, acostumbrada a ver y a ejecutar esfuerzos extraordinarios. Pero lo que llenó de asombro a la Europa y al mundo, porque excedió en lo maravilloso y atrevido a cuanto se habría podido imaginar en el arte de la guerra, fue la concepción del plan de campaña, las dificultades que tuvo que vencer para su ejecución, y el éxito prodigioso que de él obtuvo.

No nos incumbe especificar, ni las instrucciones que dio a los generales en jefe de Alemania y de Italia, ni las operaciones de la guerra en uno y otro teatro en los meses de abril y mayo (1800), ni la constancia admirable de Massena sitiado y estrechado en Génova, después de heroicos combates, por las fuerzas inmensamente superiores de Melas, ni las incertidumbres de Moreau, ni su paso del Rhin, ni las batallas de Eugen y de Mœsskirch, ni la retirada de los austriacos sobre el Danubio, ni cómo encerró a Kray en Ulm, tomando una fuerte posición delante de Augsburgo. ¿Mas cómo podríamos guardar silencio, aun dado que el suceso fuese del todo extraño a nuestra historia, y siquiera sea como un tributo irresistible de admiración, sobre la marcha y travesía de Bonaparte y de su ejército por el monte de San Bernardo, su prodigiosa aparición en las llanuras del Piamonte, y el éxito glorioso de aquella expedición atrevida que necesitó ser ejecutada para que entonces y siempre no fuera tenida por imposible?

Todo es asombroso en este episodio de la vida militar de Bonaparte; ya se le contemple la víspera de salir de París tendido sobre el mapa señalando con el lápiz las posiciones respectivas de los ejércitos franceses y austriacos, adivinando sus movimientos, y designando como por una especie de visión profética el punto preciso donde había de encontrar y batir al enemigo: ya se le siga a Dijon engañando a Europa con aquel movimiento, y pasando revista a aquel pobre ejército de conscritos de que todo el mundo se había burlado: ya se le vea conducir al pie de los Alpes una masa de cuarenta mil hombres, levantados y reunidos como por encanto, con su parque de artillería, municiones, provisiones y bagajes: ya se le considere en Martigny en una casa religiosa dirigiendo y presenciando la atrevidísima operación de franquear sus tropas con todo el material de guerra el grande y el pequeño San Bernardo, sin caminos abiertos, al través de las rocas y de los ventisqueros, en la época más peligrosa y temible del año, y por angostas gargantas y precipicios, sobre los cuales se desplomaban enormes aludes desprendidas con los rayos del sol desde las cumbres de las montañas: ya se fije la imaginación en aquellos intrépidos generales y aquellos valientes soldados trepando y descendiendo por despeñaderos por espacio de leguas y días, cargados de víveres y municiones, llevando unos de las bridas los caballos, otros las acémilas, sobre las cuales se habían cargado las cajas y cureñas de los cañones, todos cantando en medio de tan horribles peligros, llenos de fe y de confianza en el primer cónsul, ansiosos de la gloria que los esperaba en aquella Italia donde tantos lauros había ganado en otro tiempo Bonaparte…{4}

Por último, superadas por el arrojo de las tropas tan inauditas dificultades, se encuentra el ejército francés con toda su artillería en el valle de Aosta, del otro lado de la gran cordillera; síguele entonces Bonaparte: moderno Aníbal, ha vencido en el paso de los Alpes obstáculos que tal vez habrían arredrado y detenido al guerrero cartaginés{5}: tropiezan los franceses con el formidable fuerte de Bard vomitando mortífero fuego sobre la estrecha senda que puede servir de único paso a las tropas: nuevos esfuerzos y prodigios de valor: otra vez es trasportada la artillería a brazo por entre riscos y despeñaderos: desplégase el ejército francés en las llanuras del Piamonte antes que los austriacos se aperciban de su existencia: Bonaparte avanza a Lombardía y se sitúa en Milán (2 de junio, 1800), donde aguarda las tropas que ha llamado de Alemania, en tanto que Lannes se apodera de Pavía. Sorprende y desconcierta esta aparición al anciano Melas, que ve convertido en ejército conquistador lo que hasta entonces había estado creyendo y despreciando como un miserable pelotón de conscritos. Pero entretanto el ejército francés de Liguria era sacrificado. El gran Massena encerrado en Génova, sufriendo todos los horrores del hambre más espantosa, hasta verse muertos de inanición por las calles hombres, mujeres, oficiales y soldados, llevaba el heroísmo de la constancia y de la impasibilidad hasta donde ha podido llevarle otro algún guerrero en el mundo. Una capitulación honrosa (4 de junio, 1800) fue el premio de tan admirable perseverancia{6}.

Ganada Génova, se reconcentran los austriacos en el Piamonte. Bonaparte pasa algunos dias observando sus movimientos, reuniendo su ejército, dando algun descanso a sus tropas, y meditando cómo envolver a Melas. Encuéntranse al fin austriacos y franceses en las llanuras de la aldea de Marengo, donde se da la famosa batalla de este nombre, perdida primero y ganada después por los franceses (14 de junio, 1800), batalla cruel y sangrientamente disputada, y cuya obstinación correspondio a la inmensa influencia que había de ejercer en los destinos de la Francia, y aun del mundo{7}. Muy pronto se empezaron a sentir sus resultados. El valeroso y anciano general de los austriacos, aturdido con el éxito inopinado de la pelea, se apresura a entablar negociaciones con el primer cónsul francés; Bonaparte dicta las condiciones, Melas accede a todas ellas, y se firma en Alejandría (15 de junio, 1800) el célebre armisticio y convenio, por el que se estipula la retirada de los austriacos detrás del Mincio, y la cesión a los franceses de las ciudadelas y castillos de Tortona, Alejandría, Milán, Turín, Arona, Plasencia, Ceva y Savona, con las plazas de Coní, Génova y Urbino, y con la artillería de las fundiciones italianas, es decir, la restitución de la alta Italia, que había de traer consigo la de la Italia entera: convenio que indignó al ejército austriaco, asustó a la corte de Viena, asombró a Europa, y difundió una alegría frenética en la Francia. Bonaparte escribió desde el campo de batalla una larga carta al emperador, haciéndole reflexiones y convidándole todavía con la paz, y despachó un correo a los cónsules dándoles cuenta de aquel paso{8}.

Tres días después de la batalla regresa a Milán, donde le aguarda y recibe un pueblo loco de júbilo, sembrando de flores las calles por donde había de pasar y arrojándolas sobre su carruaje. Detiénese allí los días precisos para establecer un gobierno provisional, en tanto que se reorganiza la república Cisalpina: atiende a los asuntos generales de Italia; confía a Massena, que acababa de incorporársele, el mando del ejército, premio merecido de su heroico comportamiento en Génova, y dadas otras disposiciones, propias de su previsión, sale de Milán (24 de junio), se detiene algunas horas en Turín, atraviesa el Monte Cenis, entra en Lyon por debajo de arcos triunfales, y llega a París la noche del 2 al 3 de julio (1800). La ciudad se ilumina; el pueblo se atropella por verle y aclamarle: Senado, Cuerpo legislativo, Tribunado, Consejo, autoridades militares y civiles, corporaciones científicas, todos se presentan a la mañana siguiente a cumplimentar y felicitar al vencedor de Marengo, al salvador de la Francia, y todos le hablan con aquel lenguaje que en otro tiempo hubieran usado con los reyes. Y como a esta sazón llegasen a París noticias de los triunfos de Moreau en el Danubio, de la conquista de toda la Baviera hasta el Inn{9}, y del armisticio de Alemania, celebrose con extraordinario regocijo en el cuartel de los Inválidos la fiesta del 14 de julio, una de las dos fiestas nacionales que había conservado la nueva Constitución, depositándose en aquel templo las banderas recién ganadas en Italia. La Francia rebosaba de júbilo.

El ministro austriaco Thugut escribió a Talleyrand (11 de agosto, 1800), proponiendo en nombre del emperador al primer cónsul la apertura inmediata de un congreso, al cual estaba también la Inglaterra dispuesta a enviar un plenipotenciario, para ver de volver la paz al mundo. Trabajo costó a Talleyrand templar el enojo que causó a Bonaparte esta nueva proposición del Austria. Prudente, sin embargo, y político el primer cónsul, accedió a la reunión de un congreso en Luneville, mas no sin negociar con Inglaterra un armisticio naval, que a él le era muy ventajoso; y para obligar al Austria o a pedir ella misma este armisticio o a hacer por sí sola la paz antes del invierno, la amenazó con mandar a sus ejércitos del Rhin y del Danubio romper de nuevo las hostilidades. El resultado de esta actitud del primer cónsul fue arrancar del Austria la entrega de las plazas de Philipsburgo, Ulm e Ingolstadt al ejército francés, como condición para la prórroga del armisticio continental; noticia que llegó a París en ocasión de estarse celebrando la segunda fiesta nacional de las dos que había dejado la nueva Constitución (23 de setiembre, 1800).

Veamos ya la hábil política del hombre de genio y de fortuna de la Francia para con todas las potencias, contrarias, amigas y neutrales, y el papel que en el tráfago de sus planes y manejos con todas las naciones le cupo desempeñar a España.

Conocedor del carácter impetuoso y apasionado, al propio tiempo que veleidoso, del joven emperador Pablo I de Rusia, y explotando con atinado cálculo su resentimiento con el gabinete de Viena desde la confederación y campaña austro-rusa, empleó para atraerle un medio ingenioso, propio para conmover los sentimientos caballerescos de aquel príncipe. Había en Francia seis o siete mil prisioneros rusos, y Rusia no tenía ningún prisionero francés. Bonaparte determinó restituírselos todos, no solo sin condición alguna, sino con todos sus oficiales, armas y banderas, y uniformándolos con los colores de su nación, diciéndole que pues la Inglaterra y el Austria no canjeaban por prisioneros franceses los valientes soldados de Rusia aprisionados por servir a su causa, él se los devolvía sin condición como un testimonio de aprecio al ejército ruso. Al mismo tiempo le hizo cesión de la isla de Malta bloqueada por los ingleses, para que pudiera restablecer aquella institución religiosa y caballeresca, de que se había declarado Gran Maestre y restaurador. No era posible herir en cuerda más viva el corazón de Pablo I. Entusiasmado con aquel rasgo de generosidad del primer cónsul, a quien ya admiraba, de iniciador y protagonista que había sido de la segunda confederación contra la Francia, cambiose en el más entusiasta amigo de Bonaparte, en enemigo furioso de Austria y de Inglaterra, y en mediador activo para con los príncipes que eran sus aliados{10}.

La fortuna y el genio se ayudaron mutuamente en el plan de Bonaparte de convertir las potencias neutrales del Norte en enemigas de Inglaterra, proporcionándole auxiliares en el elemento en que esta nación era más fuerte. Violencias cometidas en los mares por los ingleses con buques de bandera neutral so pretexto del derecho de visita, y perjuicios irrogados con este motivo al comercio general de América y de Europa, todo por impedir el que se hacía con Francia y España, y más principalmente el de España con sus colonias del Nuevo Mundo, produjeron quejas y reclamaciones de las potencias perjudicadas y ofendidas, las cuales sostenían, por el principio de que el pabellón cubre la mercancía, su derecho de navegar y comerciar libremente y de arribar hasta a los puertos de las naciones beligerantes, a excepción de los que estuvieran realmente bloqueados, y a condición también de no trasportar útiles y efectos de guerra. Esta cuestión, junto con algunos actos de piratería, y señaladamente uno cometido por los ingleses, forzando al capitán de una galeota sueca a ayudarles a apresar con ella dos fragatas españolas ancladas en la rada de Barcelona, produjo gran indignación, no solo en Suecia, sino en todas las potencias del Norte, algunas de las cuales habían sufrido ya ultrajes del mismo género. Agriose la disputa y se irritaron más los gabinetes de Dinamarca, Suecia, Prusia y Rusia con la aparición de una escuadra inglesa en el Báltico. Aquellas cuatro potencias, firmantes del tratado de la neutralidad armada de 1780, creyeron llegado el caso de preparar otra nueva liga contra la tiranía marítima de los ingleses. Y como esto fuese en ocasión que el zar de Rusia se hallaba hábilmente prevenido por Bonaparte contra Inglaterra, no hizo menos que expedir un decreto mandando secuestrar los capitales pertenecientes a ingleses, hasta tanto que las intenciones del gobierno británico fuesen bien conocidas. Aunque la cuestión se aplazó por algún tiempo, los ánimos de las cortes del Norte quedaban vivamente resentidos contra Inglaterra, y todo favorecía los designios del primer cónsul de Francia.

En cuanto a España, la aliada más constante y más fiel de la república, y aun más adictos sus reyes desde que vieron concentrada la autoridad en un guerrero ilustre y afortunado en quien columbraban alguna esperanza del restablecimiento de la monarquía, no podía ocultarse al clarísimo talento del primer cónsul cómo había de manejarse con los monarcas, el gobierno y la corte española para hacerlos servir a sus fines, y para conseguir de ellos lo que el Directorio no había podido lograr. Con aquel presente de magníficas armas que dijimos haber enviado al príncipe de la Paz, no solo halagó la vanidad de aquel personaje, que entonces, por confesión propia, seguía, aunque apartado del ministerio, gozando la confianza de sus reyes y siendo consultado en los asuntos graves, sino que excitó en Carlos IV el deseo de adquirir otras armas iguales a las que poseía el valído. Súpolo Bonaparte y se apresuró a enviárselas, juntamente con algunos preciosos y elegantes adornos de que su esposa quiso hacer un presente de dama a la reina María Luisa.

Sabedor además Bonaparte del entrañable y ciego amor de la reina a su hermano el infante de Parma, y a su hija, casada con el heredero del duque reinante, y de su constante afán por proporcionar a aquellos príncipes un engrandecimiento a su pequeño estado en Italia, afán que solo podía compararse al que en otro tiempo había tenido Isabel Farnesio, meditó sacar partido de aquella pasión para alcanzar lo que ya en el anterior gobierno de la república había sido varias veces objeto de frustradas negociaciones. Al efecto envió a Madrid su leal amigo y camarada el general Berthier. Lenguas se hacía este embajador extraordinario, en las cartas que escribía a Francia, del afectuoso recibimiento que a competencia le habían hecho Carlos IV y María Luisa, de la adhesión que manifestaron a la república, y de la gratitud con que decían estar obligados al interés que Bonaparte mostraba por la suerte del infante duque. Queriendo el rey corresponder a tanta fineza, y no ser menos galante y menos espléndido que el primer cónsul, escogió por sí mismo diez y seis de los mejores y más arrogantes caballos de sus yeguadas, y se los envió a París con criados y palafreneros vestidos de ricas libreas{11}. Y al propio tiempo encargó al pintor francés David, que entonces gozaba de celebridad, dos retratos del ilustre guerrero, en precio de cuarenta y ocho mil francos, para tener a la vista la imagen de tan generoso aliado y amigo. Bonaparte enseñaba con orgullo los caballos españoles, para que se viese la consideración y amistad con que distinguía al jefe de la república un nieto de Luis XIV, un soberano de la casa de Borbón.

Manifestó pues Berthier al ministro Urquijo el objeto de su misión, reducido a ofrecer al infante duque de Parma un aumento de territorio, que podría ser la Toscana o las Legaciones romanas, donde viviese de un modo más conforme a su dignidad, y estableciéndole con título, prerrogativas y consideraciones de rey; pidiendo en cambio la retrocesión de la Luisiana a la Francia, diez navíos de guerra de la armada española aparejados y artillados para ser tripulados por franceses, y que España obligara a Portugal a hacer la paz con la república y a romper con Inglaterra, enviando, si era menester, un ejército español a aquel reino para forzar a ello a la corte de Lisboa. Inexplicable júbilo embargó a Carlos IV al comunicarle la proposición{12}. Propicio el ministro Urquijo a aceptar el ofrecimiento y las peticiones del primer cónsul, solo exigió algunas condiciones de seguridad para el establecimiento del infante, y la rebaja a seis de los diez navíos que la Francia pedía, pero en cambio, respecto a Portugal, aseguró al embajador estar ya dadas las órdenes para juntar un ejército de más de cincuenta mil hombres, fuerzas suficientes para castigar la terquedad de los portugueses si las negociaciones ya entabladas no bastasen a determinarlos a satisfacer la justa exigencia de las dos naciones aliadas{13}.

Con tales disposiciones no fue difícil a los negociadores ajustar un convenio, que con el título de Tratado preliminar y secreto se firmó en San Ildefonso en 1.º de octubre (1800), y cuyos artículos fueron:

1.º La república francesa se obliga a procurar a S. A. R. el señor infante duque de Parma un aumento de territorio en Italia, que haga ascender sus estados a una población de un millón a un millón y doscientos mil habitantes, con el título de rey, y con todos los derechos, prerrogativas y preeminencias correspondientes a la dignidad real, y la república francesa se obliga a obtener a este efecto el consentimiento de S. M. el emperador y rey, y el de los demás estados interesados, de modo que S. A. el señor infante duque de Parma pueda sin contestación ser puesto en posesión de dicho territorio cuando se efectúe la paz entre la república francesa y S. M. Imperial.

2.º El aumento de territorio que se debe dar a S. A. R. el señor duque de Parma podrá consistir en la Toscana, en caso que las actuales negociaciones del gobierno francés con S. M. I. le permitan disponer de ella. Podrá consistir igualmente en las tres Legaciones romanas, o en cualquiera otra provincia continental de Italia que forme un estado por sí sola.

3.º S. M. C. promete y se obliga por su parte a devolver a la república francesa, seis meses después de la total ejecución de las condiciones y estipulaciones arriba dichas, relativas a S. A. R. el señor duque de Parma, la colonia o provincia de la Luisiana con la misma extensión que tiene actualmente bajo el dominio de España, y que tenía cuando la Francia la poseía, y tal cual debe estar según los tratados pasados sucesivamente entre España y los demás estados.

4.º S. M. C. dará las órdenes oportunas para que la Luisiana sea ocupada por la Francia al momento en que los estados que deban formar el aumento de territorio del señor duque de Parma sean entregados a S. A. R. La república francesa podrá diferir la toma de posesión según le convenga. Cuando ésta deba efectuarse, los estados directa o indirectamente interesados convendrán en las condiciones ulteriores que puedan exigir los intereses comunes, o el de los habitantes respectivos.

5.º S. M. C. se obliga a entregar a la república francesa en los puertos europeos de España, un mes después de la ejecución de lo estipulado relativamente al señor duque de Parma, seis navíos de guerra en buen estado, aspillerados para setenta y cuatro piezas de cañón, armados y equipados y prontos a recibir municiones y provisiones francesas.

6.º No teniendo las estipulaciones del presente tratado ninguna que pueda perjudicar, y debiendo dejar intactos los derechos de cada uno, no es de temer que ninguna potencia se muestre resentida. Sin embargo, si así no sucediese, y los dos estados se viesen atacados o amenazados en virtud de su ejecución, las dos potencias se obligan a hacer causa común para rechazar la agresión, como también para tomar las medidas conciliatorias que sean oportunas para mantener la paz con todos sus vecinos.

7.º Las obligaciones contenidas en el presente tratado no derogan en nada las enunciadas en el tratado de alianza firmado en San Ildefonso el 18 de agosto de 1796. Antes por el contrario unen de nuevo los intereses de las dos potencias, y aseguran la garantía estipulada en el tratado de alianza en todos los casos en que deban ser aplicadas.

8.º Las ratificaciones de los presentes artículos preliminares serán trasmitidas en el término de un mes, o antes si fuese posible, contando desde el día en que se firme el presente tratado.

Como se ve, nada se dijo en él de Portugal, pero quedaron convenidos en que continuarían los armamentos para obligar al príncipe regente de aquel reino a separarse de la alianza con Inglaterra. Berthier se volvió a Francia satisfecho de su obra, de las simpatías que había encontrado en el palacio y en la corte de Madrid, de la unión que se había estrechado entre las dos potencias, y de haber devuelto a la Francia una importante colonia en América cerca de la de Santo Domingo, a cambio de un pequeño territorio que acababa de conquistar en Italia.

Entretanto las principales fuerzas navales de España se hallaban tiempo hacía estacionadas en Brest en unión con la escuadra francesa, con la sola ventaja de tener ocupados cuarenta y dos navíos ingleses, pero ocasionando no pocos gastos al tesoro y no escasos perjuicios a los intereses españoles. Sobre el destino que conviniera y debiera darse a las dos escuadras aliadas estaban siempre en desacuerdo el primer cónsul de Francia y el general Mazarredo, jefe de la fuerza naval española. No podían convenir en los planes, porque eran muy diferentes sus designios, y nada conformes sus intereses. Proponía Mazarredo emplearlas en la reconquista de Menorca, y presentaba un plan bien meditado que parecía asegurar el éxito de la empresa. Proponíase Bonaparte servirse de ellas para el socorro de Malta y de Egipto, o para cualquier otra grande empresa que interesara a la Francia, y para todo evento le convenía mantenerlas en Brest. Ordenaba expresamente Mazarredo a su segundo Gravina que de ningún modo consintiera en que nuestras naves salieran a expediciones lejanas que pudieran comprometer a nuestra nación. Esforzábase Bonaparte por vencer la resistencia del rígido y entendido marino español. Exponía Mazarredo al primer cónsul que Brest no era el verdadero punto estratégico para las mismas operaciones que aquél proyectaba, y hacíale ver que convenía se situasen en Cádiz, recogiendo los navíos del Ferrol, y desde aquel punto podría partir la escuadra francesa al socorro de Malta, adelantándose a los cruceros ingleses; y cuando de no aprobarse su plan amenazaba ir personalmente a Brest, y salir con nuestros quince navíos para las costas de España, el primer cónsul le llamaba, le rogaba que se detuviese, y procuraba ingeniosamente entretenerle discurriendo proyectos que pudieran halagarle.

Durante estos debates, con insistencia por uno y otro sostenidos, una flota inglesa con diez mil hombres a bordo se apareció en la costa de Galicia, hizo un desembarco en Doniño, e intentó acometer el Ferrol y apoderarse de los navíos que allí teníamos. Por fortuna la vigilancia y los esfuerzos combinados de los generales Negrete y Donadío, y del comandante general de la escuadra, Melgarejo, salvaron aquel departamento haciendo reembarcar a los ingleses y retirarse. Pero esta tentativa, el peligro de que pudiera repetirse, y los tratos que ya andaban, y de que hemos hecho mérito, para la guerra de Portugal, movieron a Mazarredo en París a insistir con más empeño y a instar nuevamente a Bonaparte para que se trasladaran a Cádiz las dos armadas, manifestándole en caso contrario su resolución de volver solo con la suya a España. Conocedor el primer cónsul y apreciador de los conocimientos del marino español, y no queriendo desprenderse de él ni que se separara de su lado, todavía apeló a nuevos recursos para detenerle, exponiéndole, entre otras razones, la sospecha que su salida de París daría a los ingleses de haberse turbado la buena armonía entre Francia y España, y lo que esto le perjudicaría en los momentos en que se trataba de la paz con Austria y con Inglaterra.

A este tiempo cayó al fin la isla de Malta en poder de los ingleses después de un largo y penoso asedio. Entonces no estuvieron lejos de reconocer, así Bonaparte como Talleyrand, el error de no haber seguido los consejos y ejecutado los planes marítimos que más de una vez les propusiera el acreditado Mazarredo. Y como éste volviera a insistir con más ahínco en su regreso a España, supuso el primer cónsul que tal tenacidad no podía provenir sino de órdenes apremiantes que recibiera de su gobierno, y culpando de ello al ministro Urquijo, hacia el cual no había tenido nunca simpatías, propúsose influir con nuestros reyes en que fuera separado del ministerio de Estado. No carecía de fundamento el discurso de Bonaparte; pues si bien a Mazarredo le impacientaba ya en demasía la inútil y costosa permanencia de la escuadra española en Brest, por su parte el gabinete de Madrid, cansado también de los continuos pretextos con que el primer cónsul la estaba reteniendo indefinidamente con gravísimo perjuicio y peligro de nuestra nación, ordenó resueltamente y con un vigor desacostumbrado a Mazarredo que partiese de París, y encargándose del mando de la escuadra la condujese inmediatamente a Cádiz.

«V. E. puede decir a ese gobierno (le decía Dentre otras cosas Urquijo), que no puede sufrir ya más detención; que el rey su amo no se halla en disposición de hacer más gastos en un país extranjero; que los ingleses le amenazan e invaden sus costas; que las tiene sin escuadras en el mayor peligro; que en Portugal se hallan muchos navíos con tropas de desembarco, sin que se sepa a dónde ni cómo irán; que la epidemia se ha llevado en Cádiz la tripulación entera de los buques que allí había para su defensa provisional; en fin, que aun para el rompimiento con la corte de Lisboa la escuadra nos es precisa, indispensable, si se verifica, y que de todos modos V. E. tiene que venirse. Tal vez propondrán a V. E. nuevos planes, o esperanzas lisonjeras con que entretenerle; pero V. E. sabrá rechazarlas con modo. En suma, el viaje de V. E. se ha de verificar, viniendo V. E. mismo con la escuadra hasta Cádiz, a no ser que la Inglaterra tratase seriamente de paz al momento de recibir V. E. esta orden, lo que no es probable, y que el embajador lo supiese sin quedarle duda, y que ambos estuviesen VV. EE. persuadidos de que esta venida podría perjudicarnos. V. E. amontonará las razones de gastos insoportables, de la inutilidad de la permanencia en Brest; de la imposibilidad de sostener allí la escuadra este invierno, y de la urgente necesidad que hay de ella aquí; en fin, cuanto haya que decir para dulcificar esta resolución, que siempre les ha de ser amarga, a pesar de que por tanto tiempo nos han hecho su víctima.»

Mucho sorprendió, y mucho disgustó a Bonaparte resolución tan firme y lenguaje tan altivo de parte de un gobierno habitualmente sumiso a los designios de la Francia. En su propósito de derribar al ministro que de aquel modo procedía y hablaba, contando con la adhesión de los reyes y del príncipe de la Paz, de quienes tan afectuosas demostraciones acababa de recibir, y fiando en que el interés de Carlos IV y María Luisa en la realización del convenio relativo al duque de Parma no podía menos de hacerlos dóciles y tenerlos dispuestos a condescender con todo lo que les exigiese o pidiese, determinó enviar a Madrid un embajador extraordinario y muy especial por sus personales condiciones, cual era su mismo hermano Luciano Bonaparte, ministro de lo Interior en Francia, a quien al propio tiempo le convenía separar de su lado, por disgustos que con él había tenido, y por los compromisos en que sus opiniones y su conducta le ponían, uno de los cuales estaba muy reciente{14}. Para dos objetos dio el primer cónsul a su hermano instrucciones especiales, para procurar la caída del ministro Urquijo, valiéndose para ello de la influencia del príncipe de la Paz con los reyes, y para fomentar y activar la guerra con Portugal.

Urquijo se creía bastante fuerte para poder conjurar el peligro que pudiera amenazarle, y así, por instigación también de Godoy, escribió al embajador español en Francia marqués de Múzquiz (18 de noviembre, 1800), encargándole que en nombre de S. M. pidiese una conferencia al primer cónsul y al ministro de Relaciones extranjeras, y les expusiese sus quejas de haber faltado el gobierno francés en esta ocasión a las atenciones que se acostumbra tener con gobiernos amigos en casos semejantes, previniéndoles de antemano, así como los temores que le inspiraba la venida de un embajador de tal carácter, y con un secretario (Mr. Desportes) conocido por sus tendencias y sus antecedentes revolucionarios, asegurando que S. M. los admitiría por respetos al primer cónsul, y por no dar un escándalo a la Europa, y concluyendo por pedirles que enviaran en su lugar otros dos sujetos, en cuya elección S. M. no se mezclaba. Decimos, «por instigación también de Godoy,» lo primero, porque no era propio de las ideas de Urquijo hablar de aquella manera de los revolucionarios franceses; lo segundo, y es la razón principal, porque el despacho fue de 18 de noviembre, y el 17 había escrito Godoy a la reina en carta privada lo siguiente:

«Si Bonaparte obrase con sencillez enviando a su hermano para librarse de él, debería explicar sus ideas al rey... si el fin es el solo que dicen, me parece chocante que a la España se le manden las fieras y perturbadores de la tranquilidad, como si fuese un país inculto; las resultas serían fatales, ya por las relaciones de ese hombre, y ya por el fanatismo de cuatro prostitutas y otros iguales bribones que atacan el pudor y la autoridad... Sin perder tiempo me parece que pudiera despacharse un correo diciendo al embajador que el nombramiento de este sujeto no dejaba de causar novedad a VV. MM., pues no habiendo precedido causa manifiesta, y estando tan de acuerdo S. M. con el gobierno francés, no podía menos de resentirse la sinceridad, ni de quejarse la confianza; que en el sujeto nombrado, además de no reunirse las cualidades que por notoriedad exige su empleo, solo tiene la particular y apreciable de ser hermano del señor cónsul; circunstancia tanto más nociva cuanto por ella vendría a tener aceptación en muchas casas de Madrid, y a trastornar por este medio la tranquilidad pública; que el rey, no habiendo querido alterar las cosas en Francia mientras duraban las quimeras y partidos, posponiendo tal vez su mejor servicio al particular de la república, no debiera esperar ahora una tal correspondencia: pero que sin embargo de ser persona que no admitirá S. M. con gusto, variará sus ideas en esta parte si fuese el objeto de grave importancia al gobierno, y precediesen las explicaciones que exige la confianza.– Creo es, señora, lo que haría sin mezclarme en más; la cosa es difícil, pero el daño está conocido fácilmente, y temo que los ingleses nos ganen por allí, temo que las Américas son el objeto de la codicia de las dos rivales, y llegará día en que disputándose la preferencia quieran despojar al propietario; ejército y economía, señora, reducción de marina y bien organizada; son los puntos esenciales; cuídenlos VV. MM. pues les importa, y conserven sus preciosas vidas, como ruega a Dios su más leal vasallo.– Manuel.» Y en P. D.– «Tanto me teme Urquijo como los franceses; VV. MM. verán cuál es el resultado de aquellos y de éste...{15}»

Se ve, pues, ejecutar al día siguiente lo que la víspera había propuesto Godoy confidencialmente a la reina; y Urquijo, acaso no meditando bien las consecuencias de este paso, por prevenir su caída procurando evitar la venida del nuevo embajador, la precipitaba más. Porque era de suponer el desagrado y aun enojo con que un hombre del temple de Bonaparte recibiría las agrias quejas, y más las conminaciones del ministro español. Así fue que, dando aviso de ello a su hermano, que se acercaba ya a la frontera de España, precipitó éste su venida, y dejando su comitiva en Vitoria presentose de improviso a caballo y acompañado de un solo criado en el real sitio de San Lorenzo. A poco tiempo de su llegada, Urquijo, exonerado del ministerio interino de Estado, marchaba camino de la ciudadela de Pamplona, punto a que solían ser destinados los ministros caídos. En vano desde el pequeño pueblo de Las Rozas escribió al príncipe de la Paz invocando su protección; era tarde para congraciarse con el favorito, que ni había sido extraño a su caída, ni le pesaba de ella, y tuvo que proseguir camino de su destierro.

Mas en la separación de Urquijo no influyó solo el resentimiento y el empeño del gobierno consular. Preparada estaba ya por otras influencias, si no tanto, poco menos poderosas que la del primer cónsul de Francia. Las ideas de Urquijo en materias de disciplina eclesiástica, y especialmente el famoso decreto de 5 de setiembre de 1799 expedido al fallecimiento del papa Pío VI restableciendo las antiguas facultades apostólicas de los obispos en punto a dispensas matrimoniales, produjeron los efectos de que dimos ya cuenta en otro lugar. Elevado después Pío VII a la silla apostólica, diose otro decreto (29 de marzo, 1800) restableciendo las antiguas relaciones de España con la Santa Sede, y tratando de asegurar la buena armonía y concierto entre ambas cortes. Urquijo, con arreglo a sus opiniones en materia de gobierno eclesiástico, a las de su amigo el canónigo Espiga y otros que como ellos pensaban, entabló sus relaciones con el nuevo pontífice pretendiendo el restablecimiento de la disciplina antigua en cuanto a la confirmación de los obispos, y otras semejantes reformas, pidiendo al propio tiempo al papa, en atención a las calamitosas circunstancias del reino, la concesión de un noveno más a la corona sobre los frutos decimales. Luego que Pío VII fijó su asiento en Roma, apresurose a congraciarse con Carlos IV, dirigiole palabras muy afectuosas, y le otorgó la gracia del noveno (3 de octubre, 1800). Pero también escribió al rey lamentándose del espíritu de innovación que animaba algunos de sus consejeros, de que profesaban y dejaban esparcir doctrinas depresivas o contrarias a la jurisdicción de la corte romana, de que algunos obispos las favorecían también, y concluía exhortándole a que apartara de su lado aquellos hombres que llevaban a la piadosa España por un camino de perdición.

Tales palabras e indicaciones hechas por el padre de los fieles a un monarca tan religioso como Carlos IV, esforzadas por el nuncio, y apoyadas por un ministro tan enemigo de toda reforma y de ideas tan opuestas a las de Urquijo como lo era Caballero, hicieron profunda impresión en el ánimo de aquel buen rey, que en su deseo de reconciliarse cuanto antes con la Santa Sede llamó al príncipe de la Paz para que le aconsejara sobre el modo de salir de aquel conflicto y de descargarse del grave peso que sobre sí sentía. A instancia suya se encargó el príncipe de concertar y componer aquel negocio con el nuncio de S. S. Pretendía Caballero, no solo la separación del ministro Urquijo y la de todos los seglares que se hubieran mostrado afectos a aquellas doctrinas, sino que los obispos y otros eclesiásticos que en el mismo sentido hubieran tomado parte en la disputa, y que él llamaba jansenistas, fueran enviados a Roma para que diesen satisfacción al Santo Padre. Disuadiole el príncipe la Paz de una resolución tan violenta y dura, y todo se remitió a lo que él acordara con el delegado del pontífice.

No atinaba el nuncio ni discurría medio de reconciliar la corte de España con Roma sino el de la sumisión de una parte y el rigor de la otra. Sacole Godoy de aquella perplejidad, indicándole que la manera decorosa y suave de hacerlo sería la recepción en España de la bula Auctorem fidei de Pío VI, cuyo pase había sido negado hacía años, si bien salvando las regalías de la corona y todo lo concordado antes entre España y la Santa Sede. Aceptó el nuncio la idea como una inspiración feliz, y abrazó rebosando de alegría al autor de tan oportuno pensamiento. Aprobola el rey y en su virtud se expidió un real decreto (1.° de diciembre, 1800), en que el ministro Caballero, aprovechando la ocasión de dar suelta a sus opiniones ultramontanas, omitiendo las limitaciones acostumbradas en tales casos relativas a dejar indemnes las regalías, derechos y prerrogativas de la corona y las leyes del reino, usó de un lenguaje duro y aún amenazador, hasta con los obispos, cosa que disgustó a todos, hasta al nuncio mismo, pudiendo decirse con verdad que en esta ocasión el ministro español estuvo más papista que el papa. El triunfo de la curia romana fue completo, y el pontífice escribió al príncipe de la Paz una carta laudatoria y de gracias por la parte tan principal que había tomado en aquel asunto, llamándole en ella columna de la fe{16}.

En reemplazo de Urquijo se nombró ministro de Estado (13 de diciembre, 1800) a don Pedro Cevallos, casado con una prima del príncipe de la Paz. Los enemigos del ministro, desterrado intentaron abrir formal proceso contra él, acusándole de malversador de los caudales públicos, y de haber satisfecho la codicia de los agentes del gobierno francés para el arreglo del tratado sobre la Toscana. Luciano Bonaparte avisó de ello a su hermano el primer cónsul, y éste por conducto del general Berthier le envió instrucciones para que a todo trance hiciera por detener un procedimiento, que de seguro habría de dejar harto en descubierto y nada bien parados a los negociadores franceses, acostumbrados en aquel tiempo a sacar provecho personal de esta clase de tratos{17}.

A la caída de Urquijo siguió pronto la separación del ilustre marino Mazarredo del mando de la escuadra española de Brest. Cansado el primer cónsul de la oposición que en aquel insigne jefe hallaba siempre a sus planes y designios sobre el uso de las fuerzas navales combinadas, y prevaliéndose de su ascendiente en la corte de Madrid y de la docilidad de que acababa de darle dos grandes pruebas, pidió también y logró que Mazarredo cesara en sus dos cargos de embajador en París y general en jefe de la escuadra, quedando ésta al mando de don Federico Gravina, y volviendo aquél a encargarse de su departamento de Cádiz, donde veremos que tampoco permaneció mucho tiempo, por disgustos que le obligaron a pedir su traslación y retiro a Bilbao. Íbale mucho a Bonaparte en tener unidas las fuerzas marítimas de Francia y España, y en que todas obedeciesen sus órdenes y cooperasen juntas a los designios que tenía sobre Inglaterra.

Pero en este tiempo la célebre paz de Luneville entre Austria y Francia vino a colocar en una situación nueva todas las potencias de Europa. Los negociadores de Luneville fueron, por parte del emperador el acreditado diplomático Cobentzel, por la del primer cónsul su hermano José. Comprometida el Austria a no hacer la paz sin la intervención y la anuencia de Inglaterra, el plenipotenciario del emperador sostuvo el compromiso con una firmeza admirable, y llevó hasta donde era posible llevar la entereza y la resistencia a las pretensiones y exigencias de la Francia. Pero terminado el armisticio y durante las conferencias Bonaparte había puesto en campaña cinco grandes ejércitos; las armas francesas ganaban nuevos y repetidos triunfos en Alemania y en Italia, en el Danubio, en el Inn, en los grandes Alpes, en el Mincio y en el Adige; y la famosa victoria de Moreau en Hohenlinden, una de las más brillantes y decisivas de los anales de las batallas, acabó de quebrantar al Austria y puso al ejército republicano en aptitud de marchar derecho sobre Viena. Por otra parte el zar Pablo I de Rusia había reclamado de Inglaterra la isla de Malta: la negativa de aquella potencia le encolerizó, llamó a San Petersburgo al rey de Suecia, se atrajo a Dinamarca y Prusia, y por último, renovando las potencias del Norte la liga de 1780, se habían declarado todas abiertamente contra Inglaterra, y Francia y Rusia se habían reconciliado públicamente. No quedaba al Austria más apoyo ni defensa que la obstinación de su negociador en Luneville.

Viose al fin obligado Cobentzel a tratar separadamente y sin intervención de Inglaterra, y a firmar, después de muchas y muy vigorosamente sostenidas discusiones, el célebre tratado de paz de Luneville (9 de febrero, de 1801), que puso término a la guerra de la segunda coalición, que por segunda vez dio por límite a la Francia la orilla izquierda del Rhin, que la hizo casi dueña de Italia, quedando el Austria del otro lado del Adige, que dejó garantida la independencia de las repúblicas bátava, helvética, liguriana y cisalpina, abarcando ésta el Milanesado, el Mantuano, el Modenés y las Legaciones, que estableció la secularización de los principados hereditarios de Alemania, y que dejaba a Nápoles, Roma y el Piamonte dependientes de la buena voluntad de la Francia.




{1} Los ministros nombrados fuero: Cambaceres de Justicia: Talleyrand de Relaciones extranjeras: Fouché de la Policía: Berthier de la Guerra: La Place de lo Interior: Forfait de Marina: Goudin de Hacienda.

{2} El organismo principal de esta célebre Constitución, llamada del año VIII, era el siguiente: se hacían listas de notabilidad comunal, departamental y nacional, todas tres por el método indirecto, resultando un individuo electo por cada diez electores. De la lista de notabilidad comunal, que constaba de quinientos a seiscientos mil ciudadanos, habían de salir los empleados de las administraciones municipales, consejos de distrito, maires, jueces, subprefectos, &c.: de la departamental, compuesta de cincuenta a sesenta mil individuos, los consejos de departamentos, los prefectos, y otros empleados de igual categoría: de la nacional, que formaban cinco a seis mil individuos, saldría el Cuerpo legislativo, Consejo de Estado, ministros, &c.– El Consejo de Estado redactaba los proyectos de ley, los presentaba al Cuerpo legislativo, y enviaba a él tres de sus individuos para discutirlos contradictoriamente con otros tres enviados por el Tribunado. Este era un cuerpo de cien individuos, encargados de representar el espíritu liberal e innovador, y decidía si los proyectos pasarían al Legislativo. Componíase el Cuerpo legislativo de trescientos individuos, que no discutían las leyes, las oían discutir a los oradores del Tribunado y del Consejo, y las votaban silenciosamente. El Senado, compuesto de cien miembros, todos de edad madura, no hacia tampoco leyes, su encargo era anular toda ley o acto del gobierno que le pareciese inconstitucional: llamábase por eso Senado conservador. El Senado elegía por sí propio los individuos de su seno, sacados de la lista de notabilidad nacional, y nombraba además, de entre la misma lista, el Cuerpo legislativo, el Tribunado, y el Tribunal de Casación.– Sieyes creaba además un magistrado supremo con el título de Gran Elector, que nombraría dos cónsules, uno de paz y otro de guerra.– Las condiciones del Gran Elector no agradaron a Bonaparte, que quería para sí otro papel de más actividad y de más eficaz influencia. Esta discordia ocasionó una escisión peligrosa entre Bonaparte y Sieyes: sus comunes amigos tuvieron que trabajar mucho para avenirlos, y por último se acordó sustituir al Gran Elector y los dos cónsules de paz y de guerra, con primero, segundo y tercer cónsul, poniendo en manos del primero el nombramiento de toda la administración general de la república, ministros, consejeros de Estado, embajadores, oficiales de mar y tierra, en una palabra confiándole el poder ejecutivo, con quinientos mil francos de sueldo, guardia consular, y habitación, con los otros dos cónsules, en el palacio de las Tullerías. A los otros dos cónsules se los dotó con ciento cincuenta mil francos anuales cada uno.

{3} El caballero Corral, decían entre otras cosas las instrucciones, hará entender al mismo tiempo al ministerio del Gran Señor que puede haber remedio contra los males que le amenazan. El rey desea con la más viva solicitud facilitar al sultán oportunidad de salir de sus presentes apuros, y de conjurar las consecuencias infaustas que habrán de seguirse infaliblemente a la Sublime Puerta, si el diván no vuelve sin pérdida de tiempo a aquellos principios de prudencia y sabiduría que ha seguido por una larga serie de años.– «En dictamen del rey estos medios se han de buscar principalmente en una paz pronta y sincera con Francia. Para ello está el rey pronto a interponer sus buenos oficios, y ofrece otra vez su mediación.»

{4} Lo más difícil era el trasporte de la artillería, para el cual se vio que no servían los trineos de ruedas construidos en los arsenales. Tomemos de un historiador francés la curiosa descripción de la manera cómo se ejecutó esta operación dificilísima. «Discurriose, dice, otro medio, que fue al punto ensayado y produjo el efecto que se deseaba: consistía éste en partir por la mitad troncos de abeto, y ahuecándolos cubrir los cañones con dos de estos medios troncos, y arrastrarlos así envueltos a lo largo de los barrancos: merced a estas precauciones no podían estropearse con ningún choque. Acémilas enganchadas a tan singular carga sirvieron para subir algunas piezas hasta la cumbre del monte; pero la bajada era más difícil, pues no podía verificarse sino a fuerza de brazos y corriendo infinitos riesgos, porque era preciso detener la pieza e impedir al detenerla que rodase a los precipicios. Desgraciadamente empezaban a faltar las caballerías; y los mozos de acémilas, de que se necesitaba gran número, estaban rendidos de cansancio. Entonces fue preciso recurrir a otros medios, y se ofreció a los campesinos de aquellos contornos hasta mil francos por cada pieza que arrastrasen desde San Pedro hasta San Remigio. Necesitábanse cien hombres para arrastrar cada una de ellas, y además un día para la subida y otro para la bajada. Presentáronse con efecto algunos centenares de montañeses, y dirigidos por artilleros trasportaron algunas piezas, pero ni el cebo de la ganancia pudo decidirlos a renovar este esfuerzo. Desaparecieron todos, y a pesar de haber enviado en su busca algunos oficiales, que prodigaban el dinero para atraerlos, no se logró persuadirlos, y hubo que pedir a los soldados el sacrificio de arrastrar por sí mismos la artillería. Todo podía conseguirse de soldados tan valientes y sufridos. Para animarlos se les prometió el dinero que no querían ya ganar los campesinos abrumados de fatiga, pero lo rehusaron diciendo que era deber suyo de honor salvar sus cañones, y abalanzándose a las piezas ya abandonadas comenzaron a arrastrarlas por compañías de cien hombres, que se relevaban de tiempo en tiempo para hacer más llevadera la fatiga. En los pasos más difíciles tocaba la música aires animados, y los alentaba a superar aquellos obstáculos de tan nueva especie. Al llegar a la cumbre de los montes, hallaban un refrigerio preparado por los monjes de San Bernardo, y descansaban breve rato para desplegar en el descenso mayores y más peligrosos esfuerzos. De esta suerte se vio a las divisiones de Chambarlhac y Monnier arrastrar por sí mismas su artillería, y como lo avanzado de la hora no les permitiese bajar en el mismo día, preferían vivaquear en la nieve a separarse de sus cañones...»

{5} Bonaparte subió el monte de San Bernardo montado en un mulo con el gabán gris que llevaba siempre, guiado por un montañés, con quien conversaba de cuando en cuando, así como con los oficiales, que aun encontraba diseminados por aquellas breñas. Con los monjes del monasterio pasó un breve rato, les agradeció las atenciones que habían tenido con el ejército, y les hizo un espléndido donativo para que socorriesen a los pobres y viajeros. Descendió del valle dejándose deslizar sobre la nieve según la costumbre del país. Cuéntanse otras anécdotas curiosas de su paso por el monte.

{6} Por muchas circunstancias se ha hecho memorable aquel sitio, además de las horrorosas escenas a que dio lugar la extremidad del hambre. Componiéndose el ejército sitiado de quince mil hombres, había destruido más de diez y ocho mil austriacos. Pero durante el sitio, de los quince mil combatientes murieron tres mil, y otros cuatro mil fueron gravemente heridos. Soult, después de haber recibido un balazo en una pierna, quedó prisionero. De los tres generales de división, uno fue herido gravemente, y otro murió de epidemia. De los seis generales de brigada, cuatro salieron heridos. De doce ayudantes generales, hubo seis heridos, un muerto y un prisionero; y de diez y siete coroneles quedaron once fuera de combate. Massena se vio reducido a comer como los soldados la ración de dos onzas del horrible pan de avena y habas: «antes de rendirse, decían los soldados, nos dará a comer sus mismas botas.» Aquellos hacían las guardias sentados, por no poder ya sostenerse en pié.

En la capitulación consiguió salir con armas y bagajes y banderas desplegadas, y con facultad de volver a pelear cuando hubiera pasado la línea de los sitiadores, y fue a reunirse con Suchet.

{7} Dícese que al ver Bonaparte perdida la primera batalla: escribió a su mujer diciendo: «Por la primera vez de mi vida mando tropas cobardes.» No tardó en ver que por aquella vez se había equivocado.– Además de lo que en aquel triunfo se debió a su extraordinario talento, previsión y serenidad, y a sus profundas combinaciones, contribuyeron a él eficazmente, Massena deteniendo una gran parte del ejército austriaco en su gloriosa defensa de Génova; Dessaix acudiendo espontáneamente de Egipto y pereciendo en el combate para dar a costa de su vida la victoria; Lannes, el que iba siempre a la vanguardia, con su admirable firmeza en la llanura de Marengo, y Kellermann con una brillante carga de caballería. Cuando a Bonaparte le dijo su secretario: «¡Qué magnífica jornada!» contestó el primer cónsul: «Sí, muy magnífica, si hubiera podido abrazar a Dessaix en el campo de batalla! Iba a nombrarle ministro de la Guerra, y aun le habría hecho príncipe, si hubiera estado en mi mano.»

{8} «En medio del campo de batalla (decía en la carta al emperador), oyendo las agonías de multitud de heridos, y rodeado de quince mil cadáveres, suplico a V. M. que escuche la voz de la humanidad, y no permita que se degüellen dos naciones valientes por intereses a que son ajenas. A mí me corresponde instar a V. M. porque me hallo más cerca del teatro de la guerra. Vuestro corazón no puede estar tan afligido como el mío...»

{9} Allí, en Neuburgo, murió de una lanzada el valiente Latour d’Auvergne, a quien Bonaparte llamaba el primer granadero de Francia. El ejército no quiso abandonar el campo hasta después de haberle levantado un monumento.

{10} Dicen algunos que además de estos nobles y políticos medios empleados por Bonaparte para granjearse la amistad del autócrata, puso en juego otros de muy diversa índole, cual fue el de ganar a los dos ministros que tenían con él más valimiento, por conducto e influjo de dos damas francesas, una de ellas la actriz madama Chevalier, que supieron halagar las inclinaciones o las pasiones de cada uno. Es posible que así fuese, aun cuando de esto nada dicen historiadores graves.

{11} Constan los nombres, pelo, alzada, edad y raza de cada caballo.– El expediente relativo a este asunto se halla en el Ministerio de Estado, leg. 52, núm. 2.

{12} «¡Cuál fue la alegría, dice el príncipe de la Paz en sus Memorias, que vi lucir en los ojos de Carlos IV y de su esposa cuando, llamado con tres luegos para comunicarme aquel contento, me pidieron albricias del brillante rasgo por donde comenzaba Bonaparte sus relaciones con España!»-- Memorias, Parte II, cap. 1.º

{13} El príncipe de la Paz afirma haber estado el más exigente con el plenipotenciario francés, y que en las respuestas que dio al rey en cada una de las cuestiones le decía, entre otras cosas, ser su opinión que se debía pedir la agregación a Toscana de los ducados de Parma, Plasencia y Guastala, y que la posesión de aquel estado se concediese como un derecho propio de la dinastía española, de modo que en el caso de extinguirse la actual línea del duque de Parma, le habría de suceder otro infante de Castilla a elección del rey de España. Así como respecto a la Luisiana proponía se pusiese la condición de que, si Francia por cualquier motivo quisiera deshacerse nuevamente de la colonia, no pudiera hacerlo sino devolviéndola a España.

{14} Habíase publicado un folleto con el título de: Paralelo entre César, Cromwell, Monck y Bonaparte, cuyo escrito causó una impresión general y penosa en la Francia y produjo grande agitación en los ánimos. El primer cónsul se vio obligado a desaprobar públicamente el folleto porque no se le creyera partícipe de las ideas y planes que en él parecía atribuírsele, y habiendo preguntado en público al ministro de la Policía Mr. Fouché cómo dejaba circular escritos semejantes, y cómo no había encerrado en Vincennes al autor, si sabía quién era, respondiole el ministro: «Conozco al autor, pero no me he atrevido a hacer lo que decís, por ser vuestro mismo hermano Luciano.» Al oír esto, dicen, quejose amargamente el primer cónsul de aquel hermano que le había comprometido más de una vez, y por consejo del segundo cónsul Cambaceres determinó separarle políticamente dándole la embajada de España.

{15} Carta original de 17 de noviembre de 1801.– Archivo del Ministerio de Estado; Correspondencia de Godoy con los reyes.

En consonancia con ésta está otra, también confidencial, de de diciembre de 1800, en que ya decía acerca del embajador que se anunciaba lo siguiente: «Mal, mal me parece la pintura del nuevo embajador, y mucho peor las equivocaciones en que creo estén VV. MM., pues no viene aborrecido del hermano, y sí con grandes proyectos, que solo se atajarían por medio de negociaciones con las potencias que tratan de paz sin conocimiento de VV. MM. En fin, señora, el francés siempre es francés, y en el día no se guarda palabra cuando las cosas varían, &c.»

{16} El príncipe de la Paz, en sus Memorias, después de referir lo que sobre este asunto le pasó y lo que conferenció con el rey y con el nuncio de S. S. protesta no haber tenido parte alguna, ni conocimiento siquiera del texto del decreto de 10 de diciembre, el cual dice haberle hecho el ministro Caballero a espaldas suyas, si bien los que sabían sus oficios con el nuncio se imaginaron haberse hecho con su acuerdo y anuencia. Se queja amargamente de la conducta de aquel ministro reaccionario, intolerante y perseguidor. Cuenta cómo halló al rey prevenido por Caballero contra magistrados tan dignos como Jovellanos y Meléndez, y contra prelados y eclesiásticos tan sabios y tan virtuosos como Tavira, Palafox, los Cuestas, Llorente, y otros a quienes llamaba jansenistas y representaba como muy sospechosos en la fe, y cómo el príncipe los defendió y justificó ante el soberano. Inserta el texto del real decreto haciendo notar las palabras y frases inconvenientes que en él había, y una parte de la carta que le escribió el pontífice fecha 23 de enero de 1801.

{17} «Los agentes franceses (dice a este propósito un escritor español de aquel tiempo) que manipulaban en este asunto conocieron muy luego el vivo empeño de la reina María Luisa por mejorar la suerte de su hermano, y se propusieron sacar ellos mismos provecho de esto. Ofreciendo su cooperación eficaz para el logro de las intenciones del rey Católico, intimaron que era menester dar gratificaciones cuantiosas en caso de que el negocio se llevarse a cabo... A la vista tenemos testimonios auténticos y circunstanciados de los manejos que hubo en esta negociación. Nos abstenemos de publicarlos, tanto por miramiento a los personajes que tuvieron parte en ellos, como por la dignidad de la historia... Confieso de buena fe, decía el ministro Urquijo a don José Martínez de Hervás, que aunque sé mucho de corrupción de mundo, no deja de sorprenderme la excesiva que veo, pero como es menester jugar con las cartas que haya... &c.»