Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo X
Guerra de España con Portugal
La paz de Amiens
1801-1802
Negociaciones relativas a Parma y Toscana.– Artículo del tratado de Luneville.– Convenio de Madrid.– Azara es vuelto a nombrar embajador cerca de la república.– Ida a París de los infantes españoles nuevos reyes de Toscana.– Toman posesión del reino de Etruria.– Compromiso del gobierno español con Bonaparte sobre el empleo de la fuerza naval española.– La corte de Madrid se obliga a hacer la guerra a Portugal para separarle de la alianza inglesa.– Cuerpo auxiliar francés.– El príncipe de la Paz generalísimo.– Guerra de Portugal, llamada vulgarmente de las naranjas.– Paz de Badajoz, entre España y Portugal.– Tratado de Badajoz entre Portugal y Francia.– Recházale indignado Napoleón y por qué.– Amenaza de rompimiento con España.– Cómo se fue templando Bonaparte.– Nuevo tratado en Madrid.– Muerte de Pablo I de Rusia.– Mudanza que produce en la política de Europa.– Paz entre España y Rusia.– Deshácese la liga de las potencias neutrales.– Cambio del ministerio inglés.–Negociaciones de paz entre Inglaterra y Francia.– Preliminares de Londres.– Tratados de paz entre varias potencias.– Sentidas quejas de España sacrificada en los preliminares.– Congreso de Amiens.– Azara plenipotenciario.– La paz de Amiens.– Suerte que en ella cupo a España.– Expedición franco-española a la isla de Santo Domingo.
«Yo no sé, mi querido hermano (escribía la reina María Luisa de España a su hermano el duque de Parma, en 28 de febrero de 1801), si por más que son ventajosas las condiciones del tratado entre el emperador y la Francia en lo relativo a nuestra familia, podremos tener identidad en nuestros pareceres; pero la cosa es hecha, y tú estarás en clase de rey si quieres pasar a Toscana. Hemos hecho algunos sacrificios para adquirir estas ventajas, y no creo, ni él tampoco, que puedas mirarlas con indiferencia; pero aunque el tratado está hecho y se espera la ratificación, nos queda un punto que ventilar, y debes responderme. Hace tiempo que manifiestas tus deseos de no dejar a Parma; tu quietud nos interesa y tratamos de hacerla compatible, pero ignorando si en el tratado secreto se ha dispuesto ya de esos estados, no puedo asegurarte la permanencia; mas en caso de conseguirla y acomodarte, pasarán tu hijo y mi hija con nuestro nieto a recibirse por tales reyes, renunciando a la propiedad que tendrían sobre los estados de Parma; y entonces los gozarías tú tranquilamente por tus días; pero si tú quieres venir a Florencia desde luego, renunciando a Parma, puedes hacerlo, y conservarás tu casa reunida como hasta aquí en tus anteriores estados.
»Todo esto es preventivo, pues no sabemos si aun por los días de tu vida podemos contar con que se te conserve el estado que disfrutas, ignorando las cláusulas del tratado secreto entre el emperador y la Francia, a donde se pregunta hoy por correo extraordinario; pero bueno es que tú me respondas categóricamente si quieres o no ir a Toscana.{1}»
En efecto, por el artículo 5.º del tratado de Luneville se convino en que el gran duque de Toscana renunciase sus estados, recibiendo una indemnización en Alemania, y que la Toscana se diese en soberanía al infante español duque de Parma, renunciando éste a su vez su antiguo estado, conforme al tratado secreto entre Carlos IV y Bonaparte firmado en San Ildefonso en 1.º de octubre de 1800. A los cuarenta días de ajustada la paz de Luneville se amplió y especificó el artículo concerniente a la Toscana en un nuevo convenio que se celebró en Madrid (21 de marzo, 1801) entre Luciano Bonaparte y el príncipe de la Paz, por el cual se estipuló que a cambio de la parte que aquel ducado tenía en la isla de Elba y que se cedía a Francia, ésta cedería a su vez el principado de Piombino para agregarlo al reino de Toscana. Y por otro artículo, que fue el sexto, se ajustó lo siguiente:
«Siendo de la familia real de España la casa que va a ser establecida en la Toscana, será considerado este estado como propiedad de la España, y deberá reinar en él perpetuamente un infante de la familia de sus reyes. En el caso de faltar la sucesión del príncipe que va a ser coronado, será ésta reemplazada por otro de los hijos de la casa reinante de España.» Empeño grande formó Carlos IV en que el infante duque conservara sus estados de Parma, por lo menos durante su vida, pero a esta pretensión no accedió en manera alguna el primer cónsul. Lo que propuso Bonaparte, y mostró de ello gran deseo, fue que los príncipes hubieran de pasar por París cuando fueran a tomar posesión de su nuevo reino, pues tendría mucho gusto en agasajarlos, así como a los españoles que los acompañaran, para que viera la Europa la íntima unión que había entre las dos cortes{2}.
Don José Nicolás de Azara, que retirado en la aldea de Barbuñales (Aragón) había sido llamado a Madrid por el príncipe de la Paz para conferirle de nuevo la embajada de París que antes había desempeñado; Azara, que durante su corta permanencia en Madrid y en Aranjuez había sido objeto de las más distinguidas consideraciones de parte de los soberanos y del favorito, y que a su llegada a París (abril, 1801) fue recibido con las demostraciones más afectuosas por Bonaparte y Talleyrand sus antiguos amigos, escribía a su gobierno dándole noticia de los preparativos que el primer cónsul había mandado hacer para el recibimiento de los infantes españoles que iban a ser reyes de Toscana, y de los festejos con que habían de ser obsequiados, siendo sus prevenciones tan minuciosas que formaban un verdadero ceremonial de visitas, banquetes, asistencia a teatros, &c. Llegaron los nuevos reyes a París (25 de mayo, 1801), y comenzaron los agasajos y las fiestas según el programa acordado. El primer cónsul, su esposa madama Josefina, el ministro Talleyrand, el de lo Interior, los demás cónsules y ministros, todos se esmeraron, todos rivalizaron en la suntuosidad de las fiestas que cada cual dedicó a los príncipes Borbones, distinguiéndose no obstante algunas de ellas por su magnificencia, brillantez y buen gusto{3}. De manos de Bonaparte y de Josefina recibieron los dos esposos regalos exquisitos, entre ellos un cuadro de retratos de la familia real de España. Por espacio de más de un mes que duró su permanencia, no hubo día en que no se consagrara a los ilustres huéspedes algún festejo público o privado, desplegándose en unos y otros festines lujo y cordialidad al mismo tiempo.
No desconocían los hombres pensadores algunos de los fines que podía proponerse Bonaparte, así en la protección abierta que dispensaba a estos dos príncipes españoles, como en la ostentación y alarde que hacía ante la Francia y la Europa de agasajar y festejar tan esmerada y espléndidamente a dos individuos de la dinastía proscrita de los Borbones. ¿Quería acreditar que lejos de temer a esta familia la había puesto en el caso de necesitar y solicitar su protección? ¿Quería probar si los republicanos veían sin escándalo aquellas pompas reales? ¿Quería tranquilizar a los soberanos de Europa mostrando sus tendencias a reconstruir la sociedad sobre cimientos monárquicos, o atemorizarlos viendo que empezaba a ser repartidor de coronas? ¿Querría ensayar en otros el efecto de lo que meditara para sí mismo? Todo se discurría, y eso que se ignoraba entonces, y aun muchos han ignorado después, que ya andaba por su mente el pensamiento de contraer más estrechos y más personales vínculos con la familia real a que pertenecían aquellos príncipes, por quienes tanto interés, tanta ternura y tanta solicitud mostraba{4}.
Salieron de París en el coche del primer cónsul (1.º de julio, 1801), y de su orden los acompañó el general Grouchy hasta ponerlos en posesión de su nuevo reino, al cual se denominó reino de Etruria{5}. Murat había preparado su recibimiento. Fuéronles reconociendo las cortes de Europa y enviando sus ministros: la última en cumplir con esta atención fue la de Nápoles, con ser de la familia, y no obstante haberse visto ya obligada por Bonaparte a cerrar sus puertos a los ingleses, a ceder a la Francia Portolongone y su distrito, tres fragatas armadas y puestas en Ancona, y a mantener a su costa un cuerpo de quince mil franceses en el golfo de Tarento{6}. En cuanto a los reyes de Etruria, dicho estaba que su gobierno y su política habían de estar sometidas a la voluntad del primer cónsul; y en cuanto a los monarcas españoles, fuera candidez pensar que no pagasen con usuras las extremadas atenciones de Bonaparte con ellos y con sus hijos.
A la separación de Urquijo y de Mazarredo siguió inmediatamente el convenio celebrado en Aranjuez (13 de febrero, 1801) entre Luciano Bonaparte como embajador de la república y el príncipe de la Paz como generalísimo de los ejércitos españoles, por el que lograba el primer cónsul su tan deseado objeto de comprometer las fuerzas navales de España a obrar en unión con las de Francia en todas las empresas que aquél hubiera de acometer, como quien pretendía pertenecerle la dirección de la guerra marítima contra Inglaterra{7}. Aunque las expediciones de que hablaba el convenio no se realizaron, no por eso dejaba el primer cónsul de exigir a cada paso la cooperación de nuestros navíos, no solo de la escuadra de Brest, sino también de los de nuestros departamentos de Cádiz, Ferrol y Cartagena, y no ya para la reconquista de las posesiones españolas, como se decía en la convención de Aranjuez, sino para otros designios de Bonaparte, de los cuales era el principal, y el que no perdía nunca de vista, el socorro de Egipto. Llamó a Gravina a París como antes había llamado a Mazarredo, para conferenciar sobre sus planes; pero aunque el distinguido marino español le convenció de que con la escuadra de Brest no se podía acometer empresa importante hasta que el equinoccio de otoño alejara de la costa los buques ingleses, no se mostró tan indócil e inflexible como Mazarredo a la voluntad del primer cónsul. Solo hubo en este tiempo un combate naval entre la escuadra inglesa de Gibraltar y la franco-española que estaba en Cádiz y en Algeciras (12 de julio, 1801), en el cual sufrimos un descalabro sensible de hombres y de navíos.
Nuestra escuadra, compuesta de cinco navíos y una fragata, iba de Cádiz en socorro de la francesa atacada en la ensenada de Algeciras. El navío inglés el Soberbio, al pasar por entre el San Carlos y el San Hermenegildo, hizo una descarga de ambos costados. Prendiose fuego al San Carlos; así y todo mandó su comandante descargar la batería del costado por donde había sido ofendido, y las balas fueron a herir al San Hermenegildo, que en la oscuridad abordó al que creía su contrario, empeñándose entre ambos navíos españoles un horrible y lastimoso combate: comunicáronse uno a otro el fuego, y ambos se volaron con estruendo espantoso, presenciando ambas escuadras esta catástrofe, sin saber si los que se combatían eran amigos o enemigos. De dos mil hombres que componían las tripulaciones solo se salvaron como unos doscientos. El navío San Antonio se había rendido. La luz del día descubrió el desastre de aquella noche fatal.
Cualquier pérdida era entonces lamentable, porque el tesoro estaba exhausto; a los marinos del Ferrol se les debían las pagas de diez y ocho meses; caudales de América apenas venían; costaba mucho trabajo mantener la escuadra de Brest, a la cual por honra nacional se asistía con preferencia, y cada día eran mayores los conflictos por los armamentos que sin consideración nos exigía Bonaparte, de lo cual se lamentaba el ministro Cevallos, y daba sentidas quejas al embajador Azara{8}.
Otro de los grandes compromisos en que nos empeñó la conducta de Bonaparte, y al que ni la Convención ni el Directorio habían logrado nunca traer a Carlos IV, fue el de llevar la guerra a Portugal contra sus propios hijos para hacerles renunciar a la alianza inglesa y firmar la paz con Francia. Esta resolución, que nadie le había podido arrancar, fue tomada por convenio solemne celebrado en Madrid (29 de enero, 1801), y firmado por el ministro Cevallos y Luciano Bonaparte{9}. Al ratificar el primer cónsul este tratado escribió que daba orden para que inmediatamente se pusieran en marcha veinte mil hombres hacia Burdeos y Bayona, que estarían a disposición del monarca español. En su virtud, hecha la intimación a la corte de Lisboa, y trascurrido el plazo de los quince días que se le señalaron, diose el manifiesto y decreto de declaración de guerra (27 de febrero, 1801), expresando en él, según se acostumbra en estos documentos, los antecedentes y las causas que habían movido así al gobierno francés como al español a adoptar esta resolución extrema, apurados ya infructuosamente todos los buenos oficios y todos los esfuerzos que por espacio de años había estado empleando y podía emplear un padre para evitar el verse en el doloroso trance de hacer la guerra a sus propios hijos, para forzarlos a cumplir los compromisos a que se habían obligado por tratados solemnes con una potencia amiga{10}.
Diéronse pues las órdenes oportunas para la formación de un ejército en las fronteras de Portugal. De Francia vino un cuerpo auxiliar de quince mil hombres al mando de Leclerc, cuñado del primer cónsul, que se situó en Ciudad Rodrigo. De la fuerza española, que subía a sesenta mil hombres, se formaron tres ejércitos, uno de veinte mil en Galicia sobre el Miño, otro de diez mil en Andalucía sobre los Algarbes, y otro de treinta mil en Extremadura sobre el Alentejo. El mando en jefe de todos, inclusas las tropas francesas, se dio al príncipe de la Paz con el título de Generalísimo, cosa que excitó la crítica y las diatribas de los enemigos de aquel personaje{11}, el cual se trasladó a principios de mayo a Badajoz, centro principal de las operaciones, donde dio a las tropas una pomposa proclama (14 de mayo, 1801). A su vez el príncipe regente de Portugal había publicado su Manifiesto (26 de abril), convocado las milicias, organizado las ordenanzas, y formado un ejército de escasos cuarenta mil hombres, cuyo mando confirió al duque de Lafoens. Inglaterra, fingiéndose resentida de que el gobierno portugués, obrando con pundonor, rechazara la condición de que un general inglés mandara todas las tropas, no le envió ningún socorro. La guerra no podía ser larga, ni el resultado dudoso, siendo tan desigual el poder de una y otra nación, y estando las plazas fronterizas de Portugal escasamente guarnecidas y pobremente artilladas.
Así fue que en el día mismo que comenzaron las operaciones, penetrando nuestras tropas en territorio portugués (20 de mayo), se rindieron Olivenza y Jurumeña, y se encerraron en los castillos las guarniciones de Yelves y Campomayor, llegando nuestros soldados hasta los jardines del foso. De esta última circunstancia hizo mérito el príncipe de la Paz en el primer parte que dirigió al rey, diciendo: «Las tropas, que atacaron al momento de oír mi voz, luego que llegué a la vanguardia, me han regalado de los jardines de Yelves dos ramos de naranjas, que yo presento a la reina.{12}» Esta expresión, unida a la poca duración de la guerra, dio ocasión a que el vulgo llamara a esta guerra de Portugal la guerra de las naranjas. En efecto, después de una acción, que no merece el nombre de batalla, en Arronches, y rendida Casteldevide y algunas otras fortalezas, capitularon Campomayor y Oguella (6 de junio, 1801), no quedando en todo el Alentejo sino Yelves que no dominaran nuestras tropas; y pronto ya el ejército a pasar el Tajo, fue pedida la paz por los portugueses{13}.
Fácilmente accedió a ello el generalísimo español, y fácil les fue a los representantes de las dos cortes de la península ponerse de acuerdo sobre las condiciones del tratado. Convino el príncipe regente de Portugal en cerrar sus puertos a los navíos y al comercio de Inglaterra, que era lo esencial de la estipulación; en que Olivenza y su distrito quedarán perpetuamente reunidos a la corona de Castilla; en no permitir depósitos de contrabando a lo largo de las fronteras de España; en el pago de los gastos de las tropas portuguesas durante las guerras de los Pirineos, que estaban por satisfacer; y a cambio de estas condiciones, la España devolvía a Portugal las plazas y pueblos conquistados en esta guerra, y S. M. C. se obligaba a garantir al príncipe regente la conservación íntegra de sus estados y dominios sin la menor excepción o reserva. Firmaron este tratado, el príncipe de la Paz a nombre del monarca español, y Luis Pinto de Sousa como ministro de Portugal{14}. Carlos IV le ratificó el 6 de julio (1801). Hízose al mismo tiempo otro relativo a la paz entre el reino lusitano y la república francesa, con recíproca garantía de las dos cortes aliadas, el cual firmó el embajador de la república Luciano Bonaparte; pero este convenio, que desagradó al primer cónsul, produjo, como luego veremos, muy serias y aún muy agrias contestaciones entre los dos gobiernos, español y francés{15}.
Quisieron los reyes felicitar en persona a su querido príncipe por los fáciles triunfos de aquella brevísima campaña, cuya pronta y feliz terminación atribuían al valor y capacidad del Generalísimo, y con este objeto partieron para Badajoz, donde llegaron el 28 de junio. Hubo plácemes y fiestas, pasáronse revistas, y se celebraron simulacros solemnes. Tomaron SS. MM. posesión de la plaza de Olivenza, y al cabo de algunos días de placenteros obsequios, regresaron gozosos a Madrid (20 de julio, 1801). A poco tiempo, y por medio de un decreto muy pomposo, en que se ensalzaba hasta las nubes el talento, la pericia, la actividad y el celo del príncipe generalísimo, le encomendó Carlos IV la formación de un plan general de organización de todo el ramo militar de mar y de tierra, de un sistema de reparación, construcción o abandono de plazas fuertes para la defensa del reino, de fábricas y fundiciones de armas, de educación para la milicia, de tácticas y reglamentos, de todo en fin lo perteneciente al ejército y a la marina (6 de agosto, 1801).
Halló el primer cónsul defectuoso y manco el tratado de Badajoz en lo concerniente a Francia; disgustole sobremanera no encontrar en él la indemnización de gastos de guerra, ni la cesión de una o más provincias que pudieran servir de prenda para obtener mejores condiciones de paz con la Gran Bretaña, o para la restitución de las islas mencionadas en el tratado de Madrid, y negose a ratificarle. Agriose más cuando supo que Carlos IV se había apresurado a darle su ratificación. Esta actitud del primer cónsul produjo graves disidencias, y hasta amenazas y peligros de rompimiento entre las dos cortes aliadas. En medio de las quejas que expuso y de los esfuerzos que hizo el general francés Saint-Cyr que se hallaba en España, para ver de torcer el ánimo del rey y moverle a mejorar el tratado en el sentido que el primer cónsul deseaba, significó que sería doloroso que por favorecer a un enemigo, disimulado o abierto, como era Portugal, se aflojasen o se rompiesen los lazos de amistad y concordia que tan dichosamente unían a Francia y España. Estas y otras semejantes expresiones ofendieron al príncipe de la Paz, el cual a su vez pasó una enérgica y vigorosa nota a Luciano Bonaparte (26 de julio, 1801), en que después de justificar con copia de razones el tratado de Badajoz, y después de manifestar que S. M. miraría como una violación de territorio el que viniesen nuevas tropas francesas a España, antes bien era tiempo de que los quince mil hombres, satisfecho el objeto de la guerra, volviesen a sus destinos, pedía que viniese la escuadra de Brest, se quejaba de que la alianza con la república nos hubiera puesto mal con todas las potencias, y dejaba entrever cierta amenaza de hacer la paz con Inglaterra.
Ya antes de esto había tenido nuestro embajador Azara que trabajar con esfuerzo para templar el enojo y reprimir los ímpetus del primer cónsul: con este y otros semejantes documentos que se cruzaron irritose más Bonaparte, que interpretándolo como una especie de reto que se le hacía, preguntaba a Azara si los reyes sus amos estaban cansados de reinar para exponer así su trono provocándole a una guerra. Por su parte el ministro Cevallos, de acuerdo indudablemente con el príncipe de la Paz, prevenía a Azara con no menos arrogante tono (19 de agosto, 1801), «que si el primer cónsul fuese tan osado que repitiera lo del peligro y poca duración del trono español, le contestase con la dignidad y energía correspondiente, que Dios dispone de la suerte de los imperios, y que más fácilmente dejará de existir un gobierno naciente que un rey anciano y ungido. Durante estas y otras semejantes contestaciones que parecía amenazar una ruptura, iban entrando nuevos cuerpos de tropas francesas en España sin miramiento ni consideración a los tratados, lo cual no podía dejar de infundir recelos de ocultas y siniestras intenciones respecto a la España misma. Al fin las enérgicas reclamaciones del gobierno de Madrid y las prudentes reflexiones de Azara{16}, fueron labrando en el ánimo irritado del primer cónsul, hasta el punto que, templadas sus iras, autorizó de nuevo a su hermano para hacer las paces con Portugal{17}.
Ajustose en efecto en Madrid un nuevo tratado (29 de octubre, 1801) entre Luciano Bonaparte como representante de la Francia, y Cipriano Ribeyro Freyre, plenipotenciario de S. M. F., en que solamente se añadió a lo estipulado en Badajoz un artículo relativo a la demarcación de las dos Guayanas, francesa y portuguesa, y otro concerniente al comercio de las dos naciones. Mas lo notable de este ajuste fue otro tratado secreto, por el que se obligó Portugal a pagar a Francia veinte y cinco millones de francos, con más el valor de los diamantes de la princesa del Brasil, que fue el premio del negociador. Asegúrase que el general Leclerc, cuñado de Bonaparte, sacó también provecho de este negocio, y que diez millones de francos fueron destinados a la caja particular del primer cónsul, habiendo sido ésta la causa principal de hacerle flexible para el tratado{18}. Hecha esta paz, diose orden en París (21 de noviembre, 1801) para que saliesen las tropas francesas de España, y a principios de diciembre inmediato empezaron a evacuar la península en columnas sucesivas.
Fuera de Inglaterra, no quedaba en Europa potencia alguna que no estuviese en paz con España sino Rusia{19}. Y si bien la distancia que separa las dos naciones y la reconciliación del emperador Pablo I con la Francia no dieron lugar a que se rompieran las hostilidades, la declaración oficial de guerra subsistía, y era conveniente revocarla. Facilitó este paso la muerte desastrosa del zar{20}, y la elevación al trono moscovita de su hijo Alejandro. De carácter apacible y bondadoso el joven príncipe, notose desde luego en la política de Europa un cambio favorable y un espíritu de más tendencia a la paz. De contado, como respecto a España no había habido motivo serio para la guerra de parte de Rusia, y como el nuevo emperador, si bien por justas razones políticas quería salvar la honra de su padre en lo de haberse hecho Gran Maestre de la orden de San Juan de Jerusalén, era bastante discreto para conocer que aquello no había pasado de ser una de sus manías extravagantes, y no una razón justa de rompimiento, desde luego demostró su deseo de reconciliación con el monarca español dándole parte de su elevación al trono, y no tardó su embajador en París en tratar de paz con nuestro representante Azara. Tampoco les fue difícil ponerse de acuerdo a los dos ministros, y en su virtud, y competentemente autorizados por sus respectivos soberanos, se ajustó y firmó en París (4 de octubre, 1801) la paz entre Rusia y España, reducida a restablecer sus buenas inteligencias, a enviarse recíprocamente ministros representantes, y a que los súbditos de ambas naciones se miraran y trataran amistosamente{21}.
Indicamos antes que la muerte de Pablo I de Rusia había producido en la política general de Europa un cambio favorable a la paz. En efecto, Inglaterra se veía libre de uno de sus más terribles enemigos. El carácter conciliador de Alejandro I, la victoria naval de los ingleses en las aguas de Copenhague, aunque a punto de convertirse en derrota si no se hubiera apresurado el armisticio con Dinamarca, la adhesión de esta potencia a la nueva política de Rusia, su cansancio mismo, todo cooperó a que se rompiese la liga marítima de las potencias neutrales promovida por Pablo I. Entendiéronse las cortes de Londres y San Petersburgo. Alzose el embargo puesto a los buques ingleses en los puertos de Rusia: arreglose el derecho de visita en términos razonables, limitándole a los navíos de guerra, y modificándole respecto a los buques mercantes con disposiciones equitativas y de modo que se evitasen disputas en lo sucesivo. Inglaterra, pues, veía disipada la tormenta que por tanto tiempo la había amenazado por el Norte, y deseaba ardientemente la paz; el pueblo inglés entero suspiraba por ella, y quiso aprovechar aquella ocasión que su buena estrella le deparaba para negociarla con decoro, y a Francia no le convenía menos en el estado a que habían llegado las cosas, y más cuando por una serie de sucesos que no nos toca referir se veía precisado el ejército francés a abandonar el Egipto.
Vino a facilitar el cumplimiento de este deseo común el cambio del gabinete británico, reemplazando al belicoso Pitt el pacífico Addington; porque el rey Jorge III, muy enemigo de la revolución francesa, no lo era del sistema contra-revolucionario de Bonaparte. Con estas disposiciones accedió con gusto el primer cónsul a la proposición hecha por el ministro inglés lord Hawkesbury al ciudadano Otto para tratar de paz, y envió los poderes para ello, encargándole que negociase con la mayor reserva. Expuestas las pretensiones de una y otra parte, y rechazadas algunas, como siempre acontece, íbase viniendo ya a un común acuerdo. Sucedió entretanto la guerra de España con Portugal, e irritado el primer cónsul con los tratados de Badajoz, a propuesta del ministro Talleyrand, vengose del príncipe de la Paz y de los españoles con poner fin a la negociación, consintiendo en que los ingleses siguieran poseyendo como por derecho propio nuestra isla de la Trinidad{22}. Y como ambas naciones y ambos negociadores deseaban vivamente poner término a la agitación y a la ansiedad en que hacía diez años se hallaba el mundo, convinieron en dejar a un lado para un arreglo ulterior ciertas dificultades que ocurrían, y fijaron al fin y firmaron en Londres los preliminares para la paz general (1.º de octubre, 1801).
Los principales artículos de este célebre convenio fueron: que Inglaterra restituiría a Francia y a sus aliadas España y Holanda todas las conquistas marítimas que había hecho, a excepción de la isla española de la Trinidad y las posesiones holandesas de Ceilán, que se reservaba S. M. B.: que el cabo de Buena Esperanza se abriría al comercio y navegación de las dos naciones contratantes: que Malta se devolvería a la orden de San Juan de Jerusalén, y se pondría bajo la protección de una tercera potencia que se designara en el tratado definitivo: que el Egipto se restituiría a la Sublime Puerta: que el territorio y posesiones de S. M. Fidelísima se mantendrían en su integridad: que las tropas francesas evacuarían el reino de Nápoles y el Estado Romano, y las inglesas a Porto Ferrajo y demás que ocupaban en el Mediterráneo y en el Adriático: que se canjearían los prisioneros respectivos, &c.: que se ratificarían los preliminares en el término de quince días, y que en un congreso que se celebraría en Amiens, y al que concurrirían los plenipotenciarios de las potencias contratantes y de sus respectivas aliadas, se ajustaría el tratado definitivo{23}.
Se anunció y celebró este tratado en París con salvas de artillería y con un regocijo universal a que hacía muchos años no había podido entregarse el pueblo francés. Apresurose a ratificarle el primer cónsul, y despachó a Londres con la ratificación a su ayudante Lauriston. El júbilo del público inglés rayó en delirio. La multitud desenganchó los caballos del carruaje en que iban Otto y Lauriston, y los llevó tirando a brazo a casa de lord Hawkesbury. Era una especie de alegría convulsiva. Los carruajes públicos llevaban escrito con greda y en letras muy grandes: Paz con la Francia. Por las calles de Londres gritaba la gente: ¡¡Viva Bonaparte!! y en los banquetes se brindaba por el primer cónsul, y ¡por la felicidad de la república francesa!
Habiendo de hacerse el tratado definitivo en el congreso de Amiens, fueron desde luego nombrados plenipotenciarios, por parte de la Gran Bretaña lord Cornwallis, por la del primer cónsul su hermano José. Apresurose el jefe de la república francesa a reconciliarse con las demás potencias de Europa, y en brevísimo tiempo se hizo una serie sucesiva de paces que maravilla por la rapidez con que se efectuaron. El 8 de octubre (1801) se celebró en París la de la república con el emperador de Rusia, que firmaron Talleyrand y el conde de Marcoff. Al día siguiente la firma de Talleyrand al lado de la de Esseyd-Aly-Effendi anunciaban el ajuste estipulado entre la república y la Sublime Puerta. Con las regencias de Túnez y de Argel se celebraron iguales convenios, y un tratado con Baviera restablecía las antiguas relaciones de alianza de este Estado con la vieja monarquía francesa. De este modo fue el primer cónsul obviando dificultades con todas las cortes, y como aturdiendo y embriagando la Francia a fuerza de resultados extraordinarios y prósperos.
Pero una potencia, la más amiga de la Francia, había sido sacrificada en los preliminares de Londres. Esta potencia era la España, a la cual se arrancaba, sin consentimiento ni aun conocimiento suyo, la isla de la Trinidad. Por eso se había ocultado la negociación al gobierno español, aunque no sin que el celoso Azara lo trasluciese, denunciase y reclamase oportunamente, pero sin fruto, porque la resolución estaba formada. Cuando la noticia de estar ajustados los preliminares llegó a Madrid, el primer impulso fue de no reconocerlos, mas el temor de prolongar una guerra tan costosa decidió al rey a facultar a su embajador para que los firmase, si bien protestando enérgicamente contra el sacrificio de la isla de la Trinidad que se le obligaba a hacer. Enérgica fue ciertamente la nota que en su virtud pasó el caballero Azara al ministro Talleyrand (23 de octubre, 1801). «S. M. no ha podido ver, decía, sin profundo dolor que una aliada por la que ha despreciado sus más caros intereses y aun el bienestar de sus súbditos, la haya sacrificado en el momento decisivo en que debía recoger el fruto de sus servicios y padecimientos.– Desde el momento en que mi rey se alió con la república ha dado a ésta constantemente pruebas de su amistad y lealtad, empleando toda su marina en servicio de la república, sometiéndola a sus planes, pagándola, alimentándola y aumentándola mucho más de lo que tenía obligación y se había convenido en los tratados...» Sigue enumerando los servicios de España, y añade: «El rey mi señor, ciudadano ministro, no puede recordar sin el más profundo dolor que tantos sacrificios, tanta constancia y tanta lealtad, se hayan olvidado en el crítico momento en que la república había podido manifestarle su reconocimiento, declarando que miraba los intereses de España como propios de la nación francesa, y no haber sacrificado, por el contrario, una colonia tan interesante para la España, a fin de obtener por este medio una paz más útil a sus intereses...»
Las excusas con que Bonaparte contestó a esta sentida y vigorosa nota fueron sus consabidas quejas de la conducta de España en la guerra de Portugal y en los tratados de Badajoz{24}, y aconsejar a Azara que expusiese su reclamación en el congreso de Amiens, donde le ofreció apoyarla. Fue en efecto nombrado Azara plenipotenciario de la nación española en aquel Congreso, pues si bien antes lo había sido el conde de Campo Alange, tanto por haberse éste excusado como por el empeño que hizo el primer cónsul con la corte de Madrid para que fuese Azara el firmante de la paz, enviáronsele los poderes, y en su virtud partió de París en enero de 1802. Las instrucciones que se le dieron (7 de febrero, 1802) fueron principalmente, que procurase el recobro de la isla de la Trinidad, la anulación de algunos tratados de comercio desventajosos que teníamos con Inglaterra, el reconocimiento del rey de Etruria, la libre navegación por el Cabo de Buena Esperanza, y que la isla de Malta se pusiera bajo la garantía del rey de Nápoles. Por el lord Cornwallis, cuya confianza supo captarse desde luego, supo que los franceses tendían a establecerse en nuestras islas de Juan Fernández, e hizo el buen servicio de conjurar, de acuerdo con el plenipotenciario inglés, este pensamiento{25}. Por lo demás, se adhirió a los preliminares de Londres para entrar en la negociación del tratado definitivo. Azara gozó de gran consideración en aquel congreso; por su mediación se dejó al infante español don Fernando en posesión pacífica de sus estados de Parma durante su vida, a pesar de lo estipulado el año anterior en el tratado de Aranjuez; y la firma del plenipotenciario español ocupó, como veremos luego, un lugar preferente en el de Amiens.
Cuestiones surgieron todavía entre Inglaterra y Francia que tal vez habrían producido una ruptura sin la prudencia y el carácter conciliador de sus dos representantes: arregláronse al fin del modo que expresa el texto del tratado. Tócanos a nosotros solamente añadir, respecto a la gran cuestión española de la isla de la Trinidad, que Bonaparte cumplió el ofrecimiento hecho a Azara de trabajar porque no se cediera aquella isla a los ingleses, hasta el punto de resistirse a firmar la paz si no se derogaba aquel artículo de los preliminares. Pero Azara, que había conseguido otras condiciones ventajosas para su nación, ya por evitar nuevos conflictos que acaso retardaran o imposibilitaran la paz, ya por saber que el gobierno español, contento con la restitución de Menorca y la adquisición de Olivenza, no tenía empeño en disputar la posesión de aquella isla americana, sin esperar la contestación del primer cónsul declaró en el Congreso que accedía a aquella cesión en bien de la pacificación general{26}.
Ajustose por fin la tan deseada paz de Amiens (23 de marzo, 1802), y traducido el tratado en los cuatro idiomas de las cuatro naciones contratantes, se firmó por todos los plenipotenciarios (27 de marzo), reunidos en un gran salón, donde a cierta hora se permitió entrar al pueblo, para que presenciara el tierno e imponente espectáculo de aquella gran reconciliación. La noticia se recibió en París y en Londres con iguales demostraciones de alegría, nada extrañas por cierto, puesto que, como dice un distinguido escritor, después de diez años de la más grande y más encarnizada lucha que habían presenciado las naciones, quedaban depuestas las armas y se cerraba el templo de Jano{27}.
Réstanos decir, para terminar este capítulo, que apenas firmados los preliminares de Londres, y sin aguardar a que se formalizara el tratado definitivo, aprovechando Bonaparte el armisticio con Inglaterra, y contando ya o con su aquiescencia o con su consentimiento en el plan que meditaba, preparó una grande expedición naval destinada a someter y volver a la Francia la isla de Santo Domingo, la más importante de las Antillas, regida con una especie de independencia desde la famosa insurrección negrera dirigida por el célebre negro Toussaint. Conveníale apresurar las cosas, aceleró los armamentos, destinó principalmente a esta empresa la escuadra de Brest, dio el mando de las tropas a su cuñado el general Leclerc, y el de la armada al almirante Villaret-Joyeuse, y pidió, como de costumbre, la cooperación de España. Los seis mil hombres de tropa, que era una parte de su pedido, no se los facilitó el gobierno español, manifestándole que necesitaba tener su ejército completo en tanto que no se hiciese la paz con Inglaterra. Tampoco se mostró muy dispuesto a auxiliarle con sus naves, puesto que siempre había esquivado que se emplease la escuadra española de Brest en empresas lejanas en que no teníamos interés. Mas acostumbrado aquel hombre a hablar con tono imperioso al gobierno de Madrid, hízole entender que si el embajador Azara no daba las órdenes para que cinco navíos españoles de los de Brest se unieran a los del almirante Villaret, él mismo mandaría apoderarse de ellos y servirse como le pareciese, y aun impediría que saliesen de Brest los demás navíos españoles que allí había.
Faltó valor en el gobierno español para negar la concurrencia de las naves, y no lo extrañamos, porque casi le faltaba la posibilidad de resistir a la empeñada y amenazadora demanda de quien al cabo tenía nuestra mejor fuerza naval como aprisionada en uno de sus puertos. Diéronsele pues para la expedición cinco navíos españoles, una fragata y un bergantín{28}. Mas como el general español Gravina que había de mandar nuestra flota fuese mas antiguo en grado que el almirante Villaret, y no pudiera ir como subalterno a sus órdenes, discurrióse que Gravina mandaria la división española con el título de escuadra de observacion, y así se hizo. De este modo, aun en los tiempos en que menos dócil y mas entero se mostró el gobierno de Madrid con el de la república, aun a la víspera de la paz y publicados ya los preliminares de ella, cuando estaba ya casi disuelto el compromiso de la alianza, cuando más quejoso se mostraba el primer cónsul de la falta de atención y deferencia del gobierno español, todavía entonces le forzaba a ser sumiso y le obligaba a prestarle sus fuerzas marítimas para empresas y expediciones lejanas en que solo la Francia tenía interés. Así aconteció desde el principio hasta el fin de la alianza.
{1} La carta terminaba con las siguientes frases familiares: «Sigo aliviada de mi desazón, aunque no tan buena como podía esperar; estas cosas me trastornan, y hasta verlas arregladas no descansaré.– El rey ha padecido de reuma en un brazo, de suerte que no ha podido salir al campo, va mejor.– Los chicos siguen bien; consérvate tú, querido hermano, como desea tu hermana.– Luisa.»
Esta carta fue indudablemente dictada por el príncipe de la Paz, pues a la minuta acompañaba una papeleta de su letra que decía: «Señora.– No puede reducirse más, ni decirse menos en el caso presente.
Deseo haber acertado.– Manuel.»
{2} Expediente relativo al viaje de los reyes de Toscana.– Archivo del ministerio de Estado, Legajo 53, número 2.
{3} Por ejemplo la que les dio Talleyrand en Neuilly, de la cual hace la siguiente descripción un escritor contemporáneo. «Los jardines fueron adornados con soberbias decoraciones de pensamientos varios relativos todos al objeto. Una de ellas representaba la gran plaza de Florencia, el palacio Pitti con sus dos magníficas fachadas, y la entrada de los nuevos príncipes. Una multitud de trasparentes repartidos en vistosas galerías ofrecían emblemas, repartidos de mil modos, de la amistad y alianza que unía las dos naciones. Descollaban de trecho en trecho bustos y estatuas de los grandes hombres de la España, y en un gran fondo refulgente, cuajado todo en derredor de estrellas y luceros, veíanse las imágenes de España, Italia y Francia asidas de las manos sobre trofeos de guerra y en medio de blasones de las ciencias y las artes. Los colores de las tres naciones estaban repartidos en festones y en zonas luminosas, todo esto en movimiento y formando celajes nuevos a cada instante. Los nombres de los reyes de España y de sus hijos se ostentaban en hermosas laureolas. Los fuegos de artificio presentaron variedad de cuadros alusivos a las glorias de la España y de la Francia. Hubo gran concierto, baile, y cena de cinco salsas, renovada tres veces.»
La del ministro de lo Interior fue de otro género, pero no menos brillante en suntuosidad y en elegancia.
{4} Aludimos al proyecto de su enlace con la infanta María Isabel de España, de que poco más adelante tendremos ocasión de hablar.
No eran ciertamente las prendas personales las que habían enamorado a Bonaparte, porque de la princesa hablaba muy desfavorablemente, y del príncipe no formó un juicio más lisonjero. Es un triste rey, decía; no es posible formarse idea de su indolencia. Mientras ha permanecido aquí no he podido conseguir que diese atención a sus negocios, ni que tomase una pluma. No piensa sino en diversiones, en el teatro, en el baile. El buen Azara, que es un hombre de mérito, hace cuanto puede, pero pierde el tiempo: el príncipe le trata con altivez. Todos estos príncipes se asemejan... &c.»-- Muriel, Hist. MS. de Carlos IV, lib. 6.
{5} Nombre que tenía en la antigua geografía romana.
{6} Tratado de 18 de marzo, 1801, en Florencia.
{7}[7] Los artículos de este convenio fueron los siguientes:
1.º Cinco navíos españoles que están en Brest se reunirán a cinco navíos franceses y a cinco bátavos, y partirán al instante para el Brasil y la India. Esta división la mandará un general español.
2.º Los otros diez navíos españoles que están en Brest, con diez navíos franceses y diez bátavos, estarán prontos para amenazar a la Irlanda, o si llega el caso, para obrar según los planes hostiles de las potencias del Norte contra Inglaterra. Esta división la mandará un general francés.
3.º Cinco navíos del Ferrol y dos mil hombres de desembarco estarán prontos para partir hacia últimos de ventoso (mediados de marzo), y el primer cónsul reunirá a ésta dos escuadras de igual fuerza, la una francesa y la otra bátava. Esta flota partirá para reconquistar, primero la Trinidad bajo el mando de un general español, y luego Surinam bajo el mando de un general francés o bátavo, conviniendo después entre sí para que los cruceros se hagan oportunamente.
4.º El resto de las fuerzas marítimas de S. M. C. que está hoy día en disposición de hacerse a la vela, se unirá a la escuadra francesa en el Mediterráneo, a fin de combinar sus movimientos si se puede con la escuadra rusa, y forzar a los ingleses a tener en el Mediterráneo el mayor número de navíos que sea posible. Se dispondrá sobre el mando de estas fuerzas cuando estén reunidas.
5.º Si la falta de pertrechos impide que la escuadra española de Brest entre en campaña, el primer cónsul se obliga a proveerla de ellos en forma de empréstito.
6.º El primer cónsul formará para últimos de ventoso cinco ejércitos, para apoyar, según lo pidan los sucesos, las fuerzas combinadas. Cuatro de estos ejércitos se reunirán en Brest, en Batavia, en Marsella y en Córcega; el quinto se reunirá sobre las fronteras de España, pará servir de segunda línea auxiliar contra Portugal.
7.º Las ratificaciones respectivas de la presente convención serán cambiadas en el término de quince días.
En Aranjuez a 24 pluvioso, año IX de la república francesa: 13 de febrero de 1801.
{8} «Esa potencia (le escribía en 12 de mayo desde Aranjuez) lejos de reconocer debidamente los favores que ha merecido a España en los tiempos en que más los ha necesitado, saca partido de nuestra debilidad, elevando demasiadamente sus pretensiones, a medida que nosotros nos mostramos más propensos a favorecerles, con atropellamiento de tratados, arreglos, pactos y toda suerte de combinaciones.»
{9} Conviene conocer el texto integro de esta estipulación.
Artículo 1.º S. M. C. expondrá por última vez sus intenciones pacíficas a la reina Fidelísima, y le fijará el término de quince días para que se determine. Pasado este término, si S. M. F. se niega a hacer la paz con Francia, se tendrá la guerra por declarada.
2.º En el caso que S. M. F. quiera hacer paces con Francia, se obligara; 1.º a separarse totalmente de la alianza de Inglaterra; 2.º a abrir todos sus puertos a los navíos franceses y españoles, prohibiendo que entren en ellos los de la Gran Bretaña; 3.º a entregar a S. M. C. una o más provincias, correspondientes a la cuarta parte de la población de sus estados de Europa, como prenda de la restitución de la isla de la Trinidad, Malta y Mahón, o a resarcir los daños y perjuicios sufridos por los vasallos de S. M. C. y a fijar los límites de los términos que proponga el plenipotenciario de esta potencia al tiempo de las negociaciones.
3.º Si la paz no se realizase, el primer cónsul auxiliará a S M. C. con 45.000 hombres de infantería, con sus trenes de campaña correspondientes, y un cuerpo facultativo para el servicio de éstos, bien armados, equipados y mantenidos completamente por la Francia, la cual deberá reemplazarlos lo más pronto que sea posible, según lo exijan los acontecimientos.
4.º Como el enunciado número de franceses no sea el mismo que se halla estipulado en el tratado de alianza, el primer cónsul le aumentará hasta el que determina dicho tratado, sí así lo pidiese la necesidad. S. M. no creyendo necesario por ahora el número de tropas que está estipulado, se limita provisionalmente al socorro que queda dicho, sin derogar por esto el tratado, haciéndose cargo de las dificultades, y que la guerra contra el emperador no podrá menos de favorecer a la Francia.
5.º Hecha que sea la conquista de Portugal, S. M. C. quedará obligada a ejecutar el tratado que la Francia propone al presente a la reina Fidelísima, y para que sea cumplido en todas sus partes el primer cónsul se prestará, o a diferir su ejecución por dos años, y si este término no bastase, a que S. M. C. perciba de la parte de aquel reino que haya de ser unida a sus Estados las sumas convenidas, las cuales S. M. C. podrá quizá suplir con las que saque de otras provincias, o a tratar amistosamente acerca del modo de ejecutar las expresadas condiciones.
6.º Si la conquista no abrazase todo el reino, y sí solo una parte suficiente para resarcir los perjuicios, en tal caso S. M. C. no pagará nada a la Francia, ni ésta podrá reclamar el pago de los gastos de la campaña, puesto que está obligada a mantener sus tropas en concepto de potencia auxiliar y aliada.
7.º Este socorro será considerado del mismo modo, si después de haberse principiado las hostilidades S. M. F. viniese a hacer la paz, y en este caso el primer cónsul verá cómo ha de reintegrar S. M. los gastos de la guerra por otro medio o en otros países, siendo cierto que esta guerra no podrá menos de tener influjo inmediato en las negociaciones en general, y acrecentará al mismo tiempo las fuerzas de la Francia.
8.º Las tropas francesas obrarán desde su entrada en España conforme a los planes del general español, comandante en jefe de todos los ejércitos, sin que los generales franceses alteren sus ideas. S. M. espera, conociendo la sabiduría y experiencia del primer cónsul, que dará el mando de dichas tropas a sujetos que sepan acomodarse a los usos de los pueblos por donde pasan, hacerse amar, y contribuir así al mantenimiento de la paz; pero si ocurriese algún disgusto (lo que Dios no quiera), ocasionado por uno o por muchos individuos del ejército francés, el comandante francés les hará regresar a Francia al punto que el general español le haya declarado ser conveniente, sin discusión ni contestación, que se deben tener por ociosas, puesto que el buen acuerdo es la base del bienestar que se anhela por ambas partes.
9.º Si S. M. C. creyese no tener necesidad del auxilio de las tropas francesas, ya sea que las hostilidades hayan comenzado, o que deban ser determinadas por la conquista, o por la conclusión de la paz, en tal caso el primer cónsul conviene en que las tropas vuelvan a Francia sin aguardar sus órdenes, luego que S. M. C. lo juzgue conveniente, y advierta de ello a los generales.
10. Siendo de tan grande interés la guerra de que se trata, y de muy más grande todavía para Francia que para España, puesto que ha de tener la paz de la primera, y que la balanza política se inclinará de su lado, no se aguardará al término que fija el tratado de alianza para enviar las tropas, sino que se pondrán en marcha, pues el término señalado a Portugal es solamente de quince días.
11. Las ratificaciones de este tratado se verificarán en el término de un mes contado desde la firma, &c.– Madrid 29 de enero de 1801.– Pedro Cevallos. Luciano Bonaparte.
{10} «Apurados, decía entre otras cosas el Manifiesto, todos los medios de suavidad; satisfechos enteramente los deberes de la sangre y de mi afecto por los príncipes de Portugal; convencido de la inutilidad de mis esfuerzos, y viendo que el príncipe regente sacrificaba el sagrado de su real palabra dada en varias ocasiones acerca de la paz, y comprometía mis promesas consiguientes con respecto a la Francia por complacer a mi enemiga la Inglaterra; he creído que una tolerancia más prolongada de mi parte sería en perjuicio de lo que debo a la felicidad de mis pueblos y vasallos, ofendidos en sus propiedades por un injusto agresor; un olvido de la dignidad de mi decoro desatendida por un hijo que ha querido romper los vínculos respetables que le unían a mi persona; una falta de correspondencia a mi fiel aliada la república francesa, que por complacerme suspendía su venganza a tantos agravios; y en fin una contradicción a los principios de la sana política que dirige mis operaciones como soberano... &c.»-- Todo el Manifiesto es importante, pero demasiado extenso para que podamos darle aquí íntegro.– Gaceta de 3 de marzo de 1801.
{11} Dice éste en sus Memorias que varios generales, invitados a tomar la dirección y el mando en esta guerra, se excusaron, y entre ellos cita a don Gregorio de la Cuesta, a don José Urrutia y al marqués de Castelfranco. Los enemigos del príncipe dijeron que lo habían hecho así por no servir bajo sus órdenes: Godoy afirma que el nombramiento suyo fue posterior.
{12} Gaceta extraordinaria del 21 de mayo, 1801.
{13} Gacetas extraordinarias del 11, 14, 15, 17 y 18 de junio.
Hemos visto además todas las comunicaciones originales que mediaron durante esta guerra: son muy numerosas, y las hay diarias del príncipe de la Paz. Mas como quiera que los resultados esenciales se redujeran a los que brevemente apuntamos en el texto, nos ha parecido deber omitir los pormenores que aquellas expresan.
{14} Consta de diez artículos, cuya parte esencial se reduce a lo que expresamos en el texto.
{15} Muchos escritores, y entre ellos el mismo don Andrés Muriel, confunden ambos tratados suponiéndole uno solo, y así atribuyen al de España la negativa del primer cónsul, a ratificar el que se refería a las condiciones de la paz entre Portugal y Francia.
{16} En las notas a la Historia de la Vida civil y política del caballero Azara, escrita por Castellanos, se da noticia de varios de los documentos y notas que con este motivo mediaron entre ambas cortes, así como de las muchas conferencias y diálogos que pasaron entre Bonaparte, Talleyrand y el embajador español, el cual escribía a Cevallos en 6 de setiembre: «No me acusa la conciencia de haber omitido diligencia ni razón para conjurar estos pesares, hasta exponerme en mis representaciones al cónsul... &c.»-- Papeles hallados en casa de Azara a su fallecimiento.
{17} Esta inoportuna e injustificable entrada de tropas francesas, su permanencia y su salida, fueron ocasión y objeto de muy graves disgustos y de muy desagradables contestaciones. Sus equipajes eran reconocidos y registrados con escrupulosidad, como que no inspiraban confianza. En algunas provincias ocurrieron choques y lances serios entre ellas y los naturales del país. Se pidió con insistencia y con energía al gobierno francés su pronta retirada: hubo en esto firmeza de parte del ministerio español, y merced a ella, y con mucho trabajo y continuo riesgo de rompimiento, se logró hacerlas evacuar, aunque perezosamente, nuestro territorio.– Archivo del Ministerio de Estado, Leg. 53, núms. 44, 48 y otros: Leg. 54, núms. 1 y 2, donde hay un expediente sobre esto, y una importante nota pasada por el príncipe de la Paz.
{18} Memorias de Fouché, tomo I, p. 242.– «En fin, dice en ellas este ministro de Francia, el abandono de los diamantes de la princesa del Brasil, y el haber enviado al primer cónsul diez millones de francos para su bolsillo particular, templaron su rigor, y el tratado definitivo pudo concluirse en Madrid.»
El príncipe de la Paz, después de rechazar la calumnia esparcida por algunos de haberle tocado más o menos cantidad de este vergonzoso comercio diplomático, añade: «En cuanto a premios para mí, los procuré apartar, satisfecho y contento de haber hecho alguna cosa que respondiese de algún modo a las multiplicadas gracias y favores con que desde un principio me vi honrado. Carlos IV quiso darme el territorio de Olivenza y erigírmelo en ducado; yo rogué a S. M. y conseguí que desistiese de este intento. Admití dos banderas que por su real decreto de 1.º de julio me mandó vincular en mi familia y añadirlas a los blasones de mis armas. Demás de esto tuve un sable que de su propia mano me puso Carlos IV, bella alhaja que yo tenía en grande estima, y perdí en Aranjuez en el despojo de mis bienes...» Dice también en nota que el ministro Cevallos dirigió la construcción de aquel sable, donde con brillantes engastados se puso este mote: Lusitanorum inclyto debellatori Emmanueli Godoy.
{19} Habiéndonos concretado en este capítulo a los sucesos que pertenecen a la política exterior, dejamos para otro lugar el dar cuenta, así de la gravísima enfermedad que en este tiempo puso en peligro la vida de Carlos IV, como de los disturbios interiores que ocurrieron en el reino de Valencia, y del modo como se sosegaron.
{20} Con razón hizo gran ruido y eco en Europa el trágico fin del emperador Pablo de Rusia, así por sus circunstancias como por sus consecuencias. Aquel caprichoso, caballeresco e impetuoso príncipe, de imaginación viva y ardiente, mezcla extraña de debilidad y de violencia, de noble generosidad y de crueldad refinada, extremado en todos sus sentimientos de amor y de odio, arrebatado para las buenas como para las malas acciones, había con sus caprichos, que unos eran insoportables rarezas y ridiculeces, otros desapiadadas crueldades, exasperado la aristocracia rusa, que cansada de sufrir sus extravagancias y locuras tramó una horrible conjuración contra su vida. El proyecto de los conspiradores, después de mil notables incidentes, se realizó la noche del 23 de marzo de 1801, acometiendo el palacio y la cámara imperial; Pablo se esconde, los conjurados le encuentran, le presentan a la firma el acta de abdicación que llevaban preparada, procura defenderse, en medio del altercado cae al suelo y se apaga la lámpara que alumbraba aquella horrorosa escena, uno de los asesinos le hunde el cráneo con el pomo de su espada, otro le ahoga apretándole con una banda para hacer que su muerte aparezca natural, y le corta el aliento al pedirles que le dieran tiempo para encomendarse a Dios. En medio de los ayes y lamentos de toda la familia imperial noticiosa de la catástrofe, es proclamado emperador el gran duque Alejandro.– Se han escrito muchas relaciones circunstanciadas de este célebre asesinato.
{21} En las notas a la Vida de Azara se encuentran también importantes documentos oficiales relativos a esta negociación, especialmente en el punto del Gran Maestrazgo de la orden de Malta. El emperador Alejandro, por respeto a la memoria de su padre y porque no se le tuviera por loco, convocó a capítulo general para la elección de nuevo gran maestre, dando por vacante esta dignidad con la muerte de Pablo I; pero sometiéndose a lo que el capítulo hiciera aunque el electo fuese el mismo gran maestre destituido por su padre, Hompesch. Con respecto a España, a cuyos priores se convocaba también para este capítulo, pero a lo cual no era posible que accediese el rey, estas contestaciones prepararon la solución que se dio al principio del año inmediato siguiente, de incorporar a la corona las lenguas y asambleas de San Juan, declarándose Carlos IV gran maestre de la Orden en España, en los términos que diremos en su lugar.
La ratificación de Carlos IV al tratado con Rusia fue enviada a Azara en 5 de diciembre de 1801.
{22} La carta que a este propósito escribió Talleyrand, desde los baños donde se hallaba, al primer cónsul, es curiosísima, y conviene que nuestros lectores la conozcan.
«General: Acabo de leer muy detenidamente las cartas concernientes a España, y creo que en caso de controversia siempre estará la razón de nuestra parte, aunque no sea más que recurriendo a la letra de los tres o cuatro tratados que con dicha potencia hemos hecho este año; pero esto no sería más que un alegato, y lo que conviene saber es si ha llegado el momento de adoptar un plan definitivo de conducta con ese triste aliado.
»Para ello voy a partir de los datos siguientes: España, valiéndome de una expresión suya, ha hecho con hipocresía la guerra contra Portugal, y ahora quiere hacer la paz definitivamente. El príncipe de la Paz, según nos dice, y creo sin dificultad alguna, anda en ajustes con Inglaterra, y el Directorio creía era un hombre vendido a esta potencia. El rey y la reina dependen del príncipe, no era más que favorito, y vedle ya convertido para ellos en hombre de estado y gran guerrero. Luciano se encuentra en una situación embarazosa, de que sin remedio es preciso sacarle. El príncipe emplea con bastante habilidad en sus notas esta frase: El rey se ha decidido a hacer la guerra a sus hijos; palabra que influirá algo en la opinión. Un rompimiento con España es una amenaza que nada vale teniendo como tenemos sus buques en Brest, y hallándose como se hallan nuestras tropas en el centro del reino. Creo que esta es nuestra situación con respecto a España: ¿qué es, pues, lo que debemos hacer?
»Empero ahora advierto que hace dos años que no estoy acostumbrado a pensar solo; cuando no os veo anda mi imaginación a ciegas, y así probablemente escribiré cosas muy pobres; pero yo no tengo la culpa, pues faltándome vos, me falta hasta la facultad de discurrir.
»Me parece que España, que siempre que se ha tratado de hacer la paz ha embarazado la marcha del gabinete de Versalles con sus desmedidas pretensiones, nos ha facilitado el camino de la actualidad, trazándonos la conducta que debemos observar: de consiguiente podemos hacer con Inglaterra lo que ella hace con Portugal, pues sacrificar los intereses de su aliado es poner a nuestra disposición la isla de la Trinidad en las estipulaciones con Inglaterra. Si adoptáis esta opinión, será preciso apresurar algún tanto las estipulaciones y entretener a la diplomacia, o por mejor decir, los sofismas de la corte de Madrid, sin salir de los límites de una discusión pacífica, dando amistosas explicaciones, tranquilizando al gobierno español acerca de la suerte del rey de Toscana, hablando únicamente de lo que interesa sostener la alianza, &c. &c. En una palabra, perder tiempo en Madrid, y precipitar las cosas en Londres.
»Mudar de embajador en estas circunstancias sería dar un escándalo, y es preciso evitarlo, si es que adoptáis el sistema de contemporización que propongo. ¿Por qué no permitís a Luciano que vaya a Cádiz a ver los arsenales y que recorra los puertos? Durante su viaje proseguirían su curso los asuntos pendientes con Inglaterra, no dejaríais que esta nación estipulase en favor de Portugal, y volvería a Madrid para tratar definitivamente de nuestra paz con la corte de Lisboa.
»Mucho temo, mi general, no os huela mi opinión al agua mineral en que me estoy bañando, pero dentro de diez y siete días valdré más, renovándoos entretanto la seguridad de mi cariño y respeto.– Carlos Mauricio Talleyrand.»
{23} Constaban los preliminares de quince artículos, que firmaron el ciudadano Otto y Lord Hawkesbury, como plenipotenciarios, el uno de la república francesa, el otro de S. M. B.
{24} Por la siguiente carta del primer cónsul al general Saint-Cyr, que había reemplazado en la embajada de España a Luciano Bonaparte, se ve hasta qué punto estaba aquél irritado con la corte de Madrid, y principalmente con el príncipe de la Paz.
«Al ciudadano Saint-Cyr, embajador en Madrid.– 10 de frimario, año X (1.º de diciembre, 1801).
»Por más que hago, ciudadano embajador, no puedo comprender la conducta del gabinete de Madrid, y así os encargo especialmente que deis todos los pasos oportunos para que adopte una marcha regular y conveniente, lo cual es tan importante que he creído deber escribiros yo mismo.– Cuando S. M. tuvo a bien ratificar el tratado de Badajoz, reinaba la unión más íntima entre Francia y España; pero el príncipe de la Paz pasó a nuestro embajador una nota, cuya copia he dispuesto se os envíe, en la que había injurias tan groseras que ni quise ni debía hacer caso de ellas. Pocos días después entregó a nuestro embajador en Madrid otra nota, de que igualmente se os enviará copia, en la cual declaraba que S. M. C. iba a celebrar un tratado particular de paz con Inglaterra, siendo entonces cuando conocí lo poco que podía contar con los esfuerzos de una potencia cuyo ministro se expresaba con tan poco miramiento y mostraba una conducta tan poco cuerda.
»Como conocía plenamente la voluntad del rey, me hubiera dirigido a él para manifestarle lo mal que se está portando su ministro, a no haberse interpuesto la enfermedad de S. M.– Varias veces he prevenido a la corte de España que con negarse a cumplir el convenio celebrado en Madrid, es decir, a ocupar la cuarta parte del territorio portugués, iba a perder la isla de la Trinidad, pero no ha hecho caso de estas observaciones.– En las negociaciones entabladas en Londres, Francia defendió los intereses de España como pudiera haberlo hecho ella misma; pero S. M. B. no quiso desistir del intento que abrigaba de poseer la Trinidad, y no pude oponerme a ello, con tanto mayor motivo cuanto que España amenazaba a Francia por medio de una nota oficial, con que trataría particularmente con Inglaterra, lo cual probaba que no podíamos contar con su cooperación y auxilios para proseguir la guerra.
»El congreso de Amiens está ya reunido, y pronto se firmará la paz definitiva, sin que a todo esto haya publicado S. M. C. el tratado preliminar, ni dado a conocer los términos en que se proponía negociar con la Gran Bretaña.– Sin embargo, por su propio decoro, mirando por los intereses de su corona, es una cosa esencial para ella que tome al instante un partido, porque si no se firmará la paz definitiva sin contar con ella para nada.
»Según me han dicho, quiere el gabinete de Madrid no realizar la cesión de la Luisiana, pero debe tener entendido que Francia no ha faltado a ningún tratado celebrado con España, y que no permitirá que ninguna potencia le falte hasta tal punto. El rey de Toscana se halla en posesión de sus Estados, y S. M. C. conoce demasiado lo que vale un empeño contraído, para que se niegue por más tiempo a ponernos en posesión de la Luisiana.– Deseo manifestéis a SS. MM. que estoy sumamente descontento de la conducta injusta e inconsecuente que está observando el príncipe de la Paz.– Durante el mes que acaba de trascurrir ha hecho ese ministro cuanto le era dado hacer contra Francia, pasando notas insultantes y dando pasos aventurados, por lo cual podéis decir con osadía a la reina y al príncipe de la Paz, que si sigue en su sistema, al fin vendrá a estallar el rayo.»
{25} Nota de mano de Azara hallada entre sus papeles.
{26} Esto dice en sus Memorias (tomo III, cap. 9.º) el príncipe de la Paz, no sospechoso de parcialidad en tratando de hacer justicia a Bonaparte, y esto mismo indicó el primer cónsul en la relación que hizo al Senado, al Tribunado y al Cuerpo Legislativo. El autor de la vida de Azara adopta también esta explicación.– Sin embargo, en la larga nota que aquel embajador dirigió al ministro Cevallos desde Amiens a los cuatro días de firmada la paz (27 de marzo, 1802), dándole cuenta de todos sus actos en el congreso, solo dice respecto a lo de la Trinidad lo siguiente: --«A mi llegada a Amiens informé a V. E. del plan que me proponía seguir para sacar el partido posible de una situación tan crítica como la nuestra, y de una complicación tan embarazosa de intereses que parecían un abismo de confusión. Mi primera abertura fue conforme a las instrucciones de V. E. solicitando la restitución de la Trinidad, y aunque yo internamente estaba más que convencido de la inutilidad de mi demanda, la hice sin embargo con toda la eficacia de que soy capaz, lo que me valió aquella viva altercación que tuve con el segundo agente inglés Merry, que es quien tiene la confianza de su ministerio. En fin, para no dejar cosa sin tentar, obligué a milord Cornwallis a darme por escrito la declaración formal de que le estaba prohibido por su amo entrar en la mas mínima conversación conmigo sobre este punto. Entonces fue cuando dicho Milord me manifestó la orden que tenía de su corte para declarar que la Inglaterra se consideraba en guerra con la España, y las órdenes que iban a darse a las escuadras inglesas para obrar hostilmente contra nosotros, con el pretexto de no haber ejecutado puntualmente y a tiempo los preliminares, y de haber tardado a concurrir a este congreso nuestro plenipotenciario.»-- Y dicho esto, pasa a la explicación de los demás asuntos.
{27} Tratado de Amiens: texto español:
«Artículo 1.º Habrá paz y amistad entre el rey de España y sus sucesores, la república francesa y la bátava de una parte, y de otra el rey de Inglaterra y sus sucesores.
2.º Se restituirán, sin rescate, los prisioneros mutuamente.
3.º S. M. B. restituye al rey de España y república francesa y bátava las colonias que en esta guerra hayan ocupado sus fuerzas, a excepción de la isla de la Trinidad y las posesiones holandesas en Ceilán.
4.º S. M. C. cede la isla de la Trinidad en toda propiedad.
5.º La república bátava cede sus posesiones de Ceilán en toda propiedad.
6.º El Cabo de Buena Esperanza queda a la república bátava en toda soberanía: los buques de las potencias contratantes podrán aportar a él sin pagar más derechos que los buques holandeses.
7.º Los territorios y posesiones de S. M. F. quedarán en su integridad, bien que en cuanto a sus fronteras en Europa se ejecutará lo estipulado en el tratado de Badajoz. Los límites entre las Guayanas francesa y portuguesa seguirán el río Arawari, cuya navegación será común a las dos naciones.
8.º Los territorios y posesiones de la Puerta Otomana deben quedar en su integridad como estaban antes.
9.º Queda reconocida la república de las Siete Islas.
10. Las islas de Malta, Gozzo y Comino serán restituidas a la orden de San Juan de Jerusalén, en la que no habrá en adelante lengua francesa ni inglesa. Las fuerzas británicas evacuarán la isla y sus dependencias dentro de los tres meses siguientes, o antes si es posible. La España, Francia, Inglaterra, Austria, Prusia y Rusia protegerán la independencia de Malta, Gozzo y Comino. Sus puertos estarán abiertos al comercio de todas la naciones, excepto las berberiscas.
11. Los franceses evacuarán el reino de Nápoles y el Estado Romano, y los ingleses a Puerto Ferrajo, y los puertos e islas que ocupen en el Mediterráneo y el Adriático.
12. Las cesiones y restituciones se harán en Europa dentro de un mes, en América y África dentro de tres y en Asia dentro de seis.
13. Las fortificaciones se entregarán en el estado que estaban al tiempo de firmarse los preliminares.
14. Los secuestros de los bienes pertenecientes a las respectivas potencias o súbditos de las potencias contratantes, se alzarán luego que se firme este tratado.
15. Las pesquerías de Terranova, islas adyacentes y golfo de San Lorenzo, se pondrán en el pié en que estaban antes de la guerra.
16. Los buques y efectos que se hayan tomado pasados doce días después del canje de los preliminares en el canal de la Mancha y mares del Norte, se restituirán de una y otra parte: este término será de un mes en el Mediterráneo y Océano hasta las Canarias y el Ecuador, y de cinco en las demás partes del mundo.
17. Los embajadores, ministros y agentes de las potencias contratantes gozarán de los privilegios que gozaban antes en dichas potencias.
18. A la casa de Nassau, que halla establecida en Holanda, se la procurará alguna compensación.
19. Este tratado comprende a la Sublime Puerta, aliada de S. M. B.
20. Se entregarán recíprocamente por las partes contratantes, siendo requeridas, las personas acusadas de homicidio, falsificación o bancarrota fraudulenta, cuando el delito esté bien averiguado.
21. Las partes contratantes ofrecen observar de buena fe estos artículos.
22. El presente tratado se ratificará dentro de treinta días, o antes si es posible.– José Nicolás de Azara.– José Bonaparte.– Schimmelpennick.– Cornwallis.»
Azara en su carta de 27 de marzo a Cevallos da muy curiosas explicaciones sobre las conferencias y tratos que mediaron entre los cuatro representantes hasta venir a este resultado.
Milord Cornwallis (decía Azara el 27) va a partir para Londres, José Bonaparte para París, y yo le seguiré mañana, dejando todas mis gentes aquí para que recojan los equipajes, y vengan después como mejor puedan.
{28} Los navíos fueron Neptuno, Guerrero, San Francisco de Paula, San Pablo, San Francisco de Asís; la fragata Soledad, y el bergantín Vigilante.