Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo XI
Gobierno interior
Segundo ministerio del príncipe de la Paz
De 1800 a 1802
Opuestas ideas y caracteres de los ministros Caballero y Urquijo.– Causas interiores que contribuyeron a la caída de éste.– Sistema reaccionario de Caballero.– Segundo ministerio del príncipe de la Paz.– Cómo volvió a la gracia de los reyes.– Es nombrado generalísimo de los ejércitos de mar y tierra.– Encomiéndasele la reorganización del ejército y marina.– Graves disturbios en el reino de Valencia.– Sus causas.– Proyectos de rigor del ministro Caballero contra los sublevados.– Facilidad con que sosegó las turbulencias el príncipe de la Paz.– Juicio del medio que empleó.– Breve, aunque peligrosa enfermedad del rey.– Proyecto de regencia que se atribuyó a la reina y a Godoy.– Negociación matrimonial del príncipe de Asturias con una princesa de Sajonia.– No se realiza.– Pensamiento de Bonaparte de casarse con una infanta española.– Es rechazado.– Bodas del príncipe don Fernando y de la infanta Isabel con el príncipe y princesa de Nápoles.– Incorporación a la corona de las asambleas y encomiendas de la Orden de San Juan.– Constitúyese el rey Gran maestre de la Orden.
Cuando la marcha de una nación está subordinada y como sujeta a las combinaciones políticas que surgen de sus relaciones y sus compromisos con otras potencias, o aliadas o enemigas, casi todo lo importante que en aquella nación acontece recibe el impulso y el sello de la política exterior, y es difícil considerar los sucesos de la vida interna separadamente de los que produce la acción de las complicaciones internacionales: a no ser cuando un pueblo se halla en uno de esos períodos de regeneración social, en que todo se cambia, muda y organiza de nuevo dentro de sí mismo, como acontecía en aquellos tiempos a la Francia. Hay sin embargo siempre algunos hechos, que o tienen su derivación más inmediata en el carácter y condiciones propias de los que rigen un estado, o son consecuencias de su especial organización, o afectan principal y a veces exclusivamente su especial modo de ser: y esto es lo que, siguiendo nuestro sistema, vamos a considerar ahora respecto a nuestra España en ese brevísimo período, tan fecundo como hemos visto en acontecimientos de interés general europeo.
Una mudanza en el personal del gabinete produce siempre alguna alteración en el gobierno de un país. Merced al carácter débil de Carlos IV y a los propósitos personales de la reina María Luisa, había simultáneamente en el ministerio dos hombres de tan opuestas ideas como Urquijo y Caballero, amigo de los más extremados reformistas franceses el uno, enemigo declarado el otro de toda reforma, y reaccionario furibundo. Aun cuando Urquijo no hubiera incomodado tanto como incomodó al primer cónsul de Francia con su justo y patriótico empeño de arrancar de su poder y devolver a España la escuadra española de Brest; aun cuando no hubiera disgustado tanto como disgustó al papa Pío VII queriendo hacer la Iglesia de España tan independiente de la corte de Roma como lo había sido en otros tiempos, y aún más que lo era la francesa con sus libertades; la verdad es que la opinión del pueblo español no estaba preparada a recibir las reformas eclesiásticas en que se empeñaba Urquijo, y que sobre pugnar con los hábitos del país, daban ocasión a disputas peligrosas, y a que tales doctrinas y sus autores o defensores fueran representados a los ojos del piadoso monarca como contrarias ellas y enemigos ellos de la religión y de la unidad católica, y de la supremacía de la Santa Sede. Aprovechó bien esta oportunidad el ministro Caballero, hombre, al decir de casi todos nuestros escritores, artero y mal intencionado, y enemigo declarado de las luces del siglo y de los hombres de saber{1}, para presentar a Urquijo y sus amigos como irreligiosos, jansenistas y revolucionarios, trabajar para derribarlos, y perseguirlos después.
Por eso, si bien ayudó mucho a la caída de Urquijo la impulsión de París y de Roma, en el seno mismo del gabinete español había quien explotando el indiscreto afán con que el ministro se precipitaba por la peligrosa senda de la reforma eclesiástica, y abusando de la piadosa y tímida devoción del rey, labraba su ruina y preparaba un sistema de reacción y de oscurantismo. Triunfante por segunda vez Caballero, al modo que a la caída de Jovellanos destruyó cuantos planes, proyectos y mejoras había planteado aquel esclarecido ingenio en beneficio de la ilustración y de los adelantos y progresos de la enseñanza y de las ciencias, haciéndolos retroceder al estado en que se hallaban en los tiempos más menguados, así a la caída de Urquijo desplegó su odio perseguidor contra las mayores ilustraciones literarias, bien fuesen prelados sabios y virtuosos como los de Salamanca y Cuenca, bien fuesen íntegros y distinguidos magistrados como Meléndez Valdés, el digno y grande amigo de Jovellanos. Resucitó los procesos de la Inquisición, y acumulando documentos, verdaderos o apócrifos, en que se hacía aparecer que todas aquellas ilustres personas eran o jefes o afiliados a una secta enemiga de la silla apostólica y de la monarquía, incitaba a Carlos IV a dictar medidas e imponer penas rigurosas, prisiones, destierros y autos de fe.
Mucho detuvo al rey en este mal camino a que le empujaba Caballero la influencia y las reflexiones y consejos del príncipe de la Paz, a quien ciertamente nadie supone con instintos de perseguidor en aquel sentido, y el cual, además de haber reemplazado su primo político Cevallos a Urquijo en el ministerio de Estado, volvió él mismo a ser llamado y puesto al frente del gobierno, aunque sin encargarse especialmente de ninguna de las secretarías, siendo lo que llamaríamos hoy presidente del gabinete y ministro sin cartera. Y no es de extrañar que a nosotros nos parezca anómalo y raro que habiendo tanta discordancia, y al parecer hasta antipatía, de ideas, de miras y de fines entre Caballero y Godoy, continuara aquél en el ministerio después de la segunda elevación de éste. Decimos que no es maravilla nos parezca a nosotros cosa extraña, puesto que el mismo príncipe de la Paz se lamenta muchas veces en sus Memorias de que, a pesar de la omnipotencia que se supone haber ejercido siempre en el ánimo del rey, no pudo nunca vencerle a que separara de su lado al ministro Caballero{2}.
Ocasión es esta de decir algo acerca de la influencia y valimiento que conservara o no Godoy para con los reyes durante su caída, o sea en el período de su separación oficial de la primera secretaría de Estado. Al decir de muchos escritores, la caída y retirada del privado no fue sino aparente y simulada, un acto exterior para satisfacer la exigencia del gobierno de la república, pero conservando en realidad el mismo favor y gozando de la misma intimidad que antes, siendo privadamente consultado en todo, e influyendo en los consejos, en las deliberaciones y en la política de sus soberanos poco más o menos que cuando ejercía ostensiblemente el poder. Nosotros que hemos leído la correspondencia privada y confidencial del príncipe de la Paz con los reyes (que forma varios y muy voluminosos legajos de cartas originales); esa correspondencia en que se vierten los sentimientos del ánimo y se descubre el corazón como en el seno de la confianza, no retenido por el temor a las consecuencias de una publicidad que entonces o no se prevee o no se imagina, creemos descubrir bien en ella el apartamiento verdadero en que el príncipe se vio, aunque por breve tiempo, y cómo a favor de aquel fondo de inclinación recíproca no apagada que suele quedar entre los que se han profesado íntimo afecto y entrañable cariño, fue recobrando su anterior intimidad, y aun acreciéndola con la fuerza de reacción de que participan también las pasiones en sus accidentales vicisitudes.
Para nosotros es cierto que en el primer período de su caída, lejos de ejercer la misma influencia que antes, sufrió los efectos del triunfo de sus enemigos, experimentó desvíos, y se vio en cierto aislamiento a que le era difícil resignarse, y por tanto a fin de ir recuperando su antigua posición procuraba interesar a la reina evocando recuerdos y tocando la cuerda de los sentimientos que pudieran vibrar más en su corazón. De entre las muchas cartas que revelan la gradación de las situaciones por que iba pasando, solo citaremos algunas, muy pocas, pero que bastarán a dibujarlas. En 26 de setiembre de 1798 escribía a la reina:
«Señora: Un hombre perseguido por la envidia y aborrecido de los injustos no puede reposar en donde sus tiros puedan herirle; yo sé lo que piensan y hablan de mí los mismos que me han obedecido y temido, sé el grado de autoridad a que han llegado; ¿será pues indiscreta mi pretensión? Yo estoy bien en todas partes; la soledad y los muros destruidos harán mi placer; nada quiero con violencia, ni que nadie se incomode por mí; y así, si V. M. conoce lo que debo hacer, y aun tiene sentimientos de benevolencia hacia mí, dígamelo y la obedeceré; otra cosa no hará Manuel; Manuel, aquel hombre que ha dado tantos ratos de placer a VV. MM. no quiere incomodarlos ya ni un momento, pero siempre será el mismo fiel y leal y agradecido vasallo de VV. MM.– Manuel.{3}»
Como quien a consecuencia de esto había comenzado ya a recibir otra vez algunas pruebas de benevolencia de sus soberanos, escribía al rey en 29 de octubre de aquel mismo año de la siguiente manera, propia para irse haciendo más lugar en su ánimo y en su estimación:
«Gracias, Señor: V. M. se acuerda de este pobre vasallo y le honra. ¡Ah, señor, qué recompensa le asegura la alta mano por su virtuosa consideración! Sí, sí, Dios dará el premio a V. M. así como me dispensa a mí el alimento para conservarme fiel e inalterable en amarle… Vivo, señor, vivo para VV. MM., pero la reflexión me hace una tenaz guerra; nacemos todos para hacer el bien y aliviar al prójimo; yo estoy privado de uno y otro: las reflexiones políticas hacen que mi mano sea menos pródiga de lo que quiere ser; la virtud se convierte en vicio para los ojos enturbiados por la envidia; de modo, señor, que constituido en una vida privada, mirándome a mí propio como inútil, resisto hasta las satisfacciones que mis interiores obras me producen, escrupulizo, en fin, hasta los manjares con que me alimento, pues reflexiono el ningún trabajo que me cuestan; esta horrorosa fantasía me persigue, y hubiera ya renunciado a todo si mi estado no lo embarazase. Pero, señor, basta de desahogo a un alma que es de VV. MM., y se contenta con que lo conozcan; consúmanse en su pecho las especies de su imaginación, devórelas la dificultad de expresarlas, y convierta en esperanzas lisonjeras fundadas en el poder y discreción de VV. MM. los efectos de su temor: ¡ojalá y no lleguen tarde los remedios, señor! No nos ocupe enteramente el giro político exterior, pues en él no entra la conveniencia de los países, sino el aspecto de la grandeza: vuelva la España a ser como en tiempo de los Reyes Católicos; no perdamos de vista los resortes que tocaron los Felipes para conducirla a la ruina; acordémonos del último golpe que recibió por la inacción de Carlos II; y vamos a trabajar en el interior; la guerra no se opone a la erección de los establecimientos útiles; siga el sistema de agricultura que yo empecé; eríjanse las academias y colegios militares, que son urgentes para contener la insubordinación y hacer guerreros; restablézcanse las fábricas, y entonces el comercio tomará su acción, nada necesitamos del extranjero, y todo lo que nos trae es nocivo; redúzcase el clero al pie moderado de su instituto; sepárense las clases para que las jerarquías no se confundan; renuévese la ley suntuaria; castíguense los vicios con rigor; quítese la vara de la justicia de manos viciadas y venales; redúzcanse los jueces; y en fin, señor, salgamos del letargo, para que se inmortalice su nombre; nada hacemos si solo se mira a la superficie; nada importan las guerras, si mientras ellas duran fundamos sólidamente la defensa en el interior, produzca la tierra, y nútranse los corazones de los buenos principios de religión: entonces sí que no hay enemigos que vencer, &c.»
A pesar de tan buenas máximas, emitidas sin duda para interesar al bondadoso y bien intencionado Carlos IV, y reconquistar su favor con tan halagüeño programa de gobierno, todavía cerca de un año después se le ve pugnando por acabar de recobrar la gracia de la reina apelando a la filosofía del corazón, como la del rey con el prospecto de una política muy moral y muy española, puesto que en 2 de agosto de 99 decía a la reina:
«Señora: Dios bendiga a V. M., como se lo pido ahora mismo que, dado a la soledad, miro de un lado las fantasmas de la ambición abatidas por su poderoso brazo, y de otro las delicadas pompas de la gratitud, tributándola el debido homenaje; el libro de la vida, señora, la historia del mundo, las memorias de nuestros mayores hacen la ocupación de Manuel, rodeado de libros en que recuerdo la existencia de hombres útiles a la patria, cuyas doctrinas me enseñan a vivir más gravosos mis días dados a la molicie, viéndome inútil y reprendido por mi mismo corazón. ¡Ah, señora, qué inútil soy! Nada puedo hacer, y nada deseo más de lo que tengo, pero tengo lo que no merezco: ¡oh juicios eternos! Dios lo ha querido; obedezco, señora, con resignación; pero mi alma no se hermana con los miserables miembros de este cuerpo; ellos aman el descanso y la independencia, cuando aquella les impone ejercicios de obligación; el espíritu se resiste, señora, y ya no piensa Manuel en su existencia: los ojos se me bañan expresándome con una amiga en el lenguaje de la realidad: ahora sí, ahora sí, señora, que se ven las cosas a ojos claros, ahora ya se moderó el calor de mi buen celo, es ya otro mi lenguaje, y convencido de no haber sabido ejercer bien los dones que me dispensó la naturaleza, ansío, señora, por el perdón… denme VV. MM. su perdón, impónganse como buenos reyes la obligación de reparar los males, acudan a ellos, y absuélvanme de los descuidos que pude haber tenido, &c.»
Misteriosas como puedan parecer algunas frases de esta correspondencia, sin duda para los que se entendían eran las más apropósito para herir la cuerda sensible de cada uno de los regios consortes, toda vez que continuando en esta manera de comunicarse, a los pocos meses, si bien aún no había sido sacado de lo que él llamaba su rincón, faltábale ya muy poco para recobrar toda la antigua confianza, y la opinión pública le atribuía ya el mismo influjo que antes, como él mismo lo significaba en la siguiente carta:
«Señora: He visto a VV. MM., y mi consuelo será completo si el viaje ha sido tan feliz como lo prometían sus semblantes… Las Osunas… han sido mi visita, y también el embajador de Francia, aquellas hablando de sus cosas, y éste de negocios y deseos. Mi persona parece que le interesa, y a pesar de mi modestia y retracción contestando solo sí y no, me ha hecho un extenso plan de todo: creo que VV. MM. no saben bien lo que pasa, y menos creerán que los agentes aquí no hacen la confianza de aquel gobierno; temen, según dicen, la ruina de España, y creen, dicen, que el remedio le tengo yo (¡pobre de mí que todo lo ignoro!). Espera por fin que mi hijo tendrá más tratamiento que el padre, y el padre ha procurado con toda razón y verdad desimpresionarle de tales ideas. Esto, señora, para que VV. MM. sepan lo que ha pasado, y no ignoren lo que hace Manuel. Su rincón es el mejor don con que VV. MM. pueden favorecerle: desea que se conserven sus preciosas vidas y se ofrece a S. R. P.– Manuel.»
A poco de esto era ya tal otra vez la confianza entre el favorito y los soberanos, cual puede inferirse de billetes como los siguientes que el rey le pasaba:
«Amigo Manuel: Al levantarme de la siesta me ha leído la reina todos tus papeles; gracias y más gracias por todo lo que haces por nosotros, y Dios bendecirá tus trabajos, y no pueden estar mejor, y a Dios.– Carlos.»
«Amigo Manuel: Se me olvidaba decirte en el asunto de la orden de Espíritu-Santo, que cuando murió el pobre rey de Francia me escribió mi hermano qué pensaba yo hacer con la tal Orden, y yo le respondí que pensaba declararme jefe de ella; por si te parece hacer uso de esta especie, a la noche nos dirás lo que te ha parecido escribir, pues no te quiero incomodar, y quedo siempre el mismo.– Carlos.»
Así, no es extraño que, considerándose triunfante de todos sus enemigos, y muy seguro ya del favor de la reina, le dijera en carta de 11 de setiembre de 1800, hablando de las gentes que aun chismeaban, entre otras cosas, frases como la siguiente: «Digo esto por las consecuencias, por si algún día se me ofrece darles con el bastón, único castigo que siendo de mi mano pudiera estarles bien.» Y que volviera en las cartas de confianza a tratarlos con aquel estilo jovial y de familiaridad que solo se usa y suele permitirse entre iguales{4}. Volvió, pues, el príncipe a la gracia de sus reyes, con más intimidad, si era posible, y de todos modos con más solidez que antes.
Por lo mismo aparece tanto más irregular la conducta del monarca con el ministro Caballero, que no era amigo suyo, cuanto que esta segunda vez revistió al príncipe de la Paz de un título y un poder tan extraordinario y de tanta confianza como el de generalísimo de los ejércitos (marzo, 1801). Hasta qué punto estaba Carlos IV enamorado de las relevantes y especialísimas dotes que a su juicio adornaban a su querido Manuel, pruébanlo los términos de otro real decreto que a los seis meses de aquel nombramiento le pasó, y que merecen ser conocidos.
«Cuando os nombré (le decía) generalísimo de mis ejércitos seis meses ha, fue en la persuasión de que solos vuestros talentos, actividad, celo por mi servicio y amor a mi persona eran capaces de conducir en tan críticas y estrechas circunstancias los negocios militares y políticos a un fin feliz, conservando el decoro de mis armas; vuestro saber obrar, energía y prudencia han excedido la expectación de todos, y hasta vuestros émulos han callado{5}. Por mi parte pongo el sello a la íntima confianza que vuestros continuados y altos servicios os han granjeado, y os aseguro de que será inmutable igualmente que mi estimación y amor que tan merecidos tenéis. Por vuestra recomendación y por sus servicios de que estoy muy satisfecho, atenderé y recompensaré en tiempo y ocasión, sin los inconvenientes que envuelve una promoción general, a los generales y oficiales, y aun tropa, que han servido a vuestras órdenes, y han contribuido al dichoso éxito de una guerra tan breve como feliz… &c.{6}»– Y más adelante, en otro decreto (10 de octubre, 1804), le decía: «Persuadido que para la uniformidad necesaria en las providencias que exigen el gobierno de mis ejércitos y armada y su regeneración, es menester que todas partan de un mismo centro; y teniendo la mayor confianza en vuestra extensa capacidad y celo por mi servicio, como os manifesté en mi decreto de 6 de agosto de este año; he venido en ampliarlo, declarándoos, como os declaro, Generalísimo de mis armas de mar y tierra, que os deben reconocer por jefe superior, y dirigiros todos sus recursos, pues de vos deben depender los sistemas de dirección y economía de todos los cuerpos, los cuales es mi real voluntad os hagan, sin excepción alguna, aunque estén en la corte o sean de mi Casa Real, los honores que os corresponde como tal jefe; y para que seáis distinguido por este superior carácter, usaréis de faja color azul, en lugar de la roja de los generales… &c.»
Recibió, pues, el príncipe de la Paz por estos decretos la honrosísima, pero también dificilísima misión de reorganizar todo el ramo militar de mar y tierra, de formar nuevas constituciones, de atender a la educación e instrucción de la nobleza que había de servir en una u otra milicia, de arreglar la marina y el ejército en proporción a los recursos del tesoro y al censo de población, de organizar los cuerpos facultativos de artillería e ingenieros, y señalar la relación proporcional en que habían de estar estas armas con las de infantería y caballería, de establecer sólidamente su instrucción y disciplina, adoptando una táctica análoga a los adelantos y a la naturaleza de los nuevos armamentos, de multiplicar y perfeccionar las fábricas y fundiciones, de mejorar los arsenales y fomentar la construcción de buques de guerra, de atender a la fortificación y defensa de las plazas fuertes que conviniera conservar, y designar las que por inútiles hubieran de abandonarse, de formar buenos estados mayores, en una palabra, de todo lo que pudiera conducir a la creación de un buen ejército y de una respetable marina. Ya antes había el príncipe de la Paz mandado que se estudiase y enseñase la táctica moderna y establecido ciertos campos llamados de instrucción, en que se ejercitaron algunos cuerpos; reforma a que dice haberse opuesto el ministro Caballero, así como a la de las escuelas militares que se pusieron después, turnando ciertos cuadros para la enseñanza. Resultó de aquí que en la guerra de Portugal, y principalmente en los simulacros que a presencia del rey se hicieron en el campo de Santa Engracia, se observó la anomalía de maniobrar unos cuerpos conforme a la antigua táctica y otros con arreglo a la moderna; que fue lo que indujo al rey, por instigación y consejo del príncipe de la Paz, a expedir los decretos mencionados.
Las turbulencias que ocurrieron en aquel mismo año (1801) en el reino de Valencia, y que indicamos en el anterior capítulo ofreciendo explanarlas en el presente, tuvieron el siguiente origen y desenlace. El ministro de la Guerra don Antonio Cornel, que había sido comandante general de aquel reino, quiso levantar en él seis cuerpos de milicias provinciales al modo de los regimientos con que servían al rey las provincias de Castilla. Entre los fueros que Valencia había logrado todavía conservar, como los otros reinos de la antigua corona de Aragón, era uno la exención de este servicio. Cornel, sin embargo, durante el tiempo de su comandancia había ganado la voluntad de algunos magnates y personas acomodadas para que le admitiesen, halagados acaso con la idea de que de ellos habían de salir los coroneles y oficiales, abriéndoseles así una nueva y honrosa carrera, y un medio más de figurar y tener ascendiente entre los suyos. Contó demasiado con que se prestarían del mismo modo las masas del pueblo, y encargado del ministerio de la Guerra y obtenido el consentimiento del rey, comenzó a plantear su pensamiento, dando las órdenes para la formación de los seis cuerpos de milicias, uno de ellos en la capital. Los coroneles y oficiales que se nombraron fiaban también mucho en su influjo y ascendiente sobre las masas, sin que los informes de algunas autoridades sobre el disgusto que se advertía en los ánimos pareciesen en Madrid bastante fundados para infundir temor. La inquietud sin embargo iba creciendo: en la retreta, que ya se daba con banda de música y tambores, el pueblo manifestaba todas las noches su desaprobación con silbidos y otras semejantes demostraciones. En una de ellas el desorden de la muchedumbre fue mayor, y un tiro de fusil que se disparó sin saber de dónde y quitó la vida a un hombre del pueblo, acabó de irritar a aquellos naturalmente fogosos y mal sufridos naturales.
De día en día se aumentaba el despecho, estalló el descontento en gran número de pueblos, la autoridad quiso obrar con energía, el incendio se propagó, la insurrección se hizo general, se emplearon las armas, y corrió en abundancia la sangre de ambas partes. Las relaciones de los fugitivos de Valencia que venían a Madrid, entre ellos el conde de Cervellón y otros sujetos no vulgares, consternaron la corte, porque pintaban aquella rebelión tan imponente que no se podría sujetar sino marchando sobre cadáveres y haciendo correr ríos de sangre. Según ellos la población se armaba en masa; la cuestión de las milicias era ya un pretexto, y sus designios se encaminaban nada menos que a la recuperación de sus antiguos fueros, para lo cual procuraban agitar e interesar en su demanda a sus hermanos de Aragón y Cataluña. Exagerados o no estos informes, la insurrección había tomado un carácter grave, y las autoridades se habían visto precisadas a suspender el sorteo y retirar los anuncios fijados ya en los sitios de costumbre. Medidas de rigor aconsejaban al rey sus ministros, entre ellas la de enviar un cuerpo de doce mil hombres para sujetar los rebeldes, con un comisario regio para hacer castigos ejemplares. En este conflicto, Carlos IV, cuyo benigno corazón repugnaba dictar providencias sanguinarias para con sus súbditos, pidió consejo al príncipe de la Paz.
Contrario de todo punto al parecer de los otros ministros fue el del príncipe, al cual se adhirió su primo Cevallos. Temiendo los resultados de una lucha empeñada con un pueblo levantado y puesto en armas en reclamación de uno de sus más apreciables fueros, y recelando que se agriara más la contienda, y que se propagara la insurrección a las provincias antiguamente hermanas de Aragón y Cataluña, aconsejó al rey que se emplearan medios suaves y de conciliación para sosegar aquellos disturbios. Pareciole bien a Carlos IV, y le confió y puso en sus manos la manera y forma de apagar el terrible incendio. Expuso pues el príncipe generalísimo al rey en una representación su plan, que consistía en suponer que los informes y noticias recibidas del levantamiento eran exagerados y faltos de verdad en gran parte; que la rebelión no podía ser efecto sino de alguna mala inteligencia, pues no podía creerse en los valencianos voluntad deliberada de desobedecer a un soberano tan justo y tan bueno. «Valencia, señor (proseguía), completó el ejército en la guerra pasada; formó un numeroso cuerpo de voluntarios honrados, e hizo con actividad y esmero cuanto se le insinuó en servicio de sus soberanos: la calidad de sus naturales les da preferencia para el servicio de tropas ligeras, como lo prueba la bondad de las que existen en el ejército. En el mismo caso se hallan Aragón, Cataluña, Navarra y Vizcaya, provincias todas que por su local y usos son oportunas para formar y completar esta arma tan necesaria en la guerra, singularmente de países montuosos y cortados como los nuestros. Pensaba pues en formar varios cuerpos de esta clase, y algunos batallones de tropas de línea con referencia a la población de estas provincias con las de Castilla, Andalucía, Galicia y Extremadura; de modo que cada una reemplazase las faltas del número de combatientes con que deberá contribuir al servicio de V. M. En este plan no entran milicias de ninguna especie, ni creo que por la variedad de trabajos en la agricultura convengan tampoco en los países en que no existen, y en ésta está más adelantada.»
Y después de manifestar que juzgaba preferible al servicio de milicias que las provincias mantuvieran, completaran y aumentaran en tiempo de guerra las tropas que se considerase podía cada una mantener, decía: «Si V. M. aprueba este plan o idea, desaprobará desde luego cuanto por informes siniestros se ha practicado en Valencia, y hará saber que en ninguna manera piensa en el establecimiento de milicias en aquel ni en otro reino. Esta declaración de V. M. será recibida con general aplauso por aquellos vasallos, a quienes solo ha irritado el doble modo de proceder de algunos magistrados, pero no por eso han dejado de mirar a V. M. con toda la terneza y respeto debidos a un benigno y justo soberano…{7}»– Publicose de intento esta representación en Gaceta extraordinaria, y al pié de ella se leía la siguiente real resolución: –«No tan solo apruebo cuanto me proponéis en vuestra representación del 3 de este mes, sino que, persuadido de los fundamentos de razón y justicia en que apoyáis vuestro parecer, os autorizo a obrar en cuanto tiene relación con las cosas de Valencia; y sosegado mi espíritu con la demostración que me hacéis tan justa de las causas que alteraron la tranquilidad de aquellos mis vasallos, quiero que les aseguréis de mi paternal amor, de que les doy la mayor prueba en esta resolución.{8}»
Sosegáronse en efecto por este medio las alteraciones de Valencia. Con razón dice el príncipe de la Paz, que «todo se calmó como por encanto; y que un pliego de papel le bastó para hacer caer las armas de las manos de millares de individuos, donde se llegó a creer que a duras penas bastaría para conseguirlo un ejército numeroso.» Cierto que la tranquilidad de todo un reino alterado se restableció con una prontitud inesperada y con una facilidad asombrosa. Pero cesa el asombro y desaparece el encanto, si se observa que en aquel pliego de papel se concedía a los sublevados la exención que pedían y por cuyo sostenimiento se habían alzado y armado. Con esto, y con la amarga censura que se hacía de las autoridades que en aquel negocio habían intervenido, dejamos a nuestros lectores que juzguen hasta qué punto quedaba ileso o lastimado y quebrantado el principio de gobierno.
No fue cruel el príncipe de la Paz, y esto era lo consiguiente, ni en las pesquisas, ni en los procedimientos, ni en los castigos de los culpados en aquella rebelión. No hubo ni comisiones militares, ni otro tribunal de excepción; la justicia ordinaria conoció solamente en los procesos que se formaron, y esto con encargo de que la pena de muerte se aplicase a solos aquellos que se hubieran señalado por crímenes atroces. Así se ejecutó, y cayendo sobre los más delincuentes el rigor de la ley, no hubo más víctimas que las necesarias para salvar los fueros de la justicia. Y aun a los dos meses, tomando ocasión de los preliminares de la paz con Inglaterra y del restablecimiento de la salud del rey que acababa de salir de una enfermedad peligrosa, propuso el príncipe de la Paz al soberano que en celebridad de aquellos dos faustos sucesos otorgase un indulto que borrara las huellas de lo pasado y enjugara las lágrimas de las familias afligidas. El indulto fue concedido (12 de noviembre, 1801), y un consejero real fue nombrado para darle cumplimiento{9}.
El restablecimiento del rey no era tan reciente, puesto que ya en 14 de setiembre (1801) se había mandado celebrar en toda la nación dando por ello gracias públicas al Todopoderoso. La enfermedad, aunque de corta duración, parece haber sido grave; y muy grave es también una especie que hablando de ella enuncia un escritor de aquel tiempo{10}, a saber; que tan pronto como se supo en Madrid la dolencia del rey, don Bernardo Iriarte, consejero de Hacienda, escribió a su íntimo amigo el embajador en París don José Nicolás de Azara, y por medio de nombres supuestos concertados entre ellos de antemano para su correspondencia, le anunciaba que el rey estaba en el mayor peligro, que había hecho testamento, por el cual nombraba regentes del reino a la reina y al príncipe de la Paz, hasta que su hijo Fernando, que tenía entonces diez y siete años, se hallase en estado de gobernar la monarquía, pues hasta entonces no había descubierto la capacidad necesaria para desempeñar cargo tan importante, y que se daba por cierto que este testamento le habían aconsejado y aun escrito la reina y el príncipe de la Paz. Que Azara nada afecto a Godoy, sabedor de que el primer cónsul miraba también al favorito de mal ojo, creyó que era llegado el momento oportuno de derribarle. Que la carta original fue puesta en sus manos, y enterado de ella empezó a tratar con Azara de los medios de estorbar la regencia de la reina y del príncipe de la Paz. Que preguntó quién era el ayo del príncipe de Asturias, y habiéndole respondido que lo era el duque de San Carlos, amigo suyo de confianza, le dijo: «Escríbale V., yo enviaré la carta a mi embajador, y dígale que dentro de muy poco tiempo habrá en el Mediodía de la Francia un ejército de cincuenta mil hombres para sostener los derechos del príncipe Fernando, y que si fuese menester se aumentará hasta cien mil, y que se entienda con mi embajador, a quien se envían instrucciones.» Que Azara escribió su carta en los términos indicados, y se la llevó al día siguiente; pero en aquel momento llegaba otro correo de Madrid con la noticia de estar el rey fuera de peligro.– «Las cosas mudan ya de aspecto,» –dijo el primer cónsul. Y la carta no se envió a San Carlos, pero la conservó Azara.
Los datos que para estampar esta noticia tuviese este escritor, los expone él mismo, diciendo primeramente que la funda «en el testimonio de persona fidedigna.» Añade después, «que no es posible saber el grado de certeza que en esto hubiese.» Y por último, que la carta al duque de San Carlos fue hallada en uno de los secretos del escritorio de Azara, cuando a la muerte de éste se hizo el escrutinio y reconocimiento de sus papeles, y que el arcediano de Ávila don Antonio de la Cuesta la entregó al duque en 1808, no sin haberse quedado con copia de ella. Ni desconocemos la posibilidad de todo esto, ni tenemos derecho a contradecir la exactitud del hecho que se atribuye a la reina y al favorito. Cúmplenos sin embargo observar que entre los papeles que el autor de la vida civil y política de Azara dice haberse hallado en el examen que de ellos hizo su sobrino don Dionisio y de que dio cuenta a don Félix, su hermano, no se hace mención de esta carta, ni de correspondencia alguna con don Bernardo Iriarte{11}. Y por otra parte, los que se suponen autores del testamento habrían necesitado para la confección del documento de una premura, que aunque posible, no parece tan verosímil que deba fácilmente y sin comprobantes serios acogerse; puesto que la enfermedad del rey, si bien parece haberse presentado con carácter de gravedad, fue tan breve, que habiéndose empezado a sentir fatigado de la tos en la noche del 8 al 9 de setiembre (1801), la noche del mismo 9 sintió ya un alivio notable, y comenzó a desaparecer el riesgo, en términos que el día 10 se dio ya por desvanecido el peligro, y pasó una noche tranquila, y progresó sucesivamente hasta poderse levantar el 12 por la mañana{12}. Si hubo, pues, aquella disposición testamentaria, al menos ni la duración ni la naturaleza del mal parece que permitieron gran proporción y lugar para que le fuese arrancada por sorpresa.
Tratábase entonces, y habíase tratado ya muchos meses antes, de la boda del príncipe de Asturias don Fernando. Primeramente se pensó en casarle con una princesa de Sajonia, hija del elector, dama de excelentes prendas y muy rica de patrimonio. Este enlace no solamente era del agrado del rey, sino también del primer cónsul de Francia, que le consideraba muy conveniente a las miras políticas de los dos gobiernos. El caballero Azara, que cuando salió para su embajada de París empeñó ya su palabra a la reina de negociar con todo interés y solicitud este matrimonio, excitado después por el ministro Cevallos, y contando con el beneplácito de Bonaparte, hizo cuanto pudo para llevar a feliz término la negociación, interesó al príncipe Javier, tío de la princesa, y por último logró que el elector su padre conviniera en dar la mano de su hija al príncipe español luego que se hiciese la paz de Amiens que se estaba tratando{13}. Dificultades que sobrevinieron, nacidas de la situación política de los príncipes de Sajonia respecto a Bonaparte, y que éste no se prestó a acabar de resolver, dejaron en suspenso el ya tan adelantado proyecto matrimonial. Tampoco pudo efectuarse el enlace que también se intentó de la infanta doña Isabel con el príncipe de Baviera, por compromisos que éste había contraído ya con el emperador de Alemania.
Otro muy diferente pensamiento bullía ya entonces en la cabeza de Bonaparte. Su posición, sus designios para lo futuro, le inspiraron la idea de buscar lazos que le unieran con las testas coronadas, siquiera sacrificase a este deseo a su esposa Josefina apelando al recurso del divorcio. Y sin que le detuviesen los odios todavía no apagados de las facciones de Francia contra la desgraciada familia de los Borbones, pensó en una de ellas y fijose en la infanta doña María Isabel, hija de los reyes de España. Hecha la paz entre Francia y Portugal, Luciano Bonaparte, embajador todavía entonces en Madrid, comenzó a indicar con mucha maña y delicadeza al príncipe de la Paz aquel pensamiento de su hermano. Hablando de enlaces matrimoniales y discurriendo disimuladamente sobre las familias reinantes en Europa, «esa infanta, le decía, que aún le queda a España sin colocación, podía sobrepujar a sus hermanas en brillo y en fortuna.» –«La princesa María Isabel, se atrevió a decirle después, que es todavía una niña, podría ser un lazo más entre Francia y España. Mi hermano por sí solo es ya una gran potencia; día podrá venir en que sea rogado de otras partes, pero su política mirará a España en todo tiempo como la compañera de la Francia… En cuanto a dificultades de un orden subalterno, no habrá motivo de arredrarse; lo divino y lo humano se dispensa todo por el bien de los pueblos; la política hace bueno cuanto es grande y provechoso sin dañar a nadie, y la gloria le pone luego la techumbre de laureles.»
Sorprendió y embarazó tan extraña indicación al príncipe de la Paz. Comprendió entonces el fin que podían haber llevado las extremadas finezas de Bonaparte con los infantes españoles a quienes hizo reyes de Toscana, y eso que ignoraba todavía que con ocasión de la estancia de aquellos príncipes en París había dicho ya el primer cónsul al embajador Azara cosas semejantes a éstas: «Se desconfía de mí, porque ejerzo un gran poder sobre la suerte de Europa, como si yo no distinguiera entre amigos y enemigos. El poder de la Francia es poder y fuerza para España. Nuestra unión ilimitada en todos puntos nos haría señores exclusivos de la política europea… ¡Oh! ¡si España supiera, si pudiera yo decirle los proyectos que por su bien y el de la Francia están rodando en mi cabeza!» El príncipe de la Paz eludió lo mejor que pudo la conversación, y sobre todo la respuesta a una proposición tan peregrina{14}.
Mas como quiera que este pensamiento fuera del mayor desagrado para el príncipe de la Paz, y pareciera a Carlos IV un escándalo a que no podía prestarse sin ignominia, apresuráronse a salvar el compromiso buscando en otra parte colocación conveniente para el príncipe y la infanta. Fijose Carlos en la familia real de Nápoles, cuya política tanto había antes reprobado, pero en cuya unión veía ahora la ventaja de hermanar y hacer fuertes las tres casas borbónicas de Nápoles, Etruria y España. El enlace de la infanta María Isabel con el príncipe real de Nápoles fue sin vacilación aprobado por el ministro favorito. El del príncipe Fernando con la princesa María Antonia, hermana de aquél, pareciole a Godoy que debía diferirse hasta que se completara la educación del príncipe de Asturias, en su concepto bastante atrasada, opinando que la mejor manera de perfeccionarla y de instruirle sería enviarle a viajar y a estudiar en el gran libro del mundo por espacio de tres o cuatro años, y así se atrevió a proponerlo y aconsejarlo al rey{15}. No agradó al monarca la indicación, puso fin al coloquio, y la boda fue resuelta. Desde entonces no se pensó sino en los medios de llevar a cabo el doble enlace{16}. Mas aunque las negociaciones se precipitaron cuanto fue posible, por temor de que Bonaparte volviese a insistir en su proyecto, los reales desposorios no pudieron ajustarse hasta entrado el año próximo (14 de abril, 1802). Hízose esto en Aranjuez. Las bodas se celebraron por poderes a principios de julio. Dispúsose la venida de los desposados a Barcelona, donde fueron a recibirlos los reyes, y los matrimonios se ratificaron el 4 de octubre{17}.
Siguiendo nuestro propósito de examinar lo que en España había acontecido en este período, y más particularmente lo que se puede considerar como consecuencia de las complicaciones de la política europea, preséntasenos como una novedad de importancia la providencia que se tomó relativamente a la orden de San Juan de Jerusalén por lo que tocaba a nuestro reino, como resultado del desenlace que en la paz de Amiens se había dado a la ruidosa cuestión de la isla de Malta, manzana de discordia para varias potencias, y señaladamente para Inglaterra y Francia. El estado a que se había reducido aquella orden, en otro tiempo tan esplendente y tan útil a la cristiandad, las medidas que respecto a ella habían ya tomado algunas naciones, y el deseo de alejar nuevos compromisos y ocasiones de disgustos y querellas con otros Estados, persuadieron al gobierno de Carlos IV de la conveniencia política y del interés económico que reportaría el reino de incorporar a la corona las lenguas y asambleas de España de aquella orden militar, al modo que lo habían sido y lo estaban ya de antiguo los maestrazgos de las de Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa, declarándose el rey Gran Maestre de la misma en sus dominios. Determinado a ello, expidió la competente real cédula (20 de enero, 1802), exponiendo las razones que le habían impulsado a tomar tan grave medida{18}, y cerca de dos meses después (13 de abril), la comunicó e hizo publicar en Consejo extraordinario para que la diese cumplimiento, sin permitir contravención alguna.
Tal fue el destino que en España se dio a las asambleas y encomiendas de aquella ínclita orden cuyos servicios a los pueblos cristianos habían dado a sus caballeros tanto lustre, y granjeado a la institución los favores y gracias que profusamente le habían dispensado la Iglesia y los soberanos. No agradó esta disposición a Bonaparte, que protestando haber sido su intención que el Gran Maestrazgo recayese en un individuo de las lenguas españolas, y que andando el tiempo y disuelta la orden volviese Malta a ser parte de nuestra monarquía como lo era cuando la cedió Carlos V a los caballeros, pretendió por medio de su embajador que el monarca revocara el real decreto. Mantúvose firme Carlos IV, el decreto fue cumplido, y Bonaparte, con quien no se había contado para expedirle, añadió este capítulo más a las quejas que ya tenía del gobierno español.
{1} El príncipe de la Paz, en muchos lugares de sus Memorias, hace el retrato más repugnante y más odioso que puede idearse del ministro Caballero. «Hombre, dice en una parte, dado al vino, de figura innoble, cuerpo breve y craso, de ingenio muy más breve y más espeso, color cetrino, mal gesto, sin luz su rostro como su espíritu, ciego de un ojo y del otro medio ciego, tuvo la fortuna de entrar en la magistratura por influjo de un tío suyo… El portillo que él buscó para su entrada fue uno de aquellos que para tormento de los reyes no se cierran nunca enteramente en los palacios, el portillo del espionaje, el torno de los chismes, el zaguanete de la escucha…»– «Poco amigo del clero, dice en otra parte, pícaro más bien que no devoto, le apreció tan solo como instrumento y como ayuda para ejercer su enemistad contra las ciencias y las letras, y miró con enojo declarado todos los grandes hombres que en mi tiempo fueron colocados por su saber y sus talentos en las dignidades y en los primeros puestos de la Iglesia… Para aprovechar el poder de la Inquisición sin que sospechase el rey que sometía de nuevo al tribunal las regalías de la corona, lo combinó con el palacio e hizo de él una especie de oficina mixta del poder real y del poder eclesiástico… &c.»
Conviniendo en que este retrato pueda ser mirado como sospechoso de apasionado y parcial, atendida la enemistad que hubo siempre entre Caballero y Godoy, es de reparar que don Andrés Muriel, por cierto nada amigo del príncipe de la Paz, al hablar de Caballero en varios pasajes de su historia manuscrita, le pinta siempre como el enemigo de la ilustración y del progreso, como perseguidor vengativo de los iniciadores o de los amantes de las reformas, como hombre diestro y activo en las artes de la intriga, y como el instrumento escogido por la reina para sus enredos y particulares travesuras.
Alcalá Galiano, en su traducción y continuación de la Historia de Dunham, le juzga de este modo: «De talento, si no grande, tampoco corto; aunque mal empleado, y acreditado en pequeñeces y arterías; de instrucción indigesta y mala, de depravadísimo corazón, bajo adulador, y a veces rebelde a aquel a quien lisonjeaba y servía, si bien usando para derribarle más la traición que la resistencia, no obstante que también a esta última recurría con cálculo y tino para su provecho propio, perseguidor de la ilustración del siglo; hombre en suma que en una corte de mala fama pasaba por el peor entre los malos, en ella tan comunes.»
Y aun uno de nuestros más ilustrados contemporáneos (el señor Caveda), en un bosquejo inédito del Estado político, económico e intelectual del reinado de Carlos IV, siendo como es este escritor habitualmente templado y comedido, dice al nombrar al ministro Caballero: «envilecido fanático que aborrece todo linaje de progreso, y teme y combate los buenos estudios.»
Así otros escritores, cuyas palabras y juicios sobre aquel ministro sería prolijo copiar.
{2} «Nunca, dice, me fue posible disuadir a Carlos IV, de conservar aquel ministro. Más que por mi interés, por el del reino, probé muchas veces a separarle del gobierno, hasta por medios honoríficos que a él le fuesen ventajosos sin dañar a nadie; mas no pude; s siendo tal la injusticia de mis detractores y enemigos, que cuanto malo hizo, es decir, todo aquello en que puso mano libremente, unos me lo han atribuido con malicia, y otros me lo han cargado, suponiendo que obraba con mi acuerdo, y que a haber yo querido pudiera haberle separado. Estimábanme omnipotente cerca de Carlos IV. Muchas veces he dicho ya que no lo era, y vuelvo a repetirlo.»– Tomo III, c. 8.º
{3} En P. D. decía: Repare V. M. por Dios, ese mal a la garganta, cuidado no sea como el fuerte del Escorial.
{4} Por ejemplo lo que escribía en 9 de setiembre de 1800 a la reina.
«Señora: Cuando yo leía latín, me ocupaba mucho con las cartas de San Gerónimo, y el carácter de aquel viejo me embelesaba, pues su firmeza hasta con Dios probaba bien su recta razón y reconocimiento: ¿quién sabe si el santo habrá pedido que mi chiquillo se le parezca? Mañana es, y espero que mañana salgamos de todo, pues ayer nada hubo, y hoy hace el año del mal parto. En fin, señora, yo avisaré y repito gracias sencillas por cuanto tengan la bondad de hacer. ¿Pero me pondré el uniforme grande el día del bautizo? ¿Bastará el de suizos? Sí creo; pues vamos claros; las cosas ¿por qué se han de celebrar antes de conocerlas? ¿es verdad? Conténtese pues con un poquito de exceso, y después, si fuese acreedor, se le tendrán galas y galones: esto pienso, señora, pero aguardo la resolución de V. M. para no errar… Trato de comprar la huerta, aunque las onzas me pesan mucho; pero ya se va a ajustar, pues he propuesto nueva valuación, y iré a verla.– Consérvese V. M. como desea su más leal vasallo.– Manuel.»
Y en P. D.: «Luis pide una carta de gracia por el ministerio… aprobación, señora, pues San Gerónimo así lo hacía.»
Y en otra carta a la reina: «La chiquilla sigue bien; y vaya una aprensión de padre y viejo; me parece que se ríe cuando la acaricio; ello es que no llora: ¿cómo se reirán VV. MM.? ¿es verdad?»– Muchas otras podríamos citar por este estilo.
{5} Decreto de 6 de agosto, 1801, inserto en la Gaceta de 11 del mismo.
{6} Decíale esto a consecuencia de la terminación de la guerra de Portugal.
{7} Firmaba esta exposición con su solo nombre: Manuel de Godoy.– San Ildefonso, 3 de setiembre de 1801.
{8} Gaceta extraordinaria de 5 de setiembre de 1801.
{9} «Mandé castigar, decía el decreto, con la fuerza de justicia al delincuente y atrevido, que sin respeto a las leyes ni amor al prójimo trataba solo de saciar su codicia a pretexto de esforzar su celo, cuando equivocadamente entendieron en mi reino de Valencia la creación de cuerpos de milicias… Así lo ha hecho (mi consejero de Estado, generalísimo de mis ejércitos y armada) a mi entera satisfacción, dando término a varios y complicados expedientes que se han ofrecido hasta ayer, que noticiándome las sentencias ejecutadas por aquella sala de justicia, me expone de nuevo el estado del reino, la aplicación de sus naturales, la esperanza en mi benignidad, y los graves motivos de alegría que como apoyo a sus ruegos, no puede dejar de representarme: el restablecimiento de mi aguda enfermedad y la conclusión de la guerra, la paz general en fin, son sus dos auxiliares en la súplica para que perdone a todos los que no hayan sido cabeza de motín, o agentes principales de las conmociones. Mi corazón paternal y mi ternura no pueden desentenderse del objeto ni de la causa; y conformándome con lo que me representa, vengo en indultar a todos cuantos no sean comprendidos en aquella clase, &c.
»En San Lorenzo, a 12 de noviembre de 1804.– Al Príncipe de la Paz.»
{10} Muriel, Historia inédita del reinado de Carlos IV, lib. VI.
{11} Castellanos, Vida civil y política del caballero Azara, tomo II, pág. 248.
{12} Gaceta extraordinaria del lunes 14 de setiembre de 1801, dedicada exclusivamente a dar noticia de la enfermedad del rey desde su principio hasta su completa terminación.
{13} Correspondencia diplomática entre Cevallos, Azara, el príncipe Javier, el conde Marcolini, &c. de abril a julio de 1801.
{14} En el cap. 7.º del tomo III de sus Memorias refiere minuciosamente los diálogos que sobre este asunto tuvo con Luciano Bonaparte.– Don Andrés Muriel habla también de este proyecto y de las indicaciones hechas en este sentido, que él creía ser una cosa que sabían pocos.
{15} Este consejo del príncipe de la Paz, por más protestas que en sus Memorias haga de las rectas intenciones y miras que a darle le animaron, no podía menos de ser interpretado por los que le consideraban ya poco afecto y aun enemigo del príncipe Fernando, como un medio y un pretexto para alejarle de la corte y del lado de sus padres, quedando así él desembarazado de quien suponían que miraba como un estorbo a sus fines.
{16} A propósito de esto escribía Azara con aquel estilo propio del carácter aragonés, que nos recuerda el del conde de Aranda: «Desde aquel punto en España han perdido la cabeza, y no saben qué hacer para gastar en estas bodas. Las enemistades más inveteradas se han convertido en ternezas. Las órdenes y fajas llueven, y los cordones de San Genaro valen a huevo en Madrid.»
{17} Azara, a quien no hacían gran ilusión estas bodas, decía: «Las doce tribus del Vesubio van a inundar a España. La princesa de Sajonia, que se ha despreciado después de solicitada, es la mejor educada de su clase que se conoce, y tiene setenta millones de pesos de dote en materia efectiva.»
{18} «Este estado de la Orden (decía entre otras cosas la real cédula) debió hacer pensar a los príncipes en cuyos dominios tenía encomiendas, en hacer de modo que estas rentas, sin salir de su destino, fuesen más útiles a los pueblos que las producían; y esta fue sin duda la mira del elector de Baviera, que tomó a su disposición las encomiendas de la Orden en sus estados. A mí estas mismas causas me inspiraron también el designio de poner orden en que los bien dotados prioratos y encomiendas de España no rindiesen en adelante tributo a potencia ni corporación extranjera, teniendo presente que si ya este tributo era muy crecido cuando toda la Europa acudía con él a Malta, no podía menos de agravarse en proporción de los pueblos que al mismo se habían sustraído, y hacerse a países extranjeros mucho mayor extracción de la riqueza nacional con grave perjuicio de mis vasallos; cuando estos fondos que salían de España, sin esperanza de que volvieran a r efluir en su suelo, pueden tener dentro de ella una utilísima aplicación, destinándose a objetos muy análogos, o por mejor decir, idénticos con los que fueron el blanco de la fundación de esta misma Orden, como es la dotación de colegios militares, hospitales, hospicios, casas de expósitos y otros piadosos establecimientos… Llevando pues a efecto esta medida en uso de la autoridad que indudablemente me compete sobre los bienes que hacen en mis dominios la dotación de la Orden de San Juan… vengo en incorporar e incorporo perpetuamente a mi real corona… &c.»