Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro IX Reinado de Carlos IV

Capítulo XII
Consulado e imperio
Neutralidad española
De 1802 a 1805

Conságrase Bonaparte a la organización interior de la república.– Leyes notables.– El concordato.– Amnistía general.– La Legión de Honor.– Bonaparte cónsul perpetuo.– Efecto de la elevación de Bonaparte en las diferentes cortes de Europa.– Nueva actitud de Inglaterra.– Relaciones entre Francia y España.– Suntuosas bodas de príncipes en Barcelona.– Cuestión del ducado de Parma.– Sobre tratado de comercio entre España y la república.– Situación de Europa.– Alemania.– Rusia.– Inglaterra.– Cuestión de Malta.– Acres contestaciones entre los gobiernos inglés y francés.– Venta de la Luisiana por Napoleón.– Rompimiento de la paz de Amiens.– Declaración de guerra entre Francia y la Gran Bretaña.– Inmensos y prodigiosos aprestos de mar y tierra que hace Napoleón.– Disposición de las potencias de Europa.– Pretensiones y exigencias de Bonaparte con el gobierno español.– Neutralidad española.– Peligro de ruptura entre las dos naciones.– Imperioso y altivo lenguaje de Napoleón.– Conducta del príncipe de la Paz y del embajador Azara.– Irritación de Bonaparte: amenazas.– Ajústase el tratado de subsidio.– Humillación de España.– Azara relevado de la embajada de París.– Célebre conjuración contra el primer cónsul.– Jorge, Pichegrú, Moreau, los hermanos Polignac, los chouanes.– Ruidoso suplicio del duque de Enghien.– Espanto y alarma en toda Europa.– Francia proclama emperador a Napoleón Bonaparte.– Sus primeros actos como emperador.– Proyecta ser consagrado en París por el pontífice.– Resuélvese el Santo Padre a hacer su viaje a París.– Solemne ceremonia de la consagración y coronación.– Causas de haberse aplazado la expedición contra Inglaterra.– Cambios en el gabinete británico.– Caída de Addington, y nuevo ministerio Pitt.– Guerra inminente.– Situación de cada potencia.– Estado lastimoso de España.– Cargos y medios que emplea Inglaterra contra España para hacerla salir de su neutralidad.– Atentado contra buques españoles.– Manifiesto de Carlos IV declarando la guerra a la Gran Bretaña.– Alocución del príncipe de la Paz.– Convenio en París para el contingente y distribución de las fuerzas aliadas.
 

El hombre que con la fuerza de su espada y con la profundidad de su talento político había recogido tan abundante cosecha de laureles en los campos de batalla, dado después sosiego y tranquilidad a la Europa, y hecho la Francia una nación tan poderosa y grande, no podía menos de ser mirado con entusiasmo por unos, con respeto o temor por otros, por todos con admiración. Bonaparte, después de la paz de Amiens, quiso añadir a la gloria de vencedor y al título de gran capitán el de organizador de un estado. Digna empresa era de su genio y de su inmenso ascendiente la de organizar la Francia después de tantos años de agitación, de trastornos y de convulsiones. Al efecto se apresuró a convocar los cuerpos del Estado para una legislatura extraordinaria.

Congregados aquellos (5 de abril, 1802), fue sometiendo el primer cónsul a su aprobación los importantes proyectos de ley que tenía preparados. De entre ellos dio la preferencia al Concordato celebrado entre el papa y el gobierno consular el 15 de julio de 1801. Era ciertamente el más importante, aunque también el más difícil, a causa de las radicales innovaciones religiosas introducidas por la revolución; éralo por la ley que la acompañaba relativa al arreglo de la policía de los cultos, conocida en los códigos franceses con el título de artículos orgánicos, y también por las dificultades que con fingida blandura ponía el cardenal Caprara, que llenaba de incógnito las funciones de legado a latere. Todas sin embargo las fue venciendo, y merced a su energía logró ver pronto convertidos en ley ambos proyectos, y que los días solemnes de Semana Santa y Pascua de Resurrección se consagraran al restablecimiento del culto y a la publicación del Concordato, que se hizo con pomposa y brillante ceremonia, celebrándose una solemnísima fiesta religiosa en el templo de Nuestra Señora de París.

Novedades eran éstas las más trascendentales y que más podían variar la fisonomía de la sociedad francesa, reparando la primera de sus necesidades morales, y volviendo al pueblo las costumbres y los consuelos de la religión después de los ridículos espectáculos y de los sangrientos escándalos y profanaciones de trece años. El segundo proyecto reparador de Bonaparte, poco menos difícil que el primero, era el de abrir las puertas de la patria y devolver los bienes a la multitud de emigrados que la revolución había lanzado al extranjero, y a quienes la pobreza o el resentimiento forzaban a ser conspiradores eternos contra todo gobierno que no fuese el antiguo. Necesitábase toda la fuerza de voluntad y todo el prestigio de Bonaparte para hacer adoptar tan arriesgada medida. Pero la confianza que inspiraba el primer cónsul, unida a las garantías que se dieron a los poseedores de bienes nacionales, hizo que el Consejo de Estado y el Senado diesen su aprobación a aquel acto atrevido de política y a aquel arranque valeroso de clemencia, siendo recibido sin grandes inquietudes por las masas, y con gran contentamiento del numeroso partido realista, que se mostraba agradecido al favor que se le dispensaba, a excepción de algunos orgullosos aristócratas, que hablaban con desdén de la amnistía y murmuraban del mismo que les tendía una mano generosa.

Guiado por el principio de que, así como es necesario un culto externo para inspirar sentimientos religiosos, así también realzan las distinciones y los honores el noble entusiasmo de la gloria, ideó Bonaparte la creación de una orden que sustituyendo a las armas de honor pudiera concederse lo mismo al soldado que al general, lo mismo al hombre benéfico que al magistrado íntegro, al sabio pacífico y modesto, que al guerrero orgulloso, y pudiera servir a todos de noble estímulo para hechos heroicos, para acciones de acrisolada virtud, para servicios importantes a la patria, en todas las clases y en todos los estados de la sociedad. Creó pues la Legión de Honor, destinada a servir de recompensa honorífica al mérito sobresaliente en todas las carreras y profesiones, así en la milicia como en el gobierno, así en la administración como en las ciencias y las artes.– La instrucción pública le mereció también una atención preferente, y con un conocimiento que no era de suponer ni esperar en el hombre que había pasado la flor de su vida en las campañas, propuso un plan de enseñanza general en todos los ramos y para todas las edades y todas las clases sociales.– Ambos proyectos fueron presentados a un tiempo a los cuerpos legisladores. El de la Legión de Honor fue más combatido que el de la Instrucción pública, pero ambos fueron al fin aprobados; y con esto y con dar fuerza de ley al tratado de paz de Amiens, bien puede calificarse de fecunda y bien aprovechada aquella legislatura extraordinaria que solo duró mes y medio (de 5 de abril a 20 de mayo, 1802).

La Francia por su parte quiso dar un testimonio de gratitud nacional al hombre que le había hecho y le hacía tan inmensos y tan señalados beneficios. Este sentimiento era universal; la duda podía estar en la recompensa que conviniera darle. Por más que él lo ocultara con sagacidad y con talento, adivinaba todo el mundo, y su familia lo disimulaba poco, que lo que más halagaba su ambición era el supremo poder. Reconocíase que le tenía sobradamente merecido; pero quedaban las dificultades de forma; si había de ser perpetuo, si había de ser hereditario; si había de llevar el título de cónsul, de rey, de protector u otro; dificultades naturales en un pueblo republicano. Bonaparte no revelaba sus deseos, ni aun al ministro Cambaceres, su colega, el más adicto suyo, y el que contaba con más partido para hacerlos triunfar en el Consejo y en el Senado. Menos se explicaba todavía con los senadores que se acercaban a inquirir de él qué era lo que quería. Nadie le hacía salir de su reserva, y a todos respondía que no ambicionaba más gloria que el afecto y amor de sus conciudadanos. Mas cuando ya se determinó la recompensa que había de dársele, y cuando llegó el caso de anunciarle por medio de un mensaje que los cuerpos legislativos habían decretado prorrogarle el poder consular por diez años, los comisionados que creían llevarle una noticia satisfactoria pudieron comprender por su respuesta que no era aquello lo que esperaba, pues les contestó que solo aceptaría la resolución del Senado, en el caso de que el pueblo francés se lo ordenara.

Comprendiendo el segundo cónsul Cambaceres que no era aquello lo que satisfacía los deseos de Bonaparte, tomó el asunto de su cuenta, convocó inmediatamente el Consejo de Estado, y propuso en él que se hiciera un llamamiento a la soberanía nacional y se preguntara al pueblo francés: «¿El primer cónsul será cónsul perpétuo?» Nadie se opuso a esta proposición; antes bien el consejero Rœderer propuso que a esta pregunta se añadiera otra, a saber: «¿Tendrá el primer cónsul facultad para designar su sucesor?» Lo que equivalía a hacer el consulado hereditario. Ambas preguntas fueron aprobadas. Mas cuando esta resolución fue trasmitida a Bonaparte, opúsose a que se hiciera la segunda pregunta, por motivos que no manifestó, pero supúsose que lo hacía por temor a las rivalidades de familia, pues no teniendo hijos, preveía y quería evitar discordias entre sus hermanos y sobrinos. Eliminose pues la segunda pregunta, y se expidió el decreto para que el pueblo francés deliberara sobre ésta: «¿Será Napoleón Bonaparte cónsul perpetuo?» Someter esta cuestión al sufragio popular era darla por resuelta en sentido favorable y sin oposición, que tal era la disposición general de los ánimos. Desde luego el Cuerpo legislativo y el Tribunado se anticiparon a dar ejemplo de su adhesión, pasando a las Tullerías a votar en cuerpo en manos del primer cónsul. Diose al pueblo el plazo de tres semanas para depositar sus votos en las mairies y en los notariados. El resultado fue el que se había previsto. Verificado el escrutinio, se vio que de tres millones quinientos setenta y ocho mil ochocientos ochenta y cinco ciudadanos, solo la minoría imperceptible de ocho mil trescientos sesenta y cuatro habían votado en contra. Comprobado el registro, se acordó un senado-consulto concebido en estos términos: «1.º El pueblo francés nombra y el Senado proclama primer cónsul perpetuo a Napoleón Bonaparte.– 2.º Se construirá una estatua que represente la Paz, teniendo en una mano el laurel de la victoria y en la otra el decreto del Senado, para testificar a la posteridad el reconocimiento de la nación.– 3.º El Senado manifestará al primer cónsul la confianza, amor y admiración del pueblo francés.»

Acto continuo de ser oficialmente comunicado este acuerdo por el Senado al primer cónsul (2 de agosto, 1802), los ministros de todas las potencias le hicieron los honores que su nueva posición parecía exigir. Desde entonces comenzó también a figurar en los documentos públicos el nombre de Napoleón unido al apellido de familia, como quien se acercaba ya a la soberanía. En ella quiso dar participación a sus colegas, Cabaceres y Lebrun, haciendo que fueran nombrados también cónsules perpetuos. Sus hermanos, a pesar de que los colocó en los puestos más altos y de más honor, no quedaron completamente satisfechos, especialmente Luciano, a quien era difícil satisfacer. Siguiéronse inmediatamente varios cambios en el personal del gobierno.

Habíanse hecho también en aquella legislatura extraordinaria algunas modificaciones en la constitución, si bien las variaciones que se introdujeron, aunque esenciales algunas, no alteraban la índole y fisonomía aristocrática de la obra constitucional de Sieyes, acomodada, como dice un escritor de aquella nación, para retroceder a la aristocracia o al despotismo, según la mano que la dirigiese, pero que en aquellos momentos se encaminaba hacia el poder absoluto, merced al impulso que le daba el general Bonaparte. Comenzose ya a celebrar el aniversario del nacimiento del primer cónsul (15 de agosto), como se hace en las monarquías; y a los pocos días tomó posesión de los que habían sido sitios reales. Quedó pues organizada la nación francesa después de la paz de Amiens por la influencia de Bonaparte como una especie de monarquía con formas republicanas{1}.

Por eso mismo todos o casi todos los gobiernos de Europa miraron, o con satisfacción o sin disgusto, la elevación de Bonaparte al supremo poder de por vida. Veían en él una garantía de orden para la Francia y una prenda de reposo para todos los estados. Prusia, que había hecho antes una paz con la Convención, se envanecía ahora de sus buenas relaciones con un poder reparador, y aun insinuaba que vería con gusto convertida de una vez en soberanía hereditaria aquella dictadura vitalicia. Rusia felicitaba en los términos más afables al hombre que concentrando la autoridad había sido puesto en condiciones y reunía cualidades para sostenerla y emplearla en general beneficio. Austria, la que más había sentido los efectos de la revolución, miraba al menos con cierta benevolencia al hombre enérgico que reprimía y sabía contener el espíritu revolucionario. La misma Inglaterra y su devoto rey Jorge III, sin dejar de temer la ambición de Bonaparte, se mostraban benévolos hacia el que había ordenado el restablecimiento de los altares y permitido la vuelta de los emigrados. Hasta la enemiga mortal de la Francia y de la revolución, la reina Carolina de Nápoles, encargaba al embajador francés diese la enhorabuena al nuevo jefe de la república, pues no obstante el gran daño que de él había recibido, reconocía su gran genio, y que podía ser modelo de príncipes en lo de saber sostener su autoridad. El Santo Padre, que después del Concordato celebrado con el primer cónsul, le vio restablecer solemnemente el culto católico, manifestaba su paternal cariño al que se mostraba como restaurador de la religión contra la incredulidad y los excesos irreligiosos del siglo. Los ministros de las potencias empleaban con él las mismas respetuosas formas que usaban con los reyes. Y él por su parte se conducía entonces de modo que no daba lugar a que se entreviera la grande ambición que abrigaba{2}.

Mas no tardaron en irse presentando nuevas nubes en el horizonte europeo que parecía tan despejado y apacible. Inglaterra, o por lo menos muchas clases del reino, no palpaban todas las ventajas que habían esperado de la paz. Aunque Addington, como autor de ella, trabajaba por ajustar un tratado comercial con Francia, no se hallaba medio de conciliar los intereses de las dos naciones. Por otra parte, no podía Inglaterra ver con entera conformidad y sin sobresalto o recelo, que Francia dominara hasta el Rhin, que hubiera agregado a su territorio el Piamonte, que el primer cónsul presidiera la república italiana, que las tropas francesas ocuparan la Suiza, y que Holanda estuviera sometida a su influjo. Con todo, la paz se hubiera conservado si el mismo Addington no se viera combatido por los amigos del ministro Pitt, que aunque fuera del gabinete y guardando un estudiado silencio, conservaba un gran partido y le tenía poderoso en el parlamento. La antigua oposición de los wigs daba fuerza a la de los torys, sin estar de acuerdo con ella, y una indiscreción de aquellos proporcionó un triunfo al ministro caído. Los diarios ingleses comenzaron a declamar contra la Francia, y a no hablar bien del primer cónsul. Algo más tarde los mismos diarios fueron dando cabida en sus columnas a cuantas injurias y ultrajes inspiraba el encono y dictaba la desesperación a los emigrados franceses, y muy especialmente al famoso Georges, y al exaltado obispo de Arrás, que con otros once prelados llenaban los periódicos de escritos y publicaban además folletos injuriosos y destemplados contra la Francia y su gobierno.

A su vez los diarios franceses contestaban con artículos tanto o más destemplados, moviéndose así una guerra de papeles que hacía temer los resultados más desagradables para ambas naciones{3}. Napoleón, dándose por mas agraviado y más sentido de lo que debiera de esta clase de injurias, pidió al gobierno inglés su reparación, y la expulsión de los emigrados difamadores. El ministro Addington, sin negar precisamente lo que pedía, le indicó lo que con respecto a agravios inferidos por la imprenta disponían las leyes inglesas. Bonaparte no comprendió las razones alegadas, irritose más, y trató de un modo altivo a aquella potencia hasta intentar humillarla en sus mensajes a los cuerpos del Estado, y los diarios franceses se propasaron a su vez a atacar la casa reinante de Inglaterra. Por entonces no produjo esto un rompimiento entre los dos pueblos, porque ambos gabinetes estaban interesados en la conservación de la paz, pero le preparó.

Las relaciones entre Francia y España entonces no eran íntimas ni cordiales, por las causas que antes hemos indicado, pero se cubrían las formas de la amistad. Por este tiempo habían hecho los reyes y príncipes españoles su viaje a Barcelona para celebrar las bodas de éstos con el príncipe y la princesa de Nápoles{4}. Allí concurrieron sus hijos los reyes de Etruria, además de los príncipes napolitanos{5}. Los matrimonios se realizaron el 4 de octubre (1802). Los festejos de todas clases con que se solemnizaron, el lujo y la esplendidez que en ellos se desplegó, y las gracias y mercedes que en celebridad del suceso se prodigaron, exceden a todo encarecimiento y contrastaban grandemente con la miseria del país{6}. A pesar de haberse ajustado estas bodas con disgusto del primer cónsul de Francia, los reyes le dieron parte de ellas como a un soberano amigo, y él contestó en términos muy corteses, y al parecer cordiales. Los príncipes de Nápoles se reembarcaron para aquel reino (12 de octubre, 1802).

Duraban aun los plácemes y los regocijos por aquellas bodas, cuando vino a turbarlos la noticia del fallecimiento del infante español Fernando, duque de Parma (9 de octubre), padre de los reyes de Etruria. Los monarcas españoles, y en su nombre el embajador de París Azara, al comunicar esta nueva al primer cónsul, manifestáronle de nuevo sus deseos de que el ducado de Parma pasase en herencia al rey de Etruria, hijo del difunto, no obstante lo convenido el año anterior en el tratado de Aranjuez. A nombre de Napoleón contestó el primer ministro Talleyrand que aquellos estados habían recaído en Francia, y en su virtud daba orden para que fuesen inmediatamente ocupados por tropas francesas; añadiendo, que si el rey de España quería conservarlos para el de Etruria, habría de ceder a Francia la colonia de la Florida con su puerto de Panzacola [Pensacola], proposición que oyó nuestro embajador con señales de disgusto y aun de escándalo, pero teniendo que contentarse con protestar contra la ocupación de Parma por tropas francesas{7}. La verdad era que Napoleón se proponía conservar aquel ducado como en depósito, para entretener, así a la antigua dinastía del Piamonte como al papa, con una esperanza de indemnización.

Y en tanto que, renovadas las fiestas, se entretenían nuestros reyes en expediciones de placer, en presenciar ascensiones aerostáticas, en concurrir a lucidos simulacros de mar y tierra, en solemnizar la erección de monumentos y columnas que perpetuaran la memoria del fausto suceso, en brillantes mascaradas, fuegos de artificio, y otros mil variados y lucidos espectáculos en que siempre se ha distinguido por su esplendidez la capital de aquel principado, el embajador francés nuevamente nombrado por el primer cónsul, Mr. de Beurnonville, que desde Berlín había pasado a Barcelona y asistía a las fiestas, pensaba más que en aquello, y procuraba aprovechar aquella coyuntura para mejorar por medio de un tratado de comercio las relaciones mercantiles entre ambas naciones. Todo el empeño, todo el afán del gobierno francés cifrábase en ver de conseguir la libre introducción en España de sus manufacturas, principalmente de algodón y de seda. Cuatro años por lo menos hacía que sus embajadores y cónsules, so pretexto de haberse infringido por la administración de la Hacienda española la letra y espíritu de los tratados de Basilea, no cesaban de dirigir quejas y reclamaciones sobre la prohibición que en las aduanas se ponía a la entrada de sus brocados, de sus gorros, de sus pañuelos Chollet-Laval, de sus muselinas, de sus medias de color y blancas, de algodón y seda, y otros semejantes artículos{8}. Estas asiduas e incesantes reclamaciones fueron esforzadas por el nuevo embajador Beurnonville. A pesar de esto, pudo más en el ánimo de Carlos IV el deseo de proteger y el temor de perjudicar la reciente industria manufacturera de Cataluña, y en 6 de noviembre de aquel año (1802), expidió una real cédula basada en el sistema prohibitivo, y quedando por lo tanto absolutamente prohibida la introducción de todo género de algodón de fábrica extranjera{9}. Compréndese lo poco satisfechos que quedarían el gobierno y el embajador francés del resultado de sus esfuerzos en la negociación mercantil en que tanto interés mostraban.

Los reyes permanecieron en Barcelona hasta el 8 de noviembre, y regresando por Valencia, Cartagena y Murcia, deteniéndose en todas partes a recibir y disfrutar de los festejos con que los obsequiaban a porfía las poblaciones que visitaban, no llegaron a Aranjuez hasta el 8 de enero del año inmediato (1803), habiendo invertido en esta expedición desde su salida de Madrid muy cerca de cinco meses.

Entretanto el primer cónsul y su gobierno se habían ocupado en el arreglo de las cosas de Italia, en estrechar sus relaciones breve y pasajeramente alteradas con la Santa Sede, en intervenir en los desórdenes y turbaciones de Suiza, y principalmente en la grave, complicada y difícil cuestión de las secularizaciones de los Estados eclesiásticos de Alemania acordadas en el tratado de Luneville. Estas secularizaciones, que traían consigo la necesidad de indemnizar a los poseedores de los Estados suprimidos, y la de introducir grandes cambios en la constitución germánica, por fuerza había de producir disputas y dificultades nacidas de los encontrados intereses y de las aspiraciones y pretensiones, más o menos codiciosas, de los príncipes alemanes de primer orden. Napoleón intervino en estas disputas, y optando por la alianza de Prusia y después de hecho un proyecto de indemnización con esta potencia y con los príncipes alemanes de segundo orden, consiguió que el emperador Alejandro de Rusia aceptara con él el papel de mediador, y juntos presentaron a la Dieta de Ratisbona el proyecto de indemnización concertado en París. No nos toca referir ni explicar los obstáculos que se ofrecieron por parte de Austria y de Prusia, ni los choques entre unas y otras potencias a que aquellos dieron lugar, ni los empeñados debates de la Dieta, ni las negociaciones parciales que entre unas y otras cortes se seguían, ni los efectos que en cada una produjo la actitud amenazadora del primer cónsul. No teniendo estos sucesos, aunque gravísimos en sí, relación directa con la historia de nuestra nación, cúmplenos solamente apuntarlos, y solo añadiremos que al fin la corte de Viena tuvo que adherirse al conclusum de la Dieta, y que la deliberación de febrero de 1803 puso término a la espinosa cuestión del arreglo de los asuntos germánicos.

Otros sucesos habían de ser de más influencia y de más compromiso para el gobierno español. Sentíanse ya amagos y observábanse síntomas de ruptura de la tan celebrada paz de Amiens. Inglaterra no podía ver con ojos serenos el engrandecimiento de la Francia en Europa y en América, su prosperidad interior, la importancia y el ascendiente de su eficaz intervención en los asuntos de Alemania y de la Helvecia, el viaje de un general francés a Oriente al parecer con miras de nuevo sospechosas sobre Egipto. Continuaban las polémicas destempladas y mutuamente ofensivas entre los diarios ingleses y franceses, la pueril irritación de Napoleón por los improperios de los emigrados de Londres y sus exigencias exageradas al gobierno inglés para su expulsión y castigo, y las contestaciones del gabinete británico escudándose en las leyes de imprenta, y quejándose a su vez de los artículos injuriosos de un periódico conocidamente oficial como el Monitor. Aquel gobierno abogaba en favor de la independencia suiza, y el primer cónsul obraba al revés enviando al general Ney con grande ejército a la Helvecia y ordenándole que procediera con celeridad y resolución hasta subyugarla. El alto comercio inglés no estaba por la paz; en el parlamento había un poderoso partido contra ella, y el ministro Addington que la había celebrado y quería conservarla, no se atrevía a romper, ni lo permitía su situación política, con los partidarios de la guerra. La Inglaterra no evacuaba a Malta, como estaba convenido en el tratado de Amiens, porque pedía que antes se cumpliera otra de las estipulaciones del tratado, a saber, que Austria, Prusia, Rusia y España salieran garantes del nuevo orden de cosas establecido en Malta, y hasta tanto se creía autorizada para diferir la evacuación. Esta cuestión fue la que más predispuso al rompimiento.

Íbanse acalorando más y más las contestaciones. En un despacho de Talleyrand a Mr. Otto, embajador de la república en Londres, le decía al final de la instrucción: «Aunque estallara de nuevo la guerra del continente, poco nos importa, pues Inglaterra será la que nos haya obligado a conquistar la Europa. El primer cónsul solo tiene treinta y tres años, y hasta ahora únicamente ha destruido estados de segundo orden. ¡Quién sabe el tiempo que necesitará, si le obligan a ello, para volver a trastornar la faz de Europa, y resucitar el imperio de Occidente!» Mientras en el parlamento británico se pronunciaban elocuentes y fogosos discursos sobre la conducta de Francia, sobre el cumplimiento de los tratados y sobre la política del ministerio, Napoleón constituía la Suiza, con la serenidad de quien parecía no alterarse por aquellos desahogos; mas cuando llamó a las Tullerías al embajador inglés lord Withworth, después de exponerle el cuadro de la conducta pasada y presente del gobierno británico: «Cada viento, le dijo con calor, que se levanta en Inglaterra llega a mí preñado de odio y de ultraje. Ahora nos encontramos en una situación de la cual es preciso salir a toda costa. ¿Queréis cumplir el tratado de Amiens? ¿sí, o no?» Y concluyó con estas terribles palabras: «Debéis tener entendido, que más quiero que os apoderéis de las alturas de Montmartre (faubourg de París) que no veros en Malta.»– «¿No es verdad, milord, le dijo en otra ocasión, que es una temeridad hacer un desembarco en Inglaterra...? Pues bien, milord, como me obliguéis a ello, estoy resuelto a intentar esta temeridad... He pasado los Alpes en invierno, y sé cómo se hace posible lo que parece imposible a la generalidad de los hombres; y como llegue a conseguir mi intento, vuestros descendientes llorarán con lágrimas de sangre que me hayáis obligado a tomar esta resolución...»

Semejante lenguaje alejaba ya, si no toda posibilidad, por lo menos toda esperanza de paz. El mensaje del rey Jorge III al parlamento británico (8 de marzo, 1803) acabó de irritar al primer cónsul, y se preparó activamente a la guerra. Para proporcionarse fondos, no queriendo apelar a empréstitos, discurrió lo que nadie habría podido imaginar, a saber, vender la Luisiana a los Estados Unidos por una cantidad de dinero, que se ajustó en ochenta millones, de los cuales veinte servirían para indemnizar al comercio americano por las presas que ilegalmente se le habían hecho en la última guerra, y sesenta quedarían a favor del tesoro de Francia. Con esta singular venta quebrantaba Bonaparte el artículo de un tratado solemne hecho con España, en el que, al tiempo de ceder a la Francia aquella colonia, se había estampado la cláusula de que en el caso de no convenirle en algún tiempo poseerla no había de poder traspasarla a potencia alguna, sino a la misma España. Violábase pues de un modo desdoroso el pacto de retroversión, y con esto comenzaban para España nuevos compromisos antes de declararse la guerra{10}.

Esta declaración no podía ya hacerse esperar mucho. Sin embargo, cruzáronse todavía proposiciones de una y otra parte. Pedía Inglaterra la ocupación de Malta por diez años, la isla de Lampedusa, que Francia evacuara inmediatamente a Suiza y Holanda, y que fijara una indemnización al Piamonte, ofreciendo la Gran Bretaña en recompensa el reconocimiento de los Estados italianos. Si el gobierno francés no admitía estas condiciones, el embajador pediría sus pasaportes. Dábase para la resolución el plazo de siete días (de 25 de abril a 2 de mayo, 1803). Francia ofreció todavía entregar a Malta en depósito al emperador de Rusia hasta que se zanjaran aquellas diferencias, y logró que aquel soberano y el de Prusia se prestasen a ser mediadores. Mas ni esta proposición, ni la de dejar a los ingleses la posesión de Malta por tiempo indeterminado, con tal que los franceses ocuparan por el mismo tiempo el golfo de Tarento, fueron admitidas por lord Withworth, que manifestó no serle dado diferir más su marcha si Francia no se adhería formalmente a lo que pedía su gobierno. En su virtud se expidieron al embajador sus pasaportes; tomó los suyos en Londres el embajador francés, general Andreossy (12 de mayo, 1803), y de este modo quedó rota la paz de Amiens a poco más de un año de celebrada. La marina real inglesa comenzó a perseguir el comercio francés y a apresar buques mercantes. Irritado con este acto el primer cónsul, entregándose a todo el ardor de su carácter, mandó considerar como prisioneros de guerra todos los ingleses que viajaran por Francia en el instante del rompimiento. La guerra sin embargo no se declaró públicamente hasta el 22 de mayo.

Los preparativos para esta guerra aterraron al mundo, principalmente los marítimos; y no era para menos, pues se trataba de lanzar sobre Inglaterra ciento cincuenta mil hombres, doce o quince mil caballos, y trescientas o cuatrocientas piezas de artillería. Asustaba pensar en el número de buques necesario para este inmenso trasporte, pero causaba más asombro ver trabajar en todos los puertos y arsenales de Francia en la construcción de mil doscientas a mil quinientas lanchas y botes cañoneros, canoas y peniches, capaces de llevar tres mil bocas de fuego de gran calibre, sin contar las piezas de menores dimensiones; pensamiento asombroso, y problema que parecía de imposible resolución{11}. Por último se hizo ascender la escuadra de guerra de mil doscientos a mil trescientos buques, y la escuadrilla de trasporte a novecientos o mil; «conjunto naval prodigioso, exclama con razón un historiador, ¡sin ejemplo en los tiempos pasados, y probablemente también en los futuros!» De los cuatrocientos ochenta mil soldados disponibles, distribuidos en las Colonias, en Hannover, Holanda, Suiza, Italia y Francia, se formaron seis grandes campamentos; de ellos trescientos mil veteranos aguerridos estaban en disposición de entrar inmediatamente en campaña. Los recursos con que contaba Napoleón para mantener este pié formidable de guerra eran los siguientes: el precio de la venta de la Luisiana: –Nápoles, Holanda y Hannover mantendrían sesenta mil hombres: España, Parma, Liguria y la república italiana pagarían un subsidio regular: los inmensos donativos voluntarios de los departamentos y ciudades, y un aumento en los productos de la renta pública. A pesar de tan inmensos armamentos, la lucha iba a ser gigantesca y podía ser dudosa, porque si Francia era poderosa en el continente, Inglaterra había conquistado el imperio del mar, e iba a desplegar su imponente pabellón en ambos hemisferios.

El primer cónsul, acompañado de su esposa, recorrió todas las costas, activando los preparativos para la gran expedición, ostentando una pompa regia, y recibiendo homenajes como los que se tributan a los reyes. Ensanchose el puerto de Boulogne, donde se creó como por encanto un inmenso establecimiento marítimo, y reuniéronse en el canal de la Mancha todas las divisiones de la escuadrilla, donde se ejercitaban en maniobras y combates brillantes las lanchas cañoneras contra los bergantines y fragatas, en tanto que los cuerpos de tropas, distribuidos a lo largo del mar, hacían también sus ejercicios militares. Todo parecía estar pronto para la grande empresa en el invierno de 1803, y esperábase con confianza verla en breve realizada.

Supónese que las demás potencias no habían de mirar con gusto la gran lucha que nuevamente iba a abrirse, y si bien las más culpaban de ella a la Gran Bretaña, y no sufrían la preponderancia que aquella nación quería ejercer sobre todas en los mares, también temían la dominación que la Francia amenazaba ejercer sobre Europa, y más por quien al cabo era el producto de la revolución francesa, por más que pareciera comprimir los excesos de la anarquía. Austria no tenía ningún interés marítimo que defender. Prusia, más interesada, intentó hacer un arreglo que conviniera a las dos naciones que se estaban amenazando. Rusia, a quien ocupaban a la sazón otros cuidados, y que por lo mismo sentía doblemente el rompimiento, ofreció su mediación al primer cónsul, el cual se apresuró a aceptarla, pero era calculando que rehusada o recibida con frialdad aquella mediación por Inglaterra, había ésta de darle pretexto para justificar la guerra a todo trance que pensaba hacerla. Y por último, viendo o aparentando ver en las proposiciones de Rusia extremos poco aceptables para Francia, declaró al emperador que agradecía sus buenos oficios, pero que atendida la inutilidad de sus esfuerzos debía creer que el destino traía la guerra, y que la haría, no doblando la cerviz ante una nación orgullosa acostumbrada por espacio de veinte años a hacerla doblar a todas las potencias. Veamos la grave cuestión que se suscitó con respecto a España, y el partido que tomó nuestro gobierno.

Pero antes de explicar lo que medió sobre este asunto conviene advertir, que ya en diciembre de 1802 había el embajador francés Beurnonville indicado al príncipe de la Paz la idea de que nadie como el rey Carlos IV podía hacer un importante servicio a la Francia y a sus parientes los príncipes proscritos de la familia de Borbón, insinuándoles la conveniencia de que renunciaran a sus derechos al trono francés, dejando ya de servir su nombre a locas conspiraciones, que no podían producir otra cosa que inútiles perturbaciones y dar que hacer a las autoridades y a los verdugos; a cambio de lo cual el primer cónsul estaba dispuesto a resarcirles sus bienes de la manera posible, y a formar a cada uno un patrimonio correspondiente a su alta clase y alcurnia. Contestole el ministro español que el pensamiento del primer cónsul sería muy generoso, pero que él no se atrevería ni aun a proponérselo cuanto más a aconsejárselo a su soberano, pues sobre no poderse suponer que aquellos príncipes accedieran a la renuncia de una corona cuya esperanza, por ilusoria que fuese, era su único consuelo en el destierro (en cuyo caso el desaire a un pariente tan inmediato le sería muy penoso), este paso podría estar bien en cualquiera otro a quien no ligaran los vínculos que unían a Carlos IV con aquellos príncipes desgraciados. Después de alguna réplica preguntole el embajador si le autorizaba a trasmitir su respuesta al primer cónsul; contestole el de la Paz que no tenía reparo en ello, con tal que lo hiciese siendo eco fiel de la templanza con que él se había producido. En su virtud participó Beurnonville al primer cónsul el resultado de aquella conferencia{12}.

Otra de las pretensiones de Beurnonville fue que no se permitiera estampar en los papeles del gobierno, o sea en las Gacetas de Madrid, lo que en los diarios ingleses se escribía contra la Francia o contra su jefe, de lo cual se quejó amargamente el embajador como de cosa impropia de un gobierno aliado y amigo. A esto respondió el príncipe de la Paz que ya a la Gaceta y al Mercurio les estaba prohibido insertar los libelos que se publicaban contra la república o su primer magistrado, pero que no veía razón para que se pretendiera prohibir del mismo modo la inserción de los artículos de los diarios ingleses y franceses, y principalmente de los discursos y debates del parlamento británico, como se copiaban los discursos, proclamas y noticias oficiales del Monitor. Por más que esforzó su queja e insistió en su reclamación Beurnonville, no pudo conseguir más sino que se pusiera al pie de cada artículo tomado de los diarios de Lpndres: «Extracto del Times: Extracto del Morning-Chronicle, &c.»

Tales contestaciones, unidas a los resentimientos que venían ya de atrás, señaladamente desde el tratado de Badajoz, aumentados con el de los matrimonios de los príncipes de España y Nápoles, y con las cuestiones producidas por la herencia del ducado de Parma y la venta de la Luisiana, constituían un catálogo de quejas y cargos que mutuamente se hacían el primer cónsul y el príncipe de la Paz, los cuales se miraban no solo con recíproca desconfianza, sino con abierta o muy poco disimulada enemistad personal. Napoleón llegó a sospechar, y aun no se recataba de decir, que el príncipe de la Paz hacía traición a su alianza, que mantenía íntimas relaciones con los ingleses, y aun estaba vendido a ellos, y en su virtud estableció uno de los seis grandes campamentos en Bayona, como amenazando ya a España.

En esta mala disposición de los ánimos había sobrevenido la declaración de guerra. El gobierno español se había propuesto esta vez ser neutral, y por mas que se diga que a Napoleón le era indiferente tener a esta nación por amiga o por enemiga, porque de todos modos en su estado de impotencia le había de ser inútil{13}, es lo cierto que quiso obligarla a explicarse, pronto quejándose de que siguieran recibiéndose buques ingleses en los puertos de la península, y exigiendo ya que siguiera un sistema más pronunciado en favor de la Francia{14}. Procuró nuestro embajador persuadir al primer cónsul de que la neutralidad era una necesidad imperiosa para España, y de ningún modo falta de afecto a la república y a su jefe. Aparentando entonces generosidad el primer cónsul, manifestó que aunque con arreglo al tratado de San Ildefonso de 1796 tenía derecho a exigir de España que le auxiliase con veinte y cuatro mil hombres, quince navíos de línea, seis fragatas y cuatro corbetas, queriendo dar a su aliada una prueba de su amistad, consentiría en que se mantuviese neutral con tal que reemplazase aquel auxilio con un subsidio en metálico y la libertad del comercio francés, poniendo grandes trabas al de Inglaterra, y que se dieran amplios poderes a Azara para ajustar un convenio en este sentido.

Trasmitida por Azara esta proposición a Madrid (4 de julio, 1803), pidiendo instrucciones precisas y no arbitrales, y significando su deseo de que esta plenipotencia se confiriese a otro, contestole el ministro Cevallos, pasando una nota en igual sentido al embajador francés, que el rey se hallaba pronto a cumplir el tratado de alianza, pero que amante de la paz de los españoles, interpondría sus buenos oficios con Inglaterra, en unión con las potencias garantes del tratado de Amiens, a fin de reducirla a medidas más conformes al interés de la humanidad. Esta respuesta no podía satisfacer a Bonaparte; y como al propio tiempo supiese las disputas que con su embajador en Madrid sostenía el príncipe de la Paz sobre la inteligencia de las obligaciones del tratado de San Ildefonso para esta guerra, y que su principio era no dejar de ser amigo de Francia pero no chocar con Inglaterra, lo cual le confirmaba más y más en sus sospechas de que se estaba entendiendo con aquella nación, hizo pasar una enérgica nota (27 de julio), que contenía: quejas amargas de la conducta del ministro español; necesidad de que declarara franca y sencillamente si el rey quería o no cumplir lo estipulado en el tratado de alianza; en qué época y de qué manera; la alternativa de una completa cooperación a la guerra marítima, o la prestación de un subsidio de seis millones mensuales, y de veinte y cuatro por los cuatro meses ya trascurridos; y que de estas condiciones no se separaría un ápice el primer cónsul. Azara la trasmitió a su gobierno llamando la atención sobre lo exorbitante de la suma, e indicando que semejante neutralidad no podía ser más que aparente, y que no podía librarnos de romper con Inglaterra.

No se hizo esperar mucho otra nota todavía más apremiante (16 de agosto, 1803), puesto que en ella se decía que la medida de las ofensas recibidas de España estaba a punto de colmarse; que el primer cónsul se complacía en creer que no era S. M., sino consejeros pérfidos vendidos a Inglaterra, la causa de aquellos ultrajes. Y procediendo a exigir satisfacciones, pedía: el valor de unos buques apresados en Algeciras por los ingleses, tasados en tres millones: que el oficial que mandaba en Algeciras y no lo había impedido, fuera juzgado y sentenciado por un consejo de guerra: que se destituyera inmediatamente al gobernador de Cádiz por haber querido hacer entrar en una leva de milicias algunos franceses: que se hiciera lo mismo con el de Málaga, donde se decía que otros franceses habían sido maltratados: que se declarara responsables a los comandantes de mar y tierra de la Coruña de la seguridad de cuatro buques franceses surtos en el Ferrol que no habían sido socorridos: que se revocara la orden que se había dado de poner cien mil hombres sobre las armas: que las tropas enviadas a Cataluña, Navarra, Vizcaya, Asturias, Valladolid y Burgos se dirigieran a Gibraltar y la Coruña, y que se aumentaran las fuerzas marítimas para ayudar a la Francia en su honrosa empresa. Y concluía diciendo: que era ya tiempo de que los hombres que aconsejaban a S. M. y habían insultado la Francia se desengañaran, pues el primer cónsul estaba decidido a hacer ver que una alianza sellada con la sangre de los dos pueblos no se había hecho para ser el juguete de las intrigas o de la ciega política de unos pocos individuos.

El tono imperioso de Bonaparte, el lenguaje altivo y amenazador de Beurnonville con el príncipe de la Paz, la respuesta evasiva de éste, diciendo que Azara estaba encargado de entenderse en París con Talleyrand, la audiencia que de sus resultas tuvo el embajador francés con el rey, y lo no muy satisfecho que salió de la entrevista, le movieron a no comunicarse por entonces más con los ministros. Sin embargo, era cierto que a Azara se le habían enviado instrucciones (5 de setiembre, 1803), para que ofreciera a nombre de su soberano hacer causa común con la república, tan luego como recibiera contestación del monarca inglés a la intimación que le había hecho en correo extraordinario del 3, si bien pidiendo a su vez explicaciones al primer cónsul sobre la significación del campamento establecido en Bayona. Azara, no obstante haber pedido que se le relevara de su cargo, temeroso de hacer un mal papel en esta negociación, solicitó y obtuvo una larga entrevista con el primer cónsul, en que procuró desvanecer los errores o calumnias con que se había tratado de malquistar al gobierno, español, conducir las cosas a términos amigables, y hacer que Portugal entrara con las mismas condiciones que España en lo que se pactase, a fin de evitar que un caso de guerra con aquel reino diera pretexto a introducir en España tropas francesas. Oyole Bonaparte con la consideración que guardaba siempre a su antiguo amigo, pero en cuanto a la neutralidad española manifestó con el tono más severo que tenía dadas órdenes a su embajador en Madrid para que pidiese la inmediata declaración de guerra a la Gran Bretaña y la expulsión de su ministro, asistiendo a Francia con el contingente a que era obligada, o de lo contrario haría él la guerra a España, para lo cual tendría en pocos días prontos dos ejércitos{15}.

No satisfecho con esto Napoleón, envió a Madrid al secretario de embajada Hermann con instrucciones para hacer que el príncipe de la Paz, o se sometiera a las condiciones que llevaba escritas, o se resignara a una caída inmediata por los medios que obraban también en su cartera. Estos medios eran una carta del primer cónsul a Carlos IV, en la cual le ponía en la disyuntiva, o de franquear la entrada inmediata a un ejército francés, o de retirar su confianza al favorito, a cuyo fin le denunciaba las desgracias y deshonra de su corona, bien que solo hasta el punto de despertarle el sentimiento de su dignidad. Esta carta, en caso necesario, la entregaría Beurnonville al rey en audiencia solemne, y si a las veinte horas el príncipe no había caído, el embajador se retiraría, y daría a Augereau la orden de pasar con su ejército la frontera{16}. Hizo Hermann la imperiosa intimación de que venía encargado; faltó valor al príncipe de la Paz para resistir a la amenaza, si bien intentó alejarla de sobre su cabeza remitiéndose a las instrucciones que se habían enviado ya al caballero Azara con poderes para acceder a cuanto pidiese el primer cónsul{17}.

Trasmitida esta respuesta a Beurnonville, como éste tenía orden de no admitir ya más referencias a París, se creyó en el caso de poner en manos del rey la carta del primer cónsul. Apuro grande era éste para la reina y para el príncipe de la Paz: mas no siendo posible negarle la audiencia que solicitó, discurrieron salir del conflicto, aconsejando al rey que recibiese la carta, con lo cual se evitaría la orden de invasión a las tropas francesas, pero que no la abriese, por si contenía expresiones ofensivas y que pudieran mortificarle, con lo cual salvaría su dignidad. Así lo ejecutó el cándido monarca, diciendo al embajador: «He recibido la carta del primer cónsul, porque no hay otro remedio, pero os la devolveré muy pronto sin haberla abierto. Dentro de pocos días sabréis que este paso ha sido inútil, porque el señor Azara tiene encargo de terminarlo todo en París. Yo estimo al primer cónsul; quiero ser su fiel aliado y proporcionarle todos los recursos de que mi corona puede disponer.» Habíanse dado en efecto instrucciones a Azara, pero se puso a este diplomático en el mayor de los compromisos.

Fue el caso que después de suscrito el proyecto de tratado de Hermann y enviado a París, presentó Beurnonville otro más extenso, y aumentado con cláusulas inadmisibles que contenían exigencias humillantes. El príncipe de la Paz resistió cuanto pudo, pero la necesidad y el temor le obligaron a aceptarle también, con la esperanza, él y el ministro Cevallos, de que Azara encontraría medio de anular este último, acelerando en París, antes que este llegara, la aprobación del primero. En este sentido le despachó dos correos (4 y 7 de octubre, 1803) el ministro de Estado{18}. Azara comprendió la delicadísima y difícil posición en que se le colocaba, y más conociendo el genio y la inflexibilidad del primer cónsul. Preparose no obstante a hacer un esfuerzo y a tentar fortuna. Habló primeramente con Talleyrand, sin que de sus extensas reflexiones sacara otra respuesta sino que el segundo tratado estaba perfectamente concluido, puesto que había sido admitido por el príncipe de la Paz, autorizado para ello por el rey. Atreviose sin embargo a acudir al primer cónsul; mas al oír Bonaparte que Carlos IV intentaba eludir el tratado presentado por Beurnonville y consentido por el príncipe de la Paz, irritose de modo que su primer impulso fue mandar publicar la guerra a España{19}. Templole el embajador, recordándole su antigua amistad y sus servicios personales hechos a la Francia, en términos que le permitió leerle una breve memoria que llevaba escrita sobre el asunto en cuestión{20}. El resultado final de este negocio fue el convenio que se firmó en París el 22 de octubre (1803), y cuyo texto es el siguiente:

Tratado de neutralidad.

Artículo 1.º S. M. el rey de España dará órdenes para que los gobernadores de Málaga y de Cádiz y el comandante de Algeciras, que se han hecho culpables en el ejercicio de sus funciones contra el gobierno francés, sean destituidos de sus empleos.

2.º S. M. el rey de España se obliga a proveer a la seguridad de las embarcaciones de la república que han conducido los sucesos del mar actualmente y puedan conducir en lo sucesivo a los puertos del Ferrol, de la Coruña y de Cádiz. Dará sus órdenes para que se adelante cuanto sea necesario para la reparación y armamento de estos buques, y subsistencias de sus tripulaciones, proveyéndolo todo en sus almacenes por cuenta de la república francesa.

3.º El primer cónsul consiente en que las obligaciones impuestas a España por los tratados que unen a ambos Estados, se conviertan en un subsidio pecuniario de seis millones cada mes, que se darán por España a su aliada, contándose desde la renovación de las hostilidades hasta el fin de la presente guerra.

4.º El subsidio de seis millones que S. M. C. se obliga a dar en compensación de sus empeños se entregará de mes en mes, a saber: en especies desde que empezó la guerra y en el mes corriente, y después en doce obligaciones sucesivas pagaderas al fin de cada mes, y las cuales se adelantarán por el tesoro público de Francia a sus ejércitos en cada uno de los años que dure la presente guerra. También se han convenido que sobre los seis millones por mes que forman el subsidio de España, retendrá S. M. C. todos los meses dos millones, que conservará en depósito para el pago de las sumas que se podrán reconocer en la liquidación general de los adelantos hechos por España a favor de la Francia en los puertos de Europa y de las Colonias.

5.º En consecuencia de lo que se acaba de convenir, la parte del subsidio vencido que debe pagarse en especie en todo el próximo brumario, comprendiendo los meses de prairial, messidor, termidor y fructidor, subirá a la suma de diez y seis millones que se entregarán a la Francia. Los otros ocho millones quedarán en depósito en manos de S. M. el rey de España para responder del objeto expuesto en el artículo precedente. Y por consecuencia del mismo arreglo, las obligaciones sucesivas de mes en mes se proveerán por adelantado, a saber: por el año XIII, quince días después de la ratificación de este convenio, y por cada uno de los años que seguirán, en messidor del año precedente, solo llevarán la suma de cuatro millones por mes, quedando en el depósito los otros dos millones del subsidio en cada mes para el uso indicado. Entiéndase que el subsidio efectivo de cuatro millones pagaderos cada mes, no podrá entrar en balanza alguna de compensación por ninguna especie de gasto, debiéndose entregar siempre al tesoro en dinero, a vista de las obligaciones libradas.

6.º En consideración a las cláusulas estipuladas, y en tanto se cumplan, la Francia reconocerá la neutralidad de España, y promete no oponerse a ninguna de las medidas que podrán tomarse con respecto a las naciones beligerantes en virtud de los principios generales y de las leyes de la neutralidad.

7.º S. M. C., deseando prevenir todas las dificultades que podrían suscitarse con motivo de la neutralidad de su territorio, en caso de una guerra entre la república francesa y el Portugal, se obliga a hacer dar a esta potencia, y en virtud de un convenio secreto que se hará, la suma de un millón por mes, en los términos y modo especificados en los artículos 4.º y 5.º del presente convenio, y por medio de este subsidio se consentirá la neutralidad de Portugal por parte de la Francia.

8.º S. M. C. concede el paso, libre de derechos, a los paños y manufacturas francesas que se expidan a Portugal. Y por lo que respecta a las reclamaciones de la Francia, relativas a los intereses y derechos de su comercio en España, se ha convenido en hacer, en el trascurso del año XIII, un convenio especial que tendrá por objeto facilitar y alentar respectivamente el comercio de ambas naciones.

Las ratificaciones del presente convenio se canjearán en París diez y ocho días después de firmarse. París, 26 vendimiario, año XIII de la república francesa (9 de octubre de 1803).– José Nicolás de Azara.– Ch. Mau. Talleyrand.

A precio pues de una serie de humillaciones y de un sacrificio pecuniario insoportable en aquella situación compró esta vez la España una neutralidad que no podía ser más que nominal; porque llamarse neutral y ayudar con un cuantioso subsidio a una de las potencias beligerantes, era quedar expuesta a todo el resentimiento de la otra, o contar con una credulidad de su parte de todo punto inverosímil. El embajador Azara, a quien tanto comprometió la corte en este negocio{21}, y a cuyos esfuerzos se debió el que no parara en abierto rompimiento, había rogado ya varias veces que se le relevara de aquel cargo alegando falta de salud y de fuerzas para seguir desempeñándole, renovó después de hecho el convenio sus instancias, hasta el punto de dirigirse particularmente al rey exponiéndole respetuosamente que si sus razones no le hacían fuerza, faltaría por la primera vez de su vida a la sumisión que le debía retirándose sin su consentimiento, lo cual le valió una amistosa reconvención del ministro Cevallos a quien el rey enseñó la carta. Pero más duramente le reconvino por otra que escribió al príncipe de la Paz, en que con estilo algo sarcástico y excesivamente franco le advertía que en París se murmuraba de que no dejase obrar con entera libertad a Carlos IV, y que si no disimulaba algo su desmedido favor se exponía a que Bonaparte, ya prevenido contra él y de carácter violento, se empeñara en derribarle de su altura. A nombre del rey le hizo Cevallos una severa advertencia, y desde entonces no volvió Azara a comunicarse con el príncipe de la Paz{22}. Por último, en 19 de noviembre (1803) comunicó Carlos IV a Napoleón con toda solemnidad que accediendo a las repetidas instancias de don José Nicolás de Azara, a su avanzada edad y habituales achaques, había condescendido en relevarle de su cargo de embajador, esperando que en su despedida le dispensaría las mismas honras y las mismas muestras de bondad con que siempre le había distinguido{23}.

No solamente Napoleón y su primer ministro Talleyrand continuaron dispensando al caballero Azara esas señaladas honras que les recomendaba y mostraba desear el monarca español, y que eran propias de la antigua amistad que había mediado entre ellos{24}, sino que el ministro Cevallos, y el mismo príncipe de la Paz, no obstante las contestaciones desagradables que se habían cruzado, el uno le manifestó su sentimiento de verle fuera de los negocios, el otro le ofreció influir con sus soberanos para que recompensasen debidamente sus largos servicios. En efecto, aunque aquel antiguo servidor del Estado respondió dando muestras de desinterés y abnegación (diciembre, 1803), una real orden fue expedida (1.º de enero, 1804), para que se le conservara su plaza efectiva en el Consejo de Estado, y que pudiera disfrutar de todos los sueldos, regalías y emolumentos en el punto en que quisiera situarse. Poco disfrutó ya el benemérito Azara de esta última consideración de su soberano, pues antes de terminarse aquel mes acabaron con él sus padecimientos (26 de enero), sintiendo su muerte todos los franceses ilustrados, y teniendo, momentos antes de expirar, la honra de alargar su mano moribunda a la de Napoleón que fue en persona a estrechársela, y salió de su alcoba silencioso y conmovido{25}.

Lo extraño no es que a Napoleón le irritaran algunas contrariedades o reparos que en España se ponían todavía a las indicaciones de su voluntad: lo que podemos extrañar es que no le llevara más adelante algún arranque de su impetuosidad y de la cólera de que estaba en aquel tiempo poseído, porque era precisamente cuando la tenía furioso y ciego de enojo la célebre conjuración realista, tramada contra su poder y contra su vida por los príncipes de Borbón emigrados en Londres; aquella famosa conjuración, en que entraron el temible Jorge Cadoudal, aquel terrible vendeano, único que había rehusado someterse a Bonaparte cuando acabó la guerra y subyugó la Vendée; el general Pichegrú, en otro tiempo vencedor de Holanda; los Polignac, Lajollais y otros conspiradores, que habían pasado y estaban ocultos en París, procurando entenderse y concertarse con Moreau, el jefe glorioso de los ejércitos republicanos, el émulo de Bonaparte en Hohenlinden, y el segundo personaje de la república; aquella conjuración, que tenía por objeto atacar el terrible Jorge con una cuadrilla de chouanes la guardia consular de Napoleón en el camino de la Malmaison y quitar la vida a Bonaparte para restablecer en el trono de Francia a los Borbones; aquella conjuración que por espacio de muchos meses se atribuyó a invención de la policía para tener un pretexto de vengarse de los realistas, pero cuya realidad patentizaron después el descubrimiento y las prisiones sucesivas de Moreau, de Pichegrú, de Polignac, de muchos de los chouanes que habían de ejecutar el atentado, y por último la del mismo Jorge, y las declaraciones por unos y otros prestadas (últimos meses de 1803 y primeros de 1804).

Exasperado y ardiendo en ira tenía ya al primer cónsul el origen de esta conspiración, la importancia de los conjurados, las dificultades que para descubrirlos y aprenderlos había encontrado la policía; pero acabaron de exasperarle y ponerle fuera de sí las declaraciones contestes de los presos de que un príncipe francés había de desembarcar en la costa de Biville e introducirse en París para ponerse a la cabeza de los conjurados. Su alma entonces rebosa de furor, no ya contra los conspiradores republicanos como en 1800 cuando se salvó de la máquina infernal, siendo obra también aquella de los realistas; ahora se enfurece contra éstos, a quienes en efecto acababa de favorecer con inesperada generosidad. En esta ocasión se propone ser inexorable. Envía un coronel de su confianza a vigilar la costa de Biville, pero trascurren días, y el príncipe anunciado no se presenta. Discurriendo entonces por qué otra parte podría venir alguno de aquellos príncipes, se acuerda de que el duque de Enghien se encuentra en Ettenheim, cerca del Rhin; envía un oficial de gendarmes disfrazado a tomar informes; una combinación fatal de equivocaciones y de apariencias hace que aquel joven y valiente príncipe sea tomado por el jefe que se aguardaba: la cólera de Napoleón no conoce ya límites ni freno; se propone hacer un escarmiento ruidoso y ejemplar; resuelve apoderarse del príncipe, siquiera tenga que arrancarle de territorio germánico; no repara en tratados ni en fronteras, ni oye las reflexiones de sus compañeros de consulado; un coronel con trescientos dragones y algunas brigadas de gendarmería penetra hasta Ettenheim, arrebata al príncipe, le conduce a París, y una orden consular manda que sea entregado a una comisión militar (20 de marzo, 1804). Al día siguiente la comisión da su terrible fallo: las leyes de la república son terminantes para los que han hecho armas contra la Francia, y el duque de Enghien es fusilado en el foso de Vincennes{26}.

La noticia de haber sido arrestado y ejecutado un príncipe de la sangre real produce general consternación y sensación de profundo desagrado en París, y arranca lágrimas a la esposa misma del primer cónsul; los realistas se llenan de indignación, pero el terror los ahoga y reprime: nótase una reacción repentina en los hombres honrados, que ven con desconsuelo al hombre grande, restaurador del orden social, hasta entonces indulgente y generoso, cometer actos propios de los tiempos del furor de la república, y reproducirse, aunque con menos solemnidad, el drama sangriento del suplicio de Luis XVI. Los más amigos del primer cónsul sienten que el ciego afán de aterrar a los Borbones para que no vuelvan a conspirar, que su principio de que la sangre real no ha de ser privilegiada para el crimen, sino igual ante la ley a la de los demás ciudadanos, que su idea de demostrar a la Europa que es poderoso y no teme nada, le haya fascinado y obcecado hasta el punto de empañar su gloria manchando con sangre real el manto de que pensaba revestirse para tomar plaza entre los reyes.

Y sin embargo, aquellos momentos de general espanto, de ansiedad dentro y de agitación fuera, aun no enjuta la sangre derramada de un príncipe, el gran Moreau en vísperas de comparecer ante un tribunal, la Europa en actitud amenazante, e Inglaterra enemiga, aquellos momentos críticos fueron los que con maravillosa audacia quiso aprovechar Napoleón para precipitar su marcha atrevida, franquear el último escalón que le faltaba para subir a un trono, y desafiar de una vez la fortuna resolviendo todas las dificultades, y haciendo olvidar el duque de Enghien a la Francia a fuerza de gloria, a los reyes a fuerza de poder. En verdad el espíritu público favorecía sus designios. Aquella misma conjuración y sus sangrientas consecuencias afirmaban más y más a los amantes del orden y del reposo, que eran ya la gran mayoría, en la necesidad de poner a la Francia al abrigo de nuevas maquinaciones, inquietudes y trastornos, y de asegurar el poder del hombre que le había dado gloria, engrandecimiento y tranquilidad. Si el primer cónsul moría, ¿quién empuñaría con bastante fuerza las riendas del Estado para no volver a caer en la anarquía? La idea del poder hereditario volvió a resucitar; y, como dice un moderno político de aquella nación: «La Francia no veía más que una cosa, la monarquía; un hombre, Napoleón; un principio, el orden; una esperanza, el reposo con el poder.»

Napoleón no necesitaba que le animaran para aspirar al trono; pero le alentaban sus apasionados y casi iban delante de sus deseos; si ahora no le ayudaba Cambaceres, el activo negociador del consulado vitalicio, en cambio le allanaba Fouché el camino con una eficacia prodigiosa. Los colegios electorales entonces reunidos comienzan a dirigirle exposiciones: pronto recibe un mensaje del Cuerpo legislativo ofreciéndole lo mismo que él tanto deseaba; pero pide un plazo para reflexionar y resolver. En esta calculada tregua Napoleón quiere asegurarse del voto y adhesión del ejército y de la aquiescencia de las cortes extranjeras. Manéjase tan activamente con éstas, que obtiene en pocos días la aprobación de Prusia, el reconocimiento de Austria con una condición que no le era ni violenta ni sensible; de España no podía dudar. El ejército intenta adelantarse a proclamarle emperador. Con esto Bonaparte contesta al Senado que puede explicar ya abiertamente todo su pensamiento. Hácese en el Senado la proposición de declarar emperador al primer cónsul y de hacer la sucesión al trono hereditaria en su familia: ninguna voz se levanta para combatirla. El 18 de mayo (1804) se lee y aprueba el Senado-Consulto proclamando a Napoleón emperador de los franceses. Trasládase el Senado en cuerpo a Saint-Cloud a llevar este mensaje a Bonaparte y su esposa: a la arenga del presidente contesta Bonaparte que acepta el nuevo título para la gloria de la nación, y que somete a la sanción del pueblo la ley sobre el derecho hereditario. Al día siguiente aparece Napoleón I con todo su brillante cortejo de príncipes, condestables, mariscales y grandes dignatarios del imperio{27}. Los votos de tres millones y medio de ciudadanos sancionan este acto: el clero le celebra en los templos, y los magistrados exclamaron: «Dios creó a Bonaparte y descansó.» Solo resonaron dos voces de protesta, la de Carnot en el Tribunado a nombre de la revolución, y la de Luis XVIII en Varsovia a nombre de la legitimidad.

Desde el momento de su elevación al imperio concibió Napoleón un pensamiento tan nuevo como atrevido, y le concibió con aquella resolución irrevocable que solía seguir a sus proyectos, a saber; la de hacer que el pontífice Pío VII se trasladara en persona a París para consagrar su coronación, cosa desusada en los anales de los imperios, así modernos como antiguos, pues era costumbre constante que los emperadores fuesen a consagrarse a Roma: él se propuso conseguirlo o por la persuasión o por la intimidación, y entabló inmediatamente la negociación con los cardenales Fesch y Caprara. Mas como esta gran solemnidad no hubiera de hacerse hasta la entrada del invierno, dedicose entretanto a las cosas del gobierno y de la guerra. Sus primeros actos son el restablecimiento del ministerio de Policía que devuelve a Mr. Fouché; activar el fallo del proceso de los conjurados, de que resultó el destierro de Moreau a los Estados Unidos, el perdón de Polignac, y el suplicio de Jorge y doce de los suyos; la institución de un ministerio de Negocios eclesiásticos que confió a Portalis; la reorganización de la escuela politécnica, de la de puentes y calzadas y de las de derecho, y dar el nombre de Código de Napoleón al código civil que acababa de publicarse y es una de sus mayores glorias; atender después a las cosas de la guerra, preparar la escuadra, ir a Boulogne, visitar uno por uno los buques de la escuadrilla, dar una solemne y misteriosa función a bordo del Océano, distribuir las condecoraciones de la Legión de Honor, y diferido el desembarco para el invierno ir a las orillas del Rhin y donde quiera que sus atenciones le llamaban.

Trabajo le costó, y dificultades grandes tuvo que vencer para que el jefe de la Iglesia se decidiera a dejar la ciudad santa para ir a la capital de aquella Francia revolucionaria a ungir con sus sagradas manos la frente de quien no era considerado como soberano legítimo y como monarca de derecho divino. Y cuando después de muchas consultas, dudas y vacilaciones, fundadas en la dignidad de la Santa Sede, en las murmuraciones y en la censura que aquel paso podría producir en las cortes de Europa, y en los conflictos y peligros personales que pudiera correr y en las humillaciones que pudiera sufrir; cuando después de recibir nuevas instancias de Napoleón, y de pensar que era el restaurador del culto católico, y de meditar en el bien que podría reportar la religión, y en la esperanza de recuperar por este medio la Santa Sede las Legaciones, se inclinaba a dar gusto al hombre de quien podía recibir tanto bien y tanto mal; retraíale el verse llamado por los enemigos de aquel proyecto el capellán del emperador; afligíanle los términos de algunas cartas que recibía de Bonaparte, y sufría su espíritu, y su físico se resintió y debilitó notablemente. Por último, después de muchas negociaciones, incertidumbres y alternativas, resolviose el venerable pontífice a hacer el solicitado viaje. Despidiose de Roma con los ojos bañados en lágrimas; alentáronle las demostraciones inesperadas de respeto con que le saludaban y aclamaban todas las poblaciones de aquella Francia que le tenía asustado con la fama de irreligiosa y de impía, y acabó de fortificarse su espíritu al ver el recibimiento que le hizo Napoleón, disipándose al parecer todos los sombríos recelos que le habían hecho concebir.

Verificose pues (2 de diciembre, 1804) con la más suntuosa pompa y solemnidad en la iglesia de Nuestra Señora de París la ceremonia de la consagración del nuevo Carlo-Magno, ungiéndole la frente y bendiciendo el cetro y la espada el pontífice Pío VII. El mismo Napoleón tomó con su mano la corona y la colocó en sus sienes, poniendo otra en la corona de la emperatriz, queriendo significar con aquel acto que debía la corona imperial, no al pontífice, sino a Dios y a su brazo, y dando con esto satisfacción a los que murmuraban que la recibiera de la tiara. Las bóvedas del templo resonaron con el grito de ¡Viva el Emperador! pronunciado por todos los grandes cuerpos y todos los altos dignatarios de la Francia. Quedaron con esto colmados los deseos de Bonaparte de ofrecer a los ojos de Europa el espectáculo grandioso, la gran victoria moral, de hacer al sucesor de San Pedro dejar la ciudad eterna para venir a ungir con su mano al hijo de la revolución, y legitimar con aquella ceremonia sublime su elevación al trono.

Ocupado Napoleón con asuntos tan graves, la expedición contra Inglaterra se había ido suspendiendo y aplazando, pero sin descuidar los aprestos, que habían ido haciéndose cada día en mayor escala. Por otra parte, lejos de haber esperanzas de paz, todas las que pudieran concebirse habían desaparecido con el cambio del gabinete británico, habiendo caído el ministerio Addington por consecuencia de la coalición de Fox y de Pitt, y vuelto a entrar este último en el ministerio. Abierto partidario de la guerra el ministro Pitt, comenzó desde luego a dar pasos para inclinar a las potencias del continente a formar una tercera coalición, logrando arrastrar a su alianza la Suecia, la que más se irritó con el atentado de Ettenheim y de Vincennes. Ya dijimos el efecto que en otras cortes había hecho la elevación de Bonaparte al trono imperial. Austria, o escarmentada o prudente, era la que se conducía con más circunspección; y bien que excitada por Rusia, y no obstante la violencia y los despojos que ejercía en otros estados de Alemania, guardaba respetos al nuevo emperador, y el ministro de Viena le presentaba sus credenciales en Aix-la-Chapelle. En cambio el joven y arrebatado Alejandro de Rusia, constituyéndose en vengador de la violación del territorio germánico por la Francia, como si hubiera sido él el ofendido, había pasado tan acaloradas notas así a la Dieta como al gobierno francés, que le valieron muy duras contestaciones de Napoleón, dando por resultado la recíproca retirada de los embajadores de uno y otro imperio. Adherida pues Rusia a Inglaterra, aunque sin formal tratado, y en manifiesta hostilidad con Francia, aunque todavía sin formal rompimiento, trabajaba por robustecerse con la adhesión de la Alemania y del imperio Otomano. Napoleón se preparaba a todo, y sin dejar de atender al Continente, tenía su vista fija en la gran expedición marítima contra Inglaterra, y había dado el mando de la inmensa escuadra al almirante Villeneuve, por muerte de Latouche-Treville a quien antes le había confiado.

¿Podría España, en este estado de cosas, mantener su no bien definida neutralidad?

Dejemos para otra ocasión la melancólica pintura que podríamos hacer de la situación interior de nuestra España en este tiempo, sufriendo una carestía verdadera por efecto de las malas cosechas de aquellos años, y otra mayor carestía facticia producida por los acaparadores para especular con las necesidades públicas; alborotos y disturbios, y sobre todo el horno de discordias y de intrigas que ardía ya en el regio alcázar entre el príncipe de la Paz y los príncipes de Asturias y su ayo el canónigo Escóiquiz, que anunciaban ya días muy tormentosos para España y para la misma real familia, pero cuya triste relación no haremos en este lugar, limitándonos ahora a la actitud que se nos forzó a tomar para la gran lucha que hacia año y medio estaba amenazando al mundo.

Aunque la neutralidad española con la obligación de dar un subsidio a una de las potencias enemigas, hubiera podido parecer a la otra por lo menos un poco problemática, había sido no obstante respetada por ambas hasta la caída del ministro inglés Addington y su reemplazo por Pitt. En el afán de este ministro por provocar una nueva coalición europea contra la Francia, y cuando para ello trabajaba con todas las naciones del continente, de esperar era que no omitiese medio de comprometer a España, tomando pié de aquel mismo subsidio, ya pidiendo para sí una compensación equivalente, ya sobre esta negativa dando quejas y haciendo cargos, ya traduciendo a proyectos de hostilidad el que se reforzaran nuestros cruceros de América, que se armaran algunos navíos franceses en el Ferrol, o que se tomaran precauciones en defensa propia. Decía que estábamos suministrando a Francia un subsidio mayor que el que se había pactado, cuando lo que en realidad había era que no cumplíamos, porque no podíamos cumplir aquella obligación, que solo se libraban algunos pagarés a largos plazos, y que gracias a las operaciones de crédito que se hacían con el célebre Mr. Ouvrard, percibía aquella nación algún metálico{28}. En cuanto al armamento del Ferrol, el gobierno de Madrid accedió a suspenderle, y el de Francia convino en ello, a fin de quitar pretextos de rompimiento al gabinete británico. Mas no tardó éste en exigir más, a saber, que Carlos IV saliera garante de toda tentativa de Francia contra Portugal; exigencia exorbitante e inadmisible, como que traspasaba los límites de la neutralidad en que él mismo pretendía se encerrase.

Por último, pendientes todavía estos tratos, tales como fuesen, comunicó órdenes secretas a sus cruceros para que acometieran los buques españoles en todos los mares, y echaran a pique aquellos cuyo porte no excediera de cien toneladas. A consecuencia de esta orden, que la imprenta británica censuró con tanta acritud como pudiera hacerlo la nuestra, cuatro fragatas españolas que venían de Lima y Buenos Aires conduciendo cuatro millones de pesos, fueron sorprendidas y asaltadas por un crucero inglés en el cabo de Santa María (5 de octubre, 1804). Los marinos españoles, aunque tan inesperadamente sorprendidos, se defendieron heroicamente; pero incendiada y volada la fragata Mercedes con los trescientos hombres que llevaba a bordo, rindiéronse las otras tres, que con el dinero que traían fueron conducidas a los puertos de la Gran Bretaña, Portsmouth y Plimouth, so pretexto de detención hasta que España diera explicaciones satisfactorias sobre sus armamentos y seguridades de guardar la más estricta neutralidad{29}.

Semejante atentado, consentido, y aun autorizado por el gobierno inglés, hacía ya insostenible todo esfuerzo de disimulo, toda apariencia de neutralidad entre las dos naciones. No tardaron los dos gobiernos en mandar a sus respectivos representantes que se retirasen de Madrid y de Londres. Colmose la medida de la paciencia de Carlos IV, y en un manifiesto que dirigió a todos los Consejos (12 de diciembre, 1804) declaró la guerra a la Gran Bretaña{30}, mandando al propio tiempo el arresto de todos los ingleses que se hallasen en la península y el secuestro de sus propiedades para garantía de los bienes y personas de los comerciantes españoles. A los ocho días de esto el príncipe de la Paz, como primer ministro y como generalísimo, publicaba una proclama a la nación española y al ejército{31}. Al primero de estos documentos contestó el gabinete inglés con otra declaración de guerra (11 de enero, 1805), y a los pocos días aprobaban las cámaras el mensaje que el rey les presentó en este sentido.

Una vez declarada la guerra, cesaba la obligación del subsidio que España se había comprometido a pagar a su aliada: eran menester ya otros tratos y convenios, determinar las fuerzas que a cada parte correspondía poner para el sostenimiento de la guerra marítima, y lo que cada una se obligaba a hacer en pro de la otra como prenda de sus respectivos esfuerzos. Tratose esto en París con el embajador español Gravina, a quien Napoleón mostraba dispensar particular aprecio y amistad, y el 4 de enero (1805) apareció firmado por el ministro de Marina Decrés y el embajador Gravina el siguiente convenio:

Artículo 1.º Su Majestad el emperador, habiendo reunido en el Texel, en los diferentes puertos de la Mancha, en Brest, en Rochefort y Tolón los armamentos cuyos pormenores siguen; esto es:

En el Texel un ejército de treinta mil hombres con los buques de guerra y de trasporte necesarios para embarcar sus tropas:

En Ostende, Dunkerque, Calais, Boulogne y el Havre, escuadrillas de guerra y de trasporte, propias a embarcar ciento y veinte mil hombres y veinte y un mil caballos:

En Brest una escuadra compuesta de veinte y un navíos, varias fragatas y trasportes dispuestos para embarcar veinte y cinco mil hombres de tropas destinadas al campo frente a Brest:

En Rochefort una escuadra de seis navíos, cuatro fragatas armadas y fondeadas en la isla de Aix, y teniendo a bordo nueve mil hombres de tropas expedicionarias:

Estos armamentos serán sostenidos y serán destinados a operaciones respecto a las cuales su Majestad el emperador se reserva explicarse directamente en el término de un mes con su Majestad Católica o con el general encargado de los poderes de su Majestad.

Art. 2.º Su Majestad Católica hará armar inmediatamente en el puerto del Ferrol, y abastecer con seis meses de víveres y cuatro de agua, ocho de sus navíos de línea, siete a lo menos, y cuatro fragatas destinadas a combinar sus operaciones con los cinco navíos y las dos fragatas que su Majestad Imperial tiene en aquel puerto.

Dos mil hombres de infantería española, doscientos hombres de artillería con diez piezas de campaña, con el repuesto de trescientos tiros por pieza y doscientos cartuchos por hombre, serán reunidos a las órdenes de un mariscal de campo, con el objeto de embarcarse en los buques de su Majestad Católica que componen esta escuadra.

Este armamento estará listo y en el estado de salir a la mar antes del 31 ventoso (20 de marzo próximo), o a mas tardar para el 10 germinal (30 de marzo).

Art. 3.º Su Majestad Católica hará armar en el puerto de Cádiz, tripular y aprovisionar con seis meses de víveres y cuatro de agua, de modo que estén listos a salir a la mar a la misma época 10 germinal (30 de marzo), quince navíos de línea, o doce a lo menos, en los cuales se embarcarán veinte y cinco mil hombres, de los cuales,

Dos mil de infantería española, ciento de artillería, cuatrocientos de caballería sin los caballos, con diez piezas de campaña, con una dotación de trescientos tiros por pieza y doscientos cartuchos por hombre.

Art. 4.º Su Majestad Católica hará armar, tripular y provisionar como se ha dicho anteriormente, y para la misma época, seis navíos de línea en el puerto de Cartagena.

Art. 5.º Su Majestad el emperador y su Majestad Católica se comprometen y obligan a aumentar sucesivamente sus armamentos con todos los navíos y fragatas que podrán en lo sucesivo construir, habilitar y armar en los puertos respectivos.

Art. 6.º En consideración a que los armamentos de su Majestad Católica estipulados en los artículos 2.º, 3.º y 4.º estarán prontos y listos a salir a la mar para la época fija de 30 ventoso (20 de marzo), o a mas tardar para el 10 germinal (30 de marzo), su Majestad el emperador garantiza a su Majestad Católica la integridad de su territorio de España y la restitución de las colonias que pudiesen serle tomadas en la guerra actual; y si la suerte de las armas, a una con la justicia de la causa que defienden las dos altas potencias contratantes, procura resultados de importancia a sus fuerzas de tierra y de mar, su Majestad el emperador promete emplear su influjo para que sea restituida a su Majestad Católica la isla de la Trinidad, y también los caudales apresados por el enemigo con las fragatas españolas de que se apoderó antes de declarar la guerra.

Art. 7.º Su Majestad el emperador y su Majestad Católica se obligan a no hacer la paz separadamente con la Inglaterra.

Art. 8.º El presente convenio será ratificado y las ratificaciones canjeadas en el término de un mes, o antes si es posible. Hecho en París 14 de nivoso año XIII. (4 de enero de 1805).= Firmado.= D. Decrés.= Firmado.= Federico Gravina.

Nota. El embajador cree de su obligación y de su sinceridad añadir la nota siguiente:

Los treinta navíos que se piden podrán estar listos para la época designada; mas creo que no será posible reunir las tripulaciones necesarias para el dicho armamento, y que será todavía más difícil fabricar los seis millones de raciones que son necesarias para seis meses de campaña, y así lo he demostrado con mayor amplitud en mi nota y en todas mis conferencias. París 5 de enero de 1805.= Firmado.= Gravina.

Ratificación de su Majestad Católica escrita de puño y letra del príncipe de la Paz y firmada por el rey.

Ratifico este convenio, y haré, además de lo que se halla estipulado, todo cuanto la situación de mi reino me permita para vengar la ofensa hecha a mi honor y al de mis vasallos por los súbditos de la Inglaterra. Aranjuez 18 de enero de 1805.= Firmado.= Yo el Rey.

Tal fue el célebre convenio de 4 de enero, que juzgaremos más adelante, y tal era el estado de las cosas cuando apuntaba el año fatal de 1805.




{1} Omitimos muchas circunstancias relativas a estos sucesos, no porque carezcan de grande interés, sino por limitarnos a lo puramente necesario para comprender y explicar los acontecimientos de España, todos enlazados con la historia de aquel país.

{2} Sin embargo nuestro embajador Azara, con el conocimiento que tenía de la Francia, y del hombre que tanto se iba elevando, decía ya en una de sus comunicaciones al gobierno español: «Hecho esto, no parece que habrá obstáculo para que siga adelante el proyecto de pedir la facultad de nombrar el sucesor, y aun de mudar el título, tomando el de emperador o cosa equivalente.»

{3} Como muestra de esta odiosa polémica bastará citar el artículo que salió en el Monitor de París del 8 de agosto, que entre otras cosas decía lo siguiente: «La gaceta de Londres intitulada el Times, que dicen está bajo la inspección del ministerio, exhala invectivas continuas contra la Francia. Todos los días emplea cuatro de sus eternas páginas en acreditar calumnias insulsas, y atribuye al gobierno francés todo cuanto se puede imaginar de bajo, maligno y miserable. ¿Qué objeto se propone? ¿Quién paga? ¿Contra quién se dirige?– Un diario francés, redactado por miserables emigrados, la hez más impura, desecho vil, sin patria, sin honor, manchado con todas las maldades que no puede lavar ningún indulto, pasa todavía más adelante que el Times. Once prelados presididos por el atroz obispo de Arrás, rebeldes a la patria y a la Iglesia, se juntan en Londres, imprimen libelos contra los obispos del clero francés, e injurian al gobierno y al Papa, porque han restablecido la paz del Evangelio entre cuarenta millones de cristianos. La isla de Jersey está llena de bandidos que los tribunales han sentenciado a muerte por delitos cometidos después de la paz, por asesinatos, fuerzas e incendios... ¿Qué fruto puede esperar el gobierno inglés aumentando las disensiones de la Iglesia, dando acogida y enviando a nuestro territorio los bandidos de nuestras costas del Norte y del Morbihan, teñidos con la sangre de los habitantes más ricos y principales de estos departamentos? ¿Qué se propone con esparcir por cuantos medios puede todas las calumnias en que hierven los escritos ingleses o los franceses impresos en Londres, cuando debía refrenarlas y reprimirlas severamente? ¿No saben que el gobierno francés está en el día más sólidamente establecido que el inglés? ¿Creen que le sería difícil al primero usar de las mismas armas...?»

Este artículo se publicó en la Gaceta de Madrid de 31 de agosto, 1802.

{4} Salieron de Madrid el 12 de agosto, y llegaron a Barcelona el 11 de setiembre. Deteníanse en las poblaciones de alguna importancia a disfrutar de las fiestas con que eran agasajados.

{5} La reina de Etruria, que venía embarazada, dio felizmente a luz una infanta (2 de octubre) a bordo del navío Reina Luisa.

{6} Tenemos a la vista el catálogo nominal de los agraciados, que es extensísimo. Fue una verdadera lluvia de gracias. Grandezas de España, grandes cruces y bandas de damas nobles, llaves de gentiles-hombres, mayordomías de semana, honores de todas clases, promociones sin cuento en el ejército y armada de la península y de América. Como muestra de esta prodigalidad bastará decir que en España fueron promovidos a tenientes generales veinte y seis mariscales de campo; a mariscales de campo cincuenta y siete brigadieres; a brigadieres, coroneles y demás grados de la milicia muchos centenares. En igual proporción fueron las promociones en el ejército de América. Lo mismo la marina. Catorce jefes de escuadra fueron ascendidos a tenientes generales, treinta y cinco capitanes de navío a brigadieres; los nombres de los ascendidos a empleos inferiores a éstos ocupaban muchas columnas en las gacetas.

{7} Notas a la Vida de Azara.

{8} Hemos visto originales multitud de estas quejas y reclamaciones en la correspondencia oficial de estos años que se conserva en el Archivo del Ministerio de Estado y de ellas están llenos los legajos 49 al 55.

{9} Decía el art. 9.º de la real cédula: «Continuará con el mayor rigor la prohibición de la entrada en todos los dominios de S. M. en España, Islas adyacentes, y de las Américas, de todas las manufacturas de algodón de fábrica extranjera, sea la que se quiera su denominación.»

Y el 10.º: «Para evitar todo motivo de dudas se declaran comprendidos en la prohibición los lienzos blancos pintados o estampados, con mezcla de algodón, lino y seda; las cotonadas, blabets, biones en blanco o azul, las muselinas y estopillas, los gorros, guantes, medias, mitones, fajas y chalecos hechos a la aguja o al telar; los flecos, galones, cintas, felpillas, borlas, alamares, delantales, sobrecamas, franelas de algodón y lana, y otros cualesquiera géneros semejantes.»

El príncipe de la Paz, en sus Memorias, explica la opinión que tuvo en este negocio, favorable al libre comercio, con la cual no se conformó el rey, después de haber oído al ministro Cevallos y a gran número de consejeros, y dice que lo que acabó de decidir a Carlos IV fue la siguiente reflexión que uno de ellos le hizo: «Si la concurrencia libre de los géneros franceses llegase a malparar algunas fábricas entre nosotros, son de temer el descontento y los motines de la parte de los obreros.»– Carlos IV se horripilaba a la sola idea de un alboroto popular.

{10} Contra esta venta reclamó inmediatamente el gobierno español encargando a Azara en despacho de 22 de mayo (1803), que protestase solemnemente contra ella, enviándole todos los antecedentes necesarios. Hízolo así el embajador (5 de junio), y al propio tiempo exigía que el primer cónsul mandara evacuar la Toscana de las tropas francesas, y la inmediata consignación de los Estados de Parma y Plasencia al rey de Etruria, como posesiones que le pertenecían por legítima sucesión.– El ministro de la república contestó (10 de junio), queriendo justificar la venta por el retraso con que decía haberse entregado a Francia aquella colonia después del tratado, y que no hallándose la Luisiana en la misma situación que en la época en que España consintió en la cesión, no podía el gobierno francés, en la marcha que tenía que seguir, perder de vista los importantes cambios sufridos bajo su administración en un tiempo en que el estado actual de las colonias y de los negocios de Europa se complicaban extraordinariamente. El lector comprenderá la fuerza que podían tener semejantes razones.

{11} Es curiosa la descripción de la forma y condiciones de cada una de las tres especies de barcas que se inventaron, según el servicio y el género de maniobras a que eran destinadas. Calculaba el ministro Decrés que a costa de cien barcas y de diez mil hombres se podría aventurar con probabilidad de buen éxito el encuentro con una escuadra enemiga y atravesar el Estrecho: a lo cual contestó el primer cónsul: «Eso se sacrifica todos los días en una batalla; ¿y qué batalla ha ofrecido nunca los resultados de un desembarco en Inglaterra?»

{12} El príncipe de la Paz la refiere circunstanciadamente en sus Memorias. Sin embargo algunos no quieren atribuir el mérito de esta contestación al ministro, y la suponen dada por el rey. Lo notable es que estos mismos son los que representan al ministro como el oráculo del soberano.

La propuesta de abdicación se la hizo después el rey de Prusia. La contestación del conde de Provenza fue tan entera y tan digna como era de esperar.

{13} Mr. Thiers es el que se explica así, hablando de España con el más desdeñoso desprecio. Después que la Francia había explotado su amistad, exigiéndole los continuos sacrificios que la habían quebrantado, si no agotado sus fuerzas, dice: «Del mismo modo impotente, ya se la considerase como amiga o como enemiga, no se sabía qué hacer de ella, ni en la guerra ni en la paz. El primer cónsul decía, y con razón, que lanzar a la España en la guerra sería tan inútil a la Francia como a ella misma, que no figuraría nunca de una manera brillante...» Y esto lo dice el historiador francés de una nación cuya alianza había sido tan solicitada, que había sido la más fiel en ella, cuya escuadra había retenido años enteros a su servicio, que había salvado sus navíos de no pocos peligros en Brest y en Cádiz, que había hecho la guerra a Portugal para obligar a este reino a separarse de la alianza inglesa, y de la cual había dicho Luciano Bonaparte al indicar la conveniencia del ideado enlace de su hermano con una princesa española: «Nuestra unión ilimitada en todos puntos nos haría señores exclusivos de la política europea.»

No era ciertamente lisonjero entonces el estado de nuestra nación, ni su gobierno para ser elogiado, pero al cabo ni aquellos hechos dejaban de estar recientes, ni eran antiguas aquellas palabras, para que el ilustre historiador del Consulado y el Imperio tratara con tal menosprecio a una nación que el mismo primer cónsul había adulado poco tiempo hacía, y cuyos servicios no le habían sido inútiles.

{14} Comunicación de Talleyrand a Azara; 25 de junio, 1803.– En efecto, una escuadra inglesa se hallaba refugiada en la Coruña so pretexto de cuarentena, y además en las aguas de Cádiz y Algeciras habían sido apresados varios buques franceses por los ingleses, a la vista y sin oposición de los españoles.

{15} Carta de Azara al ministro Cevallos.– Thiers dice que Azara había recibido la comunicación más extraña, más indecorosa y más desagradable que hubiera podido confiársele. No hemos hallado esta comunicación, que parece debería encontrarse entre los documentos que forman los apéndices a la historia de su vida, puestos precisamente con el objeto de justificar su conducta en esta y en otras negociaciones.

{16} Las instrucciones y condiciones eran las siguientes.

«El príncipe de la Paz se obliga:

1.º A destituir en el término de veinte y cuatro horas a los gobernadores de Cádiz, Málaga, y comandante de Algeciras. Estas destituciones se harán con todo aparato y publicidad por medio de un mandato real, cuya copia se entregará al ciudadano Hermann.

2.º A pagar el valor de los buques de Marsella apresados por los ingleses en Algeciras, con una indemnización para cada uno de los marineros prisioneros en estos buques.

3.º A dar la orden para que se despidan las milicias y cese el armamento extraordinario.

4.º A hacer entrar en el muelle del Ferrol los buques franceses, facilitarles sus armamentos y proveer sus tripulaciones de cuanto necesiten.

5.º A poner el Ferrol en buen estado de defensa, y levantar las inútiles guarniciones de Burgos y Valladolid, para que vayan a preservar al Ferrol de un ataque del enemigo.

6.º A convenir que en el término de una semana se determinará definitivamente sobre que la España haga la guerra a la Inglaterra, o dar a la Francia un subsidio en compensación de sus empeños en el tratado de alianza. En el primer caso, dos cuerpos del ejército francés entrarán en España; el uno de 18.000 hombres, para atacar a Portugal, se dirigirá a Valladolid, y el otro de 10.000, para atacar a Gibraltar, se dirigirá al Campo de San Roque, en cuyos puntos hallarán dos ejércitos españoles para obrar de concierto con todos los medios necesarios para el sitio. Pero si se decide la España por un subsidio, puede convenirse con el general Beurnonville en las condiciones siguientes:

1.ª La España contribuirá con seis millones cada mes, desde el prairial hasta el fin de la guerra, para llenar sus deberes con respecto a la Francia.

2.ª De los expresados seis millones solo pagará cuatro la España, reteniendo dos en depósito para la adquisición de lo que se liquide a su favor por los adelantos hechos a la Francia, sea en la Habana o en otras partes; en la inteligencia de que los gastos hechos por Francia en Brest o en otras partes con relación a España se tomarán en cuenta.

El ciudadano Hermann es portador de una carta del primer cónsul al rey de España, y de un oficio que el general Beurnonville debe entregar al ministro Cevallos. Al ciudadano Hermann corresponde juzgar si debe entregar esta carta nota, pudiendo reservarlas o remitirlas a su destino, según la disposición del príncipe a suscribir o no sus cláusulas expresadas en la presente instrucción firmada.– Ch. Mau. Talleyrand.»

{17} Al margen del papel que contenía las anteriores condiciones puso:

«El rey mi amo me autoriza a suscribir las condiciones contenidas en este papel, exceptuando los artículos del tratado que S. M. ha confiado a su embajador en París, según el pleno poder que le ha despachado a este fin por correo de hoy; reservándose al mismo tiempo S. M. la acción de aclarar al primer cónsul sobre errores de hecho a los que noticias equivocadas han podido inclinarlo.– El Príncipe de la Paz.»

{18} «Ahora lo que importa, le decía en la segunda comunicación, es cortar este daño, y ya que la fuerza nos obliga a recibir la ley, no sea tal nuestra desgracia que por obedecerla lleguemos a extinguirnos. Este es el tratado presentado, esta la nota de aceptación... en todo caso se desea sea nulo... Nosotros convenimos en un tratado que no podemos cumplir; carecemos de dinero... pero la amenaza de tropas es cruel, y V. E. puede arreglarse según lo admitan las circunstancias para impedir la bancarrota tan al momento de contratar obligaciones.»

{19} Carta de Azara a Cevallos, de 16 de octubre de 1803, en que le cuenta extensamente todos sus pasos y gestiones y el resultado de ellos.

{20} Puso por título a este papel: Cortas reflexiones del embajador de España sobre los tratados presentados en Madrid.

{21} El príncipe de la Paz se condujo a nuestro juicio en esta negociación con evidente debilidad, y su sinceridad fue por lo menos problemática. Así es que en la justificación que intenta hacer en el cap. XIV del tomo III de sus Memorias, como queriendo eludir la responsabilidad del tratado y hacerle recaer sobre Azara, se detiene lo menos que puede en las explicaciones de este suceso importante, hace caso omiso de muchas de sus circunstancias, y es uno de los puntos de su defensa en que le hallamos más flojo.

{22} «El rey ha visto con disgusto (le decía) una carta sarcástica, en la que valiéndose del favor que debe V. E. al generalísimo príncipe de la Paz, ha dirigido V. E. a S. A., y le encarga que le trate V. E. con más respeto en lo sucesivo, aplicándose a sí V. E. las citas intempestivas que hace de Séneca; en la inteligencia de que el príncipe es reputado por S. M. por su mejor, más celoso y fiel vasallo.»– A lo cual contestó Azara: «Siento que las chanzas y franquezas de la amistad se hayan convertido en mi daño: diga V. E. al rey que acato su orden, y la obedeceré como tengo de costumbre.»– Apéndices a la Vida de Azara.

{23} «Don Carlos, por la gracia de Dios rey de Castilla, de León, &c. &c. al ciudadano Bonaparte, presidente de la república, &c. Grande y bien amado amigo: las repetidas instancias que nos ha hecho don José Nicolás de Azara, nuestro leal y fiel vasallo y nuestro consejero de Estado, &c., para que le exoneremos del ministerio que le hemos confiado cerca de vuestra persona, a causa de su avanzada edad y habituales achaques, Nos han movido a condescender con sus deseos, y en su consecuencia hemos resuelto relevarle de este encargo. Esperamos que en su despedida recibirá las mismas muestras de bondad y las honras que le habéis dispensado durante el tiempo de su residencia en ese país. También con este motivo le hemos encargado muy particularmente que os asegure del constante deseo que tenemos de cultivar vuestra amistad y buena correspondencia. San Lorenzo, 19 de noviembre de 1803.– Vuestro buen amigo, Carlos.– Pedro Cevallos.»

{24} Talleyrand le escribió desde los baños una afectuosísima carta, a cuyo final le decía: «A Dios, mi querido amigo: cuidad de vuestra salud... En cuanto al primer cónsul, que en todos tiempos os ha dado pruebas de la mayor estimación y amistad, ya sabéis de qué consecuencia son los sentimientos que le inspiráis y hasta qué punto son inmutables.»

{25} Bourgoing da bastantes noticias sobre los últimos tiempos de la vida de Azara, y principalmente Castellanos en la Vida Civil y Política de este ilustre diplomático, así como sobre su enterramiento, su traslación a la iglesia de Balbuñales, su sepulcro, testamento, papeles que dejó, e inscripciones que se hicieron y dedicaron a su memoria.

{26} A Pichegrú, que había sido arrestado el 28 de febrero, se le encontró el 6 de abril muerto en la prisión, ahorcado o estrangulado con su propia corbata.

{27} Con respecto al derecho hereditario, se había establecido la sucesión de varón en varón, conforme a ley sálica, y como Napoleón no tenía hijos, ni estaba al parecer destinado a tenerlos, se le dio facultad de nombrar sucesor, y a falta de descendencia adoptiva, de trasmitir la corona a su línea colateral. Pero no a todos sus hermanos se concedió el derecho hereditario, sino a solos José y Luis, no a Luciano y Gerónimo, por las bodas que habían hecho. Todos los hermanos y hermanas recibieron el dictado de príncipes y princesas, con su asignación correspondiente. Rodeose el nuevo trono de altos dignatarios para darle el esplendor de las monarquías, y tomando el nombre de algunas dignidades del imperio germánico, se creó un gran elector, un archi-canciller del imperio, un archi-canciller de estado, un archi-tesorero, un condestable y un almirante; títulos más de honor que de autoridad, bien que componían el gran Consejo del imperio, y sustituían al emperador en casos de ausencia en el Senado o los Consejos. Designose para ellos a los personajes más inmediatos al emperador, los dos cónsules Cambaceres y Lebrun, Eugenio de Beauharnais, hijo adoptivo de Bonaparte, su cuñado Murat, su compañero de armas Berthier, y su primer ministro Talleyrand. Se crearon también altos cargos en la milicia, y se acordó que hubiese diez y seis mariscales del imperio y cuatro honorarios; y se hicieron en la Constitución las modificaciones necesarias para darle la índole monárquica que el nueve régimen exigía.

{28} Los historiadores franceses dicen, que de los cuarenta y cuatro millones que debía España en floreal por once meses vencidos, solo había entregado en distintas partidas unos veinte y dos, esto es, la mitad, pues las rentas de este desgraciado país estaban más empeñadas que nunca.– El príncipe de la Paz en sus Memorias dice que «un mes después del alevoso rompimiento que cometió el gobierno inglés contra nosotros, ni un solo maravedí se había pagado del subsidio convenido, y que Mr. Ouvrard se hallaba entonces en Madrid estrechando de parte de la Francia por los caídos de año y medio, y luchando con el gobierno, que no encontraba medios de hacerlos efectivos.»– De cualquier modo resulta completamente infundado el cargo del gobierno inglés, puesto que ni el subsidio convenido podía pagar la España, cuanto más excederse de él.

{29} Gaceta de Londres del 19.– Estado general de los caudales y efectos que conducen las fragatas de guerra de la división del mando de don José de Bustamante, jefe de escuadra de la Real Armada: por Diego de Alvear y Ponce, dado en la fragata Medea al ancla en el puerto de Plymouth a 20 de octubre de 1804.– Despacho de don José Anduaga de 20 de noviembre.– Parte de don Miguel de Zapiain, comandante de la Fama desde Gosport.

{30} Manifiesto de guerra contra la Gran Bretaña dirigido a todos los Consejos por don Pedro Cevallos, primer secretario de Estado y del Despacho.

«El restablecimiento de la paz que con tanto gusto vio la Europa por el tratado de Amiens, ha sido por desgracia de muy corta duración para el bien de los pueblos. No bien se acababan los públicos regocijos con que en todas partes se celebraba tan fausta nueva, cuando de nuevo empezó a turbarse el sosiego público, y se fueron desvaneciendo los bienes que ofrecía la paz. Los gabinetes de París y Londres tenían a la Europa suspensa y combatida entre el temor y la esperanza, viendo cada día más incierto el éxito de sus negociaciones, hasta que la discordia volvió a encender entre ellos el fuego de una guerra que naturalmente debía comunicarse a otras potencias, pues la España y la Holanda, que trataron juntas con la Francia en Amiens; y cuyos intereses y relaciones políticas tienen entre sí tanta unión, era muy difícil que dejasen al fin de tomar parte en los agravios y ofensas hechos a su aliada.

»En estas circunstancias, fundado S. M. en los más sólidos principios de una buena política, prefirió los subsidios pecuniarios al contingente de tropas y navíos con que debía auxiliar a la Francia en virtud del tratado de alianza de 1796; y tanto por medio de su ministro en Londres, como por medio de los agentes ingleses en Madrid, dio a conocer del modo más positivo al gobierno británico su decidida y firme resolución de permanecer neutral durante la guerra, teniendo por el pronto el consuelo de ver que estas ingenuas seguridades eran, al parecer, bien recibidas en la corte de Londres.

»Pero aquel gabinete, que de antemano hubo de haber resuelto en el silencio, por sus fines particulares, la renovación de la guerra con España, siempre que pudiese declararla, no con las fórmulas o solemnidades prescritas por el derecho de gentes, sino por medio de agresiones positivas que le produjeran utilidad, buscó los mas frívolos pretextos para poner en duda la conducta verdaderamente neutral de la España, y para dar importancia al mismo tiempo a los deseos del rey británico de conservar la paz, todo con el fin de ganar tiempo adormeciendo al gobierno español y manteniendo en la incertidumbre la opinión pública de la nación inglesa sobre sus premeditados e injustos designios, que de ningún modo podía aprobar.

»Así es que en Londres aparentaba artificiosamente proteger varias reclamaciones de particulares españoles que se le dirigían, y sus agentes en Madrid ponderaban las intenciones pacíficas de su soberano. Mas nunca se mostraban satisfechos de la franqueza y amistad con que se respondía a sus notas; antes bien soñando y ponderando armamentos que no existían, y suponiendo (contra las protestas más positivas de parte de la España) que los socorros pecuniarios dados a la Francia no eran solo el equivalente de tropas y navíos que se estipularon en el tratado de 1796, sino un caudal indefinido e inmenso que no les permitía dejar de considerar a la España como parte principal de la guerra.

»Mas como aun no era tiempo de hacer desvanecer del todo la ilusión en que estaban trabajando, exigieron como condiciones precisas para considerar a la España neutral, la cesación de todo armamento en estos puertos y la prohibición de que se vendiesen las presas conducidas a ellos; y a pesar de que una y otra condición, aunque solicitadas con un tono demasiado altivo y poco acostumbrado en las transacciones políticas, fueron desde luego religiosamente cumplidas y observadas, insistieron, no obstante, en manifestar desconfianza, y partieron de Madrid con premura, aun después de haber recibido correos de su corte, de cuyo contenido nada comunicaron.

»El contraste que resulta de todo esto entre la conducta de los gabinetes de Madrid y de Londres bastaría para manifestar claramente a toda la Europa la mala fe y las miras ocultas y perversas del ministro inglés, aunque él mismo no las hubiese manifestado con el atentado abominable de la sorpresa, combate y apresamiento de las cuatro fragatas españolas que, navegando con la plena seguridad que la paz inspira, fueron dolosamente atacadas por órdenes que el gobierno inglés había firmado en el mismo momento en que engañosamente exigía condiciones para la prolongación de la paz, en que se le daban todas las seguridades posibles, y en que sus buques se proveían de víveres y refrescos en los puertos de España.

»Estos mismos buques que estaban disfrutando la hospitalidad más completa, y experimentando la buena fe con que la España probaba a la Inglaterra cuán seguras eran sus palabras y cuán firmes sus resoluciones de mantener la neutralidad; estos mismos buques abrigaban ya en el seno de sus comandantes las órdenes inicuas del gabinete inglés para asaltar en el mar las propiedades españolas: órdenes inicuas y profusamente circuladas, pues que todos sus buques de guerra en los mares de América y Europa están ya detenidos y llevando a sus puertos cuantos buques españoles encuentran, sin respetar ni aun los cargamentos de granos que vienen de todas partes a socorrer una nación fiel en el año más calamitoso.

»Ordenes bárbaras, pues que no merecen otro nombre las de echar a pique toda embarcación española cuyo porte no llegase a cien toneladas, de quemar las que estuviesen varadas en la costa, y de apresar y llevar a Malta solo las que excediesen de cien toneladas de porte. Así lo ha declarado el patrón del laud valenciano de cincuenta y cuatro toneladas que pudo salvarse en su lancha el día 16 de noviembre sobre la costa de Cataluña, cuando su buque fue echado a pique por un navío inglés, cuyo capitán le quitó sus papeles y su bandera, y le informó de haber recibido las expresadas órdenes de su corte.

»A pesar de unos hechos tan atroces, que prueban hasta la evidencia las miras codiciosas y hostiles que el gabinete inglés tenía meditadas, aun quiere este llevar adelante su pérfido sistema de alucinar la opinión pública, alegando para ello que las fragatas españolas no han sido conducidas a los puertos ingleses en calidad de apresadas, sino como detenidas hasta que la España dé las seguridades que se desean de que observará la neutralidad más estricta.

»¿Y qué mayores seguridades puede ni debe dar la España? ¿qué nación civilizada ha usado hasta ahora de unos medios tan injustos y violentos para exigir seguridades de otra? Aunque la Inglaterra tuviese, en fin, alguna cosa que exigir de España, ¿de qué modo subsanaría después un atropellamiento semejante? ¿Qué satisfacción podría dar por la triste pérdida de la fragata Mercedes con todo su cargamento, su tripulación y el gran número de pasajeros distinguidos que han desaparecido víctimas inocentes de una política tan detestable?

»La España no cumpliría con lo que se debe a sí misma, ni creería poder mantener su bien conocido honor y decoro entre las potencias de Europa, si se mostrase por más tiempo insensible a unos ultrajes tan manifiestos, y si no procurase vengarlos con la nobleza y energía propias de su carácter.

»Animado de estos sentimientos el magnánimo corazón del rey, después de haber apurado para conservar la paz todos los recursos compatibles con la dignidad de su corona, se ve en la dura precisión de hacer la guerra al rey de la Gran Bretaña, a sus súbditos y pueblos, omitiendo las formalidades de estilo para una solemne declaración y publicación, puesto que el gabinete inglés ha principiado y continúa haciendo la guerra sin declararla.

»En consecuencia, después de haber dispuesto S. M. se embargasen por vía de represalia todas las propiedades inglesas en estos dominios; que se circulasen a los virreyes, capitanes generales y demás jefes de mar y tierra las órdenes más convenientes para la propia defensa y ofensa del enemigo; ha mandado el rey a su ministro en Londres que se retire la legación española, y no duda S. M. que inflamados todos sus vasallos de la justa indignación que deben inspirarles los violentos procederes de la Inglaterra, no omitirán medio alguno de cuantos le sugiera su valor para contribuir con S. M. a la más completa venganza de los insultos hechos al pabellón español. A este fin le convida a armar en corso contra la Gran Bretaña, y a apoderarse con denuedo de sus buques y propiedades con las facultades más amplias, ofreciendo S. M. la mayor prontitud y celeridad en la adjudicación de las presas con la sola justificación de ser propiedad inglesa, y renunciando expresamente S. M. en favor de los apresadores cualquiera parte de valor de las presas que en otras ocasiones se haya reservado, de modo que las disfruten en su íntegro valor, sin descuento alguno.

»Por último, ha resuelto S. M. que se inserte en los papeles públicos cuanto va referido para que llegue a noticia de todos; como igualmente que se circule a los embajadores y ministros del rey en las cortes extranjeras, para que todas las potencias estén informadas en estos hechos y tomen interés en una causa tan justa, esperando que la Divina providencia bendecirá las armas españolas para que logren la justa y conveniente satisfacción de sus agravios.»

{31} Proclama a la nación y al ejército: Memorias del príncipe de la Paz.