Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo XIII
Ulma. Trafalgar. Austerlitz
Paz de Presburgo
1805
Ofrece Napoleón la paz a Inglaterra.– Respuesta negativa.– Napoleón se corona y titula rey de Italia.– Sus planes marítimos.– Reunión de las escuadras francesa y española.– Expedición de Villeneuve y Gravina a la Martinica.– Napoleón en Italia.– Tercera condición europea.– Grandes aspiraciones y proyectos del emperador de Rusia.– Proyecto de una repartición general de Europa.– Recelo y conducta de Napoleón.– Su plan de desembarco en Inglaterra.– Manda volver la escuadra de Villeneuve.– Armada, flotilla y ejército de Boulogne.– Combate entre la escuadra franco-española y la inglesa en Finisterre.– Fatal irresolución y timidez del almirante francés: valor y resolución del español Gravina.– Guía Villeneuve la escuadra a Cádiz en lugar de llevarla a Brest.– Imponente actitud de las potencias coligadas.– Atrevida y magnánima resolución de Bonaparte.– Sorpresa general.– El ejército grande.– Admirable maniobra.– Hace prisionero el ejército austriaco en Ulma.– Memorable combate naval de Trafalgar.– Arrojo temerario del antes tímido y cobarde Villeneuve.– Males inmensos que causó.– Relación de la batalla.– Malogrado heroísmo de los españoles.– Nelson, Collingwood, Villeneuve, Gravina, Álava, Magon, Valdés, Galiano, Churruca, &c.: suerte que cupo a cada uno de estos ilustres marinos.– Efecto moral que produjo la noticia del desastre de Trafalgar.– Prosigue Napoleón su campaña contra los rusos.– Tratado secreto de Postdam entre Prusia, Austria y Rusia.– Prodigiosa combinación de movimientos y operaciones del grande ejército francés.– Ocupan los franceses a Viena.– Los emperadores de Austria y Rusia en Olmutz.– Famosa batalla de Austerlitz.– Derrota Napoleón el ejército austro-ruso.– El emperador de Austria en la tienda de Napoleón.– Negociaciones para la paz.– Tratado de Viena entre Francia y Prusia.– Paz de Presburgo entre Francia y Austria.– Condiciones ventajosas para el imperio francés.– Amenaza de Napoleón a la reina de Nápoles.– Dispone regresar a Francia.– Su entrada y recibimiento en París.– Regocijo del pueblo francés.– Felicitación del príncipe de la Paz.
Fecundo en acontecimientos grandes se esperaba que fuese el año 1805, según anunciaban los inmensos preparativos de guerra que las dos más enemigas y poderosas naciones habían ido por espacio de año y medio acumulando, y según la actitud que iba tomando cada una de las demás potencias. Grandes y extraordinarios y asombrosos fueron en efecto los sucesos, si bien se desarrollaron de diferente manera de la que se había podido calcular: que no había imaginación humana, por privilegiada que fuese, capaz de prever todas las circunstancias y eventualidades que en un teatro tan vasto como el de toda Europa y de los mares de ambos mundos podrían sobrevenir.
Sin renunciar Napoleón a la guerra marítima, para la cual había hecho aquellos inmensos e inauditos preparativos, quiso señalar su elevación al imperio con un paso semejante al que dio cuando fue investido con el consulado. Escribió al rey de Inglaterra proponiéndole la paz (enero, 1805). Si a nadie sorprendió la negativa del gobierno inglés en aquellas circunstancias, también con la convicción y la seguridad de que no podía ser otra la respuesta hizo él la proposición; pero esta era su política. Y como su gran proyecto de expedición contra la Gran Bretaña se hubiera suspendido a causa de no haber podido operar las escuadras francesas en el invierno de 1804, sin dejar de pensar en él se dedicó al arreglo de otros importantísimos asuntos, de los muchos cuya resolución tenía en expectativa a la Europa. Uno de ellos fue la organización de la república italiana, que todo el mundo suponía habría de ser modificada acomodándola a la nueva forma de gobierno que acababa de darse la nación francesa, puesto que uno mismo era el jefe de ambas.
En efecto, desde luego pensó Napoleón en trasformar la república italiana en una monarquía feudataria del imperio francés. Los italianos mostraron aceptar sin violencia lo que había de ser de todos modos. La corona del nuevo reino le fue ofrecida a su hermano José, que con extrañeza general y del mismo Napoleón se negó a aceptarla, siendo tal vez su razón principal la de no sujetarse a la condición que se ponía de separar las dos coronas, y no querer él renunciar de este modo al trono de Francia, al cual tenía derechos eventuales. En su vista determinó Napoleón ceñirse a sí mismo la corona de hierro de Lombardía, y añadir al título de Emperador de los franceses el de Rey de Italia. De contado adoptó al hijo de la emperatriz Josefina, Eugenio Beauharnais, y le confirió el virreinato. Quiso también solemnizar aquella coronación haciéndose consagrar, según costumbre, por el arzobispo de Milán, que lo era entonces el anciano cardenal Caprara. Verificose esta religiosa ceremonia y se ciñó la corona lombarda (26 de mayo, 1805), con tanta pompa y esplendor como la que seis meses antes se había celebrado en París, con asistencia de los ministros de Europa y de los diputados de Italia, y al parecer con gran contento y regocijo de los italianos, cuyo gobierno se detuvo a organizar.
Como Napoleón no perdía un solo momento de vista su proyectado desembarco en Inglaterra, de cuyo pensamiento estaba enamorado; y como le conviniese distraer la atención y las fuerzas de los ingleses a otra parte, por un lado no le pesaba permanecer en Italia aparentando haber renunciado a aquella idea, mucho más cuando allí aprovechaba también útilmente el tiempo; y por otro había discurrido un plan tan ingenioso como atrevido para llevar las escuadras inglesas a las Indias, y después a hurto de éstas reunir de improviso todas sus fuerzas navales en el canal de la Mancha para hacer su ansiado desembarco. El almirante Villeneuve saldría de Tolón con una escuadra francesa, pasaría a Cádiz, donde se le incorporaría la flota española que mandaba el general Gravina, y juntos se dirigirían a la Martinica, donde acaso se les reuniría el almirante Missiessy que por allí andaba; allá iría luego otro mayor refuerzo, aprovechando el primer viento favorable, a saber, la escuadra de Brest mandada por Gantheaume, la cual recogería a su paso las naves francesas y españolas del Ferrol. Una vez reunida allí la enorme fuerza de cincuenta a sesenta navíos, y suponiendo que los ingleses cuando se apercibieran de esta evolución acudirían a aquellas partes, las escuadras aliadas darían repentinamente la vuelta a Europa, y procurando evitar todo encuentro, cosa fácil en la extensión de los mares, regresarían a la Mancha, y entonces se podría hacer desahogadamente el desembarco en Inglaterra, para lo cual se trasladaría rápidamente Napoleón desde Italia a Boulogne.
Este plan, dispuesto tan en secreto que ni siquiera le traslucieron los españoles{1}, comenzó a cumplirse por parte de Villeneuve y de Gravina, que reunidos en Cádiz tomaron rumbo a la Martinica (abril, 1805). No así por parte de Gantheaume, que por un fenómeno de la estación, cual no le recordaba igual la memoria de los hombres, no tuvo en los meses de marzo, abril y mayo un solo día de viento que obligara a alejarse la escuadra inglesa del bloqueo y le permitiera salir de Brest, lo cual le tenía desesperado. Con este motivo faltaron a Villeneuve, Gravina y Missiessy en las Antillas los refuerzos de las escuadras de Brest y del Ferrol, y faltó también a Napoleón uno de los más esenciales elementos de su plan, por lo cual tuvo que modificarle de la manera que después veremos. Pero de todos modos consiguió distraer una parte de las fuerzas británicas, y apartar la atención de Inglaterra y de Europa del proyecto de desembarco, hasta el punto que se iban mirando ya los grandes armamentos de Boulogne como una ficción inventada para mantener en continua alarma a Inglaterra y hacerla consumir inútilmente sus fuerzas navales.
Mas en tanto que Napoleón acariciaba estos proyectos, como una de sus concepciones más felices; en tanto que en Milán, rodeado de una espléndida corte, aunque con sencillísimo atavío en su persona, trocaba con los ministros extranjeros el cordón de la Legión de Honor por las más nobles y antiguas insignias de Europa, como el Águila Negra de Prusia, el Toisón de Oro de España y la Orden de Cristo de Portugal; en tanto que entusiasmaba los italianos, y accediendo a sus súplicas visitaba sus principales ciudades ofreciendo a cada una algún beneficio del nuevo reinado; en tanto que una indiscreción de la imprudente Carolina de Nápoles, enviando un negociador torpe a Milán a protestar contra el título de rey de Italia, irritaba la altivez de Napoleón, y le sugería la idea de vengarse convirtiendo también el reino de Nápoles en un reino de familia; en tanto que incorporaba al imperio la república de Génova, y daba a su hermana mayor la princesa Elisa el pequeño estado de Luca, en forma de principado hereditario dependiente del imperio francés; y finalmente, en tanto que con su permanencia en Italia y con la expedición marítima franco-española a las Antillas confiaba en que los ingleses se adormecerían en la creencia de que el proyecto de desembarco había sido un ardid, las cortes de Europa estaban a su vez fraguando contra él el gran plan que con el nombre de tercera coalición había de poner de nuevo a prueba la grandeza de su genio, y después de crearle grandes conflictos levantar a una inmensa elevación su gloria.
Alarmadas todas las potencias en diversos sentidos, amenazada e insegura Inglaterra, Rusia ofendida y manifiestamente hostil, Austria recelosa y disgustada de lo que se estaba haciendo en Italia, Prusia vacilante y combatida por opuestas influencias a cual más temibles, necesitábase solamente, y no podía faltar, quien diera impulso a tan preparados elementos. El primer móvil de este impulso, aparte de los trabajos que ya había empleado el ministro inglés Pitt, fue el joven Alejandro de Rusia, que inducido por tres de sus consejeros también jóvenes, y principalmente por el abate Piátoli, aventurero italiano que no carecía de imaginación, tomó a su cargo hacer que aquellas potencias entraran en un plan, que bajo el título modesto de Liga de intervención para pacificar la Europa, y so color de arreglar entre ellas los litigios de Francia e Inglaterra, había de parar en constituir una verdadera coalición contra la Francia. Tratábase nada menos que de una reorganización general de toda Europa. Para hacer aceptar esta gran combinación, en que se designaban los límites, las relaciones, las condiciones todas en que había de quedar cada nación y cada estado, se formarían entre los confederados tres grandes masas de fuerzas, en el Mediodía, en el Oriente y en el Norte, determinando el campo y círculo en que había de obrar cada una. Tomábanse por base para fijar la suerte de Francia los tratados de Luneville y de Amiens, explicados por la Europa. A Inglaterra se imponía la evacuación de Malta y la restitución de las Colonias. Prusia y Austria se separarían del cuerpo germánico, y entre ellas y Francia se interpondrían tres grandes confederaciones independientes, la germánica, la helvética y la itálica. Si Francia no se conformaba y era vencida, le quitarían la Italia, la Bélgica y las provincias del Rhin. España y Portugal formarían un lazo federal que las pusiera al abrigo de la opuesta influencia de Inglaterra y de Francia.
Cualquiera que fuese esta grandiosa combinación de que solo hemos apuntado algunas bases, cualquiera que fuese el propósito y la buena fe de algunos de los autores o promovedores de este general repartimiento de Estados, con sus límites, sus adherencias, segregaciones y compensaciones, naturalmente había de encontrar dificultades y obstáculos de parte de algunas potencias, o sufrir tales modificaciones que adulteraran enteramente el pensamiento primitivo. Y así lo experimentaron pronto los negociadores rusos que fueron a Londres, y vinieron a España{2}. El ministro Pitt se alegró mucho de que se le propusiera un plan que le proporcionaba la facilidad de convertir lo que se presentaba con el carácter y visos de una grande y generosa mediación en una tercera coalición contra Francia. Hizo pues Pitt tales modificaciones en el proyecto ruso, que volvió despojado de todo lo que tenía de noble, aunque poco practicable. En cuanto a España, nada pudo obtener Strogonoff, porque Inglaterra no se extendía a más que a devolverle sus galeras, y esto a condición de que declarase la guerra a la Francia. Pitt eludió por su parte la cuestión de Malta, y el gran proyecto salió de allí reducido a un terrible plan de destrucción contra el imperio francés. Los noveles negociadores fueron envueltos por el veterano diplomático. Así fue que a poco tiempo firmaba el gabinete ruso con lord Gower el tratado de la tercera coalición.
Faltábales comprometer a Prusia y Austria, ésta escarmentada y temerosa de la guerra con Francia, aquella ambigua siempre en su política, vacilante, y cuidadosa de no aparecer enemiga de Napoleón. Austria, más propensa, hizo luego un tratado secreto con Rusia, y cuando Napoleón tomó el título de rey de Italia, dio principio a los armamentos que antes por disimular había retardado. En cuanto a Prusia, resolvieron hacerla salir de su ambigüedad, haciendo Inglaterra y Rusia causa común contra toda potencia que manteniendo relaciones con Francia fuera obstáculo a los planes de los coligados. El objeto era la evacuación del Hannover, del norte de Alemania, y de toda la Italia, la independencia de Holanda y Suiza, la reconstitución del Piamonte, la consolidación del reino de Nápoles, y por último el establecimiento en Europa de un orden de cosas que asegurase todos los Estados contra las usurpaciones de Francia. Los aliados habían de reunir quinientos mil hombres, de los cuales daría el Austria los doscientos cincuenta mil; el resto entre Rusia, Suecia, Hannover, Inglaterra y Nápoles. El plan militar, atacar con las tres masas; por el Mediodía los rusos de Corfú, napolitanos e ingleses, que habían de ir a reunirse en Lombardía con cien mil austriacos; por Oriente, el gran ejército austro-ruso, que operaría sobre el Danubio; por el Norte, los suecos, hannoverianos y rusos, que bajarían hacia el Rhin. El plan diplomático, intervenir en nombre de la liga de mediación, proponiendo un arreglo antes de emprender la lucha; y si ésta era necesaria, colocar a Napoleón en situación tal que no pudiera dar un paso sin encontrar, do quiera que se dirigiese, toda Europa sobre las armas.
Nombrado estaba ya por Rusia para hacer proposiciones al nuevo emperador de los franceses el mismo negociador que había estado en Londres, en unión ahora con el abate Piátoli. Napoleón, que se hallaba entonces en Italia entregado a muy diferentes proyectos, accedió a recibir a los enviados rusos en París para el mes de julio (1805), pero protestando que si aquellos pronunciaban alguna palabra que indicara tratados hipotéticos con Inglaterra, y cualquiera que fuese la unión entre otras potencias, él usaría de sus derechos y se valdría de sus recursos.
En medio de esto, y en tanto que desde el fondo de Italia se lisonjeaba de que los ingleses no creerían ya en su proyecto de desembarco, él meditaba cómo asegurar su ejecución para el próximo estío. Su nuevo plan era el siguiente. Ya que el almirante Ganteaume no había podido salir de Brest con su escuadra, Villeneuve y Gravina habían de volver inmediatamente con las suyas a Europa, hacer levantar el bloqueo que los ingleses tenían puesto al Ferrol, donde se incorporarían a cinco navíos franceses y siete españoles, dirigirse luego a Brest para abrir salida a Ganteaume, y juntándose así una armada de cincuenta y seis navíos, cual no se había visto mayor en aquellos mares, entrar en el canal de la Mancha, y hacer su apetecido desembarco en Inglaterra. Con la actividad que acostumbraba luego que concebía un proyecto, despachó fragatas y bergantines por distintos rumbos y con órdenes por duplicado para Villeneuve, Gravina, y aun Missiessy: visitó otras ciudades de Italia, dejó allí la emperatriz, y fingiendo que iba a pasar revistas en Turín, tomó la posta y regresó a Fontainebleau (11 de julio, 1805).
Pero la agregación de Génova y la creación del Estado de Luca acabaron de decidir a las potencias a formar la coalición. Austria firmó su adhesión al tratado. Rusia cortó sus diferencias con Inglaterra sobre la evacuación de Malta, y se convino el plan de campaña (16 de julio, 1805), acordándose entre otras cosas que los ingleses desembarcarían en los puntos más accesibles del imperio francés luego que Napoleón tuviera que destinar el ejército de las costas para atender a la guerra del Continente. Bonaparte columbraba lo que se estaba preparando, a pesar del estudiado disimulo del Austria; cargábase de nubes el horizonte, y tenía que tomar un partido en los pocos días de su permanencia en Fontainebleau y Saint-Cloud. Pero enamorado con su plan marítimo, confiando en que podría ejecutarle antes que la Europa se moviera seriamente, y contando con que un golpe sobre Inglaterra era destruir en pocos días la coalición, decidiose por aquel partido; y diciendo al archi-canciller Cambaceres que no opinaba como él: «Confiad en mi actividad, y ya veréis cómo sorprendo al mundo;» y ofreciendo a Prusia la posesión de Hannover a condición de que se aliara explícitamente con la Francia, y dadas las disposiciones para defender la Italia y las fronteras del Rhin, partió para Boulogne, donde llegó el 3 de agosto (1805). Allí pasó revista a los cien mil hombres de infantería formados a lo largo de la playa, y escribía entusiasmado al ministro Decrés: «No saben los ingleses lo que les espera: si llegamos a hacernos dueños de la travesía por doce horas, Inglaterra ha muerto.»
Escuadra, flotilla de trasporte, ejército, distribución de tropas, todo aquel formidable aparato de naves y de hombres, cual al decir del mismo Napoleón no le había visto el mundo desde los tiempos de César, estaba completo y magníficamente preparado. Solo aguardaba impaciente el arribo de la escuadra de Villeneuve y de Gravina para poder salir de Brest. Pero estos dos almirantes no parecían. Habían hecho con toda felicidad y sin tropiezo alguno su expedición a la Martinica; sus operaciones en aquellas islas habrían podido ser más felices, si el almirante francés Villeneuve, hombre por otra parte de valor personal, no se hubiera preocupado con la idea tan errada como funesta de tener su gente y sus naves por tan débiles que no era posible batirse con la escuadra inglesa, aunque fuese menor en hombres y navíos. Esta fatal obcecación le hacía decir delante de sus mismos oficiales que no quisiera verse en el caso de tener que combatir con veinte navíos franceses y españoles contra catorce ingleses. Aunque el almirante británico Nelson que había salido en su persecución no le había podido encontrar; aunque le aseguraban que Nelson no podía llevar más de doce o catorce navíos, con los cuales podía batirse en el caso de un encuentro la escuadra franco-española compuesta de veinte navíos y siete fragatas, a la fascinada imaginación de Villeneuve se representaba siempre Nelson como un poder formidable, como un peligro de que a toda costa era necesario huir. En vano se esforzaba por despreocuparle y alentarle el general francés Lauriston, colocado por el mismo emperador a su lado con este objeto. No bastaba a fortalecerle ver al español Gravina, sereno y enérgico, dispuesto a combatir y a arrostrar cuantos riesgos se presentasen; ni le servía ver a oficiales, soldados y marineros confiar en su propio valor y desear encontrarse con el enemigo. Este fatal pavor, este caimiento de ánimo que se apoderó de Villeneuve había de ser causa, como vamos a ver, de frustrarse el más grandioso proyecto de Napoleón, y habíalo de ser también de inmensos desastres e infortunios para España.
Cuando llegó el contra-almirante Magon con sus dos navíos de Rochefort y con la noticia del nuevo plan del emperador, Villeneuve no pensó más que en dar la vuelta a Europa, sin que le animara haber apresado a la vista de la Antigua un convoy de géneros coloniales de valor de diez millones de francos. Aturdido con saber que Nelson había llegado a la Barbada, bien que con solos once navíos, ni siquiera se atrevió a acercarse a las Antillas francesas para dejar allí las tropas que había tomado, que allí eran necesarias y a él no podían servirle sino de estorbo, y solo se resolvió a trasbordar a la Martinica las que cabían en las cuatro mejores fragatas, quedándose él todavía con cuatro o cinco mil hombres, que eran una carga harto embarazosa. Siguió pues su rumbo hacia las costas de España (junio, 1805); a las sesenta leguas de tierra comenzaron a soplar de pronto los nordestes, obligando a los buques a capear por algunos días: esta detención ocasionó enfermedades en las tropas y en las tripulaciones, fue causa de que el almirantazgo inglés se apercibiera de su marcha, y así cuando la escuadra franco-española remontaba hacia el Ferrol, encontrose con la inglesa del almirante Calder (22 de julio 1805), reforzada con cinco navíos que de Portsmouth le había llevado Stirling, entre todo quince navíos y veinte y una velas.
El combate era inevitable, y Villeneuve tenía necesidad de aceptarle también, porque las instrucciones de Napoleón eran terminantes. Pero Villeneuve perdió un tiempo precioso antes de colocarse en orden de batalla, malogrando la mejor parte del día, por más que el general Lauriston le excitaba sin cesar. Al fin comenzó el combate entre tres y cuatro de la tarde. El español Gravina que mandaba la vanguardia, sin esperar la señal del general en jefe, viró favorecido de una densa niebla sin ser visto del enemigo, mas luego que observó haber descubierto éste su maniobra, arremetió con ímpetu a Calder forzando de vela, y escarmentó a un navío de tres puentes que se adelantaba a sostener el de su estrechado almirante; mas con la energía del marino español contrastaba la indecisión del almirante francés. El fin principal de las maniobras de los ingleses era envolver la retaguardia de los aliados entre dos fuegos, formando una especie de ángulo muy abierto y reforzado para presentar siempre mayor fuerza en cada punto dado: combatíase en medio de una espesa niebla; dos navíos españoles, el Firme y el San Rafael, fueron arrojados por el viento a la línea enemiga; Villeneuve no hizo lo que debiera para salvarlos, y después de una defensa heroica, cayeron en poder de los ingleses. Villeneuve prefirió aquella pérdida al peligro de volver a comprometer la acción, que a pesar de todo hubiera podido ser una victoria, porque los españoles, como dijo el mismo Napoleón, se batieron en Finisterre como leones, y Gravina, como dice un historiador de aquella nación, ejecutó sus movimientos con suma energía, y se distinguió por su intrepidez a la cabeza de su escuadra{3}.
Quejábanse en alta voz las tripulaciones y murmuraban sin rebozo de la irresolución o de la impericia de Villeneuve, que malogrando la superioridad de su escuadra y el esfuerzo y valor de su gente, sacó pérdidas de donde debió haber sacado triunfos. Los rumores de estas censuras llegaban a sus oídos; temía por otra parte las reconvenciones de Napoleón, y abrumado de disgusto, y viéndose con heridos y con enfermos, determinó ir a buscar recursos y descanso en el puerto de Vigo. A los pocos días, dejando allí tres navíos, subió a la altura del Ferrol (2 de agosto, 1805): allí le comunicaron los agentes consulares las instrucciones del emperador y sus órdenes apremiantes para que sin detenerse un momento en el Ferrol se trasladase a Brest, batiese la escuadra de Cornwallis, y vencedor o vencido proporcionase la salida de Ganteaume, objeto de su ardiente anhelo, y clave de sus magníficos planes. Pero aquel hombre no veía en todas partes sino peligros que le abultaba su ofuscada imaginación. Temía a ocho navíos ingleses que había sobre la costa, y los veía multiplicarse como por encanto{4}; ni siquiera tuvo valor para llegarse otra vez a Vigo, donde habría de encontrar al capitán Lallemand con cinco navíos y muchas fragatas, que hubieran aumentado considerablemente sus fuerzas; temiendo sin duda encontrar en el camino a Nelson, contentose con escribir a Lallemand que se dirigiera a Brest: al general Lauriston le dijo que él también tomaba el mismo rumbo, y así se lo escribía aquél a Napoleón; pero al mismo tiempo en un despacho al ministro Decrés, revelándole las agitaciones de su alma dejaba entrever que acaso se dirigiría a Cádiz. En medio de estas ansias perdió Villeneuve de vista la tierra alejándose de la Coruña (14 de agosto, 1805), dejando a Lallemand comprometido. ¡Y a este hombre iba subordinada la escuadra española! ¡Y lo que es más extraño, a este hombre seguía confiando el imperio sus fuerzas navales!
Del 15 al 20 de agosto estuvo Napoleón aguardando en Boulogne con la mayor impaciencia la llegada de la escuadra franco-española. En los parajes más elevados de la costa se habían puesto señales para avisar el momento en que se la divisara. El 22 llegó el despacho de Lauriston, en que anunciaba que Villeneuve salía para Brest. Loco de contento el emperador, escribió a Ganteaume que estuviera preparado para no perder un solo día; y a Villeneuve diciéndole: «Señor vice-almirante: creo que habréis llegado a Brest; partid, no perdáis un solo momento, y entrad en la Mancha con mis escuadras reunidas. La Inglaterra es nuestra. Estamos dispuestos, y todo embarcado. Presentaos, y en veinte y cuatro horas estamos fuera del paso.– Campo imperial de Boulogne, 22 de agosto.» Pero al propio tiempo recibió el ministro la carta de Villeneuve, en que le hablaba muy problemáticamente de su dirección a Brest. Noticiado este despacho a Napoleón, desatose en denuestos contra el desobediente almirante: «Vuestro Villeneuve, decía a Decrés, no es capaz de mandar una fragata:» y le llamaba cobarde, y aun traidor, y quiso dar orden para que de Cádiz, si había ido allí, fuese llevado por fuerza a la Mancha.
Nuevos proyectos y nuevos planes se agitaron y trataron aquel día entre Napoleón y Decrés, porque las noticias de la guerra continental eran cada momento más alarmantes. El 23 escribía Napoleón a Talleyrand: «Estoy resuelto; mis flotas se han perdido de vista desde las alturas del cabo Ortegal el 14; si entran en la Mancha… voy a desatar en Londres el nudo de todas las coaliciones. Si, por el contrario, mis almirantes no tienen tesón o maniobran mal, levanto mis campamentos de las orillas del Océano, entro con doscientos mil hombres en Alemania, y no paro hasta fondear en Viena, arrebatar al Austria Venecia y todo lo que conserva en Italia, y arrojar a los Borbones de Nápoles. Impediré la unión de los austriacos con los rusos, derrotándolos antes que llegue este caso, y por último, luego que haya pacificado el continente, volveré al Océano para trabajar de nuevo en la paz marítima.» Y acto continuo, con aquella actividad y rapidez que no tenía ejemplo, comenzó a dictar multitud de órdenes y disposiciones para la guerra continental. «En el arrebato de un furor (dice un testigo de vista), que a otros hombres no les permitiera conservar su buen juicio, tomó una de aquellas resoluciones más atrevidas, y dictó uno de los planes de campaña más admirables que conquistador alguno haya podido formar con sosiego y sangre fría: sin titubear y sin detenerse dictó por entero todo el plan de la campaña de Austerlitz.{5}»
Vínole bien a Napoleón aquella nueva actitud de las potencias coligadas, pues le abrían un vasto campo en que desarrollar toda la grandeza de su genio; que de otro modo, y sin este motivo, suspendida por tercera vez por la sola falta de Villeneuve la tan anunciada y de tan largo tiempo preparada expedición a Inglaterra, habría aparecido a los ojos de Europa como un impotente jactancioso. Obligado, pues, y resuelto a sustituir un plan por otro, concibió aquel maravilloso pensamiento de trasportar su grande ejército desde las playas del Océano a las márgenes del Danubio, de tal modo y con tal celeridad que cayera sobre los austriacos antes que pudieran reunírseles los rusos, envolver a aquellos, y batir después a éstos cuando no tuvieran más apoyo que la reserva austriaca. El secreto era el alma y la garantía de sus planes; la sorpresa el principal medio, y para desorientar a todos pasó todavía unos días en Boulogne. «Jamás, dice un historiador francés, ha habido un capitán, ni en los antiguos ni en los modernos tiempos, que haya concebido o ejecutado planes en una escala tan vasta.»
Tomadas, pues, las disposiciones para la conservación y seguridad de la escuadrilla, disposiciones admirables, pero que no podemos detenernos a enumerar; y después de haber presenciado la salida de las divisiones de aquel entusiasmado ejército, que tan largas, rápidas y gloriosas jornadas iba a hacer, partió también Napoleón camino de París, y llegó a la Malmaison (3 de setiembre, 1805), sin que nadie supiese lo que había resuelto. El público que lo ignoraba, pero que sabía los apuros del tesoro, y conocía el compromiso en que había puesto a Francia su coronación como rey de Italia, la agregación de Génova al imperio y el establecimiento de la princesa Elisa en Luca, manifestó por primera vez cierta desconfianza y frialdad hacia el emperador. Aumentose el disgusto al verle pedir nuevos sacrificios de hombres y de dinero. Napoleón lo comprendió bien, pero fiando en que pronto habría de convertir en entusiasmo aquella frialdad de los franceses, partió de París el 24 de setiembre, llegando el 26 a Strasburgo, donde con asombro de Europa y como por encanto habían aparecido ya las grandes columnas que hacía pocos días estaban acampadas a lo largo del Océano. El Grande Ejército (que este fue el nombre que le dio Napoleón y con que ha pasado a la historia) fue dividido por él en siete cuerpos, que presentaban una masa de ciento ochenta y seis mil combatientes, con treinta y ocho mil caballos y trescientas cuarenta piezas de artillería; y contando las tropas de Italia y de Baviera, reunía doscientos cincuenta mil franceses con más de treinta mil alemanes, dejando en Francia una reserva de ciento cincuenta mil conscritos. Los aliados contaban con quinientos mil hombres, de ellos la mitad austriacos, doscientos mil rusos, y cincuenta mil ingleses, suecos y napolitanos.
Ordena Napoleón cuándo, dónde y cómo había de moverse cada uno de los cuerpos del Ejército Grande, pasa él mismo el Rhin con su guardia imperial: el 6 de octubre se encuentran los seis cuerpos al otro lado de los Alpes de Suabia, y antes que el general austriaco Mack que se hallaba acampado en Ulma se apercibiera de los intentos de Napoleón, se halla con él a su espalda, interpuesto entre los austriacos y los rusos que habían de ir a incorporárseles, que fue su propósito desde Boulogne. Lannes, Murat, Bernadotte, Ney, Marmont, Soult, Davout, Dupont, todos los generales ejecutan los movimientos y ocupan los puntos que el emperador les señala. Dispone Napoleón sus maniobras, arenga a todos prometiéndoles una victoria no menos gloriosa que la de Marengo, suceden varios combates parciales, y por último, bloqueada y atacada la plaza de Ulma, dado y cumplido un plazo para rendirse como prisionero de guerra Mack con su ejército, el memorable día 20 de octubre (1805), colocado Napoleón frente de Ulma junto a una gran fogata encendida por los franceses, en el declive de una colina, presencia el desfile de las columnas austriacas que van a dejar las armas, siendo el primero el general Mack, que al entregarle la espada le dice: «Aquí tenéis al desgraciado Mack.» El resultado de este famoso triunfo le dice, mejor que todas las relaciones, la proclama que al día siguiente dirigió Napoleón a su ejército en el cuartel general imperial de Elchingen.
«Soldados del Grande Ejército: En quince días hemos llevado a cabo una campaña, en que hemos realizado lo que nos proponíamos. Hemos arrojado de Baviera las tropas de la casa de Austria, restableciendo a un aliado nuestro en la soberanía de sus estados. El ejército que con tanto orgullo como imprudencia había llegado hasta nuestras fronteras no existe ya…
»Cien mil hombres componían ese ejército, y sesenta mil han caído prisioneros, estando destinados a reemplazar a nuestros conscritos en las labores agrícolas. Doscientas piezas de artillería, noventa banderas, todos los generales se hallan en nuestro poder, y no llegan a quince mil hombres los que han logrado escapar. Soldados, os había dicho que ibais a dar una gran batalla; pero gracias a las malas combinaciones del enemigo, he alcanzado un triunfo igual al que esperaba, sin correr ningún riesgo, y lo que no se conoce en la historia de las naciones, sin que tan gran resultado nos haya costado arriba de mil quinientos hombres…
»Pero no se limitará a esto vuestro ardimiento: estáis impacientes por empezar una segunda campaña, y vamos a hacer que ese ejército ruso que el oro de Inglaterra ha traído del otro extremo del mundo tenga la misma suerte que el que acabamos de destruir. La nueva lucha en que vamos a entrar pertenece más especialmente a la infantería; esta es la que va a decidir por segunda vez la cuestión que ya hemos decidido en Suiza y Holanda, la de si la infantería francesa es la primera o la segunda de Europa…»
El triunfo de Ulma dejó atónitas todas las potencias enemigas.
Pero al propio tiempo y en los mismos días que tanta y tan brillante gloria recogían las armas francesas en el corazón del continente, sus fuerzas marítimas sufrían un terrible desastre en los mares occidentales de Europa; desastre que por desgracia fue tan funesto como inmerecido para España. Ya se entenderá que nos referimos al memorable y eternamente doloroso combate de Trafalgar.
El 20 de agosto (1805) anclaba en la bahía de Cádiz la escuadra franco-española mandada por el almirante Villeneuve procedente del Ferrol. Aquel tímido, irresoluto y siempre zozobroso jefe, que con su apocamiento y pusilanimidad había frustrado el más gigantesco de los proyectos marítimos de Napoleón; aquel desgraciado marino, a quien ni Lauriston, ni Gravina, ni el emperador mismo habían logrado infundir aliento, y que en sus perplejidades solo había mostrado una cobarde terquedad en no cumplir las órdenes de su gobierno, aun a riesgo de concitar el enojo imperial, comenzó en Cádiz su nueva serie de desaciertos desaprovechando la ocasión de apresar el pequeño crucero inglés que allí a la sazón había; antes se manejó de modo que se jactase luego Collingwood de haberse salvado de tan superiores fuerzas. Lo que apenas se comprende en el genio impetuoso y vivo de Napoleón es que no se apresurara más a separar del mando de la escuadra combinada al hombre que había inutilizado sus vastas combinaciones, al hombre a quien en su cólera calificaba de inepto, de cobarde, y hasta de traidor. Y solo puede explicarse por la conducta del ministro Decrés, que, compañero y amigo de Villeneuve, ni al emperador le descubría lo que podría irritarle más, ni al almirante le revelaba sino a medias las palabras acres y los términos duros con que el emperador censuraba su conducta. De modo que en la permanencia de Villeneuve al frente de la escuadra, y en los desastres que de ello se siguieron, toca sin duda una gran parte de responsabilidad al ministro de Marina Decrés.
Aun quería Napoleón, ya que su plan favorito se había malogrado, que la escuadra aliada de Cádiz, uniéndose a la de Cartagena que mandaba el entendido español Salcedo, y que podía dominar por algún tiempo el Mediterráneo, se trasladase a Tarento, se apoderase de los cruceros ingleses que se hallaban en el apostadero de Nápoles, y socorriese con cuatro mil soldados al general Saint-Cyr. Pero otro día, volviéndose a Decrés: «Probablemente, le dijo, será tan cobarde vuestro amigo Villeneuve que no saldrá de Cádiz, y así disponed que el almirante Rosilly tome el mando de la escuadra si cuando llegue no ha salido aún, y que Villeneuve venga a París a darme cuenta de su conducta.» Todavía después de esto se contentó Decrés con anunciar a su amigo la salida de Rosilly, pero sin atreverse a revelarle toda su desgracia, en la esperanza de que saldría de todos modos antes que aquél llegase. Mas no era Villeneuve tan escaso de comprensión que no adivinara todo lo que en las cartas del ministro se dejaba traslucir, y con esto y con saber que Rosilly se hallaba ya en Madrid, el hombre indeciso, el hombre apocado, el hombre temeroso, sintiose de repente animado del valor de la desesperación, y pasando al extremo de la temeridad irreflexiva, se propuso lavar su nota de cobarde entregándose a un acto de arrojo, siquiera le aguardara una catástrofe cierta. He aquí explicada la verdadera causa de la anterior indisculpable flojedad de Villeneuve, y de la imperdonable y temeraria audacia que tan funesta fue después a las dos naciones, y a España más principalmente, puesto que de su desatentado manejo ninguna culpa alcanzó a los españoles{6}.
Decidido pues Villeneuve a desafiar la fortuna y a ver si en un día recobraba el crédito perdido en muchos meses, preparó la escuadra y tomó todas sus disposiciones para un combate. Componíase la fuerza aliada de treinta y tres navíos, cinco fragatas y dos briks. De ella hizo una escuadra de batalla, dividida en tres secciones o cuerpos de a siete navíos cada uno, mandando el de vanguardia el español Álava, el de retaguardia Dumanoir, y quedándose él con el mando de el del centro: y otra al mando de Gravina, compuesta de doce navíos, repartidos en dos divisiones, de las cuales confió la segunda al contra-almirante Magon. Constaba la escuadra de Nelson poco más o menos de igual número de buques, pero más adiestrados, y con las ventajas que entonces llevaba a todas la marina inglesa: y si bien el almirante inglés calculó que era menor la fuerza naval enemiga, tomó tales disposiciones que asombraron después, cuando sé vio la precisión de sus maniobras. Espoleado pues Villeneuve, como hemos dicho, con la noticia de hallarse ya en Madrid el almirante Rosilly nombrado para sustituirle, se arrojó a aventurar la batalla, por cierto no con la aprobación de los jefes españoles, que consultados en el consejo manifestaron su dictamen contrario a la salida de la escuadra, dando las razones y mostrando los inconvenientes que en ello veían{7}.
A pesar de todo, el 19 de octubre dio orden Villeneuve para hacerse a la vela. El 20 descubrió la escuadra aliada a la enemiga, que creyó también inferior en fuerzas, porque una de las más acertadas precauciones de Nelson había sido ocultar cuidadosamente el número de sus navíos. Dispuso Villeneuve aquella noche el orden de batalla para el siguiente día. La escuadra de reserva a las órdenes de Gravina marchaba independiente de la principal, para poder acudir donde más conviniera; posición hábil, escogida por el inteligente Gravina, como la más apropósito para maniobrar con ventaja: así lo reconocía también el entendido contra-almirante Magon. Pero Villeneuve, contra el dictamen y con repugnancia de los dos ilustres marinos, ordenó que la reserva se pusiera inmediatamente en línea; falta grave, contra la cual protestaron aquellos en alta voz, y que vino a ser una de las causas principales del desastre{8}. La escuadra inglesa, en dos columnas, avanzaba a toda vela y viento en popa, amenazando la retaguardia y centro de los aliados. Villeneuve quiso socorrer la retaguardia, donde primero se empeñó la lucha, mandando que todos los buques virasen de consuno, dando cada uno la vuelta sobre sí mismo, para que la línea continuase siendo larga y recta; mas como no fuese fácil variar de repente de posición, sin que resultaran irregularidades en las distancias, por precisos que fueran los movimientos, la línea quedó mal formada, y ya se empezó a conocer el desacierto de no haber dejado independiente la escuadra de reserva.
Sigamos en la relación del combate al escritor que ha hecho más estudio y reunido más datos para conocerle. «Al mediodía emprendieron los ingleses el movimiento con arreglo a las instrucciones del general en jefe. La primera columna la regía en persona Nelson… La segunda al mando del almirante Collingwood se adelantaba formando cabeza el Royal Sobereign… «Corte V., le dijo Nelson, la retaguardia por el undécimo navío.» Y luego recogiéndose un poco, mandó hacer aquella célebre señal, que electrizó la escuadra, y se hizo después tan famosa: «La Inglaterra espera que cada uno hará su deber.» La hora suprema había llegado. Conforme a su plan de ataque se adelanta Nelson para cortar la línea por la popa del Santísima Trinidad y la proa del Bucentaure. Pero el general Cisneros mandó meter en facha las gavias del Trinidad, y se estrechó de tal modo con el Bucentaure, que Nelson desistió de su empeño, habiendo perdido mucha gente y quedando muy maltratado el Victory por el terrible fuego que tuvo que sufrir. Mas luego atacaron a un tiempo el Victory y el Temeraire, ambos de tres puentes, al Redoutable, el cual tuvo que dejar paso al enemigo por la popa del Bucentaure, por donde penetró la mitad de la escuadra que mandaba Nelson y atacó a los navíos del centro; la otra mitad, amenazando la vanguardia y figurando maniobrar para que la tuviesen en respeto, cayó luego sobre el centro mismo… El Trinidad y el Bucentaure recibieron intrépidamente la terrible arremetida de los ingleses; allí se trabó encarnizada pelea, batiéndose aquellos dos navíos contra fuerzas muy superiores. En esta lucha una bala del Redoutable alcanzó a Nelson en el hombro izquierdo, le atravesó el pecho y se fijó en la espina dorsal… Una tregua siguió a este suceso que privaba a Inglaterra de su primer almirante… mas luego volvió a trabarse el combate con mayor furia… En socorro del Trinidad acudió el brigadier comandante del Neptuno, don Cayetano Valdés; y también acudieron a este punto de la línea el San Agustín, y los franceses Héros e Intrépide; pero el Trinidad tiene que sucumbir tras del Bucentaure, que arría bandera, después de una defensa gloriosa.»
Describe luego de este modo el escritor a quien seguimos el combate que sostenían el Santa Ana, el Fougueux y el Monarca con la columna de Collingwood que montaba el Royal Sobereign, navío de tres puentes sumamente velero{9}. «Entonces se trabó entre el Royal Sobereign y el Santa Ana la más horrible lucha, barloados los dos navíos uno a otro tan cerca que las velas bajas se tocaban. El general Álava, que conocía que Collingwood quería pasar a sotavento, puso toda su gente a estribor, y tal era el estrago que hacia la artillería del Santa Ana y el peso de sus proyectiles, que su primera andanada hizo escorar el Royal Sobereign sobre la banda opuesta hasta descubrir dos tablones. De esta refriega salieron los dos navíos enteramente destrozados. El Santa Ana sostuvo el combate del modo más valiente, esperando ser socorrido. La lucha con el Royal Sobereign es desesperada; cae gravemente herido el general Álava; cae Gardoqui, su digno capitán de bandera; la arboladura del Santa Ana está destrozada; diezmada su tripulación; en esa lucha cuerpo a cuerpo queda el navío inglés tan maltratado como su contrario; inmóvil y sin poder ya gobernar Collingwood, tiene que abandonar su hermoso navío desmantelado, y sostenido por su división se ve precisado a pasar a la fragata Euryalus en medio del combate.»
Pinta la horrible pelea que en otro punto sostenía el Príncipe de Asturias guiado por Gravina por espacio de cuatro horas contra tres o cuatro navíos enemigos, y continúa: «En ese círculo de fuego y de humo, en medio de estragos espantosos, cuando la muerte acaba con la mayor parte de la tripulación, cae el general Gravina gravemente herido de un casco de metralla en el brazo izquierdo; cae su digno mayor general Escaño, mas no cae su insignia. Allá ondea para que los buques españoles sepan que el general en jefe español no ha tenido la mala suerte del almirante Villeneuve, y que hay un centro español a donde reunirse. Mas el San Ildefonso, destrozado, ha tenido que arriar su bandera, herido su bizarro comandante Vargas; y el Príncipe de Asturias, que un momento antes en un claro había visto al Argonauta sin bandera, había maniobrado para socorrerle; viéndole solo contra tantas fuerzas, orzó para ponerle en salvo; acuden en su apoyo el San Justo, Neptune y otros; lo remolca la fragata Themis, francesa. Un poco libre, y viendo la batalla perdida, en lo que le queda de arboladura pone la señal de retirada, y se le unen el Plutón, el Neptuno, el Argonauta, el Indomptable, el San Leandro, el San Justo y el Montañés, y todos, bien seguros de haber cumplido con heroísmo los deberes del honor, se retiran hacia Cádiz. El Bahama y el San Juan, menos afortunados, quedaban en manos del enemigo; mas su gloria era igual, y mayores sus sacrificios: ¡Allí morían Galiano y Churruca, como habían muerto Alcedo y tantos más!»
El navío francés Achille había peleado también heroicamente al lado del Príncipe de Asturias. Hecho presa de las llamas, muerto su valiente comandante Newport y la mayor parte de sus oficiales, hasta recaer el mando del navío en un alférez, los pocos que quedaban no quisieron embarcarse, y se volaron con el navío. La escuadra francesa había perdido ya sus más valerosos jefes, el contra-almirante Magon, y los primeros capitanes de navío. «Villeneuve había sido en el combate un modelo de serenidad y de valor; todos los buques de su escuadra habían imitado el denuedo de su almirante. Solo la división de vanguardia, a las órdenes del contra-almirante Dumanoir, proyectaba una sombra sobre ese cuadro glorioso… Los cinco navíos que gobernaron sobre el Bucentaure tomaron una derrota más corta que la indicada por el Formidable, y llegaron a tiempo de mezclar su sangre con la de los valientes en cuyo socorro iban, aunque tarde para salvarlos. El Neptuno, que mandaba el intrépido don Cayetano Valdés, se separó muy luego de los cuatro navíos franceses para acudir al fuego… Allí trabó Valdés una terrible lucha contra cuatro navíos ingleses que se dirigían a doblar el Trinidad y el Bucentaure. Tanto heroísmo no salvó al Neptuno: acribillado, desarbolado, el impertérrito Valdés, gravemente herido, hubo de saber que su navío había arriado bandera; el temporal que sobrevino salvó al Neptuno de manos de sus enemigos, mas fue para estrellarse en las peñas del castillo de Santa Catalina en la costa del Puerto de Santa María.
«En el turbión de esa horrible lucha, entre los ayes de tantas nobles víctimas, yacía también Nelson expirante en su lecho de agonía: de minuto en minuto se le daba cuenta del combate. «Soy hombre muerto, decía al capitán Hardy: la vida se me acaba…» Y este grande hombre, en ese momento supremo, tuvo la debilidad de recomendar que, muerto, se le cortase un rizo de su pelo para la indigna mujer mengua de su gloria. ¡Deplorable contradicción del corazón humano!{10}»
Tal fue el memorable combate de Trafalgar, una de las luchas navales más sangrientas y terribles de que habla la historia; pocas veces se vieron escenas de más horror en los mares, pero pocas también se dio ejemplo de más heroicos sacrificios. Emprendido contra el dictamen de los españoles por la imprudencia de un almirante extranjero, tan temerario y arrojado en la pelea como antes había sido tímido y pusilánime{11}, España perdió sus más ilustres y distinguidos marinos y sus mejores navíos, pagó con noble y preciosa sangre los desaciertos de otros, pero el pabellón de Castilla, aunque ensangrentado, salió cubierto de gloria; portáronse también los franceses con arrojo y denuedo: ¡gloria para todos los combatientes! Si el monarca español recompensó entonces a los valientes que sobrevivieron a aquel combate y a las familias de los que perecieron, y el emperador de los franceses dejó sin premio a los de su nación que con justicia le habían merecido, no fue culpa de España.– Todavía en este mismo año de 1859, al tiempo que esto escribimos, las cortes españolas a que el autor de esta historia tiene la honra de pertenecer como diputado, han hecho, a propuesta del gobierno, y principalmente del digno ministro de Marina general Mac-Crohon, una nueva ley de recompensa nacional a los valientes individuos que aun sobreviven y pelearon en aquel gloriosísimo aunque desgraciado combate{12}.
La noticia del desastre de Trafalgar apesadumbro a Napoleón y le acibaró el placer de que por sus recientes triunfos estaba gozando.– Disimuló no obstante su dolor cuanto pudo, y procuró deslumbrar a la Francia con el brillante resplandor de Ulma, para que no reparara tanto en la sombría tragedia de Trafalgar; hizo que los diarios franceses hablaran poco de aquel suceso, y sacrificó al disimulo la justicia, no premiando ni castigando como acostumbraba, como quien no lo daba importancia ni gran trascendencia. Por otra parte esperaba quebrantar a Inglaterra, derrotando a sus aliados del continente como había empezado, y en efecto, el ruido que aquel hombre siguió haciendo en la tierra amortiguó hasta cierto punto el fatal estruendo que había estremecido el mar.
También es verdad que por más precauciones que se tomaran para disimular o atenuar el desastre, unido éste a la apurada situación de la hacienda en Francia, y a la crisis rentística, a la emisión excesiva de billetes de banco y a las varias quiebras que produjo, a la desaparición del metálico, y a la situación, en fin, angustiosa y alarmante que ocasionaron las célebres operaciones de Mr. Ouvrard, aquella nación se habría conmovido mucho más a no alentar la confianza que tenía en el genio de Napoleón, y la esperanza en nuevos triunfos de aquel insigne guerrero. Así todos los pensamientos y todas las miradas se fijaban en el Danubio, de donde se suponía habría de venir el remedio a todos los males.
Una nueva faz amenazaba tomar por allí la coalición, después de la maravillosa victoria de Napoleón en Ulma. La corte de Prusia, siempre vacilante, siempre ambigua, con más puntas de hipócrita que de franca, y no dotada del don de la oportunidad en sus resoluciones, alegando que las tropas francesas habían violado su territorio pasando por la provincia de Anspach, y que los rusos reclamaban e su vez permitiese el paso de sus ejércitos por Silesia; acosada por las exigencias opuestas de Francia y Rusia; halagada por los dos emperadores; mostrándose amiga de Napoleón por temor a la guerra, y queriendo aparentar lo contrario con Alejandro por temor de ofenderle; deslumbrado el monarca prusiano con la visita del Zar; hallando gracia el joven y galante autócrata en la hermosa reina de Prusia y sabiendo explotar sus inclinaciones; alucinado Federico Guillermo con un proyecto de intervención para la paz, que era entonces el velo con que se encubrían las coaliciones, paró al fin en firmar un tratado secreto de coalición con el emperador Alejandro de Rusia, que no otra cosa fue el tratado de Postdam (3 de noviembre, 1805), puesto que en él se faltaba a convenios y garantías recíprocas antes estipuladas con Francia, y puesto que ambos emperadores juraron bajo las bóvedas de un templo y ante las cenizas de Federico el Grande que no se separarían jamás ni su causa ni sus destinos.
Orientado, aunque a medias, Napoleón de esta evolución de la Prusia, y no obstante que conocía que la hostilidad de aquella potencia podía trastornar sus planes, con aquella resolución que solo cabe en pechos como el suyo, siguió adelante con su proyecto de destruir a los rusos como había destruido a los austriacos, y se propuso contestar a Prusia, como había contestado a Austria, con una victoria, y arreglar desde Viena los negocios de Berlín. Entonces fue cuando distribuyendo su grande ejército de la manera admirable de que él solo era capaz, y prescribiendo a cada general y a cada cuerpo su marcha y su destino y dándole sus instrucciones para todas las eventualidades, y atendiendo simultáneamente a la Italia, la Holanda y la Alemania, emprendió aquella serie de combinaciones y operaciones prodigiosas, en los Alpes, en el Tirol, en el Adige, en el Danubio, en el Inn, en el Traun, en el Ens, hasta Linz, señalada con el famoso triunfo de Massena en Caldiero, con la ocupación de Viena por las tropas francesas, con el sangriento combate de Hollabrunn, con la prisión de cuerpos enteros del ejército austro-ruso, para terminar con la memorable batalla de Austerlitz. No nos incumbe trazar el sistema de precauciones, en que compitieron la actividad y la previsión, para impedir, en un campo de operaciones tan inmensamente vasto y dilatado, la reunión de los austriacos con los rusos, y prevenir lo que pudieran hacer o intentar los prusianos, y disponer él sus cuerpos de ejército de manera que a tan largas distancias pudieran en todo evento darse la mano unos a otros, a pesar de las montañas, de los desfiladeros y de los ríos. Nunca nadie acertó a cumplir mejor su célebre máxima: «La guerra es el arte de dividirse para no perecer, y de concentrarse para pelear.»
Mientras Austria escarmentada reconocía la necesidad de la paz y la proponía, si bien sometiéndose a las condiciones que quisiera poner la Rusia, el joven emperador Alejandro deseaba medir sus armas con las de Francia; como autor de esta tercera coalición, aspiraba a ser el campeón de la Europa y a darle la ley; instigábanle a ello los cortesanos y consejeros que formaban su camarilla; fogueábanle, aunque lo necesitaba poco, los acalorados jóvenes que constituían su estado mayor; según ellos, la derrota de los austriacos había consistido o en falta de pericia o en falta de valor; era menester que los rusos enseñaran a los austriacos cómo se vencía a los franceses; sería un error y una insigne debilidad no darles una batalla decisiva. Esto se decía, estando los dos emperadores, Francisco y Alejandro, en Olmütz. Napoleón, que lo deseaba también, y que con su extraordinaria penetración adivinaba los designios y planes del enemigo, tuvo la habilidad de atraerle a las posiciones por él escogidas entre Brunn y Austerlitz en Moravia, donde se preparó convenientemente para el ataque que esperaba y que supo provocar, con unos setenta mil hombres contra noventa mil rusos y austriacos, mandados por Kutusof.
¡Coincidencia singular! El día 2 de diciembre (1805), aniversario de la coronación de Napoleón, diose en aquel sitio la famosa batalla llamada de Austerlitz, y por los soldados la batalla de los tres emperadores, que había de afirmar en las sienes de Napoleón la corona imperial, como afirmó en sus hombros el manto de cónsul la de Marengo, tan terrible ésta para los rusos como había sido aquella para los austriacos, en que tan duro escarmiento recibió la suntuosa juventud moscovita, en que perdió Alejandro las ilusiones que había alimentado de ser el repartidor de Europa, y cuyos resultados eran, por lo inmensos, incalculables.–- «Soldados, les dijo Napoleón a sus tropas al siguiente día con aquella elocuencia militar que le era tan natural y tan fácil: estoy satisfecho de vosotros, porque en el día de ayer habéis justificado cuanto yo esperaba de vuestra intrepidez, y cubierto vuestras águilas de una gloria inmortal. Un ejército de cien mil hombres, mandado por los emperadores de Rusia y Austria, ha sido cortado o dispersado en menos de cuatro horas, y los que se han libertado de vuestros aceros han muerto ahogados en los pantanos.– Cuarenta banderas, los estandartes de la guardia imperial de Rusia, ciento veinte piezas de artillería, veinte generales, y más de treinta mil prisioneros, son el resultado de esta jornada eternamente célebre{13}. Esa infantería tan alabada y superior en número, no ha podido resistir a vuestro ímpetu, y de hoy más ya no tenéis rivales que temer…– Soldados: luego que hayamos realizado todo lo necesario para asegurar la dicha y prosperidad de nuestra patria, os conduciré a Francia, y allí miraré por vosotros con paternal cariño. En cuanto a mi pueblo, os volverá a ver con júbilo; y solo con que digáis: «Estuve en la batalla de Austerlitz:» dirán: Ese es un valiente.– Napoleón.»
Los dos emperadores vencidos convinieron en la necesidad de pedir una tregua como preludio de la paz, y Francisco José se dirigió al campamento de Napoleón para tener con él una entrevista y una conferencia. Napoleón, que se hallaba delante de una hoguera que sus soldados habían hecho, se adelantó a recibir a su adversario, a quien dio un abrazo al bajar del coche. Allí conferenciaron ambos emperadores en presencia de sus oficiales: Napoleón aconsejó y excitó a Francisco a que no confundiera su causa con la de Alejandro, que no podía hacer sino comprometerle: la tregua quedó acordada, siendo una de sus condiciones que los rusos se habían de retirar a largas jornadas, y la otra que la corte de Austria enviaría negociadores a Brunn para tratar la paz separadamente con Francia. Con esto se separaron con mutuas muestras de cordialidad ambos emperadores, acompañando Bonaparte a Francisco hasta su carruaje y montando en seguida a caballo para volverse a Austerlitz, y de allí a Brunn.
A esta última ciudad hizo ir a su primer ministro Talleyrand para que tratase de las bases y condiciones con Giulay y el príncipe Juan de Lichtenstein. No era este negocio fácil, puesto que el mismo Napoleón veía las cosas de diferente modo que su ministro. En tanto que Talleyrand disputaba en Brunn con los plenipotenciarios austriacos, Napoleón pasó a Viena para ver de arreglar lo relativo a Prusia, lo cual era urgente, porque las tropas prusianas se reunían en Sajonia y Franconia, los archiduques de Austria se acercaban con cien mil hombres a Presburgo, y los anglo-rusos avanzaban hacia Hannover, de modo que amenazaba gran peligro de tener que luchar todavía con la Europa coligada. Con suma destreza se manejó Napoleón con el hábil diplomático Haugwitz para ir venciendo su resistencia hasta lograr todo lo que se proponía. Ajustose, pues, en Viena y se firmó en Schoenbrunn (15 de diciembre, 1805) un tratado, por el cual Francia cedía a Prusia el Hannover, como si fuese conquista suya; a su vez Prusia cedía a Baviera el marquesado de Anspach, y a Francia el principado de Neufchatel y el ducado de Cleves: garantizábanse una y otra potencia todas sus posesiones, y venían a formar así un verdadero tratado de alianza ofensiva y defensiva, cuyo mérito por parte de Napoleón estaba en hacer retractarse a la Prusia del compromiso reciente que con Austria y Rusia había adquirido en el tratado de Postdam.
Separada así Prusia de la coalición, ya era más fácil obtener de Austria las condiciones ventajosas a que aspiraba Napoleón. Las conferencias se trasladaron a Presburgo. Allí, recibidas nuevas instrucciones del emperador Francisco, afectado con la desmembración de Prusia, con el abatimiento del emperador Alejandro y con la proximidad de doscientos mil franceses, Austria se resignó a abandonar a Francia el estado de Venecia con las provincias de Tierra-Firme, dejándola así dueña de toda Italia, si bien renovando la condición de que se separarían las dos coronas de Italia y Francia, pero en términos que cabía diferirlo hasta la muerte de Napoleón, o por lo menos hasta la paz general. Cedió también el Tirol a Baviera, recibiendo en cambio los principados que se dieron al archiduque Fernando en 1803. Reconoció la soberanía de los electores de Baviera, Wurtemberg y Baden. La contribución de cien millones que se exigía para indemnización de gastos de guerra, atendida la penuria del Austria se accedió a reducirla a la mitad, y todavía Talleyrand bajo su responsabilidad la rebajó a solos cuarenta millones. Tal fue el famoso tratado de paz de Presburgo (26 de diciembre, 1805), uno de los más gloriosos y mejor concebidos que hizo Napoleón, y que con la nueva amistad de Rusia fue un premio correspondiente a la magnitud y al éxito prodigioso de aquella gran campaña.
La insensata corte de Nápoles, que habiendo visto el desastre de Trafalgar, el compromiso de Prusia en Postdam, y los franceses metidos entre los ejércitos aliados casi a las fronteras de la antigua Polonia, creyó a Napoleón perdido; aquella corte, que guiada por la imprudente Carolina y alumbrada por el ardor fosfórico de los emigrados, había roto, en mal hora para ella, la neutralidad estipulada, y llamado a los rusos y los ingleses para sublevar la Italia, provocó contra sí las iras de Napoleón y olvidando la terrible comunicación que de éste había recibido en el principio de aquel año, le brindó con la ocasión que deseaba para hacerla pagar sus locuras, y para resolver castigarla a su tiempo con la pérdida de un trono en que calculó estaría bien sentado un miembro de la familia Bonaparte. En efecto, al principio de aquel año (2 de enero, 1805), escribiendo Napoleón a la reina de Nápoles, le había dicho, entre otras cosas, con el aire de superioridad y el tono de amenaza que se verá, las terribles frases siguientes:
«Señora… tengo en mi mano muchas cartas de V. M. que no me dejan duda sobre vuestras verdaderas intenciones secretas. Cualquiera que sea el odio de V. M. a la Francia, ¿cómo, después de la experiencia que tiene, el amor de su esposo, de sus hijos, de su familia, de sus súbditos no le aconsejan un poco más de prudencia, una dirección política más conforme a sus intereses? V. M. que tiene un talento tan distinguido entre las mujeres, ¿no ha podido desprenderse de las prevenciones de su sexo, y trata los negocios de estado como negocios de corazón? Ya una vez ha perdido V. M. su reino. Dos veces ha sido causa de una guerra que ha estado a punto de derruir por los cimientos su casa paternal, ¿quiere todavía ser causa de la tercera?… Aun suponiendo que la catástrofe de vuestra familia y la caída de vuestro trono armasen la Rusia y el Austria, ¿cómo puede V. M. pensar, V. M. que tiene tan grande opinión de mí, que yo había de estar tan inactivo que me dejara caer en la dependencia de mis vecinos? Que V. M. escuche esta profecía; que la escuche sin impaciencia: a la primer guerra de que V. M. sea causa, V. M. y su posteridad habrán dejado de reinar: vuestros hijos errantes mendigarán el socorro de sus parientes por las diferentes comarcas de Europa. Sentiría, no obstante, que tomarais esta mi franqueza por amenaza; no… yo quiero la paz con Nápoles, con la Europa entera, con Inglaterra misma: pero no temo la guerra con nadie; me hallo en aptitud de hacerla a cualquiera que me provoque, y de castigar la corte de Nápoles sin temer el resentimiento de quien quiera que sea. Reciba V. M. este consejo de un buen hermano… No hago la corte a V. M. con esta carta, que le será desagradable. Sin embargo ella es una prueba de mi estimación, y no me tomaría el trabajo de escribir con esta verdad sino a una persona de un carácter fuerte y elevado más de lo común. Ruego a Dios, señora, mi hermana y prima, os tenga en su digna y santa gracia. París el 12 nivoso, año XIII.{14}»
Los plenipotenciarios de Austria bien quisieron, y ya intentaron que en el tratado de Presburgo se insertara algún artículo que salvara la corte y el reino de Nápoles. Pero Napoleón prescribió expresamente a Talleyrand que cerrara de todo punto los oídos a semejante proposición. «Sería, le dijo, una cobardía sufrir los insultos de esa miserable corte de Nápoles. Ya sabéis cuán generoso he sido con ella; pero ya no hay remedio; la reina Carolina dejará de reinar en Italia. Suceda lo que quiera, no la mencionéis en el tratado, porque tal es mi voluntad.» En el tratado de Presburgo no se habló una palabra de Nápoles.
Hecho todo esto, dispúsose Napoleón para regresar a Francia: arregló la marcha de sus tropas, bajo la dirección del general Berthier, y él partió para Munich, donde celebró el casamiento de su querido Eugenio de Beauharnais, hijo de la emperatriz, con la princesa de Baviera, cuya erección en reino y cuyo matrimonio habían sido dos objetos predilectos de sus negociaciones después del triunfo de Austerlitz. Y luego tomó el camino de París, cuya población le esperaba llena de impaciencia y de entusiasmo. Así fue su recibimiento, (26 de enero, 1806), y así sus demostraciones y su regocijo en los días siguientes a su llegada. Y efectivamente, dice a este propósito un historiador francés, ¿de qué había de alegrarse aquel pueblo si no se alegraba de estas cosas? Cuatrocientos mil, entre rusos, suecos, ingleses y austriacos, habían salido de todos los puntos del horizonte contra Francia, en la esperanza de que se les unirían doscientos mil prusianos; pero de pronto parten de las orillas del Océano ciento cincuenta mil franceses, atraviesan en dos meses una gran parte del continente europeo, se apoderan sin pelear del primer ejército que se presenta a disputarles el paso, derrotan a los demás en repetidos encuentros, entran en la capital del antiguo imperio germánico, dejan atrás a Viena, y van a las fronteras de Polonia a romper en una gran batalla el lazo que unía las naciones coligadas. De esto resultó que, reunidos los rusos, tuvieron que volverse a sus heladas llanuras; que, desconcertados los austriacos, no se atrevieron a abandonar sus fronteras; que en tres meses cesaron las angustias de una guerra que se creyó sería larga; que la paz del continente se restableció de pronto… que se abrió a Francia una perspectiva inmensa, y por último que nuestra nación se puso al frente de todas las demás naciones. ¿No era esto para enloquecer de gozo al pueblo francés?»
¿Y qué extraño es que los franceses mostraran de todos los modos posibles su regocijo, cuando el príncipe de la Paz, el jefe del gabinete español, y la representación viva de nuestros reyes, había enviado a Napoleón un altisonante pláceme, que comenzaba así:
«Señor.– Los sucesos que asombran hoy al mundo no aumentan la idea que yo tenía formada de las concepciones guerreras de V. M. Imperial y Real. Sus enemigos, ¿qué digo? los enemigos del continente han desaparecido; potencias formidables ya no existen: mis votos se han cumplido: las hazañas de Alejandro, de César, de Carlo-Magno se han convertido en sucesos históricos comunes; la historia no dirá nada tan grande como los altos hechos de V. M. No me queda ya que desear sino el aniquilamiento del poder inglés; V. M. I. y R. no tiene más que quererlo, y sucederá, porque veo que todo está sujeto a vuestro poderío.– A pesar, Señor, de mis deseos de hallar una ocasión de felicitar a V. M. I. y R. por sus victorias, no me hubiera atrevido hasta el regreso a París de la persona conocida de V. M… &c.{15}»
¿Era todo admiración sincera, o impulsaba al favorito de los reyes españoles algún motivo secreto para dirigir al victorioso emperador, con quien había estado poco tiempo hacía en casi abierta enemistad, tan tierna, expresiva y lisonjera felicitación? El designio que a ello le movía revelábase en el resto de esta carta confidencial, que a su tiempo daremos a conocer, porque se refiere ya a hechos de la vida interior del palacio de nuestros reyes, a aquellas intrigas que en aquel tiempo se cernían ya dentro del regio alcázar, y que al fin estallaron en explosiones y acontecimientos ruidosos, de que habremos de dar cuenta en otro lugar{16}.
{1} Fue un secreto hasta para el príncipe de la Paz. Este ministro da a entender en sus Memorias que él lo sabía, y que el sigilo que ayudó a guardar fue la causa de que Nelson anduviera después como desatinado por espacio de cinco meses sin poder dar con las escuadras. Pero de una carta de Napoleón al ministro Decrés, escrita en Verona (16 de junio, 1805), se deduce que el príncipe de la Paz no estaba en el secreto. «No hay más que yo (le decía), vos y Gourdon que lo sepan… Miraría mi expedición como fallida si en España se tuviera conocimiento de ella… No tenéis que decir al príncipe de la Paz más que dos palabras &c.»– Dumas, Compendio de acontecimientos militares, tom. XI.
{2} A Londres fue enviado Nowosiltzoff, que era el más diestro de ellos; a Madrid Strogonoff, primo del ministro de este nombre, el cual había de pasar antes por Londres.
{3} Para esta sucinta relación del combate de Finisterre, no tan importante por lo que fue en sí como por sus consecuencias, hemos tenido a la vista el parte del general Gravina al príncipe de la Paz; el del almirante Villeneuve al ministro de marina Decrés; Thiers, Historia del Consulado y del Imperio; Mathieu Dumas, Précis des évenements militaires; Jurieu de la Graviere, Estudios sobre la última guerra marítima; Carlos Dupin, De las fuerzas navales de Inglaterra, y otros varios documentos.
{4} «Voy a salir (escribía a su amigo el ministro Decrés), pero no sé lo que haré, porque hay ocho navíos a la vista de la costa y a ocho leguas de distancia, que nos seguirán, yo no podré hacerlos frente, y se irán a reunir a las escuadras de Brest o de Cádiz, según el rumbo que yo tome a cualquiera de estos dos puntos. Mucho falta para que, saliendo de aquí con veinte y nueve navíos pueda considerarme bastante fuerte para luchar contra un número siquiera aproximado; tanto que, no temo decírtelo a tí, sentiré mucho encontrarme con veinte navíos enemigos.»
{5} Darú, en Carlos Dupin, De las Fuerzas navales de Inglaterra, tomo I, lib. VI.– Darú era intendente general del ejército, o primer comisario de guerra. Cuenta que una mañana le llamó el emperador, que le encontró en su gabinete paseando silencioso y taciturno, a ratos dejándose arrebatar de la ira, y que en uno de estos momentos exclamó: «¡Qué marina…! ¡qué almirante…! ¡cuántos sacrificios malogrados! ¡todas mis esperanzas desvanecidas! Ese Villeneuve… en vez de hallarse en la Mancha, ¡ha fondeado en el Ferrol…! Se acabó… allí le bloquearán… Darú, ponéos ahí… escuchadme… escribid…»
Otro día le llamó y le dijo: «¿Sabéis donde está Villeneuve?… ¡¡En Cádiz!!» Y se desató en diatribas sobre su debilidad e ineptitud, deplorando ver frustrado el más hermoso plan que había concebido en su vida.
{6} Necesitamos dar la razón de estas palabras, cuya verdad veremos justificada en el resto de la narración.
Mr. Thiers, en su Historia del Consulado y del Imperio, no siempre justo con el gobierno y la nación española, y nunca indulgente con ella en sus censuras, a quien por lo mismo hemos tenido que rectificar ya en más de una ocasión, ha estado evidentemente apasionado e injusto en el modo de calificar el estado de nuestra armada y la conducta de nuestros marinos desde el momento que se incorporó la escuadra española a la francesa hasta que terminó el famoso combate de Trafalgar, atribuyéndoles todas las faltas, todos los errores y todos los reveses que se cometieron y se sufrieron, así en la expedición y regreso de la Martinica como en las aguas de Finisterre, en la bahía de Cádiz y en la sangrienta pelea que después sostuvo y nos fue tan fatal.
Al decir de este historiador, si Villeneuve no hizo lo que debió y pudo en los mares de las Antillas, si el miedo se apoderó del ánimo de aquel desdichado almirante, si no se atrevió nunca a medir las fuerzas superiores de que disponía con las muy inferiores de los ingleses, si él mismo confesaba el pavor que le infundían los nombres de Nelson, de Calder o de Cornwallis, si en Finisterre malogró la ocasión de una victoria, y dejó apresar dos navíos españoles que pudo facilísimamente recobrar, si dejó a Lallemand abandonado en Vigo, si desobedeció por cobardía las órdenes de Napoleón y frustró sus grandes proyectos, si el miedo le llevó a Cádiz en lugar de ir a Brest, si le faltó resolución para apoderarse del crucero inglés, si la desesperación le hizo cometer después una temeridad, si por último y por resultado de su indecisión, de su apocamiento, de su timidez, o de la fascinación de su espíritu, o de su insuficiencia e ineptitud se dio por su culpa y por su culpa se perdió la gran batalla naval que tan funesta fue a Francia y España, todo consistió, si se cree a Thiers, en el mal aparejo y provisión de los navíos españoles, en la inexperiencia de sus marinos y de sus jefes, en que las inmensas máquinas de guerra de España eran como los navíos turcos, magníficos en apariencia, pero inútiles en el peligro.
En vano otros historiadores de Francia, en vano los primeros marinos ingleses y franceses, en vano Napoleón mismo había ponderado el valor y comportamiento de la escuadra española en los encuentros que tuvo en aquella ocasión, en vano hablan los hechos heroicos de los españoles en Trafalgar; para Mr. Thiers la culpa de los desastres fue de ellos, y no del desdichado Villeneuve, cuya pusilanimidad, cuya obcecación, cuyos errores y cuya impericia reconoce por otra parte, que es lo más extraño. No se puede leer con serenidad la relación de Thiers en este punto. Por fortuna hubo, cuando se publicó su Historia, un español amante de la honra y del decoro de su patria, que tomó a su cargo la noble tarea de deshacer con datos y documentos irrecusables las injustas aserciones de Thiers. Don Manuel Marliani, ex-senador del reino, que es el español a que aludimos, mereció que el ministro de Marina, que lo era a la sazón el ilustrado marqués de Molins, le invitara a que reimprimiera su escrito en los idiomas español y francés, por cuenta del Estado. En su virtud el señor Marliani publicó en 1850 un libro con el título de: COMBATE DE TRAFALGAR. Vindicación de la Armada española contra las aserciones injuriosas vertidas por M. Thiers en su Historia del Consulado y del Imperio: muy nutrido de documentos oficiales, y en que rebate victoriosamente aquellas aserciones, con una minuciosidad que nosotros no podemos emplear, pero que nos suministra datos preciosos para lo que sobre estos sucesos nos cumple decir en una historia general.
{7} Hubo con este motivo una discusión viva y fuerte entre el contra-almirante Magon y el brigadier español Galiano: mediaron también contestaciones entre Villeneuve y Gravina; pero quien hizo más abierta oposición fue el ilustrado y valiente brigadier Churruca, cuyas enérgicas palabras nos han sido conservadas.– Marliani, Combate de Trafalgar.
{8} Esto lo reconoce y confiesa el mismo Thiers, haciendo en esto justicia al talento de Gravina.
{9} Del carácter y de la serenidad de este almirante da una idea lo siguiente, que se lee en sus Memorias y lo refiere también Marliani. La mañana del combate se vistió con mucho esmero, y le dijo al oficial de su predilección: «Clavell, quítese vd. las botas; es mucho mejor llevar medias de seda como yo, pues si recibimos alguna herida en las piernas, daremos menos que hacer a los cirujanos.» Luego visitó todos los puestos, corrió las baterías, animó su gente dirigiéndoles la palabra para que cada uno cumpliese con su deber, y reuniendo todos sus oficiales: «Señores, les dijo, ahora es preciso que hoy hagamos algo de que el mundo pueda hablar mucho tiempo.»
{10} Con razón exclama así el escritor español de quien tomamos estas noticias; pues al entrar en el combate había escrito el célebre marino inglés en su diario la invocación siguiente: «Quiera el Dios Todopoderoso que adoro, otorgar a la Inglaterra, para la salvación de la Europa, una completa y gloriosa victoria. Quiera no permitir que ningún acto de debilidad individual empañe su lustre, y haga que después del combate no haya un inglés que se olvide de los deberes sagrados de la humanidad.– En cuanto a mí, mi vida pertenece al que me la dio; que bendiga mis fuerzas mientras combata por mi patria. Pongo en sus manos mi persona y la justa causa cuya defensa se me ha confiado.»– Y al propio tiempo que tan devoto se mostraba, en un codicilo que añadió a su testamento «tuvo la increíble debilidad de recomendar a la gratitud de la Inglaterra la detestable mujer que quería ciegamente y la hija adulterina que tenía de ella. La Inglaterra repudio ese inmoral legado.» En otra parte hemos hablado ya nosotros de la célebre prostituta Emma; que acertó a tener cautivado muchos años a Nelson.
He aquí como describe el señor Marliani los últimos momentos del insigne almirante. «Cesado el fuego, el capitán Hardy llega hasta el lecho del moribundo; éste respiraba. Pudo oír el anuncio que le traía su fiel capitán; pudo dar algunas órdenes; y ya yerta la mitad de su cuerpo se incorporó un poco: «¡Bendito sea Dios! dijo: he cumplido con mi deber.» Cayó sobre el lecho, y un cuarto de hora después expiró. La Inglaterra agradecida, continúa, premió con mano dadivosa los servicios de su más ilustre marino, muerto por la patria. El parlamento otorgó, a petición del ministerio, una renta vitalicia de doscientos mil reales a la viuda de lord Nelson, y una renta perpetua de quinientos mil reales en favor de los herederos del condado de Nelson, que pasó a su hermano mayor. Una suma de diez millones de reales fue empleada en la adquisición de fincas para formar el mayorazgo que debía dar mayor lustre al nuevo título. Las dos hermanas del ilustre guerrero recibieron cada una la suma de un millón y quinientos mil reales. El conjunto de la donación fue de veinte y cuatro millones de reales.»
{11} Todos convienen en que Villeneuve desplegó un admirable valor personal en el combate. No fue castigado por la derrota, pero se castigó él a sí mismo, pues devorado de pesadumbre se suicidó en Rennes.
{12} Esta ley, sancionada por la corona, se ha publicado en la Gaceta de 6 de noviembre de 1859. Copiaremos sus dos primeros artículos.
1.º Se concede pensión vitalicia a los individuos que dotaban la escuadra que al mando del teniente general don Federico Gravina sostuvo el combate naval de 24 de octubre de 1805 sobre las aguas del cabo de Trafalgar, y se hallan comprendidos en la relación adjunta a esta ley, siempre que de los documentos presentados aparezca claramente su asistencia al combate.
2.º Dicha pensión será de cinco reales diarios para los contramaestres, operarios de maestranza, sargentos y cabos, y de cuatro reales diarios para los soldados y marineros.
Mr. Thiers, siguiendo su tema de culpar del mal éxito de la batalla a quien menos lo merecía, concluye con el siguiente resumen: Tal fue la fatal batalla de Trafalgar: marinos faltos de experiencia, aliados mucho mas inexpertos, una disciplina floja, un material descuidado, y en todas partes precipitación con todas sus consecuencias; un jefe que conocía harto bien estas desventajas, que abrigaba presentimientos funestísimos en todos los mares a donde se dirigía, y hacía con su influjo que se frustrasen los grandes proyectos de su soberano; este soberano irritado, y no teniendo en cuenta obstáculos materiales, menos difíciles de salvar en tierra que por mar, y afligiendo con sus amargas reconvenciones a un almirante a quien era preciso compadecer mejor que censurar; el almirante batiéndose desesperado; y la fortuna, que siempre es cruel con los desgraciados, negándole hasta la ventaja del viento; la mitad de una escuadra paralizada por ignorancia y merced a los elementos, y la otra mitad peleando con furia; por una parte valor, hijo del cálculo y la habilidad, y por otra heroica inexperiencia, muertes sublimes, una carnicería espantosa, y destrucción nunca vista; los estragos ocasionados por la tempestad, añadidos a los daños causados por los hombres; el abismo devorando los trofeos del vencedor; y por último, el jefe triunfante sepultado en su triunfo, mientras el vencido pensaba en el suicidio, único recurso que le quedaba en el dolor; tal fue, volvemos a decir, la fatal batalla de Trafalgar, con las causas que la promovieron, los resultados que tuvo, y el trágico aspecto que presentó.»
El cuadro estaría bien trazado, y sería digno de tan gran maestro como lo es el historiador francés, si las tintas no hubieran sido tan arbitrariamente elegidas y empleadas. El español Marliani, además de deshacer las equivocaciones, si no se las quiere llamar imposturas de Mr. Thiers, principalmente contra las condiciones y la conducta de la escuadra y de los marinos españoles, probado todo con los testimonios de historiadores ingleses y franceses, con los partes auténticos de Collingwood y de Gravina y Escaño, con las palabras del mismo Napoleón y sus instrucciones a Villeneuve, y con las confesiones que en varias páginas se le escapan al propio Thiers, inserta en su libro porción de utilísimos documentos, tales como el plano de la batalla, la formación de unas y otras escuadras, con los nombres de todos los buques, así ingleses como franceses y españoles, y de los capitanes que los mandaban, una relación de los oficiales y guardias marinas de la escuadra española muertos y heridos en el combate, otra de los que existían cuando él escribió (1850), y por último las biografías de Gravina, Álava, Escaño, Cisneros, Mac-Donell, Vargas, Uriarte, Galiano, Churruca, Valdés, Cagigal, Argumosa, Gardoqui, Alcedo, Flores, Pareja, Quevedo y Cheza, y Gastón, que fueron, cada uno en su línea y según su graduación, los héroes españoles de aquel combate.
Estado de los muertos y heridos que tuvo la escuadra española.
Buques | Muertos | Heridos | Total |
Príncipe | 62 | 100 | 162 |
Santa Ana | 97 | 141 | 238 |
Trinidad | 205 | 108 | 313 |
Rayo | 4 | 14 | 18 |
San Ildefonso | 34 | 126 | 160 |
San Agustín | 180 | 200 | 380 |
San Juan | 100 | 150 | 250 |
Neptuno | 42 | 47 | 89 |
Monarca | 100 | 150 | 250 |
Montañés | 20 | 29 | 49 |
San Justo | - | 7 | 7 |
Asís | 5 | 12 | 17 |
Leandro | 8 | 22 | 30 |
Bahama | 75 | 67 | 142 |
Argonauta | 100 | 200 | 300 |
1022 | 1385 | 2405 |
{13} En aquel momento aun no sabía con exactitud la verdadera pérdida de los enemigos. Esta consistió en quince mil hombres, entre muertos, ahogados y heridos, cerca de veinte mil prisioneros, ocho generales, diez coroneles, ciento ochenta cañones, y un gran tren de artillería, bagajes y caballos. Los franceses perdieron unos siete mil hombres entre muertos y heridos.
{14} Archivo del Ministerio de Estado; Correspondencia entre Napoleón y el príncipe de la Paz.
{15} Carta de 4 de diciembre de 1805.– Archivo de Estado: Correspondencia entre Napoleón y el príncipe de la Paz.
{16} El lector habrá observado y de todos modos no será inútil advertirlo, que nuestro propósito es anticipar en este volumen la historia de los sucesos de este reinado en lo relativo a la política exterior, o sea a nuestras relaciones internacionales, a fin de quedar desembarazados para referir en otro volumen lo que pertenece al gobierno interior del reino en todos sus ramos, el origen, naturaleza y desenvolvimiento de aquellas intrigas políticas, que unidas al influjo de los sucesos exteriores produjeron al fin las fatales escenas del Escorial, el tumulto de Aranjuez, el drama de Bayona, y por último la guerra nacional con todas sus importantes consecuencias.