Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo XIV
Jena. Friedland. Paz de Tilsit
Proyectos de Napoleón sobre España y Portugal
De 1805 a 1807
Humillación de Prusia.– Tratos de avenencia entre Napoleón y el ministro inglés Fox.– Cuestión de Hannover.– Destronamiento de los reyes de Nápoles por Napoleón.– Coloca en aquel trono a su hermano José.– Proyecta Bonaparte la formación de un imperio de Occidente.– Repartición de reinos y principados.– Luis, rey de Holanda.– Destruye Bonaparte la Confederación Germánica.– Forma la Confederación del Rhin.– Frústranse los tratos de paz con Rusia e Inglaterra.– Reacción del espíritu público en Prusia.– Exaltación nacional contra Francia.– Proclamación de guerra.– La acepta Napoleón, y marcha a Prusia al frente del ejército grande.– Célebres triunfos de Jena y Awerstaed.– Napoleón en Berlín.– Famoso decreto del bloqueo continental.– Marcha a Polonia en busca de los rusos.– Napoleón en Varsovia.– Sangrienta batalla de Eylau.– Levanta Napoleón un ejército de seiscientos mil hombres.– Memorable triunfo de Friedland.– Entrevista de Napoleón con el emperador de Rusia y el rey de Prusia.– Conferencias de los emperadores Napoleón y Alejandro en Tilsit.– Estrecha amistad que hacen.– Paz de Tilsit.– Regreso de Napoleón a París.– Guerra entre España e Inglaterra en este tiempo.– Expediciones inglesas contra las colonias españolas.– Gloriosa defensa de Buenos-Aires.– Heroísmo de don Santiago Liniers.– Relaciones entre Francia y España.– Tratos entre ambos gobiernos sobre Portugal.– Negociaciones entre Napoleón, Godoy, Talleyrand e Izquierdo sobre la invasión y repartición del reino lusitano.– Explicación de la conducta recíproca de Napoleón y el príncipe de la Paz.– Felicitación de éste al emperador.– Móvil que le impulsó a dar este paso.– Amistad y condescendencias de Godoy con Napoleón.– Cambio repentino en la política de Godoy.– Su proclama llamando a las armas a los españoles.– Se arrepiente de esta ligereza y procura enmendarla.– Disimulo de Napoleón.– Conducta de Godoy en el asunto del destronamiento del rey de Nápoles.– Cuerpo auxiliar de tropas españolas pedido por Napoleón y enviado al Norte.– Vuelve Napoleón a sus proyectos sobre España y Portugal.– Resuelve la invasión y partición del reino lusitano.– Destina los Algarbes al príncipe de la Paz.– Famoso tratado de Fontainebleau.– Orden de avanzar las tropas francesas a Portugal por España.
Acontecimientos de tal magnitud, alteraciones tan radicales y de tanta consecuencia hechas en los grandes estados de Europa, condiciones y ajustes arrancados a naciones poderosas por la fuerza mandada y dirigida por un hombre dotado de prodigioso genio y de maravillosa fortuna, no podían quedar definitivamente terminados por un tratado escrito y firmado por dos emperadores, y por un concierto de mala gana hecho y no de buena fe suscrito entre otros dos soberanos, y no podían menos de dejar en pos de sí el germen de ulteriores disidencias, y de complicaciones y sucesos ni menos graves ni menos fecundos en trastornos que los anteriores: que ni es cosa fácil variar de un golpe y de un modo estable y perenne estados antiguos, ni puede esperarse resignación y conformidad duradera de parte de los que han sido siglos enteros poderosos, y en circunstancias azarosas han tenido que ceder a la necesidad y someterse a la ley de un triunfador afortunado.
Todavía resonaban en París los cantos de júbilo; aun duraba la impresión de las fiestas celebradas para la colocación de las banderas cogidas a la Europa, coligada; pensábase en los monumentos triunfales mandados erigir por el senado al vencedor de Austerlitz; dedicábase Napoleón con su infatigable actividad al arreglo de la mal parada hacienda y al restablecimiento del crédito de la Francia, con medidas que afectaban directamente al tesoro español, como tendremos ocasión de observar; aún estaba dictando el victorioso emperador sus órdenes para que el ejército grande se reuniese en París a recibir las ovaciones que le preparaba el pueblo, cuando ya la corte de Prusia, abochornada del afrentoso tratado de Schoenbrunn, miserable y vergonzosa contradicción del de Postdam, comenzó a sentir el remordimiento del patriotismo ultrajado; remordimiento que en el ejército produjo indignación; dolor en el rey y en el pueblo; en la reina, en el príncipe Luis y en su camarilla la ira del amor propio humillado. El negociador Haugwitz había sido mal recibido por todos, y en torno suyo oía zumbar las murmuraciones y los gritos de queja. Convocado un consejo de los principales personajes del reino, se acordó no admitir el tratado sino con ciertas modificaciones que allí se propusieron. ¡Vano e inútil ensayo de energía y de dignidad! Llevadas a París estas modificaciones por el mismo Haugwitz, Napoleón, cada vez más penetrado de la flaqueza de Prusia, después de mostrarse pesaroso de lo mucho que decía haberse concedido en Schoenbrunn, impuso al plenipotenciario prusiano condiciones más onerosas, suprimiendo algunas de las anteriores, y obligándole a firmar otro tratado, en que no solo garantizaba Prusia la integridad del imperio francés tal como se había constituido por la paz de Presburgo, sino también el resultado de la guerra de Nápoles, aunque trajera el destronamiento de los Borbones y la elevación de un Bonaparte al trono de las Dos Sicilias (15 de febrero, 1806): condición repugnante, que colocaba al monarca prusiano en la más falsa posición con el emperador de Rusia, protector de los Borbones napolitanos, y que sin embargo tuvo que aceptar la corte de Berlín con la frente cubierta de rubor. Con esta crueldad humillaba Napoleón a los soberanos débiles, aunque todavía de gran poder, y así expiaba la corte de Berlín su conducta vacilante, veleidosa y falsa, y la infracción del célebre juramento hecho en Postdam ante la tumba de Federico el Grande.
Y todavía, siguiendo su malhadado sistema de hipocresía, y no escarmentada de lo caras que iba pagando sus inconsecuencias, dotada en aquel tiempo de una especie de don de errar, trató de disculparse y entenderse con Rusia y con Inglaterra, para recibir de cada una en respuesta un nuevo bochorno. El emperador Alejandro, no obstante que culpaba a sus jóvenes y presuntuosos militares de haberle comprometido a dar la batalla antes de contar con el socorro de los prusianos, se abstuvo bien de aprobar la conducta y los actos de la corte de Berlín, y le pronosticó lo que le había de suceder. La Gran Bretaña fue más cruel con ella. Su gabinete contestó con un manifiesto, llenando de dicterios a la corte de Prusia, declarando que se había echado miserablemente en brazos de Napoleón, y que, despreciable por su codicia y por su servilismo, era indigna de ser oída.
Debía ser tanto más sensible para Prusia este aislamiento en que por sus veleidades iba quedando, cuanto que en este tiempo estaban mediando entre las dos potencias esencialmente rivales y enemigas, Inglaterra y Francia, relaciones e inteligencias tales que indicaban la posibilidad de avenirse y concertarse entre sí. Púsolas en este camino, en primer lugar, la muerte del ministro inglés Pitt (23 de enero, 1806). Este célebre ministro, que a la edad de cuarenta y siete años contaba veinte y cinco de honrosas luchas parlamentarias y veinte de gobernar con talento una nación tan grande como la inglesa en medio de las agitaciones de Europa y enfrente de la revolución y del imperio francés, murió entre fatigas, pesares y disgustos, acusado con pasión en el último período de su vida por sus compatricios. Sucediole en el ministerio su digno y antiguo antagonista Mr. Fox. Sobre ser este honrado ministro contrario a la política belicosa de Pitt, una feliz casualidad le puso en vías de entablar decorosamente relaciones de amistad con el emperador de los franceses. Un día se introdujo en su casa un hombre que se ofreció a asesinar a Napoleón. Fox indignado entregó aquel miserable a la policía inglesa, y escribió a Talleyrand noticiándole el hecho, y poniendo a su disposición los medios de perseguir al criminal si lo creía conveniente o necesario.
Agradecido Napoleón a tan generoso comportamiento, hizo que su ministro le diera las gracias en su nombre, con expresiones que indicaban el feliz presagio que le hacía concebir tan noble acción. Contestole el ministro inglés en términos los más cordiales, ofreciendo francamente la paz en beneficio de la humanidad y del reposo de Europa. Enamoró tan expansivo lenguaje a Napoleón, que también deseaba, para los fines que luego veremos, reconciliarse con la Gran Bretaña. Disentían sin embargo en el modo como habían de entenderse. Uno de los principios diplomáticos de Napoleón era tratar separadamente con cada potencia, porque así sacaba mejor partido y deshacía mejor las coaliciones. Pretendía Inglaterra que se hiciese con la intervención de Rusia, así por obligarla a ello las condiciones de un tratado, como por ser su sistema no aislarse nunca del continente. Continuáronse estos tratos por medio de un personaje inglés, lord Yarmouth, que había estado prisionero en Francia, y había sido devuelto con otros a petición de Fox. Afortunadamente para ambas naciones su primera diferencia desaparecía en virtud de haber manifestado también el emperador de Rusia disposiciones a entrar en tratos de paz con Francia, disgustado de una lucha que le habían comprometido ligeramente sus jóvenes consejeros.
Íbanse aproximando también los negociadores inglés y francés en cuanto a las estipulaciones. Porque Napoleón, no guardando ya miramiento ni consideración alguna a la Prusia, restituía a Inglaterra el Hannover, si bien indemnizando a aquella con un equivalente en Alemania. Y como la devolución de aquel reino era lo que más importaba a los ingleses, no había dificultad grave en lo demás, puesto que Francia reconocía ya a Inglaterra la posesión de sus dos principales conquistas, Malta y el Cabo de Buena Esperanza, e Inglaterra no disputaba ya a Francia la dilatación de su territorio hasta los Alpes y el Rhin, su protectorado de los principados alemanes, y toda la Italia, incluso el reino de Nápoles; de modo que la única dificultad seria que quedaba era si se había de comprender o no la Sicilia, todavía no conquistada entonces por las armas francesas.
Porque es de advertir, que en tanto que estas negociaciones se agitaban, Napoleón, llevando adelante su amenaza hecha en Viena de hacer que dejara de reinar en Nápoles la reina Carolina cuyas locuras le tenían tan irritado, envió a aquel reino un ejército de cuarenta mil hombres, el cual en poco tiempo se apoderó de las principales plazas napolitanas, en términos que los reyes Fernando y Carolina, viendo que no podían conjurar aquella tempestad, abandonaron a Nápoles y se refugiaron en Palermo, llevando, como ya lo habían hecho otra vez en tiempo de la república, todo el dinero de las cajas del tesoro. En su virtud entró José Bonaparte en Nápoles (15 de febrero, 1806), escoltado por el cuerpo de Massena, donde por entonces tomó José solo el título de lugar-teniente de Napoleón, pero pasando a los ojos y en el concepto de todos por el rey designado para aquel reino. Déjase comprender la sensación que causaría en la corte de España, y principalmente en el ánimo del buen Carlos IV, hasta entonces el más fiel y también el más antiguo aliado de la Francia y de Napoleón, el destronamiento de uno de los Borbones, tan inmediato deudo suyo. Después veremos el efecto y resultados que esto fue produciendo en las relaciones del gobierno español con el gran dominador de Europa, y vamos ahora a conocer todo el pensamiento que precisamente a la sazón comenzó a desarrollar ostensiblemente el hombre embriagado con los triunfos de Marengo y de Austerlitz.
Era el pensamiento de Napoleón nada menos que la formación de un grande imperio de Occidente, o sea la resurrección del que antiguamente había formado Carlo-Magno, pero con porción de reinos tributarios, y de otros estados de segunda y tercera jerarquía, todos feudatarios y dependientes del imperio francés, y distribuidos entre los miembros de su familia y entre sus más adictos y mejores servidores, los cuales serían otros tantos grandes dignatarios del imperio, con los títulos de gran elector, condestable, archi-canciller, &c. A esta idea, producto de una inmensa ambición personal, iba asociado un laudable afecto de familia y un sentimiento noble de recompensa y de premio a los que le habían ayudado en sus grandes empresas. El repartimiento que proyectaba y que comenzó a hacer, fue el siguiente. Su hijo adoptivo Eugenio de Beauharnais era ya virrey de Italia, cuyo estado acababa de acrecer grandemente con la agregación de Venecia. José, su hermano mayor, era el designado para rey de Nápoles, con la Sicilia cuando acabara de ser conquistada. Destinó la Holanda a su hermano Luis, convirtiéndola en reino, porque era menester que todo tomase ahora la forma monárquica, como antes todo se había asimilado a la república madre. Los Estados alemanes y hasta los pontificios, aun a costa de indisponerse con el papa, y so color de que él era el Carlo-Magno de la Iglesia romana, puesto que la había restablecido, tuvieron que contribuir con su contingente para formar territorios en que dominaran los hermanos y los servidores de Bonaparte. Así Murat fue proclamado gran duque de Cleves y de Berg (15 de marzo, 1806): José, rey de Nápoles y de Sicilia (30 de marzo): Luis, rey de Holanda (5 de junio): Paulina Borghese, duquesa de Guastalla: Elisa lo era ya de Luca: Berthier, príncipe de Neufchatel: Talleyrand, príncipe de Benevento, y Bernadotte, príncipe de Ponte-Corvo.
Por este orden repartía tronos, coronas y principados un soldado de genio y de fortuna. ¡Y aun aquella dilatada y favorecida familia no se daba todavía por satisfecha! Quejábanse amargamente los hermanos para quienes aún no habían vacado o no habían sido adjudicados tronos. Hasta la madre del emperador, con ser la más modesta de todos, significaba apetecer más honores y distinciones: que hay pocas ambiciones más difíciles de satisfacer que las de una familia de repente encumbrada de la nada.
¿Se contentaría el que había destronado a Fernando de Nápoles con lanzar del solio a este solo Borbón? ¿No pensaría ya entonces en España, en Portugal y en Etruria? El nuevo Carlo-Magno, el que aspiraba al título de emperador de Occidente, el creador de reinos tributarios, ¿no tendría ya entonces ideado que la familia Bonaparte reemplazara a la vieja dinastía de los Borbones en las dos penínsulas, italiana y española, como la había reemplazado ya en Francia? Etruria era una creación suya, que desharía con solo querer. Portugal le había sido siempre hostil. De la amistad de España andaba ya desconfiado. Pero estaba en tratos de paz con Inglaterra, y no era todavía la sazón de romper. Hoy escribimos después de conocidos los sucesos: pero entonces mismo debió ser fácil su previsión.
Hubiérase comprendido que quisiera sujetar a un solo cetro los pueblos del Occidente y Mediodía de Europa, los pueblos de la raza latina, semejantes en civilización, en idioma y en costumbres, que hubiera querido sustituir el imperio francés al imperio germánico. Pero la circunstancia de haber comenzado, este último a descomponerse por la serie de acontecimientos que hemos visto sucederse, le inspiró la idea de acabar de desmoronarle, formando una nueva confederación con los estados del Mediodía de la Alemania, ramas que él mismo acababa de desgajar del árbol secular del imperio germánico, y reclamaban su protección; y colocando príncipes franceses en Alemania, y uniendo así los germanos a los francos, sujetar los pueblos del Norte a los del Mediodía, y constituir de este modo una especie de monarquía universal, al modo de la que hubieran podido soñar Carlos V, Felipe II y Luis XIV. La intervención anterior en la secularización de los principados eclesiásticos de Alemania y en las indemnizaciones que se siguieron; la desmembración reciente que había hecho de Baviera, Wurtemberg y Baden; su alianza con estos principados de la Alemania Meridional, y las instancias de estos mismos a que los tomara bajo su protectorado; el título de Carlo-Magno con que le apellidaba el mismo príncipe archi-canciller; los consejos de Talleyrand; su deseo de acabar de disolver el antiguo imperio germánico, todo le movió a formar una nueva confederación de que había de ser protector, con el título de Confederación del Rhin{1}. Este tratado (12 de julio, 1806), que destruía un imperio de más de mil años de antigüedad, dio a conocer todo el sistema europeo de Napoleón, tener el Mediodía de Europa bajo su soberanía con reyes de su familia, los príncipes del Rhin bajo su protectorado.
Lo admirable y lo singular de aquel genio privilegiado es, que al tiempo que desenvolvía y ejecutaba tan vastos planes, estuviera reorganizando en lo militar, en lo civil, en lo político y en lo administrativo la Francia. Puso el ejército grande bajo un pie formidable, dispuesto a caer donde fuese necesario; hizo terminar los canales, caminos y puentes comenzados, y proyectó otros de mayor importancia; se construyeron unos y se idearon otros de los grandes monumentos de la capital, tales como la famosa columna de la plaza Vendôme, el magnífico arco de la Estrella, las principales y más bellas fuentes, el arco triunfal del Carrousel y la conclusión del palacio del Louvre: mandó restaurar a San Dionisio, y acabar el Panteón: se publicó el código criminal, y se dio una organización más perfecta al Consejo de Estado; creó la Universidad, y aumentó considerablemente el número de escuelas públicas. Y por último reorganizó el Banco de Francia, liquidó los atrasos rentísticos, completó un sistema de impuestos y dictó medidas económicas dignas de estudio.
De propósito, y para darse tiempo a arreglar lo del Rhin, había ido difiriendo las conferencias con Rusia e Inglaterra, con las cuales prosiguió luego negociando. En verdad el representante de Rusia se mostró menos exigente que el de la Gran Bretaña. Aquél se concretó a salvar el decoro de su nación, conservándole el carácter de potencia influyente y mediadora, y los compromisos que tenía con sus protegidos los reyes del Piamonte y de Nápoles. La cuestión estaba en conservar para este último siquiera la Sicilia, a lo cual se negaba absolutamente Napoleón, que la quería para su hermano José. En cambio discurrió dar las islas Baleares al príncipe real de Nápoles, con una pensión pecuniaria a los reyes destronados. ¿Qué importaba a Napoleón que las Baleares fuesen de España, la nación que hacía tantos años se estaba sacrificando a su amistad? Así disponía de los estados, sin mirar de quién fuesen, como árbitro supremo de todos; contando además con que aún le quedaba en Italia un rincón de que disponer, y que haría servir de indemnización a España, distase o no de ser equivalente. Ello es que así logró ajustar la paz con Rusia, estipulándose lo de la pensión en metálico a los destronados reyes de Nápoles, y la cesión de las Baleares al príncipe real, en los artículos secretos del tratado que firmaron (20 de julio, 1806) los plenipotenciarios de Francia y Rusia, Talleyrand y Oubril.
Mas no hubo igual docilidad de parte de Inglaterra. Al contrario, sus representantes, primero lord Yarmouth, después lord Lauderdale, insistieron en no transigir mientras no se dejase la Sicilia al rey de Nápoles, dando además las Baleares al del Piamonte. Fiaba Napoleón en que el tratado con Rusia obligaría a la Gran Bretaña a desistir de aquella exigencia y a conformarse con lo mismo a que se había acomodado el plenipotenciario del imperio moscovita, y aguardaba con cierta confianza la ratificación del gabinete de San Petersburgo. Fue sin embargo una de las pocas ocasiones en que se equivocó en sus cálculos Napoleón. El emperador Alejandro, instigado por la Inglaterra, no obstante su deseo de paz, negose a ratificar el tratado suscrito por Oubril (agosto, 1806); cosa que sorprendió e incomodó a Napoleón, tanto más cuanto que llegó a París esta respuesta en ocasión en que dos graves sucesos alejaban las bellas esperanzas de paz que se habían concebido y que habían estado tan próximas a realizarse.
Uno de estos acontecimientos era la muerte del ministro inglés Mr. Fox, de aquel hombre tan propenso a todo lo que fuera aliviar de males a la humanidad, y en cuyas pacíficas tendencias cifraba el mundo su reposo: verificándose así que en un mismo año faltaran a Inglaterra aquellos dos hombres, rivales siempre y opuestos en política, pero grandes ambos y ambos excelentes ministros dentro de su sistema, Pitt y Fox. El otro acontecimiento era la actitud belicosa que de repente había tomado la Prusia. Esta nación, tan censurada hasta entonces por aquellas ambigüedades, por aquellas debilidades e inconsecuencias a favor de las cuales se había mantenido diez años en una extraña y casi inconcebible neutralidad; al verse tratada con indiferencia por Rusia, con frialdad por Austria, con dureza por Inglaterra, con menosprecio por Francia, y con no mucho interés por la España misma{2}; al verse como abandonada por todas; que sin contar con ella se había formado la nueva confederación con estados germánicos; que sin darle parte trataban Francia e Inglaterra de volverle a quitar el Hannover; alarmada con voces y noticias, ciertas algunas, inventadas o exageradas las más; sospechando ya traición en todas partes, pasó rápida y sucesivamente del desaliento a la tristeza, de la tristeza a la desesperación, y de la desesperación a una especie de furor y de arrebato o delirio patriótico, que estalló de repente y se difundió en el pueblo, en el ejército, en la nobleza, en el palacio, y de que el rey mismo se sintió poseído y como embriagado.
El entusiasmo popular, mucho más difícil de excitarse en los pueblos gobernados por reyes absolutos que en los pueblos libres, se pronunció allí de un modo violento a la idea del orgullo nacional humillado y ultrajado: por todas partes resonaban canciones patrióticas e himnos de guerra: las tropas la demandaban; el pueblo la pedía tumultuariamente. Napoleón que no había pensado entonces acometer a Prusia, y estaba dispuesto a retirar sus tropas de Suabia y de Franconia y hacerlas repasar el Rhin si Prusia desarmaba las suyas; pero que a vista de aquel extraño vértigo receló si existiría contra él una nueva coalición europea, dispúsose a responder con la guerra. Desde aquel momento fue fácil augurar nuevas y no menos terribles calamidades para Europa.
Laudable como era el entusiasmo patriótico de los prusianos, la provocación a la guerra por su parte no podía ser ni más imprudente ni menos oportuna, aislada entonces la Prusia de las demás potencias, cuando había malogrado las mejores ocasiones de pelear en unión con Austria y Rusia, y hallándose todavía el grande ejército francés, victorioso de Austerlitz, en el centro de Alemania. El reto era arrogante, y propio de quienes decían que si Napoleón había vencido a los austriacos y a los rusos, consistía en la debilidad y en la degradación de aquellos y en la ignorancia de éstos, pero que ahora tenía que habérselas con los soldados y con los discípulos del Gran Federico. Pero a Napoleón no le pusieron en cuidado aquellas bravatas, porque conocía que le sobraban elementos para batir y vencer a sus nuevos enemigos. Lo que no comprendía, a pesar de su gran talento, era que aquella inesperada osadía pudiera ser hija de un mero arrebato del pueblo y de la corte prusiana; no concebía aquella temeridad sino mirándola como la primera explosión de una nueva conjuración europea sordamente tramada contra él, y así las precauciones y medidas que tomó fueron como si hubiera de pelear con la Europa entera, y se preparó para llegar, si era necesario, a las extremidades del continente. Dio sus órdenes e instrucciones para la defensa de Holanda, de Italia, de Nápoles, de los estados de la Confederación, de las costas y puertos de Francia, dispuso la movilización y distribución de más de cuatrocientos mil hombres, para ocurrir donde quiera que fuese menester en aquel vastísimo círculo, destinó el ejército grande a obrar contra Prusia, y arreglado uno de los planes de campaña más admirables que ha podido concebir jamás guerrero alguno, salió de París (24 de setiembre, 1806) para ponerse al frente de su ejército. El 3 de octubre se hallaba ya en Wutzburgo.
A las ventajas que daban al ejército francés sus continuados triunfos, su práctica en los combates, la superioridad del genio de Napoleón y su actividad prodigiosa, se agregaba la unidad de pensamiento y de plan, y por consecuencia el concierto en los movimientos y en las operaciones, pues todo obedecía a la voluntad y a la autoridad indisputada de un solo hombre; mientras que en la corte, en el campamento y en el estado mayor prusiano había una lamentable divergencia de pareceres. El 7 de octubre dirigió Napoleón a sus tropas una enérgica y vigorosa proclama. El 8 mandó a todo su ejército que pasara en tres cuerpos la frontera de Sajonia: el 9 se dio el primer combate, en que la caballería del terrible Murat acuchilló y dio una muestra de superioridad a la tan celebrada caballería prusiana: a la refriega de Schleitz siguió al otro día (10 de octubre) la de Saafeld, en que murió el príncipe Luis de Prusia, uno de los autores de la guerra. Napoleón con su rapidez siempre maravillosa ocupa los desfiladeros del Saale, y en un mismo día (14 de octubre, 1806) se dan las dos memorables batallas de Jena y Awerstaed, la primera mandada por el mismo Napoleón, la segunda por el valiente mariscal Davout, en que quedaron completamente derrotados y desorganizados los dos grandes cuerpos del ejército prusiano. Jena y Awerstaed fueron en un día lo que con intermedio de años habían sido Marengo y Austerlitz. El cuerpo de reserva del príncipe de Wurtemberg es sorprendido. Atúrdense y se retiran precipitadamente Weimar, Blucher, Hohenlohe y Kalkreuth. Napoleón avanza victoriosamente; ocupa a Leipsick, Witemberg y Dassau, franquea el Elba, hace poner sitio a Magdeburgo, entra en Postdam, visita su biblioteca, manda que le enseñen las obras de Federico el Grande, pasa a la iglesia, contempla el modesto mausoleo de aquel grande hombre, recoge la espada, el cinturón y el cordón del águila negra que solía llevar el monarca filósofo y guerrero, preciosas reliquias que destina para los inválidos de París, y entra triunfalmente en Berlín (28 de octubre, 1806), con el orgullo de quien ha destruido un ejército que pasaba por invencible, y de quien en el espacio de un año ha ocupado como vencedor las capitales de dos grandes naciones enemigas, Viena y Berlín.
Importábale acabar con los restos del ejército prusiano, que huían en el estado más lastimoso y sin tiempo ni serenidad para reorganizarse, y ordena a sus generales, Murat, Ney, Lannes, Davout, Bernadotte, Soult y Augereau, apoderarse apresuradamente de la línea del Oder. Estos movimientos son ejecutados con la celeridad que acostumbraban los generales franceses: y el mismo 28 de octubre, un año después de la gran catástrofe del general austriaco Mack, Hohenlohe se encuentra en la situación de aquel mismo a quien él tanto había censurado, y se ve forzado a rendirse con diez y seis mil hombres. La plaza de Stettin se entrega con sus seis mil defensores al general Lannes. Vagando andaban todavía con unos veinte mil prusianos los generales Blucher y Weimar, hasta que al fin, después de perder seis mil en Lubeck, tuvieron que capitular y rendirse con los catorce mil restantes; y por último la gran plaza de Magdeburgo, sitiada por Ney, se entregaba con su vasto material y sus veinte y dos mil hombres de guarnición.
Jamás se vio una campaña ni más fecunda en resultados ni llevada a cabo con más habilidad, con más fortuna y con más rapidez. En un mes justo, del 8 de octubre al 8 de noviembre, quedó destruido, casi sin que escapase un hombre, aquel famoso ejército prusiano, última esperanza de la Europa enemiga de la Francia; un mes bastó a Napoleón para hacerse dueño de casi toda la monarquía de Federico el Grande, pues solo quedaban al desventurado Federico Guillermo algunas plazas en la Silesia, y la Prusia Oriental protegida por la distancia y por la proximidad del imperio moscovita. La batalla de Jena y la ocupación de Berlín asustaron al mundo aún más que el triunfo de Ulma y la posesión pasajera de Viena.
Sigamos el hombre extraordinario en su asombrosa carrera: que aunque aparezca que nos separamos de la Historia de España que estamos haciendo, contando lo que tan lejos de nuestro país acaecía, es indispensable dar a conocer al poderoso conquistador de quien éramos entonces los únicos amigos, y que pronto había de volverse enemigo nuestro, si se ha de comprender el valor, la importancia y la significación de lo que aconteció después en nuestra patria, y la influencia que tuvo en el resto de Europa, como lo que ahora narramos había de influir en la suerte de nuestra nación.
Pasión más noble la de la gloria, ambición más disculpable la del poder que la de la riqueza, si difícil es al avaro dar por satisfecha su codicia aunque llegue a hacerse opulento, es más difícil todavía al hombre ávido de poder y de gloria contenerse en los límites de la moderación y de la sobriedad, cuando se siente con genio y con vigor para ensanchar más y más su poderío, y cuando está acostumbrado a no encontrar diques que le contengan ni obstáculos que se le resistan. Solo Dios ha podido enfrenar la soberbia de los mares trazándoles límites que no les consiente traspasar nunca.
Dueño Napoleón de todos los estados de la península itálica, de Holanda, de la Alemania Meridional, vencidas y humilladas en tres batallas las tres grandes potencias del continente europeo, Austria en Ulma, Rusia en Austerlitz, Prusia en Jena, con un ejército victorioso y hasta ahora invencible en el corazón de Europa, hecho a derribar tronos y a repartir coronas, ¿se detendrá a sí mismo, o habrá quien le pare en su carrera de dominación? Hay una potencia marítima que todavía no ha podido sujetar, nación poderosa que domina los mares que la separan del continente, antigua y terrible enemiga de la Francia, lazo de todas las coaliciones, y sin cuyo consentimiento en vano querrá Napoleón volver la paz al mundo, aunque el resto del mundo llegara a subyugar. Esta nación es la Inglaterra. Ya que la tercera coalición le estorbó realizar su gran proyecto de desembarco en la Gran Bretaña, concibe ahora el singular pensamiento de vencerla dominando el continente, de obligarla por tierra a volver a Francia, Holanda y España las colonias que les había arrebatado, de matarla privándola del comercio que es su vida, de cerrarle todos los puertos y todos los ríos, de dominar el mar por la tierra; y desde Berlín, donde se hallaba, da Napoleón el terrible y original decreto del bloqueo continental (21 de noviembre, 1806), por el que prohibía del modo más absoluto todo género de comercio con Inglaterra, mandando confiscar toda mercancía procedente de sus fábricas, aun las que estuviesen ya almacenadas y depositadas, declarar de buena presa todo buque que hubiera tocado en puerto de la Gran Bretaña o de sus colonias, considerar como prisionero de guerra todo inglés que se cogiera en Francia o en los estados sometidos al imperio, detener e inutilizar toda correspondencia por escrito con los ingleses.
Tiránico y monstruoso decreto, que no bastaba a justificar la tiranía que a su vez hubiera ejercido la Inglaterra en los mares; que espantó a Europa cuando parecía que no podría haber ya nada que la asombrase, y que mirado por unos como una extravagante medida de odioso despotismo, por otros como un presuntuoso y pueril alarde de poder, por otros como una concepción feliz de profunda política, y por otros en fin como una admirable locura, correspondía a lo gigantesco de todos los planes de aquel hombre. Inmediatamente expidió correos extraordinarios a los gobiernos de España, Italia y Holanda para que le diesen cumplimiento.
Mas para aislar a Inglaterra necesitaba todavía ampliar su dominación, y llevar más allá sus armas, hasta que no quedara, como él decía, en el continente quien en diez años pudiera ser enemigo suyo. Al efecto, y como el rey de Prusia aún no se diera a partido confiando en el auxilio de los rusos, determinó avanzar hacia el Norte, quitar a Prusia la Silesia, marchar al Vístula, reconstituir, si era menester, el reino de Polonia para quebrantar así a las tres grandes potencias que se le habían repartido, batir, si era necesario, a los rusos en su propia tierra, y llegar hasta el Niemen, donde no se había atrevido a penetrar ningún guerrero. No conviniéndole dejar enemigos a la espalda, como podía serlo el Austria aunque abatida, trató de ganarla ofreciéndole devolverle la Silesia a cambio de la Gallitzia. Mas como Francisco José contestara de un modo evasivo so pretexto de que su misma debilidad no le permitía comprometerse con unos ni con otros en aquella lucha, limitose Napoleón a quitarle todo pretexto de intervenir en la guerra, y a no emprender nada que pudiera atentar a sus derechos, respetando la Polonia austriaca, y ocupando y sublevando solo las Polonias prusiana y rusa. Para entretener a los rusos que amenazaban la Turquía, ofreció Napoleón al sultán Selim por medio del general Sebastiani una alianza ofensiva y defensiva y el auxilio de un ejército francés. Puso en pie de guerra el ejército de Italia; llamó de Francia la conscripción de 1807; tomó destacamentos de los depósitos; de Italia y de Prusia sacó muchos miles de caballos con que formó un numeroso y respetable cuerpo de caballería, propio para maniobrar en las llanuras que se proponía recorrer; con los soldados de Francia, y con los contingentes de Italia, de Holanda, y de los estados confederados del Rhin reunió cerca de seiscientos mil hombres, que distribuyó y escalonó por el ámbito de más de la mitad de Europa; de los estados sometidos sacó recursos para el mantenimiento de todos; hizo que la Sajonia se adhiriera a la Confederación del Rhin, y la constituyó en reino; y dadas estas y otras no menos gigantescas disposiciones, ordenó a los cuerpos de Davout, Augereau, Murat y Lannes, que eran los más descansados, que avanzasen a Polonia, donde él los había de seguir pronto, con los cuerpos de Ney, Soult y Bernadotte, la guardia y la reserva.
No tardaron en ocupar, Davout a Posen, Murat a Varsovia, cuyas ciudades recibieron con entusiasmo a los franceses mirándolos como a sus libertadores; porque los desgraciados y oprimidos polacos, víctimas de la ambición de las tres grandes potencias sus vecinas, habían aplaudido los anteriores triunfos de los soldados de la Francia, como quienes vislumbraban en ellos una esperanza de salvación, y cuando los vieron allí los saludaban con los gritos de: «¡Viva Napoleón! ¡Vivan los franceses!» Pero Napoleón, si pensó seriamente en la restauración de la Polonia, exigía como condición para reconstituirla que todos los polacos se levantaran en masa, le ayudaran a conseguir nuevos triunfos, se mostraran dignos de ser independientes, y solo así proclamaría su libertad y la sostendría. Algunos, especialmente los habitantes de las ciudades, y más señaladamente los de Posen, la población más ardiente y entusiasta, prometieron hacer cuantos sacrificios se les exigieran para sacudir el yugo alemán que les era odioso e insoportable, y tomaban las armas y formaban batallones y escuadrones de voluntarios. No era igual el espíritu en todas las poblaciones rurales. La nobleza de Varsovia, y en general la nobleza polaca, escarmentada del éxito desgraciado de otras insurrecciones, sin dejar de alegrarse de ver a los franceses, temía arrojarse en brazos de Napoleón para recobrar una nacionalidad precaria y efímera, expuesta a desaparecer cuando el ejército francés se alejara, enclavado el país entre las tres grandes potencias dominadoras. Pero el voto más general era sin duda el de emanciparse echándose en brazos de Napoleón, y que éste les diera un rey de su familia. Sin embargo, firme en su principio de no proclamar la restauración de Polonia y darle la independencia a que aspiraba, sin que antes los polacos hicieran unánimes y heroicos esfuerzos para merecerla, desde Posen donde se había trasladado siguió obrando con una cautela que a unos pudo parecer prudencia, y a otros falta de valor o escasa voluntad de realizar la emancipación de aquel desventurado pueblo.
Un ejército de cien mil rusos había acudido a las márgenes del Vístula, pero ocupada por los franceses la orilla izquierda desde Varsovia a Thorn, tuvo aquél que retirarse al Narew, y uniose a los restos del ejército prusiano. De más de quinientos mil hombres que la Francia tenía en pie, apenas había en Polonia pocos más de cien mil prontos a entrar en acción. Unos y otros tenían que maniobrar en medio de las lluvias y nieves del invierno, en planicies alternadas de arenales y lagos, de ríos, bosques, pantanos y lodazales. Napoleón, combina las operaciones y movimientos de sus tropas; comienzan los combates, y se da la batalla de Pultusk, en que Lannes con escasos veinte mil hombres rechaza a más de cuarenta mil rusos hasta más allá del Narew (26 de diciembre, 1806). Situado Napoleón delante del Vístula, ordena a Lefebvre que ponga sitio a la importantísima plaza de Dantzick. Sabe Ney que el general ruso Benningsen marcha con todo su ejército hacia los cantones franceses siguiendo el litoral del Báltico, da la voz de alarma a todos los cuerpos, Napoleón proyecta arrojarlos hacia la mar, los persigue a todo trance, pero informados ellos de este movimiento por un pliego interceptado, se detienen en Eylau, y allí se da la sangrienta batalla de este nombre.
Era ya el 8 de febrero (1807). Sobre un campo llano blanqueado por la nieve se descubría el ejército ruso, compuesto de más de setenta mil hombres, con más de cuatrocientas piezas de artillería, formado en orden de batalla. Eran los franceses menos de sesenta mil, con doscientas piezas. De cuando en cuando se desprendían espesos copos de nieve, que aumentaban el triste aspecto de aquel campo blanquecino, que muy pronto iba a enrojecerse con raudales de sangre y a sombrearse con los cuerpos de los muertos y de los heridos. Napoleón se situó con la guardia imperial en el cementerio que estaba a la derecha de la iglesia de Eylau, para presenciar y dirigir desde allí la batalla, como si se hubiese propuesto familiarizarse en aquel melancólico recinto con la idea de la muerte. Todas las armas de guerra jugaban a un tiempo, y todos los cuerpos y todos los hombres se movían y peleaban, a excepción del emperador, que permanecía inmóvil en el cementerio sin dejar tampoco moverse a su guardia, pasando los proyectiles por encima de su cabeza y desgajando las ramas de los árboles bajo los cuales se hallaba. Una ráfaga de viento y aire cegó al mariscal Augereau, que con calentura había montado a caballo y no viendo dos de sus divisiones una batería de setenta piezas enemigas que tenían enfrente, en menos de un cuarto de hora de siete mil hombres que eran quedaron más de cuatro mil tendidos por la metralla, heridos los generales Augereau y Hendelet, y fuera de combate ambos estados mayores.
«¿Dejarás, dijo entonces Napoleón a Murat, que nos trague esa gente?» A estas palabras el terrible jefe de la caballería marcha al galope, reúne la formidable masa de ochenta escuadrones; cargan los primeros los dragones de Grouchy y alejan la caballería rusa; presentase Hautpoul con veinte y cuatro escuadrones de coraceros, seguido de todos los dragones en masa; precipítase sobre la infantería rusa; rechazado una vez, se lanza con más violencia, y abriendo una ancha brecha en las filas, penetran en masa dragones y coraceros; acuchillan acá y allá a los obstinados peones; en esta confusión una batería rusa vomita metralla contra amigos y enemigos; Hautpoul es herido de muerte: Lepic con los granaderos de a caballo de la guardia se lanza en auxilio de Murat, y carga impetuosamente a los grupos en todas direcciones: cuatro mil granaderos rusos son empujados a la iglesia de Eylau y amenazan al cementerio; entonces sale a recibirlos la guardia imperial que había permanecido inmóvil, y los desgraciados granaderos rusos, cogidos entre las bayonetas de la guardia de infantería y los sables de los cazadores de a caballo, casi todos perecen o caen prisioneros a los pocos pasos y a la vista de Napoleón. Jamás se había visto una acción de caballería ni más terrible, ni más sangrienta, ni más decisiva. Jamás el ejército de Napoleón había encontrado tan obstinada resistencia. Todos estaban fatigados; la noche se acercaba y amenazaba ser espantosa. Al día siguiente se vio todo lo horroroso de la jornada. «Este espectáculo, exclamó Napoleón conmovido, ¡es el más apropósito para inspirar a los príncipes amor a la paz y horror a la guerra!» ¡Ojalá tales desastres hubieran hecho en su mismo ánimo impresiones más duraderas en este sentido!
Aunque la batalla de Eylau había sido para él una verdadera, y en verdad bien sangrienta victoria, la circunstancia de haberle sido más costosa que ninguna y menos decisiva que las de Ulma, Austerlitz y Jena, llenó de orgullo al presuntuoso general ruso Benningsen, que en los boletines de San Petersburgo se proclamaba casi vencedor, y para persuadirlo hizo ciertos alardes y movimientos, que pagó harto caros. En el resto de Europa, y en París mismo, corrieron voces desfavorables y rumores siniestros, que Napoleón procuró desvanecer. Pero de todos modos asaltó por primera vez a los hombres la idea de que podía no ser invencible, y él mismo conoció y confesó que si le era fácil destruir a los rusos fuera de su país, en su tierra y con los obstáculos naturales y los elementos para él desventajosos de aquellos climas había de necesitar para vencerlos de más tiempo, de más trabajo y de más precauciones.
Prodigio de actividad aquel hombre y dotado de un don de atención universal, activaba las conquistas de las plazas de la Silesia, y principalmente el sitio de Dantzick, auxiliaba la defensa de Constantinopla contra rusos e ingleses, daba consejos de administración a los reyes de Holanda y de Nápoles, enviaba instrucciones a la emperatriz, a Cambaceres y Lebrun, para el gobierno interior de la Francia, fomentaba la hacienda, el comercio y la industria resentidas de su ausencia, despachaba los negocios de todos los ministerios cuyas carteras se hacía conducir todas las semanas, leía los diarios políticos, y hasta las sesiones de la Academia francesa, organizaba la policía, cuidaba de los colegios y de los institutos religiosos, y hasta dirimía desde allí las reyertas intestinas de los teatros. Estaba en Polonia y parecía que estaba en Francia.
Conoció lo conveniente que le sería la alianza con alguna de las tres naciones del Norte, e hizo proposiciones halagüeñas al Austria. Pero aquella corte, que ocultaba un odio profundo a la Francia, aparentando deseos de paz en medio de sus preparativos militares, solo se ofreció a ser mediadora para con las otras potencias. Napoleón aceptó esta intervención, aunque con mucha sospecha y desconfianza del objeto que podría envolver, y sin dejar de prevenirse para la guerra. Y de tal manera se previno, que tomando la atrevida y peligrosísima resolución de pedir a Francia la conscripción de 1808, cuando hacía solos cinco meses que había sacado la de 1807; llamando las tropas de Boulogne, las de los depósitos, y hasta la guardia municipal de París; haciendo concurrir cuerpos de ejército de Holanda, de Italia, de Suiza, de España, de Baviera, de Wurtemberg y de otros estados alemanes, y contando con veinte regimientos de polacos, llegó a poner en pie una fuerza de seiscientos cincuenta mil hombres, teniendo cuatrocientos mil desde el Rhin al Vístula, masa formidable de guerreros, cual no se había visto en parte alguna sujeta a la voluntad de un solo hombre siglos hacía.
Felicísimamente comenzó la primavera de 1807 para Napoleón y los franceses con la rendición de la importante y rica plaza de Dantzick (26 de mayo). Diez y ocho mil prusianos guarnecían la plaza, reducidos a poco más de siete mil cuando se hizo la capitulación, después de haber resistido casi dos meses de brecha abierta. Además de su importancia militar, sacó de ella Napoleón, como que era el gran depósito del comercio del Norte, recursos inmensos para su ejército, entre ellos trescientos mil quintales de grano y millones de botellas de vinos superiores, que llevaron la abundancia y la alegría a los soldados. Al mariscal Lefebvre, el más valiente, aunque el más rudo de los guerreros franceses, le valió aquella conquista el título de duque de Dantzick, y la donación de unas tierras con su castillo que le producían cien mil libras de renta anual. Napoleón quiso visitar la plaza; la dejó guarnecida, y tan pronto como regresó a su morada de Finkenstein se dispuso a volver a emprender la campaña para principios de junio.
Llegado este tiempo, y dirigiéndose el general ruso por lo largo del Alla, al intentar pasar este río para socorrer la plaza de Kœnigsberg amenazada por los franceses, viose sorprendido por Napoleón la mañana del 14 en Friedland. Empeñose allí una de las más famosas y memorables batallas de las guerras del imperio. Llevaba Lannes más de siete horas defendiéndose hábil y heroicamente contra triples fuerzas rusas, cuando sus ayudantes de campo, enviados a pedir socorro a Napoleón, encontraron al emperador corriendo a galope hacia Friedland, y diciendo a cuantos encontraba: «Hoy es 14 de junio, aniversario de la batalla de Marengo, día afortunado para nosotros.»– «Daos prisa, señor, le dice el valiente Oudinot, presentándose con el uniforme y el caballo cubiertos de sangre; porque mis granaderos no pueden ya más; pero con un refuerzo que me proporcionéis, arrojaré todos los rusos al río.» Napoleón, rodeado de sus lugartenientes, pasea su anteojo por aquella llanura, y da a todos sus órdenes tan enérgicas como sucintas. El general ruso se sorprende al ver desplegarse tantas fuerzas; conoce que tiene encima todo el ejército francés, cosa que no esperaba, y vacila; la acción, sin embargo, se hace general, viva y empeñada: infantería, caballería y artillería todo se pone a un tiempo en movimiento, y la lucha que comenzó entre dos y tres de la mañana se prolonga hasta más de las diez de la noche: los rusos acosados y estrechados, antes que entregarse, prefieren arrojarse al Alla y ahogarse; entre ahogados, heridos y muertos iban ya veinte y cinco mil: ochenta cañones habían caído en poder de los franceses: en toda la línea se pronunció por éstos la victoria, y los rusos se dieron a huir bajando precipitadamente por las dos márgenes del Alla.
Mientras ochenta mil franceses dirigidos por Napoleón triunfaban en Friedland, otros sesenta mil mandados por Murat, Soult y Davout se apoderaban de Kœnigsberg. La corte de Prusia se retiraba a la ciudad fronteriza de Memel, la última de aquel reino. Napoleón perseguía sin descanso el fugitivo ejército, ruso hasta arrojarle detrás del Niemen, a cuyas orillas pasó el desgraciado Federico Guillermo a reunirse con el emperador Alejandro, a quien encontró tan abatido después de Friedland como después de Austerlitz, y sentido y quejoso de las jactancias del general Benningsen. El ejército ruso pedía la paz a voz en grito, y rusos y prusianos prorrumpían acordes en denuestos contra el gobierno británico y los ingleses, motores de la guerra, y cuyos auxilios tantas veces ofrecidos no parecían, ocupados solo en expediciones contra las colonias españolas. En esta disposición de los ánimos comenzose por una proposición de tregua hecha por el general ruso: Napoleón la recibió bien, contestó en términos amistosos, y firmada por dos generales de ambas partes (22 de junio, 1807), fue ratificada por ambos emperadores. Diose principio a las negociaciones de paz, y trasladado Napoleón a Tilsit con la mayor parte de sus mariscales, llamó allí a Talleyrand, cuyo parecer solía oír en estos casos.
Interesados, aún más que Napoleón, los dos monarcas vencidos en hacer la paz, el emperador de Rusia hizo indicar al de los franceses su deseo de conferenciar con él y de explicarse de un modo franco y cordial con el hombre a quien admiraba. A ello accedió gustoso Napoleón, porque también deseaba conocer al joven soberano de quien tanto había oído hablar, y esperaba que habría de salir ganancioso de la entrevista. En medio del Niemen y a igual distancia de ambas orillas se colocó una gran balsa con un pabellón al lado. A la una del día 25 de junio, formados los dos ejércitos a lo largo de ambas márgenes del río, los dos emperadores, cada uno con su brillante comitiva de príncipes y generales, llegan a un mismo tiempo a la balsa, se abrazan a la vista y en medio de los aplausos más estrepitosos de las tropas, entran en el pabellón, y conferencian por más de una hora. La suerte del mundo estaba pendiente de lo que en medio de un rio y bajo una tienda departieran y acordaran entre sí dos solos hombres. La historia conoce ya por documentos auténticos que se han conservado lo que pasó en aquella célebre entrevista, y lo que en las conferencias que después tuvieron en Tilsit hablaron y concertaron los dos poderosos monarcas que acababan de hacerse tan cruda guerra y pasaron de repente a tratarse con franca intimidad. Encontráronse acordes en culpar a Inglaterra y en achacar a su codicia y su orgullo el haberlos envuelto en una sangrienta lucha sin haberse los dos ofendido, y sin tener por qué disputar. Y explotando hábilmente Napoleón las quejas del joven Alejandro sobre la ineficacia de unos y el abandono de otros de sus aliados, persuadiole con maña del error y la inconveniencia de patrocinar intereses de amigos tan inútiles y tan envidiosos como los alemanes, y tan codiciosos como los ingleses. Respetando no obstante los compromisos de Alejandro para con el rey de Prusia, accedió a que el honrado y modesto Federico Guillermo asistiera con ellos al día siguiente a otra entrevista en el propio pabellón. Presentole Alejandro: explicó el monarca prusiano su conducta para con Napoleón, y éste a su vez, haciendo recaer toda la responsabilidad de sus desgracias sobre las intrigas de Inglaterra, hizo alarde de generosidad con aquel humillado príncipe, ofreciéndole que no sacaría las últimas consecuencias de sus triunfos, lo cual significaba que no haría borrar del mapa de Europa la monarquía prusiana.
Trasladado luego Alejandro a Tilsit, residencia de Napoleón; comiendo y paseando juntos; tratándose con la mayor familiaridad; encerrándose a veces solos en un gabinete, con los mapas del globo desplegados sobre la mesa y en los lienzos de la habitación; en aquellas conferencias que con razón se hicieron célebres, valiéndose Napoleón de la superioridad de su genio, y de las ventajas que su posición le daba; llamando la atención del joven Alejandro hacia el imperio de Oriente y halagando su juvenil imaginación con el fácil engrandecimiento de Rusia por aquella parte obrando de acuerdo con Francia, cuyas dos naciones se podían compartir el decaído y quebrantado imperio turco; persuadiéndole de la facilidad con que entre los dos, obrando como leales aliados, podrían enfrenar la soberbia de la Gran Bretaña, que aspiraba a enseñorear y monopolizar el dominio de los mares, que pertenecían a todos; señalándole el modo cómo después se podían repartir el continente con recíprocas ventajas, logró seducir al joven Zar, y moverle a constituirse en mediador armado de la paz con Inglaterra, bajo las condiciones que le propuso y que le parecieron equitativas, haciendo Napoleón por Alejandro lo mismo respecto a la Puerta; y si la mediación o las condiciones no eran aceptadas, comprometerían entre los dos a todo el continente contra la nación que fuese díscola, y no habría nada ni nadie que pudiera resistirles. El voluble y caballeresco Alejandro llegó a enamorarse de tal modo de Napoleón y de sus planes, que con frecuencia exclamaba: «¡Qué hombre tan grande! ¿Por qué no le habría conocido yo antes? ¡Cuántas faltas no me hubiera ahorrado, y qué cosas tan gigantescas no hubiéramos hecho los dos unidos!»
Por último, después de haber invitado Alejandro a la hermosa e infortunada reina de Prusia a que pasase a Tilsit; después de haber recibido y tratado Napoleón a la bella princesa con la mayor consideración y galantería, pero sin alterar un punto sus planes de distribución, convinieron los dos emperadores, y firmaron sus respectivos plenipotenciarios (8 de julio, 1807) las célebres estipulaciones, extendidas de puño y letra del mismo Napoleón, conocidas con el nombre de Tratado de Tilsit. Varias fueron aquellas; públicas unas, secretas otras. El tratado público entre Francia, Rusia y Prusia contenía: –Que se devolvería al rey de Prusia, por consideración al emperador de Rusia, la Prusia antigua, Pomerania, Brandeburgo y las dos Silesias: –Que quedarían a Francia las provincias situadas a la izquierda del Elba, para formar con ellas y el ducado de Hesse un reino llamado Westfalia, para el príncipe Jerónimo, hermano menor del emperador: –Que las provincias de Posen y Varsovia quedarían también de Francia, para darlas al rey de Sajonia con título de gran duque de Varsovia: –Que Rusia y Prusia reconocerían a Luis Bonaparte por rey de Holanda, a José por rey de Nápoles y a Jerónimo por rey de Westfalia, igualmente que la Confederación del Rhin y demás estados creados por Napoleón: –Que Rusia interpondría su mediación para la paz con Inglaterra, y Francia la suya para la paz entre Rusia y Turquía.
En los artículos secretos se estipuló: que se darían a los franceses las bocas del Cattaro y las Siete islas: –Que José, reconocido ya por rey de Nápoles, lo sería también de las Dos Sicilias, cuando los Borbones de Nápoles hubiesen sido indemnizados con las islas Baleares o la de Candia: –Que si el Hannover se reunía a la Westfalia, se daría al rey de Prusia a la izquierda del Elba un territorio que contuviese trescientos o cuatro mil habitantes: –y por último, una alianza ofensiva y defensiva entre Francia y Rusia, comprometiéndose a guerrear contra Inglaterra y contra la Puerta, si no aceptaban las condiciones convenidas, y a intimar mancomunadamente a Suecia, Dinamarca, Austria y Portugal a concurrir a sus proyectos, y a cerrar sus puertos a Inglaterra{3}. No podían ligarse más íntimamente los dos soberanos. Canjeadas las ratificaciones (9 de julio), despidiéronse tierna y solemnemente los dos emperadores en presencia de las guardias imperiales, abrazáronse de nuevo a las orillas del Niemen, y Napoleón llegó a la mañana siguiente a Kœnigsberg. Convino en aquella ciudad con el rey de Prusia en que las tropas francesas evacuarían el 21 de julio (1807) las orillas del Niemen, el 25 las del Pregel, el 20 de agosto las del Passarge, el 5 de setiembre las del Vístula, las del Oder el 1.º de octubre, y el 1.º de noviembre las del Elba. Dadas éstas y otras disposiciones, el emperador tomó la vuelta de Francia, y llegó la mañana del 27 de julio a París rodeado de más brillo que nunca, como quien se consideraba y era considerado como el dominador directo o indirecto de casi todo el continente. Tal fue el resultado inmediato de la cuarta coalición de las potencias de Europa contra la Francia.
¿Qué era entretanto de España? preguntarán ya no sin razón nuestros lectores. ¿Qué era de la aliada de la república y del imperio francés?– Uno de los efectos de esta alianza fue la necesidad de defender sus colonias del Nuevo Mundo contra los ambiciosos proyectos y las expediciones marítimas de Inglaterra, envidiosa de nuestro poder en aquellas regiones. Inglaterra, que en Trafalgar destruyó nuestra mejor escuadra y nuestros más ilustres marinos; Inglaterra, que durante la cuarta coalición contra el imperio francés por ella promovida burló a sus aliados del Norte no enviándoles los auxilios de hombres y dinero que les había ofrecido, vengábase de España, ya intentando promover la rebelión de sus colonias de América contra la metrópoli, ya enviando expediciones armadas para arrebatarnos aquellos dominios. Para lo primero valiose del aventurero Miranda, hijo de Caracas, revolucionario de oficio y agitador de todas las rebeliones del Nuevo Mundo, a quien suministró dinero en abundancia y una pequeña flota, con lo cual creía el infiel y venal caudillo tener bastante para alzar en masa toda la Colombia, a cuyo fin se acercó a las costas de aquel virreinato, y comenzó a introducir en el país y a inundarle de escritos y proclamas revolucionarias (abril, 1806). La lealtad de aquellos naturales le respondió con un sentimiento unánime, no solo de desdén, sino de reprobación, y los oficiales y soldados que a favor de las tinieblas de la noche se atrevieron a desembarcar quedaron todos prisioneros. Refugiado el aventurero en la Trinidad, y provisto de mayor fuerza naval por los ingleses, tentó por dos veces apoderarse de la Margarita, y ambas veces fue rechazado. Se atrevió a aventurar un golpe en Cozo y logró echar en tierra unos seiscientos hombres, pero acudiendo algunas tropas, destrozáronle doscientos, y él se vio obligado a reembarcarse precipitadamente y a dar de mano a sus temerarios designios.
De más gravedad y de más sensibles resultados pudo haber sido la expedición militar que por aquel mismo tiempo enviaron los ingleses contra Buenos-Aires. Con una diestra maniobra de la escuadra lograron engañar al virrey, que creyó mucho más numerosas aquellas fuerzas, y apoderarse de la ciudad (28 de junio, 1806), de que se hicieron dueños por algún tiempo. Pero hubo un intrépido y valeroso marino, oriundo de Francia, pero español de corazón, y consagrado al servicio de España desde sus primeros años, que penetrado del buen espíritu de aquellos naturales, lleno su corazón de fuego patriótico, se presentó al virrey en Córdoba, se ofreció a librar la ciudad, con solos seiscientos hombres que le diese, y con los artilleros y marinos que él mandaba. Este denodado marino era don Santiago Liniers, capitán de navío, y comandante general de las fuerzas sutiles de Montevideo{4}. Liniers cumplió su ofrecimiento: con aquellos seiscientos hombres, y cien más que reunió de milicias del país, y ayudándole con su escuadrilla el capitán don Juan Gutiérrez de la Concha, se acercó a la ciudad, intimó la rendición al comandante inglés Beresford, que la rechazó con arrogancia, Liniers avanzó, arrojó los ingleses de el Retiro, y penetró en la ciudad derramando en ella la muerte. Refugiado en el fuerte Beresford, el pueblo en masa agrupado en derredor de Liniers quiso acometer la fortaleza gritando: «¡al asalto!» Temeroso el inglés de la actitud de aquellas furiosas turbas, enarboló bandera blanca, y arrojó su espada desde las almenas. «¡La bandera española!» gritaban no satisfechos nuestros americanos, y Beresford tuvo que izar la insignia castellana, y entregarse a discreción con los mil doscientos hombres que tenía. Liniers le concedió una capitulación honrosa (12 de agosto, 1806), en consideración a no haber hecho fuego a las masas del pueblo. Ascendió el botín a más de tres millones de pesos fuertes.
Resuelto el gobierno inglés a vengar la afrentosa humillación sufrida en Buenos-Aires, envió más adelante una nueva y más respetable expedición a las provincias del Río de la Plata al mando del almirante Murray, fuerte de quince mil hombres de desembarco. Ocupada la colonia del Sacramento, y bloqueada por espacio de cuatro meses Montevideo, resistió esta ciudad dos porfiados asaltos de los ingleses, pero al tercero tuvo que sucumbir (febrero, 1807). Aun tardaron otros cuatro meses en preparar el ataque contra Buenos-Aires, objeto principal de la expedición. Apercibido estaba el valeroso Liniers y animado a resistir aunque fuese a triples fuerzas. Armado el vecindario y lleno de entusiasmo con tan digno jefe, dejole éste encomendada la defensa de la ciudad, y él salió con un cuerpo de ocho mil hombres a esperar a los ingleses en un punto por donde creyó habrían necesariamente de pasar, y con la esperanza y casi seguridad de envolver al enemigo si aceptaba la batalla. Pero el general inglés cambió de dirección, hizo a sus tropas vadear el río, y obligado Liniers a combatir fuera de las posiciones escogidas no fue tan dichoso como esperaba en la pelea. Una noche horrible de truenos y lluvias separó a los combatientes: no se encontraba Liniers, y creyósele muerto o prisionero. El coronel Velasco reunió las tropas y las colocó en los puntos convenientes para la defensa de la ciudad. Liniers, separado de ellas en un momento de confusión, pasó la noche solo en el campo, a caballo, huyendo de las patrullas enemigas, hasta que, más despejado el horizonte, al apuntar el día pudo incorporarse a los suyos con indecible júbilo de todos.
Al fin, a la primera hora de la mañana del 5 de julio (1807), fue acometida la ciudad por todas las fuerzas inglesas; pero tropa y vecindario, compitiendo en decisión y en patriotismo, recibieron a los invasores con tal lluvia de fusilería y de metralla que hacían espantoso estrago en sus columnas.
«Los regimientos mandados por el mayor general Lumley (decía el general inglés Whitelock en su parte) tuvieron que sufrir desde un principio un fuego vivo y sostenido de fusilería de los tejados y ventanas de las casas. Las puertas estaban barreadas de tal suerte que era casi imposible derribarlas o romperlas: las calles cortadas por fosos profundos, y en su interior cañones que llovían metralla sobre las columnas que avanzaban… Abrasados por todos lados los cuatro escuadrones de carabineros, abandonaron el temerario empeño en que se hallaban… El resultado de la acción de este día me había dejado en posesión de la Plaza de toros… y de la Residencia… pero estas únicas ventajas habían costado ya dos mil quinientos hombres entre muertos, heridos y prisioneros. El fuego que habían sufrido las tropas fue violento en extremo. Metralla en las esquinas de todas las calles, fusilería, granadas de mano, ladrillos, losas y cantos de piedra tirados desde los tejados, y cuanto el furor y la defensa halló bueno para ofendernos, otro tanto habían tenido que sufrir nuestras hileras donde quiera que dirigían sus pasos. Cada propietario con sus negros defendía su habitación: tantas casas como había eran otras tantas fortalezas, sin que sea ponderación afirmar que no había en Buenos-Aires un solo hombre que no estuviese empleado en la defensa…{5}»
Aterrado con tanto estrago el general inglés, y convencido de la imposibilidad de dominar una población por tales tropas y tales habitantes y con tal denuedo defendida, viose forzado a capitular con Liniers, firmando un tratado en que se estipuló: la cesación de hostilidades en ambas bandas del Río de la Plata: –que los ingleses conservarían tan solo por el plazo de dos meses la fortaleza y plaza de Montevideo, pasados los cuales la entregarían en el mismo estado, y con la misma artillería, armas y pertrechos que tenía cuando hicieron la conquista: –término de diez días para el reembarco total de las tropas de S. M. Británica a la banda del norte del Río de la Plata: –mutuo canje de prisioneros, &c. (7 de julio de 1807). El general Whitelock regaló una preciosa espada al general Liniers por su caballeroso comportamiento, y el español le correspondió con cuatro cajas de preciosidades para el Museo Británico, con una hermosa perspectiva de la ciudad de Buenos-Aires. Este nuevo escarmiento arrancó a algunos diarios ingleses sentidas lamentaciones{6}, en tanto que en las poblaciones de ambos hemisferios se celebraba con fiestas y regocijos públicos, y nuestros poetas cantaban a porfía las glorias de Buenos-Aires. A su heroico defensor don Santiago Liniers se le confirió el mando de todo el virreinato con el empleo de mariscal de campo, y se dio a la ciudad el bien merecido dictado de muy noble y muy leal. Los ingleses evacuaron a Montevideo el 13 de setiembre (1807), y no volvieron a inquietar por entonces nuestras colonias{7}. Napoleón dio solemnemente el parabién a Carlos IV.
¿Sería ingenua y sincera esta felicitación? ¿Era todavía Napoleón en aquel tiempo verdadero aliado y amigo de Carlos IV y de la España, o abrigaba ya sobre ella los pensamientos ambiciosos y hostiles que a poco tiempo de estos sucesos descubrió? ¿Cuál había sido la conducta recíproca entre el emperador de los franceses y el gobierno español desde Trafalgar a Buenos Aires, desde la paz de Presburgo a la de Tilsit? Punto ha sido éste para nosotros de difícil averiguación, no tanto en verdad por la poca conformidad que notamos en los documentos históricos, como por la falta de fijeza y la mucha variación en los pensamientos de los principales actores en este drama, causa sin duda del desacuerdo ostensible que observamos en los mismos documentos oficiales. Acaso el estudio profundo que hemos necesitado hacer nos haya conducido al descubrimiento de lo cierto en medio de estas aparentes contradicciones, bien que con la pena de separarnos en esto del testimonio de dos ilustres personajes, francés el uno y español el otro, que por su respectiva posición y especiales circunstancias parecen ser los que tenían motivos para estar mejor informados de los acontecimientos a que nos referimos, a saber, Mr. Thiers y el príncipe de la Paz.
Con gran aire de confianza anuncia Mr. Thiers, al acercarse al suceso de la invasión de España por Napoleón, que «provisto de los únicos documentos auténticos que existen, los cuales son muy numerosos, con frecuencia contradictorios, y solamente conciliables por medio de grandes esfuerzos de crítica, cree poder revelar el secreto, todavía desconocido, de los desgraciados acontecimientos de aquella época.» Y después de manifestar que va a corregir a todos los historiadores que de ellos han hablado, porque ninguno ha podido conocer el secreto de las resoluciones que se adoptaban en París, «todo lo cual, dice, se halla en los papeles particulares de Napoleón depositados en el Louvre, los cuales contienen simultáneamente los documentos franceses y españoles cogidos en Madrid,» declara solemnemente que «todos los historiadores que hacen remontar hasta Tilsit los proyectos de Napoleón sobre la España, se han equivocado.» Y pasa a referir por primera vez cómo empezó Napoleón a intimar a los embajadores de España que era menester apoyara esta nación a Francia para exigir a Portugal una adhesión inmediata y completa al sistema continental, seguida de una declaración explícita de guerra a la Gran Bretaña, y que si Portugal no accedía desde luego, España previniese sus tropas para invadir aquel reino en unión con las imperiales que estaban ya preparadas{8}.
En primer lugar, el ilustre historiador y ex-ministro de la Francia, que declara equivocados a todos los que hacen remontar los proyectos de Napoleón sobre la España hasta Tilsit, se olvida de que él mismo los había hecho remontar, no hasta la paz de Tilsit (julio de 1807), sino hasta la paz de Presburgo (diciembre de 1805). «Algunas veces, había dicho Mr. Thiers refiriéndose a aquel tiempo{9}, cuando extendía más aún el sueño de su grandeza, pensaba en España y Portugal, en la primera de las cuales veía signos de una hostilidad oculta, y en la segunda de una hostilidad manifiesta: pero esto distaba mucho todavía del vasto horizonte de su pensamiento, y era preciso que la Europa le obligase a dar otro golpe como el de Austerlitz para expulsar completamente a la casa de Borbón. Sin embargo, es cierto que dicha expulsión empezaba a convertirse para él en idea sistemática, y que desde que se decidió a proclamar el destronamiento de los Borbones de Nápoles consideraba a la familia Bonaparte como destinada a reemplazar la casa de Borbón en todos los tronos del Mediodía de Europa.»– Y en otro lugar más adelante{10}: «Que Napoleón concibió desde luego la idea sistemática de destronar a los Borbones en toda Europa, es incontestable: pero aquella idea no comenzó a fijarse en su ánimo hasta 1806, después de la traición de la corte de Nápoles{11} y el destronamiento de aquellos reyes acordado al día siguiente de la batalla de Austerlitz.»
En segundo lugar, confiamos demostrar pronto al erudito historiador francés, no con nuestro juicio privado, sino con documentos auténticos que existen, no en los archivos del Louvre, sino en los de la primera secretaría de Estado de España, que el plan de Napoleón de exigir de España la invasión de Portugal, en unión con las tropas francesas, para obligar a aquel reino a adherirse al sistema continental y a declarar la guerra a la Gran Bretaña, databa ya y estuvo muy madurado por lo menos desde la primavera de 1806, y que si entonces quedó en suspenso no debió ser otra la causa que las grandes guerras que por otro lado llamaron la atención de Napoleón.
Y estos mismos documentos nos servirán también para rectificar las inexactitudes que haciendo su propia defensa comete el príncipe de la Paz, cuando, por querer sincerarse del cargo de aspirar a ser ensalzado por Napoleón a otro más eminente puesto del que entonces obtenía, niega resueltamente y con gran desenfado que antes de octubre de 1807 se hubiera tratado de elevarle al señorío o soberanía de los Algarbes, ni que en la primavera de 1806 hubiera todavía imaginado Napoleón semejante proyecto, que dice no haber sido discurrido hasta más de un año después{12}.
Nosotros podemos asegurar a Thiers y a Godoy, sin temor de que se nos pueda desmentir, que ya en la época que hemos designado no solo se trataba entre Bonaparte y el gobierno español de que penetraran en Portugal tropas españolas y francesas con los fines enunciados, sino que llegó casi a convenirse el modo y la forma en que se había de ejecutar la invasión: que fue objeto de acuerdo lo que había de hacerse de aquellos reyes y de aquel reino, y que una de las bases del plan era la partición de Portugal en dos mitades, una de las cuales había de darse en soberanía al príncipe de la Paz con título de rey. Cuál fuese el designio secreto de Napoleón en este plan con respecto a la suerte futura de España, no nos consta, ni hace ahora para este caso a nuestro propósito. Siguiéronse aquellas negociaciones por espacio de meses entre Napoleón y el príncipe de la Paz, sirviendo de intermediarios por parte del primero el ministro Talleyrand y el mariscal de palacio Duroc, y por parte del segundo don Eugenio Izquierdo, hechura y protegido del príncipe de la Paz, a quien éste puso y tuvo muchos años en París, para que le sirviera de agente diplomático de confianza, aunque sin carácter oficial de ministro ni embajador: hombre instruido, hábil, mañoso y activo, bien relacionado en aquella corte{13}, y modelo de fidelidad a su venerado protector, con cuyo título le saludaba infaliblemente en todas sus comunicaciones. Durante esta delicada negociación, de que creemos no tuvieron conocimiento ni nuestro embajador en París príncipe de Masserano, ni el embajador francés en España Beauharnais, vino varias veces Izquierdo a Madrid llamado por el príncipe de la Paz para tratar verbalmente de un asunto, el cual esquivaban cuanto podían fiar a la pluma. Fueles no obstante irremediable escribirse con frecuencia. Multitud de estas comunicaciones originales hemos tenido en nuestras manos y examinado por nuestros ojos; hemos visto el principio y progreso que llevó este negocio, pero de ellas daremos a conocer solamente aquellas que manifiestan lo adelantado que llegó a estar. Tales son los dos despachos siguientes, que bastarán para nuestro propósito.
Izquierdo al Príncipe de la Paz.
París, 7 de junio de 1806.
Mi venerado protector: el 2 a las 5 de la mañana llegó el correo Araujo con el pliego de V. E. de 26 de mayo. Como los celos del embajador inquieren todos mis pasos y el mariscal Duroc estaba en el sitio de Saint-Cloud, suspendí el verle hasta el 3 por la noche. Llevé traducidos y recopilados los artículos fijados por V. E., ejecuté cuanto me estaba prevenido, informé de nuestro miserable estado actual. Omito la conversación, porque seis pliegos no bastarían para narrarla. El mariscal Duroc no es novicio en negociaciones; tenía bien estudiado el punto, y bien meditadas las instrucciones del emperador. El resultado hará ver a V. E. que he tenido presente lo que ahora se ha servido comunicarme y lo que me ha dicho desde que confió a mi lealtad tan grave negocio.
Vistas mis réplicas y observaciones, dijo el mariscal necesitaba informar de ellas al emperador, y quedamos en que me comunicaría la resolución de S. M.
El 5 recibí el adjunto papel núm. 1.º, concurrí a la cita, la conferencia fue larga, y lo ventilado, como lo consentido, como lo repugnado, lo que sigue:
1.º Irán veinte mil hombres, diez mil por los Pirineos Orientales, diez mil por los Occidentales…
2.º Afianza el emperador que ni ruso ni inglés desembarcarán en España, ni en Portugal; pero si acaeciese, lo que mira como imposible, se obliga a enviar para recibirlos (se sabrá con tiempo), o para mejor echarlos, cuantas tropas sean necesarias, y esto a su costa en un todo; pues da su garantía la más formal de que tal invasión no costará un maravedí al erario español.
3.º Cuarenta y cinco mil españoles y los veinte mil franceses, bastarán para conquistar Portugal, que no está como en otros tiempos, y carece hoy de regimientos ingleses, de emigrados, &c.
4.º Que si las tropas de Etruria nos hacen falta, podremos llevarlas.
5.º Que el general que irá con los veinte mil franceses, no ha de estar sino a las órdenes del Príncipe de la Paz.
6.º Que el emperador pagará los sueldos de estas tropas hasta que entren en Portugal, y el rey de España las mantendrá con raciones de paja, cebada, vinagre, &c. como al tiempo de firmar el artículo se individualizará.
7.º Que en entrando en Portugal, sueldos, manutención y coste saldrán de las contribuciones que se levanten en el país.
8.º Que sean para el emperador los navíos de guerra portugueses que se encuentren en los puertos de Portugal.
9.º Que de las mercadurías de propiedad inglesa que se tomen en Portugal se dé a las tropas francesas la prorrata a proporción de su número con respecto al del ejército español.
10.º Que de empezada la guerra hasta la entera conquista de Portugal no pueda hacerse la paz.
11.º Hecha la conquista, las tropas francesas evacuarán Portugal; se les dará al salir por vía de recompensa seis meses de paga.
12.º Conquistado Portugal, la soberanía pertenecerá indivisiblemente a España; pero se dividirá en dos partes para dos príncipes reinantes, el príncipe de la Paz y el rey de Etruria, quien está en Italia aislado, y rodeado de Estados, cuyo gobierno y leyes son enteramente diferentes.
13.º Que la casa actual de Portugal sea enviada a las posesiones del Brasil.
14.º Nada quiere el emperador de las colonias portuguesas. Dice, que para apoderarse de ellas necesita de quince mil hombres, y que si tal ejército suyo pudiese ir al otro lado del mar, preferiría invadir y tomar una posesión inglesa.
15.º Desea el emperador un rincón en Guipúzcoa, el puerto de Pasajes, para que la línea de límites, dice, divida más bien los dos Estados.
Preguntado si podía firmar estos artículos, he dicho que no, que ni tenía ni podía tener instrucción alguna concerniente a lo de Etruria y Guipúzcoa; que estos dos puntos acongojarían a nuestro gobierno; que habiendo asegurado S. M. I. nada quería para sí de la conquista de Portugal, hacer ahora de ella una compensación del reino de Etruria, sería manifestar miras de antemano premeditadas, y que esto sería muy sensible para nuestra corte. He añadido que a la Francia sería útil la isla de Madera, las posesiones portuguesas de la costa de África; me he negado absolutamente a la cesión de la más mínima cosa nuestra; he pedido por gracia que alejen de mí tal deshonra; he suplicado que dejen tranquila a la tan digna como tan poco afortunada reina de Etruria; he expuesto, a mi parecer, cuanto convenía; se me ha respondido que más vasallos que en Toscana tendría el rey de Etruria en las provincias Entre-Duero-y-Miño, Tras-los-Montes y Beira, dejando las de Extremadura, Alentejo y reino de Algarbe para el príncipe de la Paz; pero mi honor y mi celo me han obligado a oponerme al cambio de Etruria por las provincias mencionadas; y para que la negociación tome otra dirección, he dicho que las provincias de Beira y Tras-los-Montes podrían darse a la casa actual de Portugal con el título de Príncipes de España o con otro título equivalente, considerándolos como de nuestra casa real, como príncipes, o infantes hijos de nuestros reyes, olvidando lo hecho por la casa de Braganza en 1640 y reduciéndola a lo que entonces era; que la provincia Entre-Duero-y-Miño, a causa de la costa, para defenderla de los ingleses, podría destinarse para uno de nuestros infantes, &c. Que el emperador podría disponer de las colonias portuguesas, y enviar a ellas la casa de Portugal tenía sus inconvenientes, pues ayudada, podría formar un imperio, fatal a España y dañoso a la misma. Francia…
Habiendo noticiado al mariscal Duroc que partiría un correo con motivo del reino de Holanda, me escribió ayer el papel núm. 2.º (el nuevamente nombrado es su suegro Hervas). Pasé a ver al mariscal Duroc, me notició que S. M. I. apreciando mis observaciones admitía las colonias portuguesas; que la línea divisoria se tiraría como España pidiese; que convendría, antes o al tiempo de invadir Portugal, enviar al Brasil una escuadra; que el emperador tiene cinco navíos en Cádiz, que nosotros tenemos algunos, y siete u ocho en Cartagena, que hay la escuadra de Rochefort, navíos en Tolón y Brest, y tropas en las costas del Océano y Mediterráneo &c.
Si V. E. por disposición de SS. MM. a quienes de la negociación llevada a feliz término por V. E. resulta la conservación de sus estados y la gloria de reunir bajo su imperio todas las Españas, me hubiese dado instrucciones para que el rey nuestro señor tomase el título de emperador, V. E. el de rey o príncipe de la Lusitania Meridional o de la Extremadura Portuguesa o de Algarbe, &c., tal vez hubiese yo conseguido todo esto….
Eugenio Izquierdo.
Izquierdo al Príncipe de la Paz.
París, 15 de junio de 1806.
Mr. de Talleyrand, a nombre del emperador propone, para que eternamente haya alianza y unión entre ambas coronas:
1.º Que el rey N. S. se declare, si gusta, emperador de las Españas y de las Indias.
2.º Que quede eternamente reunido el Portugal a España, constituyéndose el sistema federativo, al símil de Francia.
3.º Que se reparta el Portugal en dos porciones.
4.º Que una se dé al rey de Etruria con título de rey.
5.º Que se dé otra al príncipe de la Paz con título de rey igualmente.
6.º Que las provincias Entre-Duero y Miño, Beira, y Tras-los-Montes, sean para el rey de Etruria.
7.º Que las de Extremadura portuguesa, Alentejo y los Algarbes, sean para el príncipe de la Paz.
8.º O si no, que los Algarbes, una parte de la provincia de Alentejo y otra de la de Extremadura portuguesa hasta el Tajo, tirando una línea de Oriente a Poniente que rematará en Aldea Gallega, sean la suerte del príncipe de la Paz; la parte de Alentejo y de Extremadura de Portugal, que forma una faja hasta Lisboa, la guarde el rey inmediatamente a causa de esta ciudad, y que Duero-y-Miño, Beira y Tras-los-Montes, sean la suerte del rey de Etruria, quien nunca debe poseer a Lisboa.
9.º Que el reparto se haga como ahí más convenga; pero dejando siempre al príncipe de la Paz un buen Estado que pueda gobernar por sí, aunque enlazado en el sistema federativo del imperio de las Españas.
10.º Y hecha por mí la reflexión de que, dado que España condescendiese con los deseos del emperador, el miserable socorro de veinte mil hombres cómo podría mirarse como equivalente compensación… ha convenido el ministro en que el emperador ayudará con cuantas fuerzas se pidan, el todo a costa, &c.
11.º También ha asegurado la garantía de S. M. para todas nuestras posesiones y para Portugal.
12.º Me ha dicho de orden del emperador que la actual familia de Portugal debe ir al Brasil, y que los límites de la América Meridional se han de arreglar, como España pide.
13.º En fin, me ha encargado informe prontamente de todo a SS. MM. y a V. E. para que sin pérdida de tiempo tenga este negocio una conclusión tan ventajosa a todos. Ha finalizado su discurso con esta apóstrofe: «V. ama a su rey, a su patria, la defiende bien, mira por ella; V. ama al príncipe de la Paz; proporciona a su amigo una corona, a su rey y a su patria un imperio duradero, ¿qué más puede desear? ¿significa algo la Toscana? A ello…» Así concluyó nuestro coloquio.
La negociación se paralizó cuando parecía tan próxima a tocar a su término, porque los tratos con Inglaterra y Rusia y la guerra de Prusia llamaron a otra parte y con más urgencia la atención y aun la persona del emperador de los franceses; de lo cual se lamentaba Izquierdo en sus comunicaciones ulteriores, como quien veía malogrado un negocio de tanto interés en las vísperas de ser llevado a feliz remate{14}. Y esto puede explicarnos el resentimiento y enojo del favorito de Carlos IV con Napoleón, de quien antes se mostraba tan apasionado como hemos visto por su felicitación de diciembre de 1805, y el cambio que en aquel tiempo se observó en su política, intentando que España entrara en la coalición de Prusia y Rusia contra la Francia, y procurando hacer la paz con Inglaterra. Esto puede explicar la famosa proclama de 6 de octubre (1806), con que el príncipe de la Paz sorprendió a todo el mundo, y que nadie entonces comprendía, llamando a todos los españoles a las armas y hablándolos en son de guerra inminente contra un enemigo que no nombraba, que nadie veía, aunque se trasparentaba entre la sombra del misterio.
La ruidosa proclama de 6 de octubre decía:
Españoles:
En circunstancias menos arriesgadas que las presentes han procurado los vasallos leales auxiliar a sus soberanos con dones y recursos anticipados a las necesidades; pero en esta previsión tiene el mejor lugar la generosa acción de súbdito hacia su señor. El reino de Andalucía privilegiado por la naturaleza en la producción de caballos de guerra ligeros; la provincia de Extremadura que tantos servicios de esta clase hizo al señor Felipe V, ¿verán con paciencia que la caballería del rey de España esté reducida e incompleta por falta de caballos? No, no lo creo; antes sí espero que del mismo modo que los abuelos gloriosos de la generación presente sirvieron al abuelo de nuestro rey con hombres y caballos, asistan ahora los nietos de nuestro suelo con regimientos o compañías de hombres diestros en el manejo del caballo, para que sirvan y defiendan a su patria todo el tiempo que duren las urgencias actuales, volviendo después llenos de gloria y con mejor suerte al descanso entre su familia. Entonces sí que cada cual se disputará los laureles de la victoria; cuál dirá deberse a su brazo la salvación de su familia; cuál la de su jefe; cuál la de su pariente o amigo, y todos a una tendrán razón para atribuirse a sí mismos la salvación de la patria. Venid, pues, amados compatriotas; venid a jurar bajo las banderas del más benéfico de los soberanos; venid, y yo os cubriré con el manto de la gratitud, cumpliéndoos cuanto desde ahora os ofrezco, si el Dios de las victorias nos concede una paz tan feliz y duradera cual le rogamos. No, no os detendrá el temor, no la perfidia: vuestros pechos no abrigan tales vicios, ni dan lugar a la torpe seducción. Venid, pues, y si las cosas llegasen a punto de no enlazarse las armas con las de nuestros enemigos, no incurriréis en la nota de sospechosos, ni os tildaréis con un dictado impropio de vuestra lealtad y pundonor por haber sido omisos a mi llamamiento.
Pero si mi voz no alcanzase a despertar vuestros anhelos de gloria, sea la de vuestros inmediatos tutores o padres del pueblo a quienes me dirijo, la que os haga entender lo que debéis a vuestra obligación, a vuestro honor, y a la sagrada religión que profesáis.– El príncipe de la Paz.
Circular a las autoridades sobre el mismo asunto.
Muy señor mío:
El rey me manda decir a V. que en las circunstancias presentes espera una gran prueba de su lealtad y eficacia en el importante asunto que se le encomienda relativo al sorteo y alistamiento general para el aumento del ejército. S. M. no se dará por contento de los esfuerzos de V. mientras no pasen de la línea ordinaria que se acostumbra seguir en tales casos, ni yo podré disimular la menor tardanza o flojedad en el cumplimiento de este importantísimo servicio. Se necesitan medios y caminos extraordinarios para conseguir sus buenos efectos. Convendrá, entre otros muchos, significar a los curas párrocos en nombre del rey, que S. M. cuenta muy especialmente con su cooperación para levantar el espíritu nacional, y que los señores obispos los sostendrán en los oficios que practicaren al intento, procurando también excitar a los ricos para que ayuden y se presten a los sacrificios necesarios que exigirá la guerra, una vez llegada a realizarse. De la misma manera convendrá que V. se entienda oportunamente con la nobleza para excitar su aliento generoso, sin dejar de hacerle presentir que se trata en el día de la conservación de su estado y de sus ventajas sociales, no menos que del interés de la corona y de la guarda de la monarquía.
Cuanto al alistamiento, añadiré a V. todavía de orden de S. M., que además de la prontitud en su ejecución, deberá V. poner en obra todo su celo y entereza para que el resultado que se obtenga ofrezca en su provincia el mayor número que sea posible de soldados con arreglo a las ordenanzas y sin ningún abuso en materia de excepciones. Dios guarde a V. muchos años, &c.
Diremos más. No nos arrogamos gran mérito por que creamos haber hallado la clave con que se explican las alteraciones y mudanzas que se advierten a menudo en las relaciones entre Napoleón y Godoy, encontrándolos, ora amigos al parecer íntimos y estrechos, ora mutuamente recelosos, ora desviados o tibios, ora en fin enojados, y a veces prontos a romper como enemigos, a veces fáciles a reconciliarse de nuevo. Porque la clave es sencilla. Redúcese, a que, necesitándose mutuamente para sus fines el emperador francés y el ministro español, no obstante el poder infinitamente superior del primero, en tanto que se encontraban recíprocamente complacientes mostrábanse amigos galantes: la menor exigencia o antojo de Napoleón no satisfecho por Godoy le volvía receloso y desconfiado: si Bonaparte, como más poderoso, le significaba su disgusto, dejaba entrever enojo, o prorrumpía en abierta amenaza, el príncipe de la Paz tornaba a su sistema de complacencias, hasta degenerar a veces en sumisión, y volvían a darse señales ostensibles de amistad. La política seguía el rumbo de estas evoluciones, y en los escritos se ve impreso el sello de estas mudanzas, que parecen contradicciones incomprensibles si no se estudia la ocasión en que fueron dictados, pero que dejan de serlo distinguiendo los tiempos y sondeando las causas.
En 4 de diciembre de 1805, recientes los triunfos de Napoleón en Ulma y Austerlitz, el príncipe de la Paz felicitaba al victorioso emperador de la manera hiperbólica que antes hemos visto. ¿Qué movía al príncipe de la Paz a congratular de este modo a Napoleón? El resto de la carta lo descubre. «A pesar de mis deseos de hallar, señor, una ocasión de dar a V. M. I. y R. el parabién por sus victorias, no me hubiera atrevido hasta el regreso a París de la persona conocida de V. M.{15}, y esto por el intermediario de quien ella se ha valido hasta ahora: pero un suceso de la mayor importancia, y que me es imposible ocultar a V. M., porque tiene o puede tener relación con otros que son objeto de sus miras, me impone el deber de presentarle mis respetuosas felicitaciones y mis homenajes.» Y procedía a denunciarle una trama de la mayor gravedad que decía haberse estado urdiendo entre la reina de Nápoles y la princesa de Asturias su hija, trama que ponía diariamente en peligro la vida de sus soberanos y la suya propia, pero que felizmente había sido descubierta por la sagacidad de la reina. Y concluía diciendo que no confiaría el secreto sino a una sola persona en el mundo, al Gran Napoleón, que le había prometido defenderle contra todos sus enemigos exteriores e interiores.
No juzgamos ahora de la verdad o inexactitud del hecho gravísimo que denunciaba en esta carta el valido de los reyes: ya nos vendrá pronto la ingrata tarea de dar cuenta de las ruidosas intrigas que por este tiempo se agitaban dentro del Real Palacio: ahora solo le citamos como uno de los que pueden explicar las causas que movían al ministro de Carlos IV a dirigir tan exagerados plácemes a Napoleón, como de quien esperaba, protección contra sus enemigos internos y externos. Napoleón aprovechaba este protectorado y las lisonjeras demostraciones de adhesión del ministro español para sacar de la empobrecida España auxilios de dinero, como antes había sacado auxilios de naves. Y cuando quiso restablecer la quiebra del Banco de Francia y su arruinado tesoro, aunque ya con el rompimiento entre Inglaterra y España había cesado la obligación del subsidio al imperio francés que nuestro gobierno había contraído, todavía sacaba un crédito contra España, según unos de sesenta millones, según otros de setenta y dos millones de francos, procedente de atrasos y del abastecimiento de granos hecho por el imperio para suplir a la escasez de nuestras cosechas. La reclamación de tan gruesa suma al gobierno español produjo largas contestaciones entre ambos gabinetes{16}. Al fin, aparentando Napoleón respetar la penuria del tesoro español, privado por los ingleses del recurso de las flotas de Indias, y agotado por los gastos de la guerra y por la desgraciada administración interior, hizo virtud de la necesidad, conformándose, en obsequio a la amistad que le unía con su buen aliado Carlos IV, con percibir la módica cantidad de veinte y cuatro millones de francos de la caja de Consolidación de Madrid, y así se efectuó, según convenio celebrado en París con Izquierdo (10 de mayo, 1806) de acuerdo y con autorización del príncipe de la Paz. Suma en verdad relativamente pequeña, si se compara con los sacrificios pecuniarios que Napoleón exigía a las naciones que conquistaba o que vencía; pero enorme e insoportable en el estado miserable en que nuestra nación y sus rentas públicas se encontraban entonces.
Pudo no haber sido la intención del príncipe de la Paz sacar medros para sí de aquellas felicitaciones y de estas condescendencias. Mas tampoco puede remediarse que de ello saque estas consecuencias el discurso, al observar que en aquel mismo tiempo, y un poco después, se trataba entre Napoleón y el príncipe de la Paz por mediación de Izquierdo el famoso proyecto de la invasión y conquista de Portugal por las dos naciones aliadas, y la partición de aquel reino en dos grandes porciones, destinándose una al príncipe de la Paz en la forma de que hemos dado cuenta más arriba.
Hacemos justicia a Godoy y a Izquierdo, reconociendo haberse conducido como buenos españoles en lo de rechazar la cesión del puerto de Pasajes, que Napoleón, so pretexto de intentar atacarle los ingleses, exigía o demandaba a cambio de otras concesiones. Pero es lo cierto que esta plausible negativa no fue la causa de que no se consumase aquella negociación, puesto que el gobierno francés se hizo sin duda cargo de la injusticia y de la ofensa que envolvía aquella demanda, y vistas las contestaciones de Godoy en Madrid y de Izquierdo en París, confiesa el mismo príncipe de la Paz que «no se volvió a hablar más del puerto de Pasajes.»
Repentinamente y de improviso se ve, a muy poco de esto, cambiar de todo punto la política del ministro favorito de Carlos IV para con la Francia. El que dirigió aquella gratulatoria al vencedor de Austerlitz, el que le confiaba sus cuitas como a protector de quien esperaba el remedio, se convierte de pronto en enemigo de Bonaparte, quiere que España entre con Rusia y Prusia en la cuarta coalición contra el imperio francés, entabla tratos para esto con el ministro ruso barón de Strogonoff, discurre cómo obrar de concierto con Inglaterra sin que esta unión suene en notas diplomáticas, calcula que confederándose de este modo el Occidente con el Norte, resentida el Austria, descontenta Nápoles y enemiga la Suecia, Napoleón no podrá resistir al podrá resistir al peso de tantas fuerzas reunidas, confía en que a un llamamiento suyo se levantarán los españoles en masa para guerrear contra el gran dominador de Europa, y antes que el temor haga a Carlos IV desechar definitivamente el proyecto de su ministro, apresúrase éste a publicar, casi sin el regio beneplácito, la famosa proclama de 6 de octubre (1806).
La proclama causó universal sorpresa, llamando desde luego la atención, que no estuviese firmada por el rey, y sí solo por el príncipe de la Paz. Sin embargo, en esta circunstancia y en la de no nombrar en ella al enemigo mostró Godoy alguna previsión, pues en el caso de salir fallido el golpe, la una podía salvar al soberano, la otra permitía señalar el enemigo que más conviniera para desenojar a Napoleón, como así hubo necesidad de hacerlo. La ocasión no pudo ser más inoportuna ni más fatal. La proclama llegó a manos de Bonaparte precisamente cuando acababa de destruir el ejército prusiano y de hacer rodar por los campos de Jena la corona de Federico Guillermo (14 de octubre), principal base y esperanza de la nueva política de Godoy. Leyó Napoleón con desdeñosa sonrisa el documento de España, reservándose responder en su día, de la manera que él acostumbraba hacerlo, al reto imprudente que se le hacía del extremo occidental de Europa. Y como al propio tiempo llegase a España la noticia del triunfo de Jena, aterrose el autor de aquella malhadada obra, comprendió todo el compromiso en que su ligereza le ponía, y apresurose a hacer que los agentes españoles en las cortes extranjeras publicaran en los diarios oficiales que aquel llamamiento y aquellas prevenciones eran motivadas por la presencia de una escuadra inglesa en las aguas del Tajo con tropas de desembarco en actitud de amenazar a España. Noticioso también del mal efecto que había causado en los altos círculos de París, mandó a su agente Izquierdo que inmediatamente partiera a Alemania, y no parara hasta encontrar a Napoleón y hablarle personalmente y persuadirle en su nombre de aquello mismo. Fingió el agraviado creer en esta interpretación; pero eran demasiado terribles sus iras para que esto bastara a tranquilizar al tímido Carlos IV, y así para desenojarle no solo desmandó la guerra, sino que despachó un embajador extraordinario a felicitar a Napoleón por sus nuevos triunfos, y a disculpar el paso temerario del 6 de octubre. Todo fue otra vez sumisión y humildes condescendencias. Se obedeció el célebre decreto del bloqueo continental expedido en Berlín, y se reconoció a José Bonaparte como rey de Nápoles.
¿Qué fue lo que indujo al príncipe de la Paz a ese cambio tan súbito como completo de su política respecto a Napoleón, cambio que se simboliza en la felicitación de 4 de diciembre de 1805 y la proclama de 6 de octubre de 1806? Al decir del príncipe en sus Memorias, la causa principal de sus desavenencias con Napoleón fue la resistencia que aquél opuso a aprobar el destronamiento del rey de Nápoles, hermano de Carlos IV, y a reconocer como rey a José, hermano de Napoleón, sobre lo cual cuenta las empeñadas polémicas que sostuvo con el embajador francés Beauharnais{17}. El príncipe de la Paz, a quien hasta ahora hemos hecho justicia en cosas en que otros se la han negado, nos permitirá que en este punto dudemos un poco de la sinceridad de su relato. Decímoslo, porque cuando él dirigió a Napoleón la felicitación de 4 de diciembre, ya sabía que el destronamiento de los reyes de Nápoles era una cosa resuelta por el emperador de los franceses, y bien reciente estaba aquella sentencia pronunciada en Viena: «No hay remedio; la reina Carolina dejará de reinar en Italia.» Es más: cerca de tres años hacía que entre Napoleón y Godoy había completa conformidad en el odio a aquella reina y en mirarla como enemiga. Cuando en 2 de enero de 1805 escribió el emperador a la reina de Nápoles aquella célebre y amenazadora carta, en que le decía que a la primera guerra que por su causa se moviese, ella y su posteridad cesarían de reinar, y sus hijos vagarían por Europa mendigando el sustento por las casas de sus parientes, Napoleón mandó trasmitir copia de ella al príncipe de la Paz, advirtiéndole en la nota que se le pasó, que era para él solo, y para que viese por ella cuán bien conocía aquella reina, y lo predispuesto que contra ella estaba{18}.
En junio de aquel mismo año le avisaban de París que poseían copia de una carta de la princesa de Asturias a su madre la reina de Nápoles, en que se revelaban los proyectos de las dos contra el príncipe de la Paz{19}. El 28 del mismo mes, en una nota desde Plasencia, decía Napoleón: «Independiente de los negocios de Portugal, ¿no sería posible reparar la tontería que se ha hecho de dejar llevar una princesa de Nápoles a España, que, a lo que parece, gobernará un día arbitrariamente aquel reino?{20}» Y a su vez el príncipe de la Paz contestaba a Izquierdo, que era el conducto de esta correspondencia: «Está bien expresada la confianza con que respondí al emperador sobre la enemistad de la princesa; todo está según deseaba, y cual me prometía del talento de V…{21}»
¿Cómo, pues, con estos antecedentes, pudo sentir el príncipe de la Paz el destronamiento de los reyes de Nápoles, y sentirlo hasta el punto de hacerlo causa de rompimiento con el emperador de los franceses, con quien además negociaba al poco tiempo la adquisición de una soberanía?
Comprendemos que opusiera al reconocimiento del rey José aquella resistencia ostensible que bastara a salvar legal y oficialmente el decoro y la dignidad del trono y del monarca español, siendo su hermano el despojado de la corona de Nápoles, y que el ministro cubriera las formas que a su cargo y a su gratitud y obligaciones para con el rey cumplían. Lo demás pugna con la verosimilitud. Otra pues debió ser la causa natural del súbito cambio de la política del ministro español, y esta causa no pudo ser sino haberse frustrado por entonces la negociación, ya tan adelantada, sobre la invasión y partición del reino lusitano.
Oídas, y al parecer aceptadas por Napoleón las explicaciones sobre aquella proclama y aquel armamento, valiose hábilmente del nuevo acto de sumisión de la corte española para diversos fines que a la sazón le convenían. Y como se hallase entonces en Polonia preparándose para la nueva campaña que pensaba emprender contra Rusia en la primavera de 1807, a cuyo efecto había determinado reunir en el Elba un ejército de sesenta mil hombres, alemanes, holandeses e italianos, pidió también al gobierno español un cuerpo auxiliar de quince mil hombres, con lo cual, al tiempo que ponía a prueba su lealtad dándose aire de agradecido, desmembraba aquella fuerza de España para lo que en lo sucesivo le pudiera convenir, y aumentaba con ella el contingente de su ejército de observación de entre el Rhin y el Vístula. ¿Qué le podía negar entonces el gobierno español? Inmediatamente se dio orden para que pasaran los Pirineos diez mil hombres de nuestras mejores tropas, que unidos a los cinco mil que de antes teníamos, de acuerdo con Napoleón, guarneciendo la Toscana, componían los quince mil hombres pedidos, y desde luego fueron todos llevados a las márgenes del Elba. Mandaba la división española el marqués de la Romana. De este modo el príncipe de la Paz que dos meses antes había tenido la audacia de desafiar, aunque embozadamente, a Napoleón, y de unirse con Rusia y Prusia para hacerle la guerra, enviaba al norte de Europa tropas españolas que ayudaran a Napoleón a derrotar los rusos y prusianos.
Un error lleva a otro error, y una flaqueza arrastra a otra flaqueza. Entre las cláusulas del célebre tratado de Tilsit estipuladas por los emperadores de Francia y Rusia, era una el reconocimiento de José Bonaparte como rey de las Dos Sicilias, cuando a los Borbones de Nápoles se los indemnizara con las islas Baleares, pertenecientes a la corona de España. Así se comenzaba ya a disponer de las posesiones españolas, sin que al gobierno español le quedara aliento para protestar y reclamar contra semejante atentado de usurpación. Al contrario, hecha la paz de Tilsit, recelosos Carlos IV y su ministro favorito de no haber hecho todavía lo bastante para desenojar a Napoleón, quisieron felicitarle solemnemente por sus últimos triunfos; y como si para esto no bastasen ni el embajador acreditado príncipe de Masserano, ni el agente diplomático del príncipe de la Paz don Eugenio Izquierdo, ni los dos juntos, enviaron con gran aparato y con carácter de embajador extraordinario al duque de Frías. Mas no tardó en significar a todos tres, que lo que importaba y convenía más que las enhorabuenas era llevar a efecto el bloqueo continental, intimidar a la Gran Bretaña con un concurso enérgico de esfuerzos, y sobre todo obligar a Portugal a separarse de la alianza inglesa, a cerrar enteramente el comercio británico, y a expulsar a los ingleses de Lisboa y de Oporto, o de lo contrario apoderarse de aquel reino, para lo cual era menester que España preparase sus tropas, como él tenía ya prevenidas las suyas; y en este concepto hizo también su intimación al señor de Lima, embajador de Portugal, diciéndole que esperaba una respuesta categórica de su corte. A todo esto siguieron pronto órdenes para la reunión de un ejército de veinte y cinco mil hombres en Bayona, cuyo mando confirió al general Junot, que ya conocía el Portugal, como embajador que había sido en Lisboa.
Vese pues a Napoleón en el otoño de 1807 volver a los pensamientos y proyectos que sobre Portugal y España había ya concebido y tratado en la primavera de 1806. Suspendidos entonces por las causas que hemos apuntado, otros nuevos sucesos, en el Norte también de Europa, le inducen ahora a tomar una resolución definitiva respecto del Mediodía. Inglaterra, que ha desoído las proposiciones de paz hechas por el emperador de Rusia con arreglo al convenio de Tilsit, ha desafiado al continente enviando una expedición naval al Báltico, ha intimado a los dinamarqueses la entrega de su escuadra, bombardeado por espacio de tres días y tres noches a Copenhague, y causado horribles destrozos en la ciudad. El inaudito atentado de los ingleses contra la inocente Dinamarca excita una indignación general en Europa. La corte de Rusia estrecha su alianza con Napoleón, el cual le anima a apoderarse de la Finlandia y le alimenta la esperanza de obtener las provincias del Danubio. Decidido ya Napoleón a continuar la guerra contra la Gran Bretaña, concluye un arreglo con Austria, reorganiza la escuadrilla de Boulogne, prepara una expedición sobre Sicilia, y resuelve acelerar la invasión de Portugal. Al efecto forma otro cuerpo de ejército, que denomina segundo cuerpo de observación de la Gironda, para apoyar al que en Bayona había puesto ya al mando del general Junot, destinado a invadir el reino lusitano. Los designios que Napoleón abrigara entonces sobre España podrían ser objeto de conjeturas más o menos verosímiles, de cálculos más o menos fundados, pero eran todavía desconocidos, y a nadie los había él revelado, si por acaso los tenía formados ya. Cualquiera que fuese su ulterior pensamiento, España aparecía entonces una potencia aliada del imperio, y que de acuerdo con el emperador enviaba sus fuerzas unidas a las de Francia para obligar a Portugal a cerrar su comercio a Inglaterra y a expulsar a todos los ingleses de Lisboa y de Oporto, y en caso de resistencia apoderarse de consuno del reino, para entenderse después Napoleón y Carlos IV. En este sentido, y queriendo Napoleón proporcionar en Portugal un estado que sirviera de indemnización a los reyes de Etruria hijos de Carlos IV, porque le convenia no dejar en Italia ningún Borbón, y que no quedara allí estado que no perteneciese al imperio, volvió otra vez al antiguo proyecto de la partición de Portugal, tratado antes y casi convenido con el príncipe de la Paz y con Izquierdo. Y llamado este diplomático al palacio de Fontainebleau, donde Napoleón se hallaba, y con arreglo a las instrucciones que había recibido de Godoy, convínose y se firmó el 27 de octubre (1807) el famoso Tratado de Fontainebleau, que contenía las estipulaciones siguientes:
1.º La provincia de Entre-Duero y Miño con la ciudad de Oporto se dará en toda propiedad y soberanía a S. M. el rey de Etruria, con el título de rey de la Lusitania Septentrional.
2.º La provincia del Alentejo y el reino de los Algarbes se darán en toda propiedad y soberanía al príncipe de la Paz, para que las disfrute con el título de príncipe de los Algarbes.
3.º Las provincias de Beira, Tras-los-Montes y la Extremadura portuguesa quedarán en depósito hasta la paz general, para disponer de ellas según las circunstancias y conforme a lo que se convenga entre las dos altas partes contratantes.
4.º El reino de la Lusitania Septentrional será poseído por los descendientes de S. M. el rey de Etruria hereditariamente, y siguiendo las leyes que están en uso en la familia reinante de S. M. el rey de España.
5.º El principado de los Algarbes será poseído por los descendientes del príncipe de la Paz hereditariamente, siguiendo las reglas del artículo anterior.
6.º En defecto de descendientes o herederos legítimos del rey de la Lusitania Septentrional, o del príncipe de los Algarbes, estos países se darán por investidura por S. M. el rey de España, sin que jamás puedan ser reunidos bajo una misma cabeza, o a la corona de España.
7.º El reino de la Lusitania Septentrional y el principado de los Algarbes reconocerán por protector a S. M. el rey de España, y en ningún caso los soberanos de estos países podrán hacer ni la paz ni la guerra sin su consentimiento.
8.º En el caso de que las provincias de Beira, Tras-los-Montes y la Extremadura portuguesa tenidas en secuestro, fuesen devueltas a la paz general a la casa de Braganza en cambio de Gibraltar, la Trinidad y otras colonias que los ingleses han conquistado sobre la España y sus aliados, el nuevo soberano de estas provincias tendría con respecto a S. M. el rey de España los mismos vínculos que el rey de la Lusitania Septentrional y el príncipe de los Algarbes, y serán poseídas por aquél bajo las mismas condiciones.
9.º S. M. el rey de Etruria cede en toda propiedad y soberanía el reino de Etruria a S. M. el emperador de los franceses.
10.º Cuando se efectúe la ocupación definitiva de las provincias de Portugal, los diferentes príncipes que deben poseerlas nombrarán de acuerdo comisarios para fijar sus límites naturales.
11.º S. M. el emperador de los franceses sale garante a S. M. el rey de España de la posesión de sus estados del continente de Europa situados al Mediodía de los Pirineos.
12.º S. M. el emperador de los franceses se obliga a reconocer a S. M. el rey de España como emperador de las dos Américas, cuando todo esté preparado para que S. M. pueda tomar este título, lo que podrá ser, o bien a la paz general, o a más tardar dentro de tres años.
13.º Las dos altas partes contratantes se entenderán para hacer un repartimiento igual de las islas, colonias y otras propiedades ultramarinas del Portugal.
14.º El presente tratado quedará secreto, será ratificado, y las ratificaciones serán canjeadas en Madrid veinte días a más tardar después del día en que se ha firmado.
Fecho en Fontainebleau a 27 de octubre de 1807.– Duroc.– Izquierdo.
Como se ve, el tratado de Fontainebleau de 27 de octubre era una modificación del que quedó en suspenso en junio de 1806{22}. Inmediatamente se dio orden a Junot para que avanzase sobre Portugal.
Pero hemos llegado al gran suceso de la invasión de nuestra península, que pronto se complicó con los ruidosos acontecimientos del Escorial y de Aranjuez. Hacemos pues aquí alto, porque antes de entrar en la narración de estos importantísimos hechos tenemos que considerar cuál había sido la marcha y cuál era la situación interior del reino en tanto que tales cosas habían acontecido fuera, y cuando a otras tan sorprendentes y trascendentales estábamos abocados.
{1} La Confederación del Rhin se compuso por entonces, de los reyes de Baviera y Wurtemberg, del príncipe archi-canciller arzobispo de Ratisbona, de los grandes duques de Baden, Berg, y Hesse-Darmstadt, de los duques de Nassau-Usingen y Nassau-Weilbourg, de los príncipes de Hohenzollern-Heschingen, y Hohenzollern-Sigmaringen, de Salm-Salm, Salm-Kirbourg, Isembourg, Aremberg, Lichtenstein y la Leyen.– Se hizo una circunscripción geográfica, y todo príncipe comprendido en ella que no hubiera sido incluido en el acta constitutiva, perdía la cualidad de príncipe soberano.– Los confederados se declaraban separados por siempre del imperio germánico, y habían de estar en perpetua alianza ofensiva y defensiva con Francia: ésta había de suministrar un contingente de doscientos mil hombres, y la Confederación el suyo de sesenta y tres mil, de los cuales treinta mil correspondían a Baviera, &c. Todas las casas alemanas podían adherirse a este tratado.
{2} Por más que después el príncipe de la Paz haya querido justificar en sus Memorias la conducta del rey y del gobierno prusiano en sus transacciones, el general Pardo que estaba entonces de embajador en Berlín, no se recataba de decir públicamente que no merecía Prusia que por ella se prolongasen un solo día los males de Europa.
{3} Dio por primera vez el ilustre historiador Mr. Thiers, conocimiento y noticia exacta, así de las conversaciones habidas entre los emperadores Alejandro y Napoleón, como de las verdaderas estipulaciones públicas y secretas de Tilsit, de cuyas escenas y documentos se habían hecho versiones y publicaciones inexactas y adulteradas. Asegura deber esta adquisición a documentos auténticos y oficiales que ha podido consultar y que no eran conocidos, y muy principalmente a la correspondencia de Savary y Caulaincourt con Napoleón y de éste con ellos, y también a unos despachos muy curiosos en que se contiene lo que la reina de Prusia dijo, por vía de desahogo, cuando regresó de Tilsit, a un antiguo diplomático digno de su confianza y amistad.– El Consulado y el Imperio, tomo VII, cap. 27.
{4} Había nacido Liniers en Niort en 1753, y había entrado al servicio de España y continuado constantemente en él desde 1775, en que sentó plaza de guardia marina, y se había hallado en todas las expediciones de su tiempo hasta 1788, que siendo capitán de fragata se le destinó como tal a la armadilla de Montevideo.
{5} Parte del general inglés John Whitelock.– En el mismo sentido escribió el almirante Murray al secretario del almirantazgo.– Todo concuerda con el parte de Liniers al gobierno español, inserto en la Gaceta extraordinaria de Madrid del jueves 26 de noviembre de 1807. Tenemos a la vista un estado detallado de todas las fuerzas inglesas y españolas, así navales como terrestres, y él de las pérdidas que tuvimos.
{6} «Cada casa, según las expresiones de la Gaceta (decía el Daily Advertiser de 14 de setiembre hablando del suceso de Buenos-Aires) era un castillo, y cada calle un atrincheramiento. Un pueblo decidido de esta suerte es invencible. Los españoles estaban tan animosos, que cada ciudadano era un soldado, y cada soldado un héroe. Buenos Aires se perdió para siempre; y no es esto solo, sino que la América española es inexpugnable para lo sucesivo. El ejemplo dará valor en todas partes, y el orgullo español y el odio al nombre inglés nos cerrarán todas las costas de aquel rico continente.»
{7} En el tomo IV de la Revista militar se publicó un largo e interesante artículo biográfico de don Santiago Liniers, escrito por el entendido jefe de marina don Francisco de Paula Pavía, en que se dan curiosas noticias de aquel ilustre marino, así como interesantes pormenores de aquel glorioso suceso que la naturaleza de nuestra obra no nos consiente referir.
{8} Thiers, Historia del Imperio, lib. XXVIII.
{9} Historia del Imperio, lib. XXIV.
{10} En su extensa Nota adicional al cap. XXIX.
{11} Que fue antes de la paz de Tilsit.
{12} He aquí cómo apostrofa contestando al conde de Toreno: «¿A qué puesto? ¡hombre falaz! ¿a qué altura o a qué eminencia ansiaba yo subir por aquel medio? ¿Fue al señorío de los Algarbes, donde pasado más de un año concibió Napoleón por un momento la idea de desterrarme y de quitar un grande estorbo a sus designios? ¿Qué antecedente, qué suceso o qué motivo había en la primavera de 1806, ni aun para imaginar aquella grande intriga que el emperador de los franceses discurrió en octubre de 1807…?»– Memorias del Príncipe de la Paz, cap. XXIV.
{13} Izquierdo había sido director del Gabinete de Historia natural. Por su talento y sus conocimientos, especialmente en ciencias naturales, había adquirido relaciones y estimación entre los literatos y sabios de varias cortes extranjeras y en la alta sociedad de París. Tenía además una disposición aventajada para los negocios políticos, y como era bastante sagaz, y no le ataban las formas y la etiqueta diplomática, introducíase en todas partes y tenía facilidad para saberlo todo, y para manejarse con cierto desembarazo que no hubiera estado bien a un embajador. Era apropósito para los fines del príncipe de la Paz, y lo admirable fue que Napoleón y sus ministros se entendían con él como si fuese el verdadero representante de España.
Es curioso el retrato que hacía Izquierdo del carácter de Napoleón. «El carácter del que por sí se ha elevado al trono (decía en 1804 al príncipe de la Paz), que treinta millones de almas rodean, del que ha hollado la gran nación y deshecho la república, no se ha manifestado aun enteramente. Le desplegarán los eventos. Miras extensas, ideas profundas, concepciones políticas fuera de lo común ocupan su mente. Su corazón desea todo con vehemencia. Águila, león, zorra a la vez, cuanto se opone a su voluntad es o arrollado o con artería conseguido. Sospecha con facilidad, desprecia al hombre, no sacrifica a la amistad o al amor, le es desconocida la complacencia. Es espantadizo; la menor contradicción, la más mínima separación de sus ideas le irrita, le alborota; o rompe e disimula, nada olvida y se venga.»
{14} Archivo del ministerio de Estado: Correspondencia entre Izquierdo y el príncipe de la Paz: Año 1806.– Hay varias cartas en este sentido.
{15} Esta persona no podía ser otra que Izquierdo, que había sido llamado a Madrid por el príncipe, según el siguiente párrafo de una carta escrita en 14 de julio de 1805, en que le decía lo siguiente: «Para esto convenia nuestra entrevista; calcule vd. si es posible, y propóngala con solicitud de algunas luces que puedan orientarme más de lo que expresa la pluma…–- Devuélvame vd. esta carta, pues no debe existir en noticia de otros, y por supuesto no dejo copia.»– Archivo del Ministerio de Estado.– Año 1805: Correspondencia diplomática.
{16} La marcha de este negocio, que aquí no hacemos sino apuntar, se contiene en varios legajos de correspondencia oficial y privada, que existen y hemos visto y leído, en el Archivo del Ministerio de Estado, el más rico depósito que conocemos de documentos de aquella época.
{17} Memorias, Cap. XXIV.
{18} «Que la Reine de Naples (decía la nota) ayant écrit a l'Empereur, en a reçu la reponse cijointe, qui est pour le Prince de la Paix seul, qui y verrá combien l'Empereur est indisposé contre cette princesse, et combien il la connoit…» Archivo del Ministerio de Estado: Correspondencia entre Napoleón y el príncipe de la Paz.
En esta misma nota es en la que le decía, entre otras muchas cosas de importancia política, que si por parte de España se ejecutaba lo que él proponía, el príncipe podía contar siempre con su estimación y con su apoyo contra sus enemigos interiores y exteriores.– «En fin, que l'Empereur a lieu d'esperer beaucoup de son zele; et que dans ces trois mois le Prince de le Paix peut s'acquerir un appui et une protection puissante et une grand' estime de la part de l'Empereur, ou se perdre entierement dans son esprit; qu'il faut qu'il ait de matelots et qu'il soient soldés; qu'alors dans tous les temps le Prince aura appui contre ses innemis interieurs et exterieurs.»
{19} «On previent le Prince de la Paix qu'on a la copie d'une lettre de la Princesse des Asturies à sa mère la Reine de Naples. Elle lui écrit, a l'occasion de la derniere maladie du Roy d'Espagne, que dans la demi-heure qui suivrait la mort du Roy le Prince de la Paix serait arreté; qu'elle et son mari sout resolús a ectte demarche.» Ibid.
{20} «Independenment des affaires de Portugal, ¿ne serait il pas possible de reparer la nottise qu'on a faite de laisser mettre une princesse de Naples en Espagne, qu'a ce qui parait, gouvernerá un jour arbitrairement l'Espagne?–Plaisance le 9 messidor an. 13.
{21} Original del Príncipe de la Paz, 14 de julio, 1805.– Archivo del Ministerio de Estado: Correspondencia entre Izquierdo y Godoy.
{22} Otra vez insiste Thiers en su tema (dedicando a esto solo un largo apéndice de su obra) de que, único poseedor de los documentos históricos de esta época relativos a España, está en el caso de corregir y rectificar a todos los escritores que le han precedido; de que él solo ha podido conocer la verdad de los hechos, y esto, dice, a fuerza de indagaciones, de estudio, de fortuna, y de años enteros de meditación. Y nos cuenta las perplejidades y vacilaciones que por espacio de tres años le han atormentado, hasta que, a costa de desvelos, de cavilaciones, de cotejos, de discursos y de esfuerzos de crítica ha logrado descubrir la verdad. Y esta verdad peregrina se reduce a que Napoleón no pensó en España y Portugal hasta después de la paz de Tilsit, que antes de los sucesos de Copenhague solo pensó en cerrar los puertos de Portugal a la Gran Bretaña, que después ideó partir el Portugal con la España, que los sucesos del Escorial le tentaron a mezclarse a viva fuerza en los negocios de la Península, que no confió absolutamente a nadie sus pensamientos, que fluctuó mucho en lo que había de hacer de los Borbones españoles, y que poco a poco se fue decidiendo por el destronamiento.
Hay aquí dos cuestiones que no deben confundirse: una la del destronamiento de los Borbones y la traslación de su hermano José al trono de España; otra, que es anterior, la de la invasión de Portugal en unión con España y la repartición de aquel reino. Una y otra las supone Thiers posteriores a la paz de Tilsit, de donde las hace arrancar. Respecto a la segunda podrá como ya hemos indicado tener razón, aunque nos reservamos nuestro juicio para cuando tratemos el asunto. Respecto a la primera, hemos demostrado con documentos auténticos que se trató antes, mucho tiempo antes de la paz de Tilsit; que esto lo hemos averiguado sin el trabajo de tres años de meditación y sin poseer los papeles del Louvre; y que si se dudase todavía de ello, en lugar de dos solos documentos auténticos que hemos presentado, no tenemos dificultad en comprometernos a presentar gran número de ellos igualmente autógrafos.