Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo XVI
Movimiento intelectual
Estado de las ciencias y las letras
De 1800 a 1807
Juicio de dos eruditos escritores contemporáneos sobre esta materia.– Multiplicación de escuelas y protección de maestros.– Adopción del sistema del célebre Pestalozzi.– Nuevos establecimientos de enseñanza.– Seminario de caballeros pajes.–Regularización de carreras facultativas.– Fomento especial de la botánica.– Sistema de escuelas de agricultura práctica.– Estado de la imprenta y librería.– Publicaciones notables.– Providencia sobre las obras por suscrición y por entregas.– Medidas para enriquecer y dotar la Biblioteca Real.– Se hace a la Academia de la Historia inspectora y guardadora de todas las antigüedades y monumentos históricos del reino.– Escritores ilustres, y noticia de algunas de sus producciones.– Carácter de aquella literatura.– Reformas, corrección de abusos perjudiciales a la civilización y a la cultura.– Prohibición de enterrar en los templos, y construcción de camposantos.– Abolición de las corridas de toros y novillos de muerte.– Reforma y reglamento general de teatros.– Proyecto de reformación de las órdenes religiosas.– Hombres eminentes que se formaron en este reinado.
«A otros corresponde examinar y apreciar los actos políticos del célebre valido (el príncipe de la Paz): pero el historiador de la instrucción pública en España no podrá menos de considerarle como uno de los hombres que más han hecho en este país por derramar en él los conocimientos útiles.»
Esto dice uno de los escritores de nuestros días más entendidos y versados en la historia de las letras españolas, y también de los que más han contribuido al desarrollo y mejoramiento de nuestros estudios públicos. Y como fundamento de aquellas palabras añade:
«En testimonio de esta verdad, pueden citarse las muchas escuelas primarias que se crearon en su tiempo; el Instituto pestalozziano, las enseñanzas de matemáticas, comercio y economía política que se erigieron en las principales poblaciones del reino; la reforma de los colegios de cirugía de Madrid, Barcelona y Cádiz, y la creación de los de Santiago y Burgos, con las clínicas para el estudio práctico, y las cátedras de física, química y botánica aplicadas a la medicina; la escuela de veterinaria; la de ingenieros cosmógrafos de Estado; la de ingenieros de caminos y canales; la de caballeros pajes; la de sordo-mudos; la enseñanza de la taquigrafía; la escuela y taller de instrumentos astronómicos y físicos; los establecimientos de igual clase para el arte de tornear y para la maquinaria, la relojería, el papel pintado, el grabado en piedra y otras varias industrias, costeados o protegidos por el gobierno; el real gabinete de instrumentos y máquinas del Buen Retiro; el jardín de aclimatación de Sanlúcar de Barrameda, y las enseñanzas de agricultura que empezaron a plantearse; la protección concedida a la real Academia de Nobles Artes, y los muchos trabajos en pintura, arquitectura y grabado mandados ejecutar; las expediciones marítimas para objetos científicos, y la publicación de sus resultados; la de Malaspina alrededor del mundo; la de Balmis para la propagación de la vacuna; las enviadas al Nuevo Mundo para diferentes objetos de historia natural; los viajes por el reino para la adquisición de noticias, documentos y antigüedades; la publicación del viaje pintoresco por España; la de infinidad de obras sobre todas las facultades, ciencias y artes, unas traducidas y otras originales; el envío al extranjero de numerosos pensionados para traer a la península todos los conocimientos útiles; y finalmente, los premios, estímulos y protección concedidos a los escritores, y a cuantas personas sobresalían en letras, ciencias y artes. Estas fueron muchas, gozando las más de justa celebridad; y aunque casi todas empezaron a formarse en el reinado anterior, alcanzaron su mayor gloria durante el de Carlos IV, dejando una nueva generación, que, al estallar la guerra de la Independencia, prometía ya las más brillantes esperanzas. El porvenir de España se mostraba lisonjero en el campo de la civilización y de la cultura, cuando tristes acontecimientos vinieron a interrumpir la marcha emprendida, y a retrasar por muchos años el feliz término a que tantos esfuerzos aspiraban.{1}»
Otro de nuestros más eruditos contemporáneos y de nuestros más juiciosos pensadores, traza también en excelentes cuadros el impulso y fomento que en este reinado recibió de parte del gobierno la ciencia y la literatura.
«Auxiliábanla, dice, como a porfía las disposiciones del gobierno, tolerante y confiado, los intereses de la época y los esfuerzos de los particulares. Mas variada y general, más libre y expansiva, sin someterse al espíritu de escuela y a los métodos exclusivos y rutinarios, no la encadenaban muchas de las trabas que hasta entonces la habían comprimido.»
Menciona los varios establecimientos literarios que de nuevo se crearon, indica las distinciones, los altos puestos con que se premió a los hombres eminentes y amigos de las reformas, observa cómo el gobierno iba muchas veces delante de la opinión y la guiaba, arrostrando la animadversión de los enemigos del progreso, y continúa:
«No los halagaba ciertamente quien permitía a la imprenta descubrir las miserias y combatirlas de frente. Donde se publicaban y encarecían el Tratado de la Regalía de Amortización, el proyecto de la Ley Agraria, el Ensayo sobre la antigua legislación de Castilla, las Cartas de Foronda, las Doctrinas económicas de Cabarrús, las obras de Asso y de Manuel, de Sempere y Villamil, de Salas y Mendoza, de Garriga y Camino; las traducciones de Domat y de Watel, de Filangieri y Pastoret, de Smith y Canard, Millot y Mably, Berardi y Cavalario, no se aherrojaba ciertamente el pensamiento, ni se pretendía imponerle silencio o reducirle a estrechos límites.{2}»
Plácenos ver el juicio de personas tan competentes en completo acuerdo y perfecta conformidad con el que nosotros dejamos ya consignado en el capítulo VI del presente libro acerca del movimiento y progreso intelectual en este reinado. El examen que allí hicimos comprendía solamente el período del primer ministerio del príncipe de la Paz. Cúmplenos ahora examinar el segundo, en que lejos de paralizarse o suspenderse aquel movimiento, se le ve recibir nuevo y aún más eficaz impulso.
Comenzando por las escuelas públicas de primeras letras, fundamento y base de la instrucción y de la moralidad social, se aumentan y multiplican, se exigen condiciones a los maestros, se los sujeta a examen y concurso, se les imponen deberes, pero se les dan también consideraciones de que carecían, y se uniforma y retribuye la enseñanza todo lo que permitían entonces las circunstancias y el estado del reino{3}. De aplaudir es el empeño que formó el príncipe de la Paz en establecer y aclimatar en España el método y sistema del célebre Pestalozzi para enseñar la religión, la moral, la historia, las leyes patrias, la economía política y los principios higiénicos, para lo cual consultó a una junta o comisión de hombres sabios y celosos, hizo traducir varias de las obras del profesor suizo, y logró ver creados institutos pestalozzianos en las primeras capitales, fundar el central y normal en Madrid{4}, introducir el sistema dentro del Real Palacio, y que se celebraran exámenes que permitieron ya ver los adelantos de los alumnos educados por el método del ilustre institutor de Stantz y de Iverdun{5}.
A los establecimientos científicos de que dimos cuenta en el citado capítulo siguieron otros, dedicados principalmente al estudio y cultivo de las ciencias exactas y de las nobles artes. Santander funda una escuela de matemáticas, arquitectura y dibujo. Otra corporación científica se crea en Granada en 1802; al año siguiente erigen en Cádiz el canónigo Blanco y el literato Lista una academia y una cátedra de humanidades; Barcelona, Alicante, Sevilla, la Coruña y Valladolid establecen enseñanzas de matemáticas que dan saludables frutos. Del Seminario de Caballeros pajes empiezan a salir jóvenes que van a lucir en el ejército sus conocimientos. En el pueblo de Comillas se instituía de real orden un colegio, aunque a propuesta y a expensas de un generoso particular, modelado por el Seminario de Nobles de Madrid y ajustado a sus mismas constituciones. Y en Casarrubios del Monte costeaba el arzobispo de Toledo don Luis de Borbón la fábrica de otro colegio fundado para niños nobles.
Las carreras y profesiones facultativas recibieron cierta regularidad que hasta entonces no habían tenido. Al modo que se determinaron circunstancias y requisitos para obtener el título y el ejercicio legal de la arquitectura, según en otra parte indicamos, y se prescribieron las reglas que habían de preceder a la aprobación de los planos y diseños de las obras públicas{6}, poniendo remedio al anterior desorden, así también se restableció el proto-medicato; se confirmó la junta superior gubernativa de farmacia, se prohibió rigorosamente el ejercicio de la cirugía a los que careciesen de las condiciones prevenidas por las leyes{7}; se prescribieron los años de estudio que se habían de exigir para la licenciatura en jurisprudencia y en derecho canónico, aumentándolos hasta diez, así para asegurar mejor la buena administración de justicia, como para dificultar la carrera, y disminuir (lo cual es notable) el excesivo número de abogados que había ya entonces{8}; diéronse unas ordenanzas para el régimen y gobierno de la facultad de farmacia{9}, y otras para el régimen escolástico y económico de los colegios de cirugía{10}, y se otorgaban, ya gracias y exenciones a los alumnos, ya privilegios de fuero militar a los profesores de ciertos colegios y facultades{11}. Si la reforma general de los estudios públicos, y principalmente de los universitarios, no correspondió a lo que demandaba ya el progreso de las ideas, ni a lo que había intentado el gran Jovellanos al apuntar el presente siglo, ya en otro lugar señalamos la causa, a saber, el elemento de reacción que en el seno del gabinete de Carlos IV existía constantemente representado en el ministro Caballero.
Y sin embargo, el plan general de estudios de 1807 fue mejor que todos los anteriores; pues sobre ser general para todo el reino, sobre dar más regularidad y uniformidad a los estudios, mejor orden al de las facultades, y más importancia a las ciencias naturales y exactas, sobre añadir enseñanzas nuevas, como el derecho público y la economía política, y sobre establecer en todo mejores métodos, hacía la gran reforma de reducir a la mitad el número de las universidades, suprimiendo la mayor parte de las que se nombraban menores, agregándolas a las que quedaban según su localidad y proporción{12}. La circunstancia de mandarse en este plan que «la norma de todas en lo científico, y cuanto a esto pertenezca, y en todo lo demás que aquí se expresare,» fuese la de Salamanca, induce a creer que deberá ser cierto lo que se cuenta, a saber, que el ministro Caballero, instado porfiadamente por los profesores de Salamanca sus amigos, a que pusiera los estudios más en consonancia con los adelantos que las ciencias habían hecho en Europa, les dijo, no pudiendo resistir ya más a sus excitaciones: «Pues bien, haced vosotros lo mejor sin comprometerme.» Y que a esto se debió el arrancar de Caballero un plan más razonable, y el que para él fuesen tomados los estudios de la de Salamanca por modelo. Pero tal como fuese el plan de Estudios de 12 de julio de 1807, no hubo tiempo para poder recoger su fruto ni verse sus resultados, puesto que a poco sobrevinieron los acontecimientos que cambiaron la faz de la nación{13}.
Una de las ciencias que cultivada ya con solicitud en tiempo de Carlos III siguió recibiendo señalado fomento en el de Carlos IV fue la botánica. Además de la escuela especial establecida en el jardín de Madrid para educar maestros que difundieran los conocimientos de este ramo por las provincias, fue un notable y honroso testimonio de celo y de progreso en esta materia el jardín de aclimatación que se formó en Sanlúcar de Barrameda, y que puesto bajo la inmediata inspección de la Sociedad patriótica dio admirables frutos, a que contribuyó la liberalidad de las corporaciones y particulares del país, consiguiendo ver prevalecer en aquel bello establecimiento árboles, arbustos y plantas de las cuatro partes del mundo. Proyectada estuvo y aun decretada la creación de veinte y cuatro escuelas o institutos de agricultura práctica en los dominios españoles{14}, pero su planteamiento y realización exigía medios y recursos que no tuvo ni tiempo ni facilidad de desenvolver el príncipe de la Paz, que acarició este pensamiento y meditaba hacer servir para él las granjas de las comunidades religiosas sin más costo que el de los profesores. Y, por último, los sabios botánicos que habían florecido y tanta reputación habían ganado ya en el reinado anterior, continuaron en éste, brillando ellos y difundiendo la ciencia en uno y otro hemisferio, protegidos por el monarca. Corría ya el año 1804 cuando la muerte arrebató al fecundo Cavanilles al tiempo que tenía en prensa el primer volumen de su Hortus regius Matritensis, y cuando acababa de aumentar el número de sus obras con los Anales de Historia natural, y se había dado a luz por orden del gobierno la Descripción de las plantas, precedida de los Elementos de Botánica. Todavía cuatro años más adelante falleció en Santa Fe de Bogotá (14 de setiembre, 1808) el laborioso Mutis, cuando daba la última mano a su obra favorita de la Historia de los árboles de la quina, que nadie ha conocido como él, después de dejar multitud de manuscritos sobre las plantas, sobre meteorología y sobre minas, un herbario de veinte mil plantas con más de cinco mil láminas de ellas, y otras ricas colecciones, testimonio a un tiempo de su laboriosidad y de su ciencia, y de la munificencia y generosidad de los monarcas españoles.
Respecto a publicaciones de otra índole, esto es, a las que versaban sobre materias o doctrinas filosóficas, políticas o morales, obsérvanse disposiciones contradictorias, unas de represión, otras de libertad, natural consecuencia del antagonismo que estaba representado, dentro del mismo ministerio, de un lado por Caballero, opuesto a todo espíritu de reforma, y de otro por el príncipe de la Paz, dado a permitir más ensanche y latitud a las ideas, afecto a los hombres que simbolizaban los adelantos y las luces, y que hacía gala de fomentar la imprenta y la librería, y de dejar a este elemento de ilustración desenvolverse en una esfera más ancha. Caballero renovó y mandó observar con todo rigor y bajo las más graves y severas penas{15} una provisión del tiempo de Carlos III, por la que se prohibía la introducción y venta de libros extranjeros, en cualquier idioma y de cualquier materia que fuesen, sin que primero se presentara un ejemplar al real Consejo, y visto y examinado por él se expidiera el permiso de introducción, y aun para esto y para todas las introducciones sucesivas de la obra se había de confrontar aquel ejemplar en la aduana con los que se intentara introducir, para ver si eran de la misma edición o se había añadido o alterado algo. Y como en esto se daba intervención a los ministros del Santo Oficio, cada día ocurrían conflictos, quejas, reclamaciones y altercados entre los inquisidores y los embajadores y cónsules extranjeros, por retenciones y comisos que sufrían de los libros que traían en sus equipajes. No satisfecho Caballero de la tolerancia de aquel respetabilísimo tribunal, y pareciéndole demasiado laxo, no descansó hasta quitar del Consejo la inspección de los libros y la censura de la imprenta (1805), prometiéndose que un juez especial de imprentas de su elección y confianza reprimiría más a satisfacción suya a los autores, impresores y libreros. Debiose al príncipe de la Paz el remedio del mal que a las letras y a las luces con esta medida amenazaba, aconsejando al rey que el nombramiento de juez de imprentas recayera en un hombre tan ilustrado como don Juan Antonio Melón, tan tolerante como docto, y que ejerció aquella magistratura con una templanza que hubiera merecido elogios aún en tiempos más avanzados.
Solo a favor de la libertad que aquella templanza permitía pudieron publicarse en aquel mismo año escritos como la Memoria de don Joaquín Antonio del Camino, que forma parte del tomo IV de las de la Academia de la Historia, demostrando la falsedad histórica del privilegio que había servido de fundamento al llamado Voto de Santiago, y como los de los abogados del colegio de Madrid, Ledesma y Vinuesa, sobre la injusticia de aquel tributo y sobre el origen de los diezmos en España. Solo así pudieron ver la luz pública sin inconveniente otras obras de las que antes hemos citado; así circulaban sin grandes trabas diarios ingleses y franceses cuyas ideas habrían asustado algunos años atrás, y así pudieron formarse los varones ilustres, de que hablaremos después, y que poco más adelante tuvieron ocasión de sorprender y asombrar con su erudición y con el atrevimiento de sus doctrinas y teorías en materias políticas.
A propósito de impresiones y publicaciones, no podemos dejar de notar una medida que demuestra hasta dónde se llevó entonces el celo y la vigilancia en esta materia. En aquel tiempo, como en el presente, solían abusar los autores o traductores de obras, dándolas por suscrición en entregas o cuadernos sueltos, y a veces dejándolas incompletas, a veces extendiéndolas desproporcionadamente para sacar de los suscritores ya comprometidos en su adquisición sumas que excedían del valor de la obra. El Consejo quiso poner remedio a este abuso, y expidió una circular, en que después de exponer los perjuicios que el público podía sufrir, ya por las contingencias de quedar las obras la incompletas e inútiles, ya por el peligro de que la codicia del lucro moviera a los autores a alargarlas y extenderlas a más volúmenes de los necesarios, decía:
«Para evitar la continuación de estos perjuicios ha hecho presentes al rey las providencias que estimó convenientes, y habiéndose servido S. M. aprobarlas, ha acordado que no se publique suscrición alguna sin que presentada la obra o parte de ella a este Supremo Tribunal y el prospecto con que se intente anunciar al público, se conceda por el mismo la licencia correspondiente; que a los autores de suscriciones pendientes y atrasadas se les señale un término competente para el cumplimiento del empeño que contrajeron con el público, y no verificándolo, se los obligue a devolver a los suscritores el dinero que respectivamente hubieren entregado; y que no se publique ni venda en adelante ningún libro por cuadernos.{16}»
Para enriquecer la Biblioteca Real (establecimiento que, como en otra parte indicamos de paso, estaba provisto de más personal y mejor dotado que al presente), se ordenó y exigió la puntual ejecución de las disposiciones que estaban de antes dadas y mal cumplidas, para que de todas las obras, libros, papeles, mapas y estampas que se imprimieran, reimprimieran o estamparan en el reino, por pequeños que fuesen, se entregara precisamente un ejemplar encuadernado a la Real Biblioteca, de que daría recibo el bibliotecario mayor, sin cuyo requisito no se podría vender, ni aun anunciar obra, impreso ni estampa alguna. Y que asimismo los libreros y tasadores de librerías que quedaren por muerte de sus dueños o por otros motivos, estuvieran obligados a dar cuenta al bibliotecario de la tasación que hicieren, con copia firmada del catálogo de impresos y manuscritos y sus precios, con prohibición de venderlos hasta que el bibliotecario mayor determinara adquirirlos o no para la Real Biblioteca, o por ajuste con sus dueños, o por el tanto que ofrecieren otros compradores, previniendo también de esta resolución a las chancillerías, audiencias y juez de imprentas{17}.
No fue menos considerada y favorecida la Real Academia de la Historia, a la cual se confirió la inspección general de todas las antigüedades del reino, a fin de poner a cubierto de la destrucción y de la ignorancia los infinitos y preciosos monumentos históricos que nuestra nación encierra, encargando estrechamente a todas las autoridades y corporaciones eclesiásticas y civiles que le prestaran todos los auxilios que a aquel fin pudiera necesitar y reclamar. La instrucción que al efecto y de real orden formó la Academia fue aprobada y mandada poner en ejecución{18}, declarándose, con arreglo a su art. 1.º lo que debía entenderse por monumentos antiguos, a saber: las estatuas, bustos y bajos relieves, de cualesquiera materias que fuesen, templos, sepulcros, teatros, anfiteatros, circos, naumaquias, palestras, baños, calzadas, caminos, acueductos, lápidas o inscripciones, mosaicos, monedas, camafeos, trozos de arquitectura, columnas miliarias, instrumentos músicos, como crótalos, sistros, liras; sagrados, como preferículos, símpulos, lituos, cuchillos sacrificadores, segures, aspersorios, vasos, trípodes; armas de todas especies, como arcos, flechas, glandes, carcajes, escudos; civiles, como balanzas y sus pesas, romanas, relojes solares o maquinales, armilas, collares, coronas, anillos, sellos; toda suerte de utensilios, instrumentos de artes liberales o mecánicas; y finalmente, cualesquiera cosas, aún desconocidas, reputadas por antiguas, ya sean púnicas, romanas, cristianas, ya godas, árabes y de la baja edad.
Continuando pues este fomento, esta protección a las letras hasta los últimos años de este segundo período, tal vez más pronunciado aún que en el primero, al catálogo de obras científicas y literarias que en aquél salieron a luz y de que dimos en el citado capítulo VI una ligera muestra, podríamos añadir ahora otro más largo y numeroso de las que en los primeros siete años de este siglo se dieron a la estampa, sobre los diversos ramos del saber humano, si nuestra misión fuera hacer la historia literaria de aquella época, y no la de apuntar solamente lo que baste para conocer su espíritu. En este concepto cúmplenos indicar, que la geografía, las matemáticas, la astronomía y otras ciencias análogas se ilustraron con las producciones de hombres tan doctos como Antillon, Giannini, López, Chaix, Rodríguez Gilman, y Padilla. La historia de la marina española y de sus varones ilustres ocupó la fecunda pluma de Vargas Ponce, y los estudios elementales de aquel ramo fueron tratados con maestría por don Gabriel Ciscar, ilustre marino y uno de los sabios que concurrieron a París a establecer el tipo universal de los pesos y medidas, sobre lo cual escribió también una memoria fundada en el sistema decimal. Escolar, La Ruga, y Llaguno, publicaban obras sobre economía política, y sobre materias de comercio, aranceles, fabricación y minas. Daba Mazarredo de los Ríos un tratado de navegación, las tablas logarítmicas y los métodos para calcular las longitudes; y escribían sobre estas y otras parecidas materias Alcalá Galiano, López Royo, y Macarte. La química, la botánica, la farmacia y la medicina tuvieron cultivadores como Piguillon, los hermanos Boutelou, Lacaba, Isaura, Garnerio, Gálvez, Pabón, Ruiz, Rojas Clemente, Lagasca, y otros, además de los ya mencionados y célebres Mutis y Cavanilles, que enriquecieron estas ciencias con obras, ya originales, ya traducidas.
Este mismo movimiento, esta misma actividad se observa, con éxito más o menos feliz, en otros ramos del saber. Bosarte comenzaba la publicación de su Viaje artístico a varios pueblos de España, y Villanueva llegaba ya al tercer tomo de su Viaje literario a las iglesias del reino. Carlos Andrés iba ya en el noveno de la traducción del Origen, progresos y estado de toda la literatura, de su hermano el abate Juan Andrés. La filología y la ideología eran tratadas por hombres tan entendidos como don Ramon de Campos y don Lorenzo Hervás, y se completaba el Teatro histórico y crítico de la elocuencia española. Al mismo tiempo que se hacían colecciones de Pláticas dogmático-morales, y se traducían las Conferencias eclesiásticas de Angers, y el Catecismo de Pouget, publicaba Pellicer un Tratado histórico sobre el origen y progresos de la comedia y del histrionismo en España, y García de Villanueva escribía sobre el Origen, épocas y progresos del teatro español. Excusado es ponderar lo que en elegancia y buen gusto, en brío y robustez mejoró la poesía en aquella época, estando, como están, tan presentes y tan grabados en la memoria de nuestros contemporáneos así los nombres como las bellas y envidiables producciones de Meléndez, de Jovellanos, de Moratín, de Cienfuegos, de Arriaza, de Sánchez, de Maury, de Reinoso, de Trigueros, de Mor de Fuentes, de Arjona, de Gallego, de Lista y de Quintana, algunos de los cuales han llegado hasta nosotros, y aún hemos tenido la fortuna de poderlos contar entre nuestros amigos. Escritores no menos ilustres tenía la ciencia del derecho, de algunos de los cuales hemos hecho mérito en el principio de este capítulo, y la literatura histórica nos dejó en herencia investigadores laboriosos y entendidos, y críticos de gran valía que también hemos tenido ocasión de mencionar.
No queremos fatigar más a nuestros lectores, ni faltar a nuestro propósito de concretarnos a trazar un sucinto bosquejo, tal como pudiera bastar para formar juicio, sobre el movimiento intelectual de este reinado{19}. Debemos, sí, observar que hasta cierto punto no deja de ser exacto el juicio de uno de los ilustrados académicos que citamos al principio, cuando dice:
«no se verá ya en los escritos de estos nuevos políticos ni el mal gusto literario, ni la vulgar y empalagosa erudición, ni las cansadas divagaciones, ni el apego a los detalles minuciosos y de poco valer que todavía deslustraban muchos de la misma clase publicados en el anterior reinado. Había en aquél más erudición que filosofía, más paciencia para reunir los hechos que sagacidad para apreciarlos, y deducir de su examen consecuencias generales; antes la constancia del compilador que el espíritu analítico del crítico, y primero el detenimiento en los pormenores que las apreciaciones generales y el buen ordenamiento del conjunto. Ahora encontramos otra importancia en las miras, la intención filosófica que las dirige, mejor elección en las tareas; las apreciaciones útiles que antes desaparecían en la balumba de las citas y de las controversias fatigosas, y de la erudición prodigada sin tasa ni medida, para sacar del olvido hechos sin consecuencia, o dar cierto valor a cosas fútiles y baladíes.{20}»
Habría, no obstante, si en este examen entrásemos, que hacer no pocas y muy honrosas excepciones en favor de escritores muy profundos y filosóficos del reinado anterior, a quienes esta crítica no podría ser aplicada. Hay, sí, que reconocer que si este movimiento literario puede parecernos hoy reducido e incompleto, relativamente al que en nuestros días se ha desenvuelto y hemos alcanzado, fue el más cumplido que entonces el estado de las luces permitía, y admirable atendida la situación económica y política del reino.
Con este progreso intelectual guardaban consonancia ciertas reformas que se emprendieron, y ciertas medidas que se tomaron para corregir abusos o costumbres perjudiciales, y que prueban se marchaba en la vía de la civilización y la cultura. Carlos III, a pesar de lo mandado en su real cédula de 3 de abril de 1787, no había logrado desterrar la nociva costumbre de sepultar los cadáveres dentro de los templos. Abrigando aquel mismo deseo los hombres del gobierno de Carlos IV, supieron aprovechar la consternación y el espanto de los pueblos producido por las epidemias y la mortandad de los primeros años del siglo, para persuadirles de la conveniencia de construir cementerios o campos santos en sitios ventilados fuera de las poblaciones, inclinarlos a adoptar esta reforma saludable, e ir deponiendo la añeja preocupación, sostenida por un fondo de mal entendida piedad, de mirar como una profanación el enterrar fuera de las iglesias. Así fue que las reales órdenes e instrucciones de 26 de abril y 28 de junio de 1804, mandando proceder a la construcción de cementerios en despoblado, sin exceptuar las aldeas más pequeñas, fueron generalmente recibidas con menos repugnancia que antes. Las instrucciones para promover y llevar a cabo la medida fueron bien meditadas{21}. Sin embargo no dejó de suscitar la murmuración y la crítica de los fanáticos, provocada o sostenida por una parte del clero; y como el príncipe de la Paz era el que aparecía en primer término como autor de toda innovación o reforma, sobre él recaía principalmente el cargo y la censura de irreligioso, contribuyendo a concitar contra él la odiosidad popular la coincidencia, que se explotaba grandemente, de haber mandado vender los bienes de obras pías, memorias, cofradías y otros de la misma índole. A pesar de todo, la reforma se llevó a cabo, y llenas están las gacetas de aquellos años de comunicaciones de las autoridades dando parte de estarse construyendo, o de haberse concluido la construcción de cementerios en multitud de poblaciones grandes y pequeñas de España.
Otra de las reformas que hizo el príncipe de la Paz en materia de costumbres públicas, llevado del deseo de que desapareciera un espectáculo que tiene mucho de feroz y de sangriento, fue la abolición de las corridas de toros y novillos de muerte (1805). Providencia, si bien laudable en cuanto revelaba el propósito o la tendencia a modificar la rudeza de hábitos que la familiaridad con ciertas escenas engendra en el pueblo, y a inspirarle inclinaciones más cultas y suaves, chocaba de frente con una de las más antiguas y arraigadas aficiones del pueblo español, y por tanto no podía menos de aumentar la impopularidad que ya contra el reformador, por otras causas y mucho tiempo hacía, se abrigaba en el corazón de las masas populares, sin mirar que la medida no había sido obra exclusiva del ministro favorito, sino discutida y acordada en el Consejo de Castilla{22}. De otra naturaleza, y menos ocasionada a producir odiosidades, fue la reforma del teatro. Poco a poco se había ido dando o volviendo a esta escuela pública de costumbres el decoro, la decencia y el buen gusto que la cultura y la moralidad social exigen, y que en épocas anteriores parecía haberse desterrado o como eclipsado por las libertades que en la composición y en la escena se habían ido permitiendo y haciéndose familiares. Un censor real{23} y otro eclesiástico fueron creados para revisar, así las obras dramáticas nuevas como las que se refundieran del teatro antiguo; acordáronse premios a los autores originales y a los que conservando las bellezas y expurgando los defectos de las antiguas tragedias y comedias presentaran obras dignas del público; y si el reglamento general de teatros de 1807 no llenó cumplidamente el objeto, tal como habría sido de apetecer, contribuyó, acaso tanto como era posible entonces, a su mejoramiento{24}.
Más peligrosa y de más compromiso, como todas las que se refieren a cosas o personas eclesiásticas, fue la reforma que el príncipe de la Paz intentó de las órdenes o comunidades religiosas, para la cual había impetrado ya y obtenido del papa un breve de visita, cometiendo su ejecución al arzobispo de Toledo, con facultad de delegar a los demás obispos. No eran las órdenes monásticas, o sea las comunidades de monjes que vivían de rentas propias a las que se dirigían los proyectos de reforma de Godoy, bien que también entrase en su pensamiento hacer servir sus granjas, o recurrir al sobrante de sus rentas para costear las escuelas de agricultura práctica, de que antes hemos hablado. Eran principalmente las órdenes mendicantes a las que se enderezaban sus planes de reformación; estas eran las que le parecían perjudiciales en su organización y modo de vivir, encontrando irregular y nocivo que los que dirigían las conciencias de los fieles hubieran de sostenerse de la piedad de estos mismos fieles, de sus limosnas y donaciones. Su intento era abolir las cuestaciones y suprimir la vida común y conventual de los de esta clase, formando con una parte de ellos colegiatas parroquiales, sujetas a los prelados y mantenidas con los diezmos, dedicando otros a la dirección y servicio de los hospitales, presidios, y casas correccionales y penitenciales, y destinando los demás a las misiones de América y de Asia. Aunque esta reforma no se realizara, conocido el pensamiento y la intención, compréndese que los que habían de sufrirla, que eran muchos y ejercían no poca influencia en las familias, no habían de ser afectos al ministro reformador, y no serían los que menos alimentaran las prevenciones que ya contra él el pueblo tuviese.
Por último, y volviendo al estado que las ciencias, la instrucción y las luces alcanzaran en este reinado, y al espíritu reformador de que vemos participaba como consecuencia de aquellas la persona que estaba en más inmediato contacto con el trono, hay un testimonio irrecusable, que demuestra por sí solo cuánto se adelantó a favor de la protección y mejora de los estudios y de las letras, y cómo a la sombra de una tolerancia razonable habían traspasado las fronteras de nuestra nación y difundídose entre los hombres doctos de España las doctrinas de derecho público y las teorías políticas de la escuela francesa del siglo XVIII, en general depuradas de sus más extremadas exageraciones. Este testimonio le ofreció la reunión de ilustres y eminentes varones que a muy poco de terminar el reinado y a consecuencia del gran sacudimiento nacional se congregaron en el recinto de Cádiz a trabajar en la obra de la regeneración política española, que ahora no calificaremos, pero en cuyas detenidas y profundas discusiones acerca de todos los principios que constituyen el fundamento y gobierno de las sociedades y de los estados, mostraron el caudal de ciencia y de conocimientos que habían ido atesorando. Y como la ciencia ni se improvisa ni se adquiere por ensalmo, es evidente que así aquellos ilustres patricios, como los que en diarios políticos ventilaban las cuestiones más importantes de alta administración, se hubieron formado en el reinado cuya historia hacemos. Lo que había era que aquellos conocimientos estaban concentrados en determinado y no muy extenso número de ingenios, no era muy vasto el círculo de las personas en que la ilustración se había difundido, y en ellos mismos no estaba todavía la experiencia al nivel de las teorías, causa de la instabilidad del primer ensayo de regeneración, pero fuente y manantial fecundo de que han emanado las saludables reformas que con elementos de más estabilidad han podido plantearse después{25}.
{1} Gil de Zárate, De la Instrucción pública en España, tomo I, cap. 4.º
{2} Caveda, Estado político, económico e intelectual del reinado de Carlos IV.– Es un capítulo que forma parte de una obra, la cual aún no ha sido dada a luz: por lo mismo, y porque el autor ha tenido la bondad de confiárnosla privadamente, no copiamos más cuadros de los que pudieran hacer a nuestro propósito, a fin de no desvirtuar sus ideas propias y sus luminosas observaciones antes que él las entregue a la consideración y al juicio público.
{3} Provisiones de 11 de febrero y 19 de marzo de 1804.
{4} El Instituto normal de Madrid se abrió con gran solemnidad en las Casas consistoriales el 4 de noviembre de 1806.
{5} Los exámenes se celebraron en noviembre de 1807, época ya bastante turbada para España.
«Toda enseñanza era verbal (dice Raymond de Vericourt, hablando del método Pestalozzi), apenas se encontraba un libro en la institución de Iverdun. Las matemáticas eran tratadas menos como ciencia que como instrumentos propios para desenvolver y fortificar el espíritu. Los niños marchaban con paso seguro, aunque abandonados, en general, a sí mismos; seguían todos los grados intermedios que se suprimen en la enseñanza ordinaria; así el entendimiento se extendía en profundidad más que en superficie, y el método de Pestalozzi merece ser considerado, bajo este concepto, como un método de invención, de construcción de ciencias. Añadid a esto una educación física y moral admirable. Su principio era dejar marchar, dejar hacer, mostrar, o mejor dicho, dejar parecer al niño tal como es; verle venir para mejor conocer sus inclinaciones, y no oponerse a sus disposiciones naturales sino cuando se las viera tomar una dirección falsa o viciosa; no impedir el mal sino cuando se anuncia, en lugar de provocarle, como se hace muchas veces en la educación ordinaria, por los esfuerzos mismos indiscretos y peligrosos, destinados a prevenirle; principios fecundos en resultados, que han bajado a la tumba con su creador.»
{6} Real provisión de 3 de enero de 1801.
{7} Circulares de 28 de setiembre de 1801.
{8} «El rey, decía la circular, no ha podido menos de reparar que la multitud de abogados en sus dominios es uno de los mayores males. La pobreza, inseparable de una profesión que no puede socorrer a todos, inventa las discordias entre las familias en vez de conciliar sus derechos; se sujetan, cuando no a vilezas, a acciones indecorosas que los degradan de la estimación pública, y por último se hace venal el dictamen, la defensa de la justicia, y en vez de la imparcialidad y rectitud de corazón, solo se encuentran medios y ardides que eternizan los pleitos; aniquilan o empobrecen las casas.»– Circular de 14 de setiembre de 1802.
{9} Real cédula de 5 de febrero de 1804.
{10} Cédula de 6 de mayo, 1804.
{11} Circulares de 31 de julio de 1801, y 20 de diciembre de 1804.
{12} Se suprimieron las de Toledo, Osma, Oñate, Orihuela, Ávila, Irache, Baeza, Osuna, Almagro, Gandía y Sigüenza.– Quedaban las de Salamanca, Alcalá, Valladolid, Sevilla, Granada, Valencia, Zaragoza, Huesca, Cervera, Santiago y Oviedo.
{13} El conde de Toreno, en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, refiriéndose en dos ocasiones a este plan, hace cargos por él así a Caballero como al príncipe de la Paz, atribuyéndoles haberse propuesto establecer un sistema de opresión en los estudios y contener el vuelo del pensamiento. El autor de la Historia de la Instrucción pública en España, Gil de Zárate, declara abiertamente que no puede convenir en este juicio con el noble conde, y que no encuentra justo el cargo. La lectura de aquel plan, que tenemos a la vista, nos inspira a nosotros un juicio más conforme al del autor de la Historia de la Instrucción pública, que al del autor de la del Levantamiento, guerra y revolución de España.
{14} «Deseoso el Rey, decía el diario oficial, de contribuir con toda eficacia al bien de sus amados vasallos y a la prosperidad del Estado, y persuadido de que en una monarquía tan favorecida de la naturaleza nada puede ser más ventajoso que la introducción de preciosas producciones en la agricultura y en el comercio, y la propagación de los conocimientos agronómicos y botánicos, para lo cual no solamente se necesitaba ofrecer a la juventud una nueva y gloriosa carrera, sino proporcionar por medio de varios establecimientos combinados que se difundiera igualmente por todas partes la acción de la enseñanza y del ejemplo, se ha dignado expedir una real orden, comunicada por el Excmo. señor don Pedro Ceballos, primer secretario de Estado y del despacho, a don Francisco Antonio Zea, jefe y primer profesor del real Jardín Botánico de Madrid, la que, entre otras disposiciones importantes, contiene en resumen las siguientes:
1.ª «Se fundarán veinte y cuatro establecimientos botánicos en los dominios europeos y ultramarinos de S. M. luego que las obligaciones imprescindibles de la corona permitan dotarlos convenientemente, comenzando por los de la península:
2.ª «El principal objeto de estos establecimientos será la enseñanza práctica de la agricultura, dirigida por la botánica, y apoyada en la observación y en la experiencia.
3.ª «Reuniranse en ellos todas las producciones útiles del país, sujetando al cultivo las que fueren silvestres, indagando sus diversos sexos, y promoviendo su introducción en la agricultura y en el comercio. Servirán también para aclimatar en unas provincias las producciones de otras o de ajenos países, pero bajo ciertos principios de economía pública que se fijarán, &c.»– Gaceta del 14 de marzo de 1806.
{15} Cédula de 8 de junio de 1802.
{16} Circular de 30 de noviembre de 1804.
{17} Circular de 27 de noviembre de 1802.
{18} Real cédula de 6 de julio de 1803.
{19} Por lo mismo deberá dispensársenos si hemos omitido otros nombres tan dignos como los que hemos citado, puesto que hemos mencionado solo los que nos han venido más fácilmente a la memoria, sin ánimo ni intención de privar a otros del lugar que por su mérito les corresponde en la galería literaria de aquella época. Tampoco hemos citado sino algunas obras que al paso nos han ocurrido, pues fuera prolija tarea, y no muy propia de la índole de nuestro trabajo, enumerar las muchas de más o menos interés, mérito y utilidad que en los diversos y múltiples ramos del saber aquellos y otros ingenios produjeron.
{20} Caveda, Estado político, económico e intelectual del reinado de Carlos IV.
{21} «Se deben construir los cementerios, decía la regla 2.ª de la circular de 28 de junio, fuera de las poblaciones y a la distancia conveniente de éstas, en parajes bien ventilados, y cuyo terreno por su calidad sea el más apropósito para absorber los miasmas pútridos, y facilitar la pronta consunción o desecación de los cadáveres, evitando aun el más remoto riesgo de filtración o comunicación con las aguas potables del vecindario; y como el examen de estas circunstancias pende de conocimientos científicos, deberá preceder un reconocimiento exacto del terreno o terrenos que parezcan proporcionados, practicado por profesor o profesores de medicina acreditados.»
Seguían las condiciones de construcción, la designación de fondos y arbitrios para las obras, etcétera.
{22} «Han sido repetidas, decía entre otras cosas la real célula, las reales órdenes en que he manifestado mis deseos de la más puntual observancia de dicha disposición: pero a pesar de ellas se han obtenido licencias con aparentes títulos de piedad pública, y se han hecho así continuos los recursos de esta clase. Con ocasión de algunos de ellos, que remití a informe del gobernador del mi Consejo, conde de Montarco, me manifestó con el celo que acostumbra los males políticos y morales que resultan de estos espectáculos. Y habiendo remitido este informe a consulta del Consejo pleno, me hizo presente en 20 de setiembre último lo resultante del voluminoso expediente formado en él desde el año 1761, y lo propuso por mis fiscales, exponiéndome la importancia de que me sirviese abolir unos espectáculos, que al paso que son poco favorables a la humanidad que caracteriza a los españoles, causan un conocido perjuicio a la agricultura por el escollo que oponen al fomento de la ganadería vacuna y caballar, y el atraso de la industria por el lastimoso desperdicio de tiempo que ocasionan en días que deben ocupar los artesanos en sus labores.»– Conformándose pues con la consulta del Consejo, prohibió absolutamente estos espectáculos en todo el reino, mandando no se admitiera recurso ni representación sobre este particular.– En Aranjuez a 20 de febrero de 1805.
{23} Que lo era el ilustrado Manuel José Quintana.
{24} Este Reglamento, aprobado por real orden de 17 de diciembre de 1806, fue mandado observar por otra de 16 de marzo de 1807.– No le hemos visto impreso, pero le hay manuscrito en la Biblioteca Nacional, seguido de un largo Apéndice de varias órdenes y documentos que en él se citan.– Daremos una muestra de algunas de sus principales disposiciones.
Capítulo VII.
De las piezas, de los autores, y su recompensa.
La Junta de dirección, con el doble objeto de excitar a los ingenios españoles a la composición de dramas arreglados, y de aumentar el caudal de piezas antiguas con la corrección y refundición de muchas de ellas, ofrece los premios siguientes:
Art. 1.º Toda tragedia o comedia nueva original, de regular duración, rendirá a su autor, mientras viva, un ocho por ciento de su producto total en las representaciones que se hagan de ella en los teatros de Madrid y en los de las provincias.
2.º Toda pieza nueva original, de aquellas a que particularmente se ha dado el nombre de dramas o comedias sentimentales, rendirá a su autor, mientras viva, un cinco por ciento de su producto total en los teatros del reino.
3.º Las piezas traducidas, como estén en verso, rendirán a sus autores el tres por ciento de su producto total en los teatros del reino por el tiempo de diez años.
4.º El mismo premio se dará por toda pieza antigua refundida, y con esta denominación se designan aquellas que el refundidor, valiéndose del argumento y muchas escenas y versos del original, varía el plan de la fábula, y pone nuevos incidentes y escenas de invención propia suya.
5.º Las óperas, oratorios y zarzuelas, originales en su música y en la letra, que tengan la extensión suficiente para ser el objeto principal de una función, rendirán el ocho por ciento de su producto, repartido entre el músico y el poeta, a razón de cinco al primero y tres al segundo, mientras vivan. Si la letra fuese traducida, entonces el poeta no percibirá más que el tres por ciento por diez años asignado a los traductores.
6.º Las traducciones en prosa, las piezas antiguas que no estén más que corregidas, las tonadillas, sainetes y toda clase de intermedios, se pagarán alzadamente por una vez.
7.º Con la traducción, refundición o corrección de cualquiera pieza se ha de acompañar el original.
8.º El contador del teatro llevará la cuenta del interés correspondiente a los autores, y éstos le cobrarán en la tesorería como cualquiera otro acreedor de ella...
9.º Las piezas, de cualquiera clase que fuesen, se dirigirán a la Junta de Dirección por medio del secretario de ella, con nota de la Compañía a que el autor las destina, y aprobadas por el señor vicario eclesiástico de Madrid se pasarán después al cómico que haga de director de escena, y éste dirá si ofrecen algún inconveniente en su ejecución teatral: luego se llevarán al censor, quien extenderá su informe civil y literario, y en su vista procederá la Junta a admitirlas o desecharlas. En caso de discordia o de reclamación de parte del autor, la Junta remitirá la obra a algún otro literato distinguido a fin de que dé su dictamen, y procurarse por este medio más luces para decidir sobre el caso.
10.º La impresión de las obras queda por cuenta y cargo de los autores, que harán en ello lo que les convenga.
11.º La Junta procurará adquirir originales las tragedias, comedias, dramas, intermedios y óperas mejores de los teatros extranjeros, y comisionará para su traducción a los escritores que sean más apropósito para esta clase de trabajo, premiándolos de la manera que va expuesta.
En el capítulo 12, que consta de trece artículos, consagrados todos a prescribir reglas de buena policía, decencia y compostura de los teatros, hay algunos notables, tales como éstos:
6.º No se fumará en parte alguna del teatro, no solo públicamente y a la vista del concurso, sino tampoco debajo de las gradas, ni corredores de aposentos, ni escaleras de las casas.
7.º No se gritará a persona alguna, ni a aposento determinado, ni a cómico, aunque se equivocase; porque no es correspondiente a la decencia del público, ni lícito agraviar a quien hace lo que puede, y sale con deseo de agradar, y esperanza de disculpa.
10.º En los aposentos de todos pisos, y sin excepción de alguno, no se permitirá sombrero puesto, gorro ni red al pelo, pero sí capa o capote para su comodidad, &c. &c.
Los relativos a la organización, dirección y obligaciones de las compañías, orden de las funciones, administración de todos los fondos e intereses &c. estaban bastante bien discurridos y meditados.
{25} Estamos por lo tanto muy lejos de poder convenir ni conformarnos con el juicio que del estado de la ilustración y de las letras en el reinado de Carlos IV hace el anglo-americano Tiknor en el cap. 7.º del tomo IV de su Historia de la Literatura española.
«No fue, dice, el reinado de Carlos IV de aquellos en que las contiendas literarias suelen producir provechosos resultados, pues faltaba la libertad, elemento indispensable de todo progreso intelectual. Su corrompido favorito, el príncipe de la Paz, durante el largo período de su administración, ejerció una influencia casi tan perniciosa y nociva para todo aquello que patrocinaba, como para lo que era objeto de su animadversión.»– Y luego: «La Inquisición, que se había convertido en instrumento dócil y máquina política en manos del gobierno, aunque sin renunciar por eso a sus antiguas pretensiones religiosas, publicó su último Índice expurgatorio, para servir de dique y barrera contra el desbordamiento de las opiniones y el filosofismo de la Francia. De este modo, y siguiendo las órdenes del poder político, admitió contra los literatos, y especialmente contra aquellos que tenían relaciones con las universidades, infinitas denuncias, que si bien rara vez llegaron a producir castigos personales, fueron sin embargo lo bastante para encadenar el pensamiento e impedir la emisión pública de ciertas opiniones, que hubieran infaliblemente atraído sobre sus autores inminentes riesgos. Dejose ver en todas partes, y bajo sus formas más horribles, el despotismo civil y religioso, desplegando por do quiera nueva y portentosa energía. No había nadie a quien no alcanzase su perniciosa influencia... &c.»
Difícilmente pudiera este escritor haber dicho más, si se hubiera propuesto probar lo poco que conocía la época que juzgaba. Decir que en este reinado la Inquisición, convertida en instrumento dócil y máquina política del gobierno, y que el despotismo civil y religioso, desplegando por do quiera nueva y portentosa energía, se dejaban ver en todas partes bajo sus formas más horribles, es desconocer de todo punto la época en que se alzó la condena y se abrieron las puertas de la patria a Olavide, y se le permitió vivir tranquilo y anchurosamente pensionado; la época en que se acabaron los verdaderos autos de fe, y se cercenó la jurisdicción inquisitorial, y se vio reducido el Santo Oficio a tentativas de impotentes esfuerzos: la época en que se permitió venir a España a los artistas o industriales extranjeros, de cualquier religión o creencia que fuesen, prohibiendo a la Inquisición molestarlos, siempre que no perturbaran el orden social y obedecieran las leyes civiles del reino: la época en que un ministro de la corona, en que el rey mismo por su Consejo volvió a la Iglesia española su antigua disciplina, colocándola en cierta independencia de la Santa Sede, reforma que en tiempos posteriores y más libres nadie se ha atrevido a intentar: la época en que se enajenaban los bienes de capellanías, memorias, obras pías y patronatos laicales, y que se proponía al rey la venta de los de su mismo real patrimonio: la época en que los reformadores, en que los propagadores de doctrinas que pocos años antes asustaban, eran encumbrados a los más altos puestos del Estado.
Decir que en el reinado de Carlos IV las contiendas literarias no produjeron resultados provechosos, porque faltaba libertad y estaba encadenado el pensamiento, es desconocer completamente la época en que se permitía impugnar tradiciones como la del Voto de Santiago, y en que las mismas Reales Academias patrocinaban y daban a luz estos escritos: la época en que se imprimían y publicaban sin obstáculo las obras de política, de legislación y de derecho público, nacionales y extranjeras, originales y traducidas, que hemos mencionado en este nuestro capítulo: la época en que al mismo valido le dirigían con toda impunidad escritos en que se demostraban los inconvenientes del gobierno absoluto, y en que se indicaba ya como fundamento de la ley la expresión de la voluntad nacional. Cierto que distaba todavía de ser una libertad como la que se goza en los gobiernos representativos, y que se dictaron muchas disposiciones para impedir la introducción de ciertos libros, y establecer cierto dique para que no penetrara en España el filosofismo exagerado de la nación vecina; pero estas medidas, si acaso no acertadas todas, pudieron entonces ser las más de ellas provechosas y prudentes.
No le negaremos la perniciosa influencia que en política pudiera ejercer el corrompido favorito; pero respecto a las letras, si por desgracia algunos sabios, como Jovellanos, fueron por el injustamente maltratados y perseguidos, no como sabios sino como políticos, pudo también tener presente el autor de la Historia de la Literatura española (que por cierto apenas da sino ligeros apuntes sobre la historia literaria de los reinados de los Borbones, concretándose en los últimos casi exclusivamente a la poesía lírica y dramática), tener presente, decimos, que aun en este ramo el ilustre y liberal Quintana era censor regio de los teatros, y Moratín, colocado y protegido por el príncipe de la Paz, tuvo la satisfacción de ver puestas en escena desde 1803 a 1806 tres de sus mejores comedias, El Barón, La Mojigata, y El sí de las Niñas, y que cuando una producción como La Mojigata se representaba libremente y con aplauso, no estaba muy encadenado el pensamiento, ni ejercía gran rigor la Inquisición, ni desplegaban tanta energía y bajo tan horribles formas el despotismo civil y religioso.