Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo XVII
Intrigas políticas
La familia real y don Manuel Godoy
Principio y motivos de la aversión popular a don Manuel Godoy.– Causas que la alimentaron.– Ceguedad de los reyes y fascinación del favorito.– Crítica situación de España y de Europa al encargarse éste del gobierno.– Cúlpanle de todos los males.– Resentimientos de todas las clases del Estado.– Es no obstante objeto continuo de bajas adulaciones.– Mérito que tuvo en haber llevado al ministerio a Jovellanos y Saavedra.– Caída de Godoy.– Si influyeron en ella los dos ministros.– Recobra su valimiento el príncipe de la Paz.– Destierro, prisión y largos padecimientos del ilustre Jovellanos.– Qué parte tuvo en ellos Godoy.– Lo que este suceso aumentó contra él el disgusto público.– Principio de las desavenencias entre la real familia.– El canónigo Escóiquiz es nombrado preceptor del príncipe de Asturias.– Carácter y designios de aquel eclesiástico.– Se apodera del corazón del joven alumno.– Conspira contra el príncipe de la Paz.– Disgusta a Carlos IV y es desterrado a Toledo.– Sigue correspondencia secreta con Fernando y le visita clandestinamente.– Mutua desconfianza entre los reyes y su hijo primogénito.– Enlace de éste con la princesa de Nápoles.– Consejo de Godoy al tratarse esta boda, y significación que se le dio.– Formación de un partido Fernandista contra el príncipe de la Paz.– Odio que se profesan los dos partidos.– Inicuos proyectos que recíprocamente se atribuyen.– Dirige Escóiquiz el partido de Fernando.– Conspira la princesa de Asturias contra la política de Godoy.– Correspondencia secreta de María Antonia con su madre la reina de Nápoles.– La descubre Napoleón y la denuncia a Godoy.– Muerte de la princesa de Asturias, y calumnia que sobre ella se difundió.– Cambian de política los dos partidos de la corte.– Godoy se adhiere a Inglaterra; Fernando y sus parciales se declaran por Francia.– Triunfos de Napoleón.– Esfuerzos del príncipe de la Paz por desenojarle.– Proyectan casar al príncipe de Asturias con la cuñada de Godoy.– Accede al pronto Fernando, y lo resiste después.– Es nombrado Godoy Gran Almirante con tratamiento de Alteza.– Indignación que produce.– Ambos partidos se prosternan ante Bonaparte, y buscan con afán su protección.– Relaciones de Godoy con el príncipe Murat.– Los parciales de Fernando se conciertan con el embajador francés.– Conferencia secreta de Escóiquiz y Beauharnais en el Buen Retiro.– Acuerdan que Fernando pida a Napoleón por esposa una princesa de su familia.– Humillantes cartas del príncipe heredero a Beauharnais y a Napoleón.– Son enviadas a París.– Sucesos que entretanto habían acontecido.– Cómo unos y otros pudieron influir en los proyectos de Napoleón.– Anúncianse las tristes escenas del Escorial.
Con verdadera amargura en nuestro corazón llegamos a la parte más desagradable y más lastimosa de la historia de este reinado, y bien puede haberse traslucido en el escritor la pereza de bosquejar un cuadro en que no pueden emplearse tintas agradables, y que sin poderlo evitar tiene que salir sombreado de flaquezas y miserias, semejantes a aquellas negras nubes que hacen presagiar tormentas, siniestros y calamidades, inmediatas unas, en lontananza otras. Ingrata será de hoy más nuestra tarea, puesto que a cambio de algún suceso grande, honroso, gloriosísimo para nuestra patria, tendremos necesidad de referir larga cadena de cosas y larga serie de hechos que así atormentarán nuestro espíritu como afligían a la nación que los presenciaba y sufría.
Es evidente que la rápida e injustificada elevación de don Manuel Godoy produjo tanto disgusto como sorpresa en el pueblo español; que la acumulación repentina de honores, de cargos, de empleos, de riquezas y de poder en su persona, causó asombro y escándalo. Lo que menos se perdonaba era el origen de tal encumbramiento y de tamaño favor; juventud, inexperiencia, falta de merecimientos, escasez de luces para regir un estado en circunstancias tan difíciles como aquellas, lo habría disimulado más, porque mucho podía suplir, como mucho en verdad suplió, el deseo, el esfuerzo y el ejercicio: pero enemigo siempre el pueblo español de privados y validos, nunca muy indulgente con ellos, lo es menos cuando se levanta el valimiento y la privanza sobre un cimiento que pueda lastimar o afectar la moralidad social. No era la discreción dote especial de la reina, ni siquiera la cautela y disimulo: pasábase de bondadoso el rey; y aunque no escaso de comprensión, y más expedito que torpe para el despacho cuando en él por acaso alguna vez se empleaba, dominábale la indolencia, y a trueque de no privarse de sus distracciones y recreos, principalmente del ejercicio de la caza, a que era ciegamente aficionado, y en que invertía cuantas horas podía aprovechar, felicitábase de haber encontrado un hombre que le parecía acreedor a toda su confianza y cariño, en quien descargar los cuidados de la gobernación y el peso de la monarquía. Eran Carlos IV y el duque de la Alcudia el trasunto de Felipe III y el duque de Lerma.
Comprendemos hasta qué punto puede fascinar a un joven, que se encontrara en la modesta posición de Godoy, verse repentina e impensadamente siendo el objeto de la predilección, del cariño, de los favores de una reina, y al propio tiempo el del afecto, de la intimidad, de la privanza del soberano. Alcánzasenos cuánto puede embriagar al hombre así favorecido ver a sus monarcas dispensarle a competencia honores, distinciones, grados y títulos, derramar sobre él dones y larguezas, hacerle opulento, conferirle los más elevados cargos, constituirle en distribuidor de las mercedes de la corona, y confiarle por último el gobierno, la dirección y la suerte del Estado. Y así como en otra parte insinuamos que no es del todo justo culpar más al que tiene la flaqueza de recibir y aceptar inmerecidos dones que al que tiene la fragilidad de otorgarlos, así ahora decimos que, atendida la condición humana, no nos maravilla que ofuscado Godoy con el humo de tanto favor, no advirtiera que al compás que se elevaba en alas de tan loca fortuna, subía la animadversión en unos, la envidia en otros, la censura y la crítica aun en los más comedidos. Tampoco extrañamos sea verdad lo que él mismo en varios lugares de sus Memorias afirma; que pasado el primer torrente de gracias, satisfecha más que cumplidamente la ambición, y cuando a la perturbación producida por tan súbito y no imaginado engrandecimiento sucedió la reflexión y la serenidad, abochornábase él mismo de verse investido con nuevos cargos, honras y mercedes, que algunas procuraba esquivar, pero que nunca en los oídos de sus soberanos encontraba eco excusa de ningún género. Pudo esto, decimos, suceder muy bien, porque observamos que andaban aún más preocupados y ciegos los favorecedores que el favorecido.
Mucho en verdad necesitaban estarlo, los unos para tener la candidez de imaginar, el otro para abrigar la arrogancia de presumir que pudieran las manos de tan inexperto piloto regir con acierto el timón del Estado, cabalmente en circunstancias tan espinosas y difíciles como aquellas, cuando el torrente revolucionario de la nación vecina lo arrollaba todo, cuando no había ni potencia que no se resintiera ni trono que no retemblara a la violencia de aquel gran sacudimiento, cuando al desbordamiento de la revolución sucedió el hombre extraordinario que derrumbaba solios, deshacía naciones y desmoronaba imperios, cuando ante el genio portentoso de la Francia se ofuscaban y aturdían los más eminentes y acreditados políticos de Europa, cuando en la España misma se había visto amedrentarse, vacilar, andar como desorientados los primeros ministros de Carlos IV, que habían sido los grandes hombres de Carlos III. En esta dificilísima situación fue obcecación lastimosa la de los reyes, fue presunción casi heroica por lo temeraria la de Godoy, confiarle aquellos y tomar éste sobre sus hombros el gobierno de la monarquía. No sabemos lo que habría sido de esta nación, gobernada por otros hombres, rugiendo tan a nuestras puertas el proceloso mar de la revolución: atendida la suerte que corrieron otras más poderosas, y a cuya cabeza se hallaban experimentados y eminentes políticos, difícil, si no imposible, hubiera sido que España no sintiera los quebrantos, primero, de la deshecha borrasca que a sus fronteras corría, después, de los irresistibles golpes del gran trastornador y dominador de Europa. Mas por lo mismo que era fácil presagiar desdichas, y no era dable imaginar venturas, debió comprender Godoy que a él, más especialmente que a otro cualquiera que fuese el gobernante, había de culpar el pueblo, presente siempre a sus ojos el abominable origen de su improvisada elevación, de todos los males que sobre el reino vinieran, de todas las desgracias que se experimentaran.
Aun suponiendo, como debemos suponer, que le guiara el deseo del bien público, porque creemos que los hombres que suben al poder, si no son por demás depravados, aspiran siempre a la gloria, y por consecuencia al acierto; aunque la práctica del mando fuera supliendo en mucho la falta de experiencia y de conocimientos con que a él llegara, sucedió, como era de calcular, que la guerra y la paz hechas por él eran igualmente censuradas, cualquiera que fuese el resultado de aquella, cualesquiera que fuesen las condiciones con que ésta se ajustase: que las alianzas como las desavenencias, que la neutralidad como la ruptura con una de dos potencias rivales, ambas más poderosas que España, sufrían igual crítica; porque como de todos modos venían compromisos que consumían la vitalidad de la nación, el mal se atribuía a la torpeza del favorito; crecían los apuros del tesoro y las necesidades de los pueblos, y de aquellos y de éstas se culpaba al privado; vendíanse bienes y exigíanse sacrificios al clero, y crecía la animadversión del clero contra el valido. El opulento improvisado daba en ojos a los medianos y humildes que veían menguar cada día sus fortunas: los grandes y aristócratas ofendíanse de ver decorado con el título de príncipe a quien poco antes habían visto escoltar a los príncipes con la bandolera de simple guardia de corps; ¿y cómo la milicia había de llevar con gusto tener por generalísimo a quien no había peleado nunca?
El Consejo de Castilla por su parte llegó a verse ultrajado, y puede decirse vilipendiado y hasta insultado por el rey, que a tanto equivalía el tratarle explícitamente en una real orden de ignorante, interesado, injusto y venal, y mandar que en adelante ninguna sentencia fuese ejecutada sin que antes se remitiese a la aprobación de su secretario de Estado y del despacho, y que éste declarase si estaba o no fundada en derecho. Semejante real orden y en tan duro y ofensivo lenguaje concebida, produjo de parte del Consejo Supremo una contestación no menos áspera, irrespetuosa y violenta, así en los términos como en el fondo, en que, ya por vía de queja, ya de reclamación, ya llamándose a sí mismo soberano, ya reconociéndose sujeto a la soberanía real (desigualdad de juicio por cierto bien extraña), decía al rey cosas muy fuertes y muy graves, y se ensañaba contra la vil pluma (aludiendo al príncipe de la Paz) que suponía haber escrito o dictado la real orden. El rey hizo sentir sus iras al Consejo que de aquella manera se expresaba, y semejantes contestaciones no podían menos de producir serias disidencias entre los más altos poderes del Estado, que todas refluían en el mayor odio al príncipe de la Paz, a quien se miraba como el móvil y el causador de tales disturbios{1}.
Y como la base fatal de tan monstruosa carrera no se olvidaba, porque nuevas imprudencias la recordaban cada día por falta de recato y de circunspección, no es extraño que se vieran y juzgaran por el prisma de aquellas ingratas impresiones todos los actos de gobierno de Godoy, de los cuales, si desacertados y funestos muchos, no eran tan dignos de reprobación otros, y sobre los que, no ahora, sino en otra ocasión y lugar emitiremos nuestro juicio con la lealtad que acostumbramos.
Pero desde luego podemos decir, aunque con pena, que a pesar del aborrecimiento con que todas esas clases pudieran mirar al favorito, no es maravilla que él, harto deslumbrado con el favor, se creyera bienquisto y hasta popular, al ver la multitud de personas de todas las profesiones y categorías que le rodeaban de continuo, disputándose la honra de hacerle la corte, de adularle y de agasajarle a porfía. Si esto no lo supiéramos con certeza por la numerosa correspondencia auténtica que hemos examinado, nos lo diría el mismo príncipe Fernando, que en su célebre representación al rey su padre, de que más adelante habremos de hablar, se explicaba así: «Todas las clases del Estado, todos los cuerpos, todos los tribunales, a porfía se esmeran en obedecerle (a Godoy), en obsequiarle y aplaudirle. Los grandes, los militares de más alta graduación, los togados, los eclesiásticos más condecorados disputan a sus inferiores el vergonzoso honor de ocupar por muchas horas, no solo sus antesalas, sus escaleras y hasta sus caballerizas para lograr una mirada suya, una palabra, un gesto risueño, teniéndose por feliz el que lo consigue... Las ciudades, las provincias llenan cada día las Gacetas de las más viles y fastidiosas lisonjas, y la nación entera pasmada de semejantes bajezas, y casi acostumbrada a la esclavitud, pronostica a boca llena que el día menos pensado dará este tirano los pocos pasos que le quedan que andar para derribar nuestra familia del trono y sentarse en él.»
En haber llevado al ministerio hombres como Saavedra y como Jovellanos dijimos ya que merecía alabanza; y ahora añadimos, que este acto fue tanto más plausible, cuanto que Godoy ni debía servicios a Jovellanos ni le conocía sino por la fama de su saber y de su integridad. Y si bien el consejo fue del conde de Cabarrús su amigo, también fue mérito grande en el príncipe de la Paz el empeño con que lo tomó, puesto que tuvo que contrariar en esto la opinión y vencer la voluntad de la reina, a quien no agradaba la elevación de Jovellanos, y por lo mismo era la mayor prueba de decisión que podía dar el valido. A poco tiempo de la entrada de Jovellanos en el ministerio salió de él el príncipe de la Paz. Apuntadas quedan en otra parte las causas ostensibles que produjeron la caída y el alejamiento temporal del favorito{2}. ¿Pero contribuirían también a ello secretamente Jovellanos y sus amigos y compañeros? Sospéchase fundadamente que tal había sido desde el principio el designio y el plan de Cabarrús, y que así lo realizaron, proponiéndose en ello hacer un gran servicio a su patria. Indícalo también bastante explícitamente el más reciente biógrafo de Jovellanos, que al frente de una edición de las obras de este sabio español, ha escrito un elocuente discurso basado sobre lo que ha encontrado de más auténtico acerca de la vida del autor cuyas obras se propuso compilar e ilustrar{3}.
La poca duración de Jovellanos en el ministerio, y la circunstancia de haber subido nuevamente al poder el príncipe de la Paz, no ya solo recobrando su antiguo influjo, sino adquiriendo, si era posible, mayor valimiento que antes, dieron ocasión a que se atribuyera la caída de aquél a ocultos manejos de éste. Dado que fuese así, con tal que a esto y no más se hubiera limitado, cabía considerarlo como una reciprocidad, que aunque funesta a la nación, a la cual privaba de un ministro ilustrado y probo, aunque desfavorable al valido, por la significación de venganza que en sí envolvía, podía no obstante tomarse como la satisfacción de una de esas pasiones de que por desgracia difícilmente suele desprenderse la miserable humanidad. Pero culpósele además, por lo menos en gran parte, de la larga y tenaz persecución que a poco tiempo empezó a sufrir el ilustre Jovellanos.
Sabido es que en 1801, hallándose este insigne patricio en Gijón dedicado al fomento de su querido Instituto Asturiano, fue una noche sorprendido en su cama, preso y conducido con escolta a León, Burgos, Zaragoza y Barcelona, trasportado después a Mallorca, y encerrado en la Cartuja de Jesús Nazareno de Valdemuza, a tres leguas de Palma, con orden de no permitirle comunicar sino con los monjes. Que el motivo de tan brusco atropellamiento se supuso ser la denuncia o la sospecha de que tuviese participación en haberse esparcido por Asturias ejemplares de una traducción del Contrato social de Rousseau, cuyo traductor le dispensaba en una nota grandes elogios. Que todos sus papeles fueron ocupados, reconocidos y sellados. Que desde su reclusión de la Cartuja dirigió inmediatamente y reprodujo después una elocuente y enérgica, aunque muy reverente representación al rey, pidiendo ser juzgado por los tribunales y con arreglo a las leyes, a fin de acreditar su inocencia y disipar cualquier nota que aquella tropelía pudiera inferir a su reputación y buen nombre. Que el eclesiástico encargado de poner esta representación en manos del rey fue detenido y encerrado por espacio de siete meses en la cárcel de Corona. Que cuando un sujeto caritativo encontró medio y tuvo arrojo para hacer llegar una copia de aquel documento a las reales manos, aquella noble compasión excitó más las iras de los ministros, y produjo la orden para que el ilustre preso de la Cartuja fuese trasladado con escolta de dragones al castillo de Bellver, a media legua de Mallorca, donde no había de comunicar sino con su criado, teniendo constantemente dos centinelas de vista, y no permitiendo que se le facilitase lápiz, papel ni tintero. Que para poder confesarse fue menester consultarlo al gobierno, el cual previno al sacerdote que solo hablara con él de asuntos de conciencia, y se abstuviese de entregarle papel alguno. Que habiéndole acometido un principio de catarata, y pedido el mismo capitán general que se le permitiera bañarse en el mar, le fue concedido con odiosas prevenciones, y siempre vigilado por los dos centinelas. Que al fin, merced a la intervención de un buen religioso, le fue otorgado el poder leer y escribir en la cárcel; y por último, que en aquel duro encierro fue tenido el gran Jovellanos, hasta que a consecuencia del motín de Aranjuez, de la caída estrepitosa del príncipe de la Paz, de la abdicación de Carlos IV y la proclamación de Fernando VII, por real decreto de 22 de marzo de 1808 le fue restituida la libertad, para figurar todavía como uno de los más insignes y esclarecidos patricios en el gran suceso de la revolución y de la independencia española{4}.
Atribuida a Godoy la larga y tenaz persecución de Jovellanos, tanto como resaltaban con el infortunio las virtudes de éste, crecía la impopularidad de aquél. Esfuerzos ha hecho en sus Memorias para sincerarse de este cargo, declinando la responsabilidad, y haciendo recaer la culpa en el ministro Caballero{5}. No salvaremos nosotros a este funesto personaje, para quien era objeto de aversión y de odio todo el que descollara en ilustración y en saber. Al cabo por él iban suscritas las órdenes de destierro y de prisión, y su firma llevaba la que permitía como una gracia al cautivo de Bellver el poder confesarse, pero con rigurosas prevenciones al sacerdote, y mandando incomunicar en lo sucesivo al penitente hasta con su mismo criado. Su firma llevaba la que otorgando al preso permiso para bañarse en el mar, imponía la condición, irrealizable por lo bochornosa, de que hubiera de hacerlo en paraje público, cercano al paseo y vigilado por los dos centinelas. Bien que también refrendó con su firma la que en 1808 se expidió volviendo su libertad al ilustre cautivo; que no era Caballero hombre a quien mortificaran escrúpulos de inconsecuencia, ni a quien fuera violento seguir los aires que corrían. Mas si así se condujo con Jovellanos el que le sucedió en el ministerio de Gracia y Justicia, tampoco nos es dable dejar de hacer partícipe en la persecución al valido que antes le había elevado al ministerio. En otra parte indicamos ya la razón y la prueba que para pensar así teníamos. Y si bien es de presumir que la animadversión principal contra aquel varón inocente, que la dureza con que fue tratado, y la insistencia en tenerle en largo y penoso cautiverio procedía de la regia persona que desde el principio repugnó su elevación, no hay manera de absolver al privado que una vez tuvo entereza para vencer aquella repugnancia, y después con más ascendiente, apareció, aún más que como débil compartícipe y consentidor, como vengador implacable de una ofensa recibida.
Inclinámonos, sin embargo, a creer, que otras persecuciones que en aquel tiempo se movieron, y los procesos que por el Santo Oficio se formaron contra los más doctos y esclarecidos varones, prelados, ministros, magistrados y hombres de letras, acusándolos, ya de jansenistas, ya de sospechosos de impiedad y de propagadores de doctrinas perniciosas en materias políticas o morales, fueron debidas al ministro Caballero, que ni toleraba la menor idea de reforma, ni podía sufrir a los que con su ciencia y sus escritos disipaban las tinieblas de la ignorancia y las preocupaciones, y contrariaban su sistema reaccionario: no a Godoy, que si él no se distinguía por la instrucción, hacía gala de fomentar las letras y de atender y elevar a los hombres ilustrados, y lejos de señalarse por fanático, había sido él mismo denunciado por opuestas tendencias a la Inquisición. Pero la odiosa privanza de que gozaba y la omnipotencia que se le suponía ejercer, bastaba para que se le acusase cuando menos de connivencia, no pudiendo nadie persuadirse de que si estuviera en desacuerdo con otro ministro no le pudiera fácilmente arrancar del lado y del consejo de unos reyes a quienes parecía dominar, y de cuya voluntad y albedrío se le hacía poseedor.
Que tal privanza y de tal género había de excitar celos, resentimiento y enojo en el príncipe de Asturias, según con los años y la razón pudiera irse apercibiendo de ella, era cosa esperada por lo natural, y más si había, que no podía faltar tampoco, quien o por interés o por amor al bien público se la hiciera reparar, buscándole al propio tiempo como elemento de oposición al privado, y como bandera legítima de un partido nacional, que podía ser de gran porvenir como todo partido que se agrupa en derredor del heredero de un trono. Pero entre los muchos que hubieran podido predisponer en este sentido al príncipe Fernando, porque eran muchos los enemigos de las personas y del gobierno de Godoy, cúpole la suerte de ser su más inmediato y su más influyente director a un eclesiástico, a quien el mismo Godoy, por equivocación, eligió e hizo nombrar preceptor del príncipe, prefiriéndole a todos los aspirantes a tan honroso cargo, porque era uno de los que más frecuentaban sus salones, y ya le había hecho canciller de cortina del rey, no imaginando que su favorecido hubiera de ser su enemigo más perseverante y el principal causador de su caída y de su ruina. Y decimos por equivocación, porque el mismo príncipe de la Paz confiesa haberle seducido el continente dulce y grave al mismo tiempo de aquel sacerdote, su aire al parecer modesto y candoroso, su apacible semblante, unido a cierta reputación que tenía de hombre instruido, como traductor de algunos libros ingleses, autor él mismo de un poema original, aunque malo, y sobre todo de varios opúsculos propios para la enseñanza elemental de los jóvenes, alguno de los cuales había dedicado al duque de la Alcudia, a quien llamaba su protector. Tal era don Juan Escóiquiz, canónigo de Zaragoza, cuando fue nombrado ayo y preceptor del príncipe de Asturias, a la edad en que éste necesitaba cultivar las bellas letras{6}.
Desde esta época comienzan a advertirse sensiblemente las discordias de palacio, que poco a poco se fueron haciendo escándalos lamentables, para venir a parar en ruidosas escisiones. Daba ocasión a ellas la conducta de la reina y del valido; atizábalas trabajando a la zapa el canónigo Escóiquiz, de quien se dice, y así pareció haberlo acreditado los sucesos, que tan pronto como le fue encomendada la educación del joven príncipe se imaginó llegar a ser un Richelieu o un Cisneros, y apoderándose del corazón de su tierno alumno, y cuidando más de dirigirle en la política que de instruirle en las matemáticas y en las bellas letras, prepararse un porvenir halagüeño con el hijo, y al efecto influir de presente con los padres y minar con disimulo la influencia del privado. Favorecía a su plan el propósito que se atribuía a Godoy de entibiar el cariño de los reyes hacia su hijo primogénito, pintándosele como de carácter avieso, desagradecido, y poco apto para recibir la instrucción necesaria a los que han de regir un Estado, con el designio de irle inhabilitando para subir al trono que un día habría de heredar, y hasta el cual se suponía que llegaban los sueños ambiciosos del favorito. Pero éste a su vez culpaba a Escóiquiz de haber hecho a su regio discípulo receloso y desconfiado de sus padres, persuadiéndole de que era aborrecido de ellos, y principalmente de la reina, por instigación del príncipe de la Paz, a quien por lo mismo era menester apartar del lado de los soberanos, y aun le atribuía haber inspirado e imbuido al joven heredero una ambición impaciente que podía llegar a ser criminal.
Sin embargo, los trabajos de Escóiquiz para derribar al valido fueron solapados y encubiertos hasta la caída de Godoy en 1798. Entonces, creyendo definitiva su desgracia, presentó al rey un escrito titulado: Memoria sobre el interés del Estado en la elección de buenos ministros; en cuya primera parte trazaba el retrato de un mal ministro, con tales rasgos que no podía desconocerse haber querido retratar al príncipe de la Paz; en la segunda enumeraba las prendas que debían adornar a un buen ministro, y bien se traslucía la intención del autor de dibujarse a sí propio. Dedicó después al rey su desdichado poema de Méjico conquistado, y como Carlos IV aceptara con su acostumbrada benevolencia la dedicatoria, engriose el canónigo, creyose ya en favor con el soberano, y avanzó a proponerle, como un pensamiento feliz de su alumno, el deseo de irse instruyendo en el arte de gobernar y el permiso para asistir a los consejos de gabinete. El buen Carlos, que en edad más madura no había logrado igual gracia de su padre, no dejó de calar el designio que semejante pretensión envolvía, y comprendiendo bien su procedencia, el carácter que el instigador de ella iba descubriendo, y la discordia que iba sembrando en el seno de la real familia, apartole del lado de su hijo, y le desterró políticamente a Toledo, confiriéndole la dignidad de arcediano de Alcaraz de aquella iglesia primada.
El remedio fue un poco tardío. El canónigo se había apoderado ya del corazón juvenil del real discípulo, halagando su ambición y sus pasiones, y así quedó en correspondencia secreta con él, entendiéndose por medio de cierta clave, y además pasaba muchas veces disfrazado a la corte a visitarle personalmente, cosa no difícil en el género de vida que los príncipes hacían. Y como él atribuyó su destierro a influjo de Godoy (que por cierto nunca estuvo en menos favor con los reyes ni más alejado de palacio que entonces, según por la correspondencia privada hemos visto), inspiró a Fernando un odio profundo al de la Paz, representándosele como un rival que aspiraba a arrebatarle la corona, y, como medio para llegar a este fin, hacerle aborrecible a sus padres. De aquí el aire taciturno, tétrico y reservado que los reyes advertían en su hijo primogénito, y la falta de expansión, y ciertos síntomas de recíproca desconfianza que se advertían entre los padres y el hijo.
Vuelto a la privanza el príncipe de la Paz, y cuando Carlos IV, huyendo del compromiso de casar la infanta María Isabel con Napoleón (según la idea indicada por su hermano Luciano), apresuró la negociación de las dobles bodas de sus hijos con los de su hermano el rey de Nápoles, hemos visto que, consultado sobre ellas Godoy, si bien aprobó la de la infanta Isabel con el príncipe napolitano, no así la del príncipe de Asturias con la infanta María Antonia de Nápoles, y que so pretexto de que convendría, antes de casarle, completar su atrasada educación, le aconsejó que para perfeccionarle en la escuela práctica del mundo sería bien que viajara dos o tres años por Europa. No agradó al monarca el pensamiento, y por esta vez no complació al valido; tratado el asunto con otros ministros, y principalmente con Caballero, las bodas se realizaron. La proposición de Godoy de enviar al príncipe a viajar por reinos extraños fue atribuida a designios siniestros de separarle de sus padres, acabar de enfriar su cariño, y remover un obstáculo a sus planes para lo futuro; y la prevención de Fernando y del canónigo Escóiquiz contra el favorito se convirtió en odio manifiesto e implacable. A poco tiempo de esto, hablando el príncipe de la Paz con el rey sobre la manera mejor de conservar nuestras Américas, siempre amenazadas por los ingleses, propúsole la idea de enviar allá a los infantes de España en calidad de príncipes regentes. Cualquiera que fuese en esto la intención del de la Paz, y por más que la idea se asemejase a la que ya en otro tiempo había indicado a Carlos III el conde de Aranda, emanada de Godoy se tradujo a propósito de dispersar la real familia, y dejar el camino desembarazado para los fines que se le suponían. Y como a esto se unía el estar él enlazado con la misma familia real por su matrimonio con la hija del infante don Luis, no obstante sus íntimas y conocidas relaciones con doña Josefa Tudó, con quien unos entendían mediar solo amorosos tratos, otros suponían estar ligado en verdadero matrimonio, todo conspiraba a excitar los recelos de que en su loca ambición cupiera el pensamiento de llegar un día a escalar el trono.
Íbase formando así un partido contra el príncipe de la Paz, compuesto de los que aborrecían su administración, de los que sentían ver empañado con su privanza el decoro y la dignidad del trono, de los quejosos y descontentos, que siempre son muchos, de los lastimados con las reformas, de las gentes del pueblo, propensas a creer cuanto desfavorable se sabía o se inventaba del valido, de los que lamentaban los males de la patria y esperaban de un cambio el remedio, y de los que de buena fe o por interés propio creían o aparentaban creer que este remedio no podía venir sino del joven príncipe de Asturias. Este partido, que podemos llamar Fernandino, era grande y popular. A su cabeza estaba el arcediano Escóiquiz, que no perdonaba medio para desacreditar a Godoy y para concitar contra él la animadversión pública, ya explotando los motivos verdaderos que para aquella odiosidad por desgracia hubiese, ya exagerando estos mismos o inventando otros nuevos, siquiera se sacasen a plaza escenas que encendieran de rubor los rostros, y que mancharan de deshonra y de ignominia el regio alcázar{7}.
Vino a añadir fuego a la hoguera de aquellas discordias la esposa de Fernando, la princesa María Antonia de Nápoles, joven como él, pero de genio vivo, de carácter orgulloso y dominante, instruida en idiomas y en historia. Sobre ser cosa muy natural que la princesa de Asturias se afiliara en el partido de su esposo y del canónigo su maestro y director, lo cual solo bastaba para que aborreciese al privado de los reyes padres, agregábanse los motivos políticos y las instrucciones que de allá traía para trabajar por derribarle. Hija de la reina Carolina, la enemiga irreconciliable de Napoleón y de la Francia, apasionada y comprometida por la causa de Inglaterra, y estando entonces en estrecha alianza los gobiernos francés y español, traía especial encargo de su madre de sondear los secretos y penetrar las intenciones del gabinete de Madrid y de comunicarle cuanto supiera, y de emplear además su influjo en minar el poder del príncipe de la Paz. Secreta y casi diariamente se correspondían la madre y la hija, y lo que la de Asturias participaba desde acá lo trasmitía allá la de Nápoles al embajador inglés en su corte, y éste a su vez lo ponía en conocimiento de su gobierno. Algunas de estas cartas fueron interceptadas por Napoleón, y de ellas y de su contenido daba aviso al príncipe de la Paz.
Llegaron en este tiempo las discordias del palacio y de la familia real al extremo más lamentable. Los dos partidos se hacían recíprocamente las inculpaciones más horribles. Era acusado Godoy por los partidarios del príncipe de Asturias del propósito sistemático de hacer a éste sospechoso y aborrecible a sus padres, suponiéndole el designio y pintándole aguijado de la impaciencia de heredar prematuramente el trono, a cuyo fin procuraba tenerle apartado del trato íntimo y familiar con los monarcas, aislado en su cuarto, y como quien meditaba algún proyecto contra los autores de sus días: y todo esto con la intención de hacerle digno de ser desheredado, y con la ciega y loca aspiración a escalar él mismo un día las gradas de aquel trono que envilecía, y de ocupar el aula regia que estaba mancillando. Estos y otros abominables proyectos eran atribuidos al príncipe de la Paz, alcanzándole cierta participación a la reina, de cuyas intimidades con el favorito se hacían derivar todas las injusticias, todos los males, las calamidades todas que sufría el reino y que los hombres de bien lamentaban. Pintábanse con vivos colores las debilidades, los desórdenes y la inmoralidad de que retrataban rodeado el regio solio. El pueblo acogía con avidez todo lo que se propalaba en descrédito del hombre cuyo valimiento aborrecía. La venta de los bienes eclesiásticos y otros de manos muertas, y las reformas en este sentido ejecutadas o proyectadas, le habían enajenado el clero, poderoso entonces todavía. Y mirándose a Fernando como un príncipe religioso, como la única esperanza de salvación para una nación católica que marchaba hacia su ruina, y como víctima inocente de las intrigas de un privado, acrecentábase diariamente el partido Fernandino, robustecido por todos los enemigos de la alianza francesa, y por los que, o por patriotismo, o por despecho, o con miras de venganza, se inclinaban a la amistad con la Gran Bretaña.
A su vez el de la Paz denunciaba proyectos criminales del príncipe y la princesa de Asturias y de sus parciales, no solo contra su persona, sino, lo que era más terrible, contra los mismos soberanos; proyectos que decía haber descubierto y frustrado por fortuna el talento y la sagacidad de la reina María Luisa. Y en confirmación de ello alegaba los avisos que de París recibía acerca de la correspondencia de la princesa María Antonia con su madre la reina de Nápoles, apelando Godoy para conjurar tales peligros a la protección de Napoleón. De tal estado de cosas no podía pronosticarse sino conflictos para el desgraciado Carlos IV, ni augurarse sino desastres más o menos inmediatos para España.
Tuvo que llorar Fernando la temprana muerte de su esposa María Antonia de Nápoles (21 de mayo 1806), y aunque la joven princesa bajó al sepulcro a consecuencia de una maligna tisis, no por eso dejó la maledicencia de encontrar ocasión para propalar la maliciosa especie de que una mano aleve hubiera precipitado el fin de sus días, y excusado es decir sobre quién se haría recaer una sospecha que hoy se tiene por destituida de todo fundamento. Aquella señora murió lamentándose de no haber tenido tiempo para formar el corazón de su querido Fernando. Su falta privaba a los ingleses de un auxiliar útil y poderoso en la corte de Madrid. Mas como a poco tiempo de este suceso, y de resultas de haber fallado, o al menos de haber quedado sin ejecución los planes de Godoy sobre Portugal, cambió éste de política, queriendo adherirse a Inglaterra y a la coalición de las potencias del Norte contra la Francia, su íntima aliada de muchos años, el partido del príncipe de Asturias, capitaneado por Escóiquiz, varió también el rumbo de su política solo por contrariar la del privado; y libre ya con la muerte de la princesa de los compromisos que le ligaban con Nápoles, buscó con empeño la amistad de Napoleón, a quien tanto había denigrado hasta entonces. Trocáronse, pues, los papeles de los dos partidos: ni el uno ni el otro obraban por convicción; a ambos los guiaba solo la ambición y el resentimiento, y Napoleón no vio sin sorpresa tan repentina mudanza. Y mientras el príncipe de la Paz enviaba con sigilo a Inglaterra al joven don Agustín de Argüelles con la misión secreta de hacer paz y negociar alianza con aquella nación, y de público daba la famosa y misteriosa proclama de 6 de octubre, el partido de Fernando y de Escóiquiz trabajaba también, ya tenebrosa ya ostensiblemente, con Carlos IV y Bonaparte por desconceptuar con uno y otro al valido.
Como los triunfos de Napoleón en Prusia hicieron a Godoy arrepentirse muy pronto de su proclama y de sus proyectos de coalición contra la Francia y su emperador, y temiendo las iras de éste se postraron él y el monarca ante el vencedor de Jena, e hicieron las gestiones más humillantes para congraciarse de nuevo con él; y como por otra parte les conviniese mucho neutralizar el partido que con Bonaparte hubieran podido hacerse los parciales de Fernando, intentó atraerse al príncipe heredero, o dominarle por medio de otra influencia, o conservarla con el hijo, el día que el padre faltase, a cuyo fin propuso a Carlos IV casar a su hijo en segundas nupcias con la cuñada de Godoy, María Luisa de Borbón, hija segunda del infante don Luis. Niega el príncipe de la Paz en sus Memorias haberle pasado por las mientes este desdichado proyecto, y si bien confiesa que un día hablando Carlos con su hijo le hizo una indicación de esta boda, y le dijo que pensara a sus solas en ella, aunque no era asunto que corriera prisa, afirma que de esta ocurrencia no le volvió a hablar el rey, ni a él se le dijo nunca cosa alguna{8}. Falta en esto a la exactitud el príncipe de la Paz, o estaba muy desmemoriado cuando lo escribió. Nosotros, que con él como con todos procuramos siempre ser sobrios en hacer cargos cuando nos faltan datos auténticos con qué comprobarlos, somos en cambio tan severos como la justicia y la verdad histórica exigen, cuando podemos apoyarnos en comprobantes seguros. Y decimos que estaba sin duda muy desmemoriado, puesto que no recordaba que en carta de 11 de diciembre de 1806 había dicho a su confidente y negociador en París, don Eugenio Izquierdo: «Pienso, y está tratado con SS. MM. y el príncipe el enlace de mi cuñada con su Alteza.» A lo cual le contestaba Izquierdo con fecha 24: «Ha años que este enlace me ha parecido útil a España y el más adecuado. Me atreví a insinuarlo una vez, creo en Aranjuez. Conviene, señor, por todas razones. Me atrevo a augurar que si V. E. me lo permite, yo obtendré el consentimiento del emperador, y que lo celebrará.{9}»
La verdad es que Fernando, si bien al principio aceptó este matrimonio, después, o por reflexión y voluntad propia, o por instigación de Escóiquiz y de sus amigos, repugnó y resistió este enlace, y que en su virtud y por efecto de las circunstancias que iban sobreviniendo, desistió el príncipe de la Paz de aquel propósito, y buscando cómo reconciliarse con Bonaparte a quien tenía enojado, procedió a proponerle el casamiento de Fernando con una sobrina de Murat, o con una hija de Luciano. Por consecuencia, no es tampoco cierto lo que afirma Godoy de que estuviese tan ajeno Carlos IV de imaginar siquiera el pensamiento de emparentar con Napoleón. He aquí cómo escribía el príncipe de la Paz a su agente de París: «Dije a usted en mi anterior del 11 lo que podría tal vez verificarse dando estado al príncipe; pero según las últimas ocurrencias en Prusia y otras noticias que yo tengo, creo antipolítico todo paso a este respecto: dicen que el príncipe Murat tiene una sobrina: Luciano me ha hecho entrever alguna otra idea...» A lo cual contestaba Izquierdo: «Señor, yo puedo equivocarme, pero vea V. E. mis ideas. Creo político el paso de informar al emperador de los deseos del príncipe de casarse con su prima, y de que esto agradaría a SS. MM. y sería satisfactorio para V. E. La respuesta nos daría luces para una multitud de otras ulteriores combinaciones políticas. Creo que no debe pensarse en la sobrina del príncipe Murat. El emperador nada quiere por faldas: se parece a quien yo sé; se avergonzaría de influir en España por medio de una mujer semi-parienta.– Ignoro lo de Luciano; pero jamás se fíe V. E. de este señor. Nunca acomodará al emperador cosa que cuadre a éste; y añado que esto sucederá aun cuando se reúnan, y ceda Luciano, le hagan príncipe, y le casen, y le den algún reino: en cosas domésticas jamás pensarán del mismo modo.»– Y como Godoy le hubiese dicho: «No debemos hacer proposición que aparente desvío en nuestras relaciones con el emperador»; le respondía: «La máxima es cierta; pero casar al príncipe antes de que el emperador haya tenido y manifestado ideas acerca de este enlace, no puede ser imputado a desvío. El emperador es muy casamentero; pero en los casamientos no ve cosas políticas, sino domésticas. Y estoy seguro que si se le pregunta si la futura reina de España conviene o no que entre en el despacho, aunque fuese su hermana, dirá que no. Vuelvo a repetir que tal vez soy un alucinado en esta ocasión; pero me parece que si al emperador se dice que conviene el casamiento del príncipe con la cuñada de V. E. para que una mujer extranjera no vaya a revolver la España, ha de decir que se tiene razón.{10}»
No concertado todavía este negocio, y cuando más trabajaban los enemigos de Godoy para derribarle, más ambicioso él de engrandecimiento y más ciego Carlos IV con el favorito, le condecoró con la dignidad de almirante de España y de las Indias (13 de enero de 1807), título que solo habían tenido en España, primero el gran descubridor del Nuevo Mundo, y después los hijos naturales de Carlos V y de Felipe IV, y el infante don Felipe, suegro y tío de Carlos IV, dándole además el tratamiento de Alteza Serenísima; no conociendo el desvanecido privado que cuanto más inconsideradamente se encumbraba, más fuego añadía al horno del aborrecimiento que contra él se había ido encendiendo{11}. Cuéntase que la noche que se celebró con una serenata su nueva elevación, oyéndola el príncipe Fernando exclamó con amargura: «¡Así me usurpa un vasallo mío el amor y el entusiasmo de los pueblos! Yo nada soy en el Estado, y él es omnipotente; esto es insufrible.» Y que escuchándolo su hermano Carlos, le consoló diciendo: «No te incomodes; cuanto más le den, más tendrás muy pronto que quitarle.» Palabras a que después se quiso dar cierto valor de profecía. El haber dado a Godoy la casa-palacio del almirantazgo fue una ocasión y motivo más para poder persuadir fácilmente al pueblo de que en tanto que él gemía en la pobreza, toda la riqueza del país se acumulaba en el favorito, cuya casa se suponía atestada de oro y plata.
En esta lastimosa escisión de la corte y del palacio de nuestros reyes, cada uno de los partidos buscaba el apoyo de Napoleón para vencer y derribar a su adversario; y en este punto, siquiera sea doloroso decirlo, los documentos nos convencen de que no tenían que acriminarse uno a otro, y de que ambos se conducían con miserable bajeza. El príncipe de la Paz, cuyos verdaderos propósitos y ambiciosos fines descubriremos después, se esforzaba por desenojar y congraciar a Napoleón, no solo con las propuestas de enlace para el príncipe de Asturias que más le pudieran lisonjear, sino enviándole embajadores extraordinarios que le felicitaran por sus triunfos en Prusia y Rusia y por la paz de Tilsit. Godoy contaba con la amistad de Murat, ya príncipe y gran duque de Berg, que como cuñado del emperador y como uno de los generales más acreditados del imperio, era también uno de los personajes más importantes y más influyentes de la Francia. Murat había tenido siempre o aparentado tener una grande idea de Godoy: desde 1805 habían seguido una correspondencia frecuente, amistosa, y hasta íntima; se habían hecho muchos regalos y finezas, y seguían correspondiéndose con confianza, y al parecer con cariño{12}.– Por otro lado el partido Fernandista, dirigido por Escóiquiz, y sostenido ya por personajes como el duque de San Carlos, el del Infantado, y hasta por el infante don Antonio Pascual, que con ser un varón tan pacífico se había alistado en las banderas de su sobrino, afanábase también por atraerse la amistad de Napoleón para derribar a Godoy. Uno de los medios que ideó para lograrlo el canónigo de Toledo fue persuadir al príncipe de Asturias que pidiera a Bonaparte por esposa una princesa de su familia. Fernando, aunque tenía instintos naturales de aversión a todo lo extranjero, accedió a ello, porque no se separaba de los consejos de su antiguo preceptor, en quien tenía la mayor confianza. Acordaron los hombres de este partido tantear al nuevo embajador de Francia Beauharnais, hermano del primer marido de la emperatriz Josefina, que había reemplazado al general Beurnonville; hombre de mediano talento, y menos diestro que afectado, amena conversación y finos modales, y que tenía para ellos la ventaja de no ser amigo del príncipe de la Paz. Y siendo el canónigo Escóiquiz el que pasaba por más ilustrado entre los de aquel bando, encomendósele entrar en relaciones con el embajador, a cuyo fin fue presentado en su casa con pretexto de ofrecerle un ejemplar de su poema de Méjico. De las buenas disposiciones del embajador habían informado ya don Juan Manuel de Villena, gentilhombre del príncipe de Asturias, y don Pedro Giraldo, su maestro de matemáticas; mas sin embargo no se dio aquel paso sin que Beauharnais se asegurase por medio de una seña convenida con el príncipe de Asturias en el acto de presentar sus respetos a la corte en el Escorial de que Escóiquiz y sus agentes obraban en nombre del príncipe{13}.
Una vez entabladas relaciones confidenciales entre Mr. de Beauharnais y el canónigo Escóiquiz, conviniéronse los dos en tener una entrevista solos y en sitio donde no pudieran ser notados. Al efecto, y para poder explicarse tan a sus anchas como fuera menester, escogieron el Buen Retiro, hora la de las dos de la tarde, y día uno de los más ardientes del mes de julio. Allí bajo la impresión de un sol abrasador, después de pintar Escóiquiz las prendas del joven príncipe, su opresión, su aislamiento, sus peligros, en tanto que para humillarle se ensalzaba a un vasallo suyo hasta hacerle casi igual a los reyes, dejose caer sobre la conveniencia de enlazar a Fernando con una princesa de la familia del emperador, cuya protección deseaba, como la única que podía salvarle de los riesgos que estaba corriendo, y asegurar su sucesión, uniendo más y más los lazos y los intereses de ambas naciones. Convino Beauharnais en las ventajas de aquella unión y halagó la idea del enlace, y más habiéndole acaso indicado que la solicitada sería su prima Estefanía Tascher de la Pagerie. Puso el embajador la conversación y las relaciones en que estaba con el príncipe en conocimiento del emperador, pero acerca del proyecto escribía tan vaga y embozadamente que hubo de decirle el ministro Champagny que fuera más explícito y descifrara tales enigmas y misterios. Él por su parte pidió por escrito a Escóiquiz (30 de setiembre, 1807) pruebas o seguridades de lo convenido, porque no bastaban dichos y ofertas habladas que se lleva fácilmente el viento. Entonces fue cuando Escóiquiz aconsejó a Fernando, y él accedió a escribir, sin reparar en sus deberes de hijo y de súbdito español, las dos célebres y malhadadas cartas, una a Mr. de Beauharnais, y otra al emperador mismo, que decían así:
A Beauharnais: «Permitidme, señor embajador, que os manifieste mi reconocimiento por las pruebas de estimación y de afecto que me habéis dado en la correspondencia secreta e indirecta que hemos tenido hasta ahora por medio de la persona que sabéis y que merece toda mi confianza. Debo, en fin, a vuestras bondades, lo que jamás olvidaré, la dicha de poder expresar directamente y sin riesgo al grande emperador vuestro amo los sentimientos tan largo tiempo retenidos en mi corazón. Aprovecho, pues, este feliz momento para dirigir por vuestra mano a S. M. I. y R. la carta adjunta, y temeroso de importunarle con una extensión desusada, no explico más que a medias la estimación y el respeto que me inspira su persona: os suplico, señor embajador, que supláis este defecto en las que tendréis el honor de escribirle.
«Me haréis también el favor de añadir a S. M. I. y R. que le ruego se sirva dispensarme las faltas de estilo y otras que encontrará en mi referida carta, tanto por mi cualidad de extranjero, como en consideración a la zozobra y dificultad con que me he visto obligado a escribirla, estando, como sabéis, rodeado hasta en mí misma habitación de espías que me observan, aprovechando para ello los cortos instantes que puedo ocultarme a sus malignas miradas. Como me lisonjeo de obtener en este asunto la protección de S. M. I. y R., y por consecuencia serían necesarias comunicaciones más frecuentes, he encargado a la susodicha persona, que ha tenido esta comisión hasta ahora, el que adopte con vos las medidas conducentes al mejor éxito: y como hasta la presente no ha tenido más garantía para dicha comisión que los signos convenidos, hallándome completamente persuadido de su lealtad, discreción y prudencia, le confiero por esta carta mis plenos y absolutos poderes para tratar de este negocio hasta su conclusión, y ratifico todo lo que en este punto diga o haga en mi nombre, como si yo mismo lo hubiese dicho o hecho; lo cual tendréis la bondad de hacer que llegue a conocimiento de S. M. I. con la expresión más sincera de mi agradecimiento.
»Tendréis también la bondad de decirle, que si por ventura S. M. I. juzga en cualquier tiempo útil que yo envíe a su corte con el secreto conveniente alguna persona de mi confianza, para que pueda dar acerca de mi situación noticias más extensas que las que pueden comunicarse por escrito, o para cualquiera otro objeto que su sabiduría juzgue necesario, S. M. I. no tiene más que mandarlo para ser obedecido en el momento, como lo será en todo lo que dependa de mí.
»Os renuevo, señor, las seguridades de mi estimación y de mi gratitud; os ruego conservéis esta carta como un testimonio eterno de mis sentimientos, y pido a Dios os conserve en su santa guarda.
»Escrito y firmado de mi propia mano, y sellado con mi sello. Escorial, 11 de octubre de 1807.– Fernando.»
A Napoleón.– «Señor: el temor de incomodar a V. M. I. en medio de sus hazañas y grandes negocios que le ocupan sin cesar, me ha privado hasta ahora de satisfacer directamente mis deseos eficaces de manifestar a lo menos por escrito los sentimientos de respeto, estimación y afecto que tengo al héroe mayor que cuantos le han precedido, enviado por la Providencia para salvar la Europa del trastorno total que la amenazaba, para consolidar los tronos vacilantes, y para dar a las naciones la paz y la felicidad.
»Las virtudes de V. M. I., su moderación, su bondad aun con sus más injustos e implacables enemigos, todo, en fin, me hacía esperar que la expresión de estos sentimientos sería recibida como efusión de un corazón lleno de admiración y de la amistad más sincera.
»El estado en que me hallo de mucho tiempo a esta parte incapaz de ocultarse a la gran penetración de V. M., ha sido hasta hoy segundo obstáculo que ha contenido mi pluma, preparada siempre a manifestar mis deseos. Pero lleno de esperanzas de hallar en la magnanimidad de V. M. I. la protección más poderosa, me determino no solamente a testificar los sentimientos de mi corazón para con su augusta persona, sino a depositar los secretos más íntimos en el pecho de V. M. como en el de un tierno padre.
»Yo soy bien infeliz de hallarme precisado por circunstancias particulares, a ocultar, como si fuera crimen, una acción tan justa y tan loable; pero tales suelen ser las consecuencias funestas de un exceso de bondad, aun en los mejores reyes.
»Lleno de respeto y de amor filial para con mi padre (cuyo corazón es el más recto y generoso), no me atrevería a decir sino a V. M. aquello que V. M. conoce mejor que yo; esto es, que estas mismas calidades suelen con frecuencia servir de instrumento a las personas astutas y malignas para confundir la verdad a los ojos del soberano, por más propia que sea esta virtud de caracteres semejantes al de mi respetable padre.
»Si los hombres que le rodean aquí le dejasen conocer a fondo el carácter de V. M. I. como yo le conozco, ¡con qué ansias procuraría mi padre estrechar los nudos que deben unir nuestras dos naciones! ¿Y habrá medio más proporcionado que rogar a V. M. I. el honor de que me concediera por esposa una princesa de su augusta familia? Este es el deseo unánime de todos los vasallos de mi padre, y no dudo que también el suyo mismo (a pesar de los esfuerzos de un corto número de malévolos), así que sepa las intenciones de V. M. I. Esto es cuanto mi corazón apetece; pero no sucediendo así a los egoístas pérfidos que rodean a mi padre, y que pueden sorprenderle por un momento, estoy lleno de temores en este punto.
»Solo el respeto de V. M. I. pudiera desconcertar sus planes abriendo los ojos a mis buenos y amados padres, y haciéndolos felices al mismo tiempo que a la nación española y a mí mismo. El mundo entero admirará cada día más la bondad de V. M. I., quien tendrá en mi persona el hijo más reconocido y afecto.
»Imploro, pues, con la mayor confianza la protección paternal de V. M., a fin de que no solamente se digne concederme el honor de darme por esposa una princesa de su familia, sino allanar todas las dificultades y disipar todos los obstáculos que puedan oponerse en este único objeto de mis deseos.
»Este esfuerzo de bondad de parte de V. M. I. es tanto más necesario para mí, cuanto yo no puedo hacer ninguno de mi parte, mediante a que se interpretaría insulto a la autoridad paternal, estando, como estoy, reducido a solo el arbitrio de resistir (y lo haré con invencible constancia) mi casamiento con otra persona, sea la que fuere, sin el consentimiento y aprobación de V. M., de quien yo espero únicamente la elección de esposa para mí.
»Esta es la felicidad que confío conseguir de V. M. I. rogando a Dios que guarde su preciosa vida muchos años. Escrito y firmado de mi propia mano y sellado con mi sello, en el Escorial, a 11 de octubre de 1807.– De V. M. I. R. su más afecto servidor y hermano.– Fernando.{14}»
Estas cartas, de que por entonces no se tuvo acá conocimiento, no fueron enviadas a París hasta el 20 de octubre, por haber esperado el embajador a proporcionarse un conducto seguro, y así no llegaron a manos de Napoleón hasta el 27 o 28. Y como en el intermedio de los tratos que produjeron estas cartas habían ocurrido ya las negociaciones del príncipe de la Paz de Izquierdo con Bonaparte sobre las bodas del mismo príncipe Fernando, y como había sucedido ya lo del pedido de tropas españolas hecho por Napoleón y su marcha al Norte al mando del marqués de la Romana; la felicitación de Bonaparte a Carlos IV por la gloriosa defensa de Buenos-Aires y la de Carlos IV a Napoleón por la paz de Tilsit; los planes de invasión del Portugal por las tropas francesas y españoles; el proyecto de repartición de aquel reino; el tratado de Fontainebleau; y por último la entrada de los ejércitos franceses en España y los demás sucesos de que dejamos dada cuenta en otro lugar; muy sobreaviso ya Napoleón sobre las lamentables escisiones de la corte y de la familia real de España, cualesquiera que sobre ella fuesen sus designios futuros, en nuestro entender aun no formulados en la solución definitiva que hubiera de darles, las pruebas que recibía de la humillante actitud y de la baja sumisión del príncipe Fernando y sus parciales, unidas a las que ya tenía de la no menos humilde actitud de Carlos IV y del príncipe de la Paz, todos adulándole y solicitando a porfía su protección, o le inspiraron o le confirmaron en la idea de lo fácil que le sería enseñorearse de ambos partidos, y aun de acabar con la dinastía de los Borbones de España.
Y por si algo faltaba al triste cuadro que el estado de nuestra corte presentaba por aquellos días, y por si pudiera necesitar Napoleón de más estímulo para ensanchar sus ambiciosos designios sobre nuestra península, coincidió con estas debilidades y misterios uno de los acontecimientos más deplorables y de más gravedad de que puede ser teatro una residencia regia. Nos referimos a los tristes sucesos y a la famosa causa del Escorial, en cuya relación nos ocuparemos luego, y no de seguida, porque antes convendrá dar a conocer hechos anteriores del personaje que figuró más en todos los sucesos de aquel tiempo.
{1} Son tan notables y tan extraños estos dos documentos, que creemos nos agradecerán nuestros lectores que los insertemos a continuación.
Real orden.
Llega a el más alto punto la desazón que turba mi paternal corazón, cuando considero el gran descuido con que procede el mi Consejo en los asuntos de la mayor importancia, tanto para conmigo como para mis amados vasallos. El notorio perjuicio e injusta sentencia que acaba de sufrir uno de éstos en el pleito visto por el mi Consejo pleno, en 3 de octubre, es para mí una prueba nada equívoca del poco pulso, y ninguna premeditación con que procede el mi Consejo en todas sus decisiones: he creído tener un Consejo que fuera el apoyo de mi corona, compuesto de individuos tales que me pudieran aconsejar, y dirigir en los asuntos más graves y de la mayor entidad: he creído tener en mi Consejo ministros sabios, celosos, e infatigables para la causa de la nación: he creído que estos ministros tan dignos en tiempo de mi augusto padre (que de gloria haya) eran incapaces de torcer la vara para nadie: he creído que el supremo tribunal de la nación, era el santuario más sagrado de Themis: he creído en fin, que el mi Consejo me evitaría cuantos disgustos y desazones pudieran turbar mi sosiego y tranquilidad: veo frustradas mis esperanzas. Las continuas instancias, y repetidas delaciones justas de muchos de mis amados vasallos ante mi trono, y las sospechas no infundadas de algunos de los que me cercan, me parece ser causa bastante legítima ya para confirmar en un todo el poco peso que debe darse a sus resoluciones; tengo motivos superabundantes para respirar indignación contra el mi Consejo.
Si el pleito votado en 3 del corriente, es decir, su injusta sentencia, ha desazonado mi paternal corazón en gran manera, solo cuatro de sus ministros han sabido mantener el justo equilibrio de la balanza de mi justicia en varias ocasiones: cuando mi soberano corazón está más agobiado con los males que amenazan a mis amados reinos: cuando el mi Consejo podía aliviarme y darme consuelo, pues le necesito más que nunca, es cuando más procura por todo estilo acrecentar mi dolor. El interés, la ignorancia y las pasiones se han entronizado, digámoslo así, en medio de mi Consejo, y captado la voluntad de muchos de mis ministros que lo componen.
En atención a esto, quiero, ordeno, y mando, que en lo sucesivo toda sentencia dada por mi sala de mil y quinientas, y en las causas decisivas y contenciosas, no se proceda a la ejecución, sin que antes se remita a mi secretario de estado, y declare éste, o quien yo determine, si está fundada en derecho o no; dándole a esta mi real resolución el debido cumplimiento.
Contestación del Consejo.
Señor, leída que fue la real orden de V. M. en Consejo pleno con asistencia de todos los fiscales, no pudieron menos los ministros que le componen de prorrumpir en continuo llanto. Meditada que fue la expresada real orden con atención y prolijo examen en la posada del conde de Montarco su gobernador, acordó el Consejo pleno debía contestar a V. M. en términos sucintos y análogos, manteniendo el Consejo aquella dignidad y soberanía que no ignora V. M. tiene por su primera constitución. Cuando el Consejo pensaba, señor, tener un apoyo, asilo, y refugio, que es necesario contra el inmenso torrente de contradicciones, tiene el desconsuelo y amargura de verse abatido y ultrajado por su mismo soberano; pero no cree el Consejo que en el heroico corazón de V. M. quepa ultraje tal. No ignora el Consejo cuál haya sido la vil pluma, que usurpando el sagrado nombre de V. M. haya escrito, o dictado tal real orden.
La sentencia en el pleito visto en 3 del corriente, de que hace mención V. M. es justísima por todos estilos, y el Consejo es capaz de hacerlo palpable a V. M. por cuantos códigos de jurisprudencia existen en la nación. El que a V. M. ha pretendido hacer ver lo contrario, es un vil seductor, que fuera mejor para el bien común se le hubiera confinado días ha en el último rincón del universo; pero dejemos esto, que bien conoce el Consejo no es sazón oportuna para internarse en materias tales.
Dice V. M. en su real orden hallarse agobiado en gran manera el paternal corazón de V. M. con los continuos males que amenazan: señor, y males quizá que llegarán hasta el augusto trono de V. M. ¿Desde cuándo, señor, nuestra amada patria se halla en un estado tan deplorable? Desde que V. M. ha coartado las facultades soberanas que deben residir en el Consejo: sí, gran señor; desde que el Consejo se halla desposeído de aquel poder legislativo que tiene por su primera creación; desde aquella época ha ido decayendo más y más nuestra sabia monarquía. Camina, señor, nuestra España a su propia total ruina. El Consejo ve con harto dolor de su corazón ante sus propios ojos la destrucción de los reinos, y lo que es más (tiembla, señor, el Consejo al proferirlo), la execrable aniquilación del trono.
Recorra V. M. si gusta la historia de los emperadores romanos, y entre ellos encontrará V. M. a un Julio César cosido a puñaladas en medio del senado por dos viles asesinos, a quienes más había colmado de beneficios el heroico corazón de aquel soberano. Despierte V. M. del profundo letargo en que yace sumergido tanto tiempo ha: ya es hora que la España mire por su causa propia: deseche V. M. (suplica el Consejo) esos viles seductores que le rodean: restitúyasele al Consejo su antiguo poder y dignidad; y de lo contrario la experiencia, fiador seguro del crédito de las pasiones encontradas, acreditará el común sentir del Consejo; esto es, la destrucción de estos reinos, y el total exterminio de su corona. No puede prescindir el Consejo de hablar a V. M. con tanta claridad, so pena de grabar enteramente la conciencia de los mismos que lo componen.
Si V. M. no interpone toda su autoridad y poder para atajar estos males; si V. M. no deja obrar a su Consejo, como a tribunal soberano que lo es de la nación, bien pronto, señor, tendremos los españoles el desconsuelo de vernos nosotros, nuestras mujeres e hijos, hechos esclavos de nuestros vecinos y comarcanos.
En cuanto a lo que expresa V. M. en su real orden, que todas las sentencias dadas por la sala de mil y quinientas, antes de su ejecución se remitan a V. M. para ser anotadas por su secretario de estado y del despacho universal, ha acordado el Consejo pleno: que mientras subsista tal, no puede permitir ser residenciado por un particular. El Consejo, señor, es un soberano por su constitución nacional, y como tal, no deben ser sus decretos juzgados por un vasallo.
Es cuanto le parece al Consejo debe contestar a V. M. en respuesta a su real orden: V. M. dé las leyes, que el alto y supremo Consejo hará lo que le pareciere; pues siempre el Consejo ha salvado el real y acertado proceder de V. M.
{2} Capítulo V del presente libro.
{3} «Consiguiendo ganar la voluntad del monarca (dice, hablando de su resolución de aceptar el ministerio), aficionándole a los negocios, podía enterarle del mal estado del reino, interesarle en acudir al remedio y reorganizar la administración pública; acaso lograría alejarlo poco a poco del privado, y ¡quién sabe! separar a este de la corte con alguna comisión en que fuese útil a su soberano y a su patria.»
Y después: «A poco tiempo de subir al ministerio salió del gobierno el príncipe de la Paz, quedando en él Jovellanos, lo cual prueba que no fracasaron, antes bien comenzaron a lograrse los proyectos de tan insigne varón.»– Nocedal, Discurso preliminar a las obras de Jovellanos, tomo I, que es el XLVI de la Biblioteca de Autores Españoles.
{4} Como no hacemos, ni nos incumbe hacer la biografía de Jovellanos, sino apuntar su rudo atropello y su injusta y tenaz persecución, tampoco hemos podido detenernos a describir su cristiana resignación en los padecimientos, la vida ejemplarmente religiosa que hizo en el convento de Valdemuza; cómo cautivados con sus virtudes, con sus obras, con su ameno e instructivo trato aquellos buenos monjes, le prodigaron a porfía todo género de consuelos y le proporcionaron cuantas comodidades permitía aquella solitaria casa; los paseos de estudio que juntos daban por aquellos montes y valles, y el Tratado de Botánica que sobre sus observaciones entre todos escribieron; el dolor con que le vieron partir para el castillo de Bellver, el modo con que el único religioso que tuvo entrada en esta prisión le deparó dos antiguos códices, que le sirvieron para traducir la Geometría de Raimundo Lulio y comentar el Discurso de Juan Herrera sobre la figura cúbica; la descripción que hizo de la propia fortaleza que le servía de cárcel; los escritos sobre antigüedades de la isla, y sobre otros objetos útiles, así como las interesantes epístolas que escribió a algunos de sus amigos, y sobre todo su Tratado sobre Educación pública con aplicación a las escuelas y colegios de niños. Ni nos toca explicar cómo pudo burlar la vigilancia que el gobierno mandaba ejercer sobre él, para enriquecer las letras con aquellas utilísimas producciones, y cómo el sabio y virtuoso varón pudo consagrarse a tales tareas en la prisión en que yacía.
Mucho se ha escrito sobre la vida de Jovellanos, pero generalmente todo está basado sobre las Memorias de Ceán Bermúdez, que por encargo de la Real Academia de la Historia recogió todas las noticias relativas a su vida y sus obras. Lo último que conocemos es el citado Discurso de Nocedal, que precede a la nueva y reciente edición de sus obras.
{5} Fue también quien separó de la plaza de fiscal de la Sala de Alcaldes al grande y noble amigo de Jovellanos, Meléndez Valdés, primero so pretexto de comisiones que le encargaba fuera de la corte, después jubilándole con la mitad del sueldo.
{6} Antes habían estado encargados de su educación moral el docto padre Scio, traductor de la Biblia, y el sabio y virtuoso prelado don Francisco Javier Cabrera.
Las obras de Escóiquiz fueron: las traducciones en verso español de las Noches de Young y de El Paraíso perdido de Milton, el poema original Méjico conquistado, la Impugnación de una Memoria contra la Inquisición, un Tratado de las Obligaciones del hombre, una traducción de El amigo de los niños de Sabatier, y otra de los Elementos de Historia natural de Cotte. Más adelante escribió la Idea sencilla de las razones que motivaron el viaje del rey Fernando VII a Bayona en abril de 1808, y Los famosos traidores refugiados en Francia.– Menos mal prosista que poeta Escóiquiz, nunca han sido consideradas sus producciones por los hombres de letras, ni aun en el primero de aquellos conceptos, como obras de un ingenio de primer orden, ni su reputación de literato pasó nunca de la que alcanzan las medianías.
{7} Uno de los asuntos que más cebo daban a la maledicencia pública contra Godoy era su conducta privada, si privada puede llamarse nunca la del que por su posición está siendo blanco constante de las miradas y de las censuras de todos, y no hay acto de su vida que no se investigue, y que por lo tanto pueda ser indiferente. De este género eran sus relaciones amorosas con la reina y con la Tudó, y las de aquél y de éstas con otras y otros, que entonces y después lenguas y plumas sin miramiento ni reserva alguna han vociferado. Y ya fuese que el mismo valido en su desvanecimiento cuidara poco del recato, ya que sus enemigos abultaran sus flaquezas o exageraran sus excesos, ya que la prevención que contra él había predispusiera a ver grandes crímenes en lo que solo fuesen debilidades y pasiones comunes, y a acoger fácilmente todo lo que la malignidad o inventara o ponderara, es lo cierto que, de viva voz entonces, y por medio de la imprenta después, no hubo delito ni abominación que no le fuera imputado; siendo lo más grave y lastimoso que en los depravados y criminales designios que se le suponían, no solo hicieran participante y cómplice a la reina, sino que envolvieran también al mismo monarca, al bondadoso Carlos IV.
Horroriza y repugna leer lo que por ejemplo estampó el padre maestro Salmón, del orden de San Agustín, en su obra titulada: Resumen histórico de la revolución de España, impresa en Cádiz en la imprenta Real año 1812, en que se habla descaradamente de reales adulterios, de incestos, de bigamias, de envenenamientos y planes de regicidio, y otras abominaciones de esta índole, cuyas palabras y calificaciones nos abstenemos de copiar. En otras obras y escritos impresos se consignaron las mismas especies, en términos más o menos explícitos. Y si esto se publicaba por la imprenta, calcúlese lo que por aquel tiempo las lenguas pregonarían. Y como en estas materias nuestro sistema es no afirmar sino lo que justificar podemos, y como ni hemos hallado pruebas, ni las hemos visto aducir a otros de tales crímenes, dejamos a esos autores la responsabilidad de sus asertos; y sin negar la posibilidad de su exactitud, y reconociendo que la funesta conducta de aquellos personajes daba pie y ocasión a suponer, sobre lo que pasaba a la vista, todo lo demás que pudiera imaginar la suspicacia, nos limitamos a hacer estas indicaciones para que se comprenda cuán irritado debería estar el pueblo con los que tales escándalos daban, y cuya política consideraba como la más propia para arrastrar la nación hacia su ruina.
{8} He aquí las palabras textuales del príncipe de la Paz. «Aun con más necedad todavía que malicia (dice) pretendieron esparcir mis enemigos, que para afirmarme yo en el mando y poder conservar en adelante mi influencia cuando faltase Carlos IV había inspirado a S. M. el proyecto de unir en matrimonio al príncipe de Asturias con la segunda hija del infante don Luis, hermana mía política. A cualquiera que tenga buen sentido querré yo preguntarle, si habría sido de creer o de esperar que por llegar a ser el príncipe concuñado mío se trocaría su voluntad, y de enemigo capital se volvería mi amigo. Lo que sus propios padres no alcanzaron, mal podría haberlo conseguido como esposa una señora a quien no amaba, y con la cual se hubiera unido mal su grado. Aun prescindiendo de esto, ¿qué son las relaciones de cuñados para quitar odios o aplacarlos, cuando ellas al contrario los engendran con frecuencia? Ni por la idea me pasó nunca este desdichado proyecto. Un día, en verdad, hablando Carlos IV con el príncipe Fernando de la necesidad de ir ya pensado en nuevas bodas, y haciendo una reseña de las familias reales de la Europa donde podría encontrarse una princesa digna de su mano, topó con el reparo que ofrecían las circunstancias de aquel tiempo, debiéndose evitar el aliarse con familias enemigas o quejosas de la Francia, y excusar también el otro extremo de intimarse con las que se encontraban bajo la entera dependencia del emperador de los franceses: tan ajeno se hallaba Carlos IV en su política de emparentar con Bonaparte. Por incidencia de esto hubo de ser decir S. M. al príncipe Fernando, o preguntarle que si querría casarse con aquella niña, sangre pura suya, especie a que Fernando respondió no tendría en ello repugnancia. «Piénsalo tú a tus solas, dijo el rey entonces; no es necesario darnos grande prisa; yo no deseo sino dos cosas, tu dicha, y nuestra paz en estos malos tiempos en que no puede darse un paso sin algún nuevo compromiso.» De esta ocurrencia de un momento no volvió a hablarle Carlos IV, ni a mí me dijo nunca cosa alguna. Fue menester un buen esfuerzo de memoria para que recordase el rey aquella especie cuando encontró, por los papeles que se hallaron, tantos consejos y advertencias que se daban a su hijo para que resistiese aquel enlace. Bastaba sin embargo para Escóiquiz que pudiera suscitarse nuevamente aquella idea, y desgraciarse su proyecto, tanto más cuando era cosa fácil presumir que el rey no querría nunca someter la libertad ni la suerte de su hijo y de la España a la influencia poderosa que adquiriría la Francia por un enlace de familia, cual meditaba aquel canónigo.»– Memorias, tomo V, cap. 30, Nota.
{9} Correspondencia entre Izquierdo y el príncipe de la Paz. Archivo del Ministerio de Estado.
{10} Carta de Izquierdo al príncipe de la Paz, de París a 24 de diciembre de 1806.
{11} El cargo no obstante no era absoluto, puesto que se nombró un consejo de almirantazgo, compuesto de las personas de capacidad y reputación de la armada: tales eran los tenientes generales, don Ignacio María de Álava, don Antonio Escaño, y don José Salado; don Luis María de Salazar, intendente general; el jefe de escuadra don José de Espinosa Tello, secretario, el capitán de navío don Martín Fernández Navarrete, contador; y don Manuel Sixto de Espinosa, tesorero.– En realidad no era grande el poder que al príncipe de la Paz le añadía el título y cargo de almirante, siendo como era ya generalísimo: la dignidad y el tratamiento fue lo que irritó más, y el haberle sido conferido en aquellas circunstancias.
{12} Hemos visto cuándo y cómo empezaron estas relaciones, y pudiéramos, si no temiésemos hacernos fatigosos, informar a nuestros lectores de todo el curso que siguieron, porque hemos leído muchas cartas originales del ministro español al príncipe francés, y de éste a aquél. Comenzó Murat, en una larga conferencia que tuvo con don Eugenio Izquierdo en su casa de campo de Neuilly en junio de 1805, por ensalzar las prendas y hacer grandes elogios del príncipe de la Paz, buscar analogías entre la elevación de ambos, indicar que, a ejemplo del emperador mismo, debían no detenerse en su carrera, manifestar la estimación en que le tenía, y el deseo de servirle en todo. Esta conversación se la trasmitió Izquierdo a Godoy (en carta de 3 de julio de 1805), excitándole a que se diera por entendido para con Murat del buen concepto en que le tenía, y a que le enviara, con toda la delicadeza posible, algún presente digno de su persona. Hemos visto la primera carta que escribió Godoy a Murat, por conducto de Izquierdo a quien la dirigió, por si hallaba conveniente, o por si le parecía deber modificarla. Desde entonces se entendieron ya los dos diariamente, tratándose en las cartas como dos amigos, si bien se comprende el respectivo interés que a cada uno moviera a cultivar y mantener esta amistad.
Mr. Thiers, que, como siempre, cree ser el único poseedor de los documentos de esta época relativos a España, dice que existen en el Louvre trozos de esta correspondencia, que Napoleón pudo proporcionarse, e inserta una carta del príncipe de la Paz al gran duque de Berg, escrita en 26 de diciembre de 1807.– Historia del Imperio, lib. XXVIII.– Nosotros podríamos llenar bastantes páginas con cartas que entre uno y otro personaje se cruzaron en cerca de dos años.
{13} El conde de Toreno y otros escritores españoles suponen haber venido ya Beauharnais con instrucciones de Napoleón para observar el partido del príncipe de Asturias y atraerle a las miras de la Francia. Los historiadores franceses afirman que la iniciativa de la negociación a que nos referimos nació de los amigos y partidarios de aquel príncipe. Nosotros, sin negar que el embajador viniera para observar los bandos que desgraciadamente dividían la corte y el palacio de España y explotar aquellas lamentables discordias para sus ulteriores fines, nos inclinamos a creer que la idea de solicitar una princesa de Francia para el heredero del trono español y de atraer por este medio la protección imperial, fue pensamiento de los amigos de Fernando, y principalmente de Escóiquiz, y que ellos fueron los que buscaron las relaciones y la amistad del embajador. Nos induce a pensar así el contexto de los despachos que mediaron entre éste y el ministro de Francia, y además la época en que vino Beauharnais, época en que todavía Napoleón no había fijado el giro que había de dar a sus proyectos sobre España.
{14} Inserta en el Monitor de 5 de febrero de 1810, y traducida por Llorente en sus Memorias.