Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo XVIII
Ambiciosos proyectos del príncipe de la Paz
Aspiraciones que le fueron atribuidas.– Verdadero pensamiento que tuvo y en que más se fijó.– Silencio de los historiadores sobre este punto.– Principio de sus inteligencias con Napoleón para el logro de su proyecto.– Curso que fue llevando la negociación.– Correspondencia entre Izquierdo y el príncipe de la Paz.– Notas de Bonaparte.– Explica Godoy sus deseos.– Pretensiones del emperador.– Intervención de Talleyrand y de Duroc en este negocio.– Interrupción que sufrió, y sus causas.– Sentimiento de Godoy y de Izquierdo.– Importante comunicación de este agente diplomático.– Cambia de política el príncipe de la Paz.– Enoja a Napoleón.– Se arrepiente, y se esfuerza por recobrar su amistad.– Activas gestiones de Izquierdo.– Se reanuda la negociación interrumpida.– Da por resultado el tratado de Fontainebleau.— Si obró o no de buena fe Bonaparte en este convenio.– Sospechas de Godoy.– No puede retroceder.– Napoleón buscado por los dos partidos que dividían el palacio real de España.– Pábulo que se presenta a su ambición, y principio de las grandes calamidades que se preparan.
Muchos pensamientos, muchos planes, muchas aspiraciones ambiciosas le fueron atribuidas al hombre que gozó de la privanza de los monarcas en este reinado; con fundamento sin duda algunas, por sospecha solamente otras, algunas confirmadas por datos, otras solo en apariencias y suposiciones apoyadas. Todas ellas fueron como las piezas del gran proceso de culpas y cargos que le formó la opinión pública, y de todas hemos ido haciendo mérito en nuestra historia, presentándolas y apreciándolas en el grado de certeza, de verosimilitud o de duda a que sujetaban nuestro juicio los documentos que han estado a nuestro alcance, y en tanto que no se descubran otros que nos le hagan variar: que ni sobre éste ni sobre otro algún personaje histórico tenemos por costumbre lanzar cargos o censuras sino cuando nos asisten datos o razones que por lo menos formen en nosotros convicción. Y así como nuestros lectores habrán visto demostrado por nuestra historia que no es exacta la vulgar creencia de que Godoy hubiese estado siempre humillado y sumiso a la influencia y a la voluntad de Napoleón, antes bien hubo épocas y ocasiones en que mostró con él entereza y fuerza de voluntad, algunas en que, no obstante la alianza, provocó su enojo y arrostró con firmeza sus iras, y otras en que realmente se le vio doblegarse hasta una humillante obediencia y una vergonzosa sumisión, así lo hemos hecho también en cuanto a los pensamientos y planes que la ambición en unos u otros tiempos u ocasiones sugiriera al personaje a que aludimos.
Pero hubo uno, que es de suma importancia conocer, porque fue en el que se fijó más tiempo, el que siguió con mas perseverancia, el que se trató con mas formalidad, el que duró hasta los sucesos que produjeron su estrepitosa caída y el grande y glorioso sacudimiento nacional, y que si bien es conocido en su última forma, y nosotros mismos le hemos trascrito en el capítulo XV, ignórase generalmente cómo y cuándo nació, de qué manera fue conducido, qué vicisitudes sufrió, con otras circunstancias dignas de saberse: sobre lo cual diremos algo nuevo, toda vez que no hemos hallado estas noticias en escritor alguno, y nada diremos que no esté basado en documentos auténticos y originales. Hablamos del propósito de Godoy de formarse una soberanía como la que después le fue destinada en los Algarbes.
En 1805, con motivo de la segunda alianza con el imperio francés, y a consecuencia del convenio celebrado en París (5 de enero) y firmado por Decrés y Gravina, y de las expediciones marítimas de las armadas combinadas francesa y española, Napoleón le dijo al príncipe de la Paz que si daba pruebas de celo y energía, procurando recursos y medios para la eficaz cooperación de España en aquellas empresas y operaciones contra Inglaterra, aseguraría para siempre su estimación, y tendría en él un apoyo y un protector contra todos sus enemigos interiores y exteriores{1}. Esto inspiró al de la Paz gran confianza en la protección de Bonaparte; y como uno de los enemigos interiores de Godoy fuese la princesa de Asturias, que lo era al propio tiempo de Napoleón, y como el agente diplomático del príncipe de la Paz en París, don Eugenio Izquierdo, le participase que el deseo del emperador era impedir que la princesa de Asturias, o sea su esposo Fernando, heredase el trono de España{2}, hablose entre los dos por escrito acerca de esta sucesión, si bien reconociendo Godoy la dificultad del negocio, y que era propio para tratarlo de palabra, encargándole propusiese, si le parecía, su venida a Madrid para tener una entrevista y que trajese algunas más bases que pudieran orientarle sobre el particular{3}. Ocurrió entretanto la denuncia que hizo Napoleón de poseer copia de una carta de la princesa de Asturias a su madre, en que le participaba los proyectos hostiles que acá tenían ella y su marido contra el príncipe de la Paz. Al comunicárselo a éste Izquierdo, le decía: «¿La carta será cierta? Se tiene la copia. ¿Y quién la tiene? Quien no puede haberla fingido. ¿Se debe reservar? ¿Deben tomarse precauciones? ¿Se debe acudir de antemano, y servirse de este motivo para afianzar la palabra dada de sostener contra todo enemigo, tanto exterior como interior? ¿Deben tomarse otras medidas? ¿Cuáles?– Todos estos puntos me atrevería yo a tratar verbalmente llevado de mi lealtad… añadiré: prevenir es querer resguardar, y quien quiere el fin quiere los medios de conseguirle. Ha llegado la hora en que bendiga el día que se pensó enviarme a París: hoy hace un año cabal, &c.{4}»
Al fin Izquierdo, a consecuencia de otra nota que le pasó el emperador desde Saint-Cloud (17 de setiembre, 1805), pidió permiso para venir a España a conferenciar con el príncipe de la Paz; se le dio y vino. Es evidente que en esta entrevista trataron los dos de la manera de frustrar los proyectos del príncipe de Asturias contra Godoy. A juzgar por los antecedentes, pensaron también en el modo de impedir la sucesión de aquellos al trono, de acuerdo con Napoleón. De esto sin duda se traslució algo, y de aquí los síntomas de discordia que en la familia real se advertían, y las sospechas de que el príncipe de la Paz aspirara a suplantar un día al heredero de la corona. Lo que sobre esto hubiera de verdad o de invención, ni nos consta ni podemos afirmarlo: cosas fueron que se trataron entre los dos verbalmente, y no las hemos hallado escritas, ni visto pruebas que confirmen de un modo legal, o por lo menos claro, las inculpaciones y cargos que en este sentido se hicieron al príncipe de la Paz.
Lo que nos consta es que, si tal pensamiento tuvo entonces, no perseveró en él, pues a poco tiempo le vemos fijarse en otro diferente, que fue el que le ocupó hasta su catástrofe, y todo lo que sobre él vamos a decir está comprobado por documentos auténticos de que podemos responder. En enero de 1806 estaba ya Izquierdo de vuelta en París, con instrucciones de estar a las órdenes del emperador y de hacer en todo su voluntad{5}. Escribiole allí Godoy (16 de enero, 1806), que el príncipe de Portugal estaba demente; que las dos princesas que querían disputarle la regencia eran enemigas de España, y que si S. M. I. quería, él se encargaría de la regencia{6}. Trasmitido esto a Napoleón, contestó que apoyaría con toda su influencia, y si era menester con sus armas, todo lo que el príncipe de la Paz quisiera hacer relativamente a Portugal; que estaba dispuesto a tomar y firmar todos los compromisos que aquél juzgase necesarios para dicho objeto{7}. Animado con esta respuesta, y disgustado por otra parte Godoy con la guerra que acá sus enemigos le hacían, en 20 de febrero desde Aranjuez escribió a su agente diplomático en París lo que ahora verán nuestros lectores, e hizo que el rey y la reina dirigiesen al mismo tiempo a Napoleón cartas sumamente cariñosas, lisonjeras y humildes, y apoyando las indicaciones que en nombre de su ministro le serían hechas por Izquierdo.
«Mi reconocimiento hacia S. M. I. y R. (le decía entre otras cosas Godoy) es ilimitado. El héroe que hace la gloria y la felicidad de la Francia desea darme pruebas del interés con que me honra. Mi seguridad está en su protección; yo puedo experimentar una desgracia, la muerte de nuestros soberanos; me veo obligado, antes que llegue este terrible momento, a procurar un medio de vivir al abrigo de toda tentativa.– La dirección que he dado a nuestras relaciones políticas, mi solicitud en todos los ramos de la administración, han expuesto mi persona, y debo tratar, o de dejar mis funciones ministeriales tan pronto como se firme la paz general, terminar mi vida política sin mancha y sin remordimientos, procurarme un retiro, poner mi persona bajo la salvaguardia de S. M. I. y R., gozar en él del bienestar que la tranquilidad de espíritu, la vuelta a los hábitos de mi infancia y la armonía de los trabajos del campo vendrán a ofrecerme, o bien continuar mi vida política (pero con independencia), si la paz del continente u otras razones exigen esta medida.– Así estoy dispuesto a hacerme objeto de las bondades de S. M. I. y R., la obra de su benevolencia, y si conviene a sus miras, uno de los elementos del gran sistema político que debe, volviendo la paz a la Europa, afirmar la libertad de los mares al mundo.– Todo lo que S. M. I. y R. proponga, será acogido por SS. MM. nuestros soberanos.»
Mucho dieron qué discurrir y qué cavilar estas comunicaciones a Izquierdo, y más la ambigüedad con que se explicaba el príncipe; grande era su apuro, porque conocía bien el carácter de Napoleón{8}. Temía perder con él en un día el terreno que había ganado en años. Al fin se resolvió a entregarle las cartas (1.º de marzo, 1806). Las de los reyes las recibió muy bien, y en la apertura de las sesiones del Cuerpo legislativo habló de ellas con elogio, y de España con interés. Pero el día 11 aun no había dado respuesta a Izquierdo, y escribía éste lleno de cuidado y de zozobra:
«S. M. no ha contestado aún ni a las notas ni a la carta de V. E… Yo estoy sin sosiego hasta ver la primera nota de S. M. I.»
Y luego se explicaba de este modo:
«El rey nuestro señor (Q. D. G.) desea que V. E. no abandone los negocios: que sea premiado como ya tiene merecido: que de su lado no se aparte, y si se aleja, pueda estar pronto cerca de su persona: asegura que desea que el emperador le franquee lo que quiere hacer en favor de V. E. para concurrir a ello. La reina nuestra señora dice o dá a entender lo mismo. V. E. desea, o separación de los negocios, seguridad sucesiva y tranquilidad, o continuación de vida política con independencia. Pues yo creo que todo pudiera combinarse, dado que S. M. I. no se explique antes, proponiendo a S. M. que el no haber tomado una resolución y comunicádola, en vista de la clara, terminante, categórica oferta del más poderoso de los hombres, como del más enérgico y mantenedor de lo que dice, ha sido por deferir a cuanto S. M. I. dispusiese; pero que conociendo por el silencio que ha guardado ser su mente que le pidan la asistencia para cuanto pueda contribuir al bienestar del sujeto a quien ha prometido su favor, las miras eran: 1.º Quitar a los ingleses los medios de dañarnos, señoreados como están de Portugal. 2.º Impedir que la regencia de este reino recaiga en quien dañe a la España. 3.º Asegurar la existencia de V. E. 4.º Premiarla. 5.º Hacer que V. E. sea útil a España y a la causa común.
»Y para ello pedir: Que S. M. I. apoye que V. E. sea declarado en Portugal como el príncipe José en Nápoles; que a V. E. se declare infante, como al príncipe Murat, Piombino y Borghese, príncipes franceses, porque V. E. está casado con una prima carnal de ambas majestades, &c., y si esto último no es del agrado de V. E. ni de SS. MM., que se omita, porque para elevar a V. E. a la Alteza sus grandes servicios bastan.– También podría el emperador apoyar la regencia de España, si S. M. juzga que dada ésta a V. E. sería todo conforme a lo que conviene al Estado.– Tenga V. E. todo esto por no dicho, y dígnese de quemarlo si le parece mal. Solo suplico instrucciones, dado que el emperador no conteste, para saber cómo debo manejarme… Escribo esta carta muy de prisa, nada me queda de cuanto escribo, &c.{9}»
A los dos días de escribir así Izquierdo salió de la ansiedad en que la falta de contestación le tenía, recibiendo la siguiente nota del emperador:
«Se han recibido las notas de 1.º de marzo: no se puede responder ni a la tercera, ni a las cartas del rey ni de la reina. Todo esto no está claro; es menester que el príncipe de la Paz diga qué es lo que desea. París, a 13 de marzo de 1806.{10}»
En su consecuencia, se apresuró Izquierdo a decir al príncipe de la Paz lo que ahora verán nuestros lectores, y que vamos a trascribir íntegro, porque es todo muy importante.
«Excmo. Sr.– Mi venerado protector: despacho un correo con la adjunta nota, para que V. E. salga del estado de incertidumbre en que mis cartas del 11 de este mes han debido ponerle.– Dirigí aquel día copia de las tres notas que el 1.º de marzo había elevado a S. M. I. y R. No puede mi celo dejar de exponer mi opinión sobre lo que V. E. había escrito, y la justicia de V. E. debe persuadirse ahora de que conozco estas gentes y estas cosas; pues que ignorando, como debía ignorar, el día 14 la mente del emperador, quien con nadie comunica de antemano sus resoluciones, preví lo que podría pensar S. M. I. y acerté, como se ve por su nota del día 13.
»El día 11 estuve escribiendo y copiando las notas del 1.º durante ocho horas seguidas. Acabé a las dos de la mañana; no me quedó borrador ninguno, porque no los hago, y tal vez con la precipitación (estaba el correo esperando mi pliego para partir) en mis cartas pudo haber falta de concisión, de claridad en mis ideas, o alguna demasía, producto de mi imaginación y de mi celo. Esta es una correspondencia interior; V. E. quiere absoluta franqueza y confianza: siendo el corazón sano, y recta la intención, en lo demás, señor, cabe disimulo e indulgencia.– No puede mi ardiente celo, mi veracidad y mi convicción íntima, dejar de reiterar a V. E. en esta tan grave, tan crítica, tan delicada como ardua circunstancia, que, como siempre, soy de opinión:
1.º »De que si S. M. I. ha podido tener en algún tiempo, por informes siniestros y creídos precipitadamente, opinión errónea de V. E., de su carácter, prendas, servicios y disposición para todo, en el día, y por propia convicción, conoce que V. E. es hombre superior, capaz de cosas grandes, y una de las personas extraordinarias de este siglo.
2.º »Que el emperador, desengañado de sus primeras ideas, entablada una correspondencia íntima y directa, experimentada la consecuencia del carácter de V. E., su fortaleza, su energía, la seguridad de sus palabras, el religioso cumplimiento de cuanto anuncia, y su grande influencia en su país (establecida por la opinión general, y afianzada en el feliz éxito de sus providencias gubernativas), debía dar a V. E. un testimonio del aprecio que hace de su persona, y formarse un allegado útil y correspondiente a su actual grandeza.
3.º »Que el emperador jamás ha tenido el pensamiento de comprometer a V. E.; que al principio creyó que su influencia en España era precaria y temporal; que tal vez pensó, en vez de procurar ganarla (felicitando a V. E.), destruirla aniquilándole; pero que tomado el partido de acercarse a V. E. y entablada la correspondencia, todas sus ideas se han encaminado a que V. E. le sea útil, y a ser S. M. útil a V. E.
4.º »Que es la realidad que sin embargo de que desde el momento en que empezó el enlace directo, los destinos, la situación, los eventos han variado tanto, que puede tenerse por prodigio la continuación del enlace cuando nadie ha conservado con el emperador las relaciones que tenía con el primer cónsul, mucho menos las personales, S. M. I. y R. ha dado en todo los primeros pasos; y que V. E. ha sido siempre remiso, y como debía ser, precavido. S. M. I. aseguró a V. E. que le defendería contra sus enemigos interiores y exteriores.– V. E. habló de la guerra de Portugal; al punto convino en enviar tropas.– Confió a V. E. la carta a la reina de Nápoles.– Confió que su vicealmirante le había disgustado.– Le ha confiado el motivo de haber desgraciado a su ministro del Tesoro público.– Habla V. E. de la necesidad de la regencia de Portugal; del mal que puede ocasionar si cae en manos desafectas; indica que puede encargarse de ella, y al punto contestó: «en cuanto a Portugal, cuanto el príncipe de la Paz quiera tanto apoyaré, primero con mi influencia, segundo con mis armas, si fuese necesario,» que es la última influencia, el primero y más eficaz empeño de los potentados. No propuso la guerra, dijo, sí, que influiría en cuanto dispusiera V. E., aunque le costase una guerra.– Confió, en fin, a V. E. cuánto le disgustaba la existencia en España de la princesa de Asturias, y que se opondría a su elevación al trono. V. E. en nada hasta aquí se ha comprometido, y las notas de su agente, sobre todo la tercera de que en la que va hoy habla el emperador, no carecen ni de circunspección ni de cordura.
5.º »Que el emperador tiene en su mente sacar a V. E. del estado dependiente; que desea modo de establecer a V. E. que se combine con sus ideas, pero que no queriendo proponer nada por sí, porque la colocación de V. E. no está dentro del plan federativo concebido para el arreglo de este imperio (en lo que nos trata con todo el decoro y amistad posible), y sí sujeto a otro de potencia aliada, su amiga y vecina, para dar a entender que no es su voluntad influir en la formación de este sistema, dice, sin embargo, de las insinuaciones del rey, del interés de SS. MM.: «Todo esto no está bien claro; el príncipe de la Paz, o quiere retiro con seguridad de su persona, o vida política independiente; pues explíquese. Estoy pronto a interesarme en su suerte; lo he prometido solemnemente; mi palabra es eficaz, irresistible: es un particular; con todo, le he dicho que firmaré, que contraeré los empeños que quiera, y soy el hombre más poderoso de la tierra… ¿qué más puede desear?»
»Pues señor, con el debido respeto, mi honradez, mi pasión, mi amor a mi patria, a mis soberanos, dicen a V. E. que está ya en la palestra, a la orilla del Rubicón, como César; o pasarle y salir del estado actual, o separarse de todo. No proponiendo nada de fijo el emperador, no respondiendo categóricamente a su concisa, enérgica y perentoria pregunta, toda negociación ulterior queda rota: el emperador no repite dos veces la misma cosa; no dá un paso que no haya de tener un resultado; quita y dá soberanías; nadie influye en su opinión; todas las mutaciones que vemos, todos los arreglos, son partos de su mente, y su ministro Talleyrand, su hermano el príncipe José, sus generales y edecanes, sus continuos, su misma esposa, ignoran, como el vulgo, el preñado, hasta que se publica el alumbramiento.
»Pudiera V. E. ser declarado infante, príncipe, rey, sin que nadie tuviese un antecedente, si el emperador pensase en hacerlo; pero veo que para servir a V. E., ya que le tiene prometido interesarse en su suerte, quiere tenga V. E. la debida confianza para decirle: «esto deseo, esto conviene, esto me parece;» y luego modificar, según sus combinaciones, los deseos, los intereses de V. E. y adoptarlo todo a algún sistema que tenga meditado… Así, pues, si V. E. combina con SS. MM. que la regencia de Portugal es conveniente, sea el título cual fuere, si V. E. cree que un principado entre Portugal y España, capital Olivenza u otra ciudad, y hasta la mar, &c., una multitud de combinaciones geográficamente políticas, que a mí no me ocurren y pueden ocurrir a las superiores concepciones de V. E., dígnese V. E. declararlo como lo tenga por conveniente, para que en el modo y en la sustancia pueda yo no salir un punto de lo que me prescriba…
»Señor, meditación; preveer todo antes de responder. El cielo conserve la preciosa vida de V. E. dilatados años. París 15 de marzo de 1806.– Excmo Sr.– De V. E. siempre rendido.– Eugenio Izquierdo.{11}»
Parecieron bien al príncipe de la Paz estas indicaciones de su agente diplomático, y en su virtud, y después de haberlo meditado y consultado con los reyes, en 1.º de abril le trasmitió sus ideas relativamente a Portugal para que las sometiera a la aprobación de Napoleón. Decíale, que su objeto era alejar para siempre de aquel reino el despotismo inglés que hacía tan largo tiempo pesaba sobre él con gran detrimento de los intereses de España y de Francia. Pedíale su protección para ir a apoderarse de aquel país, en cuyo caso le podría dejar bajo su regencia; o bien dividirle en dos partes, una de las cuales, la del Norte que confina con Galicia, podría darse al infante don Francisco, hijo tercero del rey, y la otra, la del Sur, a aquel cuyo reconocimiento corresponderá siempre a las bondades de S. M. I. y R. Podría también el Portugal, añadiéndole una parte del reino de Galicia, dividirse en cuatro porciones, una para el infante don Carlos, hijo segundo del rey, otra para el infante don Francisco, otra para el príncipe actual de Portugal, y la cuarta para aquel que por la benevolencia de S. M. I. y R. y por la de SS. MM. católicas sería elevado a este rango. Estos cuatro príncipes podrían depender de la corona de España como de un centro. Pero conociendo que cada una de estas cuatro partes sería demasiado pequeña, convendría más o dividirle en dos solas, o no hacer partición ninguna. Que S. M. I. y R. arreglaría todo lo concerniente a las colonias portuguesas. De éstas una parte podría darse al príncipe del Brasil, si no se le dejaba nada en Europa, y si la idea era enviarle a América: otra parte, o el todo quedaría a la disposición de S. M. I. y R.{12}
Así entablada la negociación, y encargado por Napoleón el mariscal de palacio Duroc de entenderse con Izquierdo, a escondidas del embajador acreditado de España en París, príncipe de Masserano, el proyecto halló algunos reparos en aquella corte, sobre los cuales continuaba Izquierdo consultando al príncipe de la Paz, cuyas contestaciones trasmitía aquél al mariscal Duroc, y éste a su vez al emperador. De este modo proseguía tratándose este negocio, hasta que a consecuencia de un despacho del príncipe de la Paz de 26 de mayo (1806), y de convenir ya Napoleón en la partición del Portugal, destinando una parte para el príncipe de la Paz, pero queriendo que se diese la otra al rey de Etruria, e indicando deseos de quedarse con el puerto de Pasajes en Guipúzcoa, y de obtener la libre introducción en España de los algodones y paños franceses, se vio Izquierdo en el caso de escribir a Godoy con fecha 7 de junio lo que hemos copiado y nuestros lectores habrán visto en el capítulo XV del presente libro. Al margen de aquella comunicación escribió el príncipe de la Paz de su puño, en Aranjuez, lo siguiente:
«Pero el todo del despacho se reduce a que si la casa de Etruria pasa al Portugal, dividiéndole en dos, mitad para el rey y mitad para mí, el enlace de mi hija con el rey, cuya edad es igual, podría hacer que este país vuelva a un pie más respetable, &c. Que la casa de Portugal pase a Etruria, y en este caso la princesa casará con nuestro príncipe. SS. MM. están muy contentos de este plan, de que no queda más noticia, pues no copio mi carta.»
Estos nuevos planes y proposiciones de Godoy, que constituían el fondo y sustancia de su contestación a Izquierdo, según la nota marginal de su letra, llegaron a París cuando ya Napoleón, por medio del ministro Talleyrand, había hecho notificar al consejero Izquierdo cuál era la solución que él quería y pensaba dar a este negocio, con encargo de que lo propusiera a los reyes de España y al príncipe de la Paz, a fin de que sin pérdida de tiempo pudiera terminarse definitivamente, que fue lo que en despacho de 15 de junio trasmitió Izquierdo a Godoy, formulado en trece artículos, cuyo texto dimos también a conocer en nuestro capítulo XV{13}.
Indicamos allí que las novedades ocurridas en aquel tiempo en las relaciones de Francia con otras potencias de Europa paralizaron y dejaron en suspenso esta negociación, cuando a los actores españoles en ella interesados les parecía estar llegando a su término y creían tocar ya el fruto de sus trabajos. Mas aunque Napoleón guardó desde aquella fecha un silencio y manifestó un desvío y un desdén muy significativos, todavía el de la Paz e Izquierdo continuaron sus gestiones con singular esfuerzo, según que las nuevas circunstancias permitían, y de la manera que nos reservamos decir en este lugar para completar la historia de este curioso asunto. Las instrucciones que el príncipe de la Paz siguió dando en los meses de julio y agosto a su agente íntimo en París, fueron extractadas por éste, y colocadas en orden numérico para ir contestando a todas sucesivamente. De ellas solo mencionaremos las que iban más derechamente encaminadas al mismo propósito.
«Interesa a nuestra tranquilidad la pronta conclusión del negociado de Portugal (núm. 2).– Observar, inquirir, indagar, y decirme cosas positivas; porque veo que van a dejar a V. con los paños puestos, y a decirle: ese es el tratado, fírmele V., y sinó no hay nada (núm. 8).– Hacer las observaciones debidas para que Mr. de Talleyrand responda, si, en el caso de hacerse la paz con Inglaterra, tendrá efecto lo de Portugal sin faltar a ella (núm. 9).– El príncipe Murat nos es de grande apoyo (núm. 17).– Apurar los medios hasta saber cosas ciertas sobre si, muerto el príncipe Luis, que está para poca vida, se pensaría en que el nuestro se casase con su viuda (núm. 18).– Hicieron a V. que faltase a la amistad de Lacepede: perdimos injusta e impolíticamente la llave maestra de nuestras negociaciones; se burlaron de V. Duroc y Talleyrand, ocultando éste lo que se trataba, disculpándose con no tener noticias de lo que pensaba el emperador, ni menos sus órdenes para presentarle escritos, diciendo que fuese V. a Lacepede, pues que su conducto era el más seguro. Y bien: ¿qué prueba esta conducta? La mala fe entre los hombres. Perdimos pues los canales de comunicación: Ouvrard mismo hubiera sido un recurso, pero faltó, y con mucho daño nuestro. Llegó Michel, y para conservar la correspondencia del príncipe Murat, única relación que nos queda, aceptaré lo propuesto por aquél, si hay utilidad y ventajas que exijan este sacrificio. La mediación del príncipe Murat, sus relaciones, según manifiesta su correspondencia, no son indiferentes ni estériles (número 25).
»Verificada la paz, debe V. regresar a España, trayéndose hasta el más mínimo papel de nuestra correspondencia, y si pudiese readquirir la pasada al emperador, sería aún más de mi satisfacción. Debe venir para recibir nuevas instrucciones, debe pasar antes una nota despidiéndose del emperador y tomando su venia, asegurando en mi nombre que jamás serán otras mis ideas, ni variarán mis principios, &c., &c.– Valiéndose de toda su prudencia en los últimos momentos, nada hable, nada diga, ni despliegue sus labios hasta venir a mi presencia: esto es lo que más interesa a nuestra reputación (núm. 27 y 28).– Aún no ha llegado la carta del emperador para S. M., y esta ocurrencia extraordinaria limita mis explicaciones, pues me cierra el campo a la combinación; pero repito lo dicho en cuanto a la reina de Etruria y a mi persona. Mas si el príncipe de Portugal está loco, ¿cómo ha de gobernar en ningún país? ¿La regencia en su mano, convendrá a los intereses de España? ¿La familia ha de subsistir en aquel punto, estableciéndose en él otra regencia?… Por lo que pueda convenir, incluyo las cartas de la princesa del Brasil a sus padres, y otras y otras, para que tome ideas de los negocios, así políticos como domésticos, de Portugal (núm. 29).– Llegó la carta del emperador. En ella se dan ideas de empezarse las negociaciones, y se añade que el rey puede enviar a París persona de su confianza con instrucciones y poderes… ¿Querrá excluir a V.? En tal caso, ¿en dónde están las esperanzas? S. M. nombra dos sujetos, al embajador y a V. Si en observancia de las órdenes con que V. se halla autorizado anteriormente, hubiese firmado el tratado, S. M. lo aprueba y deja sin valor el último poder. Así, según están las cosas, entregará V. o retendrá la carta que con los poderes se le dirige para el embajador (núm. 30).– Incluyo también la carta para el príncipe de Benevento. Reflexionar todo; reasumir cuanto he escrito sobre tan difíciles negocios, y fijándose en el punto que conviene, proceder enérgica y categóricamente… (núm. 31).– V. me devolverá las cartas que incluyo. Encargo reserva y prudencia. Los enojos se ponen a un lado, cuando importa más que su satisfacción la armonía de que se trata. Instrúyame V. de todo, de todo. Cuidado el uso que se hace de las cartas; devuélvamelas V. al punto; pues traslucida esta confianza que hago en V., se perdería el mérito del secreto, y aun ¿quién sabe las resultas? (núm. 33).– La residencia de V. en París no es tampoco necesaria. Terminados estos negocios, vuélvase V. en la forma que le previne en mis anteriores (núm. 35).
»La novedad que V. me comunica deja inútiles las anteriores instrucciones. Si continúa la guerra, pues que será preciso atacar a Portugal, S. M. admitirá las proposiciones según el plan que trasladé a V. relativo a la posición de Etruria; bien que sería mejor conservar uno y otro, y no hacer pacto de transacciones, sino del establecimiento de una regencia en Portugal, la cual debería proponerse al pueblo como recurso o medio de su salvación en las presentes circunstancias. La regencia y el cetro se me ofrecerían por la Inglaterra, siempre que quisiere unirme a la coalición; pero ni esta inconsecuencia está en mi carácter, ni dejo de conocer los reveses de la suerte e ingratitud de los que componen los gabinetes. V. ha visto desaparecer de mis manos un reino en el momento que le decían pidiese poderes para firmar la transacción, y ha podido observar que los instrumentos más activos a la ejecución del proyecto son los primeros que han esterilizado nuestros trabajos. Sepamos, pues, lo que se hace, y no convengamos en nada que no firme el emperador. Hable V. con claridad, reconvenga con las inconsecuencias que hemos probado, y sosténgase en su carácter, bien que sin chocar. Dignidad, silencio, decisión, esto impone a V. por ley (núm. 36).– Manuel.{14}»
A cada uno de estos capítulos e instrucciones fue respondiéndole Izquierdo, contándole además los pasos que había dado con Talleyrand, con Duroc, con Lapecede, y con el mismo emperador, y las conversaciones que con cada uno había tenido, según el grado de confianza que con cada cuál podía tomarse, y según las relaciones de aquellos entre sí. Que después, en vista del estado de las negociaciones que allí se trataban sobre la paz o la guerra, se había reducido unos días al papel de espectador, reprimiendo su genial viveza, y conduciéndose con la calma, la serenidad y la prudencia que tanto le recomendaba. Que sin embargo, había resistido por sí solo las dos demandas del emperador, de introducir libremente los algodones en España, y de quedarse con una parte de Guipúzcoa. Que no extrañaba quisieran excluirle de la negociación, si las intenciones de allí no eran puras; pero que de la carta del emperador no podía deducirse que fuese ese su ánimo, porque sabía que era quien gozaba exclusivamente de la confianza del príncipe, y por consecuencia, del gobierno español.
Contestando luego al número 4, le decía:
«Lord Yarmouth, cuando iba a dejar a París, me cogió una tarde, y muy en secreto me propuso si quería, separadamente de la Francia, hacer una paz entre Inglaterra y España. Estaba muy de acuerdo en sus negociaciones con Mr. de Talleyrand, y era muy del agrado del emperador. La tal proposición podía ser una trampa que de acuerdo con este gobierno me armaba, un medio de sondear nuestras intenciones e ideas. Respondí en tono de chanza: ¿V. viene a burlarse de mí, ahora que se va? ¿Qué español puede fiarse de los ingleses? Si fuese yo rey de España, hasta que me volviesen las fragatas tomadas en sana paz, la Trinidad y Gibraltar, no entablaría con ellos negociación alguna.– ¡Oh! y ¡a qué precio tan subido, respondió, quiere V. vender la paz! ¿Qué ministro inglés se atrevería a firmar la cesión de Gibraltar? Yo no quiero morir apedreado en las calles de Londres, y no seré yo quien a tales condiciones firme la paz con España.»
Pero aún más grave que esto, y de más interés y cuidado para el príncipe de la Paz, y más todavía para los monarcas y para todo el reino si lo hubieran sabido, era lo que respondía al número 15.
«Todos los amigos de Luciano, decía, suponen que dentro de un año será rey de España. Dicen unos que esta corona va por ahora a darse a V. E., para por este medio echar del trono a los Borbones, y que luego se le despojará de ella para colocar en el trono español a Luciano. Sapé, secretario y confidente de Luciano en Madrid, ahora tribuno y lleno de ambición, ha revelado este secreto a un íntimo suyo, dándole esperanzas de mejor fortuna antes de mucho tiempo. El ministro de la Policía, Fouché, en otro tiempo gran revolucionario, ha dado grandes esperanzas a varios, confiándoles las mismas intenciones. Dicen otros, que el proyecto por ahora se limita a formar para el mismo Luciano un reino de Iberia, tomando las faldas españolas de los Pirineos, &c., y dando a Castilla el Portugal. Algunos, con mucha reserva, comunican que la destrucción total de los Borbones está resuelta; pero suspendida para tiempo más oportuno. Ha habido quien ha venido a mi casa y me ha dicho: Mire V. que me consta que aquí quieren engañarle; no porque sean más hábiles que V., porque tengan más sagacidad esperan conseguirlo, sino porque son más fuertes y malos. Le ofrecen el reino de los Algarbes para su príncipe de la Paz; pero nada le darán, y la mira de estos secuaces de Maquiavelo con estas esperanzas que le dan a V., es atraerse el príncipe de la Paz, y valiéndose de él, apoderarse de España{15}. Considere V. E. cuán agitado, cuán receloso, cuán vigilante deben tenerme tales avisos, pero sería imprudentísimo darse por entendido de ello con los individuos del gobierno. En nada pongo tanto estudio y cuidado como en aparentar perenne seguridad y completa confianza, en disimular que les sospecho: quien manifiesta desconfianza, como quien llega a pedir celos, es perdido.»
Seguía dándole cuenta del estado de los negocios generales de Europa, de lo que pasaba y se trataba con el embajador de Portugal, a quien consideraba solo como un espía puesto allí por los ingleses, de las noticias que iban llegando de Rusia, &c.; y volviendo a su asunto favorito decía:
«Mr. de Talleyrand, en varias conversaciones de estos últimos días, me ha dicho positivamente que nos apoderaremos de Portugal, hágase la paz o la guerra; que la cosa puede tardar algo, porque el emperador aun está ansioso de la paz, aunque más difícil en las condiciones desde la negativa de los rusos; pero que la toma de Portugal por nosotros es segura. Y en una casa de campo, en Meudon, en donde estuvimos solos para tratar de las condiciones del préstamo de Holanda, me dijo el viernes 5: «Comunique V. con prontitud ésta segura noticia al señor príncipe de la Paz; y añadió: La carta que me ha escrito es sumamente aguda, discreta, y manifiesta ser parto de un gran entendimiento. Cuente V. con que seré siempre de su Alteza, y afírmele también que he sido siempre de opinión de que el tratado se hiciese aunque fuese eventual; que hoy la negociación debe comenzar, porque, según va, toda esperanza de paz está desvanecida:»– Monsieur de Talleyrand desearía el toisón, y que al mismo tiempo se diese al príncipe Alejandro Berthier… Estoy pronto a marcharme luego que mi presencia no sea absolutamente necesaria en París. Algún día sabrá V. E. mi penosa vida de aquí.– Llevaré todos los papeles; conservo hasta los sobrescritos. Nada importan las notas pasadas. Ejecutaré lo prevenido en los números 27 y 35. Devuelvo todas las cartas; quedo enterado de cuanto contienen; en tiempo oportuno haré de todo ello el uso conveniente– &c.{16}»
A poco tiempo le envió copia del tratado hecho entre Francia y Rusia, llamándole la atención sobre los artículos secretos, en que se estipulaba dar nuestras islas Baleares al príncipe real de Nápoles, sin contar para ello con España y disponiendo como de cosa propia, confesando que por su parte lo había ignorado todo, y que Talleyrand se lo había ocultado completamente{17}. Y como todas estas cosas fuesen poniendo de mal humor al príncipe de la Paz, e induciéndole sospechas de que no había sinceridad por parte del emperador, de que éste y sus intermediarios estaban entreteniendo y engañando a Izquierdo, de que las negociaciones sobre Portugal y sobre su soberanía en aquel reino llevaban camino de no realizarse, o por mala fe de Napoleón, o por timidez, credulidad o falta de energía de su agente diplomático, vertía Godoy este mal humor y estas sospechas en sus comunicaciones (setiembre, 1806); hacía reconvenciones agrias a Izquierdo, y daba señales de retirar su confianza al que había sido siempre su más íntimo, su más leal, su más apasionado confidente, como si fuese el culpable de ver frustrados sus personales proyectos. Protestaba Izquierdo no haber pecado ni de flojo, ni de tímido, ni de iluso, de haber sido siempre y estar resuelto a ser eternamente leal a su venerado protector, hasta sacrificar por él su vida, y hacíalo a veces con admirable energía, y mostrando el mayor desinterés y la más vigorosa entereza{18}. Explicábale no obstante las causas de haberse malogrado el negocio en que tenía tanto empeño, y entre otras cosas, todas importantes, le decía lo siguiente:
«En cuanto a las negociaciones que directamente miran a la persona de V. E., el emperador no se ha pronunciado abiertamente sobre la situación futura destinada a la recompensa merecida, ni en las cartas escritas a los reyes, ni cuando ha escrito a V. E. En las notas se ha manifestado con menos reserva; pero no cabe duda que en las conversaciones entabladas, así con el mariscal Duroc como con Mr. de Talleyrand, no ha habido oscuridad ninguna. El mariscal Duroc vino a buscarme por mandato de S. M. El emperador le autorizó para firmar conmigo el tratado de Portugal; se expidieron las órdenes para el envío de tropas a las fronteras de España; Mr. de Talleyrand se introdujo en esta negociación del modo que tengo referido en mis cartas a V. E.; mezcló el cambio de Etruria, la demanda de la porción de Guipúzcoa; he leído su informe original al emperador acerca de estos puntos, que estaba en poder del mariscal Duroc. En todas las conversaciones se ha tratado de V. E., se ha ventilado la porción de dominios que debía tener; he visto escritas por el mismo mariscal Duroc, y, según éste, dictadas por el mismo emperador, las cláusulas de la minuta del tratado, en que se estipulaba que V. E. había de ser príncipe soberano, &c. &c. &c. Ocurrieron las negociaciones inglesas; todo ha quedado sin concluir; las disposiciones tomadas inútiles, y las esperanzas que habíamos concebido desvanecidas. El emperador ni siquiera, como hacía antes, ha comunicado directamente ni intención ni resolución suya ninguna acerca de tan grave negocio; lo que nos deja y ha debido dejar en las mayores dudas y consternación, aumentar nuestros prudentes recelos, nuestras incertidumbres y desconfianzas.– Estos son los hechos; y en todo ello, ¿cuál es, ni cuál puede ser mi culpa? ¿En qué he faltado? Supongo que en todo lo acaecido haya habido perfidia: ¿soy yo cómplice? Supongo que hayan intentado engañarme: ¿lo han conseguido? Yo no he comprometido jamás ni a V. E. ni a mis soberanos. Me propusieron un tratado; circunstancias ocurridas estorban su conclusión; lo dicen así; no soy tan necio que manifieste mi credulidad, ni tan incauto que deje traslucir mi desconfianza: esto es lo que toca hacer a la prudencia, y dejar al tiempo y a los eventos lo demás. ¿De dónde nace pues que V. E. diga al que más le ama, a quien abomina de la carrera política, y solo es diplomático porque esto interesa personalmente a V. E.: Yo reprenderé la conducta de V. si aún no se atreve a mostrarse enérgico, claro y lacónico? ¿Sería, señor, prudente, sería ventajoso pasar una nota quejándome de que no se haya concluido el tratado, cuando se me ha dicho que en tiempo oportuno se firmará? ¿Cuando, aunque se firme, no puede cumplirse lo ofrecido por este gobierno, ínterin no se aclare lo de Alemania y Prusia? ¿No dirían que pedir en la actualidad la ejecución de la promesa era para obligar a realizarla, o para desertar de la alianza en caso de rehusarla…?{19}»
Mas cuando llegó esta carta, o por mejor decir, cuando se escribía, ya el príncipe de la Paz, creyéndose burlado por Napoleón, no teniendo resignación para ver escapársele la soberanía que tanto codiciaba, halagado por la Inglaterra y viendo la nueva coalición formada contra la Francia, había variado repentinamente de política y publicado la famosa proclama de declaración de guerra que hemos dado a conocer en otra parte. Arrepentido luego, por las causas allí expresadas, de su imprudente precipitación, apeló de nuevo a Izquierdo, no obstante las anteriores reconvenciones, como al único capaz de sacarle del mal paso en que su ligereza le había metido, para que viera de desenojar a Napoleón y al gobierno francés, dando la mejor versión posible a aquella indiscreta medida. ¿Y cómo no había de hacerlo así, cuando el mismo Izquierdo le decía lo que sigue:
«No puede mi lealtad ocultar a V. E. que aquí todo París está alarmado con la proclamación de V. E. y con la carta a los corregidores. No hay, señor, ministro, ni empleado, no hay sujeto de luces que no mire como una declaración de guerra a la Francia tales escritos. Yo he desengañado a cuantos me han hablado: todos me dicen que tengo razón, y ninguno queda persuadido. Hasta Mr. de Lacepede me ha hablado con la mayor cordialidad y franqueza, diciéndome temía malas resultas de las ideas que podrían concebir de los escritos publicados de orden de V. E… El prefecto de Policía de París, amigo íntimo mío, quien comunica directamente al emperador cuanto se dice en París, me ha preguntado también qué había en esto– Me ha asegurado que el general Moreau está en Lisboa, y así se lo comunicó ayer al emperador… y hay quien añade que V. E. está de acuerdo con él y con los ingleses, y que tiene enviado un correo a Londres.– Ya ve V. E. cuán absurdas son todas estas voces{20}; pero en este país corren como la materia eléctrica, y pueden producir graves males. Con este motivo se han renovado las voces de que Luciano ha de reinar en España, &c.{21}»
Reconciliose pues con Izquierdo, lo cual mostró éste agradecerle con toda la vehemencia de quien se había identificado con él hasta el punto de consagrarle enteramente su persona y su vida{22}. En su obsequio pasó Izquierdo a Alemania, estuvo en Maguncia con objeto de disculpar para con los ministros del emperador la proclama de Godoy, dispuesto, si este paso no alcanzaba, a ir a buscar a Napoleón en su mismo cuartel general para ver de desenfadarle. Entonces fue también cuando el príncipe de la Paz, afanoso por volver a la gracia de Napoleón, quiso felicitarle por sus triunfos, le pidió una princesa de su familia para esposa del heredero del trono de España, y puso en juego los demás medios de que antes hemos hablado. Lo que hasta ahora no hemos dicho es que Godoy proyectó hacer un viaje a París para tener una entrevista con el emperador y tratar con él de un gran pensamiento que decía tener, y que no conocemos.
«Un plan más vasto me ocupa, le decía a Izquierdo, y es tal que exigiría mi entrevista con el emperador; pero no tratemos de esto, y solo en el caso de arreglarse las cosas, y permitir la salud de V. un viaje para dar las ideas de él, pudiera equivalerse mi pequeña presentación.»
A lo cual contestaba Izquierdo:
«La entrevista con el emperador no puede (sea cual fuere el plazo) dejar de producir ventajosísimos efectos para los reyes nuestros señores, para toda la real familia, para V. E. personalmente, y para toda la nación. Tengo la casa de Hervás (hotel del Infantado); si V. E. piensa en que pueda venir, es propio para que en él se aloje. Dígame V. E. si le alquilaré o no… La presentación de V. E. no es tan difícil. Nadie extrañaría en Europa que V. E. viniese a ver a este hombre singular: a él (yo creo) le lisonjearía sobremanera la visita.{23}»
Lo que en justicia y en verdad debemos decir también es que, cualesquiera que fuesen o hubiesen sido los proyectos y las aspiraciones personales del príncipe de la Paz, y su humillación al hombre poderoso de la Francia para conseguirlos, nunca tuvo ánimo de sacrificar parte alguna del territorio español, como muchos creen, y entonces mismo sus enemigos le atribuyeron; por el contrario, tanto él como Izquierdo estuvieron siempre acordes en rechazar y resistir toda pretensión del emperador en este sentido.
«Podrá convenir, decía el de la Paz en una de sus comunicaciones, la subsistencia de Portugal, pues si en compensación ha de dejar el rey algunas provincias más allá del Ebro, más cuenta le tiene conservarse cual está.»
A que contestaba Izquierdo:
«Ciertamente, señor, tendrá más cuenta. La integridad de nuestro país es lo primero. Hasta aquí son voces vagas las que han esparcido los malévolos sobre Cataluña, Aragón, Navarra y Guipúzcoa.»
Sobre este particular toda la correspondencia que hemos visto está dictada en el mismo espíritu.
Llegó el año 1807. Volvió Napoleón a París victorioso de las potencias del Norte, cargado de laureles y trofeos, y más poderoso que nunca. Desembarazado de aquellas atenciones, que habían hecho suspender las negociaciones sobre Portugal un año antes entabladas con el ministro español, y al parecer próximas a reducirse a tratado, volvió él también a pensar en aquel reino, y en una nota que pasó a España invitaba a nuestra corte a que interpusiera sus relaciones y su influencia con la casa de Braganza para que renunciase a la alianza inglesa, o bien a que uniera sus armas con las del imperio para obligarla, en el caso de que el gobierno portugués desoyera la excitación amistosa de las dos naciones. Era resucitar el mismo emperador el antiguo proyecto, antes iniciado por el príncipe de la Paz, proseguido con ahínco, y suspenso con harta pena y desazón suya. Faltaba conocer el giro que ahora quería darle Napoleón; ignorábanse sus designios, o por lo menos nadie podía blasonar de haberlos penetrado. ¿Debía sospechar que el emperador abrigara alguna idea siniestra sobre el trono y sobre la familia reinante de España? ¿Y podía el de la Paz, aun dado que tal sospechase, resistir a la voluntad del hombre entonces más poderoso de la tierra, a quien se estaba esforzando por desenojar y tener propicio, y cuando sabía que al mismo tiempo sus enemigos, los parciales del príncipe de Asturias, estaban también solicitando la protección imperial con el objeto de derribarle?
Godoy, empujado por un pensamiento de medro personal, y fascinado por un ofrecimiento del emperador, desde principio de 805, se había ido deslizando por una pendiente de que no podía retroceder, y una vez que lo intentó, fue para arrepentirse muy pronto y precipitarse más por ella. Pasó, pues, la nota al gobierno lusitano, en el sentido que Napoleón proponía. Aquella corte malogró primero un tiempo precioso que Napoleón supo aprovechar, y anduvo después poco hábil para sortear sus pretensiones. Estrechada luego para declararse dentro de un breve plazo y de contados días{24}, creyendo, equivocadamente, conjurar la tempestad con satisfacer a medias las exigencias de la Francia, cumplido un tercer plazo irrevocable que le fue otorgado, durante el cual Napoleón preparaba y reunía un ejército en la Gironda{25}, en la respuesta y en la conducta del gobierno portugués halló el emperador sobrado pretexto para mostrarse irritado y para hacer la declaración de guerra que buscaba y apetecía. Faltaba convenir y arreglar el modo y forma cómo esta guerra había de hacerse por las dos potencias aliadas, Francia y España, y decidir sobre la suerte de Portugal, y cómo había de repartirse este reino de manera que pareciese que ambas naciones, o por lo menos que ambos contratantes salían aventajados, y esto fue lo que se hizo en el tratado de Fontainebleau (27 de octubre, 1807), que conocen ya nuestros lectores{26}.
Indicamos ya que este tratado había sido una consecuencia y una modificación del que mucho antes se había negociado y dejado en suspenso, y ahora lo hemos demostrado de una manera incontrovertible, haciendo ver la ilación y el curso de este negocio desde su principio hasta su término{27}. Como después se vio la conducta abominable de Napoleón en los asuntos de España, se ha cuestionado y cuestiona si hizo todavía de buena fe el tratado de Fontainebleau, o si ya entonces había entrado en su plan el destronamiento de la familia real española, y adoptado como medio para llegar a él la guerra de Portugal. De no obrar ya entonces con sinceridad Bonaparte dio una prueba en el hecho de haber mandado entrar sus tropas en España, pendiente aún el tratado, y nueve días antes de firmarse{28}, sin variar de resolución por más notas y reclamaciones que le dirigió Izquierdo. Por lo que hace al pensamiento de destronar los Borbones de España, si entonces bullía acaso ya en su mente, por lo menos no le confió a nadie, ni él lo confesó nunca después: y aun creemos que, si bien una idea semejante había entrado mucho tiempo hacía en su sistema, ni la época, ni los medios, ni el modo eran todavía cosas resueltas. Porque Napoleón, hombre de expedición y de resoluciones prontas, daba a sus empresas el giro que las circunstancias y los sucesos, más bien que los proyectos preconcebidos, le sugerían. Lo que hay para nosotros de más cierto es, que comprometido ya con él el príncipe de la Paz, solicitada por otra parte su protección por el príncipe Fernando, asido aquél por un tratado, éste por la célebre carta, que llegó precisamente a su poder cuando el convenio se firmaba, viendo postrados a sus pies los dos personajes y los dos partidos que representaban, patentes a sus ojos las miserias de nuestra corte y la debilidad consiguiente de nuestro reino, que a competencia parecía serle franqueado por los que más debían guardarle, andada ya la mayor parte del camino de su ambición, cualquier empresa debió antojársele fácil; y por si algo faltaba que pudiera brindarle a ella, vinieron a proporcionárselo las deplorables escenas del Escorial, de que pasaremos ahora a dar cuenta a nuestros lectores, «principio, como dice un ilustre historiador, del tropel de males y desgracias, de perfidias y heroicos hechos que sucesivamente nos va a desdoblar la historia.{29}»
{1} «Qu’alors (decía) dans tous les temps le prince aura appui contre ses ennemis interieurs et exterieurs.»
{2} Cartas de Izquierdo al príncipe de la Paz de 3 y 22 de junio, y notas del emperador en Milán y Plasencia de 28 de mayo y 28 de junio de 1805.
{3} «Otro párrafo (decía Godoy a Izquierdo en carta de 14 de julio) es la sucesión al trono de España: las circunstancias deben decidir este emblema, que no es fácil a nuestro cálculo… para esto convendría nuestra entrevista; calcule V. si es posible, y propóngala con solicitud de algunas luces que puedan orientarme más de lo que expresa la pluma.»
Hemos visto esta carta original, que le fue devuelta de París, según él lo encargaba, pues decía: «Devuélvame V. esta carta, pues no debe existir en noticia de otros, y por supuesto no dejo copia.»
Le enviaba algunas bandas para que el emperador las distribuyera a quien le pareciese, lo mismo que había hecho antes con los toisones, y le decía: «Va la respuesta con las bandas a disposición de S. M. I., y si tuviese ocasión de saber si la de la reina nuestra señora sería apreciable a la emperatriz, diga V. que S. M. se la enviaría con el mayor gusto.»
{4} Carta de Izquierdo al príncipe de la Paz: Archivo del Ministerio de Estado.
{5} Nota de 1.º de febrero, traducida, que se encuentra en la correspondencia de Izquierdo, en el Archivo del Ministerio de Estado, y dice: «El consejero Izquierdo ha vuelto del viaje que hizo de orden del príncipe de la Paz y con aprobación de S. M. I. y R., y sin más objeto que estar a las órdenes de S. M. I. y depender absolutamente de su voluntad.»
{6} Nota de 6 de febrero: ibid.
{7} «L’Empereur appuyera de toute son influence, et, s’il le faut, de ses armes, tout ce que le prince de la Paix voudra faire relativement au Portugal; il est prest a signer et à prendre tous les engagement que le prince jugera necessaires pour cet objet.»– Enviada por Izquierdo, que certifica haber visto la firma del emperador.
{8} «Conozco, decía, este terreno, estas personas, estos caracteres, y sobre todo el principal; sé que no le cuadran medios términos, que aborrece los rodeos, que siempre busca resultados, que el arrojo le desagrada, y mucho más la irresolución; y en fin, que en todo busca amigos serios, moderados, fuertes, serenos, y tan distantes de la intrepidez como de la inacción y apatía.»
{9} Correspondencia entre Izquierdo y el príncipe de la Paz: Archivo del Ministerio de Estado: carta de 11 de marzo de 1806.
{10} Al remitir Izquierdo copia de esta nota decía: «Certifico haber visto y leído esta nota firmada por S. M. el emperador.– París 14 de marzo de 1806.»
{11} Aun hemos omitido varios párrafos del documento, no porque no sean interesantes, sino por estar basados sobre el mismo pensamiento, y por aligerar cuanto nos es posible la historia de esta importante negociación.
{12} Copia de la nota pasada por Izquierdo al emperador en 15 de abril de 1806.– Archivo del Ministerio de Estado.
Es en verdad admirable, y casi incomprensible la seriedad y el aplomo con que el príncipe de la Paz niega todo esto en sus Memorias, y la confianza con que dice cosas como las siguientes: «Básteles solo el buen sentido natural a los que juzguen estas cosas, para que fácilmente reconozcan… que no cabía en ninguna idea pedir yo un trono ni imponer condiciones al que sin mí podía cuanto quisiese entonces… Oh! que si alguna grande gloria de mi vida me ha quedado sin que ninguno pueda arrebatármela, es no haberle pedido nunca nada, ni antes, ni al tiempo, ni después de la catástrofe de nuestra corte… Ni Izquierdo recibió jamás encargo mío de pedir cosa alguna a Bonaparte; ni él de su propia idea se adelantó a pedirle nada en mi provecho, ni se ocupó en París de objeto alguno que no fuese en beneficio de la patria. Quien diga alguna cosa en contra de esto, de probarlo tiene, o le diré que es un villano. Lo dije ya otra vez, y me conviene repetirlo: después de tanto tiempo ¿qué archivo se ha escapado a los registros de los historiadores, o qué se ha escondido a la codicia de los cronistas de la Europa? Declare en contra mía, si pudiese encontrarse algún testigo, o rastrearse un documento que desmienta lo que digo…» Memorias, tomo V, capítulo 29.
Y no es menos admirable, ni más comprensible la arrogancia con que Izquierdo escribía a don Pedro Cevallos en 1808 lo siguiente: «En presencia del Todopoderoso, y a la faz de todo el universo declaro, que durante mi misión diplomática en París, jamás me ha sido inspirada, ni comunicada por el señor príncipe de la Paz, hasta el día de hoy, idea alguna opuesta al bien general del Estado, ni al de la real familia, ni idea dirigida a utilidad suya, actual o futura. Mi misión ha sido para que ambos gobiernos se comunicasen por un conducto fiel, seguro, secreto, y de tal lealtad, jamás intereses o pensamientos suyos personales con los del Estado, como han hecho casi todos los embajadores de ambas potencias en estos últimos tiempos, con graves e incalculables perjuicios de nuestra patria.»– Carta de don Eugenio Izquierdo a don Pedro Cevallos en 10 de abril de 1808.– Colección de Llorente.
Confesamos que al leer esto, sospechamos al pronto si habríamos soñado la correspondencia original que en el texto citamos y a que nos hemos referido. Mas después hemos adquirido la evidencia de haberla visto despiertos, de la misma manera que la que en este capítulo nos resta todavía citar.
{13} Aquellos dos documentos, unidos a los que en el presente capítulo insertamos, o a la letra o en extracto, forman la historia correlativa y completa de esta interesante y curiosa negociación. El lector que no tenga presentes aquellos, los podrá recordar fácilmente.
{14} Si el príncipe de la Paz pudiera leer ahora esta su correspondencia, creemos que borraría de muy buena gana, si pudiera también, lo que dijo en sus Memorias, y que hemos copiado en la nota pág. 143 [nota 12].
{15} Recomendamos todas estas noticias a Mr. Thiers, el que con tanta ceguedad afirma no haberse pensado en España hasta el otoño de 1807. La forma no estaría resuelta, pero el pensamiento era tan conocido como se ve por estas comunicaciones.
{16} Carta de Izquierdo al príncipe de la Paz, de París a 9 de setiembre de 1806.– Archivo del Ministerio de Estado.– Su carta consta de muchos pliegos, y de ella solo hemos extractado lo que hacía más al objeto de este capítulo.
{17} «V. E. sabrá, añadía, si la Francia lo ha hecho saber a España por otro conducto, y también deducirá las consecuencias que se presentan al entendimiento de hecho tan singular, en el caso que no haya dado aviso de ello.»
{18} Tal como en las siguientes sentidas frases: «Voy a comunicar a V. E. lo que me pasa con V. E. mismo. V. E. me ha asegurado siempre que a nadie confiaría lo que a mí y ahora quiere valerse de pluma ajena para escribir al que más ama? ¿al que le ha entregado toda su existencia?– Aborrezco los empleos y las dignidades; en saliendo de París ya puede volver al rey la gracia de consejero honorario de Estado; para nada la necesito, y ya aborrezco a Madrid al considerar que no he acertado en conservar la buena opinión que V. E. debería tener de mis conocimientos y luces.– No tengo carácter ninguno público para permanecer cerca del emperador y de este gobierno: hasta aquí he hecho lo que he podido, lo que se me ha mandado: si ahora quiere V. E. que mi correspondencia sea oficial, ¿qué cualidad he de tener para con V. E. mismo y para este gobierno? O todo uno, señor, o todo otro, y como no pretendo ser embajador, ni lo sería aunque V. E. me lo mandase, se sigue que mi separación de aquí es necesaria.– Siempre me he considerado como un allegado de V. E., como un íntimo suyo, que V. E. había presentado al rey para estos eventos; desde que dí a V. E. mi palabra de servirle, renuncié en mi corazón a todo empleo público de la monarquía; así no hubiera aceptado jamás ningún ministerio, y creí acabar mis días únicamente al lado de V. E.– Me queda, señor, una satisfacción. De mi lealtad y de mi celo no ha de poder jamás quejarse V. E. Yo en nada he faltado: hubiera dado la vida por V. E.; pero soy tan pundonoroso, que afirmo ante V. E. que renuncio a todas nuestras relaciones, porque confianza a medias no es compatible con mi honor… &c.»
{19} Carta de Izquierdo al príncipe de la Paz, de París a 10 de octubre de 1806.– Archivo del Ministerio de Estado.– Toda esta carta es interesantísima, y sentimos mucho el no poder insertarla íntegra por demasiado extensa. En materia de documentos de este reinado no conocemos nada tan importante como la correspondencia entre el príncipe de la Paz e Izquierdo, pues sobre dar una idea cabal del estado de los negocios generales de Europa, se revelan los pensamientos íntimos de los que manejaban los asuntos de España, y se descubren todas sus miras y designios. Es también tanto más importante cuanto es menos conocida, pues no sabemos de escritor alguno que dé muestras de haberla examinado.
{20} Por la historia hemos visto que las voces, lejos de ser absurdas eran ciertas, porque entonces fue la misión de Argüelles a Lisboa y a Londres.
{21} Carta de noviembre de 1806.– Archivo del ministerio de Estado.
{22} «Gracias, señor, le decía, por tanta bondad… No tendré en mi vida pensamiento que le ofenda, ni haré acción que le disguste; en una palabra, soy todo de V. E. y no deseo ser de otro. Dígame V. E. cuanto guste, pero que no lo sepa ningún nacido. Mi pena fue excesiva, el consuelo mayor; acabose todo, no se hable más de mi persona.»
{23} Cartas del príncipe de la Paz de octubre y noviembre, y respuesta de Izquierdo de 24 de diciembre de 1806.– Archivo del Ministerio de Estado.
{24} Diósele para ello lo que mediaba desde el 12 de agosto al 1.º de setiembre de 1807.
{25} Este último plazo terminaba en 30 de setiembre.
{26} Al texto de aquel tratado, que trascribimos al final del capítulo XV, debemos añadir ahora la aprobación que a los dos días le dio Napoleón, así como los artículos que con nombre de convención se le agregaron.
«Hemos aprobado y aprobamos el presente tratado en todos y cada uno de los artículos en él contenidos: declaramos que está aceptado, ratificado y confirmado y prometemos que será observado inviolablemente. En fe de lo cual hemos dado la presente, firmada de nuestra mano, refrendada y sellada con nuestro sello imperial en Fontainebleau a 29 de octubre de 1807.– Napoleón.– El ministro de Relaciones exteriores: Champagny.– Por el emperador, el ministro secretario de Estado: Hugo Maret.»
Convención anexa al tratado anterior, aprobada y ratificada de igual modo.
Napoleón por la gracia de Dios, &c.– Habiendo visto y examinado la convención concluida, &c. &c.
Art. 1.º Un cuerpo de tropas imperiales francesas de veinte y cinco mil hombre de infantería y de tres mil de caballería entrará en España y marchará en derechura a Lisboa. Se reunirá a este cuerpo otro de ocho mil hombres de infantería y de tres mil de caballería de tropas españolas, con treinta piezas de artillería.
Art. 2.º Al mismo tiempo una división de tropas españolas de diez mil hombres tomará posesión de la provincia de Entre-Duero y Miño y de la ciudad de Oporto; y otra división de seis mil hombres, compuesta igualmente de tropas españolas, tomará posesión de la provincia de Alentejo y del reino de los Algarbes.
Art. 3.º Las tropas francesas serán alimentadas y mantenidas por la España, y sus sueldos pagados por la Francia, durante todo el tiempo de su tránsito por España.
Art. 4.º Desde el momento en que las tropas combinadas hayan entrado en Portugal, las provincias de Beira, Tras-os-Montes, y la Extremadura portuguesa (que deben quedar secuestradas) serán administradas y gobernadas por el general comandante de las tropas francesas, y las contribuciones que se impongan quedarán a beneficio de la Francia. Las provincias que deban formar el reino de la Lusitania Septentrional, y el principado de los Algarbes, serán administradas y gobernadas por los generales comandantes de las divisiones españolas, que entrarán en ellas, y las contribuciones que se impongan quedarán a beneficio de la España.
Art. 5.º El cuerpo del centro estará bajo las órdenes de los comandantes de las tropas francesas, y a él estarán sujetas las tropas españolas que se reúnan a aquellas. Sin embargo, si el rey de España o el príncipe de la Paz juzgaran conveniente trasladarse a este cuerpo de ejército, el general comandante de las tropas francesas, y estas mismas, estarán bajo sus órdenes.
Art. 6.º Un nuevo cuerpo de cuarenta mil hombres de tropas francesas se reunirá en Bayona, a más tardar en 20 de noviembre próximo, para estar pronto a entrar en España y trasferirse a Portugal en el caso que los ingleses enviasen refuerzos y amenazasen atacarle. Este nuevo cuerpo no entrará sin embargo en España, hasta que las dos altas potencias contratantes se hayan puesto de acuerdo a este efecto.
Art. 7.º La presente convención será ratificada, y el canje de las ratificaciones se hará al mismo tiempo que el del tratado de este día.
Fecho en Fontainebleau a 27 de octubre de 1807.– Firmado: Duroc.– Izquierdo.
Hemos aprobado y aprobamos la convención que precede &c.– Sigue la aprobación en los propios términos, la misma fecha, y firmada por los mismos que la anterior.
{27} Volvemos a rectificar aquí al príncipe de la Paz, que después de referir la conversación que pasó entre Napoleón e Izquierdo días antes de ajustarse el tratado de Fontainebleau, dice: «He aquí todo el origen de la ruidosa y decantada soberanía de los Algarbes.»
Hemos probado hasta la evidencia que no fue éste todo el origen, y que el origen venía de muy atrás.– Es sorprendente el tono de seguridad con que Godoy en sus Memorias niega que hubiera pretendido antes aquella soberanía, ni que hubiera pensado en ella siquiera; y más sorprendente todavía el que se atreviera a desafiar de la manera que lo hizo a que le presentaran un solo documento que pudiera comprobarlo, cuando nosotros hemos aducido tantos y tan auténticos y tan explícitos, y aun podríamos añadir otros más si quisiéramos. Solo puede explicarse este tono aseverativo por la confianza que sin duda le inspiraba el haber visto que después de tanto y tanto como contra él se había escrito por espacio de treinta años, hasta por hombres de Estado españoles y franceses, nadie había dado muestras de conocer estos documentos de aquella larga negociación, y es de inferir supuso que habrían desaparecido, y nadie por consiguiente podría descubrirlos ya. Al menos a nosotros no se nos alcanza otra explicación.
{28} El tratado se firmó el 27 de octubre, y el ejército francés empezó a entrar en España el 18.
{29} Así dice el conde de Toreno, aplicando estas palabras a la entrada de las primeras tropas en España.
Es en verdad extraño que este erudito historiador, al hacer la historia especial del Levantamiento, guerra y revolución de España, entrara tan de improviso en la narración de aquellos sucesos, y que apenas haya dado una ligerísima e imperceptible idea de los antecedentes que los habían ido preparando, y de las causas que existían de atrás, y que explican la razón del papel que luego se vio desempeñar a cada uno de los actores de aquel gran drama.– El mismo vacío notamos en la relación de los sucesos del Escorial, que en la obra de Toreno ocupa brevísimas páginas, y no da al lector sino un conocimiento muy incompleto de lo que allí ocurrió, y más incompleto todavía del origen y principio de aquella trama.