Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro IX Reinado de Carlos IV

Capítulo XIX
El proceso del Escorial
1807

Relaciones y ocupaciones del príncipe de Asturias.– Misteriosa denuncia que de él se hizo a los reyes.– Sorpréndele Carlos IV en su habitación y le ocupa sus papeles.– Cartas y documentos que le fueron hallados.– Formación de causa, y arresto del príncipe y de sus cómplices.– Manifiesto de Carlos IV denunciando a la nación la criminalidad de su hijo.– Carta del rey a Napoleón.– Pide Fernando perdón a sus padres.– Decreto de perdón, y segundo manifiesto del rey.– Papel que en estos sucesos hizo el príncipe de la Paz.– Conducta del ministro Caballero.– Prosigue la causa contra los demás procesados.– Acusación fiscal.– Sentencia absolutoria.– Extrañeza que causó, y por qué.–  Juicio que se ha formado de este fallo.– Causas que pudieron influir en el ánimo de los jueces.– Irrítase fuertemente Napoleón al ver mezclado el nombre de su embajador en estos sucesos.–  Muéstrase colérico contra la corte de Madrid.–  Instrucciones que dejó antes de partir a Italia.– Prohíbe que en el proceso del Escorial se publique cosa alguna que aluda a su persona o a la de su embajador.– Otras amenazas.– Aturdimiento que producen en la corte y en los jueces.– Juicio que el pueblo formaba de la causa del Escorial.– Atribúyela a intriga de Godoy.– Popularidad del príncipe de Asturias.– Espera que Bonaparte vendrá en favor suyo y contra el príncipe de la Paz.– Intenta éste retirarse, y no lo consienten ni Carlos ni Fernando.– Otra carta de Carlos IV a Napoleón procurando desagraviarle.– Respuesta de Bonaparte desde Milán.– Doblez que se advierte en la conducta del emperador.– Cálculos que se hacían sobre sus intenciones y planes.
 

Que tales manejos como los que hemos referido, que tales intrigas y discordias en el seno de la real familia y entre las personas que con mas intimidad la rodeaban, habían de producir resultados funestos y frutos amargos para España, era cosa que todo el mundo presentía y de que nadie auguraba sino desastres; y eso que las causas y móviles de lo que se veía suceder eran todavía algunas ignoradas de muchos, otras un secreto para la generalidad. Para mayor desdicha, cuando las tropas francesas habían pisado ya nuestro territorio y derramádose por lo interior del reino, siendo para unos objeto de halagüeñas esperanzas, para otros de recelos y temores, para todos de cálculos y discursos varios, en aquellas críticas circunstancias vinieron a aumentar nuestros conflictos y a hacer más patentes nuestras miserias las lastimosas escenas que se representaron en el real monasterio del Escorial.

El príncipe Fernando, joven entonces de veinte y tres años, educado por el canónigo Escóiquiz, y enteramente sometido a sus inspiraciones, en todo obraba por sus instigaciones y consejos. Los planes y tramas que entre los dos habían urdido, y que provocaron las escenas que vamos a describir, se descubrieron del modo siguiente.

Aficionado el antiguo maestro del príncipe a ganar lauros literarios, aunque a la afición no igualaban las dotes, quiso que su regio alumno participara también de esta gloria, que habría de contribuir a su popularidad; Fernando tradujo en secreto algún tomo de las Revoluciones romanas de Vertot, y cuando le tuvo impreso, previo el parecer del abate Melon, juez de imprentas entonces, y con las iniciales de su nombre, pareciole que daría un golpe de buen efecto sorprendiendo a sus augustos padres presentándoles un trabajo literario que ellos no esperaban y de que no tenían noticia. La reina, en efecto, se sobrecogió al pronto agradablemente, mas como reparase luego en el título del libro, y el nombre de revolución fuera una palabra que asustaba entonces en el real alcázar, reconvino a su hijo por no haber elegido para traducir una de tantas obras de otro género. El rey se ofendió también de que hubiera hecho aquel trabajo sin su conocimiento y anuencia; y haciéndole observar que un príncipe destinado a ceñir corona no debe escribir para el público sino cuando esté seguro de que sus producciones han de resistir bien a la crítica, pues lo contrario cede en menoscabo y desprestigio de su dignidad y de su nombre, díjole que conservara depositada la edición hasta que él se informara si era tal su mérito que debiera circular; y además le aconsejó que, una vez que mostraba afición a tales ocupaciones, vertiese al español el Curso de Estudios que Condillac había escrito para su tío el príncipe de Parma: con lo cual se conformó Fernando, y el anciano monarca quedó al parecer muy satisfecho de la afición literaria de su hijo y de la manera útil como entretenía el tiempo.

Así, aunque a poco de esto una dama de la reina, la marquesa de Perijáa, dio noticia a sus soberanos de que el príncipe pasaba las noches en vela escribiendo hasta la madrugada, no lo extrañaron aquellos, suponiendo que el objeto de tales tareas sería la traducción que le había recomendado su padre. Lo que sí los alarmó fue un pliego, con tres luegos, que Carlos IV encontró un día sobre su pupitre: era un anónimo en que le denunciaban que en el cuarto del príncipe heredero se tramaba una conjuración y se preparaba un movimiento, en que peligraba la corona, y la reina corría riesgo de ser sacrificada{1}. Unido este misterioso aviso al anterior, y como además se observase que los criados del cuarto del príncipe hablaban con cierta desenvoltura, hasta de cartas que aquél recibía en secreto, entraron los reyes en gran cuidado, y aunque Carlos en su interior no creía a su hijo capaz de cometer el crimen que se le atribuía, estimulado por la reina, determinó visitar su habitación y recogerle los papeles que encontrase. So pretexto, pues, de regalarle una colección encuadernada de las poesías que se habían compuesto en loor de los triunfos de nuestras armas en Buenos-Aires, entró Carlos IV en el aposento de su hijo. La turbación de éste, y su mirada inquieta y zozobrosa, infundieron nuevas sospechas al anciano monarca, el cual recogió los papeles, que halló sin dificultad, y salió, dando orden a Fernando de que permaneciese en su habitación sin recibir a persona alguna (28 de octubre, 1807). Sucedía esto en el Escorial, y como Godoy se hallase enfermo en Madrid, llamaron los reyes al ministro de Gracia y Justicia, marqués Caballero, para leer y examinar los papeles ocupados (28 de octubre).

Los papeles encontrados y recogidos fueron:

1.º Una exposición al rey de más de doce hojas, dictada por Escóiquiz y copiada por el mismo príncipe Fernando, en que, después de pintar con los colores más vivos y exagerados la conducta, costumbres y excesos de todo género de Godoy, y de acusarle de graves delitos, se le atribuían intentos de querer subir al trono, y de acabar con el rey y toda la real familia{2}. Para convencer a su padre de la verdad de los malvados designios que le denunciaba, le proponía salir a una partida de caza al Pardo o la Casa de Campo, donde podría examinar y oír los testigos que quisiese, con tal que no estuvieran presentes ni la reina ni Godoy, previniéndole no diera oídos a persona alguna, sino en presencia del mismo Fernando. Pedíale facultad para prender al acusado y enviarle a un castillo, así como a sus criados, a la Tudó y otros, y para el embargo de sus bienes, todo con arreglo a decretos que el mismo príncipe presentaría a la aprobación de su padre; pero sin formarle causa, ni someter la averiguación de los delitos a pruebas judiciales, «por el deshonor que resultaría a nuestra casa de la publicación jurídica de los delitos de este hombre, unido a ella con afinidad tan estrecha. Una vez preso Godoy, es absolutamente preciso, decía, que V. M. me permita que no me separe yo un instante de su lado, de manera que mi madre no pueda hablarle a solas, y que los primeros ímpetus de su sentimiento descarguen sobre mí.» Y concluía suplicándole que, de no acceder a su petición, quedara este peligroso secreto sepultado en su pecho.

2.º Una instrucción, de cinco hojas y media, obra también de Escóiquiz, en que proponía otro modo de tentar la caída de don Manuel Godoy por medio de la misma reina, interesándola el hijo como mujer, como reina y como madre, arrodillándose en su presencia, y revelándole los crímenes y las monstruosidades del valido. Había de empezar manifestando su repugnancia invencible a la boda propuesta con la cuñada de Godoy. Se prevenían todos los casos y situaciones a que este caso pudiera dar lugar: se discurrían las preguntas, observaciones y reparos que podría hacer la reina, y se ponía en boca del príncipe la contestación o la réplica que a cada una había de dar. Y si por estos caminos no se alcanzaba el resultado, se apelaría a otros recursos más seguros. La instrucción se suponía dada por un fraile a su primo, y todos los nombres de los que en ella figuraban eran supuestos; pero con tan poco arte disfrazados, que el más lego traslucía al instante, y sin el menor esfuerzo del discurso, los personajes verdaderos. El rey era don Diego, doña Felipa la reina, don Agustín el príncipe, Godoy don Nuño, y doña Petra su cuñada. Con razón dice un ilustrado historiador que en el concebir de tan desvariada intriga despuntaba aquella sencilla credulidad y ambicioso desasosiego de que nos dará desgraciadamente en esta historia sobradas pruebas el canónigo Escóiquiz{3}. Al final se hacían indicaciones nada disimuladas sobre lo que se estaba tratando con el embajador francés acerca del enlace del heredero del trono español con una princesa de la familia de Bonaparte. Se conoce que éste escrito fue hecho antes que la representación al rey.

3.º La cifra y clave de la correspondencia secreta entre Fernando y Escóiquiz, que era la misma que había servido para comunicarse su difunta esposa María Antonia con su madre la reina Carolina de Nápoles.

4.º Una carta en forma de nota, de letra de Fernando, fecha de aquel día, ya cerrada, pero sin sobrescrito, firma ni nombre; en que decía, que, bien pensado el asunto, había preferido el medio de elevar a su padre la exposición, y que buscaría un religioso que la pusiera en sus reales manos. En ella parece indicaba que se había penetrado bien de la gloriosa vida de San Hermenegildo, y que guiado por el ejemplo de aquel santo mártir estaba dispuesto a pelear por la justicia; mas no teniendo vocación al martirio, deseaba se asegurasen bien todas las medidas, y que todos se hallaran prontos a sostenerle con firmeza; que estuvieran preparadas las proclamas, y que si llegaba a estallar el movimiento, cayese la tempestad solamente sobre Sisberto y Goswinda (Godoy y la reina María Luisa), y que a Leovigildo (Carlos IV) procuraran atraerle con vivas y aplausos{4}.

Déjase comprender la sensación que causaría en el ánimo de los monarcas la lectura de tales papeles. Era preciso, no obstante, tomar una resolución con la urgencia que el caso requería; pero luchábase entre el temor de que fuese cierto el movimiento que se había anunciado como inminente, el de excitar las sospechas de los conjurados, si existían, y el de irritar a los numerosos partidarios de un príncipe que gozaba de popularidad en España. Después de vacilar mucho sobre la medida que sería mejor y menos peligroso adoptar, resolviose, al fin, por consejo de Caballero, informar a la nación de lo que pasaba por medio de un manifiesto, mandar instruir la correspondiente sumaria en averiguación del crimen y de los delincuentes, y estar al resultado de los procedimientos judiciales, comenzando por un interrogatorio al mismo Fernando, con asistencia de los ministros y del gobernador interino del Consejo, don Arias Mon Velarde. Interrogole el mismo rey, y las respuestas del príncipe estuvieron lejos de satisfacer al monarca, el cual en su virtud le condujo y acompañó hasta su cuarto, con los ministros, el gobernador del Consejo y el zaguanete, le mandó entregar la espada{5} y lo dejó allí arrestado con centinelas de vista. Al día siguiente se publicó el Manifiesto a la nación, que decía así:

«Dios, que vela sobre sus criaturas, no permite la ejecución de los hechos atroces cuando las víctimas son inocentes. Mi pueblo, mis vasallos todos conocen mi cristiandad y mis costumbres arregladas; todos me aman, y de todos recibo pruebas de veneración, cual exige el respeto de un padre amante de sus hijos. Vivía yo persuadido de esta verdad, cuando una mano desconocida me enseña y descubre el más enorme y temerario plan que se trazaba en mi mismo palacio contra mi persona. La vida mía, que tantas veces ha estado en riesgo, era ya una carga pesada para mi sucesor, que preocupado, obcecado, y enajenado de todos los principios de cristiandad que le enseñó mi paternal cuidado y amor, había admitido un plan para destronarme. Entonces yo quise indagar por mí mismo la verdad del hecho, y sorprendiéndole en su mismo cuarto, hallé en su poder la cifra de inteligencia y de instrucciones que recibía de los malvados. Convoqué al examen a mi gobernador interino del Consejo, para que asociado con otros ministros practicasen las diligencias de indagación. Todo se hizo, y de ella resultan varios reos cuya prisión he decretado, así como el arresto de mi hijo en su habitación. Esta pena quedaba a las muchas que me afligen; pero así como es la más dolorosa, es también la más importante de purgar, e ínterin mando publicar el resultado, no quiero dejar de manifestar a mis vasallos mi disgusto, que será menor con las muestras de su lealtad. Tendreislo entendido para que circule en la forma conveniente. En San Lorenzo, a 30 de octubre de 1807.– Al gobernador interino del Consejo.{6}»

Al propio tiempo, o mejor dicho, con fecha del día anterior, había escrito Carlos IV a Napoleón la siguiente carta:

«Hermano mío: En el momento en que me ocupaba en los medios de cooperar a la destrucción de nuestro enemigo común{7}, cuando creía que todas las tramas de la ex-reina de Nápoles se habían roto con la muerte de su hija, veo con horror que hasta en mi palacio ha penetrado el espíritu de la más negra intriga. ¡Ah! mi corazón se despedaza al tener que referir tan monstruoso atentado. Mi hijo primogénito, el heredero presuntivo de mi trono había formado el horrible designio de destronarme, y había llegado al extremo de atentar contra los días de su madre. Crimen tan atroz debe ser castigado con el rigor de las leyes. La que le llama a sucederme debe ser revocada; uno de sus hermanos será más digno de reemplazarle en mi corazón y en el trono. Ahora procuro indagar sus cómplices para buscar el hilo de tan increíble maldad, y no quiero perder un solo instante en instruir a V. M. I. y R. suplicándole me ayude con sus luces y consejos. Sobre lo que ruego, &c.– Carlos.– En San Lorenzo a 29 de octubre de 1807.»

Pero el mismo día 30, a la una de la tarde, luego que el príncipe supo que el rey había salido a caza, pasó recado a la reina rogándola se dignase pasar a su cuarto, o escucharle en el suyo, pues tenía que hacerle revelaciones importantes. La reina se negó a uno y a otro, pero envió al ministro Caballero para que oyese cuanto le quisiera decir. Declaró entonces espontáneamente el príncipe, que, instigado por pérfidos consejeros (que así los llamó, denunciando sus nombres), los cuales le habían hecho creer que Godoy aspiraba a apoderarse del trono, para conjurar la tormenta había escrito en 11 de octubre una carta al emperador de los franceses, solicitando por esposa una princesa de su familia: que había expedido un decreto en favor del duque del Infantado, con fecha en blanco y sello negro, dándole el mando de todas las tropas de Castilla la Nueva para cuando su padre falleciese: que los papeles que se le habían encontrado, copiados de su puño, eran obra del canónigo Escóiquiz: que había estado en correspondencia con el embajador de Francia Beauharnais desde un día que en la corte se hicieron una seña convenida, y que hacía tiempo había estado luchando con las seducciones de sus malvados consejeros, a las cuales había cedido en un momento de debilidad.

A consecuencia de estas gravísimas declaraciones, el rey escribió de nuevo al príncipe de la Paz pidiéndole consejo, y éste, tan luego como se lo permitió el estado de su salud, pasó al Escorial. El asunto no podía ya ahogarse dentro de las paredes del palacio después de la ruidosa publicación que le había dado el manifiesto del rey, y su carta a Napoleón. La circunstancia de haber escrito también Fernando a Bonaparte implorando su protección y amistad, y la de andar mezclado en el negocio el nombre del embajador francés, junto con la de hallarse las tropas francesas en el corazón de Castilla, y no saberse todavía la ratificación del tratado de Fontainebleau, hizo temer a Godoy que el emperador quisiera intervenir en esta discordia de familia, y que acaso, como el príncipe de Asturias había indicado también, mandara aproximar sus tropas a la corte. Y como por otra parte no desconocía el gran partido que en el pueblo tenía Fernando, quiso dar el corte posible a tan enojoso suceso. Fernando se había mostrado arrepentido, y no faltaba más sino que él mismo solicitara el perdón para poder sobreseer en la causa, con lo cual se prometía el de la Paz patentizar la debilidad del príncipe, justificar el manifiesto del rey, y dar al asunto el giro que le podía ser más favorable. Encargose él mismo de esta empresa, y se presentó a Fernando, que, al decir de Godoy en sus Memorias, le recibió llorando y con los brazos abiertos. No es imposible que pasara algo parecido a la escena que aquél describe, puesto que le halló dispuesto a aceptarle por medianero entre él y sus padres, y toda vez que para desenojarlos se prestó a dirigirles las dos cartas, que ahora daremos a conocer, en que se confesaba reo y les pedía humildemente perdón, ya fuese que las escribiera él de inspiración propia, como Godoy afirma, ya fuese que éste se las dictara, como aseguran otros, y que de cualquier modo demuestran la misma flaqueza en el que las suscribió{8}.

Entonces redactó el príncipe de la Paz un decreto de perdón, que aprobado por el rey y por el ministro Caballero, se publicó en 5 de noviembre, y decía así:

«La voz de la naturaleza desarma el brazo de la venganza, y cuando la inadvertencia reclama la piedad, no puede negarse a ello un padre amoroso. Mi hijo ha declarado ya los autores del plan horrible que le habían hecho concebir unos malvados: todo lo ha manifestado en forma de derecho, y todo consta con la escrupulosidad que exige la ley en tales pruebas; su arrepentimiento y asombro le han dictado las representaciones que me ha dirigido y siguen:

»Señor:

»Papá mío: he delinquido, he faltado a V. M. como rey y como padre; pero me arrepiento, y ofrezco a V. M. la obediencia más humilde. Nada debía hacer sin noticia de V. M.; pero fui sorprendido. He delatado a los culpables, y pido a V. M. me perdone por haberle mentido la otra noche, permitiendo besar sus reales pies a su reconocido hijo.– Fernando.

»Señora:

»Mamá mía: estoy muy arrepentido del grandísimo delito que he cometido contra mis padres y reyes, y así con la mayor humildad le pido a V. M. se digne interceder con papá, para que permita ir a besar sus reales pies a su reconocido hijo.– Fernando.{9}»

»En vista de ellas, y a ruegos de la reina mi amada esposa, perdono a mi hijo, y le vuelvo a mi gracia cuando con su conducta me dé pruebas de una verdadera reforma en su frágil manejo; y mando que los mismos jueces que han entendido en la causa desde su principio, la sigan, permitiéndoles asociados si los necesitasen, y que, concluida, me consulten la sentencia, ajustada a la ley, según fuesen la gravedad de los delitos y las personas en quienes recaigan: teniendo por principio para la formación de cargos las respuestas dadas por el príncipe a las demandas que se le han hecho, pues todas están rubricadas y firmadas de mi puño, así como los papeles aprehendidos en sus mesas, escritos por su mano; y esta providencia se comunique a mis consejos y tribunales, circulándola a mis pueblos, para que reconozcan en ella mi piedad y justicia, y alivien la aflicción y cuidado en que les puso mi primer decreto, cuando por él vieron el riesgo de su soberano y padre, que como a hijos los ama, y así le corresponden. Tendreislo entendido para su cumplimiento.– San Lorenzo, 5 de noviembre de 1807.»

De esta manera terminó el arresto del príncipe de Asturias, vuelto con el perdón a la gracia de sus padres, y debiendo continuar solamente el proceso contra los cómplices por él denunciados. Del perdón de su hijo dio conocimiento el rey a Napoleón por conducto del embajador príncipe de Masserano, y Godoy dio noticia a su confidente Izquierdo. Después diremos el efecto que otras comunicaciones produjeron en la corte imperial de Francia. Sigamos ahora el hilo de lo que pasó en el real monasterio de San Lorenzo.

Al siguiente día del segundo manifiesto nombró el rey (6 de noviembre) para la prosecución de la causa contra los demás procesados una junta, compuesta de don Arias Mon, gobernador interino del Consejo, don Sebastián de Torres y don Domingo Campomanes, consejeros, designando para secretario de ella al alcalde de corte don Benito Arias de Prada. El mismo ministro Caballero, que antes había dicho a los reyes que sin su real clemencia el príncipe merecería por siete capítulos la pena capital, fue el que ahora arregló el modo de seguir la causa, descartando de ella cuantos documentos pudieran comprometer al príncipe y al embajador francés{10}. Diose el cargo de fiscal a don Simón de Viegas, y para el fallo de su causa fueron agregados a la junta otros ocho consejeros{11}. Terrible y dura fue la acusación fiscal: pedíase en ella la pena capital que la ley de Partida impone a los traidores al rey y al Estado, contra don Juan Escóiquiz y el duque del Infantado, y otras extraordinarias contra el conde de Orgaz, el marqués de Ayerbe, don José Manrique, Pedro Collado y otros de la servidumbre del príncipe (28 de diciembre, 1807), no pidiendo nada contra el conde de Bornos y don Pedro Giral, «por no arriesgarse a introducir en la cuestión lo que S. M. manda que absolutamente no se trate.{12}» El abogado defensor del canónigo Escóiquiz, don Francisco de Madrid Dávila, no negó, antes bien confesó que eran obra de su defendido los papeles encontrados al príncipe, incluso el decreto a nombre de Fernando VII, como si fuese ya rey, nombrando al duque del Infantado capitán general de Castilla la Nueva; pero alegaba que lejos de deber considerarse tales documentos como cuerpo de delito, eran pruebas acendradas de celosa lealtad al príncipe, y actos meritorios de parte de quien había sido su maestro, atendida la peligrosa situación en que aquél se hallaba{13}.

Los procedimientos continuaron hasta el 25 de enero de 1808, día en que los jueces fallaron la causa, absolviendo completamente a los perseguidos como reos, y declarando que la prisión sufrida no perjudicaría en tiempo alguno a la buena opinión y fama de que gozaban{14}. Sin embargo el rey, gubernativamente confinó, a unos a destierro, a otros a conventos, a Escóiquiz, a los duques del Infantado y de San Carlos, y a varios otros de los procesados.

Si entonces causó la sentencia absolutoria grande extrañeza y sorpresa, especialmente a los que sabían los antecedentes y méritos de la causa, y no podían haber olvidado las revelaciones hechas por el príncipe de Asturias y las declaraciones y confesiones de algunos de los acusados, los escritores posteriores de más nota, aun los más abiertamente enemigos del príncipe de la Paz, y que por su posición han podido estar mejor informados, no se han retraído de censurar el fallo de los jueces.

«Mas si la política, dice uno de nuestros más autorizados historiadores, descubre la causa de tan extraordinario modo de proceder, no por eso queda intacta y pura la austera imparcialidad de los magistrados: un proceso después de comenzarse no puede amoldarse al antojo de un tribunal, ni descartarse a su arbitrio los documentos o pruebas más importantes. Entre los jueces había respetables varones, cuya integridad había permanecido sin mancilla en el largo espacio de una honrosa carrera, si bien hasta entonces negocios de tal cuantía no se habían puesto en el crisol de su severa equidad. Fuese equivocación en su juicio, o fuese más bien por razón de Estado, lo cierto es que en la prosecución y término de la causa se apartaron de la justicia legal, y la ofrecieron al público manca y no cumplidamente formada ni llevada a cabo.{15}»

Este mismo ilustrado escritor apunta las causas que pudieron influir en semejante proceder de los jueces; pero contentándose con indicar que el nombre de Napoleón y los temores de la nube que se levantaba en el Pirineo pesaron en la flexible balanza de la justicia, se abstiene de contar lo que en este sentido pasó; omisión ciertamente extraña, siendo aquello tan importante y digno de saberse. Cúmplenos dar siquiera una idea de lo que tanto puede aclarar aquel suceso, y explicar otros posteriores.

Cuando por las declaraciones de Fernando se supo lo de su carta a Napoleón, y la parte que en aquel plan había tenido el embajador Beauharnais, Carlos IV escribió al emperador participándole el suceso, y hubo de hacerlo mostrándose sentido y quejoso de las negociaciones subrepticias del embajador imperial; así como Godoy lo puso también en conocimiento de su confidente Izquierdo. La carta del rey fue presentada a Bonaparte por el príncipe de Masserano, que seguía representando a España en París. Al leerla, prorrumpió Napoleón en arrebatos de cólera, o verdadera o fingida, y en amenazas y denuestos, negando haber recibido carta alguna del príncipe español (cuando algún tiempo más adelante fue él quien la hizo publicar y la dio a conocer), ni que su embajador hubiera podido mezclarse en aquel plan, el cual sería sin duda una intriga de la corte de España o una maquinación de la Inglaterra; y añadiendo, que complicar en aquella calumnia su propio nombre, era un agravio que exigía la reparación debida al decoro del imperio (11 de noviembre). Quiso también conocer lo que el príncipe de la Paz decía a Izquierdo, y le hizo llamar. Pero antes tuvo éste varias conferencias y explicaciones con el mariscal Duroc, con el príncipe Murat, con el de Benevento y con el ministro Champagny, los cuales todos le informaban de lo enojado y colérico que había puesto al emperador la carta de Carlos IV y de su inquietud por el giro que podrían tomar los sucesos de España, y la suerte que podría correr el príncipe de Asturias. Izquierdo no tuvo dificultad en enseñar su despacho, con lo cual pareció templarse un poco las iras de Napoleón.

Llegó en esto a París (15 de noviembre) el pliego que llevaba la noticia del perdón del príncipe de Asturias, juntamente con la ratificación del tratado de Fontainebleau. Hallábase Napoleón en vísperas de partir a Italia, como en efecto lo verificó el día siguiente, dirigiéndose a Milán. Perplejo todavía entonces sobre la política que le convendría seguir en los asuntos de España, no viendo aun claro el desenlace que podría tener el drama del Escorial, inclinado en favor de Fernando, pero no fiándose en la debilidad de su carácter, dudando si le estaría mejor tener un aliado sumiso dándole la esposa de su familia que él solicitaba, si dejaría que siguieran reinando Carlos IV y María Luisa, o si sería llegado el caso de extinguir la dinastía de los Borbones; en estas incertidumbres, y calculando que con el perdón del de Asturias daban alguna espera los resultados del proceso del Escorial, determinó su viaje a Italia, dejando a su ministro de Negocios extranjeros, Champagny, las instrucciones convenientes para que las comunicase a Izquierdo, previniendo además al general Dupont lo tuviese todo dispuesto para entrar a fines de noviembre en España con el segundo cuerpo de la Gironda, llegando solo hasta Valladolid, y enviando a su gentil-hombre Monsieur Tournon a Madrid para que indagase qué partido tenía en el pueblo el príncipe Fernando, y qué partidarios contaban todavía Carlos IV y el príncipe de la Paz.

Las instrucciones de Napoleón, trasmitidas por Champagny a Izquierdo, fueron: 1.º Que el emperador pedía que por ningún motivo ni razón se hablara ni publicara en el proceso del Escorial cosa que pudiera aludir a su persona ni a la de su embajador, ni que infundiera sospecha de que ellos habían intentado intervenir en los negocios interiores de España: 2.º Que lo contrario lo miraría como una ofensa que exigía venganza, y que la tomaría: 3.º Que declaraba que nunca se había mezclado ni se mezclaría jamás en las cosas interiores de este reino; ni había sido su pensamiento que el príncipe de Asturias se enlazase con una princesa de Francia, ni menos con mademoiselle Tascher de la Pagerie, sobrina de la emperatriz, prometida hacía mucho tiempo al duque de Aremberg, ni se oponía a que el rey de España casara su hijo con quien quisiere: 4.º Que Mr. de Beauharnais tampoco se entrometería en los asuntos de España, pero que no le retiraría ni permitiría que se escribiese cosa alguna contra él: 5.º que se llevaran a pronta ejecución los convenios de 27 de octubre; que no dejaran de enviarse a Portugal las tropas prometidas, y que si faltaran, lo miraría como una infracción del convenio ajustado{16}.

Semejantes instrucciones, con las cuales se proponía, sin duda, intimidar y ganar el tiempo necesario para arreglar los negocios de Italia, y en las que se pudo traslucir ya, dado que del todo no se descubriera, la doblez y la falsía con que comenzaba y con que había de proseguir el emperador interviniendo en las discordias de la familia real de España, llenaron de sobresalto la corte, e influyeron visiblemente en el ánimo de los jueces que habían de dar su fallo en la causa del Escorial. Así se explica que ni en la sentencia ni en la relación se hiciera mérito, ni de algunas de las declaraciones espontáneas del príncipe, ni de su carta a Napoleón, ni de las conferencias con el embajador francés: y así se explica también que siendo el fiscal y varios de los jueces amigos y favorecidos del privado, pesara más en su balanza el miedo a aquellas insinuaciones que la antigua amistad con el valido. Y como al propio tiempo se veía ir penetrando nuevas divisiones francesas en territorio español, sin conocimiento siquiera del soberano, según explicaremos después, y ciertas evoluciones sospechosas en las que acá existían, aquellas intimaciones adquirían un carácter más imponente y temible.

Pero no era esto solo lo que hacía inclinar a un lado el fiel de aquella balanza. El príncipe de Asturias, no obstante las flaquezas en que desde el principio del proceso había incurrido, seguía siendo objeto del cariño general del pueblo español, que en su antigua prevención contra el favorito, y esperando solo del príncipe heredero el remedio de todos los escándalos de la corte y de todos los males de la nación, ignorante de lo que la causa arrojaba, y dispuesto a verlo todo por el prisma de sus odios y de sus afecciones, atribuía lo que pasaba en el Escorial a trama urdida por Godoy con el fin de acabar de enajenarle el amor de sus padres y de representarle a los ojos de éstos como un hijo desnaturalizado y criminal, ansioso de anticipar la herencia del trono, al cual suponían aspiraba el mismo príncipe de la Paz. Los que se tenían por menos apasionados, propendían cuando menos a disculpar la conducta de Fernando por la opresión y el aislamiento en que se le tenía, o hallaban en su edad excusa a los compromisos en que sus parciales le habían involucrado. Hasta la petición de una princesa de Francia para esposa, cuando llegó a ser conocida, era interpretada por muchos como un paso conveniente y que podía ser salvador; y aun los que sospechaban del proceder y de las explicaciones y disposiciones misteriosas de Napoleón, se complacían en creer que su intervención sería en el sentido que halagaba sus deseos, a saber, en el de proteger a Fernando y derribar al favorito, cuya creencia contribuía a alimentar el embajador Beauharnais. Pocos eran los hombres previsores que vislumbraran pudiese entrar en el pensamiento del omnipotente emperador de los franceses hacer en España una segunda edición de lo de Nápoles; y aun de éstos, los que apetecían una regeneración radical en la monarquía, si entonces lo disimulaban, no lo veían con malos ojos.

Observábase que cuando salía de palacio la familia real, el pueblo permanecía silencioso, y solo hacía demostraciones de contento cuando se presentaba el príncipe Fernando. Cualquier acción de la reina y de Godoy se interpretaba como signo de haber estrechado más sus intimidades, y el acto más inocente y más sencillo de Carlos IV, como el de apoyarse en el brazo de su ministro, se tomaba como un insulto al pueblo y como una ignominiosa degradación de la majestad. El público acogía con avidez todas las nuevas que se recibían de París desfavorables al valido, y los vetos que allí se ponían relativamente a la causa que se seguía. Todo anunciaba que Fernando sería el astro que no tardaría en brillar a gusto del pueblo, y todo ejercía cierta presión de que acaso los encargados de fallar el proceso no tuvieron el valor suficiente para desembarazarse. Por tanto, no extrañamos haya dicho un respetable historiador, que con dificultad se resguardarán de la severa censura de la posteridad los que en él tomaron parte, los que le promovieron y los que le fallaron, en una palabra, los acusadores, los acusados y los mismos jueces.

En cuanto al príncipe de la Paz, la noticia dada por Masserano, acaso con una exageración hija de su aturdimiento, de los arrebatos de ira de Napoleón el 11 de noviembre al leer la carta de Carlos IV, y las instrucciones del emperador a Champagny, trasmitidas por Izquierdo, junto con las voces alarmantes que éste le decía circulaban por París, arredraron de tal modo a Godoy, que el primer efecto de aquella pavorosa impresión fue suplicar al rey que le permitiera retirarse del ministerio, y llamara al gobierno hombres nuevos y ajenos a las discordias que había en palacio, y contra quienes no tuvieran prevenciones ni el emperador ni el embajador francés. Cuenta él mismo haberle aconsejado la íntima unión de toda la real familia, como único medio de resistir con firmeza los peligros que amenazaban por Francia; que el rey se pusiera al frente de los ejércitos franceses y españoles, como podía hacerlo con arreglo al tratado, y que su hijo mandara una parte de las tropas bajo sus reales órdenes; que su retirada convendría para tranquilizar y dar confianza a Fernando, quitar pretextos a sus parciales e instigadores, y quitárselos también al mismo Bonaparte: que el rey llamó a su hijo, y que ambos le manifestaron los deseos y le propusieron las indicaciones que acababa de hacer el de la Paz; pero que Fernando, haciendo a éste las mayores demostraciones de agradecimiento por haberle salvado del precipicio a que malos consejeros le habían ido arrastrando, suplicó a su padre no le permitiera retirarse y abandonarlos en tales circunstancias; y que habiendo rechazado con empeño así el monarca como el príncipe su propuesta de retiro, le fue forzoso resignarse a continuar en el ministerio para sufrir el tropel de amarguras que le esperaban. De la certeza o inexactitud de este incidente, que con prolija y minuciosa extensión refiere el príncipe de la Paz en sus Memorias, no nos es dado a nosotros responder, porque no lo hemos visto ni contradicho por otros, ni confirmado; pero en el estado de aturdimiento y de trastorno en que a la sazón se hallaban todos, no negaremos la posibilidad de lo que en otro caso nos parecería a todas luces inverosímil.

Faltábales resolver otra cuestión; ¿había el rey de satisfacer a las quejas del orgulloso emperador? Y en tal caso, ¿en qué forma había de contestar a las amenazadoras instrucciones de 18 de noviembre? Resolviose, al fin, que el desagravio fuese de la misma índole que había sido la que se tomó por ofensa, a saber, otra carta de su puño a Napoleón. En esta carta, uno de tantos documentos de aquella época que hacen padecer al historiador, decíale Carlos IV que al denunciarle la conducta irregular del embajador Beauharnais en sus relaciones clandestinas con el príncipe heredero, no había sido su intención atribuirle ni suponerle la más pequeña connivencia con aquel ministro; que una de las razones porque había sentido más semejante proceder, era porque de él pudiera deducir el emperador que el monarca español era poco amigo suyo y de la Francia; que a haber sabido que su hijo deseaba enlazarse con una princesa de la familia imperial, de ningún modo se hubiera opuesto a sus deseos; que si aún persistía en ellos, no solo le daría el más pleno asentimiento, sino que tendría la mayor complacencia en que el emperador por su parte se hallara igualmente dispuesto a aprobar aquellas bodas; y que por lo demás estuviera seguro de que no solo cumpliría fielmente los tratados, sino que como aliado y amigo antiguo y leal, de tan largo tiempo probado, jamás ni acontecimiento, ni queja, ni motivo alguno le haría quebrantar ni apartarse de tan buena amistad y alianza{17}.

Recibió Napoleón esta carta en Milán. A ella contestó en términos muy corteses, si bien negando otra vez haber recibido carta alguna del príncipe de Asturias{18}; y en cuanto a las bodas, aunque en la contestación se limitó a un cumplimiento en que indicaba no repugnarlas, es lo cierto que por entonces no solo aceptaba el pensamiento, sino que algún tiempo después escribió él mismo a Carlos IV quejándose amigablemente de que no hubiera vuelto a insinuarle nada acerca del enlace de las dos familias, que tanta unión y fuerza podía dar a ambos imperios. Y eso que en Mantua había propuesto formalmente a su hermano Luciano el casamiento del príncipe de Asturias con su hija, ofreciéndole, además, el trono de Portugal. Luciano, cuyo carácter especial hemos tenido ya ocasión de conocer, esquivó el cetro que se le ofrecía, mas no negó la mano de su hija para el heredero de la corona de España. Ella era la que lo repugnaba de un modo al parecer invencible, mas no sabemos si queriendo Napoleón se hubiera a pesar de todo realizado, a no haber dado a sus planes tan diferente sesgo como el que luego veremos.

Mas al tiempo que así sostenía Napoleón una apariencia de amistad con la corte española, no había manera de conseguir de él que se publicara el tratado de Fontainebleau; empeñábase en mantenerle secreto por más instancias que en demanda de la publicación le hacían Carlos IV y el príncipe de la Paz, como única prenda para ellos y único compromiso para él de no abrigar otros designios contrarios a aquel convenio. Eran igualmente desatendidas y con el mismo desdén contestadas las reclamaciones para que mudara al embajador Beauharnais, uno de los principales fabricadores de la trama del Escorial, y visible apoyo de los procesados y sus parciales. Masserano e Izquierdo en París recibían cada día desaires, de que se lamentaban y quejaban al monarca español y a su primer ministro. Todo esto, junto con el proceder y las operaciones de los generales y de las tropas francesas que ocupaban la península, traía inquietos y sobresaltados por demás a los reyes padres y al ministro favorito, alentados y animosos a los acusados del Escorial, a todos los parciales y amigos del príncipe de Asturias, y a las masas del pueblo que le eran adictas, contando con la esperanza (porque seguridad no podían tenerla) de que, cualesquiera que fuesen los planes de Napoleón, habían de ser favorables al príncipe heredero, y traerían la caída del valido. Sin embargo, sus verdaderas intenciones eran todavía desconocidas; pero los sucesos llegaban a un punto en que no podía tardar en descorrerse el misterioso velo que las ocultaba. Esto será lo que explicaremos en el siguiente capítulo{19}.




{1} El anónimo decía: «El príncipe Fernando prepara un movimiento en el palacio: la corona de V. M. peligra: la reina María Luisa corre riesgo de morir envenenada: urge impedir tales intentos sin dejar perder instantes: el vasallo fiel que da este aviso no se encuentra en posición ni en circunstancias para poder cumplir de otra manera sus deberes.»

{2} «Ese hombre perverso, decía la representación, es el que, desechado ya todo respeto, aspira claramente a despojarnos del trono, y a acabar con todos nosotros.»

Este documento, tan difuso que ocupa más de cuarenta páginas en cuarto de impresión, estaba groseramente redactado. Fuerza es dar alguna muestra de él, siquiera por la celebridad que tuvo. He aquí el cuadro que el joven príncipe, por instigación del canónigo, hacía a su padre de las costumbres relajadas del ministro. «No solo ha hecho con su autoridad, con su poder y con sus sobornos, que se le haya prostituido la flor de las mujeres de España, desde las más altas hasta las más bajas, sino que su casa con motivo de audiencias privadas, y la secretaría misma de Estado, mientras que la gobernó, fueron unas ferias públicas y abiertas de prostituciones, estupros, y adulterios, a trueque de pensiones, empleos y dignidades, haciendo servir así la autoridad de V. M. para recompensar la vil condescendencia a su desenfrenada lascivia, a los torpes vicios de su corrompido corazón. Estos excesos, a poco que entró ese hombre sin vergüenza en el ministerio, llegaron a tal grado de notoriedad, que supo todo el mundo que el camino único y seguro para acomodarse o para ascender era el de sacrificar a su insaciable y brutal lujuria el honor de la hija, de la hermana o de la mujer. Así todas las carreras están llenas de empleados que deben su fortuna a esta indigna condescendencia, al paso que los hombres honrados que no se valían de tan infames medios solicitaban en vano largo tiempo el menor destino, y si lo conseguían al fin, era a fuerza de pasos y de paciencia. ¿Qué más, señor? Basta un solo hecho, actual, constante y público que voy a decir, para hacer ver a V. M. de qué es capaz ese hombre dejado de la mano de Dios. Antes de casarse con la hija del infante don Luis, nuestra parienta, estaba públicamente amancebado con una llamada doña Josefa Tudó, de quien ya V. M. tiene alguna noticia, aunque no bajo de este concepto. Ha seguido este amancebamiento sin interrupción, teniendo en ella en el intervalo varios hijos, y continúa en el día haciendo vida maridable con ella, aun con más publicidad que con su misma mujer, teniéndola día y noche en su casa, o yendo a la suya, llevándola cuando se le antoja en su coche, a vista, ciencia y paciencia de todo el pueblo, presentándose con ella y con sus hijos, y acariciando a éstos como tales delante de todo el mundo y de su esposa misma, llegando esto a tales términos, que ha dado motivo a la voz de que estaba casado con la Tudó antes de casarse con nuestra parienta, y por consiguiente tiene dos mujeres: todo esto sin perjuicio de proseguir escandalizando al mundo con cuantas sin éste título se proporcionan a su voraz torpeza; pero, eso sí, teniendo buen cuidado de pagar siempre su prostitución a costa de V. M. y de la nación con acomodos o pensiones, y nunca o rarísima vez a costa de su bolsillo. ¿Pero qué más? Ha tenido maña y osadía para hacer que V. M., ignorando estas abominaciones, tenga alojada en una casa real suya, cual lo es el Retiro, a la Tudó, no sé si diga su manceba o su primera mujer, para que la haya dado la interinidad de la intendencia de dicha real casa, y la propiedad al mayor de sus hijos adulterinos, poniendo el sello a esta temeraria desvergüenza con hacer que los criados que sirven a éstos usen públicamente del sombrero y la escarapela de la real caballeriza…»

Nos habríamos abstenido de copiar este repugnante cuadro, si la representación no corriera impresa, con las licencias necesarias, por el mismo abogado defensor de don Juan Escóiquiz, don Juan de Madrid Dávila.

En toda ella empleó el autor este mismo estilo, lo mismo cuando acusa al príncipe de la Paz de codicioso y acumulador de riquezas, que cuando increpa su conducta política.

{3} También daremos una muestra de lo que era este papel, que no es fácil hayan visto nuestros lectores, porque no sabemos que se haya publicado. Nosotros le hemos tomado de la copia de la causa del Escorial, que se conserva en el archivo del Ministerio de Gracia y Justicia.

«Veamos, pues, cómo se podría lograr esto. Ya he demostrado que en el apuro en que está don Agustín en el día, el menos mal partido que puede tomar es el de negarse absolutamente al casamiento con doña Petra, si le aprietan para que le contraiga. Supongo, pues, que le vuelven a instar, que pide tiempo y que lo va dilatando. Al cabo que ya le ponen en la precisión de decir sí o no. Dice que no. Velo aquí en el riesgo ya mencionado. Pues supuesto este riesgo, ¿qué va a perder en abrirse con doña Felipa en cosas que es imposible que ésta ignore, y en tirar con el cariño a ganar su confianza y corazón?… Por mal que salga, es evidente que sin aumentarse el peligro de don Agustín, se logrará saber a lo menos por la contestación de doña Felipa que nada hay que esperar de ella, y que es preciso recurrir a otros medios para evitarlo, y esta es ya una gran ventaja para no perder tiempo en adoptarlos.

»Mi dictamen es, pues, que, cuando doña Felipa vuelva a instar con seriedad a don Agustín sobre la boda, la hable con el mayor cariño en estos términos, que voy a poner en forma de diálogo para mayor claridad.

»Don Agustín.– Madre mía, antes de confirmar mi consentimiento a esa boda, necesito hablar largamente con V. y abrirle mi corazón, para lo cual la suplico me proporcione hora en que pueda hacerlo con espacio: sin esto no puedo resolver.

»Es regular que doña Felipa no se niegue a tan justa súplica; y si se negase, era menester repetirla en lo posible; y si no la concedía, negarse rotundamente y con irrevocable firmeza a consentir en la boda. Supuesto pues que la conceda y llegue esta hora, lo primero que debe hacer don Agustín es arrodillarse en su presencia, besarla la mano con la mayor ternura, y con semblante lleno de cariño y de respeto decirla:

»Don Agustín.– Madre mía, creo que V., sin decirle yo nada, lee en mi corazón… &c.

»Doña Felipa.– Si, hijo mío, di cuanto quieras, y está seguro que te hablaré con la misma confianza…»

Pone el canónigo, autor del escrito, un diálogo a su gusto sobre el casamiento con doña Petra, y suponiendo que la reina insiste, dice que debe hablarla así el príncipe:

«Don Agustín.– Quedo desengañado, madre mía, de que V. quiere sacrificar a este pobre hijo y toda su familia a don Nuño (Godoy): él la dará a V. el pago: yo pereceré a manos de ese monstruo, porque, como hijo obediente, mediando mis padres no puedo ni debo usar de otros arbitrios para evitar mi suerte que de ruegos y súplicas; pero V. tendrá que dar cuenta de mi desgracia a aquel Dios que antes de mucho nos ha de juzgar. En cuanto al casamiento con doña Petra, suceda lo que sucediere, revoco mi inconsiderada palabra, y jamás consentiré en él, porque no debo hacerlo en conciencia, pues será consentir en mi ruina, en la de mis siempre venerados y amados padres, y en la de toda mi familia y casa.»>

«Si doña Felipa insiste en que todos estos temores son disparates, y en disculpar a don Nuño, dígala:

«Don Agustín.– Se cansa V. en vano, madre: sé todo cuanto hay que saber de ese hombre, y que V. lo sabe mejor que yo: con que es inútil insistir sobre esto.»

«Siempre que doña Felipa le pregunte por quién sabe las cosas que ha dicho, ya de don Nuño, ya de ella, cite con muertos, y entre ellos con su difunta mujer, y con criados que ya estén en la otra vida, cuyos nombres debe tener presentes para el caso, pues es el modo de no comprometer a los vivos. Este es el lenguaje que debe usar don Agustín en dicha conferencia… &c.»

{4} No hemos visto este documento, que citan el príncipe de la Paz en sus Memorias, el autor anónimo de la Historia de la vida y reinado de Fernando VII y otros, y que no figuró en la causa, dicen que por haberle recogido e inutilizado la reina para que no agravara la criminalidad del proceso. No podemos por tanto certificar de su existencia y autenticidad: pero no extrañamos que existiera también este papel, atendida la indiscreción de los que habían manejado este negocio.

{5} El príncipe de la Paz en sus Memorias niega que se le hubiera recogido la espada. «Lo de la espada, dice, no es verdad tampoco, si bien estaba en regla que S. M. la hubiese recogido: empero no lo hizo

Aunque es una circunstancia pequeña, nos conviene rectificar al príncipe de la Paz, que parece anduvo en esto desmemoriado, siquiera para que se vea que lo que nosotros decimos es lo que consta de la causa. «En acto continuo, dice, el rey N. S. llevó a su cuarto a dicho Sermo. señor príncipe de Asturias, y mandándole entregar la espada, lo dejó arrestado con centinelas de vista y guardias dobles, y encargada su persona a don Melchor Calatayud, ayudante del real cuerpo de Guardias de Corps, y al gentil-hombre don Manuel de Andrade, haciendo retirar toda su servidumbre, mandándome le arrestase sin comunicación, ocupando sus papeles. San Lorenzo, 29 de octubre de 1807.–  Firmado: Marqués Caballero.»

{6} Este documento fue redactado por el príncipe de la Paz, no obstante hallarse todavía en cama con fiebre. Cuenta que habiéndole el rey enviado el Manifiesto extendido por Caballero, para que le diese con urgencia su dictamen y reformase lo que creyera necesario, encontró aquel escrito tan recargado de citas de derecho, tan áspero y duro en la frase, que más parecía acusación de un hombre irritado que desahogo de un padre condolido: y que después de borrar, enmendar y sustituir palabras, concluyó por trazar un borrador nuevo, que fue el que adoptó el rey y el que se publicó. Conociendo el carácter y el estilo de Caballero, no extrañamos sea verdad lo que de su proyecto de manifiesto dice Godoy.

{7} Quería con esto significar a los ingleses.

{8} En efecto, así los autores de la Historia de la guerra de España contra Napoleón Bonaparte, escrita de orden de Fernando VII, como el conde de Toreno en la suya del Levantamiento, guerra y revolución de España, afirman que el príncipe de la Paz llevaba ya los borradores o minutas de las dos cartas, y persuadió a Fernando a que las firmase, a fin, dice Toreno, «de presentarle ante la Europa entera como príncipe débil y culpado, desacreditarle en la opinión general y perderle en el ánimo de sus parciales, poner a salvo al embajador francés, y separar de todos los incidentes de la causa a su gobierno.»

El príncipe de la Paz, protestando haber sido ambas cartas producción del mismo Fernando, combate fuertemente a los que lo contrario aseguran, diciendo, entre otras razones: «Caso de haberlo yo hecho, habría sido muy necio no articulando en ellas los delitos cometidos, y componiendo unas minutas tan desprovistas de sentido…. Si yo hubiese querido deshonrarle o humillarle, pronto se me mostró para trazar en ellas un resumen de las revelaciones que había hecho al ministro Caballero; mas yo le aconsejé que no lo hiciese: aconsejele su provecho para daño mío; porque si hubiera escrito aquel resumen que se brindó a estampar de sus declaraciones anteriores, el pueblo que no vio ninguna cosa del proceso, hubiera visto cuanto había, y esto contado por Fernando y autorizado con su firma. No habría quedado de aquel modo ancho campo a las calumnias que se levantaron contra el rey, contra la reina, y mayormente en contra mía, diciendo y propalando mis contrarios que aquel proceso fue una intriga que preparé en lo oscuro para arruinar al inocente príncipe… &c.»

Como cualquiera de estas dos versiones es verosímil, atendido el aturdimiento y la inexperiencia de Fernando, y de cualquier modo tuvo la debilidad o de escribir las cartas o de firmarlas, no nos hemos fatigado en investigar cuál fue de esto lo más cierto. El estilo parece más de un joven asustado de su situación, que de un hombre avezado a manejar la pluma y a conducir intrigas.

{9} Las cartas fueron escritas el día 3; mas como no llevaban fecha, les pusieron después la misma del 5 en que se publicó el decreto.

{10} «Rasgo propio de su ruin condición,» exclama Toreno al referir este hecho.

{11} Fueron éstos, don Gonzalo José de Vilches, don Antonio de Villanueva, don Antonio González Yebra, el marqués de Casa-García, don Andrés Lasauca, don Antonio Álvarez de Contreras, don Miguel Alfonso Villagómez, consejeros de Castilla, y don Eugenio Álvarez Caballero, del de Órdenes.

{12} Esta acusación fiscal se imprimió en 1809, con lo que impropiamente se llamó la causa del Escorial, no siendo sino una parte mínima de ella.

{13} También se imprimió esta defensa, como que quien hizo la publicación fue el mismo Madrid Dávila.

{14} La sentencia se mandó ella imprimir y circular, cuando subió Fernando al trono, con una relación preliminar de la causa, pero muy incompleta y mutilada, pues no se hacía mérito en ella ni de las declaraciones espontaneas del príncipe, ni de su carta a Napoleón, ni de las conferencias secretas con el embajador francés.

{15} Toreno, Historia de la Revolución, lib. I.– «Despojado el proceso, dice otro, de los principales documentos por el amor materno y la influencia extranjera, deslumbrados los magistrados con el poder del que se había declarado protector de Fernando, y con el brillo de la corona que ya veían relucir en la cabeza del reo, cerraron los ojos a la ley, y pensaron en sus intereses privados. Pero detrás de los jueces, y más poderosa que Napoleón y sus ejércitos, estaba la posteridad, que volviendo a reunir las piezas de la causa, las somete al fallo de los pueblos.»– Historia de la vida y reinado de Fernando VII, impresa en 1812.

El ilustrado don Antonio Benavides, nuestro digno co-académico en la de la Historia, y en la de Ciencias morales y políticas, en el único capítulo que hemos visto impreso de su Historia inédita de la Revolución de España, hace la vigorosa censura siguiente de aquel fallo del Consejo: «Si el Consejo de Castilla absolvió a los reos de la causa del Escorial, porque el rey, usando de su poder absoluto, había sustraído de ella a su hijo, primer culpable, merecen grande elogio, y nosotros se lo tributamos con sinceridad; y decimos más, que solo de esta suerte los absolvemos de un manifiesto prevaricato, o de una atroz y notoria injusticia. La absolución en otro sentido tanto equivale como a decir: que es lícito a cualquier súbdito representar al rey en contra de su ministro, tomando por base de su animosidad el favor mismo o la privanza que disfruta, mezclar las injurias y las calumnias a ideas subversivas y revolucionarias del orden de cosas asentado… hacer alusiones trasparentes poco honrosas a la conducta de la reina… aquella absolución equivalía a decir, que el príncipe heredero en una monarquía tenía el derecho de obligar a su padre a hacer en las cosas del gobierno su voluntad, y no la natural y legítima del sumo imperante: que este mismo príncipe podía concertar sus bodas con un príncipe extranjero, y llamándolo cuando a bien tuviese a invadir el reino… Si esto quería decir la absolución, confesamos claramente que pocas iniquidades semejantes hemos visto cometidas tan a mansalva en los anales jurídicos de las naciones cultas… Permítase a los hijos rebelarse contra la autoridad de los padres, a los herederos contra el derecho de los poseedores, y entonces ni habrá quietud en las familias, ni orden en el Estado, ni sociedad siquiera, &c.»

Y sin embargo, para monsieur Thiers, a quien sentimos tener que citar cuando habla de las cosas de España, la trama en que se había comprometido el príncipe de Asturias era «poco criminal,» y sus comunicaciones con el embajador francés «eran el menor de los cargos.» No se comprenden tales juicios en hombre de tan gran talento.– Ciertamente no pensaba así Napoleón cuando escribía al mismo príncipe Fernando: «V. A. R. no está exento de faltas: basta para prueba la carta que me escribió, y que siempre he querido olvidar. Siendo rey sabrá cuán sagrados son los derechos del trono: cualquier paso de un príncipe hereditario cerca de un soberano extranjero es criminal.»– De Bayona, a 16 de abril de 1808.– En Escóiquiz, Idea sencilla.

{16} Llorente, Colección de documentos para la historia de la Revolución de España, tomo III, número 120.

{17} Esta es la carta en que se supone pedía Carlos IV una esposa de la familia imperial para su hijo. La verdad es que no la pedía directamente y por sí, sino del modo que dejamos dicho.

{18} «Disimulo en la ocasión lícito y aun atento:» dice Toreno a este propósito. Dudamos mucho que lo juzguen todos así.

{19} Para las noticias que hemos dado relativas al ruidoso proceso del Escorial, además de los documentos que hemos citado, hemos tenido principalmente a la vista la copia testimoniada de la causa expedida por don Bartolomé Muñoz, escribano de Cámara del Consejo de Castilla, que se conserva manuscrita en el Archivo del ministerio de Gracia y Justicia.

Consta de doce piezas. Encabeza con una real orden dada por el marqués Caballero, dirigida al decano del Consejo, previniéndole sustancie esta causa como cualquiera otra criminal, acompañado de los ministros don Sebastián de Torres y don Domingo Fernández Campomanes, haciendo de secretario el alcalde de corte don Benito Arias de Prada.

Está la comparecencia del príncipe en 29 octubre ante SS. MM., los ministros Cevallos, Caballero, Soler y Gil, y el decano gobernador interino del Consejo, con las preguntas que se le hicieron y las respuestas que dio.

Están igualmente las declaraciones que hizo después al ministro Caballero.– El auto de cumplimiento en el que se manda se forme pieza de las declaraciones recibidas por Campomanes y el alcalde de corte a don Andrés Romero, a Ayerbe, Orgaz, Villena, Casaño, &c.– Consulta de la junta de ministros sobre la sustanciación.– Acusación de Viegas.– Real orden al decano para que diga por sí solo qué pena se les ha de imponer, &c.– Los presos fueron; en el Escorial, el marqués de Ayerbe, don Juan Manuel de Villena, el conde de Orgaz, don Juan Escóiquiz, el duque del Infantado, don Pedro Giraldo, el conde de Bonos: en la cárcel del Sitio, Andrés Casaña, Pedro Collado, don José Manrique, Fernando Selgas: en Madrid, Manuel Rivero; don Bernandino Vázquez: en el castillo de San Sebastián, don Manuel González; estos tres sueltos en virtud de real orden.

La causa impresa, que creemos sea la que han conocido los que hasta ahora han escrito de estos sucesos, es sumamente manca, y por consecuencia da una idea muy imperfecta de lo que sucedió.