Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro IX Reinado de Carlos IV

Capítulo XXII
Sucesos de Bayona
1808
Abril y mayo

Impresiones de Napoleón al saber los sucesos de Aranjuez.– Carta a su hermano Luis ofreciéndole la corona de España.– Conversación con Izquierdo.– Respuesta discreta de éste.– Política del emperador respecto a Fernando VII.– Su carta al gran duque de Berg.– Nuevas instrucciones que le da.– Envía a Madrid al general Savary.– Excitan todos a Fernando a que salga a esperar al emperador.– Anuncios de lisonjeros resultados con que le provocan al viaje.– Errados cálculos y lamentable obcecación de los ministros españoles.– Pide Murat que le sea entregada la persona de Godoy.– Savary acuerda desistir de esta pretensión.– Se resuelve y anuncia al público la salida del rey.– Nombramiento de una Junta suprema de gobierno.– Viaje de Fernando VII.– Personas que le acompañaban.– Llegan a Burgos y a Vitoria sin encontrar al emperador.– Recelos de los españoles.– Carta de Napoleón a Fernando recibida en Vitoria.– Falaces promesas de Savary.– Proyectos de evasión que se proponen al rey.– No son aceptados.– Se acuerda continuar el viaje hasta Bayona.– La población de Vitoria intenta impedirle.– Proclama de Fernando para tranquilizar al pueblo.– Cruza Fernando VII la frontera, y entra en Bayona.– Recibimiento que le hace el emperador.– Conferencia de éste con el canónigo Escóiquiz.– Hace intimar Napoleón a Fernando su pensamiento de destronar los Borbones de España.– Pláticas de aquellos días.– Conducta de Fernando y de sus ministros y consejeros.– El príncipe de la Paz es sacado de la prisión y enviado a Bayona.– Debilidad de la Junta de gobierno.– Godoy en Bayona.– Murat intenta que la Junta reconozca a Carlos IV como rey.– Consulta ésta a Fernando.– Su respuesta.– Acuden también a Bayona Carlos IV y María Luisa.– Son recibidos como reyes.– Célebre convite imperial.– Primera renuncia de Fernando en su padre.– Respuesta de Carlos IV no admitiendo las condiciones.–  Contestaciones entre padre e hijo.– Cólera de Napoleón producida por las noticias recibidas de Madrid.– El 5 y 6 de mayo en Bayona.– Renuncia segunda vez Fernando VII la corona de España en su padre.– La renuncia Carlos IV en Napoleón.– Carácter de estas renuncias.– Abdica Fernando sus derechos como príncipe de Asturias.– Internación de la familia real española en Francia.– Su proclama a los españoles.– Breve juicio de estos sucesos.
 

Por desgracia los grandes hombres (y es lastimoso achaque de la humanidad) suelen cometer, no solo grandes errores, sino también grandes iniquidades. A veces los actos de violento despojo y de injustísima usurpación con que los poderosos atropellan a los débiles y huellan todos los derechos y principios y escarnecen todas las leyes en que descansa el gobierno de las sociedades humanas, son ejecutados por medios grandiosos, que si no cohonestan la violación, deslumbran y fascinan los ojos de la irreflexiva multitud, de modo que por lo menos se colora y atenúa, ya que no llegue a justificarse y aplaudirse, lo que debiera merecer vituperio e inspirar horror. ¡Cuántos grandes crímenes habrá hecho apellidar hechos gloriosos eso que llamamos heroicidad!

Mas cuando a la consumación premeditada de un acto insigne de usurpación y de despojo se camina por sendas torcidas, se emplean la hipocresía y el dolo, y a la legítima y permitida astucia sustituye la baja y reprobada artería, y a la noble franqueza reemplaza la aleve perfidia, armas propias de los espíritus mezquinos y apocados, el hombre que esto hace se despeña de la elevación a que antes se haya encumbrado. La Providencia permite de tiempo en tiempo estas insignes flaquezas para que sirvan de ejemplo y lección de lo que son las grandezas humanas, y de que tienen como las montañas un límite, traspasado el cuál no hay más que descenso, y por término del descenso el abismo.

Nosotros que hemos seguido y admirado a Napoleón en sus maravillosas empresas; nosotros que nos hemos confesado a veces como absortos ante la sublimidad de su genio, de sus asombrosas concepciones, de sus agigantados pensamientos, de sus felicísimos planes, de sus fecundísimos recursos, y de sus rápidos y apenas creíbles medios de ejecución; nosotros que le hemos encontrado y reconocido el hombre más grande en muchos siglos como guerrero y como gobernador, grande hasta en su despotismo, grande hasta en sus extravagancias, y hasta, si cupiera grandeza, en sus injusticias, bien podemos decir con imparcialidad que tan pronto como fijó las miradas de su ambición sobre España, parecía habérsele puesto delante de los ojos algo que anublaba y enturbiaba su clara imaginación, algo que empequeñecía y apocaba la magnitud de sus concepciones. Vésele vacilante en los fines, y engañoso en los medios; falaz, no que astuto, con Carlos IV y el príncipe de la Paz; insidioso, no que hábil, con el rey Fernando; cruel con los príncipes de Braganza y burlador de la sinceridad de la reina de Etruria; simulado, más que sagaz, para plagar de tropas suyas la España; desleal, más que diestro, para apoderarse de sus plazas fronterizas; desconocedor, después de tantos años de amistad y alianza, del carácter del pueblo que se proponía dominar. Creíase estar tratando con el aliado potente y generoso, y se iba a descubrir que se jugaba con quien estaba resuelto a ganar la partida aunque fuese a costa de esconder y escamotear las cartas. A los unos los cegaba una credulidad insensata; al otro le había cegado una pérfida malicia. El grande hombre de Europa se estaba empequeñeciendo en España. Parecía haberse trasformado. Dios ciega a los que quiere perder.

La noticia de los sucesos de Aranjuez, aunque no era difícil pronosticar por los antecedentes esta u otra solución parecida, no dejó de sorprender, y aun de desconcertar al pronto a Napoleón. Mas tardó muy poco en volver en sí, y entonces fue precisamente cuando salió de vacilaciones y tomó una resolución definitiva respecto a España. Los pliegos llegaron a Saint-Cloud la noche del 26 de marzo, y el 27 escribió a su hermano Luis, rey de Holanda, lo siguiente: «El rey de España acaba de abdicar la corona, habiendo sido preso el príncipe de la Paz. Un levantamiento había comenzado en Madrid, cuando mis tropas estaban todavía a cuarenta leguas de distancia de aquella capital. Sus habitantes deseaban mi presencia, y el gran duque de Berg habrá entrado allí el 23 con cuarenta mil hombres. Seguro de que no podré tener paz estable con Inglaterra sin haber dado un gran movimiento al continente, he resuelto colocar un príncipe francés en el trono de España… En tal estado he pensado en tí para dicho trono… Dime categóricamente tu opinión sobre este proyecto. Bien ves que no es más que proyecto, y aunque tengo cien mil hombres en España, es posible, por circunstancias que sobrevengan, o que yo mismo vaya directamente, o que todo se acabe en quince días, o que ande más despacio siguiendo en secreto las operaciones durante algunos meses. Respóndeme categóricamente: si te nombro rey de España, ¿lo admites? ¿Puedo contar contigo…?{1}» Luis no aceptó la propuesta.

En aquel mismo día habló Napoleón con el consejero Izquierdo, mostrándosele alegre de verse libre de las obligaciones contraídas, aunque nunca respetadas, de los tratados anteriores, pues la alianza con el padre, decía, no me obliga de modo alguno con el hijo que se ha ceñido la corona en medio de un tumulto.» Cuéntase que en una de estas conversaciones preguntó Napoleón a Izquierdo si los españoles le querrían como a soberano suyo, y que éste le respondió con oportunidad: «Con gusto y entusiasmo admitirán los españoles a V. M. como monarca, pero será después de haber renunciado la corona de Francia.» Imprevista contestación, que no sonó bien en sus oídos, y que no dejó de desconcertarle.

Resuelto ya Napoleón a colocar en el trono de España un príncipe de su familia, pero siguiendo siempre en este asunto una marcha hipócrita y tortuosa, indigna de su grandeza, propúsose como primer paso no reconocer a Fernando VII, y después, constituyéndose en árbitro entre el padre y el hijo, y bajo pretexto de arreglar sus diferencias, inclinar a Fernando a que fuese a avistarse con él, apoderarse así de su persona, fallar en favor del padre, en cuyas manos no podía estar mucho tiempo el cetro, bien porque la misma España ya no lo consintiera, bien porque temeroso él mismo de otra revolución, se le cediese a cambio de un cómodo retiro que le proporcionaría, o tal vez por resentimiento hacia su propio hijo, o arrebatársele si era menester, lo cual se le representaba ya fácil. Es muy de notar, que en tan inicuo proyecto anduvieran acordes Napoleón y Murat, aun antes de recibir aquél las cartas en que éste le indicaba y proponía una cosa semejante.

Cítase, no obstante, una carta del emperador al gran duque de Berg (29 de marzo), en que no parecía mostrarse muy satisfecho de su conducta, y en que además hacía muy atinadas advertencias y prevenciones sobre su situación y la de España. «Temo (decía) que me engañéis sobre la situación de España, como os equivocáis vos mismo. La ocurrencia del 20 de marzo ha complicado extraordinariamente los acontecimientos; me encuentro en la mayor perplejidad. No creáis que atacáis a una nación desarmada, y que no necesitáis más que presentar vuestras tropas para someter la España. La revolución del 20 de marzo prueba que los españoles tienen energía. Tenéis que habéroslas con un pueblo nuevo, que tiene todo el valor y entusiasmo que se encuentra en hombres a quienes no han gastado las pasiones políticas. La aristocracia y el clero son dueños de España: si temen por sus privilegios o existencia, provocarán contra nosotros un alzamiento en masa, que podrá eternizar la guerra. Cuento algunos partidarios; pero si me presento como conquistador, me quedaré sin ninguno… El príncipe de Asturias no tiene ninguna de las cualidades necesarias al jefe de una nación; esto no impedirá que para oponérnosle se le haga un héroe. No quiero usar de violencia con los individuos de esa familia; jamás es útil hacerse odioso ni exasperar los ánimos. La España tiene más de cien mil hombres sobre las armas, y esta fuerza es más que suficiente para sostener con ventaja una guerra interior; divididas en muchos puntos, pueden servir de mucho para el levantamiento general de la monarquía. Os presento todos los obstáculos que son inevitables; hay además otros que vos conoceréis… &c.{2}» Pero esta carta, algunas de cuyas máximas hubiera debido tener muy presentes y le habría convenido mucho seguir, no fue remitida, porque al día siguiente (30 de marzo) recibió otras de Murat que le movieron a emprender otra política, aprobó lo actuado y lo propuesto por su lugarteniente, le envió nuevas instrucciones, y se lanzó en la peligrosa senda en que le vamos a ver empeñado.

Así fue que llamando al general Savary, diplomático hábil y de toda su confianza, que acababa de regresar de San Petersburgo, le reveló todo su pensamiento respecto a España, a saber, unirla a Francia variando su dinastía; para esto, atraer a Fernando a Bayona, con la esperanza de que se decidiese en su favor el litigio, y si lo resistía, publicar la protesta de Carlos IV, y declarar que solo éste reinaba en España; una vez puesto Fernando en Bayona, obtener de él la cesión de sus derechos, ofreciéndole una indemnización, que podría ser el reino de Etruria: todo esto sin emplear medios violentos, y conduciéndose con lo que él llamaba circunspección, y no era sino doblez e hipocresía. Despachó pues a Savary con estas instrucciones verbales a Madrid, y con encargo de confiar a Murat lo que hasta entonces había sido para él un secreto, en tanto que Napoleón salía de París para Burdeos (2 de abril) con ánimo de trasladarse después a Bayona, llevando en su compañía al ministro Champagny. Cuando llegó Savary a Madrid, ya había conseguido Murat de la nueva corte el principio de su plan, a saber, que saliera el infante don Carlos (5 de abril) a esperar al emperador, a quien se suponía habría de encontrar en Burgos. Mucho se alegró Murat de ver aprobada su conducta por Napoleón, de haber sido informado de sus proyectos, y mucho más de hallarlos tan en consonancia con los pasos que él se había anticipado a dar, lo cual le animó a proseguir con la misma o mayor deslealtad y falsía con que había comenzado, puesto que ya tenía seguridad de que con esto daba gusto a su cuñado y señor. Solicitó inmediatamente Savary una audiencia particular de Fernando, y en ella, con el aire de sinceridad que constituía una de las condiciones de su carácter, le manifestó que venía de parte del emperador a cumplimentarle, y a saber si sus sentimientos respecto a la Francia eran conformes con los del rey su padre, en cuyo caso S. M. I. prescindiendo de todo lo ocurrido, no se mezclaría en los asuntos interiores del reino y le reconocería como rey de España. Recibida de Fernando esta seguridad, le anunció la próxima llegada de su soberano a Bayona, con ánimo de pasar a Madrid, por lo cual creía conveniente que saliera a recibirle, como un testimonio de su buen deseo de estrechar más y más la amistad y alianza que los unía, tanto más cuanto que debiendo encontrarle en Burgos, corto habría de ser el viaje y breve la ausencia.

Esta última parte, la de la salida de Fernando de Madrid a encontrar al emperador, era lo que exigía una detenida meditación, porque era el paso que podía decidir de la suerte del monarca y de la monarquía. Los consejeros de Fernando, ante la idea y con el afán y la esperanza de obtener por este medio el reconocimiento de su soberano por el emperador, olvidaban lo pasado, no reparaban en lo presente, ni veían las contingencias ni los peligros de lo porvenir. Para ellos no importaba que el enviado de Napoleón no hubiese traído carácter alguno oficial y público; que solo de palabra, y no por ningún documento auténtico, se supiese el viaje del emperador a España, y que en esta incertidumbre se fuese a exponer la dignidad del rey saliendo en su busca. Para ellos nada significaba, o por lo menos parecía no inquietarlos ni inspirarles recelo, ni la ocupación de la capital por tropas imperiales, ni los cien mil franceses escalonados desde Irún a Lisboa, ni la pérfida ocupación de las plazas fuertes de Cataluña y Navarra, ni la reserva y tibieza de Murat con el nuevo soberano a quien aun no reconocía, ni sus consideraciones y su protección a los reyes padres y aun al príncipe de la Paz, ni el retraimiento del mismo Bonaparte en contestar a las cartas de Fernando, ni cuando era príncipe ni después de ser rey; nada les infundía sospechas; a juicio de aquellos hombres ciegos, lo que urgía era que Fernando se presentara cuanto antes a Napoleón, le refiriera los sucesos de Aranjuez, justificara su proclamación, le diera las mayores seguridades de su amistad, y obtuviera por este medio en su favor el fallo imperial entre el padre y el hijo, no fuera que se anticiparan Carlos IV y María Luisa a salir al encuentro al árbitro supremo, y pintando las cosas a su modo consiguieran de él una decisión favorable. Y como había caído en manos de los nuevos ministros el último despacho de Izquierdo al príncipe de la Paz, de que dimos cuenta en otro capítulo, creían aquellos hombres ignorantes que con eso conocían todo el secreto de la política de Napoleón y todas sus aspiraciones respecto a España. Calculaban pues que todo el mal podía reducirse a cederle las provincias del Ebro a cambio del Portugal, o acaso solamente a concederle una vía militar por España para el paso de sus tropas a aquel reino, y a abrir a su comercio nuestras colonias. Y como si esto fuese pequeño sacrificio, y sin considerar que aquel mismo proyecto podría ser uno de tantos ardides de Bonaparte, y sin reflexionar que los acontecimientos de Aranjuez le habrían podido hacer variar de pensamiento, nada les importaba y a todo se avenían a trueque de alcanzar el reconocimiento del rey Fernando, que creían seguro; y así le aconsejaron el viaje, siendo el más empeñado en tan aventurada y peligrosa resolución el canónigo Escóiquiz, el más íntimo y más influyente, y también el más funesto de los consejeros de Fernando{3}.

Tampoco oyeron aquellos hombres obcecados el prudente aviso del español don José Hervás, que como intérprete y como cuñado del mariscal del palacio imperial Duroc acompañaba a Savary; el cual no dejó de advertir con discreta cautela que la salida del rey podría comprometer su persona. Nada de esto los alumbró en su ceguedad, y para ellos tuvieron más fuerza las interesadas y falaces instancias de los tres agentes del emperador, Savary, Murat y Beauharnais. Lo único que hubo de producir desacuerdo y estuvo a punto de perjudicar al proyectado viaje, fue el empeño con que pidieron que les fuese entregado el príncipe de la Paz, sacándole de la prisión y sobreseyendo en el proceso que se le seguía. Resistieron esto abiertamente los confidentes de Fernando, porque además de ser Godoy el objeto principal de su encono, veían en esta pretensión un proyecto de volver a servirse del aborrecido favorito contra su amado monarca. Infantado y O’Farril hicieron sobre ello tales reflexiones, que Savary, discurriendo que la insistencia en este punto podría dañar al principal propósito, que era la marcha de Fernando, renunció a la extradición de Godoy, diciendo que éste como otros negocios se arreglaría del modo más conveniente en la entrevista con el emperador. Con esto quedó resuelta la salida para el 10 de abril. La víspera pidió Fernando a su padre una carta para el emperador suplicándole le asegurase en ella que su hijo participaba de los mismos sentimientos de amistad y alianza con Francia que siempre habían mediado entre los dos soberanos. Carlos IV, so pretexto de hallarse ya en cama, ni dio a Fernando la carta que pedía, ni contestó a la suya.

Aquel mismo día se publicó por Gaceta extraordinaria el documento siguiente:

«Con fecha de ayer ha comunicado el Excmo. Sr. don Sebastián Piñuela al Excmo. Sr. Presidente del Consejo la real orden siguiente:

»El Rey N. S. acaba de tener noticias fidedignas de que su íntimo amigo y augusto aliado el emperador de los franceses y rey de Italia se halla ya en Bayona con el objeto, apreciable y lisonjero para S. M., como es el de pasar a estos reinos con ideas de la mayor satisfacción de S. M. y de conocida utilidad y ventaja para sus amados vasallos: y siendo, como es, correspondiente a la estrechísima amistad que felizmente reina entre las dos coronas, y al muy alto carácter de S. M. I. y R. que S. M. pase a recibirle y cumplimentarle, y darle las pruebas más sinceras, seguras y constantes de su ánimo y resolución de mantener, renovar y estrechar la buena armonía, íntima amistad y ventajosa alianza que dichosamente ha habido y conviene que haya entre estos dos monarcas, ha dispuesto S. M. salir prontamente a efectuarlo. Y como esta ausencia ha de ser por pocos días, espera de la fidelidad y amor de sus amados vasallos, y singularmente de los de esta corte, que tan repetidamente se lo han acreditado, que continuarán tranquilos, confiando y descansando en el notorio celo, actividad y justificación de sus ministros y tribunales, a quienes S. M. deja hechos a este fin los más particulares encargos, y principalmente en la junta de gobierno presidida por el Sermo. Sr. Infante don Antonio, que queda establecida{4}, y que seguirán observando como corresponde la paz y buena armonía que hasta ahora han tenido con las tropas de S. M. I. y R., suministrándoles puntualmente todos los socorros y auxilios que necesiten para su subsistencia, hasta que vayan a los puntos que se han propuesto para el mayor bien y felicidad de ambas naciones: asegurando S. M. que no hay recelo alguno de que se turbe ni altere dicha tranquilidad, buena armonía y ventajosa alianza; antes bien S. M. se halla muy satisfecho de que cada día se consolidará más.

»Lo que participo a V. E. de orden de S. M., a fin de que haciéndolo presente inmediatamente en Consejo extraordinario, lo tenga entendido, y se publique por bando con la posible brevedad, tomando las demás providencias que convengan para su más exacto cumplimiento. Dios guarde a V. E. muchos años. Palacio 8 de abril de 1808.– Sebastián Piñuela.– Sr. Presidente del Consejo.»

Hizo pues su salida el rey Fernando el día designado (10 de abril), llevando en su compañía al ministro Cevallos (que había de seguir la correspondencia con la Junta, de que era individuo), a los duques del Infantado y de San Carlos, al canónigo don Juan de Escóiquiz, al capitán de guardias conde de Villariezo, a los gentiles-hombres marqueses de Ayerbe, de Guadalcazar y de Feria, al general francés Savary, y a los diplomáticos Labrador y  Múzquiz. En todos los pueblos del tránsito hasta Burgos, donde llegó el 12, recibió las muestras más expresivas de amor y lealtad de parte de todos los moradores. Mas no solamente no estaba el emperador en Burgos, como se había dicho y ofrecido, sino que ni siquiera se tenían noticias de él. Y sin embargo, aun no sospecharon o no creyeron aquellos malhadados consejeros el lazo que se les tendía, y persuadiéndoles Savary de que cuanto más lejos fuese el rey a encontrar al emperador, más propicio le haría y más se captaría su voluntad, accedieron fácilmente a proseguir su viaje hasta Vitoria, donde llegaron el 14. Tampoco se encontraba allí Napoleón; súpose, sí, que había salido de Burdeos para Bayona, a cuya ciudad pasó a buscarle el infante don Carlos, hasta entonces detenido en Tolosa.

En Vitoria comenzaron ya a abrir los ojos Fernando y su comitiva: resentíase el orgullo español de ir tan lejos en busca de un huésped que tan poca prisa se daba a acercarse, y conociendo Savary que no le era posible entretener más sin emplear otros recursos y artificios, determinó adelantarse a Bayona, llevando una carta de Fernando para el emperador. Este sagaz y activo negociador volvió el 17 a Vitoria, trayendo la siguiente respuesta de Napoleón para Fernando, miscelánea ingeniosa, como la llama un ilustre escritor, de indulgencia, de altanería y de razón, en que iba envuelta una perfidia.

«Hermano mío: he recibido la carta de V. A. R.: ya se habrá convencido V. A. por los papeles que ha visto del rey su padre, del interés que siempre le he manifestado: V. A. me permitirá que en las circunstancias actuales le hable con franqueza y lealtad. Yo esperaba, en llegando a Madrid, inclinar a mi augusto amigo a que hiciese en sus dominios algunas reformas necesarias, y que diese alguna satisfacción a la opinión pública. La separación del príncipe de la Paz me pareció una cosa precisa para su felicidad y la de sus vasallos. Los sucesos del Norte han retardado mi viaje: las ocurrencias de Aranjuez han sobrevenido. No me constituyo juez de lo que ha sucedido, ni de la conducta del príncipe de la Paz; pero lo que sí sé muy bien es que es muy peligroso para los reyes acostumbrar sus pueblos a derramar la sangre haciéndose justicia por sí mismos. Ruego a Dios que V. A. no lo experimente un día. No sería conforme al interés de la España que se persiguiese a un príncipe que se ha casado con una princesa de la familia real, y que tanto tiempo ha gobernado el reino. Ya no tiene más amigos; V. A. no los tendrá tampoco si algún día llega a ser desgraciado. Los pueblos se vengan gustosos de los respetos que nos tributan. Además, ¿cómo se podía formar causa al príncipe de la Paz sin hacerla también al rey y a la reina, vuestros padres? Esta causa fomentaría el odio y las pasiones sediciosas: el resultado sería funesto para vuestra corona. V. A. no tiene a ella otros derechos sino los que su madre le ha trasmitido: si la causa mancha su honor, V. A. destruye sus derechos. No tiene V. A. derecho para juzgar al príncipe de la Paz; sus delitos, si se le imputan, desaparecen en los derechos del trono. Muchas veces he manifestado mi deseo de que se separase de los negocios al príncipe de la Paz; si no he hecho más instancias, ha sido por un efecto de mi amistad por el rey Carlos, apartando la vista de las flaquezas de su afección. ¡Oh miserable humanidad! Debilidad y error, tal es nuestra divisa. Mas todo esto se puede conciliar; que el príncipe de la Paz sea desterrado de España, y yo le ofrezco un asilo en Francia.

»En cuanto a la abdicación de Carlos IV ella ha tenido efecto en el momento en que mis ejércitos ocupaban la España, y a los ojos de la Europa y de la posteridad podría aparecer que yo he enviado todas esas tropas con el solo objeto de derribar del trono a mi aliado y mi amigo. Como soberano vecino debo enterarme de lo ocurrido antes de reconocer esta abdicación. Lo digo a V. A. R., a los españoles, al mundo entero; si la abdicación del rey Carlos es espontánea, y no ha sido forzado a ella por la insurrección y motín sucedido en Aranjuez, yo no tengo dificultad en admitirla, y en reconocer a V. A. R. como rey de España. Deseo, pues, conferenciar con V. A. R. sobre este particular.

»La circunspección que de un mes a esta parte he guardado en este asunto, debe convencer a V. A. del apoyo que hallará en mí, si jamás sucediese que facciones de cualquiera especie viniesen a inquietarle en su trono. Cuando el rey Carlos me participó los sucesos del mes de octubre próximo pasado, me causaron el mayor sentimiento, y me lisonjeo de haber contribuido por mis instancias al buen éxito del asunto del Escorial. V. A. no está exento de faltas: basta para prueba la carta que me escribió, y que siempre quiero olvidar. Siendo rey sabrá cuán sagrados son los derechos del trono: cualquier paso de un príncipe hereditario cerca de un soberano extranjero es criminal. El matrimonio de una princesa francesa con V. A. R. le juzgo conforme a los intereses de mis pueblos, y sobre todo, como una circunstancia que me uniría con nuevos vínculos a una casa a quien no tengo motivos de alabar desde que subí al trono. V. A. R. debe recelarse de las consecuencias de las emociones populares: se podrá cometer algún asesinato sobre mis soldados esparcidos; pero no conducirán sino a la ruina de España. He visto con sentimiento que se han hecho circular en Madrid unas cartas del capitán general de Cataluña, y que se ha procurado exasperar los ánimos. V. A. R. conoce todo lo interior de mi corazón: observará que me hallo combatido por varias ideas que necesitan fijarse; pero puede estar seguro de que en todo caso me conduciré con su persona del mismo modo que lo he hecho con el rey su padre. Esté V. A. persuadido de mi deseo de conciliarlo todo, y de encontrar ocasiones de darle pruebas de mi afecto y perfecta estimación. Con lo que ruego a Dios os tenga, hermano mío, en su santa y digna guarda. En Bayona a 16 de abril de 1808.– Napoleón.{5}»

Una carta en tal tono y en tales términos concebida, sembrada de reconvenciones, de dudas, de vagas esperanzas, y hasta de frases injuriosas, y en que al propio tiempo ni se soltaba prenda ni se adquiría compromiso, hubiera debido bastar, y aun sobrar para hacer caer la venda de los ojos a los más ilusos. Y sin embargo no bastó a desengañar a la regia comitiva, y menos al canónigo Escóiquiz, que preocupado con sus dos ideas favoritas, la del casamiento de su real alumno con una princesa de Francia y la de sacrificarlo todo a cambio de que no volviera el cetro de España a las manos de Carlos IV; infatuado por otra parte con la presunción de su gran talento y elocuencia, se felicitaba de tener ocasión de persuadir y vencer con él al hombre grande de Europa y del siglo; ejemplo triste de que no hay nada tan funesto como las medianías que presumen de eminentes ingenios. Al mismo tiempo el general Savary seguía engañando al rey con aserciones tan falaces y pérfidas como las que envuelven las siguientes palabras: «Me dejo cortar la cabeza si al cuarto de hora de haber llegado S. M. a Bayona no le ha reconocido el emperador por rey de España y de las Indias… Por sostener su empeño empezará probablemente por darle el tratamiento de Alteza; pero a los cinco minutos le dará Majestad, y a los tres días estará todo arreglado, y S. M. podrá restituirse a España inmediatamente…» Y con esto y una nueva carta del rey para el emperador (18 de abril), diciéndole que la confianza que le inspiraba le había decidido a pasar inmediatamente a Bayona{6}, se dio la orden de partir «todos juntos.»

Hubo no obstante quienes, o más suspicaces, o más previsores, opinaban contra la continuación del viaje, y aun proponían varios medios de evasión para el rey. El ex-ministro de Carlos IV don Mariano Luis de Urquijo, que desde Bilbao había ido a cumplimentar al nuevo monarca, era de parecer que éste se fugase de noche disfrazado, en lo cual convenía el alcalde Urbina. Dificultades ofrecía ya en verdad cualquier medio, porque el astuto Savary, que tenía orden de arrebatar a Fernando por la fuerza la noche del 18 al 19 si veía resistencia a la salida, y que al efecto había hecho aumentar la ya numerosa guarnición francesa de Vitoria, hacía rondar y vigilar cuidadosamente el alojamiento del rey. A pesar de esto el duque de Mahón, con una insistencia nacida de la fuerza de su convicción y de su lealtad, proponía una salida simulada del rey por la vía de Bayona, y que llegando a Vergara torciera de improviso por Durango a Bilbao, donde podría contemplarse ya seguro. Pero Escóiquiz, que parecía el genio del mal consejo al lado de Fernando, opúsose a todo con tenaz empeño, sostuvo con el de Mahón una porfiada polémica, y concluyó por decirle con la arrogancia del presuntuoso que influye y dispone, y cree que vale: «Créame Vd., señor duque, tenemos cuantas seguridades pudiéramos desear de la amistad del emperador; y por último, es asunto concluido, vamos a Bayona.»

Tampoco pensaba como él la población de Vitoria, que cuando estaba ya todo dispuesto para la partida, y hasta enganchado el carruaje del rey, intentó impedir tumultuariamente la marcha; un grupo de paisanos se acercó a cortar los tirantes de las mulas; voces y gritos de amor y lealtad resonaban por todas partes en demanda de que se suspendiera aquel viaje afrentoso. Mas los consejeros de Fernando le hacen expedir un real decreto para acallar y tranquilizar la agitada población, diciendo, entre otras cosas, «que no habría resuelto aquel viaje si no estuviese bien cierto de la sincera y cordial amistad de su aliado el emperador de los franceses,» y mandando a aquellos habitantes, «que se tranquilizaran, y esperaran, que antes de cuatro o seis días darían gracias a Dios y a la prudencia de S. M. de la ausencia que ahora les inquietaba.{7}» Con esto partió el rey de Vitoria el 19; desde Irún escribió otra carta al emperador anunciándole su próxima llegada, y el 20 cruzó el Bidasoa con toda su comitiva, llegando a Bayona a las diez de aquella misma mañana. El gran paso estaba dado: los desengaños no se hicieron esperar; nadie había salido al encuentro de Fernando en nombre del emperador: éste mismo se mostró admirado de tanta docilidad, y le costaba trabajo creer lo que veía. Lo único que supo Fernando de boca de los tres grandes de España que había enviado delante a felicitar a Napoleón fue que la víspera de aquel día habían salido de los labios imperiales las palabras fatídicas de que los Borbones no reinarían ya más en España{8}.

A la hora pasó el emperador a visitar a Fernando; el cuál bajó a recibirle hasta la puerta de la casa; saludáronse con un abrazo al parecer cordial; mas la visita fue solo de minutos, despidiéndose el emperador so pretexto de que el viajero necesitaría de descanso. Aquella misma tarde, convidado Fernando a comer, pasó al declinar el día con todo su séquito a la quinta de Marac, residencia de Napoleón. Recibiole éste con extremada finura. Durante la comida, observó las fisonomías, estudió las palabras y creyó penetrar los caracteres de sus convidados, y cuando se dirigía a Fernando evitaba esmeradamente el tratarle ni de Alteza ni de Majestad. Acabado el banquete, y al tiempo de despedir a todos, indicó al canónigo Escóiquiz el gusto que tendría en que se quedara un rato a conversar con él; no podía haber hecho insinuación que más halagara el orgullo del arcediano consejero, y quedose con el mayor placer.

Llegamos al momento crítico en que va a mostrarse en cuánta pequeñez puede caer un grande hombre, cuando deja de guiar su corazón la nobleza y la rectitud; en que va a revelarse toda la alevosía que Napoleón había estado con más o menos disimulo guardando en su pecho; en que va a descubrirse la miseria y la incapacidad de los consejeros y directores del engañado Fernando. La célebre conferencia de la noche del 20 entre Napoleón y Escóiquiz nos ha sido conservada por este último{9}, y aunque ha podido modificarla en el sentido que más pudiera favorecerle, conserva cierto sello de verídica, y aun aparece el autor en toda su presuntuosa simplicidad. Comenzó el emperador por encarecer a su interlocutor la idea que tenía de su instrucción y talento (que bien sabía y había penetrado el flaco del buen canónigo), y que por lo mismo deseaba hablar con él con preferencia a los demás. Declarole luego que tenía por violenta y forzada la renuncia de Carlos IV, que Fernando había conspirado contra su padre, que los intereses y la política del imperio exigían que los Borbones dejaran de reinar en España cuya nación quería regenerar, y así era menester que propusiera en su nombre a Fernando la renuncia de sus derechos al trono español, a cambio del cuál le cedería el reino de Etruria y le daría por esposa una sobrina suya, que él no quería para sí de la España ni una aldea siquiera, y que si estas proposiciones no acomodaban a su príncipe, le daría un término para su regreso y comenzarían entre los dos las hostilidades. Esforzose cuanto pudo el arcediano, con aquella elocuencia que Napoleón llamaba festivamente ciceroniana{10}, por justificar a su regio alumno, por demostrar la espontaneidad de la renuncia de su padre, por defender la conducta de la casa de Borbón, y por persuadirle de la inconveniencia de mudar en España de dinastía. Mas no logró convencer a quien estaba resuelto a no dejarse persuadir, aunque le hablara el mejor orador del mundo. La plática fue larga, y en ella se permitió el emperador familiaridades como las de: «V., Sr. canónigo, no hace más que forjar cuentos:» «V. forma castillos en el aire;» llegando alguna vez a tirarle de las orejas{11}.

Cuando Escóiquiz volvió al alojamiento de Fernando, encontró a su discípulo tan consternado como él iba; porque en aquel intermedio el general Savary, el mismo que en Vitoria respondía con su cabeza de que Fernando sería reconocido a la hora de estar en Bayona, había ido a nombre del emperador a notificarle, con brusquedad inusitada y sin cuidarse siquiera de las formas, que era preciso renunciar la corona de España, aceptando en cambio el trono de Etruria. Sobre este mismo tema se reprodujeron los días siguientes en la quinta de Marac vivas conferencias entre Escóiquiz, el ministro Cevallos, los duques del Infantado y San Carlos de una parte, y de otra el general Savary, el ministro Champagny y el obispo de Poitiers, Mr. Pradt, limosnero del emperador. En una de ellas, entrando Napoleón al tiempo que Cevallos disputaba acaloradamente con Champagny, llegó a decirle: «¿Y qué habláis vos de fidelidad a Fernando VII? ¿Vos, que debierais haber servido fielmente a su padre, de quien erais ministro, que le abandonasteis por un hijo usurpador, y que en todo esto no habéis desempeñado nunca más que el papel de un traidor?» Palabras crueles, que nadie menos que Napoleón tenía derecho a pronunciar. Al fin Cevallos, como Infantado, y como Labrador, Onís, Vallejo, Bardají y los demás que acompañaban al rey, así en aquellas conferencias como en los consejos que entre sí celebraron, bien que guiados siempre por un fatal error, por lo menos desecharon la propuesta de la cesión de la corona de España y su cambio por la de Etruria. Reservado estaba al insensato Escóiquiz dar la última prueba de su impericia y de su incurable inocencia, opinando y votando por que se accediera a la proposición del emperador; que a tal extremo le llevó su ambición y su presuntuosa ignorancia{12}. Últimamente declaró Napoleón, que estando para llegar también a Bayona los reyes padres, con ellos se entendería y trataría, y por lo tanto, daba por concluido todo trato y negociación con el hijo.

Llévanos esto naturalmente a dar cuenta de lo que entretanto acontecía en Madrid. Napoleón había prevenido y ordenado al gran duque de Berg que le enviara a Bayona los antiguos soberanos, igualmente que al príncipe de la Paz, para cuya libertad emplearía la fuerza, si era menester: que presentara a la Junta Suprema de gobierno y al Consejo de Castilla la protesta de Carlos IV: que se apercibiera para una insurrección que pudiera estallar y que veía casi inevitable, fortificándose en dos o tres puntos de la población, haciendo dormir todos los oficiales en los cuarteles, e instruyéndole cómo había de maniobrar en las calles para sujetar al pueblo en caso necesario. Murat se había anticipado a los deseos e instrucciones del emperador en lo de procurar la marcha de los reyes padres y la excarcelación del príncipe de la Paz. Lo primero no ofrecía dificultad, así porque el pueblo no se oponía, como porque ellos mismos lo solicitaban, ansiosos de exponer sus reclamaciones ante el emperador y someterlas a su fallo. Lo segundo había de producir de seguro indignación grande, y acaso resistencia pronunciada y tenaz de parte del pueblo. Mas por un lado era la persona de Godoy necesario instrumento para los planes de Napoleón en Bayona, por otro los reyes a quienes Murat protegía consideraban de tal modo identificada su suerte con la del preso, que como decía la reina María Luisa en una de sus deplorables cartas: «Si no se salva el príncipe de la Paz, y si no se nos concede su compañía, moriremos el rey mi marido y yo.» Pidió, pues, Murat a la Junta de gobierno le fuese entregada la persona de don Manuel Godoy, bajo la amenaza de que su negativa le pondría en el caso de emplear para ello la fuerza. Limitose por de pronto la Junta a mandar al Consejo (30 de abril) que se suspendiese el proceso incoado contra el preso de Villaviciosa hasta que resolviera S. M., a quien se consultó por medio del ministro Cevallos. La resolución y respuesta del rey se anunció por Gaceta extraordinaria en los siguientes términos:

«El rey N. S., haciendo el más alto aprecio de los deseos que el emperador de los franceses y rey de Italia ha manifestado de disponer de la suerte del preso don Manuel de Godoy, escribió desde luego a S. M. I. y R. manifestando su pronta y gustosa voluntad de complacerle, asegurado S. M. de que el preso pasaría inmediatamente la frontera de España, y que jamás volvería a entrar en ninguno de sus dominios. El emperador de los franceses ha admitido este ofrecimiento de S. M. y mandado al gran duque de Berg que reciba el preso, y lo haga conducir a Francia con escolta segura.

»La Junta de gobierno, instruida de estos antecedentes, y de la reiterada expresión de la voluntad de S. M., mandó ayer al general a cuyo cargo estaba la custodial del citado preso, que lo entregara al oficial que destinase para su conducción el gran duque de Berg; disposición que ya queda cumplida en todas sus partes. Madrid 24 de abril de 1808.»

Habíase en efecto cumplido, haciéndose la entrega al coronel francés Martel a las once de la noche del día 20, con no poca repugnancia del pundonoroso marqués de Castelar encargado de su custodia y vigilancia, el cual primero hizo dimisión de su empleo, y después suplicó que no le entregasen los guardias de corps, sino los granaderos provinciales; pero hubo de ceder al oír de boca del infante don Antonio, presidente de la Junta, «que en aquella entrega consistía el que su sobrino fuese rey de España.» De los individuos de la Junta solo se había opuesto con entereza el ministro de Marina don Francisco Gil y Lemus. Excusado es decir que en aquellos momentos fue objeto de censuras amargas la condescendencia de los nuevos gobernantes{13}. De este modo se salvó Godoy de una catástrofe casi segura. Presentose a sus libertadores con la barba larga, la marca de los grillos que había llevado, y la de sus heridas apenas cicatrizadas. Al cruzar frente a su antiguo amigo Murat hízole éste entregar una carta que para él había recibido de Carlos IV, ponderándole cuánto les habían hecho sufrir a él y a la reina sus padecimientos, sus esfuerzos por libertarle, y su anhelo por que los dejaran vivir a los tres juntos hasta la muerte{14}. Inmediatamente se le puso camino de Francia con escolta francesa; el 26 llegó el antiguo ministro y favorito de Carlos IV a una quinta que se le tenía preparada a una legua de Bayona, casi completamente ignorante de todo lo que durante su prisión había acontecido en Bayona y en Madrid. Al día siguiente se le incorporó allí también su hermano don Diego, duque de Almodóvar, y pronto, llamado por Napoleón, tuvo el príncipe de la Paz con él una larga e interesante conferencia, que el mismo Godoy nos ha trasmitido, y de cuya exactitud no nos es dado juzgar{15}.

En cuanto a los reyes padres, aun no había pasado Fernando la frontera de Francia cuando ya Murat formó tenaz empeño en que se proclamara otra vez como rey de España a Carlos IV, intentando que le reconociera como tal la misma Junta de gobierno, amenazándola con publicar una proclama que tenía manuscrita y que suponía extendida por el rey padre. Absorta la Junta con tal propuesta, y después de vivos debates entre dos de sus individuos, O’Farril y Azanza, con Murat y el nuevo embajador francés Laforest, contestó verbalmente por aquellos mismos vocales, «que Carlos IV y no Murat era quien debía comunicarle tan trascendental resolución; que en todo caso se limitaría a participarlo a Fernando VII; y que estando Carlos IV para partir a Bayona, no ejerciera en el viaje ningún acto de soberanía, y se guardara secreto sobre aquel asunto.» La Junta escribió al rey dos cartas en un mismo día (17 de abril), participándole tan extraña novedad y contándole todo lo ocurrido{16}. Pero Murat, pasando al Escorial, donde los reyes padres se habían trasladado desde Aranjuez, logró a fuerza de instancias que Carlos IV escribiera a su hermano el infante don Antonio, presidente de la Junta (19 de abril), asegurándole haber sido forzada su abdicación del 19 de marzo, y que aquel mismo día había protestado contra la renuncia. Firmábase otra vez en esta comunicación Yo el Rey {17}. La Junta se concretó a acusar el recibo y a enviar copia de ella a Fernando. De este modo se encontró la Junta revestida con los dos poderes de los dos soberanos, sin haber en realidad ninguno; y para no errar ni comprometerse expedía los documentos a nombre del rey, sin expresar cuál fuese.

Mientras Murat con sus imprudentes y atrevidas exigencias ponía cada día en nuevos conflictos y compromisos a la Junta y al Consejo, y con sus arbitrariedades, obrando como el supremo dominador de España, provocaba el enojo popular y predisponía los ánimos a un estallido, y en tanto que el gobierno compraba la tranquilidad de la capital a precio de dolorosas condescendencias, Carlos IV y su esposa salían del Escorial (23 de abril), y caminaban por la vía de Francia, escoltados por carabineros reales y algunas tropas francesas, sin sentimiento del pueblo, y recibiendo en el tránsito testimonios de respeto, pero pocas demostraciones de simpatía. Al revés les sucedió en el momento de pisar el territorio francés. Recibidos como reyes desde la frontera, con salvas y repique de campanas a su llegada a Bayona (30 de abril), con homenajes de respeto por las autoridades, y con un abrazo por Napoleón que los convidó a comer para el día siguiente, por un momento debió parecerles que aún conservaban la dignidad real. Cuando sus hijos Carlos y Fernando se llegaron a darles la bienvenida, Fernando fue tratado por su padre con enojoso desvío, negándose a verle como no fuese en público. En cambio se apresuraron a arrojarse en brazos del príncipe de la Paz y a estrechar en su seno a su querido Manuel, a quien no habían visto desde la fatal y terrible noche del 17 de marzo. Este contraste hizo augurar fácilmente algún nuevo y triste desenlace de las deplorables escenas que aun se habían de representar en Bayona.

No se hicieron éstas esperar. Al día siguiente, al sentarse Carlos IV a la mesa del emperador, echando de menos a su antiguo favorito y no pudiendo contenerse, exclamó: «¿Y Manuel? ¿dónde está Manuel?» Envió entonces Napoleón a buscar a Godoy, sin el cual mostraba no acertar a vivir Carlos IV, satisfaciendo el emperador aquel capricho, al modo que se satisfacen los últimos antojos de un reo en vísperas de cumplirse el breve plazo que el fallo inexorable de un tribunal ha señalado a su existencia. Después de los primeros agasajos y atenciones con los augustos huéspedes españoles, impaciente Napoleón por dar cima al proyecto que le había hecho reunir allí tan ilustres personajes, hizo llamar a Fernando, y de acuerdo Carlos IV con aquél intimó a su hijo en tono amenazador que le devolviese la corona que la violencia le había arrebatado. Como Fernando quisiese replicar, enfureciéronse contra él sucesivamente su padre y su madre prorrumpiendo en expresiones tan duras, en tan coléricos ademanes y tan violentos arrebatos, que aflige leer las relaciones que de tal escena nos han sido trasmitidas, y solo se encuentra consuelo en querer persuadirse a sí mismo que habrán sido alteradas o exageradas{18}. Retirose Fernando silencioso y sombrío, y al día siguiente envió a su padre el documento de renuncia, pero con las condiciones siguientes: 1.ª que Carlos se volvería a Madrid, donde él le acompañaría: 2.ª que se reunirían las Cortes, o por lo menos todos los tribunales y diputados del reino: 3.ª que ante esta asamblea se formalizaría la renuncia, con una exposición de motivos: 4.ª que Carlos no llevaría consigo las personas que se habían concitado el odio de la nación: 5.ª que en el caso de que su padre no quisiera reinar, gobernaría él en su nombre y como lugarteniente suyo.

Por primera vez, puede decirse, estuvieron hábiles los consejeros de Fernando en la redacción de este documento, siendo muy de notar y de extrañar que hablaran en él de reunión de cortes los que ni antes las habían siquiera nombrado, ni después se mostraron nunca afectos, sino muy contrarios a ellas. Como era de suponer, Carlos no se conformó con tales condiciones, y en el mismo día (2 de mayo) contestó a su hijo, empezando su carta de éste modo: «Hijo mío: los consejos pérfidos de los hombres que os rodean han conducido a la España a una situación crítica: solo el emperador puede salvarla.» Hacíale una breve reseña de los sucesos y de la política de su reinado, decíale entre otras cosas: «Vuestra conducta conmigo, vuestras cartas interceptadas han puesto una barrera de bronce entre vos y el trono de España, y no es de nuestro interés ni de la patria el que pretendáis reinar. Guardaos de encender un fuego que causaría inevitablemente vuestra ruina completa y la desgracia de España.– Yo soy rey por el derecho de mis padres; mi abdicación es el resultado de la fuerza y de la violencia; no tengo pues nada que recibir de vos…» Fernando respondió a esta carta de su padre con otra más extensa (4 de mayo), de la cual era particularmente notable el párrafo siguiente: «Ruego por último a V. M. que se penetre de nuestra situación actual, y de que se trata de excluir para siempre del trono de España nuestra dinastía, sustituyendo en su lugar la imperial de Francia; que esto no podemos hacerlo sin el expreso consentimiento de todos los individuos que tienen y pueden tener derecho a la corona, ni tampoco sin el mismo expreso consentimiento de la nación española reunida en cortes y en lugar seguro: que además de esto, hallándonos en un país extraño, no habría quien se persuadiese que obrábamos con libertad; esta sola circunstancia anularía cuanto hiciésemos, y podría producir fatales consecuencias…{19}»

En tal estado se hallaba esta enojosa negociación entre padre e hijo, cuando llegó a Bayona la noticia de los gravísimos sucesos del 2 de mayo en Madrid, de que luego habremos de dar cuenta. Inmediatamente lo participó Napoleón a los reyes padres, con quienes habló largamente; sirviéndole los pliegos y la proclama de Murat para mostrarse extremadamente colérico y para exclamar: «¡No más treguas, no más treguas! Haced llamar a vuestro hijo…» Fernando fue llamado. Su padre le reconvino acerbamente, le culpó del levantamiento del 2 de mayo en Madrid como del alboroto del 17 de marzo en Aranjuez, y le intimó que si no renunciaba la corona, él y toda su casa serían considerados como conspiradores contra la vida de sus soberanos. El resultado de las terribles pláticas entre los cuatro augustos personajes la tarde del día 5 en Bayona, fue que en la mañana del 6 hiciera Fernando la renuncia del trono español en favor de su padre, pura y sencilla, en los términos que le habían sido indicados{20}. Mas si debilidad hubo de parte de Fernando, hubo aún mayor y más lamentable flaqueza en su padre, puesto que en la misma tarde fatal, y sin esperar la renuncia de aquél, hizo Carlos IV la suya, cediendo la corona de España ¡deplorable humillación y afrenta! en el mismo emperador Napoleón, estipulando con él un tratado, en que solo se ponían como precisas condiciones la integridad de la monarquía y el mantenimiento de la religión católica, con exclusión de otra alguna. Suscribiole a nombre del emperador el gran mariscal de palacio Duroc, y para firmarle en nombre de Carlos IV se llamó al príncipe de la Paz, que con esta firma puso fin al reinado de unos monarcas que a no dudar debieron el triste término de su dominación a su ciega idolatría por el favorito{21}.

Así un monarca anciano y débil, atormentado por la enfermedad, apenado por el infortunio y mortificado por la discordia doméstica, hallándose en tierra extraña, bajo la presión del hombre que había trastornado y dominaba la Europa, ocupado por las armas extranjeras su reino, hacía cesión de una corona que su propio hijo le disputaba, de unos derechos que ya su propio pueblo no le reconocía, y de un cetro cuya posesión era por lo menos problemática; y hacíala en un príncipe extranjero, sin contar con sus hijos ni con persona alguna de la regia estirpe, sin el consentimiento de la nación española, sin consideración a sus leyes y tradiciones, sin una señal siquiera de respeto a las facultades de las cortes de que por lo menos se había hecho mención en otras renuncias aun en los tiempos más infelices de la monarquía, sin una condición, en fin, que pudiera ni justificar el acto a los ojos de la razón, ni menos acreditar su validez ante el derecho público de las naciones. Última y bochornosa página de su reinado, que si en debilidad y flaqueza fue funestamente fecundo, al menos no fue tiránico, ni se sacrificaron víctimas al furor del fanatismo, ni se desmembró el territorio de los dominios hispanos en medio del trastorno general de Europa, se mantuvo el espíritu religioso, se preservó la nación del contagio revolucionario, se iniciaron reformas útiles, y si Carlos fue un monarca indolente y flojo, fue también un rey piadoso y honrado.

Faltaba a Napoleón dar la última mano y poner el sello a su pérfida trama. Fernando había renunciado ya la corona como rey, y era menester que renunciase también a sus derechos como príncipe de Asturias. Así se realizó por desgracia, ya por la actitud amenazadora del emperador, ya por flaqueza del príncipe, igual por lo menos a la de su padre, y el 10 de mayo se firmó un tratado entre Napoleón y Fernando, por el cual hizo éste cesión de todos sus derechos como príncipe de Asturias y heredero de la corona de España, y aquél le señalaba una pensión en su imperio, como a los demás infantes que suscribieran el tratado, lo cual hicieron don Antonio y don Carlos, no firmándole don Francisco por ser todavía menor de edad{22}. Autorizaron como plenipotenciarios este convenio, por parte de Napoleón el mismo mariscal Duroc, por la de Fernando su consejero el canónigo Escóiquiz. De este modo, como observa un escritor español, los dos hombres, Godoy y Escóiquiz, cuyo desgobierno y errada conducta, y cuyo respectivo valimiento con los dos reyes padre e hijo les imponía la estrecha obligación de sacrificarse por la conservación de sus derechos, fueron los mismos que autorizaron los tratados que acababan en España con la estirpe de los Borbones. Así, dice otro, ambos jefes de los dos encarnizados bandos, Godoy y Escóiquiz, sancionaron con sus firmas el destronamiento de sus valedores, y la abolición de la dinastía que por tantos años había empuñado el cetro en su patria, para ponerle en las manos de un extraño, cual si estuviera a ellos reservada la ruina del trono.

El mismo día 10 fueron internadas en Francia todas las personas de la familia real española que habían ido acudiendo a Bayona del modo que diremos luego. Carlos, María Luisa, la reina de Etruria y sus hijos, el infante don Francisco y el príncipe de la Paz, salieron para Fontainebleau, para trasladarse después a Compiegne: Fernando, con su hermano Carlos y su tío don Antonio, para el palacio de Valencey, propio del príncipe Talleyrand, que les estaba destinado. Estos últimos dirigieron desde Burdeos (12 de mayo), como si les faltara tiempo para ello, una proclama a los españoles, exhortándolos a mantenerse tranquilos, «esperando su felicidad de las sabias disposiciones y del poder de Napoleón.{23}»

Terminaremos este capítulo con la observación crítica que hace uno de nuestros más ilustrados historiadores. «Tal fin tuvieron, dice, las célebres vistas de Bayona entre el emperador de los franceses y la malaventurada familia real de España. Solo con muy negra tinta puede trazarse tan tenebroso cuadro. En él se presenta Napoleón pérfido y ratero; los reyes viejos, padres desnaturalizados; Fernando y los infantes, débiles y ciegos; sus consejeros, por la mayor parte ignorantes o desacordados, dando todos juntos principio a un sangriento drama, que ha acabado con muchos de ellos, desgarrado a España, y conmovido hasta en sus cimientos la suerte de la Francia misma. En verdad tiempos eran estos ásperos y difíciles, mas los encargados del timón del Estado, ya en Bayona, ya en Madrid, parece que solo tuvieron tino en el desacierto.{24}»




{1} Documentos históricos publicados por Luis Bonaparte. París, 1820.

{2} Esta carta se publicó por primera vez en el Memorial de Santa Elena. Toreno se refiere a ella muy ligeramente. Thiers la copia íntegra por apéndice al libro XXX de su Historia del Imperio. Dice este escritor, que después de muchas indagaciones para acreditar su autenticidad, sobre la cual tenía no pocas dudas y sospechas, concluyó por adquirir una completa convicción de ser auténtica; y explica la contradicción del espíritu y sentido de esta carta con el de otras que escribió Napoleón en aquellos días, diciendo haber sido inspirada y como arrancada por Mr. Tournon (único agente francés que reprobaba la expedición de España) en momentos en que faltaron a Napoleón las cartas de Murat en que explicaba mejor su conducta, y le comunicaba todo el resultado de los sucesos de Aranjuez y de Madrid. Pero que recibidas estas cartas en París al día siguiente, 30 de marzo, mudó de opinión el emperador, dejó sin curso la del 29, aprobó la conducta de Murat, volvió a sus primeros proyectos, y se encontró muy de acuerdo con las ideas de su lugarteniente. Este juicio de Mr. Thiers, formado por un detenido examen de la correspondencia que se conserva en los archivos del Louvre, nos parece muy verosímil.

{3} El mismo Escóiquiz, en su Idea sencilla de las razones que motivaron el viaje del rey don Fernando VII, reconoce y confiesa que vio las cosas del modo que acabamos de manifestar.– Tal fue el dato (dice refiriéndose a la comunicación de Izquierdo), que fijó al Consejo del rey en que las intenciones más perjudiciales que podría recelar del gobierno francés eran la del trueque de las provincias más allá del Ebro por el reino de Portugal, o de una vía militar desde su frontera hasta él, o tal vez la cesión sola de la Navarra… Y esto le parecía poca cosa al buen canónigo, que confiesa haber sido él quien más impulsó el viaje, en la persuasión de que cualquiera sacrificio que costase sería pequeño con tal que se consiguiera el reconocimiento de Fernando y su proyectada y ansiada boda con una sobrina de Napoleón.

{4} Nombró para esta junta de gobierno a los ministros, Cevallos, de Estado; Gil y Lemus, de Marina; Azanza, de Hacienda; O’Farril, de Guerra; y Piñuela de Gracia y Justicia; con facultades para entender en todo lo gubernativo y urgente, consultando en los demás con S. M.– El decreto nombrando a Piñuela ministro de Gracia y Justicia, y O’Farril de Guerra, se expidió el 6, y no se publicó hasta la Gaceta del 19.

{5} Como se ve, esta carta no era solo contestación a la última que había recibido de Fernando, sino también a otras anteriores, inclusa la del 11 de octubre del año anterior, pues a ninguna había respondido el emperador todavía. Es la primera vez que confiesa haber recibido aquella carta de Fernando, tantas veces negada, pidiéndole la mano de una princesa de su familia.

La carta de Fernando VII desde Vitoria comenzaba doliéndose de que el gran duque de Berg y el embajador Beauharnais no le hubieran reconocido todavía como soberano de España después de la libre abdicación de su padre, sin duda por carecer de las órdenes necesarias al efecto. Hacía luego las mayores protestas de lealtad y adhesión a su imperial persona; alegaba por mérito las órdenes dadas para que se volviesen a Portugal las tropas que Godoy había mandado acercar a Madrid; haber enviado primero a tres grandes del reino y después al infante su hermano a felicitarle y convidarle a venir a España; ponderábale la gran pena que sentía de estar privado de cartas suyas; encarecíale su deseo de conocerle y ofrecérsele personalmente en el hecho de haber avanzado en su busca hasta Vitoria, y concluía rogándole le sacase de aquella penosa situación.– «Ruego pues a V. M. I. y R. con eficacia, que tenga a bien hacer cesar la situación penosa a que me hallo reducido por su silencio, y disipar por medio de una respuesta favorable las vivas inquietudes que mis fieles vasallos sufrirían con la duración de la incertidumbre.– Ruego a Dios, &c.– Vitoria, 14 de abril de 1808.»

{6} «Señor mi hermano (decía esta carta): he recibido con la mayor satisfacción la carta que V. M. I. y R. ha tenido a bien dirigirme con fecha del 16 por medio del general Savary. La confianza que V. M. me inspira, y mi deseo de hacerle ver que la abdicación del rey mi padre a mi favor fue efecto de un puro movimiento suyo, me han decidido a pasar inmediatamente a Bayona. Pienso pues salir mañana por la mañana a Irún, y pasar después de mañana a la casa de campo de Marac en que se halla V. M. I. Soy con los sentimientos de la más elevada estimación, &c.– Fernando

{7} Este real decreto se publicó en Madrid por Gaceta extraordinaria el 22 de abril.

Los autores de la Historia de la guerra de España contra Napoleón apuran todo género de razones y hacen esfuerzos heroicos por justificar esta marcha y esta salida del reino: laudable tarea en quienes escribían de orden del rey, y por lo mismo no extrañamos su empeño; pero sentimos que sus razones no nos parezcan convincentes, y no poder conformar nuestra opinión con la suya, que sin embargo respetamos como debemos.

Lo mismo decimos respecto a la Historia de la guerra de la independencia del señor Muñoz Maldonado, y de otros que han escrito en el propio sentido. Cuestión es esta, en que, salvas las buenas intenciones de todos, cabe patrióticamente opinar de distinto modo, y calificar de error o de acierto la conducta de los consejeros de Fernando.

{8} Escóiquiz en su Idea sencilla, y Cevallos en su Manifiesto, confirman esta importantísima declaración de los tres grandes de España.

{9} En el número 3 de los documentos que sirven de apéndice a su conocido folleto titulado Idea sencilla, &c.

{10} Lo sabemos por el mismo Escóiquiz. «Por la tarde de aquel mismo día, dice, habiendo conferenciado S. M. I. con el duque del Infantado, le dijo chanceándose: «el canónigo me ha hecho esta mañana una arenga a la manera de las de Cicerón: pero no quiere entrar en las razones de mi plan.» A esto se redujo el fruto de mi elocuencia ciceroniana.»

{11} Son palabras textuales del mismo Escóiquiz. «Sonriéndose y tirándome de la oreja: pero usted, canónigo, no quiere entrar en mis ideas

{12} En su Idea sencilla quiso justificar su dictamen, dando razones que están muy lejos de satisfacer (págs. 51 y siguientes). Y por último se disculpa con haberse adherido más adelante a la opinión de la mayoría del Consejo.

{13} Documentos oficiales que mediaron y hemos visto sobre este incidente: –Escrito del general Savary al duque del Infantado pidiendo la libertad de Godoy en virtud de orden del emperador: –Instancia de Murat a la Junta de gobierno (10 de abril) solicitando la entrega del reo, alegando que S. M. lo había ofrecido así la noche anterior: –Orden de la Junta al Consejo (13 de abril) mandando suspender la toma de declaración, y consulta de la misma a S. M.– Contestación del rey desde Vitoria: ofrecimiento de éste al emperador de perdonar la vida a Godoy, si el tribunal le condenaba a muerte.– Nota pasada a la Junta (20 de abril) por el general Belliard, jefe de estado mayor de Murat, pidiendo de nuevo la entrega de Godoy en nombre del emperador.– Orden de la Junta al Consejo para la entrega y sus dos decretos publicados por gacetas extraordinarias.– Relación y exposición del marqués de Castelar sobre lo ocurrido en el acto de la entrega, y justificación de su conducta.– Exposición del Consejo y consulta reservada a S. M.– Respuestas del rey a la Junta y al Consejo (26 de abril), a la primera indicándole haber procedido a la entrega del preso sin orden suya, al segundo aprobando y elogiando su conducta en haber rehusado publicar la orden que la Junta le comunicó.

{14} Decía esta carta: –«Incomparable amigo Manuel: ¡cuánto hemos padecido estos días viéndote sacrificado por estos impíos por ser nuestro único amigo! No hemos cesado de importunar al gran duque y al emperador, que son los que nos han sacado a tí y a nosotros.– Mañana emprenderemos nuestro viaje al encuentro del emperador, y allí acabaremos todo cuanto mejor podamos para tí, y que nos deje vivir juntos hasta la muerte, pues nosotros siempre seremos, siempre, tus invariables amigos, y nos sacrificaremos por tí como tú te has sacrificado por nosotros.– Carlos

Esta carta está en completa consonancia con todas las que Carlos y María Luisa escribieron en aquella ocasión.

{15} Hállase esta conferencia en el tomo VI, cap. 34, de las Memorias del príncipe de la Paz, en forma de diálogo, como la que antes hemos citado de Escóiquiz. De esta, lo mismo que de aquella, decimos, sin negar su realidad, que han podido ser modificadas y presentadas por sus respectivos autores, en el sentido que más pudiera favorecer a su propósito y a sus ideas.

{16} Apéndice, núm. 45, al tomo I de la Historia de la guerra de España contra Napoleón, escrita de orden del rey.

{17} «Muy amado hermano (le decía): El 19 del mes pasado he confiado a mi hijo un decreto de abdicación… En el mismo día extendí una protesta solemne contra el decreto dado en medio del tumulto, y forzado por las críticas circunstancias… Hoy que la quietud está restablecida, que la protesta ha llegado a las manos de mi augusto amigo y fiel aliado el emperador de los franceses y rey de Italia, que es notorio que mi hijo no ha podido lograr le reconozca bajo este título… Declaro solemnemente que el acto de abdicación que firmé el día 19 del pasado mes de marzo es nulo en todas sus partes; y por eso quiero que hagáis conocer a todos mis pueblos que su buen rey, amante de sus vasallos, quiere consagrar lo que le queda de vida en trabajar para hacerlos dichosos. Confirmo provisionalmente en sus empleos de la Junta actual de gobierno los individuos que la componen, y todos los empleos civiles y militares que han sido nombrados desde el 19 del mes de marzo último. Pienso en salir luego al encuentro de mi augusto aliado, después de lo cual trasmitiré mis reales órdenes a la Junta. San Lorenzo a 17 de abril de 1808.– Yo el Rey.– A la Junta superior de gobierno.»

Prueba del aturdimiento y desconcierto con que en aquellos días obraba Carlos IV es que en este documento supone hecha su protesta el mismo día de la abdicación (19 de marzo), cuando a la que acompañaba su carta anterior a Napoleón se le había puesto la fecha del 21.

{18} Por ejemplo, cuesta trabajo creer que Carlos IV se levantara, como dicen, furioso en ademan de querer maltratar a su hijo, acusándole de haber intentado quitarle la vida con la corona; y que la reina, todavía más colérica, pidiera a Napoleón que hiciese subir a un cadalso a su hijo.

{19} Todas estas comunicaciones se hallan integras en el Manifiesto de Cevallos; púsolas Toreno como apéndices al libro II de su Historia de la revolución de España, se encuentran en varios otros libros, españoles y extranjeros, y son por lo tanto conocidas.– El príncipe de la Paz dice que Carlos IV no recibió esta última, y que algunos párrafos de ella, como otros de la del día 6, de que luego hablaremos, fueron posteriormente intercalados por el ministro Cevallos.

Niega también que en el convite del día 1.º preguntara Carlos IV por él al sentarse a la mesa, en los términos que dijo el duque de Rovigo en sus Memorias, y estamparon después los escritores españoles, sino que Napoleón le envió a buscar sin ser excitado por nadie. En verdad no parece muy verosímil, ni muy conforme a las reglas comunes de urbanidad, que un convidado como lo era Carlos IV, se tomara la confianza de preguntar a un emperador cómo faltaba o cómo no había sido invitado otro, por más íntimo suyo que fuese, y por más que sintiera no verle a la mesa.

{20} El texto de esta carta, según el príncipe de la Paz, la cual, al decir de Mr. Basset, en sus Memorias anecdóticas, fue enviada previamente a la aprobación del emperador, era el siguiente:

«Mi venerado padre y señor: para dar a V. M. una prueba de mi amor, de mi obediencia y de mi sumisión, y para acceder a los deseos que V. M. me ha manifestado reiteradas veces, renuncio mi corona en favor de V. M., deseando que V. M. pueda gozarla por muchos años. Recomiendo a V. M. las personas que me han servido desde el 19 de marzo: confío en las seguridades que V. M. me ha dado sobre este particular. Dios guarde a V. M. felices y dilatados años.– Señor.– A L. R. P. de V. M.– Su más humilde hijo.– Fernando.– Bayona 6 de mayo de 1808.»

La que inserta Cevallos en su Manifiesto, y han copiado el conde de Toreno y otros escritores, decía:

«Venerado padre y señor: el 1.º del corriente puse en las reales manos de V. M. la renuncia de mi corona en su favor. He creído de mi obligación modificarla con las limitaciones convenientes al decoro de V. M., a la tranquilidad de mis reinos, y a la conservación de mi honor y reputación. No sin grande sorpresa he visto la indignación que han producido en el real ánimo de V. M. unas modificaciones dictadas por la prudencia, y reclamadas por el amor de que soy deudor a mis vasallos.

»Sin más motivo que éste ha creído V. M. podía ultrajarme a la presencia de mi venerada madre y del emperador con los títulos más humillantes; y no contento con esto, exige de mí que formalice la renuncia sin límites ni condiciones, so pena de que yo y cuantos componen mi comitiva, seremos tratados como reos de conspiración. En tal estado de cosas hago la renuncia que V. M. me ordena, para que vuelva el gobierno de la España al estado en que se hallaba el 19 de marzo en que V. M. hizo la abdicación espontánea de la corona en mi favor.– Dios guarde la importante vida de V. M. los muchos años que le desea, postrado a L. R. P. de V. M., su más amante y rendido hijo.– Fernando.– Pedro Cevallos.– Bayona 6 de mayo de 1808.»

Como se ve, en nada se parecen estos dos documentos. ¿Cuál de ellos es el auténtico, y cuál el apócrifo? El príncipe de la Paz en sus Memorias dice que cuando publicó Cevallos en 1814 su Manifiesto, en que insertó esta correspondencia, Carlos IV negó haber recibido semejante carta de su hijo, como tampoco la del día 4, y así se lo escribió en 14 de junio del mismo año a su hermano el rey de Nápoles. Godoy publicó el fac-simile de esta carta de Carlos, escrita en italiano. «Se encuentran allí, decía Carlos IV, dos cartas que se dice haberme escrito mi hijo Fernando, la una el 4 de mayo y la otra el 6, las cuales no he visto, y seguramente no las habría sufrido a causa de su contenido y del poco respeto que en ellas se nota a mi persona. Os ruego no permitáis semejante escrito…»

{21} Convenio entre Carlos IV y Napoleón.

Carlos IV rey de las Españas y de las Indias, y Napoleón, emperador de los franceses, rey de Italia y protector de la Confederación del Rin, animados de igual deseo de poner un pronto término a la anarquía a que está entregada la España, y libertar esta nación valerosa de las agitaciones de las facciones; queriendo asimismo evitarle todas las convulsiones de la guerra civil y extranjera, y colocarla sin sacudimientos políticos en la única situación que atendida la circunstancia extraordinaria en que se halla puede mantener su integridad, afianzarle sus colonias, y ponerla en estado de reunir todos sus recursos con los de la Francia a efecto de alcanzar la paz marítima: han resuelto unir todos sus esfuerzos y arreglar en un convenio privado tamaños intereses.

Con este objeto han nombrado, a saber:

S. M. el rey de las Españas y de las Indias a S. A. S. don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, conde de Évora Monte:

Y S. M. el emperador de los franceses al señor general de división Duroc, gran mariscal de palacio…

Artículo 1.º S. M. el rey Carlos, que no ha tenido en toda su vida otra mira que la felicidad de sus vasallos, constante en la idea de que todos los actos de un soberano deben únicamente dirigirse a este fin; no pudiendo las circunstancias actuales ser sino un manantial de disensiones tanto más funestas, cuanto las desavenencias han dividido su propia familia, ha resuelto ceder, como cede por el presente, todos sus derechos al trono de las Españas y de las Indias, a S. M. el emperador Napoleón, como el único que, en el estado a que han llegado las cosas, puede restablecer el orden; entendiéndose que dicha cesión solo ha de tener efecto para hacer gozar a sus vasallos de las condiciones siguientes: 1.ª La integridad del reino será mantenida: el príncipe que el emperador juzgue deber colocar en el trono de España será independiente, y los límites de la España no sufrirán alteración alguna: 2.ª La religión, católica, apostólica, romana, será la única en España. No se tolerará en su territorio religión alguna reformada, y mucho menos infiel, según el uso establecido actualmente.

Art. 2.º Cualesquiera actos contra nuestros fieles súbditos desde la revolución de Aranjuez, son nulos y de ningún valor, y sus propiedades les serán restituidas.

Art. 3.º S. M. el rey Carlos, habiendo así asegurado la prosperidad, la integridad y la independencia de sus vasallos, S. M. el emperador se obliga a dar un asilo en sus estados al rey Carlos, a su familia, al príncipe de la Paz, como también a los servidores suyos que quieran seguirles, los cuales gozarán en Francia de un rango equivalente al que tenían en España.

Art. 4.º El palacio imperial de Compiegne, con los cotos y bosques de su dependencia, quedan a la disposición del rey Carlos mientras viviere.

Art. 5.º S. M. el emperador da y afianza a S. M. el rey Carlos una lista civil de treinta millones de reales que S. M. el emperador Napoleón le hará pagar directamente todos los meses por el tesoro de la corona.

A la muerte del rey Carlos, dos millones de renta formaran la viudedad de la reina.

Art. 6.º El emperador Napoleón se obliga a conceder a todos los infantes de España una renta anual de cuatrocientos mil francos, para gozar de ella perpetuamente, así ellos como sus descendientes, y en caso de extinguirse una rama, recaerá dicha renta en la existente a quien corresponda según las leyes civiles.

Art. 7.º S. M. el emperador hará con el futuro rey de España el convenio que tenga por acertado para el pago de la lista civil y rentas comprendidas en los artículos antecedentes; pero S. M. el rey Carlos no se entenderá directamente para este objeto sino con el tesoro de Francia.

Art. 8.º S. M. el emperador Napoleón da en cambio a S. M. el rey Carlos el sitio de Chambord, con los cotos, bosques y haciendas de que se compone, para gozar de él en toda propiedad, y disponer de él como le parezca.

Art. 9.º En consecuencia S. M. el rey Carlos renuncia en favor de S. M. el emperador Napoleón todos los bienes alodiales y particulares no pertenecientes a la corona de España, de su propiedad privada en aquel reino.

Los infantes de España seguirán gozando de las rentas de las encomiendas que tuviesen en España.

Art. 10. El presente convenio será ratificado, y las ratificaciones se canjearan dentro de ocho días, o lo más pronto posible.

Fecho en Bayona a 5 de mayo de 1808.– El príncipe de la Paz.– Duroc.

{22} Convenio entre el príncipe de Asturias Fernando y el emperador de los franceses.

Art. 1.º S. A. R. el príncipe de Asturias adhiere a la cesión hecha por el rey Carlos de sus derechos al trono de España y de las Indias en favor de S. M. el emperador de los franceses &c., y renuncia, en cuanto sea menester, a los derechos que tiene como príncipe de Asturias a dicha corona.

Art. 2.º S. M. el emperador concede en Francia a S. A. el príncipe de Asturias el título de A. R., con todos los honores y prerrogativas que gozan los príncipes de su rango. Los descendientes de S. A. R. el príncipe de Asturias, conservarán el título de príncipe y de A. Serma., y tendrán siempre en Francia el mismo rango que los primeros dignatarios del imperio.

Art. 3.º S. M. el emperador cede y otorga por las presentes en toda propiedad a S. A. R. y sus descendientes los palacios, cotos, haciendas de Navarre, y bosques de su dependencia hasta la concurrencia de cincuenta mil arpens, libres de toda hipoteca, para gozar de ellos en plena propiedad desde la fecha del presente tratado.

Art. 4.º Dicha propiedad pasará a los hijos y herederos de S. A. R. el príncipe de Asturias; en defecto de éste, a los del infante don Carlos, y así progresivamente hasta extinguirse la rama. Se expedirán letras patentes y privadas del monarca al heredero en quien dicha propiedad viniese a recaer.

Art. 5.º S. M. el emperador concede a S. A. R. cuatrocientos mil francos de renta sobre el tesoro de Francia, pagados por dozavas partes mensualmente para gozar de ella, y trasmitirla a sus herederos en la misma forma que las propiedades expresadas en el artículo 4.°

Art. 6.º A más de lo estipulado en los artículos antecedentes, S. M. el emperador concede a S. A. el príncipe una renta de seiscientos mil francos, igualmente sobre el tesoro de Francia, para gozar de ella mientras viviese. La mitad de dicha renta formará la viudedad de la princesa su esposa, si le sobreviviere.

Art. 7.º S. M. el emperador concede y afianza a los infantes don Antonio, don Carlos y don Francisco: 1.º el título de A. R. con todos los honores y prerrogativas de que gozan los príncipes de su rango: sus descendientes conservarán el título de príncipes y el de A. Serma., y tendrán siempre en Francia el mismo rango que los príncipes dignatarios del imperio: 2.º el goce de las rentas de todas sus encomiendas en España mientras vivieren: 3.º una renta de cuatrocientos mil francos para gozar de ella y trasmitirla a sus herederos perpetuamente, entendiendo S. M. I. que si dichos infantes muriesen sin dejar herederos, dichas rentas pertenecerán al príncipe de Asturias o a sus dependientes, y herederos: todo esto bajo la condición de que SS. AA. RR. adhieran al presente tratado.

Art. 8.º El presente tratado será ratificado y se canjearán las ratificaciones dentro de ocho días o antes si se pudiere.– Bayona 10 de mayo de 1808.– Duroc.– Escóiquiz.

{23} He aquí el texto de este documento, producción también del canónigo Escóiquiz, y digna de su ingenio.

«Don Fernando, príncipe de Asturias, y los infantes don Carlos y don Antonio, agradecidos al amor y a la fidelidad constante que les han manifestado todos los españoles, los ven con el mayor dolor en el día sumergidos en la confusión, y amenazados de resultas de ésta de las mayores calamidades; y conociendo que esto nace en la mayor parte de ellos de la ignorancia en que están, así de las causas de la conducta que SS. AA. han observado hasta ahora, como de los planes que para la felicidad de su patria están ya trazados, no pueden menos de procurar darles el saludable desengaño de que necesitan para no estorbar su ejecución, y al mismo tiempo el más claro testimonio del afecto que les profesan.

»No pueden en consecuencia dejar de manifestarles, que las circunstancias en que el príncipe por la abdicación del rey su padre tomó las riendas del gobierno, estando muchas provincias del reino y todas las plazas fronterizas ocupadas por un gran número de tropas francesas, y más de setenta mil hombres de la misma nación situados en la corte y sus inmediaciones, como muchos datos que otras personas no podrían tener, les persuadieron que rodeados de escollos no tenían más arbitrio que el de escoger entre varios partidos el que produjese menos males, y eligieron como tal el de ir a Bayona.

»Llegados SS. AA. a dicha ciudad, se encontró impensadamente el príncipe (entonces rey) con la novedad de que el rey su padre había protestado contra su abdicación, pretendiendo no haber sido voluntaria. No habiendo admitido la corona sino en la buena fe de que lo hubiese sido, apenas se aseguró de la existencia de dicha protesta, cuando su respeto filial le hizo devolverla, y poco después el rey su padre la renunció en su nombre, y en el de toda su dinastía, a favor del emperador de los franceses, para que éste, atendiendo al bien de la nación, eligiese la persona y dinastía que hubiesen de ocuparla en adelante.

»En este estado de cosas, considerando SS. AA. la situación en que se hallan, las críticas circunstancias en que se ve la España, y que en ellas todo esfuerzo de sus habitantes en favor de sus derechos parece sería no solo inútil, sino funesto, y que solo serviría para derramar ríos de sangre, asegurar la pérdida cuando menos de una gran parte de sus provincias y la de todas sus colonias ultramarinas; haciéndose cargo también de que será un remedio eficacísimo para evitar estos males el adherir cada uno de SS. AA. de por sí en cuanto esté de su parte a la cesión de sus derechos a aquel trono, hecha ya por el rey su padre, reflexionando igualmente que el expresado emperador de los franceses se obliga en este supuesto a conservar la absoluta independencia y la integridad de la monarquía española, como de todas sus colonias ultramarinas, sin reservarse ni desmembrar la menor parte de sus dominios, a mantener la unidad de la religión católica, las propiedades, las leyes y usos, lo que asegura para muchos tiempos y de un modo incontrastable el poder y la prosperidad de la nación española; creen SS. AA. darla la mayor muestra de su generosidad, del amor que la profesan, y del agradecimiento con que corresponden al afecto que la han debido, sacrificando en cuanto está de su parte sus intereses propios y personales en beneficio suyo, y adhiriendo para esto, como han adherido por un convenio particular, a la cesión de sus derechos al trono, absolviendo a los españoles de sus obligaciones en esta parte, y exhortándoles, como lo hacen, a que miren por los intereses comunes de la patria, manteniéndose tranquilos, esperando su felicidad de las sabias disposiciones del emperador Napoleón, y que prontos a conformarse con ellas crean que darán a su príncipe y a ambos infantes el testimonio mayor de su lealtad, así como SS. AA. se lo dan de su paternal cariño cediendo todos sus derechos, y olvidando sus propios intereses para hacerla dichosa, que es el único objeto de sus deseos.– Burdeos, 12 de mayo de 1808.»

{24} Toreno, Historia de la revolución de España, libro II.

Este breve extracto de las conferencias y de los sucesos de Bayona le hemos hecho con presencia y cotejo de las memorias que dejaron escritas algunos personajes de los que fueron parte activa en ellos, principalmente las Memorias del duque de Rovigo, o sea el general Savary, las del obispo Pradt, las del príncipe de la Paz, los escritos de Cevallos y de Escóiquiz, las Memorias de Nollerto (Llorente), que son los datos sobre que están fundadas las relaciones que se leen en las historias. Todas aquellas publicaciones convienen en lo esencial de los acontecimientos; difieren en algunos incidentes y pormenores, especialmente tratándose de las pláticas y diálogos que mediaron entre aquellos personajes. De las reconvenciones y las réplicas que se cruzaron, cada cual ha trasmitido y procurado dar valor a aquellas palabras o frases que pueden favorecer más al partido o persona a que estaba adherido. Nosotros hemos descartado de nuestra relación estas variantes, ateniéndonos solo al fondo y sustancia de los hechos, en que casi todos están conformes.

Pero una cosa se ha escrito que no nos es posible dejar pasar sin rectificación y sin protesta, por la importancia que le da el haber salido de los labios del mismo Napoleón, según el conde de las Casas en su Diario de la isla de Santa Elena. Cuenta este escritor, que hablando de estos sucesos el augusto proscrito de la isla, que después de confesar francamente que había errado en su política para con la España, que había dirigido muy mal este negocio, y que aquello era lo que le había perdido, añadía: «Sin embargo, se me ha denigrado con injurias que yo no merecía… Se me acusa en este asunto de perfidia, de malos manejos y de peor fé, y no ha habido nada de esto. Jamás he delinquido contra la buena fé… ni he faltado a mi palabra ni con Carlos IV ni con Fernando VII… ni usé de ardid alguno para atraerlos a Bayona, sino que ambos a porfía se apresuraron a ir allí… yo desdeñé las vías tortuosas y comunes… &c.»– Tomo II, cap. Guerra y dinastía de España.

Si en efecto se explicó así, es admirable audacia que a falta de memoria no podemos atribuirlo) la de producirse de este modo, contra lo que arrojan y evidencian tantos datos y testimonios como hemos citado, y otros que son de todos conocidos, y que han llegado a formar una convicción universal.