Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro IX Reinado de Carlos IV

Capítulo XXIII
El Dos de mayo en Madrid
1808

Recelo y desconfianza pública.– Exigencias de Murat.– Flojedad y vacilación de la Junta de gobierno.– Sus consultas al rey.– Se le agregan nuevos vocales.– Se crea otra junta para el caso en que aquella carezca de libertad.– Llamamiento a Bayona de la reina de Etruria y del infante don Francisco.– El 2 de mayo.– Síntomas de enojo en el pueblo.– Intenta impedir la salida del infante.– Conmuévese la multitud al grito de una mujer, y se arroja sobre un ayudante de Murat.– Patrulla francesa.– Hace armas contra la muchedumbre.– Propágase la insurrección por todos los barrios de la corte.– Heroica y desesperada lucha entre los habitantes y las tropas francesas.– Crueldad de la guardia imperial.– Forzada inacción de las tropas españolas.– Rudo y sangriento combate en el cuartel de artillería.– Patriótica resolución y muerte gloriosa de Velarde y Daoíz.– Oficios y esfuerzos de la Junta para hacer cesar la lucha y restablecer el sosiego.– Ofrecimiento de perdón no cumplido.– Nuevo espanto en la población.– Bando monstruoso de Murat.– Prisiones arbitrarias.– Horribles ejecuciones.– Noche espantosa.– Carácter de los sucesos de este memorable día.– Proclama del gran duque de Berg.– Salida del infante don Francisco.– Marcha y extraña despedida del infante don Antonio.– Murat presidente de la Junta suprema.– Es nombrado lugarteniente general del reino.– Son comunicadas a la Junta las renuncias de los reyes en Bayona.– Errada conducta de la Junta de gobierno.– Elige Napoleón para rey de España a su hermano José.– Manéjase de modo que aparezca como propuesto y pedido por los españoles.– Determina dar una constitución política a la nación española.– Alocución imperial.– Convocatoria para un congreso español en Bayona.– Desígnanse las clases y personas que habían de concurrir a aquella asamblea.
 

Nos acercamos a uno de esos momentos críticos, supremos y solemnes de las naciones, en que el exceso del mal inspira y aconseja el remedio, en que la indignación por la perfidia que se observa en unos, el dolor de las humillaciones y de la degradación que se advierte en otros, producen en un pueblo una reacción viva y saludable hacia el sentimiento de su dignidad ultrajada, le hacen volver en sí mismo, le sugieren ideas grandes y nobles, le dan el valor de la ira y de la desesperación, le hacen prorrumpir en impetuosos y heroicos arranques que admiran y asombran, y recobra al fin su honra mancillada, y recupera su empañado brillo. Pero no anticipemos más reflexiones.

Mas prevenido esta vez y más avisado que gobernantes y consejeros el instinto popular, tan receloso y desconfiado ya de los franceses como había sido inocente y cándido al principio, veía con pena y con enojo el tortuoso giro que los negocios públicos llevaban. Mortificaba especialmente a la población de Madrid el viaje y ausencia que con engaños y artificios se había obligado a hacer a su querido Fernando, la libertad que por influjo del emperador y de sus agentes en España se había dado al aborrecido Godoy, y el empeño de Murat por que se volviera a reconocer como rey a Carlos IV. Dos franceses que fueron cogidos en una imprenta, tratando de imprimir aquella proclama del destronado monarca cuya publicación había suspendido Murat a ruego de la Junta, solo se salvaron del furor popular por la maña de un alcalde de casa y corte, apresurándose también la Junta a cortar aquel incidente, aunque de un modo que satisfizo menos al pueblo que al gran duque de Berg. Fuera también de Madrid, en Toledo y en Burgos, hubo motines y alborotos, en que se cometieron algunos excesos, que aunque provocados por la imprudencia y por la audacia de los franceses, servían a Murat para quejarse imperiosa y altivamente a la Junta, ponderando agravios, y tomando pie para importunarla con exigencias y peticiones.

La Junta suprema, presidida por un príncipe de tan escasa capacidad como luego nos lo demostrará él mismo, si bien al principio un tanto limitada en sus atribuciones, las recibió después amplias, en real orden comunicada por el ministro Cevallos desde Bayona, para ejecutar cuanto conviniera al servicio del rey y del reino, y para usar al efecto de todas las facultades que S. M. desplegaría si se hallase dentro de sus estados. Y sin embargo, no salió de su anterior irresolución y flojedad. Lo que hizo fue enviar dos comisionados a Bayona, don Evaristo Pérez de Castro y don José de Zayas, pidiendo instrucciones explícitas sobre las preguntas siguientes: «1.ª Si convenía autorizar a la Junta a sustituirse en caso necesario en otras personas, las que S. M. designase, para que se trasladasen a paraje en que pudieran obrar con más libertad, siempre que la Junta llegase a carecer de ella: 2.ª Si era la voluntad de S. M. que empezasen las hostilidades, el modo y tiempo de ponerlo en ejecución: 3.ª Si debía ya impedirse la entrada de nuevas tropas francesas en España, cerrando los pasos de la frontera: 4.ª Si S. M. juzgaba conducente que se convocaran las Cortes, dirigiendo su real decreto al Consejo, y en defecto de éste (por ser posible que al llegar la respuesta de S. M. no estuviera ya en libertad de obrar), a cualquiera chancillería o audiencia del reino.» Preguntas en que se descubría más desánimo y perplejidad que aliento y decisión. Pero tampoco mostraban mayor firmeza ni el soberano ni sus consejeros de Bayona, puesto que después de aquella real orden autorizando a la Junta para todo, enviaron a Madrid al magistrado de Pamplona don Justo Ibarnavarro, que llegó la noche del 29 de abril, con encargo de decirle, «que no se hiciese novedad en la conducta tenida con los franceses, para evitar funestas consecuencias contra el rey y cuantos españoles acompañaban a S. M.» Y para poner el sello a las contradicciones, a renglón seguido declaró el regio emisario, después de referir lo que pasaba en Bayona, «que el rey estaba resuelto a perder la vida antes que acceder a una renuncia inicua… y que bajo este supuesto y con esta seguridad procediese la Junta.» De modo que no es maravilla que los gobernantes de Madrid anduvieran fluctuantes y perplejos, viendo en el Consejo de Bayona tal contradicción y tal incertidumbre.

Inerte y floja la Junta, altivo y osado Murat, haciendo diariamente alarde de su fuerza, ocupada la capital con la brillante Guardia imperial de a pie y de a caballo y con la infantería que mandaba Musnier, colocada la artillería en el Retiro, rodeando las inmediaciones de Madrid el cuerpo del mariscal Moncey, y en otra línea más atrás, en el Escorial, Aranjuez y Toledo, las divisiones de Dupont, formando entre todos un ejército de veinte y cinco mil hombres, mientras que apenas pasaba de tres mil la guarnición española, el pueblo comprimido se agitaba sordamente, los mismos franceses observaban hasta en las miradas de los habitantes cierto aire de animadversión, y notaban en sus rostros algo de sombrío que indicaba encerrar en sus pechos un enojo concentrado y contenido por el temor, pero que un ligero soplo podía bastar a hacerle estallar en impetuosa explosión. Agregábase a esto el rumor que cundía, y la idea que se hacía formar al pueblo de la heroica resistencia que se decía estar oponiendo Fernando en Bayona a la renuncia de la corona que pugnaba por arrancarle Napoleón, siendo a sus ojos víctima indefensa de la violencia imperial.

Murat había manifestado ya a la Junta en nombre del emperador que deseaba concurriese a Bayona cierto número de personas notables del reino, para consultar allí la opinión de todas las clases, y fijar del modo más conveniente la suerte de la nación. Y como la Junta esquivase el compromiso de esta medida y de este nombramiento, procedió él a señalarlas de propia autoridad, pidiendo para ellas los pasaportes. Accedió aquella corporación a mandarlos extender, ciñéndose a prevenir a los nombrados que esperasen en la frontera las órdenes de S. M., a quien daba cuenta de aquella nueva vejación. Así iba marchando la Junta de condescendencia en condescendencia y de debilidad en debilidad. Pronto se vio en nuevo conflicto. El 30 de abril se presentó a ella el gran duque de Berg con una carta de Carlos IV al infante presidente, en que llamaba a Bayona a sus dos hijos la reina de Etruria y el infante don Francisco. En cuanto a la primera, no había cómo estorbar su viaje, porque era dueña de sus acciones y podía obrar según su deseo, además que no sentían su ida los españoles. Hubo oposición respecto al segundo, y le fue necesario a Murat insistir en su demanda al día siguiente (1.º de mayo). Anduvieron en esto los pareceres divididos, hasta haber quien opinara por resistir con la fuerza, mas por otro lado Murat amenazaba también emplearla si se trataba de impedir la salida de un príncipe que por su menor edad estaba sujeto a la autoridad paterna, y más siendo Carlos IV el único rey legítimo que él reconocía: y por otro el vocal O’Farril, como ministro de la Guerra, trazó tan triste cuadro de la situación de Madrid militarmente considerada para mostrar lo temerario de una resistencia, que al fin la Junta hubo de otorgar su consentimiento para la partida del infante don Francisco, señalándola para el día siguiente.

Ya en aquel mismo día 1.º comprendió la Junta la gravedad de su situación, y como si contase con que iba a acabar de expirar la poca independencia de que gozaba, tomó dos providencias, una encaminada a aliviar su carga y su responsabilidad compartiéndola con otros, otra para prevenir la orfandad del reino y la consiguiente anarquía. Por la primera asoció a sus trabajos los presidentes o decanos de los Consejos supremos de Castilla, Indias, Guerra, Marina, Hacienda y Órdenes; a los fiscales, don Nicolás Sierra, don Manuel Vicente Torres Cónsul, don Pablo Arribas, y don Joaquín María Sotelo: los consejeros, don Arias Mon, don José de Vilches, don García Gómez Xara, don Pedro Mendinueta, y don Pedro de Mora y Lomas, nombrando secretario al conde de Casa-Valencia. Por la segunda, y a propuesta de don Francisco Gil y Lemus, se nombró otra junta para el caso en que ésta quedase inhabilitada por falta de libertad, siendo elegidos para la nueva, con facultades para fijar su residencia donde tuviera por conveniente, el conde de Ezpeleta, capitán general de Cataluña, don Gregorio de la Cuesta, que lo era de Castilla la Vieja, don Antonio Escaño, teniente general de la Armada, don Manuel de Lardizábal, del Consejo de Castilla, don Gaspar Melchor de Jovellanos, y en su lugar, hasta tanto que llegase de Mallorca, don Juan Pérez Villamil, del almirantazgo, y don Felipe Gil de Taboada, de las Órdenes. Don Damián de la Santa había de ser secretario, y el punto designado para su reunión Zaragoza{1}.

Amaneció al fin el que había de ser para siempre memorable 2 de mayo. Desde muy temprano se empezaron a notar aquellos síntomas que por lo regular preceden a los sacudimientos populares. Grupos numerosos de hombres y mujeres, entre los cuales muchos paisanos de las cercanías de Madrid que se habían quedado la víspera, fueron llenando la plaza de palacio, punto de donde habían de partir los infantes. A las nueve salió el carruaje que conducía a la reina de Etruria y sus hijos, sin oposición y sin sentimiento de nadie, ya por mirársela como una princesa casi extranjera, ya por ser del partido contrario a Fernando. Difundieron los criados de palacio la voz de que infante don Francisco, niño todavía, lloraba porque no quería salir de Madrid. Enterneció esto a las mujeres, y excitó la ira de los hombres. A tal tiempo se presentó en la plazuela el ayudante de Murat Lagrange, y calculando el pueblo que iba a apresurar la retrasada partida, levantose un general murmullo. Cuando el combustible está muy preparado, una chispa basta para producir un incendio. Al grito de una mujer anciana: «¡Válgame Dios, que se llevan a Francia todas las personas reales!» lanzose la multitud sobre el ayudante del gran duque, que habría sido víctima del furor popular, a no haberle escudado con su cuerpo un oficial de guardias walonas; y aun los dos corrían peligro de ser despedazados, y solo debieron el quedar con vida a la aparición de una patrulla francesa en aquellos críticos momentos. Murat, que no vivía lejos, y pudo saber lo que cerca del palacio pasaba, envió un batallón con dos piezas de artillería. El modo que tuvo esta tropa de contener el alboroto, fue hacer una descarga sin previa intimación sobre la indefensa muchedumbre, que irritada más que aterrada se dispersó derramándose por toda la población, gritando y excitando a la venganza.

Instantáneamente se vio a los moradores de la capital lanzarse a las calles, armados de escopetas, carabinas, espadas, chuzos, y cuantos instrumentos ofensivos pudo cada uno haber a las manos, y arrojarse con ímpetu y denuedo sobre cuantos franceses encontraban, especialmente contra los que hacían fuego o intentaban unirse a sus cuerpos, si bien a los que imploraban clemencia los encerraban ellos mismos en sitio seguro, y los que permanecían en sus alojamientos fueron con cortas excepciones respetados. En el centro de la población el gentío era inmenso, y los inexpertos habitantes creyeron por un momento asegurado su triunfo. Poco les duró aquella ilusión. Murat, que estaba acostumbrado a pelear, así en los campos de batalla como en las calles y plazas de las grandes poblaciones, y que tenía sus tropas estratégicamente acantonadas y preparadas para un caso que no le era imprevisto, ordenó los movimientos de sus huestes de modo que penetrando por los diferentes extremos de la capital y confluyendo por las principales calles al centro, fueron arrollando la muchedumbre, en tanto que la Guardia imperial mandada por Daumesnil acuchillaba los grupos, y que los lanceros polacos y los mamelucos, que se señalaron por su crueldad, forzaban las casas de donde les hacían o suponían ellos hacerles fuego, y las entraban a saco y degollaban a sus habitantes{2}. A pesar de la desigualdad de las fuerzas y de la superioridad que da el armamento, la instrucción y la disciplina militar, batíase el paisanaje con arrojo extraordinario, muchos vendían caras sus vidas, a veces hacían retroceder masas de jinetes, otros asestaban un tiro certero desde una esquina, mientras desde los balcones, ventanas y tejados, hombres y mujeres arrojaban sobre las tropas imperiales cuantos objetos podían ofenderlas. Mas aunque sobraba ardor y corazón, y se repetían y menudeaban aisladas proezas y hechos de individual heroísmo, la lucha era insostenible por parte de un pueblo desprovisto de jefes y desgobernado.

Encerrada en sus cuarteles la tropa española por orden de la Junta y del capitán general don Francisco Javier Negrete, estaba inactiva por obediencia, aunque rebosando en disgusto y enojo. Grupos de paisanos se dirigieron en tropel al parque de artillería con objeto de apoderarse de los cañones y prolongar así su desesperada resistencia. La voz de haber asaltado los franceses uno de los otros cuarteles, movió a los artilleros, ya fluctuantes, a decidirse a tomar parte con el pueblo y puestos al frente los valerosos oficiales don Pedro Velarde y don Luis Daoíz, y haciendo sacar tres cañones, y sostenidos por los paisanos y por un piquete de infantería mandado por un oficial llamado Ruiz, se propusieron rechazar al enemigo, logrando al pronto rendir un destacamento de cien franceses. Mas luego cargó sobre ellos la columna de Lefranc, y empeñose un rudo combate, hiciéronse mortíferas descargas, perecieron muchos de uno y otro lado, cayendo desde el principio mortalmente herido el oficial Ruiz, murió gloriosamente el intrépido Velarde atravesado de un balazo, los medios de defensa escaseaban, y los franceses cargaron a la bayoneta. No valió a los nuestros hacer demostración de rendirse, el enemigo se arrojó sobre las piezas, dio muerte a algunos soldados, y desapiadado acabó a bayonetazos a don Luis Daoíz. Tal fue la defensa del parque, la que más sangre costó a los franceses, y tal el ejemplo de patriotismo que dieron los beneméritos Daoíz y Velarde, gloria y honra de España, que desde entonces han sido y serán eternamente para ella objetos de justa veneración y de culto patrio.

La Junta de gobierno, ya que no dio pruebas de energía, quiso darlas de humanidad, comisionando a dos de sus miembros, O’Farril y Azanza, para decir al príncipe Murat que si mandaba cesar el fuego y les daba un general que los acompañase, ellos se ofrecían a restablecer el sosiego en la población. Murat, que se hallaba en la cuesta de San Vicente con el mariscal Moncey y otros jefes principales, accedió a la demanda de los comisionados; y partieron éstos, llevando en su compañía al general Harispe, y varios consejeros. que se les incorporaron, recorriendo calles y plazas, agitando pañuelos blancos, y gritando ¡paz! ¡paz! La multitud se fue aplacando con la oferta de que habría reconciliación y olvido de lo pasado. Muchos infelices debieron a este paso la vida. Los paisanos se fueron retirando, y los franceses ocuparon las bocacalles, colocando en ciertos puntos cañones con la mecha encendida, para acabar de amedrentar la población, y como signo fatal de que la reconciliación y el indulto se iban a convertir en desolación y en venganza. Y así fue. Comenzaron a difundir nuevo espanto voces siniestras de que algunos inofensivos y descuidados habitantes habían sido arcabuceados junto a la fuente de la Puerta del Sol, so pretexto de llevar armas. Y era que se había publicado, casi sin que nadie le oyese, el siguiente horrible bando u orden del día:

«Soldados: mal aconsejado el populacho de Madrid, se ha levantado y ha cometido asesinatos: bien sé que los españoles que merecen el nombre de tales han lamentado tamaños desórdenes, y estoy muy distante de confundir con ellos a unos miserables que solo respiran robos y delitos. Pero la sangre francesa vertida clama venganza. Por tanto, mando lo siguiente:

Artículo 1.º Esta noche convocará el general Grouchy la comisión militar.

Art. 2.º Serán arcabuceados todos cuantos durante la rebelión han sido presos con armas.

Art. 3.º La Junta de gobierno va a mandar desarmar a los vecinos de Madrid. Todos los moradores de la corte que pasado el tiempo preciso para la ejecución de esta resolución anden con armas, o las conserven en su casa sin licencia especial, serán arcabuceados.

Art. 4.º Todo corrillo que pase de ocho personas se reputará reunión de sediciosos, y se disipará a fusilazos.

Art. 5.º Toda villa o aldea donde sea asesinado un francés será incendiada.

Art. 6.º Los amos responderán de sus criados; los empresarios de fábricas, de sus oficiales; los padres, de sus hijos, y los prelados de conventos, de sus religiosos.

Art. 7.º Los autores de libelos impresos o manuscritos, que provoquen a la sedición, los que los distribuyeren o vendieren, se reputarán agentes de la Inglaterra, y como tales serán pasados por las armas.

Dado en nuestro cuartel general de Madrid a 2 de mayo de 1808.– Firmado, Joaquín.– Por mandato de S. A. I. y R., el jefe del Estado Mayor general, Belliard

Con arreglo a este bando draconiano, reconocían y prendían los franceses a todo el que llevara alguna arma, bien que fuese una navaja, o unas tijeras de su uso, y a unos fusilaban en el acto, y a otros encerraban en los cuarteles, o en la casa de Correos, donde se había establecido la comisión militar. Llegó la noche, y solo interrumpía su pavoroso silencio el estampido del cañón que de cuando en cuando retumbaba, o el ruido de la fusilería que descargaba sobre los infelices que en pelotones o amarrados de dos en dos eran pasados por las armas, sin oírles descargo ni defensa, junto al salón del Prado, en el sitio en que hoy se levanta un fúnebre trofeo, monumento triste y glorioso, que está recordando y recomienda a la posteridad el patriotismo de los que allí fueron sacrificados, y es padrón de afrenta para los inhumanos sacrificadores. Todavía en la mañana siguiente fueron inmolados en la montaña del Príncipe Pío algunos de los arrestados la víspera. Tal remate tuvo el movimiento popular del día 2 de mayo en Madrid, día eternamente memorable en los fastos españoles. Los nombres de Velarde y de Daoíz se hallan con justicia esculpidos con letras de oro en el santuario de las leyes; la patria ha honrado como a beneméritos hijos suyos a los que por ella se ofrecieron en holocausto, y todos los años una solemnidad cívico-religiosa mantiene viva en los pechos de los españoles la memoria de aquel día de luto, de llanto y de gloria para la patria.

Ni aquel suceso fue un golpe de Estado fríamente preparado y dispuesto por Murat, como calcularon unos, ni una trama urdida por los españoles en reuniones patrióticas, como discurrieron otros. Fue el sacudimiento espontáneo e impremeditado, la explosión de la ira reprimida, de parte de un pueblo que se había visto invadido con engaños y con perfidia, privado con alevosía de los objetos de su cariño y de su culto, de sus reyes y sus príncipes, dominado por un extranjero hipócrita y altivo. Y Murat aprovechó la ocasión que se le presentaba y había estado viendo venir, para humillar la fiereza castellana, y allanar el camino del trono español a un príncipe francés, trono en que su imaginación le representaba la posibilidad de sentarse él mismo.

Al día siguiente aparecieron cerradas casas y tiendas, las calles solitarias y silenciosas, sin oírse otro ruido que el compasado e imponente de las patrullas francesas que las recorrían. Fijose en los sitios públicos el bando del día anterior. Publicó además Murat una proclama, que comenzaba: «Valerosos españoles. El día 2 de mayo, para mí, como para vosotros, será un día de luto.» Achacaba aquel movimiento a intrigas del común enemigo de Francia y de España; afirmaba haberle sido anunciado de antemano, si bien no había querido darle crédito, hasta que estalló la rebelión y se vio obligado a castigarla; aseguraba que el emperador quería mantener la integridad de la monarquía española, sin desmembrar de ella ni una sola aldea, ni exigir ninguna contribución de guerra; exhortaba a los ministros de la religión, a los magistrados, caballeros, propietarios y comerciantes, a que emplearan su influjo a fin de evitar toda sedición, y concluía: «Si se frustran mis esperanzas, será tremenda la venganza: si se realizan, me tendré yo por feliz en anunciar al emperador que no se ha equivocado en su juicio sobre los naturales de España, a quienes dispensa toda su estimación y afecto. Dado en nuestro cuartel general de Madrid, &c. Joaquín.– Por S. A. I. y R. Agustín Belliard.{3}»

Realizose aquel mismo día la salida del infante don Francisco para Bayona, que la víspera había quedado suspensa. Y como se indicase a su tío don Antonio, el presidente de la Junta de gobierno, el deseo de Napoleón y la conveniencia de que se hallase en aquella ciudad toda la real familia para arreglar los negocios de España, él, asustado con los sucesos del día anterior, dispuso también su marcha, que emprendió en la madrugada del 4 (mayo), dejando por vía de despedida al vocal más antiguo de la Junta, don Francisco Gil y Lemus, el original y extraño billete siguiente: «Al Sr. Gil.– A la Junta para su gobierno le pongo en su noticia como me he marchado a Bayona de orden del rey, y digo a dicha Junta que ella sigue en los mismos términos como si yo estuviese en ella.– Dios nos la dé buena.– A Dios, señores, hasta el valle de Josafat.– Antonio Pascual.» Documento que por sí solo da la medida del talento y capacidad del sujeto a quien Fernando había dejado encomendada la presidencia de la corporación que había de regir en su ausencia el Estado. Y, sin embargo, hasta este día, si bien la Junta había pecado de imprevisión y falta de energía, al menos no se había empeñado en la peligrosa senda por donde la veremos deslizarse y extraviarse luego.

Tan pronto como el infante presidente se ausentó de la corte, manifestó el gran duque de Berg a algunos individuos de la Junta que el orden y el bien público hacían necesario asociar a ella su persona. Mostrósele repugnancia, y aun algunos se opusieron a la proposición; pero aquel cuerpo, de quien apenas se podía citar un solo acto de firmeza, acabó por admitirle en su seno, dando así principio al segundo período de sus injustificables y cada vez más dañosas debilidades. En verdad no era ella sola la que daba este funesto ejemplo de flaqueza, porque el mismo día 4, al tiempo que Murat se entrometía tan osadamente a formar parte del gobierno español, firmaba Carlos IV en Bayona (como si obraran los dos por una especie de acuerdo magnético) el siguiente decreto, que se recibió en Madrid el 7, y que no puede leerse sin asombro, mezclado con lástima y con ira a un tiempo: «Habiendo juzgado conveniente dar una misma dirección a todas las fuerzas de nuestro reino para mantener la seguridad de sus propiedades y la tranquilidad pública contra los enemigos, así del interior como del exterior, hemos tenido a bien nombrar lugarteniente general del reino a nuestro primo el gran duque de Berg, que al mismo tiempo manda las tropas de nuestro aliado el emperador de los franceses. Mandamos al Consejo de Castilla, a los capitanes generales y gobernadores de nuestras provincias, que obedezcan sus órdenes, y en calidad de tal presidirá la Junta de gobierno. Dado en Bayona en el Palacio Imperial llamado del Gobierno a 4 de mayo de 1808.– Yo el Rey.» ¡Afrentosa resolución la de nombrar un rey de España lugarteniente general de su reino al jefe de las tropas extranjeras alevemente apoderadas de la monarquía! Al nombramiento acompañaba una proclama, en que decía a los españoles que no había para ellos salvación sino en la amistad del emperador de los franceses.

Por su parte Fernando VII también desde Bayona, y también como rey (¡laberinto y confusión lastimosa, que da grima, y casi hace perder la calma al historiador!), a consecuencia de la misión de don Evaristo Pérez de Castro, de que dimos cuenta atrás, expidió dos decretos con fecha 5 de mayo; uno dirigido a la Junta, diciéndole que él se hallaba sin libertad, y por consecuencia la autorizaba a que ejerciese en su nombre las funciones de la soberanía, y que las hostilidades deberían empezar desde el momento en que violentamente, pues de otro modo no lo haría, le obligaran a internarse en Francia: otro al Consejo, mandándole que convocara las Cortes del reino en el paraje que le pareciera más expedito y seguro, para atender a la defensa de la monarquía y demás que pudiera ocurrir. Pero al día siguiente (6 de mayo) comunicó a la misma Junta haber devuelto la corona de España al rey su padre, encargándole se sometiese en todo a las órdenes y mandatos del antiguo monarca{4}. Inconsecuencias y contradicciones deplorables, que solo la opresión y el aturdimiento pueden atenuar, ya que no justificar.

No las enmendaba tampoco la Junta suprema de Madrid. No correspondiendo sin duda el acierto a la buena intención que suponemos en sus individuos, no dotados de gran entereza, ni de aquel valor cívico que necesitan los hombres de Estado en situaciones comprometidas y graves, dando más fuerza (queremos creer que por error, y no por cobardía ni egoísmo) a los decretos del 6, que debían considerarse arrancados por la violencia, que a los del 5, en que por la misma falta de libertad en que decía verse Fernando les confería facultades ilimitadas para obrar, y mandaba convocar las Cortes; atendiendo menos a las órdenes de Fernando, a quien debían su nombramiento, y único a quien reconocían como rey, que a las de Carlos IV a quien nadie obedecía como tal en España, ellos cumplieron los segundos, y dejaron sin ejecución los primeros. Hicieron más, que fue tomar precauciones para estorbar que se reuniese la otra Junta ya nombrada, que en caso necesario había de reemplazar a la de Madrid, congregándose y deliberando fuera, en lugar seguro, en que pudiera obrar con libertad; y tanto, que al conde de Ezpeleta que había de ser su presidente, se le ordenó expresamente que suspendiera su marcha a Zaragoza, punto, como indicamos antes, designado para la reunión. Así la Junta suprema de gobierno, nombrada por el rey, y de quien pendía principalmente en su ausencia la suerte de la patria, débil y floja al juicio de las gentes en su primer período, comenzó en el segundo por someterse a la presidencia y a la voluntad de un general extranjero, y por no cumplir ni dejar cumplir las órdenes e instrucciones del monarca que la había creado y a quien debía su existencia como cuerpo. Era natural que el pueblo del 2 de mayo censurara su conducta: los que de seguro no tenían derecho a censurarla, aunque hubieran querido, eran los consejeros de Fernando en Bayona, puesto que ni eran menos débiles ni andaban menos desatentados que ella{5}.

Dijimos ya en el capítulo anterior las consecuencias inmediatas que había producido en Bayona, o para las que había servido de ocasión y pretexto la noticia de los sucesos del 2 de mayo en Madrid, a saber, las renuncias de Carlos y Fernando, y la internación de toda la real familia española en los puntos de Francia que para su residencia le fueron designados. Dueño ya Napoleón de la corona de España, apresurose a darla a su hermano José, rey de Nápoles, ya por ser el mayor de los hermanos y España el mayor reino de los que había tenido a su disposición, ya por tener en él más confianza que en ninguno de los otros. Pero conveníale hacer aparecer a los ojos de las naciones, y aun a los de su propia familia, que eran los españoles mismos los que le pedían aquel rey. A este fin escribió a Murat ordenándole viese de recabar de la Junta suprema y de los Consejos que pidieran a José Bonaparte para rey de España{6}. Murat ejecutó cumplidamente, aunque de mala gana (porque habría querido otra cosa para sí), las órdenes imperiales, preguntando a aquellas corporaciones qué individuo de la familia Bonaparte verían con más gusto empuñar el cetro de los Borbones. Gran compromiso y apuro éste para aquellos cuerpos. Sin embargo, el Consejo de Castilla pareció haber salido de él contestando con dignidad (12 de mayo), que no siendo válidas para él las renuncias de los reyes, no tenía derecho para trasferir a otro la corona. Mas convocado al día siguiente al palacio de Murat, y conviniendo éste en que su respuesta no envolvería de modo alguno la aprobación o desaprobación de los tratados de renuncia, ni se entendería que perjudicaba a los derechos que pudieran reconocer en Carlos y Fernando y en sus sucesores, bajo esta protesta accedió el Consejo a declarar, que en cumplimiento a lo resuelto por el emperador «le parecía que la elección debía recaer en su hermano José, rey de Nápoles.» Y dirigió una carta a Napoleón en este sentido, nombrando para que se la presentaran en Bayona a los ministros don José Colón y don Manuel de Lardizábal. La Junta suprema y el ayuntamiento de Madrid hicieron por su parte lo mismo. Con este sistema de contemporización, que iba conduciendo a la sumisión y al vasallaje, tuvo bastante el emperador para proclamar a la faz de Europa, que «condescendiendo con los deseos de la Junta de gobierno, del Consejo de Castilla, del ayuntamiento y otras corporaciones de Madrid, había designado a su hermano José para rey de España.{7}»

Queriendo también Napoleón aparecer como el regenerador y el civilizador de España, determinó dar una constitución política a esta monarquía, y para que pareciese obra de los mismos españoles y aceptada por la nación, dispuso que hubiese en Bayona un simulacro de Cortes, con el título de Asamblea de Notables, la cual se había de reunir el 15 de junio, encargando que los diputados llevasen allí los votos, demandas y necesidades de los pueblos que representaran, y mandando que por el Consejo de Castilla se hiciese publicar aquel decreto (15 de mayo). Y al mismo tiempo dirigió una proclama a los españoles concebida en los términos siguientes:

«Españoles: después de una larga agonía vuestra nación iba a perecer. He visto vuestros males y voy a remediarlos. Vuestra grandeza y vuestro poder hacen parte del mío. Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de España. Yo no quiero reinar en vuestras provincias; pero quiero adquirir derechos eternos al amor y al reconocimiento de vuestra posteridad. Vuestra monarquía es vieja; mi misión es renovarla; mejoraré vuestras instituciones, y os haré gozar, si me ayudáis, de los beneficios de una reforma, sin que experimentéis quebrantos, desórdenes y convulsiones.

»Españoles: he hecho convocar una asamblea general de las diputaciones de las provincias y ciudades. Quiero asegurarme por mí mismo de vuestros deseos y necesidades. Entonces depondré todos mis derechos, y colocaré vuestra gloriosa corona en las sienes de un otro Yo, garantizándoos al mismo tiempo una constitución que concilie la santa y saludable autoridad del soberano con las libertades y privilegios del pueblo. Españoles: recordad lo que han sido vuestros padres, y contemplad vuestro estado. No es vuestra la culpa, sino del mal gobierno que os ha regido; tened gran confianza en las circunstancias actuales, pues yo quiero que mi memoria llegue hasta vuestros últimos nietos, y exclamen: «Es el regenerador de nuestra patria.»– Napoleón

En su virtud expidió el gran duque de Berg, de acuerdo con la Junta de gobierno, la correspondiente convocatoria para la asamblea de Bayona, expresando que su objeto era «para tratar allí de la felicidad de toda España, proponiendo todos los males que el anterior sistema le han ocasionado, y las reformas y remedios más convenientes para destruirlos en toda la nación y en cada provincia en particular.» Había de componerse de ciento cincuenta individuos de los tres brazos, clero, nobleza y estado llano, elegidos unos por los ayuntamientos, otros por sus respectivas corporaciones, otros designados por la Junta de gobierno; los nombres de los elegidos por ésta aparecieron ya en la convocatoria, la cual se publicó en la Gaceta del 24 de mayo, si bien con la circunstancia notable de haberse omitido la fecha en el documento{8}. La coincidencia de haber sido enviado en aquellos días a Bayona por el gran duque de Berg el ministro Azanza con objeto de trazar a Napoleón el cuadro de nuestra hacienda inspiró al emperador la idea de dar a aquel ministro la presidencia de la asamblea que había de abrirse. Mas antes de referir lo que pasó en aquel singular congreso, y apartando ya la vista de escenas de tanto abatimiento y flaqueza, llevémosla al grandioso espectáculo que en otro concepto presentaba ya en aquellos días la nación española volviendo por su dignidad y por sus fueros ultrajados.




{1} «En atención, decía el decreto, a las críticas circunstancias en que actualmente se halla esta corte, y para el caso en que faltando la voluntad expresa del rey N. S., quedase la Junta de gobierno inhabilitada por la violencia para ejercer sus funciones, he venido, con acuerdo de la Junta misma, en nombrar otra compuesta, &c… Palacio 1.º de mayo de 1808.– Antonio Pascual.»

{2} He aquí el orden con que penetraron las tropas francesas por las calles de Madrid, según la relación de un historiador francés.

«Al primer ruido, dice, montó Murat a caballo, y dio sus órdenes con la resolución de un general habituado a todas las ocurrencias de la guerra. Mandó a las tropas que estaban acampadas que se pusiesen en movimiento y entrasen a un mismo tiempo por todas las puertas de Madrid. Las más próximas, que eran las del general Grouchy, situadas cerca del Buen Retiro, debían subir por las espaciosas calles de Alcalá y Carrera de San Gerónimo, y dirigirse a la Puerta del Sol, mientras que el coronel Frederichs con los fusileros de la Guardia emprendía su movimiento desde Palacio, situado en el extremo opuesto, y se dirigía por la Calle Mayor a reunirse con el general Grouchy en la Puerta del Sol, a donde debían acudir todas las columnas. El general Lefranc, establecido en el convento de San Bernardino, debía marchar concéntricamente desde la puerta de Fuencarral. Los coraceros y la caballería que llegaba por el camino de Carabanchel, recibieron orden de avanzar por la puerta de Toledo. Murat con la caballería de la Guardia se situó a espaldas del Palacio junto a la puerta de San Vicente, por la cual debían entrar las tropas que se hallaban en la Casa de Campo. Colocado de este modo fuera de los barrios populosos y en una posición dominante, se hallaba desembarazado para acudir a donde fuese necesario…»

{3} Puede verse íntegra en la Gaceta del 6 de mayo.

{4} Decía la comunicación: «En este día he entregado a mi amado padre una carta concebida en los términos siguientes: Mi venerado padre y señor: Para dar a V. M. una prueba de mi amor, de mi obediencia y de mi sumisión, y para acceder a los deseos que V. M. me ha manifestado reiteradas veces, renuncio mi corona en favor de V. M. deseando que pueda gozarla por muchos años… Bayona, 6 de mayo de 1808… Fernando.– En virtud de esta renuncia de mi corona que he hecho en favor de mi amado padre, revoco los poderes que había otorgado a la Junta de gobierno antes de mi salida de Madrid para el despacho de los negocios graves y urgentes que pudiesen ocurrir durante mi ausencia. La Junta obedecerá las órdenes y mandatos de nuestro muy amado padre y soberano, y las hará ejecutar en los reinos…»– Y recomendaba por último a sus individuos que se unieran de todo corazón a su padre amado y al emperador.

{5} En la imposibilidad de dar cabida en nuestra historia a todos los documentos oficiales en que constan estos hechos, por ser demasiado numerosos y extensos, haremos una indicación o reseña de ellos para conocimiento y guía de los lectores que deseen verlos íntegros. Muchos se hallan en las Gacetas de Madrid del 6 al 24 de mayo, por el orden siguiente.– Bando y proclama de Murat del día 2 (Gaceta del 6).– Edicto del Consejo para recoger todas las armas blancas y de fuego de los vecinos de Madrid.– Acta de la Junta suprema de gobierno en que nombró su presidente al gran duque de Berg, 4 de mayo.– Alocución del Consejo, exhortando al pueblo a la unión con las tropas francesas.– Id. de la Junta suprema anunciando haber cesado la comisión militar, y que ningún vecino ni transeúnte sería ya molestado por llevar capa puesta con embozo, &c.– Edicto de don Arias Mon, decano del Consejo, publicando la orden de Murat, que entre otras cosas contenía el curioso capítulo siguiente:

«Los ciudadanos de todas clases pueden usar la capa, monteras, sombreros, cualquier traje acostumbrado, espadines, navajas que se cierren y sirvan para picar tabaco, cortar pan, cuerdas, &c., cuchillos de cocina, tijeras, navajas de afeitar, y demás instrumentos de oficios según su costumbre.»– Oficio del general Belliard al corregidor de Madrid, desmintiendo la voz que la malevolencia había difundido de que estaban señaladas varias casas para ser entregadas a comisiones militares con motivo de los sucesos del día 2 (Gaceta del 10).– Alocución del Consejo a los españoles, participándoles el nombramiento de lugarteniente general del reino hecho en el gran duque de Berg.– Copia de la protesta de Carlos IV y de su carta a Napoleón.– Reiteración de la protesta, dirigida al infante don Antonio.– Carta de Napoleón al príncipe de Asturias.– Manifiesto del rey desde Bayona.– La correspondencia entre Carlos y Fernando, y de éstos con la Junta (Gaceta del 13).– Relación de las corporaciones de la corte que se presentaron a rendir homenaje al gran duque de Berg como lugarteniente general del reino en los días 9 al 14 (Gaceta del 17).– La proclama de Carlos IV participando su renuncia en Napoleón, y la de los infantes don Fernando, don Carlos y don Antonio, fechada el 12 en Burdeos (Gaceta del 20).– Circular del Consejo sobre estos documentos (Gaceta del 24).

{6} En esta comunicación, dice Thiers, ofrecía a Murat uno de los dos tronos vacantes, el de Nápoles o el de Portugal, a su elección. Insiste mucho aquel historiador, y lo repite cuantas veces puede, en que la idea, la aspiración, el pensamiento fijo de Murat era sentarse él mismo en el trono de España, y cita en comprobación varias comunicaciones suyas, pero que Napoleón no tenía confianza más que en sus hermanos, y que temía la ligereza de Murat, y la ambición de su esposa, aunque hermana suya. Y emite su juicio de que Murat habría sido el rey más acepto a los españoles, el más propio para atraerlos y para sujetar la insurrección que amenazaba, como quien había logrado hacerse agradable a ellos por la prontitud de sus resoluciones. Dudamos que haya un español que esté de acuerdo con este juicio del historiador francés.

{7} Y lo que es más, en la misma Gaceta de Madrid se permitió estampar lo siguiente: «Condescendiendo S. M. I. y R. con los deseos manifestados por la Junta de gobierno, por el Consejo de Castilla, por la villa de Madrid, y por diferentes cuerpos civiles y militares del Estado, de que entre los príncipes de su imperial y real familia fuese designado para rey de España su hermano el rey de Nápoles José Napoleón, ha tenido a bien hacer a S. M. un expreso, manifestándole esto mismo, al que ha contestado se iba a poner inmediatamente en camino, de modo que habrá llegado el día 3 de este mes a Bayona, &c.»

{8} «El Sermo. señor gran duque de Berg, lugarteniente general del reino, y la Junta suprema de gobierno se han enterado de que los deseos de S. M. I. y R. el emperador de los franceses son de que en Bayona se junte una diputación general de ciento cincuenta personas, que deberán hallarse en aquella ciudad el día 15 del próximo mes de junio, compuesta del clero, nobleza y estado general, para tratar allí de la felicidad de toda España, proponiendo todos los males que el anterior sistema le han ocasionado, y las reformas y remedios más convenientes para destruirlos en toda la nación y en cada provincia en particular. A su consecuencia, para que se verifique a la mayor brevedad el cumplimiento de la voluntad de S. M. I. y R., ha nombrado la Junta desde luego algunos sujetos que se expresarán, reservando a algunas corporaciones, a las ciudades de voto en Cortes, y otras, el nombramiento de los que aquí se señalan, dándoles la forma de ejecutarlo, para evitar dudas y dilaciones, del modo siguiente:

1.º Que si en algunas ciudades y pueblos de voto en Cortes hubiese turno para la elección de diputados, elijan ahora las que lo están actualmente para la primera elección.

2.º Que si otras ciudades o pueblos de voto en Cortes tuviesen derecho de votar para componer un voto, ya sea entrando en concepto de media, tercera o cuarta voz, o de otro cualquier modo, elija cada ayuntamiento un sujeto, y remita a su nombre a la ciudad o pueblo en donde se acostumbra a sortear el que ha de ser nombrado.

3.º Que los ayuntamientos de dichas ciudades y pueblos de voto en Cortes, así para esta elección como para la que se dirá, puedan nombrar sujetos no solo de la clase de caballeros y nobles, sino también del estado general, según en los que se hallaren más luces, experiencia, celo, patriotismo, instrucción y confianza, sin detenerse en que sean o no regidores, que estén ausentes del pueblo, que sean militares o de cualquiera otra profesión.

4.º Que los ayuntamientos a quienes corresponda por estatuto elegir o nombrar de la clase de caballeros, puedan elegir en la misma forma grandes de España y títulos de Castilla.

5.º Que todos los que sean elegidos se les señale por sus respectivos ayuntamientos las dietas acostumbradas, o que estimen correspondientes, que se pagarán de los fondos públicos que hubiere más a mano.

6.º Que de todo el estado eclesiástico deben ser nombrados dos arzobispos, seis obispos, diez y seis canónigos o dignidades, dos de cada una de las ocho metropolitanas, que deberán ser elegidos por sus cabildos canónicamente, y veinte curas párrocos del arzobispado de Toledo, y obispados que se referirán.

7.º Que vayan igualmente seis generales de las órdenes religiosas.

8.º Que se nombren diez grandes de España, y entre ellos se comprendan los que ya están en Bayona, o han salido para aquella ciudad.

9.º Que sea igual el número de los títulos de Castilla, y el mismo de la clase de caballeros, siendo estos últimos elegidos por las ciudades que se dirán.

10. Que por el reino de Navarra se nombren dos sujetos, cuya elección hará su diputación.

11. Que la diputación de Vizcaya nombre uno, la de Guipúzcoa otro, haciendo lo mismo el diputado de la provincia de Álava con los consiliarios, y oyendo a su asesor.

12. Que si la isla de Mallorca tuviese diputación en la Península, vaya éste, y si no, el sujeto que hubiese más apropósito de ella, y se ha nombrado a don Cristóbal Cladera y Company.

13. Que se ejecute lo mismo por lo tocante a las islas Canarias; y si no hay aquí diputados, se nombra a don Estanislao Lugo, ministro honorario del Consejo de las Indias, que es natural de dichas islas, y también a don Antonio Saviñón.

14. Que la diputación del principado de Asturias nombre asimismo un sujeto de las propias circunstancias.

15. Que el Consejo de Castilla nombre cuatro ministros de él, dos el de las Indias, dos el de la Guerra, el uno militar y el otro togado, uno el de Órdenes, otro el de Hacienda, y otro el de la Inquisición, siendo los nombrados ya por el de Castilla don Sebastián de Torres y don Ignacio Martínez de Villela, que se hallan en Bayona, y don José Colón y don Manuel de Lardizábal, asistiendo con ellos el alcalde de Casa y Corte don Luis Marcelino Pereira, que está igualmente en aquella ciudad, los demás los que elijan a pluralidad de votos los mencionados Consejos.

16. Que por lo tocante a la marina concurran el bailío don Antonio Valdés, y el teniente general don José Mazarredo, y por lo respectivo al ejército de tierra el teniente general don Domingo Cerviño; el mariscal de campo don Luis Idiáquez, el brigadier don Andrés de Errasti, comandante de reales guardias españolas, el coronel don Diego de Porras, capitán de walonas, el coronel don Pedro de Torres, exento de las de corps, todos con el príncipe de Castelfranco, capitán general de los ejércitos, y con el teniente general duque del Parque.

17. Que en cada una de las tres universidades mayores, Salamanca, Valladolid y Alcalá, nombre su claustro un doctor.

18. Que por el ramo de comercio vayan catorce sujetos, los cuales serán nombrados por los consulados y cuerpos que se citarán luego.

19. Los arzobispos y obispos nombrados por la Junta de gobierno presidida por S. A. I., son los siguientes: el arzobispo de Burgos, el de Laodicea, coadministrador del de Sevilla, el obispo de Palencia, el de Zamora, el de Orense, el de Pamplona, el de Gerona y el de Urgel.

20. Los generales de las órdenes religiosas serán el de San Benito, Santo Domingo, San Francisco, Mercenarios calzados, Carmelitas descalzos y San Agustín.

21. Los obispos que han de nombrar los mencionados veinte curas párrocos deben ser los de Córdoba, Cuenca, Cádiz, Málaga, Jaén, Salamanca, Almería, Guadix, Segovia, Ávila, Plasencia, Badajoz, Mondoñedo, Calahorra, Osma, Huesca, Orihuela y Barcelona, debiendo asimismo nombrar dos el arzobispo de Toledo, por la extensión y circunstancias de su arzobispado.

22. Los grandes de España que se nombran son el duque de Frías, el de Medinaceli, el de Híjar, el de Orgaz, el de Fuentes, el de Fernán-Núñez, el de Santa Coloma, el marqués de Santa Cruz, el duque de Osuna y el del Parque.

23. Los títulos de Castilla nombrados son el marqués de la Granja y Cartojal, el de Castellanos, el de Guilleruelo, el de la Conquista, el de Ariño, el de Lupiá, el de Bendaña, el de Villaalegre, el de Jurarcal, y el conde de Polentinos.

24. Las ciudades que han de nombrar sujetos por la clase de caballeros, son Jerez de la Frontera, Ciudad-Real, Málaga, Ronda, Santiago de Galicia, la Coruña, Oviedo, San Felipe de Játiva, Gerona, y la Villa y Corte de Madrid.

25. Los consulados y cuerpos de comercio que deben nombrar cada uno un sujeto, son los de Cádiz, Barcelona, Coruña, Bilbao, Valencia, Málaga, Sevilla, Alicante, Burgos, San Sebastián, Santander, el banco nacional de San Carlos, la compañía de Filipinas, y los Cinco gremios mayores en Madrid.

Además el mismo gran duque, con acuerdo de la Junta, ha nombrado seis sujetos naturales de las dos Américas, en esta forma: al marqués de San Felipe y Santiago, por la Habana: a don José del Moral, por Nueva-España: a don Tadeo Bravo y Rivero, por el Perú: a don León Altolaguirre, por Buenos Aires: a don Francisco Cea, por Guatemala: y a don Ignacio Sánchez de Tejada por Santa Fe.»