Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo XXIV
Levantamiento general de España
1808
Sentimiento público.– Indignación popular.– Levantamiento de Asturias.– Junta de gobierno.– Peligro en que se vio Meléndez Valdés.– Comisionados asturianos en Londres.– Espíritu y resolución del parlamento y del gobierno británico.– Conmoción en León.– Insurrección de Santander.– Papel que en ella hizo el obispo.– Armamento: movimiento de tropas.– Sublevación de Galicia.– Diputación del antiguo reino.– El batallón literario.– Asesinato del general Filangieri.– Nombramiento de Blake.– Conmoción de Castilla la Vieja.– Segovia.– Valladolid.– El general Cuesta.– Muerte desastrosa de Cevallos.– Logroño.– Insurrección de Sevilla.– Junta llamada Suprema de España e Indias.– Muerte del conde del Águila.– Adhesión del general Castaños.– Dásele el mando en jefe del ejército.– Cádiz.– Muere desgraciadamente el general Solano.– Apodérase Morla de la escuadra francesa.– Manifiesto y prevenciones notables de la junta de Sevilla.– Granada: el P. Puebla: Reding: Martínez de la Rosa.– Badajoz: el conde de la Torre del Fresno: Calatrava.– Cartagena: Murcia; Villena: el conde de Florida-blanca.– Valencia.– Los Bertrán de Lis: el P. Martí y el P. Rico: el Pelleter.– Asesinato del barón de Albalat.– El canónigo Calvo: su abominable conducta.– Horrible mortandad de franceses ordenada y dirigida por él.– Sangrientas ejecuciones en la ciudadela y en la plaza de los Toros.– Espanto y consternación en la ciudad.– Hábil manejo de los Bertrán.– Energía del P. Rico.– El canónigo Calvo es preso, procesado y ahorcado.– Suplicios de sus cómplices.– Organización del ejército valenciano.– Zaragoza.– El tío Jorge.– Palafox capitán general.– Su actividad y cordura.– Reunión y acuerdo de las cortes aragonesas.– Armamento y organización: renovación de los tercios aragoneses.– Cataluña: Lérida: Tortosa.– Las Baleares.– Canarias.– Navarra y Provincias Vascongadas.– Movimientos en Portugal.– Conducta de los españoles que se hallaban en aquel reino.– Carácter de este gran sacudimiento nacional.– Observaciones y reflexiones.– Extraño y censurable comportamiento de la Junta suprema de gobierno de Madrid.– Su proclama.– Enciende en vez de apagar el fuego que por todas partes ardía.
Al modo que tras largos días de tempestades y borrascas consuela y anima ver la luz del sol, siquiera salga todavía por entre celajes, y alienta la esperanza de que brillará en todo esplendor acabando de disipar las negras nubes que le encapotaban, así tras una larga serie de miserias, de flaquezas y de humillaciones, tras tantas y tan deplorables escenas de falsía, de perfidia y de traición por una parte, de torpeza, de inercia y de abyección por otra, consuela y anima al historiador español ver a su nación levantarse enérgica, vigorosa y altiva, despertar del letargo en que parecía haberse adormecido, sacudir su aparente indolencia, mostrar su antiguo brío, y como herida de una percusión eléctrica, rebosando de ira y de coraje, contra la alevosía y la opresión de unos, contra la miserable prosternación de otros, alzarse toda entera, unánime y casi simultáneamente, ella sola, sin jefes ni caudillos, sin preparativos ni recursos, sin previa inteligencia ni acuerdo, y llena de santa indignación, soltando los diques a su comprimido enojo, y sin medir ni comparar sus fuerzas, sin oír otra voz ni escuchar otro sentimiento que el del amor patrio, vivificada por este fuego sacro, desafiar al coloso de Europa, removerse imponente y tremenda, y arrojarse con ímpetu formidable a defender su independencia amenazada, a vengar ultrajes recibidos, a volver por su dignidad escarnecida. ¡Grandioso y sublime espectáculo, cual rara vez le ofrecen las naciones, cual rara vez le presencian los siglos!
Como los celajes que quebrantan y debilitan los rayos del sol naciente, así por desgracia veremos sombrear y empañar el brillo de este heroico sacudimiento de España, en su primer período, aquí actos de inhumanidad y de fiereza, allí desórdenes y excesos, en otro lado hasta horribles crímenes; lamentables consecuencias de los primeros ímpetus de los desbordamientos populares, que a semejanza de despeñados torrentes derriban y arrastran cuanto estorba su curso. Que por grandes, nobles y dignas que sean estas explosiones, comúnmente desordenadas o mal dirigidas, por lo mismo que son espontáneas e impremeditadas, pocas veces se logra, y es triste condición de la humanidad, o que la indignación provocada no sea en ocasiones ciega, o que con los más elevados sentimientos y con los propósitos más hidalgos no se mezclen o el rudo fanatismo de algunos o las pasiones aviesas de otros: hasta que el movimiento se organiza, y la razón y la ilustración y la virtud prevalecen sobre el fanatismo, la rudeza o la perversidad, y dominan y sujetan, y hasta logran castigar y escarmentar a los pocos que hayan cometido los desmanes. Mas ni estas parciales abominaciones que lamentamos fueron sino contadas, y en determinadas localidades, ni dejaron algunas de ser debidas a lamentables imprudencias, ni pasaron de ser como los lunares que se advierten con disgusto, pero no bastan, ni con mucho, a afear ni deslustrar el mérito y brillo de un grande y magnífico cuadro.
Dijimos que el alzamiento había sido unánime y casi simultáneo, y así fue. Porque unánime era el sentimiento, uniforme el espíritu, igual la irritación en todos los ángulos del reino contra la dominación extranjera, contra la manera insidiosa de irse apoderando de la nación y privándola de sus amados príncipes, y contra las horribles ejecuciones con que se había ensangrentado la capital. Y bien puede llamarse insurrección simultánea la que en tantos y tan diferentes y apartados puntos de una vasta monarquía estalló con la sola diferencia de días, y a veces solamente de horas; y en la pequeña prioridad de tiempo que hubo entre unas u otras provincias, comarcas o poblaciones, influyeron solo circunstancias accidentales, no que excedieran a las otras ni en deseo ni en decisión. Como las conmociones fueron tantas y en tantos lugares casi a un tiempo, como en todas dominó el mismo espíritu y la misma tendencia, porque procedían de la misma causa y se enderezaban a un mismo fin, diferenciándose solo en la forma de la manifestación que pendía de casuales incidentes, ni es dable al historiador general, ni sería propio de la índole de su tarea y del carácter de su obra, describir particularmente cada uno de estos patrióticos alzamientos, gloriosos para cada localidad. Apuntaremos no obstante los que a nuestro juicio tuvieron más importancia e influencia, o que se señalaron por alguna singularidad, y los que basten a dar idea del espíritu que animaba a la nación y del aspecto que presentaba en aquellos días, que fue como el exordio de la gigantesca lucha que emprendió.
Quiso la Providencia que brillara la primera chispa de este fuego patrio (aparte de la centella que en la capital había sido apagada con sangre), que resonara la primera voz de independencia en las mismas fragosidades de Asturias, entre los hondos valles y encumbrados riscos en que once siglos hacía se había lanzado el primer grito contra la irrupción sarracena; señal y principio de aquella porfiada y gloriosa guerra que acabó por arrojar del suelo español las innumerables huestes islamitas, y por asegurar y afianzar en la península su religión y su nacionalidad. Hízolo, como indicamos, una casual coincidencia. Como antes en Toledo y en Burgos, así el 27 de abril en Gijón una imprudencia del cónsul francés había dado ocasión a que fuera apedreada su casa. Al recibirse luego en Oviedo (9 de mayo) la orden para que se fijara allí el bando sanguinario que Murat había hecho publicar en Madrid, difundiose la voz de haber llegado también instrucciones para castigar rigurosamente el desacato de Gijón, y uno y otro encendió los ánimos, en términos que al irse a pregonar el bando, grupos numerosos, compuestos algunos de estudiantes de la universidad, corrieron las calles gritando: «¡Viva Fernando VII y muera Murat!» dirigiéndose en seguida a la sala de sesiones de la junta general del Principado, que se congregaba cada tres años, y se hallaba casualmente entonces reunida. Encontró el pueblo apoyo en su diputación, la cual, abundando en el mismo espíritu, y sin cuidarse en tales momentos de si en ello excedía o no sus atribuciones, acordó desobedecer las órdenes de Murat y tomar medidas para sostener su atrevido acuerdo. Pero la audiencia territorial en que dominaban otras ideas, no solo trató de apagar aquella primera centella de insurrección, sino que dio cuenta al gobierno de Madrid de lo acaecido; de cuyas resultas se mandó ir a Oviedo con tropas al comandante general de la costa cantábrica, y fueron enviados en comisión con órdenes duras para la audiencia los magistrados conde del Pinar y Meléndez Valdés, el primero conocido por su cruel severidad, el segundo el grande amigo de Jovellanos, sacado como él del destierro a consecuencia de los sucesos de Aranjuez, y que no sabemos cómo aceptó tan desagradable e impopular misión para su propio país.
Cara pagó aquella condescendencia, puesto que más irritados con tales providencias los ánimos, movidos también con los avisos que llegaban de los sucesos de Bayona y de los pormenores de los de Madrid, estimulados por hombres influyentes y de representación como el marqués de Santa Cruz de Marcenado, el canónigo Llano Ponte, el juez primero don José del Busto y otros, habíase preparado todo para la sublevación que estalló en Oviedo a las doce de la noche del 24 de mayo, y que se anunció con un repique general de campanas de todas las iglesias de la ciudad y de los contornos. El primer paso de los sublevados fue apoderarse de un depósito que había de cien mil fusiles, y después convocar a todos los individuos de la junta del Principado. Reunidos éstos, y agregándoseles otros vocales de fuera, y nombrando presidente al marqués de Santa Cruz, a quien dieron también el mando de las armas, se constituyeron en poder supremo, y en la misma mañana del 25 declararon solemnemente la guerra a Napoleón, adoptando en seguida medidas vigorosas para el armamento en masa de la provincia. Declaración que sin duda debió parecer atrevimiento peregrino al hombre que estaba acostumbrado a ver doblegarse a su colosal poder coronas, naciones enteras y vastos imperios.
Los magistrados conde del Pinar y Meléndez Valdés, comisionados por la Junta suprema de Madrid, habían sido detenidos a su llegada a Oviedo para propia seguridad suya. El exaltado y fogoso marqués de Santa Cruz instaba por que se les formase causa: temíase también alguna tropelía contra ellos por parte de la gente acalorada de algunos concejos; y la junta, a fin de evitar algún desmán, acordó sacarlos fuera del Principado; pero hízolo (queremos suponer que por indiscreción más que por malicia) públicamente y en medio del día. Al grito de unas mujeres: ¡que se marchan los traidores! cercoles la multitud, y llevándolos fuera de la ciudad al campo de San Francisco, atáronlos a unos árboles con intención de arcabucearlos, y así se habría ejecutado a no haberle ocurrido a un canónigo, don Alonso Ahumada (que justo es consignar los nombres de los que se señalan por actos de religión y de humanidad) el feliz pensamiento de acudir al lugar de la ejecución llevando en sus manos el Señor Sacramentado, y de contener los ímpetus de la acalorada muchedumbre con el freno de la religión, exhortándola en nombre del Dios de piedad a tenerla de aquellos infelices atribulados, como lo logró, salvando así sus vidas, e impidiendo que cayera aquella mancha sobre el primer alzamiento patriótico de España.
Otro de los pasos de la junta de Asturias fue ponerse en comunicación y entablar negociaciones con el gobierno inglés, como el que más podía ayudar a España en la lucha que necesariamente ya había de emprender contra Napoleón. A este efecto comisionó a don Antonio Ángel de la Vega y al vizconde de Matarrosa, después conde de Toreno, los cuales pasaron a Londres y desempeñaron cumplidamente su misión, dando por resultado que el gobierno británico mostrara un vivo interés por la vigorosa determinación del principado de Asturias, que ofreciera su apoyo y asistencia en favor de la independencia española, que en el parlamento se manifestaran disposiciones igualmente propicias por ambos lados de la cámara, que se acordara enviar a Asturias provisión de vestuarios y de pertrechos de guerra, y que, por último, viniesen dos oficiales y un mayor general, sir Tomas Dyer, a proteger y dirigir el movimiento.
Fue éste inmediatamente imitado y seguido en León, ciudad situada en el camino y como a la embocadura de Asturias, pero en terreno abierto y llano, y no protegida ni resguardada por montañas. Le fue por lo mismo necesario para declararse y romper definitivamente contra los franceses aguardar a que llegasen ochocientos hombres de Asturias con algunas municiones y armamento. Entonces procedió a proclamar a Fernando VII y a formar su junta de gobierno y de defensa, a cuya cabeza se puso primeramente el gobernador militar de la provincia don Manuel Castañón, el cual cedió luego la presidencia al antiguo ministro de Marina bailío don Antonio Valdés, que huido de Burgos por no ir a Bayona acababa de abrigarse en territorio leonés. Un joven estudiante, resuelto y gallardo mancebo, fue enviado a Galicia a llevar la noticia del alzamiento de León y a promoverle en aquel país.
Con solo dos días de diferencia del de Asturias, y con ocasión más liviana, pues la dio una simple riña entre un francés avecindado y el padre de un niño a quien aquél había reprendido, estalló la insurrección en Santander (26 de mayo), no obstante hallarse bastantes tropas francesas a no mucha distancia de aquella población. Tal era la disposición de los ánimos que aquel leve motivo bastó para que se amontonara gente y se alborotara el pueblo pidiendo que se prendiera a los franceses. Fueron en efecto presos algunos, a los gritos de «¡Viva Fernando VII y muera Napoleón!» y en medio ya del estruendo de campanas y tambores que a un tiempo retumbaban en la ciudad; y hubieran peligrado las vidas de los presos y la del cónsul de su nación, si a riesgo de las suyas no los hubieran trasladado y protegido los milicianos de Laredo que guarnecían la plaza. Al día siguiente se constituyó la junta, la cual nombró presidente al obispo de la diócesis don Rafael Menéndez de Luarca. Este prelado, que a la sazón se hallaba a dos leguas de la ciudad, respetado del vulgo por la austeridad de sus costumbres, pero fanático en demasía y un tanto excéntrico, comenzó por esquivar obstinadamente la admisión de la presidencia, la aceptó después como haciendo el sacrificio de ceder a porfiadas instancias, y concluyó por arrogarse el título de regente soberano de Cantabria a nombre de Fernando VII con tratamiento de Alteza. La noticia del levantamiento de Asturias acabó de alentar al de Santander, propagándose a las montañas; dispúsose un alistamiento general: promoviose nada menos que a capitán general al coronel don Juan Manuel de Velarde, y reuniendo este jefe multitud de paisanos, que mezclados con milicianos de Laredo formaban un total de cinco mil hombres, apostose con ellos en Reinosa, mientras su hijo con otros dos mil quinientos se colocaba en el Escudo, y numerosas partidas sueltas tomaban posiciones en otros puntos de aquel áspero país, que era su única ventaja para resistir una acometida de las tropas francesas.
A más distancia de éstas la Coruña, inquieta la población como casi todas ya en aquellos días, incomodado el paisanaje con la arrogancia de un oficial francés que allí había sido enviado, sobresaltados los ánimos con las noticias de los fusilamientos de Madrid y de las renuncias de Bayona, juntándose ya a escondidas y entendiéndose los moradores con oficiales de algún cuerpo de la guarnición para preparar un movimiento, y alentados todos con la llegada, primero de un emisario de Asturias portador de las novedades del Principado, y después con la del estudiante de León que llevaba iguales nuevas de esta ciudad, bien que a uno y a otro trató de incomunicarlos la audiencia, un incidente vino a hacer reventar la mina que tanto combustible encerraba. Fuese o no de orden superior, es lo cierto que el día de San Fernando (30 de mayo) se faltó a la costumbre que había de enarbolar en los baluartes y castillos el estandarte de aquel santo monarca español. Indignose con esto el pueblo, y aprovechando los conjurados aquellos momentos de disgusto, enviaron para tumultuarle y acaudillarle a un fogoso artesano, hombre popular, orador elocuente a su manera, sillero de oficio, llamado Sinforiano López, el cual se manejó con tanta actividad y denuedo que pronto fue de golpe acometido por la multitud el palacio de la capitanía general.
Era capitán general el napolitano don Antonio Filangieri, hermano del ilustrado autor de la Ciencia de la Legislación, hombre de carácter templado y afable, pero que en aquellas circunstancias tenía contra sí para no ser bien quisto de la muchedumbre el no haber nacido en suelo español. Salvose de aquella acometida Filangieri saliendo por una puerta excusada y buscando asilo en un convento. Más arrojado, y también peor querido el general Biedma, alcanzole una piedra de las que le arrojaron los tumultuados; y al coronel Fabro, que lo era de los granaderos de Toledo, y dio de plano con la espada a uno de aquellos arengadores populares, le costó ser apaleado por los mismos a quienes intentaba contener. Asaltado por éstos el parque, apoderáronse de cuarenta mil fusiles. El caudillo de los insurrectos, Sinforiano López, seguido de inmenso gentío paseaba por las calles como en procesión el retrato de Fernando VII. Tratose por la tarde de regularizar el movimiento, y se formó, como se había empezado y siguió haciéndose en todas partes, una junta, a cuyo frente por indisposición de Filangieri se puso el general don Antonio Alcedo, que supo conducirse con tino y prudencia. Acertada anduvo también la junta, y en ello dio un testimonio de su falta de ambición, en convocar otra junta general que representara todo el antiguo reino de Galicia, compuesta de un diputado por cada una de sus ciudades, para dar más unidad, más fuerza y más autoridad a sus resoluciones. A ella fueron asociados el obispo de Orense, prelado que se hizo notable por su entereza y sus escritos, como luego veremos, el de Tuy, y el confesor que había sido de la difunta princesa de Asturias, don Andrés García.
Organizose rápidamente un ejército que con las tropas que regresaron de Oporto ascendía a unos cuarenta mil hombres, distinguiéndose entre los voluntarios el batallón que se formó de estudiantes de la universidad compostelana, y al que se dio el nombre de batallón literario. Los trabajos de la junta soberana de Galicia marcharon con actividad, a pesar de las intrigas que para ver de paralizarlos o entorpecerlos emplearon el ex-ministro de Gracia y Justicia don Pedro Acuña y el arzobispo de Santiago don Rafael Múzquiz, enemigos ambos de aquella patriótica empresa. También fue enviado un comisionado de Galicia a la Gran Bretaña, y el gobierno inglés respondió a su invitación facilitando cuantiosos auxilios a los insurrectos, y para mayor prueba del interés que tomaba por la causa de España, y de la importancia que ésta iba teniendo ya a sus ojos, envió en calidad y con carácter de diplomático a sir Carlos Stuart. Lástima fue que la insurrección de Galicia comenzara ya a mancharse con algunos crímenes. En Orense fue muerto de un tiro un regidor a la puerta de las casas consistoriales por suponérsele afecto a los franceses: y lo peor y más grave fue el asesinato perpetrado después en el general don Antonio Filangieri. Habíase este respetable militar apostado con sus tropas, para defender la entrada de Galicia, en las gargantas del Bierzo, estableciendo su cuartel general en Villafranca. Unos voluntarios de la Coruña que habían venido a incorporarse al ejército, le asesinaron alevosamente en las calles de aquella villa. Horrible delito, y fatalísimo ejemplo de indisciplina militar. Habíale ya sucedido en el mando el mayor general del ejército don Joaquín Blake, grandemente reputado por su instrucción y excelentes prendas{1}.
Necesitábase todo el ardor patrio, toda la decisión, todo el ciego arrojo que entonces preocupaba los espíritus para lanzarse también las provincias de Castilla en las vías de la insurrección, llana como es la tierra, y tan próximas y amenazadas como estaban de los ejércitos franceses. Y sin embargo no se contuvieron, aunque veían lo caro que algunos lo pagaban. Fiada Segovia en su escuela militar de artillería, se atrevió a hacer frente a la fuerza francesa; pero atacada por el general Frére, mal manejadas las piezas por cadetes y paisanos, tuvieron éstos que abandonarlas, y buscar su salvación fuera de la ciudad. Desastrosa fue la suerte que corrió el director del colegio don Miguel de Cevallos al irse a refugiar en Valladolid. Estaban conteniendo el alzamiento de esta ciudad la chancillería y el capitán general don Gregorio de la Cuesta, buen español, pero militar celoso de la disciplina, y hombre duro de condición, y de carácter obstinado. Fue menester que los que querían la sublevación, viéndose por él tan contrariados, dieran en la idea de levantar frente a su casa un patíbulo amenazándole con que le harían morir en él como traidor (dictado con que calificaba entonces el pueblo a todo el que censuraba de tibio), para que se decidiera, no ya solo a permitir la insurrección, sino a ponerse al frente de ella y guiarla, a fin de evitar que ésta y otras de Castilla ensanchasen demasiado sus facultades, y para poder reprimir o castigar los excesos o crímenes que acaso se cometieran, como lo hizo en efecto aplicando la pena de muerte a los que en Palencia, Ciudad-Rodrigo y Madrigal mancharon el movimiento patriótico con el asesinato de autoridades o de particulares. Mas no alcanzó sin duda a impedir el que en la misma ciudad de su residencia se ejecutó con circunstancias horribles en el director del colegio de Segovia don Miguel de Cevallos.
Habíase atribuido a traición de este desgraciado (y ya hemos dicho con qué facilidad hacía este juicio entonces el pueblo) el descalabro de aquella ciudad, y preso no lejos de ella, fue conducido a la de Valladolid en unión con su familia. Por imprevisión o con malicia, entrábanlo por el Campo grande en ocasión que los insurrectos se ejercitaban en el manejo de las armas: él iba a caballo, la familia en coche detrás: desde el momento comenzaron a arrojarle piedras, de una de las cuales cayó al suelo: lanzose entonces sobre él la multitud, en medio de los ayes lastimeros de su esposa que presenciaba la catástrofe, sin que sus lamentos conmovieran aquellos empedernidos corazones. Un buen eclesiástico llamado Prieto creyó salvarle logrando que le metieran en un portal so pretexto de prepararle a morir con la confesión: piadoso, pero vano intento: allí fue el infeliz Cevallos acuchillado, y el ciego populacho arrastró después su cadáver por las calles, arrojándole por último al río. Escenas cuya sola relación quebranta el alma, y que suelen ser consecuencias frecuentes de la exaltación popular.
Otros pueblos, como Logroño, sufrieron ellos mismos las consecuencias de esta exaltación, laudable por lo patriótico, pero imprudente por el peligro a que los exponía su proximidad a las tropas francesas. Así fue que apenas pronunciada aquella ciudad, acudió aceleradamente desde Vitoria el general Verdier con dos batallones, y usando del rigor que la ira le sugería, hizo pasar por las armas a varios vecinos de los que se averiguó o se suponía haber sido parte más principal en el alzamiento.
La mejor prueba de que estos impetuosos arranques de independencia no eran producto ni de planes y combinaciones concertadas entre los pueblos, ni del espíritu de imitación, sino resultados naturales del sentimiento nacional sobreexcitado por todas partes por unas mismas causas, es que con solos dos o tres días de diferencia en las zonas más distantes de la península, antes de poderse saber lo acontecido en el Norte y Occidente de España, se verificaban en las provincias meridionales de Andalucía y Extremadura iguales o parecidas conmociones a las de Asturias, Galicia y Castilla. Vemos en los escritores que nos han precedido atribuir no poca influencia en las alteraciones del Mediodía a un oficio que el alcalde del pueblecito de Móstoles (tres leguas de Madrid), pasó, a excitación de don Juan Pérez Villamil secretario del almirantazgo y refugiado en aquel lugarcito, a otro alcalde inmediato, y que hizo circular rápidamente noticiando y describiendo con vivos y abultados colores el suceso del 2 de mayo en Madrid{2}. Sin negar nosotros ni el celo ni el mérito de aquel funcionario, ni el buen efecto de la rápida propagación de la noticia, la verdad es que en Sevilla, primera ciudad de Andalucía que se levantó, reinaba el mismo descontento y la misma sorda agitación que en todas partes. Provocábanla a moverse el conde de Tilly, hombre de genio inquieto y revoltoso, y un forastero que allí se apareció llamado Tap y Núñez, que a su fogosidad y a su despejo reunía la circunstancia de estar por su género de vida en mucha relación y ejercer cierta influencia con gente del comercio, y principalmente con los que se dedicaban como él al contrabando. Con esto, y con los motivos de disgusto, generales a todas las poblaciones, aumentados con la noticia de las renuncias de Bayona, se preparó y acordó el alzamiento para la tarde o noche del 26 de mayo.
Allí sin embargo le inició la tropa misma, comenzando unos soldados del regimiento de Olivenza por acometer la real Maestranza y los almacenes de la pólvora, operación que más favoreció que impidió un escuadrón de caballería que acudió a aquel paraje. Claro es que las masas del pueblo se tumultuaron y aglomeraron instantáneamente, y en organizarlas se invirtió aquella noche. A la mañana siguiente se apoderaron de las casas consistoriales, y se formó una junta de veinte y tres personas distinguidas de la ciudad, que nombraba y proclamaba Tap y Núñez, aunque apuntándole otros por lo bajo los nombres, algunos de los cuales, no conocidos de él como forastero que era, fueron después enemigos y perseguidores suyos. Diose la presidencia de la junta al antiguo ministro de Hacienda don Francisco Saavedra, retirado en su confinamiento desde el tiempo del príncipe de la Paz; persona de mérito sobrado para aquella y para mayores honras, mas su edad, hábitos y carácter poco apropósito para tan turbados tiempos y tan serias tempestades como amenazaban. Confiriose la vice-presidencia al arzobispo de Laodicea, y se dio cabida en la junta al padre Manuel Gil, aquel clérigo regular a quien Godoy en la época de su primer ministerio y privanza dijimos haber confinado al convento de los Toribios de Sevilla por la participación que le supuso en la trama que se había urdido en palacio para reemplazarle en el favor de la reina con el célebre Malaspina; sujeto el padre Gil de edad ya provecta, pero que conservaba un corazón tan fogoso como en su juventud.
Ciudad Sevilla la más importante, rica y populosa de las que se habían pronunciado, y llevada del deseo de formar un centro de dirección para la guerra, dio a su junta el título de Suprema de España e Indias, con tratamiento de Alteza; denominación que pareció presuntuosa y disgustó grandemente a otras provincias, y que sin embargo ella no modificó, pudiendo haber sido este empeño origen de graves discordias, si la sensatez y cordura de distinguidos patricios y la necesidad de concordia en el común peligro no lo hubieran remediado. Deslustrose también aquel pronunciamiento con el asesinato del conde del Águila, que enviado por el ayuntamiento, como procurador que era, a tratar con la junta, encolerizada con él la plebe que estaba quejosa de la conducta del cuerpo municipal, y hecho conducir en clase de arrestado, a la torre de la puerta de Triana, un grupo de gente feroz, y acaso instigada por algún oculto enemigo, penetró tras él en la prisión, y atándole al balcón de la torre le arcabuceó bárbaramente. Su muerte fue llorada por muchos. Por lo demás la junta de Sevilla obró desde el principio con vigor y actividad extraordinaria en todo lo relativo a alistamiento y armamento, y a su voz respondieron inmediatamente casi todas las poblaciones de Andalucía, formándose de su orden juntas subalternas en las que constaban de dos mil o más vecinos, que son muchas en aquel antiguo reino.
Interesábale sobre todo contar con la fuerza militar, a cuyo fin despachó un oficial de artillería al campo de San Roque, cuya comandancia desempeñaba don Francisco Javier Castaños. Este general, que tan ilustre y afamado se hizo después, había ya entablado por sí relaciones con el gobernador inglés de Gibraltar, sir Hugo Dalrymple. El enviado de Sevilla le acabó de decidir, y declarándose abiertamente por la causa nacional, la junta sevillana supo con satisfacción indecible que podía contar con el auxilio poderoso de cerca de nueve mil hombres de tropas regladas que tenía a sus órdenes Castaños, confiriéndole desde luego el mando en jefe del ejército que estaba organizando; y nada en verdad más conveniente ni más merecido.
Otro emisario, el conde de Teba, oficial también de artillería, fue enviado a Cádiz, residencia ordinaria del capitán general del distrito. Éralo a la sazón y recientemente el marqués del Socorro, don Francisco Solano, a quien hemos visto antes en Portugal, y que ya otra vez había desempeñado aquel cargo con mucha aceptación de paisanos y militares. Mas había aprendido ahora que considerada militarmente la situación de España era temeridad declarar la guerra a los franceses, e imbuido en esta idea, hablaba y se producía con gran recato y en términos que daba lugar a que se le tomase por adicto a aquellos, lo que en lenguaje de la época se traducía por traición. Cuando el de Teba le entregó los pliegos de la junta de Sevilla, discurrió eludir el compromiso convocando un consejo de generales, en que hiciera, como hizo, prevalecer la opinión de ser temeridad la resistencia a los franceses, por las razones militares que en el informe se exponían; pero añadiendo que no había inconveniente en hacer el alistamiento toda vez que el pueblo lo deseaba. Puesto en forma de bando tan extraño dictamen, hízole pregonar aquella misma noche con hachas de viento y con grande aparato y ceremonia, lo cual causó malísimo efecto en la población, tanto que indignada la muchedumbre se encaminó de rondón a la casa del general, donde un fogoso y despierto mancebo le arengó con desparpajo, y pidió a nombre de la ciudad que se declarara la guerra a los franceses y se intimara la rendición a su escuadra. Ofreciole el general que serían cumplidos los deseos del pueblo, a cuyo efecto reuniría otra vez los generales; con lo cual se retiró la multitud, no sin allanar antes de disolverse la casa del cónsul de Francia, Mr. Le Roi, que tuvo que refugiarse a bordo de los buques de su nación.
En el consejo de generales del día siguiente (29 de mayo) se convino en la necesidad de condescender con la petición popular, pero en otro de oficiales de marina se acordó que no se podía atacar la escuadra francesa sin evidente peligro de destrozar la española, interpolada todavía con ella. Por razonable que este acuerdo fuese, cuando se presentó un ayudante en la plaza de San Antonio a anunciársele al pueblo allí reunido, irritose éste de nuevo dirigiéndose otra vez en tumulto a la casa del general. Entre los que a ella subieron había casualmente uno que desde lejos tenía cierta semejanza con Solano, y como aquél se asomase al balcón, tomole la multitud por el general, y sus ademanes por signos de negativa a su petición, con lo cual creció el furor popular, y mientras unos hacían fuego a la casa, otros corrieron en busca de artillería, que trajeron y dispararon contra las puertas franqueándolas a cañonazos. Solano pudo huir por la azotea y refugiarse en la casa de un vecino, negociante irlandés. Mas no tardó en saberse y en ser invadido el asilo, y descubierto y cogido el refugiado. Sacado de allí por la enfurecida turba, que gritaba: «¡a la horca! ¡llevémosle a la horca!» marchaba el infeliz Solano en medio de la feroz muchedumbre, oyendo toda clase de insultos, con faz serena, con mirada altiva, y al parecer con imperturbable continente, hasta que llegando a la plaza de San Juan de Dios, una mano alevosa le asestó tal herida que puso término a su vida y a sus padecimientos. Así acabó aquel general, antes tan querido de los gaditanos, víctima del error de haber creído o imposible o temeraria la guerra contra Napoleón, y que si hubiera tenido la fortuna y el acierto de juzgar las cosas de otro modo y hubiera abrazado la causa popular, habría recogido gran cosecha de plácemes y aplausos, y probablemente también de laureles y de gloria.
Sucediole el gobernador don Tomás de Morla, a quien la plaza de Cádiz debía, y no lo olvidaba, el haberla salvado en ocasión crítica de un ataque de los ingleses. Proclamose solemnemente a Fernando VII y se formó una junta dependiente de la suprema de Sevilla (31 de mayo), que aprobó el nombramiento de Morla. El pueblo y la marina de Cádiz se pusieron prontamente de acuerdo con la escuadra inglesa, la cual ofreció a la junta de Sevilla el auxilio de cinco mil hombres que iban destinados a Gibraltar. En cuanto a las tropas de la plaza, quedaron solo las necesarias para guarnecerla, y se enviaron las otras al interior. Restaba rendir, que era el afán del pueblo, la flota francesa surta en el puerto, antes aliada y ya enemiga. Pasáronse algunos días en contestaciones entre el general español Morla y el almirante francés Rossilly, en que éste evidentemente buscaba cómo entretener con proposiciones y excusas, en tanto que mejoraba su posición, y metiéndose en el canal del arsenal de la Carraca ponía sus buques a cubierto de los fuegos de los castillos y de la escuadra española, hasta que Morla le intimó que no escuchaba ya otra proposición que la entrega a discreción, con cuya negativa de parte de Rossilly se rompió el fuego (9 de junio). El almirante inglés ofreció su cooperación y asistencia, pero no se creyó necesaria, y no lo fue en efecto.
Comenzó el ataque rompiendo el fuego las baterías del Trocadero, sostenidas por las fuerzas sutiles del arsenal, con alguna, pero sin gran pérdida, de ambas partes en aquel día. En la tarde del siguiente izó Rossilly la bandera española en el navío Héroe que él montaba, a cuya vista el comandante de nuestra flota don Juan Ruiz de Apodaca enarboló en el suyo, navío Príncipe, la de parlamento. En las nuevas pláticas logró todavía el almirante francés entretener hasta la noche del 13, en que se le intimó la simple e inmediata entrega, y en la mañana del 14 tremoló en el navío Príncipe la bandera de fuego: entonces Rossilly se entregó a merced del vencedor: componíase su flota de cinco navíos y una fragata. Compréndese cuál sería el regocijo de los gaditanos con este triunfo, y cuál el de todos los españoles según que se fuese sabiendo{3}.
Aun antes que esto sucediese, y con sola la adhesión del general Castaños, habíase alentado la junta suprema de Sevilla a declarar solemnemente la guerra a la Francia (6 de junio), prometiendo no soltar las armas hasta que Fernando VII volviera a España en completa libertad y en la plenitud de sus sagrados derechos. Entre los documentos notables que publicó aquella junta lo fue más que todos el que llevaba el título de Prevenciones, dando reglas sobre el modo como había de hacerse la guerra; pero lo fue más especialmente un artículo en que decía, que concluida aquella y restituido a su trono el rey Fernando VII «bajo él y por él se convocarán cortes, se reformarán los abusos, y se establecerán las leyes que el tiempo y la experiencia dicten para el público bien y felicidad; cosas que sabemos hacer los españoles, que las hemos hecho con otros pueblos sin necesidad de que vengan los… franceses a enseñárnoslo…» Palabras, en que al tiempo que se condenaba el simulacro de cortes que Napoleón estaba celebrando en Bayona, se dejaba ya ver la idea política que además de la del derecho dinástico y de la independencia nacional guiaba a los españoles ilustrados que impulsaban aquella insurrección gloriosa. Esta junta había continuado promoviéndola con eficacia suma, no ya solo en Andalucía, sino hasta en las Canarias y en las posesiones españolas del Nuevo-Mundo. En algunos puntos se había cometido algún desmán, y puede decirse que en todos se subordinaban las juntas a la suprema de Sevilla, a excepción de la de Granada.
Conservando esta ciudad recuerdos y aun hábitos de su grandeza de otros tiempos, asiento también de una capitanía general y de una antigua chancillería, no se acomodaba a recibir órdenes que no fuesen del gobierno central, y quiso obrar por sí misma y de su cuenta, bien que no cediendo a otra alguna en cuanto a esfuerzos y sacrificios por la causa común. Allí también, como en Valladolid, fue menester que la población sublevada obligara al capitán general don Ventura Escalante, hombre pacífico y de menos genio militar que Cuesta, a ponerse al frente de la insurrección y de la junta (30 de mayo), de la cual fue principal y acalorado promovedor un monje jerónimo de resolución y de talento llamado el padre Puebla. Declaróse, como era consiguiente, la guerra a Bonaparte, se dictaron medidas enérgicas de armamento y defensa, se llamó para confiarle el mando de las tropas al gobernador militar de Málaga don Teodoro Reding, y se dio el cargo de organizarlas e instruirlas al brigadier don Francisco Abadía. Enviose en comisión a Gibraltar para anunciar la insurrección en aquella plaza y obtener de su gobernador protección y recursos, a don Francisco Martínez de la Rosa, entonces joven profesor de aquella universidad, ornamento después de las letras y de la tribuna española. En breve dispuso la provincia de Granada de una fuerza armada considerable, y fue lástima que esfuerzos de tan generoso patriotismo se vieran empañados, bien que no por culpa de las nuevas autoridades, sino de la ciega y acalorada plebe, con el asesinato horrible de don Pedro Trujillo, antiguo gobernador de Málaga, dando lugar a que se creyera que en el odio popular y en el sacrificio de la víctima hubiera influido, tanto o más que su anterior proceder, la circunstancia para él funesta de estar casado con doña Micaela Tudó, hermana de la querida de Godoy{4}.
En poco había estado que Extremadura no se anticipara a todas las provincias con motivo de haber llegado a Badajoz antes que a otra ciudad alguna la noticia de los sucesos de Madrid circulada por el alcalde de Móstoles, pensando entonces el general Solano que allí mandaba, muy de otro modo que para desgracia suya pensó después. Las nuevas de haberse restablecido la tranquilidad en Madrid detuvieron el movimiento hasta el 30 de mayo, en que, al modo de lo que sucedió en la Coruña, incomodado el pueblo de que no se hubiera enarbolado el día de San Fernando la bandera española, muy preparado ya a la revolución, una atrevida mujer de las que mezcladas con la plebe recorrían en tumulto la muralla cogió una mecha y aplicándola a un cañón le disparó. No fue menester más para que la gente se diera a correr las calles atronando con los gritos de: «¡Viva Fernando VII y mueran los franceses!» El conde de la Torre del Fresno, que había sucedido en la capitanía general al marqués del Socorro, corrió en Badajoz la misma desdichada suerte y tuvo igual azaroso fin que Solano en Cádiz: ligeramente calificado de traidor, asaltada su casa, fugado de ella, seguido y descubierto, murió como Solano a manos de la furiosa plebe, y su cadáver fue como el de aquél arrastrado. Era cada conmoción un torrente desbordado: intentar contenerle con la prudencia era evidente temeridad, porque se traducía por imperdonable traición. El pueblo nombró capitán general al brigadier de artillería don José Galluzo; formose la junta superior de Extremadura, figurando entre sus más señalados miembros don José María Calatrava, después distinguido diputado y ministro de la corona; instaláronse otras juntas subalternas en diversas poblaciones; se activó el alistamiento, acudiendo los mozos con tal gusto que en breve se formó un ejército extremeño de veinte mil hombres; se dieron ascensos a los militares, y se cuidó de fortificar lo mejor posible la plaza, procurando ocultar su flaqueza y la escasez de su guarnición al general francés Kellermann, que mandaba diez mil hombres en la inmediata frontera del vecino reino de Portugal.
A la parte oriental de la península se representaban escenas de igual índole a las que vamos describiendo. La primera explosión de la costa de Levante estalló en Cartagena. Puerto de mar, y el segundo departamento de la real armada, a las causas generales de disgusto se agregaba la de ser aquella ciudad una de las que más habían sentido los efectos de los desastres de la marina española, y la voz siniestra que se esparció del destino que se pensaba dar a la escuadra de las Baleares. Desde los primeros momentos de la insurrección el cónsul de Francia se refugió a un buque dinamarqués: el capitán general del departamento don Francisco de Borja fue depuesto, reemplazándole don Baltasar Hidalgo de Cisneros, y en la junta que se formó entraron personas tan distinguidas como el sabio marino don Gabriel Ciscar. A ejemplo de Cartagena levantáronse inmediatamente poblaciones de la importancia de Murcia, donde se distinguieron por su entusiasmo los estudiantes del célebre colegio de San Fulgencio; como Villena, que para dar lustre a su junta tuvo la fortuna de poderle asociar al respetable y anciano conde de Floridablanca, el ilustre ministro de Carlos III, allí retirado desde los primeros tiempos de Carlos IV. Diose el mando de las tropas al antiguo coronel de milicias don Pedro González de Llamas. Afeáronse por desgracia estos pronunciamientos con el asesinato del capitán general Borja en Cartagena, y con el del corregidor en Villena.
Pero tales excesos cometidos por la plebe, casi siempre ciega en momentos de exaltación, por noble que sea la causa que la mueva a desbordarse y a romper todos los frenos de la obediencia; tales excesos, lamentables siempre y siempre abominables aunque parciales y aislados, van a quedar oscurecidos al lado de los horribles crímenes, parecidos solo a los de las sangrientas jornadas de la revolución francesa, que mancharon la insurrección de la reina del Turia, de la alegre y bulliciosa Valencia.
Allí, como en otras partes, se anticipó la explosión sobrecogiendo a los mismos que la tenían proyectada. Hacía algún tiempo que estaban fomentando el odio del pueblo valenciano a la dominación y al aleve proceder de los franceses, dos hermanos, que aunque pertenecientes a una familia que se había confundido con la clase popular, se habían elevado por su posición industrial, por su inteligencia en los negocios, por servicios de importancia hechos a la población, a una altura que les daba un privilegio y una influencia legítima entre sus conciudadanos. Estos dos personajes, cuyo apellido ha sonado desde entonces en casi todos los acontecimientos políticos de España, eran los hermanos don Vicente y don Manuel Bertrán de Lis. De acuerdo, y acaso excitados por un pariente que residía en la corte, habían meditado y preparado en Valencia un pronunciamiento contra los franceses y en favor del rey Fernando y de la independencia española. Pasos habían dado en este sentido de gran compromiso para ellos, ya con la corporación municipal, ya en la misma corte, ya en reuniones clandestinas con sus amigos de la población, y ya, lo que era más grave, distribuyendo dinero, armas y municiones al pueblo, con cuya adhesión y propicia disposición contaban. Pero el sacudimiento se precipitó, como hemos indicado.
Reunida, como de costumbre, la mañana del 23 de mayo multitud de gente en la plaza de las Pasas a esperar con la impaciencia y la agitación de entonces el correo de Madrid, recibiose y se leyó la Gaceta que contenía las renuncias de Bayona y la trasmisión de la corona de España a Napoleón. Apenas concluida la lectura, resonó el grito de: «¡Viva Fernando VII y mueran los franceses!,» que repitió desaforadamente la multitud: las masas acrecían por instantes, el tumulto arreciaba, y la muchedumbre se encaminó a la audiencia, cuya corporación deliberaba ya sobre la imponente actitud del pueblo. Un grupo de éste, a cuya cabeza iba el religioso franciscano Fray Juan Martí, penetró en aquel salón histórico, cuyos muros cubrían los venerables retratos de los más ilustres personajes valencianos de otros siglos. El P. Martí expuso a la asamblea los deseos y la petición del pueblo: la contestación, si bien en ella se accedía a la formación de un alistamiento, no era bastante para calmar la exaltación popular. Leyola el P. Rico, otro religioso franciscano, que por su carácter enérgico, su elocuencia y su intrepidez, ejercía grande ascendiente en las masas. Disgustadas éstas con la tibia contestación de la audiencia, volvió el P. Rico a hablar en su nombre, y a esplanar sus deseos, añadiendo: «Esta es la voz de un pueblo, que resuelto a preferir la muerte a la esclavitud, ocupó ya los atrios de este sagrado edificio, las avenidas de las calles contiguas, y por do quiera proclama a Fernando VII por rey legítimo de España.» Respondió el presidente que la causa que proclamaba el pueblo valenciano no podía ser más justa ni más digna de todo buen español, pero que no se debía proceder con ligereza, porque era temeridad alzarse Valencia sola contra el poder colosal de Napoleón sin saberse lo que harían otros pueblos, y hallándose el reino sin tropas, sin armas y sin recursos. El pueblo no estaba para darse por satisfecho con tales miramientos y reflexiones.
Entretanto en la plaza de las Pasas, donde se había agolpado inmenso gentío, representábase una escena, que acaso más gráficamente que otra alguna, pinta el carácter de estos movimientos. Cansada allí la muchedumbre de esperar la resolución de la audiencia, enfadose uno conocido por el Palleter, porque vendía pajuelas{5}, y desciñéndose su faja encarnada y haciéndola girones que repartió entre sus compañeros, ató la más ancha de las tiras a la punta de una caña, juntamente con el retrato del rey y una estampa de la Virgen de los Desamparados, y enarbolando su improvisada bandera y acaudillando numerosos grupos que le seguían llenos de entusiasmo y alborozo, pasó a la plaza del Mercado, donde encaramándose en una silla declaró solemnemente la guerra al gigante de Europa, diciendo en el dialecto del país: «Un pobre palleter li declara la guerra a Napoleón: ¡Viva Fernando VII y muiguen els traidors (un pobre vendedor de pajuelas le declara la guerra a Napoleón: ¡viva Fernando VII y mueran los traidores!).» Cuadro singular, ante el cual aparecía descolorido el de Massaniello en Nápoles. No nos detendremos a describir todos los pasos, incidentes y pormenores de la revolución de Valencia que suministran las historias particulares de aquella ciudad, la exaltación febril que con la escena del palleter se apoderó del pueblo, cómo fue nombrado capitán general el conde de Cervellón, cómo penetró la plebe y se enseñoreó de la ciudadela, cómo se constituyó una junta de personas notables, y el manejo y artificio con que fueron conduciendo el movimiento en su primer período el P. Rico, los dos hermanos Bertrán de Lis, el capitán del regimiento de Saboya don Vicente González Moreno{6}, Vidal, Ordoñez, y algunos otros que gozaban de popularidad, y a cuya influencia y dirección se debió que la insurrección en medio de tanta efervescencia ni hiciera víctimas ni se manchara con sangre.
Un rumor falso, unido a una voz alarmante que por desgracia no carecía de fundamento, dio ocasión a que se cometiera el primer crimen, abriendo el camino a los horrores en que después excedió a todas esta revolución. Había sido nombrado individuo de la junta como representante de la nobleza el barón de Albalat don Miguel de Saavedra, el cual, huyendo de los disturbios que suelen acompañar a estos trastornos, se retiró en busca de quietud a la villa de Requena. Esparcieron sus enemigos la especie de que se había marchado a Madrid a ofrecer su persona y sus servicios a Murat. El vulgo que en tales momentos da fácil acogida a toda clase de calumnias, y que recordó que en otro tiempo había sido de los que promovieron el establecimiento de la milicia provincial en Valencia que produjo la conmoción de que hemos hablado en otra parte, tuvo bastante para calificarle de traidor. La imputación no podía ser más injusta, pero sus amigos, y principalmente su compañero el conde de Castelar, le aconsejaron y rogaron que volviese a la ciudad para que disipara con su presencia sospecha tan inmerecida. Condescendió a ello el de Albalat, saliendo con este objeto de Requena, pero en tan mala ocasión para desgracia suya como vamos a ver.
El Acuerdo, y con él el capitán general conde de la Conquista, habían comunicado subrepticiamente a Madrid todo lo sucedido, disculpándose y pidiendo auxilios de tropas para sujetar la revolución. Algo de esto se había traslucido en el pueblo, y Bertrán de Lis había destacado una partida de sesenta hombres a esperar el correo de Madrid y apoderarse de la correspondencia. Por una coincidencia fatal el de Albalat y el correo llegaron juntos a la venta del Poyo, con lo cual se aumentaron las sospechas de los que creían que había ido a Madrid con el objeto indicado, y comenzaron luego los de los inmediatos caseríos a insultarle y amenazarle. Protegiole el que mandaba la escolta hasta la ciudad, y a ruegos suyos le condujo al palacio de Cervellón, donde le siguió la plebe enfurecida, que acudía en tropel con la noticia de su llegada. Sabedores el P. Rico y Moreno del peligro que corría, volaron a salvarle, rompiendo con trabajo por entre las olas de la muchedumbre para penetrar en la casa. Encontraron al desventurado barón tan atribulado como quien oía la gritería del pueblo pidiendo desaforadamente su cabeza. En vano el P. Rico arengó a aquellas gentes esforzándose por convencerlas de la inocencia del de Albalat. Viendo que la tormenta popular en vez de calmarse arreciaba, creyeron salvar mejor al objeto de sus iras trasladándole a la ciudadela, escoltado por tropa mandada por Moreno, y escudado por éste y por el buen religioso. Error funesto, nacido de la mejor intención. Tan pronto como se separaron de los umbrales del palacio de Cervellón, los puñales de los asesinos se levantaron sobre las cabezas de todos: al fin lograron los tumultuados romper las filas que custodiaban al infortunado Saavedra, y acabáronle con bárbaro furor a puñaladas, atravesando el hábito del mismo P. Rico que le protegía con su cuerpo: cortáronle la cabeza, y clavada en una pica la expusieron al público. Merced a la intervención de los Bertrán, se consiguió que la retiraran y permitieran depositarla con el cuerpo en la inmediata iglesia de Santo Domingo.
Hasta aquí, sin embargo, lamentable y doloroso como era el caso, no era nuevo, como hemos visto, en esta clase de revoluciones: lo nuevo y lo horroroso y lo que hace estremecer de espanto es lo que viene después. Y vino con la llegada de un eclesiástico de dignidad, canónigo de San Isidro de Madrid, llamado don Baltasar Calvo, jefe del bando jesuita, y perseguidor del denominado jansenista, que eran los dos partidos en que se dividían los prebendados de aquella insigne iglesia; pero aparte de toda parcialidad de escuela, él era uno de esos genios del mal que parecen abortados por el averno. Este hombre de perversos antecedentes que allí se apareció, intentó ingerirse en la junta haciéndose nombrar vocal, para desacreditar a sus individuos presentándolos como sospechosos al pueblo, suponiendo que muchos estaban en connivencia con Murat, a fin de preparar de este modo sus inicuos planes. Viendo la popularidad de que gozaban Moreno y el P. Rico, fingió hacerse de su partido, y con diabólica hipocresía trató de persuadirles que no se fiasen de la junta, porque había en ella muchos traidores. Pero su mismo lenguaje y conducta tan impropios de un eclesiástico suscitaron recelos en vez de ganar la amistad que buscaba. Viéndose desairado de los hombres que más valían, arrojose en los brazos del feroz populacho para realizar, siempre bajo la apariencia de una falsa piedad, sus infernales designios. Habíase propuesto hacerse señor de la ciudad, halagando a la plebe, siquiera fuese a costa de perfidia y de inundarla en torrentes de sangre.
La junta había hecho recoger en la ciudadela todos los franceses residentes en la población, que había muchos dedicados a la industria y al comercio, para preservarlos de todo daño, respetando sus propiedades y haberes. El canónigo Calvo se propuso captarse los ánimos del feroz populacho y apoderarse de la ciudadela, sacrificando aquellos infelices de la manera más inicua, alevosa y horrible que pudo concebir el genio de la maldad. Al efecto hizo cundir entre la furiosa plebe la voz de que los franceses intentaban fugarse para promover una reacción; hecho esto, presentose él en las estancias de los detenidos, y con voz lastimosa y compungida les dijo: «que sus vidas estaban amenazadas por el furor del pueblo, y que él movido de piedad cristiana iba a indicarles el único medio de salvación que tenían, que era evadirse por el postigo que daba al campo, y embarcarse en el Grao, donde lo hallarían todo dispuesto para trasportarlos a Francia.» Creyeron aquellos desgraciados las palabras del falaz sacerdote, y se prepararon a la evasión. A su tiempo acudió a la puerta de la ciudadela la plebe prevenida por Calvo. Habíanse traslucido en la ciudad sus sanguinarios intentos; con deseo de impedirlos fue allá el general conde de la Conquista; pero tuvo la flaqueza de retroceder espantado de la actitud aterradora de aquella gente: tampoco fueron escuchadas las exhortaciones del P. Rico; antes bien él se asustó de oír a las turbas repetir las expresiones del canónigo, que en la junta había muchos traidores, y era menester acabar con todos. Las madres, esposas, hijos y parientes de los presos, que allí habían acudido también al rumor de la espantosa ejecución que se preparaba, en medio de las sombras de la noche hacían resonar los aires con ruegos, ayes y lamentos, que no hacían eco en los empedernidos corazones de aquellas hordas de sicarios.
Penetraron al fin los asesinos en la ciudadela, mal guardada por paisanos y algunos inválidos (5 de junio); pronto comprendieron los infelices prisioneros la suerte que los aguardaba. «Abrazados los padres con los hijos (dice un historiador de aquella ciudad), los criados con los amos, los viejos con los jóvenes, uno era el llanto, una la agonía, igual la desesperación, terrible el momento que pesaba sobre ellos; todos debían morir. Agrupados, confusos, sollozando, rezando… fuéronles atando de dos en dos y espalda con espalda… ¡tal vez un padre se veía atado a la espalda de su mismo hijo, y no podía dirigirle la última mirada…!» El canónigo Calvo había ido a casa del conde de Cervellón, a quien propuso que enviara al verdugo para que degollara a todos los franceses de la ciudadela: petición horrible, que estremeció al conde, y le movió a ir al lugar de la catástrofe por si podía evitarla; en tanto que alarmada ya la ciudad y abiertos los templos, acudían también los religiosos de Santo Domingo, y con el Santísimo Sacramento en la mano y atravesando por entre bayonetas y puñales, llegaban a la ciudadela, y entraban en una sala donde gemían ciento cuarenta y tres franceses maniatados. En vano aquellos buenos religiosos se esforzaban por hacer oír palabras de caridad y de mansedumbre pronunciadas con fuego y con valor; en vano invocaban misericordia con fervorosas oraciones. Llegó en esto el malvado Calvo, y acercándose a los suyos les dijo: «En tanto que los padres rezan, oíd.» Habloles al oído, y contestáronle con el grito unánime de: «¡Mueran todos, mueran todos!»
Arrojáronse entonces los sicarios con ciega furia sobre sus víctimas, atropellando a los sacerdotes, y a la luz de sus mismas antorchas comenzaron la horrible carnicería cebándose en la sangre de aquellos inocentes, empapando en ella sus brazos y salpicando sus rostros. Gritaban los religiosos pidiendo siquiera confesión para aquellos infelices, y el canónigo Calvo, desencajado y lívido, ¡estremece el pensarlo, y repugna y duele el escribirlo! contestaba: «¡¡No hay confesión, no hay confesión!!» Aceleremos lo posible la narración de tan atroces escenas. De estancia en estancia fueron Calvo y sus bárbaros secuaces buscando y degollando los franceses que en ellas se encerraban. Hechas estas sangrientas ejecuciones, a las tres de la mañana subió el malvado canónigo al baluarte, cargó y colocó tres cañones, se consideró dueño de la fortaleza y aun de la ciudad, se tituló representante del pueblo, mandó retirar a las comunidades, arengó a los suyos sobre el tema de los traidores que había en la junta, y comenzando a ejercer funciones de autoridad suprema, en la mañana del 6 pasó al capitán general un escrito en que le decía: «A nombre de Fernando VII nuestro augusto soberano y del pueblo de Valencia a quien represento, mando a V. E. que se presente en esta ciudadela, pues no haciéndolo de grado, tengo resuelto que venga por fuerza.– Baltasar Calvo.» Cuál sería el terror que infundía ya el nombre de Calvo pruébalo el haber tenido el capitán general conde de la Conquista la debilidad de acudir al llamamiento del canónigo, presentándose en la ciudadela acompañado del teniente general de marina don Domingo Nava. Recibiolos aquél en una habitación sombría, y desde luego intimó al capitán general que era preciso dejase el mando, que el pueblo tenía elegidos otros jefes que le mandaran, y que era necesario también formar una nueva junta compuesta de los sujetos que él nombraría. Y en efecto dio principio a extender los nombramientos en la forma siguiente: «A nombre de Fernando VII y mientras tanto que el cielo misericordioso se digna volver a este señor a ocupar el solio de sus mayores a que le destinó la Providencia, y de que le ha privado del modo más vil el llamado emperador de los franceses; el pueblo de Valencia se ha servido nombrar a V. por uno de los vocales de la junta que debe gobernar interinamente este reino, esperando que V. ninguna excusa opondrá, pues está resuelto a no admitirla.»
Pero a esta inaudita audacia se añadieron nuevos horrores, que aún no han acabado los cometidos por aquel hombre infernal. Menos feroces que él los asesinos que acaudillaba, habían dejado con vida un grupo considerable de franceses, según unos de setenta, según otros de doble número. Fingió él acceder a que fuesen trasladados a las Torres de Cuarte, mas cuando de allí los sacaron, en vez de conducirlos camino de aquella prisión, se vio que los llevaban hacia la plaza de los Toros, a cuya inmediación ya el malvado ¡horroriza decirlo! había apostado una cuadrilla de bandidos. Los infelices franceses fueron forzados a empujones a entrar en la plaza de los Toros, y allí en medio del circo destinado a la lucha de las fieras, abrazados los desgraciados unos a otros, o puestos de rodillas delante de sus matadores, fueron bárbaramente acuchillados por aquellos tigres de forma humana que gozaban en empapar en sangre sus ennegrecidos brazos. Sangrientas matanzas que hacen recordar con horror las horribles escenas de las cárceles de París en los días del mayor furor revolucionario. Trescientos treinta franceses fueron así sacrificados en aquellos dos terribles días por instigación de un eclesiástico indigno de pertenecer a la humanidad, cuanto más a clase tan elevada y noble{7}.
Ofrecimos abreviar, y lo haremos. Aquella situación era insoportable: los asesinos se enseñoreaban de la ciudad, cometiendo con ferocidad inaudita todo género de crímenes, complaciéndose en inmolar víctimas en la sala misma de sesiones de la junta, manchando la sangre que salpicaba los vestidos de sus amedrentados individuos. La población estaba aterrada y atónita, y era menester poner un término a tan horrible anarquía. Merced a la habilidad de don Vicente Bertrán y del P. Rico se consiguió sacar al furibundo Calvo de la ciudadela halagándole con darle un asiento en el seno de la junta, no obstante su empeño en formar por sí otra nueva. Una vez sacado del fuerte, separado de sus feroces hordas y sentado en la asamblea, hombres honrados de ella pudieron rodear el palacio de gentes de su confianza con orden de no dejar salir de él a nadie; y antes que pudieran apercibirse los satélites de Calvo, el P. Rico puesto en pie apostrofó enérgica y vigorosamente al canónigo echándole en cara todos sus crímenes. Alentáronse con esto y hablaron sucesivamente otros vocales: el grito de traidor resonó en todos los ángulos de aquel respetable recinto; no se discutió más, y la junta decretó el arresto de Calvo y su inmediata traslación al castillo de Palma de Mallorca, para donde se le embarcó aquella misma noche (7 de junio). Acto continuo se encargó la formación del correspondiente proceso al alcalde decano de la sala del crimen don José María Manescau. A pesar del terror que en su desesperación procuraban infundir los sectarios de Calvo, la causa marchó con rapidez: volviose a traer al reo a Valencia; hizo su defensa por escrito conforme a sus doctrinas; pero la hora de la expiación había sonado: el tribunal le condenó por unanimidad a la pena de garrote, que sufrió con firmeza a las doce de la noche dentro de la cárcel; a la mañana siguiente apareció expuesto su cadáver en medio de la plaza de Santo Domingo con un rótulo que decía: «Por traidor a la patria, y mandante de asesinatos.»
Con el suplicio de aquel monstruo fue recobrando la autoridad su fuerza, moderándose la anarquía, y volviendo algún respiro a la población atribulada. Para ir escarmentando los demás delincuentes se creó un tribunal de protección y seguridad pública presidido por don José Manescau, que procedió con terrible severidad, y al cual se censuró de haber cometido en las actuaciones irregularidades que son siempre de lamentar en los encargados de hacer justicia y de cumplir la ley, pero sin las cuales tal vez no habría podido reprimirse la anarquía ni en Valencia ni en otros pueblos de aquel reino en que ya levantaba también su lívida cabeza. La venganza jurídica correspondió a la magnitud de los crímenes. Cada mañana aparecían colgados de las horcas en las plazas públicas los agarrotados en la cárcel, y en el espacio de dos meses fueron ajusticiados más de doscientos forajidos. Episodio terrible, de que ya deseará reposar el lector, y más todavía el historiador que ha tenido necesidad de dar mayor tormento a su espíritu con la lectura de pormenores que ahogan el alma, ¡y de que ha querido aliviar su relación!{8}
Falta hacía a la junta de Valencia poderse dedicar con algún desahogo a la organización de su ejército y a proveer a sus medios de defensa, amenazadas como estaban la ciudad y provincia por las fuerzas del mariscal Moncey. Por fortuna con los recursos que improvisó, y con los que le suministró Cartagena, pudo disponer y organizar dos cuerpos de ejército, uno de quince mil hombres al mando del conde de Cervellón que se dirigió a Almansa, y al cual se agregó la gente armada de Murcia, y otro de ocho mil a las órdenes de don Pedro Adorno que se situó en las Cabrillas, y de cuyas operaciones nos tocará hablar después.
No había de ceder a otros en patriotismo el antiguo reino de Aragón, tan justamente afamado por el valor de sus hijos como por su amor a la independencia y a la libertad. La misma que en todas partes la agitación de los ánimos, cuando el correo del 24 de mayo llevó a Zaragoza la noticia de las renuncias de nuestros reyes en favor de Napoleón, alborotose el pueblo y se dirigió en tropel a la casa del capitán general Guillelmi, distinguiéndose entre sus caudillos el tío Jorge, hombre sin letras ni cultura, pero de juicio recto, de intención sana, de voluntad enérgica, de resolución firme, de valor a prueba, y tipo del aragonés rudo, noble y honrado. Obligó la muchedumbre al capitán general a hacer dimisión y le condujo como preso a la Aljafería. Dio el mando, aunque con poco gusto, por ser también italiano, a su segundo el general Mori, no habiéndole aceptado el antiguo ministro de la Guerra don Antonio Cornel. Incomodado luego el pueblo con la flojedad que le pareció advertir en Mori, fijó sus miradas en don José Palafox y Melci, noble aragonés, destinado a dar días de mucha gloria a su patria, que residía en la quinta de su familia llamada la torre de Alfranco, cerca de Zaragoza, y allá fue a buscarle una comisión de cincuenta paisanos. Palafox sabía bien lo que pasaba en Bayona, como quien había ido allí comisionado por el marqués de Castelar para informar al rey de lo ocurrido en el negocio de la libertad y entrega de Godoy. Así, luego que consiguieron llevarle a Zaragoza, pidió que se reuniera la audiencia, y la informó de las insinuaciones que allá se le habían hecho respecto a los franceses. El pueblo le aclamaba su capitán general, mostró él rehusarlo, pero al fin por cesión de Mori fue investido con aquel cargo superior, reconociéndole con gusto todos los aragoneses. Joven, agraciado y esmerado en su porte el nuevo general, captose pronto la afición y las simpatías generales. Carecía de experiencia y de práctica así en la milicia como en los negocios públicos, y las dotes de su entendimiento no eran conocidas, pero comenzó a manifestarlas en el tino con que sabía elegir y rodearse de personas útiles para que o le dirigieran o ayudaran en la grande empresa{9}.
Tino y cordura manifestó también en convocar las cortes del reino en sus cuatro brazos, para que legitimaran, así su elevación al mando superior de las armas como el levantamiento popular. Las cortes aprobaron lo hecho, y se separaron dejando una comisión de seis individuos para atender a la común defensa en unión con el capitán general, que era la parte activa del gobierno, como que eran también sus funciones las más necesarias, y la cuestión de fuerza, de armamento y de organización la que más urgía. A ella se dedicó Palafox con toda actividad y ahínco, recogiendo armas, haciendo pertrechos, utilizando y montando la escasa y mediana artillería que había, alistando gente, y reuniendo y regimentando la que de Madrid y de las provincias ocupadas por los franceses acudía en grupos a los pueblos que se levantaban; pues así paisanos como militares, y a veces compañías completas de éstos, ya que otra cosa no podían, desertaban y corrían a las provincias más inmediatas a incorporarse y engrosar las filas de los cuerpos patrióticos que se formaban{10}. Palafox los fue dividiendo en tercios, a usanza de los que en tiempos antiguos habían ganado tanta fama y reputación en Europa. Al modo que en Santiago, se formó también en Zaragoza un batallón de los estudiantes de la universidad, que se distinguía y brillaba entre todos. Distinguiose también el primer Manifiesto que se dio en Zaragoza por una idea particular que en él se emitía, y que revelaba el espíritu especial del país, y las reminiscencias de su antigua constitución y vida política. Después de expresar que el emperador y su familia, así como los generales franceses, eran responsables de la seguridad del rey y de la familia real española, decía: «Que en caso de un atentado contra vidas tan preciosas, para que la España no careciese de su monarca usaría la nación de su derecho electivo a favor del archiduque Carlos como nieto de Carlos III, siempre que el príncipe de Sicilia y el infante don Pedro y demás herederos no pudieran concurrir.{11}»
Ocupadas por los franceses, de la manera alevosa que hemos visto, las principales plazas de Cataluña, inclusa su capital, carecía el Principado de la libertad de acción en que se hallaban otras provincias para sacudir la opresión en que gemía, y faltaba sobre todo un centro de donde partiera el impulso y que pudiera darle unidad. Así Barcelona no pudo desahogar su odio a los extranjeros que la dominaban sino con tumultos y alborotos parciales que eran fácilmente reprimidos y ahogados. Pero las poblaciones que no habían sido invadidas negáronse ya a dar entrada a las fuerzas francesas, como hizo Lérida con las que intentó introducir el general Duhesme, cerrando sus habitantes las puertas y haciendo la guardia de sus muros. Así fue que poco más adelante fue escogida aquella ciudad para asiento y congregación en junta de todos los corregimientos del Principado; porque en otras ciudades y villas se fue verificando el sacudimiento patriótico, no sin que en algunas hubiese parciales y lamentables desórdenes, como en Tortosa y Villafranca del Panadés, donde perecieron miserablemente los gobernadores.
Trasmitiose este espíritu de insurrección contra el extranjero, franqueando el Mediterráneo, a las islas Baleares, donde pudo desarrollarse más libre y más pacíficamente que en la península. Más libremente, porque sobre estar más lejos y más al abrigo de las fuerzas francesas, había en ellas un cuerpo de diez mil hombres de tropas españolas regulares; y más pacíficamente, porque el capitán general don Juan Miguel de Vives, si bien vaciló al principio y aun opuso una ligera resistencia a la primera demostración popular, retraído por las órdenes que recibía de Madrid, concluyó por convocar él mismo una junta de autoridades, y puesto a su cabeza anunciar al pueblo el acuerdo de no reconocer otro gobierno que el de Fernando VII, como legítimo rey de España, lo cual evitó toda clase de excesos y desórdenes. A la junta de Mallorca se agregaron después diputados de Menorca y de Ibiza, y uno por la escuadra fondeada en Mahón, cuyo jefe había sido depuesto y preso, sustituyéndole luego el marqués del Palacio. En las islas fue el entusiasmo tan general como en el continente, y en Palma se formó un cuerpo de voluntarios que pasó después a servir en Cataluña.
Al modo que en la resolución tomada en las Baleares influyó también la noticia y el ejemplo de la insurrección de Valencia, así en las Canarias, con estar a distancia tan larga de la península, causó el mismo efecto la noticia de lo sucedido en Sevilla, y las órdenes de su Junta Suprema. No hubo tampoco allí desgracias que lamentar, si bien fueron de sentir las antiguas rivalidades y desavenencias que se renovaron sobre primacía entre la Gran Canaria y Tenerife, que produjeron la creación de dos juntas separadas, y que en una fuera depuesto del mando el marqués de Casa-Cagigal, reemplazándole el teniente de rey don Carlos O’Donnell, durando las discordias hasta que el gobierno central halló manera de cortarlas.
De este modo se verificó, trazado tan sumariamente como es posible, el levantamiento casi simultáneo de toda España contra los franceses; y si en algunas provincias, como en Navarra y las Vascongadas, se retardó algún tiempo, debido fue a estar ocupadas por el enemigo sus dos plazas principales, a su situación limítrofe de Francia, y a verse cercadas por todos lados sin poder revolverse. Por lo demás el espíritu patrio era el mismo, sin ceder en él a ningunas otras, y bien lo demostraron luego que se vieron un tanto desembarazadas; y aun entonces mismo en medio de la opresión no dejaron de auxiliar a las provincias sublevadas por cuantos medios estuvieron a su alcance.
Más oprimido, y si cabe, peor tratado todavía que España el reino de Portugal, cobró aliento y ánimo con el sacudimiento general de la nación su vecina, no ya solo por la tentación que da el ejemplo, grande siempre en los que sufren por la misma causa, sino también por la mayor facilidad que para hacerlo proporcionaba a los de aquel reino la salida de las tropas españolas que en él había, como las que se hallaban en Oporto, que al mando del mariscal de campo don Domingo Belestá, salieron camino de Galicia tan pronto como supieron la sublevación de aquellas provincias de España, haciendo y llevando prisioneros al general francés Quesnel y a los suyos. Temiose de sus resultas un rompimiento por parte de los españoles en Lisboa, y para evitarle los hizo Junot sorprender y desarmar, bien que no alcanzó a impedir que se viniese a España con el marqués de Malespina el regimiento de dragones de la Reina. Menos afortunados otros, sorprendidos y desarmados con engaño, en número de mil doscientos, fueron conducidos a bordo de los pontones que había en el Tajo. Otros, por el contrario, como los regimientos de Valencia y Murcia, después de sostener un choque con los franceses, lograron ganar sin estorbo la frontera española. A la sombra, y como consecuencia de estos sucesos, y de los que por acá pasaban, subleváronse sucesivamente las provincias de Tras-os-Montes y Entre-Duero-y-Miño, cundiendo la insurrección a Coimbra y otros pueblos de la de Beira, y estallando luego en los Algarbes y en todo el mediodía de Portugal. Entabláronse pronto tratos entre este reino y el de la Gran Bretaña, y se establecieron relaciones con varias provincias españolas. La situación de Junot en Portugal quedaba siendo semejante a la de Murat en España, como habían sido acaso iguales sus aspiraciones.
Jamás pueblo alguno, nunca una nación se levantó tan unánime, tan simultánea, tan enérgicamente como la España de 1808. No fue el resultado de anteriores acuerdos con potencia alguna extraña que ofreciera erigirse en protectora; no lo fue de premeditadas combinaciones y planes de las provincias españolas entre sí; su preparación habría debilitado la espontaneidad y entibiado el ardimiento: la inteligencia con la Gran Bretaña vino después y como consecuencia de sucesos que cogieron a aquella nación de sorpresa: los conciertos entre las provincias fueron también posteriores: uno y otro inspirado por la conveniencia mutua y por la necesidad de buscar apoyo y sostén a una situación peligrosa. Por lo demás la insurrección no fue sino el arranque vigoroso de un pueblo lastimado en su sentimiento más noble, el de su dignidad y su independencia; fue el resentimiento de su amor propio ofendido, de su buena fe burlada; fue la indignación concitada por la perfidia empleada para arrancarle sus objetos más queridos; fue el estallido de la ira acumulada por tantos engaños y alevosías.
Al sacudimiento concurrieron y cooperaron como instintivamente, y sin distinción ni diferencia, todas las jerarquías, todas las clases, todas las profesiones de la sociedad. No puede decirse que una prevaleciera sobre otra en decisión, ni que una aventajara a otra en entusiasmo. Clero, nobleza, pueblo, obispos, religiosos, magnates, generales, soldados, comerciantes, labradores, artesanos, jornaleros, todos en admirable consorcio se mezclaban y confundían, rivalizando en patriotismo, llevados de un mismo sentimiento, caminando a un fin, sin acordarse en aquellos primeros momentos de las distinciones sociales que en el estado normal de los pueblos separan al noble del plebeyo, al sabio del rústico, al rico del pobre, al magistrado del menestral, al que se consagra al sacerdocio del que se ejercita en las armas. Circunstancias casuales, no una preconcebida organización, hacían que en la formación de las juntas predominara en cada localidad una u otra clase, según que individuos de unas u otras se distinguían por su arrojo y ardor patriótico, o según que por sus antecedentes y por sus prendas gozaban más popularidad, y eran aclamados y elegidos. En este agregado incoherente de hombres de todas las jerarquías sociales, nombrados en momentos de turbación y desasosiego, en que la necesidad, la pasión y la premura no dejaban lugar a la reflexión, ¿se extrañará que no todos reuniesen ni las luces, ni la prudencia, ni el criterio para obrar como gobernantes con la discreción y el tino que hubiera sido de desear, y que exigían circunstancias tan difíciles y espinosas? ¿Se extrañará que falto de combinación el movimiento, fuera éste en su principio como dislocado y anárquico, no habiendo un centro de acción, creándose en cada comarca y en cada ciudad, casi en cada villa y en cada aldea, una junta independiente y con pretensiones de soberana? Y, sin embargo, ya se advertían en algunos países y poblaciones síntomas de tendencia hacia la unidad, que con el tiempo había de buscarse, y tenía que venir. Y aun aquella misma multiplicidad y desparramamiento de juntas y de autoridades, que parecía un mal y un desconcierto, fue muy conveniente para que no pudiera ser paralizado aquel primer impulso, porque los interesados en detenerle o en torcer su marcha, carecían de un blanco donde dirigir o los recursos de la persuasión o el empleo de la fuerza material. Uno y otro medio se debilitaban en su acción, otro tanto cuanto era extenso y dilatado el círculo, y estaban más desmembrados, dispersos y sin cohesión los objetos a que intentaban dirigirla.
¿Se extrañará también, como no se desconozca la condición de la humana naturaleza, que en tan general trastorno, en medio del fervor popular, irritadas y sueltas las masas, roto el freno de toda subordinación y obediencia, desencadenadas las pasiones y desbordadas las turbas, se cometieran en uno u otro punto desmanes, tropelías, y hasta asesinatos horribles, y repugnantes crueldades? Por desgracia no conocemos un sacudimiento social de este género sin demasías que deplorar y sin tragedias que sentir, y bien cerca están las innumerables escenas de sangre y de horror de la revolución francesa, en cuyo cotejo los excesos de la insurrección de España son como los granos de arena al lado de una cadena de empinados riscos. Aquí, aparte de las abominables ejecuciones de Valencia dirigidas por un genio infernal, pero que al fin fueron castigadas con una prontitud y un rigor desusados en circunstancias tales, los demás fueron crímenes aislados, deplorables siempre, siempre punibles, y por cuya expiación y escarmiento no dejaremos nunca de clamar, pero que no constituían sistema, ni bastaron a desnaturalizar el carácter de grandeza de aquella revolución. En provincias enteras se hizo el movimiento sin tener que lamentar un solo exceso, y en muchas se procedió con laudable generosidad: el espíritu general que movió y guió el alzamiento era altamente patriótico; así el torrente se hacía irresistible; ¿quién se atrevía a intentar contenerle?
Doloroso es decirlo. Solo la Junta suprema de gobierno de Madrid{12}, creyendo sin duda de buena fe que la insurrección de las provincias, aunque fuese un noble esfuerzo del heroísmo español, traería la ruina de la patria, por ser imposible vencer el poder inmenso de Napoleón; cada día más ciega y más empeñada en su mal camino, cada día más supeditada a su presidente el lugarteniente general del reino Murat, no contenta con enviar por las provincias emisarios franceses y españoles con el encargo de alucinar con ofrecimientos a los jefes de la insurrección y ver de torcer por todos los medios posibles su rumbo, publicó una proclama (4 de junio), en que es sensible leer párrafos como los siguientes:
«Cuando la España, esta nación tan favorecida de la naturaleza, empobrecida, aniquilada y envilecida a los ojos de la Europa por los vicios y desórdenes de su gobierno, tocaba ya al momento de su entera disolución… la Providencia nos ha proporcionado contra toda esperanza los medios de preservarla de su ruina, y aun de levantarla a un grado de felicidad y esplendor a que nunca llegó ni aun en sus tiempos más gloriosos. Por una de aquellas revoluciones pacíficas que solo admira el que no examina la serie de sucesos que las preparan, la casa de Borbón, desposeída de los tronos que ocupaba en Europa, acaba de renunciar al de España, el único que le quedaba: trono que en el estado cadavérico de la nación… no podía ya sostenerse: trono en fin, que las mudanzas políticas hechas en estos últimos años la obligaban a abandonar. El príncipe más poderoso de Europa ha recibido en sus manos la renuncia de los Borbones: no para añadir nuevos países a su imperio, ya demasiado grande y poderoso, sino para establecer sobre nuevas bases la monarquía española… Y en el momento mismo que la aurora de nuestra felicidad empieza a amanecer, en que el héroe que admira el mundo, y admirarán los siglos, está trabajando en la grande obra de nuestra regeneración política… ¿será posible que los que se llaman buenos españoles, los que aman de corazón a su patria, quieran verla entregada a todos los horrores de una guerra civil… &c.{13}»
Pero afortunadamente ni aquellos emisarios{14}, ni estas proclamas, ni el ofrecimiento del cuerpo de guardias de corps al gran duque de Berg para que le empleara donde quisiera a fin de restablecer la pública tranquilidad{15}, dieron otro fruto que el de exasperar más los ánimos del pueblo en vez de apaciguarlos, y el movimiento nacional continuó grandioso e imponente, dispuestos los hombres a sostener resuelta y denodadamente la gran lucha que pronto iba a comenzar.
{1} La junta había separado ya a Filangieri, y nombrado en su lugar al brigadier cuartel-maestre general Blake, promoviendo a éste al empleo de teniente general, «porque así lo pedían, decía el oficio, en voces y escritos todos los gallegos.» Ni el mérito, ni el carácter amable de Filangieri habían bastado en aquellos momentos de exaltación a ponerle a cubierto de la desconfianza popular, y la junta creyó conveniente contemporizar con el pueblo en este punto, pero lo hizo de la manera que menos podía ofender a aquel ilustrado jefe, fundándolo en que su delicada salud no le permitía sufrir las fatigas de una campaña activa, y que al mismo tiempo hacía falta en la Coruña para ilustrar a la junta con sus conocimientos. Antes de emprender su viaje fue asesinado de la manera que hemos dicho. El general Blake su amigo dio las órdenes más enérgicas para el pronto y ejemplar castigo de los perpetradores del crimen.– El conde de Toreno dice que estos fueron unos soldados del regimiento de Navarra, acaudillados por un sargento, resentidos con él y en venganza de haber trasladado antes aquel cuerpo de la Coruña al Ferrol, por sospechoso de estar en connivencia con los paisanos. Nuestra noticia está tomada de las Memorias inéditas del mismo general Blake, testigo del suceso y el que con más exactitud pudo conocerle.
{2} Decía el parte del alcalde de Móstoles (que se conoce era más sincero patriota que fuerte en ortografía): La Patria está en peligro Madrid perece víctima de la Perfidia francesa: Españoles acudid a salvarle Mayo 2 de 1808.– El Alcalde de Móstoles.
{3} La escuadra española se componía, exactamente lo mismo que la francesa, de cinco navíos y una fragata, además de las fuerzas sutiles. El gobierno dio tanta importancia a este suceso que creó una condecoración, que consistía en dos espadas cruzadas con un águila abatida pendiente, y el lema: Rendición de la escuadra francesa.– Apodaca fue al día siguiente destinado por la junta a pasar a Londres en unión con Adrián Jácome, encargados los dos de una comisión importante. La escuadra quedó a cargo de don Estanislao Juez.– Apuntes biográficos de don Juan Ruiz de Apodaca, por don Fernando de Gabriel y Ruiz de Apodaca .
{4} Otros dos asesinatos se cometieron algún tiempo después en las personas del corregidor de Vélez-Málaga y de don Bernabé Portillo, a quien se debía la introducción del cultivo del algodón en la costa de Granada. Estos sujetos se hallaban presos en el Convento de la Cartuja para librarlos mejor de la ira popular. He aquí como cuenta Toreno las circunstancias harto repugnantes de su muerte.– «El 23 de junio, día de la octava del Corpus, había en aquel monasterio una procesión. Despachábase por los monjes con motivo de la fiesta mucho vino de su cosecha, y un lego era el encargado de la venta. Viendo éste a los concurrentes alegres y enardecidos con el mucho beber, díjoles: «Mas valía no dejar impunes a los dos traidores que tenemos adentro.» No fue necesario repetir la aleve insinuación a hombres ebrios y casi fuera de sentido. Entraron pues en el monasterio, sacaron a los dos infelices y los apuñalaron en el Triunfo. Sañudo el pueblo parecía inclinarse a ejecutar nuevos horrores, maliciosamente incitado por un fraile de nombre Roldán… Por dicha el síndico del común llamado Garcilaso distrajo la atención de los sediciosos… La autoridad no desperdició la noche que sobrevino; prendió a varios; y de ellos hizo ahorcar a nueve, que cubiertas las cabezas con velo, se suspendieron en el patíbulo, enviando después a presidio al fraile Roldán.»– Historia de la Revolución, &c. lib. III.
{5} Vicente Domenech era su nombre.
{6} Este Moreno se titulaba entonces «Comandante del pueblo soberano», y años adelante fue uno de los agentes más decididos y más crueles del absolutismo al servicio del infante don Carlos, pretendiente a la corona de España.
{7} «Algunos, dice un escritor valenciano, fueron extraídos poco después de aquel inmenso montón de cadáveres, y han vivido hasta nuestros días para recordar con sus tristes relaciones el funesto cuadro que no nos ha sido posible describir con sus más exactos coloridos.»
{8} Hemos tomado las noticias de estos infaustos sucesos del opúsculo de Fr. Vicente Martínez Colomer, titulado: Sucesos de Valencia desde el día 23 de mayo hasta el 28 de junio de 1808: publicado en 1810.– Del Manifiesto de la causa formada por Manescau, por comisión de la junta.– De la Memoria publicada por ésta.– De la Historia moderna de la ciudad y reino de Valencia, de don Vicente Boix; y de varios documentos manuscritos y auténticos.
{9} Tales como su antiguo maestro el escolapio Padre Rogiero, como el corregidor e intendente don Lorenzo Calvo de Rozas, y como el oficial de artillería don Ignacio López, cada cual para su objeto.
{10} Así, por ejemplo, desde Alcalá de Henares se marchó con 110 hombres, armas, banderas y pertrechos el comandante de zapadores con José Veguer, y atravesando la sierra de Cuenca llegó a Valencia y se ofreció con su gente a la junta. De la Mancha desertaron los carabineros reales, y de Madrid mismo se fugaban oficiales, soldados, y partidas enteras, como lo verificó una de dragones de Lusitania, y otra del regimiento de España.
{11} El discurso de Palafox en las cortes de Zaragoza reunidas el 9 de junio, los acuerdos que en ellas se hicieron, la elección de los seis individuos que habían de componer con el capitán general la junta suprema, la ratificación del nombramiento de aquél, la lista de los diputados que asistieron en representación de cada brazo, &c., todo consta de un testimonio o certificado que expedió don Lorenzo Calvo de Rozas como secretario de las mismas.
{12} Componían entonces la Junta las personas siguientes: don Sebastián Piñuela, ministro de Gracia y Justicia; don Gonzalo O’Farril, de la Guerra; el marqués Caballero, consejero de Estado, gobernador del Consejo de Hacienda; el marqués de las Amarillas, decano del de la Guerra; don Pedro Mendinueta, consejero de Estado, y teniente general; don Arias Antonio Mon y Velarde, decano y gobernador interino del Consejo de Castilla; el duque de Granada, presidente del de las Órdenes; don Gonzalo José de Vilches, ministro del Consejo y Cámara de Castilla; don José Navarro y Vidal y don Francisco Javier Durán, ministros del mismo; don Nicolás de Sierra, fiscal de dicho Consejo; don García Xara, ministro del de Indias; don Manuel Vicente Torres Cónsul, fiscal del de Hacienda; don Ignacio de Álava, teniente general y ministro del de Marina; don Joaquín María Sotelo, fiscal del de la Guerra; don Pablo Arribas, fiscal de la sala de Alcaldes de casa y corte; y don Pedro de Mora y Lomas, corregidor de Madrid.
{13} Gaceta de Madrid del 7 de junio, 1808.
{14} Uno de ellos fue el marqués de Lazán, hermano mayor del nuevo capitán general de Aragón Palafox, enviado a Zaragoza para que influyera en el ánimo de aquel caudillo en el sentido que la Junta quería y en contra del alzamiento. Pero el de Lazán, tan pronto como llegó a aquella ciudad, en vez de contrariar el movimiento se unió a su hermano y le ayudó a darle impulso, y cooperó después con él en todo.
{15} Gaceta del mismo día 7 de junio.