Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro IX Reinado de Carlos IV

Capítulo XXV
La Constitución de Bayona
José Bonaparte rey de España
1808

Proclama de la Junta de Madrid acerca de la convocatoria a Cortes en Bayona.– Algunos diputados se niegan a concurrir, y no van.– Escrito notable del obispo de Orense sobre este asunto.– Llega a Bayona José Bonaparte.– Es reconocido como soberano de España por los españoles allí existentes.– Primer decreto de José como rey.– Otros decretos.– Reunión y apertura de la asamblea de los Notables españoles para discutir el proyecto de Constitución.– Sesiones dedicadas a este objeto.– Aprobación y jura de la Constitución.– Los diputados españoles en presencia de Napoleón.– Breve idea de aquel Código.– Felicitaciones de Fernando VII y de su servidumbre a Napoleón y al rey José.– Ministerio de José Napoleón I.– Negativa de Jovellanos.– Dispone José su entrada en España.– Su proclama a los españoles desde Vitoria.– Su viaje hasta Madrid.– Entrada en la capital: recibimiento.– Su solemne proclamación.– Silencio y frialdad en el pueblo; síntomas de disgusto.– Antecedentes, carácter y prendas del rey José.– Cómo las desfiguró el odio popular.– Cómo se le retrataba a los ojos del pueblo.– Influencia de estas impresiones en los acontecimientos sucesivos.
 

Conveniente será, antes que entremos en la relación de los combates y hechos de armas a que quedamos avocados, informar a nuestros lectores de lo que en este tiempo se hacía por parte de Napoleón y de la Junta de Madrid para cumplir el ofrecimiento, que, aquél primero y ésta después, habían hecho a los españoles de regenerar la monarquía sobre nuevas bases y saludables reformas políticas. «A este fin, decía la Junta en su proclama, ha llamado cerca de su augusta persona diputados de las ciudades y provincias, y de los cuerpos principales del Estado: con su acuerdo formará leyes fundamentales que aseguren la autoridad del soberano y la felicidad de los vasallos; y ceñirá con la diadema de España las sienes de un príncipe generoso que sabrá hacerse amar de todos los corazones por la dulzura de su carácter…»

Habíase a este efecto expedido la convocatoria de que hablamos al final del capítulo XXIII para el congreso que había de celebrarse en Bayona y había de reunirse el 15 de junio. Aunque la Junta de Madrid trabajó mucho para que concurrieran los diputados que en aquella se designaban, algunos de los nombrados tuvieron bastante temple de alma para negarse a asistir a aquella asamblea; tales como el marqués de Astorga, que no reparó en las persecuciones y perjuicios que le podría costar; el bailío don Antonio Valdés, que con peligro de su persona se fugó de Burgos y se refugió en tierra de León, donde se incorporó a la junta patriótica que acababa de formarse; el obispo de Orense, don Pedro de Quevedo y Quintano, que se hizo célebre por la vigorosa y atrevida contestación que dio por escrito al ministro de Gracia y Justicia, nutrida de verdades y razones en favor de los derechos de la nación y de su dinastía, expuestos con notable desembarazo, y cuyo documento causó impresión profunda{1}. Los demás nombrados fueron concurriendo; mas aunque la Junta contribuyó mucho a acelerar su partida, en los primeros días de junio aun había pocos, y en tanto que los otros llegaban hizo Napoleón que los presentes dirigieran una proclama a los zaragozanos exhortándoles a retroceder del camino emprendido y a enviar sus diputados a Bayona{2}; y no contento con esto, hizo que fuese personalmente una comisión de tres individuos; bien que si la proclama no fue atendida, los comisionados, después de no haber podido penetrar en la ciudad, se dieron por contentos de poder regresar a Bayona{3}.

En aquellos mismos días que precedieron a la reunión del Congreso, llegó también a Bayona José Bonaparte, a quien el emperador su hermano había trasmitido la corona de España en los términos y en la forma que en nuestro ya citado capítulo dejamos explicado también. Napoleón salió a su encuentro hasta seis leguas de Bayona, y le condujo en su coche hasta su quinta de Marrac: la emperatriz y sus damas bajaron a recibirle al pié de la escalera (7 de junio). Habíase temido que José, contento con su trono de Nápoles, no aceptara el de España, por las dificultades que preveía le habían de rodear: pero entre otras razones que Napoleón le expuso para convencerle acabó de decidirle la de haber dispuesto ya de aquella corona en favor de Luciano. Tal prisa corría al emperador que los españoles de Bayona reconocieran a su hermano como rey de España, que habiendo éste llegado a las ocho de la noche, no quiso diferirlo para otro día, ni darle siquiera un momento de descanso. Concertáronse, pues, los españoles apresuradamente para felicitar aquella misma noche al nuevo soberano: dividiéronse al efecto en cuatro diputaciones, que fueron presentadas por don Miguel de Azanza. Entró la primera la de los Grandes de España, presidida por el duque del Infantado, y pronunció su arenga expresando su satisfacción, y la felicidad que del reinado del nuevo monarca esperaban todos los españoles. Siguieron sucesivamente la del Consejo de Castilla, la de los de Inquisición, Indias y Hacienda reunidos, y por último la del ejército presidida por el duque del Parque. José fue contestando a cada uno de estos discursos gratulatorios{4}, que parece habían sido sometidos a la previa censura del emperador, hablando luego particularmente con algunos individuos, y distinguiendo entre otros al duque del Parque.

José, como todos los hermanos de Napoleón, había adquirido la costumbre de hablar con cierto desembarazo, y al parecer con inteligencia, de milicia, de política y de administración, apareciendo dignos de desempeñar los elevados puestos que la fortuna les deparaba. Con esto y con cierta dulzura de carácter, no dejó de seducir a los españoles que en Bayona le oyeron, inclusos don Mariano Luis de Urquijo y don Pedro Cevallos, que le fueron presentados en calidad de consejeros de Estado, y con quienes conferenció largo rato sobre los negocios de España. Llamó mucho la atención, y fue uno de sus rasgos políticos, el sentido y la afabilidad con que habló al inquisidor Ethenard y Salinas, diciendo «que la religión era la base de la moral y de la prosperidad pública; y que aunque había países en que se admitían muchos cultos, consideraba feliz a España porque no se honraba en ella sino al verdadero.» Con lo cual los del Consejo de Inquisición se creyeron asegurados, ellos y el tribunal que representaban.

Así, al día siguiente (8 de junio) aquellos españoles dirigieron otra proclama a sus compatriotas, excitándolos a desistir de la insurrección, recomendándoles el afecto a la nueva dinastía, y exhortándolos a reconocer el nuevo monarca, de quien se esperaban grandes bienes y felicidades. «Si nos ha dado (decían de Napoleón) un soberano que nos gobierne, es a su augusto hermano José, cuyas virtudes son admiradas por sus actuales vasallos: si trata de modificar y enmendar en la parte que lo exija nuestra antigua legislación, es para que vivamos en razón y justicia… ¿Qué fruto esperáis coger de los movimientos y turbaciones a que la inconsideración o la malevolencia os han arrastrado…? Nadie disputa el valor a los españoles… pero sin dirección, sin orden, sin concierto, estos esfuerzos son vanos; y reuniones numerosas de gentes colecticias, al aspecto de tropas disciplinadas y aguerridas desaparecen como el humo… ¿Qué resta, pues, sino prestarnos sumisos y aun contribuir cada uno por su parte a que se organice otro nuevo gobierno sobre bases sólidas, que sean la salvaguardia de la libertad, de los derechos y propiedades de cada uno? Esto es lo que desea, y en esto se ocupa para nuestro bien el invicto Napoleón…{5}» Y dos días después (10 de junio) expidió José Bonaparte el primer real decreto, en que después de expresar que había aceptado la corona de España cedida por su hermano el emperador de los franceses y rey de Italia, confirmaba al gran duque de Berg en el cargo de lugarteniente general del reino. En el mismo día expidió otro decreto, en que mostraba cuáles eran sus intenciones, y cuáles habían de ser sus principios de gobierno. «La conservación (decía entre otras cosas) de la santa religión de nuestros mayores en el estado próspero en que la encontramos, la integridad y la independencia de la monarquía serán nuestros primeros deberes. Tenemos derecho para contar con la asistencia del clero, de la nobleza y del pueblo, a fin de hacer revivir aquel tiempo en que el mundo estaba lleno de la gloria del nombre español; y sobre todo deseamos establecer el sosiego, y fijar la felicidad en el seno de cada familia por medio de una buena organización social.{6}»

Iban en esto llegando los diputados electos, bien que no en gran número, ya porque algunos no acudían de buen grado, ya porque el estado revuelto de las provincias ofrecía fácil pretexto a los remisos y dificultades verdaderas a los que concurrieran gustosos. Así fue que no llegaron a ciento los asistentes, siendo ciento cincuenta los designados y convocados. Dijimos ya en otro lugar que Napoleón había elegido para presidente de la asamblea a don Miguel José de Azanza: para secretarios se nombró a don Mariano Luis de Urquijo, del Consejo de Estado, y a don Antonio Ranz Romanillos, del de Hacienda. Tenía ya Napoleón preparado un proyecto de Constitución, en cuyo trabajo se supone haber intervenido una mano española, bien que se ignore todavía cuál hubiese sido ésta, y sobre ello solo hayan podido formarse más o menos fundadas conjeturas{7}. Encargó también el nombramiento de dos comisiones para el examen y preparación de los asuntos que habían de tratarse en el congreso, y para proponer las modificaciones que acaso al proyecto de Constitución pareciera conveniente hacer. Cuando ya todo estuvo dispuesto, abriose la asamblea el día señalado (15 de junio) con un discurso del presidente Azanza, en el sentido y espíritu que puede inferirse de los párrafos siguientes: «Tan elevado y grande es el objeto que hoy nos reúne en esta respetable asamblea, convocada de orden y bajo los auspicios del héroe de nuestro siglo, el invicto Napoleón… Gracias y honor inmortal a este hombre extraordinario que nos vuelve una patria que habíamos perdido… El primer uso que ha hecho de su nueva autoridad ha sido trasmitirla a su augusto hermano José, príncipe justo y benéfico, que elevado antes al trono de Nápoles, tiene ya dadas incontestables pruebas por donde juzguemos que su gobierno ha de ser suave, y únicamente dirigido al bien de los que tengan la dichosa suerte de vivir bajo su mando. Ha querido después que en el lugar de su residencia y a su misma vista se reúnan los diputados de las principales ciudades, y otras personas autorizadas de nuestro país, para discurrir en común sobre los medios de reparar los males que hemos sufrido, y sancionar la Constitución que nuestro mismo Regenerador se ha tomado la pena de disponer para que sea la inalterable norma de nuestro gobierno. Para tan sublimes y gloriosos fines hemos sido congregados… &c.{8}»

Hízose en aquella misma sesión la verificación de los poderes, y se leyó el decreto de Napoleón cediendo la corona de España a su hermano José, con cuyo motivo se acordó en la del 17 pasar a cumplimentar al nuevo monarca. Presentose en la del 20 el proyecto de Constitución, que se mandó imprimir, y en cuya discusión y aprobación se invirtieron solamente diez sesiones. En el intermedio se adoptaron algunos acuerdos para restablecer la tranquilidad de España, tarea inútil desde allí y por tales medios; y para halagar al país se decretó la abolición del impuesto de cuatro maravedís en cuartillo de vino, y el de tres y un tercio por ciento de los frutos que no diezmaban. En cuanto a los artículos del nuevo código, aprobáronse la mayor parte tales como iban propuestos. Algunos, sin embargo, merecieron los honores de una, aunque no muy detenida discusión. En favor de la unión de las posesiones americanas con la metrópoli abogó con vehemencia don Ignacio de Tejada, designado por Murat para representar el nuevo reino de Granada; porque en este sentido había hecho Napoleón llevar y difundir por aquellos dominios proclamas y circulares autorizadas por Azanza. Atreviose don Pablo Arribas a proponer la abolición del tribunal del Santo Oficio, y le apoyó don José Gómez Hermosilla; pero defendió acaloradamente la institución el inquisidor Ethenard, y le sostuvieron en su defensa los consejeros de Castilla. Los diputados representantes de las órdenes regulares abogaron porque no se suprimieran todos los conventos, y atendido el espíritu que veían dominar en la asamblea, se conformaban ya con que la reforma no pasara de disminuir su número. Ventilose también la cuestión de mayorazgos, y en ella el duque del Infantado pretendió, aunque inútilmente, que el máximum de las vinculaciones no se rebajara a menos de ochenta mil ducados. Pero lo singular fue que entre los individuos de aquel congreso, el que más se señaló después como agente de la tiranía y como perseguidor intolerante, fuese quien pretendiera que se consignara en la Constitución un artículo prescribiendo la tolerancia política y religiosa. Por último, el día 30 se añadió al código una declaración de que después del año 1820 se presentarían por el rey las modificaciones o mejoras que la experiencia hubiese demostrado ser necesarias o convenientes; con lo cual se dieron por terminadas las discusiones sobre la Constitución.

El 7 de julio, reunida la asamblea en el mismo local, juró José como rey de España la observancia de la Constitución en manos del arzobispo de Burgos; y acto continuo la aceptaron y juraron también todos los diputados presentes. En aquel mismo día, y para perpetuar su memoria, a propuesta del presidente Azanza se acordó acuñar dos medallas que la recordaran a la posteridad. Después de esta ceremonia se trasladó la asamblea en cuerpo al palacio de Marrac a cumplimentar al emperador de los franceses, autor principal del código político que acababa de sancionarse. Llevó la palabra el presidente; Napoleón rodeado de los diputados españoles en una población de su imperio y en su propio palacio (que era un cuadro singular), contestó en un largo discurso, que todos escucharon con curiosidad y atención; y concluido el acto, los despidió, retirándose todos silenciosamente.

No será demás conocer esta Constitución, que aunque de origen ilegítimo y nunca planteada, pero tal vez por esto mismo más célebre, al cabo era la primera concesión del que se decía poder real al pueblo español, y llevaba escritas en una de sus páginas estas notables palabras: «Decretamos la presente Constitución para que se guarde como ley fundamental de nuestros Estados, y como base del pacto que une a nuestros pueblos con Nos, y a Nos con nuestros pueblos.» Como obra política, no merecía ciertamente ni los elogios ni las censuras que los hombres de partido le han prodigado: como obra de aplicación en determinadas circunstancias, aunque muy imperfecta, y aparte el vicio de origen, podía considerarse como la transición menos violenta de la forma del absolutismo a la forma de la libertad. Reducíase al establecimiento de una monarquía hereditaria, de varón en varón, por orden de primogenitura, reversible de la rama de José Bonaparte a las de Luis y Gerónimo: la corona de España no podría incorporarse nunca a la de Francia.– Había un senado, compuesto de veinte y cuatro individuos nombrados por el rey, encargado de proteger la libertad individual y la de imprenta, y con facultad para suspender la Constitución en tiempos borrascosos y para adoptar medidas extraordinarias de seguridad pública.– Una asamblea legislativa representada por los tres brazos, clero, nobleza y pueblo, y compuesta de ciento sesenta y dos miembros, a saber: veinte y cinco obispos y veinte y cinco grandes de España designados por el rey; sesenta y dos diputados de las provincias de España e Indias, quince capitalistas o comerciantes, y quince letrados o sabios en representación de las universidades y audiencias, elegidos por sus respectivas clases o corporaciones.– Magistratura inamovible: un tribunal supremo con el título de tribunal de Casación, y un Consejo de Estado, regulador supremo de la administración.– Esta asamblea se había de reunir cada tres años a discutir las leyes y votar los presupuestos de gastos e ingresos.

Faltábanle las dos bases sobre que se asienta, o sean las dos ruedas que imprimen el movimiento al gobierno representativo, a saber, la publicidad de la discusión y la libertad de imprenta: prohibía la primera el artículo 80, en que se prescribía que las sesiones de Cortes no fuesen públicas, y se difería el goce de la segunda a los dos años después de planteada la Constitución, aun entonces limitada a los escritos que no fuesen periódicos. Por lo demás contenía principios saludables, cuya ejecución hubiera sin duda preparado el país para mayores mejoras; tales eran, la abolición de ciertos privilegios onerosos; la disminución de mayorazgos; la supresión del tormento, y la publicidad en los procesos criminales. Con estas reformas y con aquellos defectos, a haber nacido de un principio legítimo hubiera sido ciertamente, tal como era aquella Constitución, beneficiosa a España, atendidas las costumbres y los escasos conocimientos del derecho constitucional que entonces se tenían. Mas, sobre estar cimentada en la base de todo punto anti-española, y por lo tanto inadmisible siempre, de una dinastía extranjera; y sobre hacerla a todas luces ilegal y nula el ser obra de un soberano extranjero, de diputados elegidos por una autoridad extranjera, y hecha en lugar que no pertenecía a España, cometiose el absurdo de poner como artículo constitucional que habría perpetua alianza ofensiva y defensiva, marítima y terrestre, entre España y Francia: manera singular e inaudita de ligar perpetuamente una nación a otra.

Con respecto a la libertad de que pudieran gozar los diputados españoles para discutir, modificar y firmar aquella Constitución, ni los mismos que en defensa propia afirman haberla tenido ilimitada nos lo pueden persuadir, ni alcanzamos que pueda nadie convencerse de que en Bayona, en presencia de Napoleón, siendo él quien había dictado y propuesto el código y convocado la asamblea, todo sometido allí al influjo irresistible de su poder y de su voluntad, pudiera haber libertad en unos pocos españoles, una vez llevados allí por su mala estrella, para contrariar sus resoluciones, ni aun para intentar alterarlas o modificarlas sino en lo que él consintiera y permitiera. Es pues de suponer, para consuelo de todo el que abriga sentimientos españoles, que si algunos firmaron con gusto la Constitución de Bayona, los más suscribirían forzados por la situación en que por error o impremeditación se habían colocado.

En tanto que la Constitución se discutía, escribió Fernando VII a Napoleón desde Valencey la carta siguiente:

«Señor: he recibido con sumo gusto la carta de V. M. I. y R. de 15 del corriente, y le doy gracias por las expresiones afectuosas con que me honra, y con las cuales yo he contado siempre. Las repito a V. M. I. y R. por su bondad en favor de la solicitud del duque de San Carlos y de don Pedro Macanáz que tuve el honor de recomendar. Doy muy sinceramente en mi nombre y de mi hermano y tío a V. M. I. y R. la enhorabuena de la satisfacción de ver instalado a su querido hermano el rey José en el trono de España. Habiendo sido siempre objeto de todos nuestros deseos la felicidad de la generosa nación que habita en tan dilatado terreno, no podemos ver a la cabeza de ella un monarca más digno, ni más propio por sus virtudes para asegurársela, ni dejar de participar al mismo tiempo el grande consuelo que nos da esta circunstancia. Deseamos el honor de profesar amistad con S. M., y este afecto ha dictado la carta adjunta que me atrevo a incluir, rogando a V. M. I. y R. que después de leída se digne presentarla a S. M. Católica. Una mediación tan respetable nos asegura que será recibida con la cordialidad que deseamos. Señor, perdonad una libertad que nos tomamos por la confianza sin límites que V. M. I. y R. nos ha inspirado, y asegurado de nuestro afecto y respeto, permitid que yo renueve los más sinceros e invariables sentimientos con los cuales tengo el honor de ser, Señor, de V. M. I. y R. su más humilde y muy atento servidor.– Fernando.– Valencey, 22 de junio de 1808.»

En la carta a José Bonaparte que acompañaba a ésta le felicitaba Fernando por su traslación del reino de Nápoles al de España, reputando feliz a esta nación por ser gobernada por quien había mostrado ya su instrucción práctica en el arte de reinar; añadiendo que tomaba también parte en las satisfacciones de José porque se consideraba miembro de la augusta familia de Napoleón por haberle pedido una sobrina para esposa y esperar conseguirla. Esta carta fue leída en la asamblea por el presidente en la sesión del día 30. Y a estas dos acompañó otra de los principales personajes que constituían la comitiva de Fernando, prestando juramento de fidelidad al rey José, y concebida en los humildes términos siguientes:

«Señor: todos los españoles que componen la comitiva de SS. AA. RR. los príncipes Fernando, Carlos y Antonio, noticiosos por los papeles públicos de la instalación de la persona de V. M. C. en el trono de la patria de los exponentes, con el consentimiento de toda la nación, procediendo consecuentes al voto unánime, manifestado al emperador y rey en la nota adjunta, de permanecer españoles sin substraerse de sus leyes en modo alguno, antes bien queriendo siempre subsistir sumisos a ellas, consideran como obligación suya muy urgente la de conformarse con el sistema adoptado por su nación, y rendir como ella sus más humildes homenajes a V. M. C., asegurándole también la misma inclinación, el mismo respeto y la misma lealtad que han manifestado al gobierno anterior, de la cual hay las pruebas más distinguidas; y creyendo que esta misma fidelidad pasada será la garantía más segura de la sinceridad de la adhesión que ahora manifiestan, jurando como juran obediencia a la nueva constitución de su país, y fidelidad al rey de España José I.

»La generosidad de V. M. C., su bondad y su humanidad, les hacen esperar que considerando la necesidad que esos príncipes tienen de que los exponentes continúen sirviéndoles en la situación en que se hallan, se dignará V. M. C. confirmar el permiso que hasta ahora han tenido de S. M. I. y R. para permanecer aquí; y asimismo continuarles por atención a los mismos príncipes con igual magnanimidad el goce de los bienes y empleos que tenían en España, con las otras gracias que a petición suya les tiene concedidas S. M. I. y R., hermano augusto de V. M. C. y constan de la adjunta nota que tienen el honor de presentar a los pies de V. M. C. con la más humilde súplica.

»Una vez asegurados por este medio de que sirviendo a SS. AA. RR. serán considerados como vasallos fieles de V. M. C. y como españoles verdaderos, prontos a obedecer ciegamente la voluntad de V. M. C. hasta en lo más mínimo, si les quisiese dar otro destino participarán completamente de la satisfacción de todos sus compatriotas, a quienes debe hacer dichosos para siempre un monarca tan justo, tan humano y tan grande en todo sentido como V. M. C.

»Ellos dirigen a Dios los votos más fervorosos y unánimes para que se verifiquen estas esperanzas, y para que Dios se digne conservar por muchos años la preciosa vida de V. M. C. En fin, con el más profundo y más sincero respeto, tienen el honor de ponerse a los pies de V. M. C. sus más humildes servidores y fieles súbditos en nombre de todas las personas de la comitiva de los príncipes.– El duque de San Carlos.– Don Juan Escóiquiz.– El marqués de Ayerbe. El marqués de Feria.– Don Antonio Correa.– Don Pedro Macanaz.– Valencey 22 de junio de 1808.{9}»

Pero a todos se había anticipado otro individuo de la real familia, el arzobispo de Toledo, cardenal Borbón, que ya con fecha 22 de mayo había escrito a Napoleón la extraña y singular carta siguiente: «Señor: la cesión de la corona de España que ha hecho a V. M. I. y R. el rey Carlos IV mi augusto soberano, y que han ratificado SS. AA. el príncipe de Asturias y los infantes don Carlos y don Antonio, me impone, según Dios, la dulce obligación de poner a los pies de V. M. I. y R. los homenajes de mi amor, fidelidad y respeto. Dígnese V. M. de reconocerme por su más fiel súbdito, y comunicarme sus órdenes soberanas para experimentar mi sumisión cordial y eficaz.– Dios guarde a V. M. I. y R. muchos años para bien de la Iglesia y del Estado.– Toledo 22 de mayo de 1808.– Señor, a L. P. de V. M. I. y R. su más fiel súbdito Luis de Borbón, cardenal de Escala, arzobispo de Toledo.»

Dejamos al buen juicio de nuestros lectores las reflexiones que naturalmente les sugerirá tan lamentable correspondencia.

En el mismo día 7 de julio en que se juró en Bayona la Constitución nombró José su ministerio{10}. Los ministros nombrados fueron: de Estado, don Mariano Luis de Urquijo; de Negocios extranjeros, don Pedro Cevallos; del Interior, don Gaspar Melchor de Jovellanos; de Indias, don Miguel José de Azanza; de Marina, don José de Mazarredo; de Hacienda, el conde de Cabarrús; de Gracia y Justicia, don Sebastián Piñuela; y confirmado para el de la Guerra don Gonzalo O’Farril. A todos estos personajes los conocemos ya en la historia; a los más como ministros de Carlos IV, y a algunos que lo habían sido también de Fernando VII. Aunque el nombramiento de Jovellanos apareció como los demás en la Gaceta de Madrid, la verdad es que él no le había aceptado. En su retiro de Jadraque, donde permanecía desde que por decreto de Fernando VII fue sacado de su destierro y prisión de Mallorca, a fin de recobrar su salud y reponerse de sus padecimientos, había sido ya antes buscado por Murat, el cual no logró su empeño de traerle a Madrid, excusándose Jovellanos con su mal estado de alma y de cuerpo. Posteriormente José Bonaparte le excitó a que fuese a sosegar la sublevación de Asturias: después los españoles afiliados a la causa de aquél, algunos de ellos amigos suyos de antes, le instaban y acosaban para que admitiera el ministerio que José le tenía destinado: a todo se negó resueltamente aquel ilustre patricio, manifestándose adicto a la causa que simbolizaba el movimiento popular, que para él era la causa de la lealtad y del honor. A pesar de todo se hizo su nombramiento y se publicó sin consentimiento suyo: que fue compromiso del cual solo su conducta pura e intachable le pudo salvar.

Hizo igualmente José aquel mismo día varios otros nombramientos y provisiones de empleos. Confirmó al duque del Infantado en el de coronel de reales guardias de infantería española, y al príncipe de Castelfranco en el de la guardia walona; en el de capitán de guardias de corps al duque del Parque; concedió al conde de Santa Coloma la gracia de gentilhombre de cámara con ejercicio; la de montero mayor al conde de Fernán Núñez; al duque de Hijar la de gran maestro de ceremonias; confirmó al marqués de Ariza en su empleo de sumiller de corps; y a don Carlos de Saligny, duque de San Germán, barón del imperio francés, le hizo grande de España de primera clase, teniente general de los reales ejércitos, y capitán de guardias de corps.

Arreglado ya el personal del gobierno y el de palacio, determinó José, de acuerdo con Napoleón, hacer su entrada en España, confiando uno y otro en que algunos triunfos militares que las armas francesas habían conseguido sobre los insurrectos españoles, como veremos después, le habían de facilitar el poder llegar hasta Madrid sin obstáculo. Salieron pues de Bayona el 9 de julio. Napoleón se despidió de su hermano en Bidart, y José continuó su viaje, rodeado, no de franceses, sino de españoles, en lo cual obró con política. En el puente del Bidasoa, a la entrada de Irún, en San Sebastián, Tolosa y demás pueblos del tránsito hasta Vitoria, le esperaban las autoridades y corporaciones para cumplimentarle. En Vitoria había sido proclamado la víspera de su entrada, y allí dio el siguiente manifiesto a los españoles:

«D. José Napoleón por la gracia de Dios y por la Constitución del Estado rey de España y de las Indias.

»Españoles: Entrando en el territorio de la nación que la Providencia me ha confiado para gobernar, debo manifestarla mis sentimientos.

»Subiendo al trono, cuento con almas generosas que me ayuden a que esta nación recobre su antiguo esplendor. La Constitución, cuya observancia vais a jurar, asegura el ejercicio de nuestra santa religión; la libertad civil y política; establece una representación nacional; hace revivir vuestras antiguas cortes, mejor establecidas ahora; instituye un senado, que siendo el garante de la libertad individual, y el sostén del trono en las circunstancias críticas, será también, por su propia reunión, el asilo honroso con cuyas plazas se verán recompensados los más eminentes servicios que se hagan al Estado.

»Los tribunales, órganos de la ley, impasibles como ella misma, juzgarán con independencia de todo otro poder.– El mérito y la virtud serán los solos títulos que sirvan para obtener los empleos públicos.– Si mis deseos no me engañan, pronto florecerán vuestra agricultura y vuestro comercio, libre para siempre de trabas fiscales que le destruyen.– Queriendo reinar con leyes, seré el primero que enseñe con mi ejemplo el respeto que se les debe.– Entro en medio de vosotros con la mayor confianza, rodeado de hombres recomendables, que nada me han ocultado de cuanto han creído que es útil para vuestros intereses. Pasiones ciegas, voces engañadoras, e intrigas del enemigo común del continente, que solo trata de separar las Indias de la España, han precipitado algunos de vosotros a la más espantosa anarquía: mi corazón se halla despedazado al considerarlo; pero mal tamaño puede cesar en un momento.

»Españoles: reuníos todos; ceñíos a mi trono; haced que disensiones intestinas no me roben el tiempo, ni distraigan los medios que únicamente quisiera emplear en vuestra felicidad. Os aprecio bastante para no creer que pondréis de vuestra parte cuantos medios hay para alcanzarla; y este es mi mayor deseo. Vitoria 12 de julio de 1808.– Firmado, Yo el Rey.– Por S. M. su ministro secretario de Estado, Mariano Luis de Urquijo.{11}»

Así en Vitoria, donde permaneció dos días, como en Miranda, Bribiesca, Burgos, Aranda y otras poblaciones por donde más o menos rápidamente pasó, recibíanle las autoridades y ayuntamientos con obsequios y festejos de oficio, con músicas y fuegos artificiales, y en algunas partes con arcos de triunfo. Contrastaban estos agasajos oficiales y forzados, naturales y precisos en pueblos ocupados y dominados por fuerzas francesas, con la frialdad glacial, o mejor dicho, con el disgusto que no podía menos de advertir en todos los que no ejercían cargos públicos, por más que él se esforzaba por hacerse aceptable, mostrando una amabilidad que ciertamente no le era violenta. No podía suceder de otro modo, dominando en aquellos oprimidos pueblos el mismo espíritu patriótico y anti-francés que en el resto de la nación, alzada toda, donde quiera que la fuerza extranjera no la ahogaba, y donde quiera que el sentimiento nacional había tenido un respiro para poder significarse, aun venciendo dificultades y sosteniendo choques sangrientos. Y todavía la Gaceta de Madrid (¡triste testimonio de lo que se puede fiar en los anuncios oficiales!) presentaba el viaje del rey José como el de un monarca deseado, a cuya presencia enloquecían de júbilo los pueblos españoles.

Sin dificultad llegó el 20 de julio a las puertas de la capital. Era ciertamente el camino para él mas desembarazado, escalonadas anticipadamente en toda aquella carrera las tropas francesas por orden de Napoleón. Su entrada en Madrid fue también, como era de esperar, fría y silenciosa por parte del pueblo, por más que el Consejo de Castilla hubiera mandado solemnizarla con colgaduras, luminarias y gala de corte por tres días. Solitarias y casi desiertas las calles, poco adornados y vacíos de gente los balcones, solo los franceses establecidos en Madrid acompañaban el estruendo de la artillería y el ruido de los caballos de la comitiva con algunos vivas al rey José, interrumpidos con alguno a Fernando VII que a distancia y como a hurtadillas se dejaba sentir: recibimiento que por todas estas circunstancias semejaba mucho y recordaba el que cerca de un siglo antes había hecho el pueblo de Madrid al archiduque Carlos de Austria, que se titulaba rey de España con el nombre de Carlos III; y bien puede decirse con seguridad que no era entonces la opinión tan compacta y unánime en favor de Felipe V, como lo era ahora en favor de Fernando VII. José tomó posesión del Palacio real, donde los días siguientes recibió en corte a todos los altos funcionarios del Estado, consejos y tribunales, generales y oficiales franceses y españoles de la guarnición, y señalose el día 25 para su solemne proclamación en Madrid y en Toledo, teniendo presente para la elección de éste el ser el de Santiago, patrón de España.

El ceremonial se dispuso y ejecutó con la misma pompa, suntuosidad y aparato que si el proclamado fuera un rey de derecho legítimo, y hubiera de ocupar perdurablemente un trono que en aquellos mismos momentos estaba siendo combatido en todos los ángulos de España, con pocas más excepciones que el casco de la capital. La proclamación oficial fue ostentosa, llevando el pendón real y haciendo de alférez mayor el conde de Campo Alange, a quien luego dio el nuevo rey la grandeza de España. Pero al pueblo no fue posible alegrarle, aunque se le franquearon gratuitamente los tres teatros, y se expendieron cuantiosas sumas de limosna a los pobres de ambos sexos del bolsillo del proclamado monarca. En aquel mismo día organizó éste con arreglo a la Constitución el nuevo Consejo de Estado{12}, y nombró superintendente general de policía de Madrid y su rastro al consejero don Pablo de Arribas. Al día siguiente se comenzó a publicar en la Gaceta de Madrid para su conocimiento y observancia la Constitución hecha en Bayona, llevando al pie las firmas de todos los que la habían suscrito{13}. Solo el Consejo de Castilla y la sala de Alcaldes habían repugnado, aunque tímidamente, la publicación, diciendo que sería una manifiesta infracción de los derechos más sagrados el que tratándose, no ya solo del establecimiento de una ley, sino de la extinción de todos los códigos legales y de la formación de otros nuevos, se obligase a jurar su observancia antes que la nación los reconociese y aceptase. Acuerdo tardío, que concluyó por doblegarse a la publicación, y que no dejaba de ser extraño en quienes tan dóciles se habían mostrado antes en todo lo que iba evidentemente conduciendo a aquel estado de cosas.

Instalado ya José Bonaparte, con más o menos inseguridad, en el trono de España, y antes de trazar el cuadro que por este tiempo presentaba ya casi toda la monarquía ardiendo en guerra, principio y exordio de una grande y porfiada lucha entre el ejército invasor de un poder colosal y un pueblo heroico que pugnaba por defender y conservar su independencia, conveniente será que demos a nuestros lectores una idea de los antecedentes, carácter y prendas del soberano que acababa de ceñir la corona de Castilla, impuesto a los españoles por el gran dominador de Europa de la manera y por los medios tortuosos que hemos visto. La imparcialidad histórica lo prescribe así, por lo mismo que el pueblo español, llevado entonces de apasionadas impresiones, plausibles en el fondo, desfiguró de todo punto el carácter, y hasta el material retrato de aquel personaje.

José Bonaparte, hermano mayor de Napoleón, había nacido como él en Ajaccio (Córcega), en 1768. Dedicado en sus primeros años por sus padres al estudio del derecho y a la carrera del foro, desempeñó después un cargo en la administración departamental de su país. Pero destinado luego a ser el sostén de la familia, empleose algún tiempo en el comercio de Marsella, donde casó con la hija de uno de los más ricos negociantes de aquella ciudad. Acompañó más adelante a su hermano en calidad de comisario en su primera campaña de Italia. Al compás que se elevaba Napoleón, se elevaba también José. En nuestra historia le hemos visto de embajador en Roma, cuando estalló allí la revolución en que se proclamó la república, y en que fue muerto a manos del pueblo el general francés Duphot, de cuyos acontecimientos nos dio minuciosa cuenta nuestro embajador don Nicolás José de Azara. Vímosle más adelante miembro del Consejo de los Quinientos en París, trabajando como tal en los sucesos que prepararon el 18 brumario. Tomó luego asiento en el Senado. Hémosle visto también de embajador plenipotenciario en varios congresos de Europa, en cuyo concepto era casi siempre el que a nombre del gobierno consular francés firmaba los tratados de paz, como lo hizo con el de Luneville, con el de Amiens y otros. Cuando el famoso proyecto de desembarco en Inglaterra, Napoleón hizo a José ceñir la espada, dándole un mando militar; mas ni le llamaba su inclinación a esta carrera, ni desplegó nunca talento de guerrero. Así, cuando después de haber rehusado la corona de Lombardía que su hermano le ofreció, se le vio ir mandando en jefe el ejército destinado a la conquista de Nápoles, advirtiose y se dijo que su mando era honorario, siendo el verdadero jefe militar el mariscal Massena. Con más afición, conocimiento y aptitud para el gobierno de los negocios públicos, no desmintió estas prendas en el del reino de Nápoles a pesar de las turbaciones que no dejaron de agitar aquel estado en tanto que él le rigió.

De carácter afable el rey José; atento y cortés en el trato; bastante instruido; fácil, y aun elocuente en el decir, si bien mezclando en sus discursos y arengas con palabras y frases españolas, otras extranjeras, especialmente italianas, que solían excitar la sonrisa de los que le oían; no escaso de talento; versado en negocios; no censurable en sus costumbres, y animado de buenos deseos e intenciones, reunía prendas para haberse captado la voluntad de los españoles, si no los hubiera cogido tan lastimados en su noble orgullo, si hubieran podido olvidar su ilegitimidad y la manera indigna y alevosa como les había sido impuesto, si, lo que no era posible, España hubiera podido conformarse con el sacrificio de su dignidad. José en otras condiciones y con autoridad y procedencia más legítima, por sus deseos y sus cualidades de príncipe habría podido hacer mucho bien a España. Antes que nosotros, lo han reconocido y consignado así escritores españoles de mucha cuenta, y nada afectos ni a la dinastía ni a la causa de los Bonapartes{14}. Pero era tal el aborrecimiento que la conducta de Napoleón había inspirado al pueblo, que el vulgo, no viendo ni juzgando sino por la impresión del odio, solo veía en su hermano al usurpador y al intruso, y lejos de reconocer en él prenda alguna buena figurábasele un hombre lleno de defectos y de vicios. Alguna propensión suya a los deleites bastó para que se le supusiera y pregonara como entregado a la crápula, se propaló que se daba a la embriaguez, y la plebe le designó para denigrarle con el apodo de Pepe Botellas, pintándole en actitudes ridículas correspondientes a este vicio, y acabando por creerlo como verdad la generalidad de las gentes.

Aun siendo José agraciado de rostro, aunque sin la mirada penetrante y expresiva de su hermano, el odio popular llegó a desfigurar tanto su cuerpo como su alma, pintándole tuerto, y con este defecto físico se distribuían por todas partes retratos suyos, y se le hacía objeto de risibles farsas populares en las plazas y en los teatros: todo lo cual era acogido y celebrado por el vulgo con avidez, e influyó de tal modo en su descrédito y su desprestigio, que ayudó poderosamente a mantener vivo el odio a su persona y a su dinastía, y este espíritu fue un gran auxiliar para la lucha de armas que en este tiempo ardía ya viva por todas partes, como habremos de ver en el gran cuadro que en el siguiente libro comenzará a desplegarse a los ojos de nuestros lectores.

Pero cúmplenos todavía dar una idea más completa del carácter y de las prendas de José Bonaparte; en lo cual sin duda diremos algo nuevo, o por lo menos poco conocido de la generalidad de los españoles.

Tan pronto como José puso el pie en España, comenzó a acreditar que no era déspota ni sanguinario. Desde San Sebastián escribía el 10 de julio a Napoleón: «Aquí ha venido una diputación de Santander a pedirme descargue aquella ciudad de una contribución de doce millones que le ha sido impuesta. Yo creo que no se debe imponer ninguna contribución sin orden mía. Una ciudad entera no debe ser así castigada… De este modo no ganaremos nada en el espíritu del pueblo, y será imposible que las cosas salgan bien en una nación como ésta. ¿Es V. M. quien ha mandado exigir esta contribución? ¿Estoy yo autorizado para disminuirla o para relevar enteramente de ella a Santander, según las circunstancias…?»– Y desde Vitoria, a los dos días, dando una prueba evidente de su recto juicio y de que conocía su posición, le decía: «He llegado a esta ciudad donde he sido proclamado ayer. El espíritu de los habitantes es muy contrario a todo esto… Nadie ha dicho hasta ahora toda la verdad a V. M. El hecho es que no hay un español que se me muestre adicto, a excepción del corto número de personas que han asistido a la junta, y que viajan conmigo. Los demás, según van llegando delante de mí a esta ciudad o a otros pueblos, se esconden, espantados por la opinión unánime de sus compatriotas

En Burgos fue aún más explícito, y retrató perfectamente su carácter, su despreocupación y sus sentimientos humanitarios, escribiendo a Napoleón lo siguiente: «Parece, repito, que nadie os ha dicho la verdad exacta, y yo no debo ocultárosla. No creáis que el miedo me hace ver visiones. Al dejar a Nápoles he entregado mi vida a las eventualidades más azarosas: desde que estoy en España me digo todos días: «Mi vida es poca cosa, y os la abandono.» Mas para no vivir con la vergüenza que acompaña el mal éxito, son menester grandes medios en hombres y dinero. Solo entonces la facilidad de mi carácter me podrá captar algunos partidarios. Hoy, y en tanto que todo sea dudoso, la bondad parece cobardía, y estoy dispuesto a parecer menos bueno. Para salir lo mejor posible de esta tarea repugnante a un hombre destinado a reinar, es preciso desplegar grandes fuerzas, a fin de impedir más sublevaciones, y que haya menos sangre que verter y menos lágrimas que enjugar. De cualquier modo que se resuelvan los negocios de España, su rey no puede hacer más que gemir, porque hay que conquistar por la fuerza; pero en fin, pues que la suerte está echada, será preciso prolongar los trastornos lo menos posible. No me asusta mi posición, pero es única en la historia: no tengo aquí un solo partidario…»

Ni le deslumbró su fácil entrada en la capital del reino, ni le fascinó verse proclamado rey de España. Al contrario, no solo comprendió, como el hombre de más claro y más recto juicio, el estado verdadero de la nación y de la opinión pública, no solo seguía reconociendo lo crítico de su posición, no solo se lamentaba en el seno de la confianza de los excesos de los generales y del mal comportamiento de las tropas francesas para con el pueblo, sino que vio claro el error cometido por el emperador su hermano, pronosticó que sus glorias se eclipsarían en España, y lo que es más, tuvo la franqueza de decírselo. En carta escrita el 24 de julio desde Madrid le decía entre otras cosas lo siguiente: –«El estado de Madrid continúa siendo el mismo; prosigue la emigración en todas las clases… Enrique IV tenía un partido; Felipe V no tenía sino un competidor que combatir; y yo tengo por enemiga una nación de doce millones de habitantes, bravos y exasperados hasta el extremo. Se habla públicamente de mi asesinato; pero no es este mi temor. Todo lo que se hizo aquí el 2 de mayo es odioso; no se ha tenido ninguna de las consideraciones que se debían tener para con este pueblo. La pasión era el odio hacia el príncipe de la Paz; aquellos a quienes esta pasión acusa de ser sus protectores le han heredado, y me han trasmitido este odio. La conducta de las tropas es propia para mantenerle… Debo repetir lo que tantas veces he dicho ya y escrito a V. M.; pero no tenéis confianza en mi manera de ver. Sean los que quieran los acontecimientos que me aguardan, esta carta recordará a V. M. que yo tenía razón.– Si Francia puso sobre las armas un millón de hombres en los primeros años de su revolución, ¿por qué España, aún más unánime en su furor y en su odio, no podrá poner quinientos mil, que serán aguerridos y muy aguerridos en tres meses?– Necesito, pues, antes de tres meses cincuenta mil hombres y cincuenta millones.– Los hombres honrados no me son más afectos que los pícaros. No, señor; estáis en un error: vuestra gloria se hundirá en España. Mi tumba señalará vuestra impotencia; porque nadie dudará de vuestra afección hacia mí. Todo esto sucederá, &c.»

Estas cosas, dichas confidencialmente y en correspondencia privada de hermano a hermano, repetidas después en otras cartas, que tenemos a la vista, y que no copiamos por no fatigar a nuestros lectores{15}, estos desahogos del corazón expresados con la sinceridad del que habla en el seno de la intimidad y bajo el seguro del secreto, revelan perfectamente y de un modo auténtico el carácter, las condiciones, los sentimientos, la claridad de juicio del hombre a quien Napoleón había destinado, sacrificándole, a ser rey de España, y sobre quien el pueblo en su justa irritación en su apasionado modo de juzgar, había formado un concepto tan equivocado.




{1} He aquí esta famosa respuesta, que merece ser conocida.

«Excmo. Sr. Muy señor mío: un correo de la Coruña me ha entregado en la tarde del miércoles 25 de éste la de V. E. con fecha del 19, por la que, entre lo demás que contiene, me he visto nombrado para asistir a la asamblea que debe tenerse en Bayona de Francia, a fin de concurrir en cuanto pudiese a la felicidad de la monarquía, conforme a los deseos del grande emperador de los franceses, celoso de elevarla al más alto grado de prosperidad y de gloria.

»Aunque mis luces son escasas, en el deseo de la verdadera felicidad y gloria de la nación no debo ceder a nadie, y nada omitiría que me fuese practicable y creyese conducente a ello. Pero mi edad de 73 años, una indisposición actual, y otras notorias y habituales me impiden un viaje tan largo y con un término tan corto, que apenas basta para él, y menos para poder anticipar los oficios, y para adquirir las noticias e instrucciones que debían preceder. Por lo mismo me considero precisado a exonerarme de este encargo, como lo hago por ésta, no dudando que el serenísimo Sr. duque de Berg y la Suprema Junta de gobierno estimarán justa y necesaria mi súplica de que admitan una excusa y exoneración tan legítima.

»Al mismo tiempo, por lo que interesa al bien de la nación, y a los designios mismos del emperador y rey, que quiere ser como el ángel de paz y el protector tutelar de ella, y no olvida lo que tantas veces ha manifestado, el grande interés que toma en que los pueblos y soberanos sus aliados aumenten su poder, sus riquezas y dicha en todo género, me tomo la libertad de hacer presente a la Junta Suprema de gobierno, y por ella al mismo emperador rey de Italia, lo que, antes de tratar de los asuntos a que parece convocada, diría y protestaría en la asamblea de Bayona si pudiese concurrir a ella.

»Se trata de curar males, de reparar perjuicios, de mejorar la suerte de la nación y de la monarquía, ¿pero sobre qué bases y fundamentos? ¿Hay medio aprobado y autorizado, firme y reconocido por la nación para esto? ¿Quiere ella sujetarse, y espera su salud por esta vía? ¿Y no hay enfermedades también que se agravan y exasperan con las medicinas, de las que se ha dicho: tangat vulnera sacra nulla manus? ¿Y no parece haber sido de esta clase la que ha empleado con su aliado y familia real de España el poderoso protector, el emperador Napoleón? Sus males se han agravado tanto, que está como desesperada su salud. Se ve internada en el imperio francés, y en una tierra que le había desterrado para siempre; y vuelto a su cuna primitiva, halla el túmulo por una muerte civil, en donde la primera rama fue cruelmente cortada por el furor y la violencia de una revolución insensata y sanguinaria. Y en estos términos, ¿qué podrá esperar España? ¿Su curación le será más favorable? Los medios y medicinas no lo anuncian. Las renuncias de sus reyes en Bayona, e infantes en Burdeos, en donde se cree que no podían ser libres, en donde se han contemplado rodeados de la fuerza y del artificio, y desnudos de las luces y asistencia de sus fieles vasallos: estas renuncias, que no pueden concebirse, ni parecen posibles, atendiendo a las impresiones naturales del amor paternal y filial, y el honor y lustre de toda la familia, que tanto interesa a todos los hombres honrados: estas renuncias que se han hecho sospechosas a toda la nación, y de las que pende toda la autoridad de que justamente puede hacer uso el emperador y rey, exigen para su validación y firmeza, y a lo menos para la satisfacción de toda la monarquía española, que se ratifiquen estando los reyes e infante que las han hecho libres de de toda coacción y temor. Y nada sería tan glorioso para el grande emperador Napoleón, que tanto se ha interesado en ellas, como devolver a la España sus augustos monarcas y familia, disponer que dentro de su seno, y en unas cortes generales del reino hiciesen lo que libremente quisiesen, y la nación misma, con la independencia y soberanía que la compete, procediese en consecuencia a reconocer por su legítimo rey al que la naturaleza, el derecho y las circunstancias llamasen al trono español.

»Este magnánimo y generoso proceder sería el mayor elogio del mismo emperador, y sería más grande y admirable por él que por todas las victorias y laureles que le coronan y distinguen entre todos los monarcas de la tierra; y aun saldría la España de una suerte funestísima que la amenaza, y podría finalmente sanar de sus males y gozar de una perfecta salud, y dar después de Dios las gracias, y tributar el más sincero reconocimiento a su salvador y verdadero protector, entonces el mayor de los emperadores de Europa, el moderado, el justo, el magnánimo, el benéfico Napoleón el grande.

»Por ahora la España no puede dejar de mirarlo bajo otro aspecto muy diferente: se entrevé, si no se descubre, un opresor de sus príncipes y de ella; se mira como encadenada y esclava cuando se la ofrecen felicidades: obra, aún más que del artificio, de la violencia y de un ejército numeroso que ha sido admitido como amigo o por la indiscreción y timidez, o acaso por una vil traición, que sirve a dar una autoridad que no es fácil estimar legítima.

»¿Quien ha hecho teniente gobernador del reino al Sermo. Sr. duque de Berg? ¿No es un nombramiento hecho en Bayona de Francia por un rey piadoso, digno de todo respeto y amor de sus vasallos, pero en manos de lados imperiosos por el ascendiente sobre su corazón, y por la fuerza y el poder que le sometió? ¿Y no es una artificiosa quimera nombrar teniente de su reino a un general que manda un ejército que le amenaza, y renunciar inmediatamente su corona? ¿Sólo ha querido volver al trono Carlos IV para quitarlo a sus hijos? ¿Y era forzoso nombrar un teniente que impidiese a la España por esta autorización y por el poder militar cuantos recursos podía tener para evitar la consumación de un proyecto de esta naturaleza? No solo en España, en toda la Europa dudo se halle persona sincera que no reclame en su corazón contra estos actos extraordinarios y sospechosos, por no decir más.

»En conclusión, la nación se ve como sin rey, y no sabe a qué atenerse. Las renuncias de sus reyes, y el nombramiento de teniente gobernador del reino, son actos hechos en Francia, y a la vista de un emperador que se ha persuadido hacer feliz a España con darle una nueva dinastía que tenga su origen en esta familia tan dichosa, que se cree incapaz de producir príncipes que no tengan o los mismos o mayores talentos para el gobierno de los pueblos que el invencible, el victorioso, el legislador, el filósofo, el grande emperador Napoleón. La Suprema Junta de gobierno, a más de tener contra sí cuanto va insinuado, su presidente armado y un ejército que la cerca, obligan a que se la considere sin libertad, y lo mismo sucede a los consejos y tribunales de la corte. ¡Qué confusión, qué caos, y qué manantial de dichas para España! No puede evitarla una asamblea convocada fuera del reino, y sujetos que componiéndola ni pueden tener libertad ni aun teniéndola creerse que la tuvieran. Y si se juntasen a los movimientos tumultuosos que pueden temerse dentro del reino pretensiones de príncipes y potencias extrañas, socorros ofrecidos o solicitados, y tropas que vengan a combatir dentro de su seno contra los franceses y el partido que les siga; ¿qué desolación y qué escena podrá concebirse más lamentable? La compasión, el amor y la solicitud en su favor del emperador podía antes que curarla causarla los mayores desastres.

»Ruego pues con todo el respeto que debo se hagan presentes a la Suprema Junta de gobierno los que considero justos temores y dignos de su reflexión, y aun de ser expuestos al grande Napoleón. Hasta ahora he podido contar con la rectitud de su corazón, libre de la ambición, distante del dolo y de una política artificiosa, y espero aun que reconociendo no puede estar la salud de España en esclavizarla, no se empeñe en curarla encadenada, porque no está loca ni furiosa. Establézcase primero una autoridad legítima, trátese después de curarla.

»Estos son mis votos, que no he temido manifestar a la Junta y al emperador mismo, porque he contado con que, si no fuesen oídos, serán a lo menos mirados, como en realidad lo son, como efecto de mi amor a la patria y a la augusta familia de sus reyes, y de las obligaciones de consejo, cuyo título temporal sigue al obispado en España. Y sobre todo los contemplo no solo útiles sino necesarios a la verdadera gloria y felicidad del ilustre héroe que admira la Europa, que todos veneran, y a quien tengo la felicidad de tributar con esta ocasión mis humildes y obsequiosos respetos. Dios guarde a V. E. muchos años. Orense 29 de mayo de 1808.– Excmo. Sr.– B. L. M. de V. E. su afecto capellán.– Pedro obispo de Orense.– Excmo. Sr. don Sebastián Piñuela.»

{2} «A los habitantes (decía la proclama) de la ciudad de Zaragoza y a todos los del reino de Aragón.» Y empezaba: «Los grandes de España, los ministros de todos los tribunales, y todas las personas que se hallan en Bayona, destinadas la mayor parte a acompañar la junta o Congreso que deberá tener lugar el día 15 del corriente, reunidos en el palacio llamado del Gobierno de dicha ciudad en virtud de una orden de S. M. I. y R. el emperador de los franceses y rey de Italia: exponen como han sabido con el mayor dolor y sentimiento que algunos habitantes de la ciudad de Zaragoza, mal aconsejados, y desconociendo su propio bien e interés, han sacudido el yugo de la obediencia… &c.»– Gaceta de Madrid del 14 de junio.

{3} Estos tres comisionados fueron, el príncipe de Castellfranco, don Ignacio Martínez de Villela, consejero de Castilla, y don Luis Marcelino Pereira, alcalde de corte.

{4} Publicáronse todos textualmente en Gaceta extraordinaria de 12 de junio por la Junta de Madrid.

{5} Gaceta extraordinaria del 14 de junio.

{6} Íbid.

{7} Toreno añade haberle asegurado persona bien enterada, que dicha Constitución o sus bases más esenciales le habían sido ya entregadas a Napoleón en Berlín después de la batalla de Jena, y discurre que debió salir de pluma que vislumbrase ya entonces la suerte que aguardaba a España. Respetamos el dicho del ilustre historiador, así como el de la persona que de ello le informó, por más que nos parezca poco verosímil, no solo lo anticipado y temprano de la previsión, sino que, aun teniéndola, hubiese español que en aquellas circunstancias tuviese la confianza necesaria con el emperador para entregarle el proyecto de una constitución para España.

{8} Gaceta extraordinaria de Madrid del 21 de junio.

{9} Estas cartas se publicaron en el Monitor de París, y en la Colección de Llorente.

{10} No el 4, como dice Toreno; al menos con aquella fecha aparecen expedidos todos los decretos de nombramiento que se insertaron en la Gaceta de Madrid del 13.

{11} Gaceta de Madrid del 16 de julio.

{12} Los nombrados fueron: el marqués de las Amarillas, don Ignacio Múzquiz, don Manuel de Lardizábal, don Ramón de Posada y Soto, don José García de León y Pizarro, don Ignacio Martínez de Villela, don Manuel Romero, don Antonio Ranz Romanillos, don Estanislao de Lugo, don Pablo de Arribas, don Francisco Angulo, don Juan Antonio Llorente, y don Antonio de la Cuesta y Torre.

{13} Eran éstas las que siguen: Miguel José de Azanza; Mariano Luis de Urquijo; Antonio Ranz Romanillos; José Colón; Manuel de Lardizábal; Sebastián de Torres; Ignacio Martínez de Villela; Domingo Cerviño; Luis Idiáquez; Andrés de Herrasti; Pedro de Porras; el príncipe de Castelfranco; el duque del Parque; el arzobispo de Burgos; Fr. Miguel de Acebedo, vicario general de San Francisco; Fr. Jorge Rey, vicario general de San Agustín; Fr. Agustín Pérez de Valladolid, general de San Juan de Dios; F. el duque de Frías; F. el duque de Híjar; F. el conde de Orgaz; J. el marqués de Santa Cruz; V. el conde Fernán-Núñez; M. el conde de Santa Coloma; el marqués de Castellanos; el marqués de Bendaña; Miguel Escudero; Luis Gainza; Juan José María de Yandiola; José María de Lardizábal; el marqués de Monte-Hermoso, conde de Taviana; Vicente del Castillo; Simón Pérez de Cevallos; Luis Saiz; Dámaso Castillo Larroi; Cristóbal Cladera; José Joaquín del Moral; Francisco Antonio Zea; José Ramón Milá de la Roca; Ignacio de Tejada; Nicolás de Herrera; Tomás la Peña; Ramón María de Adurriaga; don Manuel de Pelayo; Manuel María de Upategui; Fermín Ignacio Benona; Raimundo Etenhard y Salinas; Manuel Romero; Francisco Amorós; Zenón Alonso; Luis Meléndez; Francisco Angulo; Roque Novella; Eugenio de Sampelayo; Manuel García de la Prada; Juan Soler; Gabriel Benito de Orbegozo; Pedro de Isla; Francisco Antonio de Echaque; Pedro Cevallos; el duque del Infantado; José Gómez Hermosilla; Vicente Alcalá Galiano; Miguel Ricardo de Álava; Cristóbal de Góngora; Pablo Arribas; José Garriaga; Mariano Agustín; el almirante marqués de Ariza y Estepa; el conde Castel-Florido; el conde de Noblejas, mariscal de Castilla; Joaquín Javier Uriz; Luis Marcelino Pereira; Ignacio Múzquiz; Vicente Gonzalez-Arnao; Miguel Ignacio de la Madrid; el marqués de Espeja; Juan Antonio Llorente; Julián de Fuentes; Mateo de Norzagarai; José Odoardo y Grandpre; Antonio Soto Premostratense; Juan Nepomuceno de Rosales; el marqués de Casa-Calvo; el conde de Torre-Múzquiz; el marqués de las Hormazas; Fernando Calixto Núñez; Clemente Antonio Pisador; don Pedro Larriva Torres; Antonio Saviñón; José María Tineo; Juan Mauri.

{14} Entre otros el conde de Toreno dice: «Comenzaremos por asentar con desapasionada libertad que en tiempos serenos, y asistido de autoridad, si no más legítima, por lo menos de origen menos odioso, no hubiera el intruso deshonrado el solio, mas sí cooperado a la felicidad de España.»– Historia de la Revolución, libro IV.– «Sentado en el trono sosegado de la Península, dice otro más moderno historiador, hubiera sin duda labrado la felicidad de los españoles, si estos se hubieran conformado, como otros pueblos, con el sacrificio de su dignidad, y si en el odio que Napoleón llegó a inspirarles no hubieran envuelto a cuanto le pertenecía.»– Chao.

{15} Las que hemos citado están tomadas de las Memorias del rey José, publicadas por A. Du Casse, preciosa colección de documentos, en diez volúmenes, interesantísimos para la historia de España en el período que examinamos. Creemos que así el conde de Toreno, como otros historiadores de la guerra de la independencia que nos han precedido, y que no pudieron conocer esta obra, dada a luz muy recientemente, en 1854, habrían retratado con más extensión y en el mismo sentido que nosotros lo hacemos, el carácter y cualidades del rey intruso, si hubieran tenido a la vista la interesante y copiosa correspondencia a que nos referimos, y de que solo hemos hecho hasta ahora ligeros extractos.