Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo I
Primeros combates
Cabezón : Rioseco : Bailén
1808

Principio de la lucha.– Combate del puente de Cabezón.– Desacertadas disposiciones del general español.– Gente inexperta y colecticia que llevaba.– Derrota y retirada del general Cuesta.– Entran los franceses en Valladolid.– Fuerza Merle el paso de Lantueno, y penetra en Santander.– Conducta del obispo de la diócesis.– Pasa el general francés Lefebvre el Ebro.– Bate al marqués de Lazan.– Aproxímase a Zaragoza.– Movimiento de tropas francesas en Cataluña.– Somatenes en el país.– Primer combate del Bruch.– Conflicto de los franceses en Esparraguera.– Segundo combate y triunfo de los españoles en el Bruch.– Expedición de Duhesme contra Gerona.– Horrible saqueo de Mataró.– Gloriosa defensa de Gerona, y retirada de Duhesme.– Es enviado el mariscal Moncey contra Valencia.– Tropiezos que encuentra en su marcha.– Bate y dispersa a los españoles en las Cabrillas.– Vigorosa defensa de Valencia.– Resolución y arrojo de sus moradores.– Retírase Moncey con gran pérdida.– Ferocidades ejecutadas en Cuenca por Caulincourt.– Andalucía: expedición de Dupont.– Combate del puente de Alcolea.– Entrada y saqueo de Córdoba.– Artificio que empleó la villa de Valdepeñas contra los franceses.– Retírase Dupont a Andújar.– Saqueo de Jaén.– Enfermedad del príncipe Murat.– Márchase de España.–Reemplázale Savary.– Refuerzos enviados por Savary a Moncey y a Dupont.– Fuerzan los franceses el paso de Despeñaperros.– Castilla: el general Cuesta.– Envía a llamar el ejército de Galicia mandado por Blake.– La junta de Galicia accede a la petición de Cuesta.– Pasa Blake a Castilla.– Fuerza y distribución de su ejército.– Toma Cuesta el mando en jefe.– Injustificables faltas de este general.– Marcha Bessiéres a su encuentro.– Batalla de Rioseco, funesta para los españoles.– Paralelo entre las cualidades y conducta de Cuesta y Blake.– Retírase el primero a León y el segundo al Bierzo.– Entereza y lealtad de Blake.– Andalucía: refuerzos llegados a Dupont.– Distribución y movimientos del ejército de Castaños.– Plan de ataque a los franceses.– Acción de Mengíbar.– Desacertados movimientos de Vedel y Dufour.– Posición de los ejércitos francés y español.– Memorable y gloriosísima batalla de Bailén.– Inteligencia y bravura de Reding.– Célebre capitulación entre Castaños y Dupont.– Rinde las armas todo el ejército francés de Andalucía.– Es conducido prisionero a los puertos de la costa.– Insúltanle y le maltratan los paisanos.– No se cumple la capitulación.– Efecto que hizo en Napoleón el desastre de Bailén.– Impresión que produjo en toda Europa.– El intruso José abandona la capital de España y se retira al Ebro.
 

Dado el grito de independencia y propagada la insurrección contra los franceses en todas las provincias de España, de la manera que hemos visto en el capítulo XXIV del libro precedente; rebosando de ira la nación contra sus invasores; sacudiendo el pueblo su letargo con tanta mayor furia, cuanta era mayor la felonía con que se le había adormecido y abusado de su buena fe; lleno de amor a su rey, a su independencia y a su religión; lanzados con igual entusiasmo y ardor en tan general sacudimiento clero y milicia, nobleza y pueblo, magistrados y menestrales, doctos y rústicos, mujeres y hombres, jóvenes, niños y ancianos; organizadas en todas partes juntas populares; y en todas improvisándose ejércitos de paisanos; pero plagadas también las provincias de España de tropas francesas que el emperador había tenido cuidado de introducir y distribuir convenientemente para dominar el reino y sofocar todo conato de resistencia y de insurrección, no podía hacerse esperar mucho tiempo el choque y ruido de las armas entre las disciplinadas huestes imperiales y las inexpertas masas de los insurrectos españoles, ayudadas de los escasos cuerpos de tropas regulares con que a la sazón contaba para su defensa la monarquía, distraída y alejada en extraños países por arte del mismo Napoleón la flor de los guerreros españoles.

Pronto, pues, comenzó aquella noble lucha en que tanta sangre derramaron y tanta gloria recogieron nuestros padres. Y ya cuando José Bonaparte pisó el suelo español, por más feliz que fuese su marcha protegida por numerosas fuerzas francesas escalonadas desde las fronteras hasta la capital del reino, por más que en la corte, también dominada y oprimida por sus legiones, fuera solemnemente proclamado rey de España, en muchas comarcas de la península ardía ya entonces la guerra, habían ocurrido ya sangrientos reencuentros entre españoles y franceses, habíanse dado acciones más o menos reñidas, y empeñádose algunos combates serios, en que, si bien las armas francesas habían obtenido, como era de esperar de tan aguerridas huestes, fáciles triunfos sobre las bisoñas tropas y allegadizas masas de mal armados paisanos españoles, húbolos también en que se vio cuánto podía esperarse del arrojo y decisión de los que peleaban por la independencia y por la libertad de su patria, y en el momento de sentarse el intruso monarca en el trono español pudo comprender o augurar lo inseguro y vacilante del solio a que la sorpresa y la perfidia le habían elevado.

Después de sofocados y castigados los movimientos de Segovia y de Logroño, según dejamos indicado en otra parte, llamaron primeramente la atención de los generales del imperio Santander y Valladolid, ya por la importancia de estas poblaciones y de sus alzamientos, ya por su proximidad a Burgos donde el mariscal Bessieres había establecido su cuartel general. La circunstancia de haberse puesto al frente de la insurrección de Valladolid un caudillo de cierta nombradía, anciano y experto, como lo era el general don Gregorio de la Cuesta, y el temor de ver cortadas las comunicaciones si no acudía pronto al remedio, le movió a atender con preferencia a aquel peligro. Así, aunque había enviado en dirección de Santander al general Merle con seis batallones y algunos caballos, mandole luego retroceder (5 de junio) camino de Valladolid, para que apoyara a Lassalle, que con cuatro batallones y setecientos jinetes marchaba sobre esta última ciudad. Al llegar Lassalle a Torquemada, villa situada a la margen derecha del Pisuerga (6 de junio), encontró el puente atajado con cadenas y carros, detrás de los cuales, así como en la iglesia y casas inmediatas, se habían apostado como unos cien vecinos de los más animosos y resueltos. Pequeño obstáculo era para las tropas francesas así el atajo del puente como el fuego que pudieran hacerles aquellos pocos paisanos; así fue que desembarazando con facilidad el puente, y penetrando por las calles de la población, en tanto que la caballería acuchillaba a sus dispersos defensores, la soldadesca se entregaba al saco de las casas, y cometía con aquellos infelices moradores toda clase de tropelías, y así fueron como las primeras víctimas de un inexperto patriotismo. Con este escarmiento los insurrectos de Palencia, mandados por el anciano general don Diego de Tordesillas, retiráronse a tierra de León; y cuando entraron en aquella ciudad los franceses (7 de junio), a fin de aplacar su furia, salió el obispo a hacerles un obsequioso recibimiento, con lo cual logró que por lo menos no sufriera la población otro castigo que el de una gruesa contribución que se le impuso. Incorporada en Dueñas la división de Merle con la de de Lassalle, dispusiéronse a buscar y atacar a don Gregorio de la Cuesta.

Habíase situado este general en Cabezón, a dos leguas de Valladolid, orilla izquierda del Pisuerga, con cinco mil paisanos mal armados, entre los que se distinguía por su mejor continente y actitud el batallón de estudiantes, cien guardias de Corps y doscientos caballos de línea, con cuatro piezas de artillería salvadas del colegio de Segovia. La colocación que Cuesta dio a su gente a uno y otro lado del puente fue tan desacertada que no podía esperarse ni se acertaba a explicar en un general veterano, y así fue que el éxito desgraciado de la acción fue atribuido por algunos a despique de haberle comprometido a ponerse a la cabeza de la insurrección, y aun se citaban palabras suyas en este sentido; pero viose después que no anduvo más acertado ni mas estratégico en otros ataques en que peleó con decisión y expuso mucho su persona. El ataque por parte de los franceses comenzó en la madrugada del 12 de junio. Desordenose a las primeras descargas la caballería española que estaba en campo raso y al descubierto, perturbando a la infantería y agolpándose al puente, en que se mantenía firme el cuerpo de escolares. Mas no tardaron en ser todos arrollados, y en su atropellada huida, los unos se ahogaban al querer vadear el río, los otros eran alcanzados y acuchillados o presos por los franceses, siendo cortísima la pérdida por parte de éstos, tanto como lo fue grande por la nuestra. Cuesta se retiró a Rioseco, donde se le incorporaron muchos insurgentes que huían por tierra de Campos: los franceses cañonearon la villa de Cabezón antes de entrar en ella por si había alguna emboscada, ahuyentaron los vecinos, la saquearon, y siguiendo su marcha entraron sin obstáculo a las cinco de la tarde en Valladolid, donde permanecieron hasta el 16, sin hacer otro daño que desarmar a los habitantes, tomar algunos rehenes, e imponer a la ciudad una fuerte contribución.

Acordaron entonces los dos generales efectuar la suspendida expedición a Santander. Lassalle se situó en Palencia, y Merle volvió a las montañas de Reinosa de donde había retrocedido. Guardaba el paso de Lantueno don Juan Manuel Velarde con tres mil paisanos y dos gruesas piezas: pero gente sin experiencia ni disciplina, desbandose a los primeros ataques, salvándose unos por las fraguras, y fortificándose otros en una segunda línea de defensa, obstruyendo la garganta de un desfiladero con peñascos, ramas y troncos de árboles, y colocando detrás los dos cañones. Inútil fue también la resistencia; Merle forzó el desfiladero, los paisanos se dieron a huir despavoridos, y el general francés entró en Santander el 23. Con él se incorporó el general de brigada Ducos, que partiendo de Miranda de Ebro en dirección a aquella misma ciudad, había forzado con insignificante pérdida la fuerte posición del Escudo ocupada por el hijo de Velarde con otros mil paisanos. El prelado de aquella diócesis, de cuya singular conducta durante el alzamiento hablamos en su lugar correspondiente, al saber la aproximación de los franceses a la montaña, había montado en una mula, y pertrechado de todas armas y lleno de entusiasmo, salió a incorporarse al ejército, mas como encontrase a éste en huida y desbandado, no paró hasta ganar las Asturias, yendo delante de los fugitivos, y dando con esto ocasión a que se dijera que los había servido de guía.

Habiendo sido general y casi simultáneo el alzamiento, fue igualmente, como no podía menos de suceder, general y casi simultáneo el movimiento de las tropas francesas para ver de reprimirle y ahogarle. Al tiempo que en Castilla acontecía lo que acabamos de contar, encaminábase a Aragón desde Pamplona el general de brigada Lefebvre Desnouettes con cinco mil hombres y ochocientos caballos: pasó en barcas el Ebro por haber cortado el puente los vecinos de Tudela, arcabuceó algunos de éstos, como si fuera un crimen defender sus hogares, batió primeramente en Mallén y después en Gallur (12 y 13 de junio) al marqués de Lazan, hermano de Palafox, que con tropa colecticia había salido a detener su marcha, y avanzó Lefebvre hasta encontrar junto a la villa de Alagón al mismo capitán general Palafox, que con noticia de la derrota de los de su hermano se había ido al encuentro del enemigo llevando dos piezas de artillería, unos ochenta dragones del Rey, varios oficiales y soldados sueltos, y sobre cinco mil paisanos mal armados. Aunque Palafox defendió valerosamente y por buen espacio la entrada de la villa con sus dos piezas y pocos soldados de línea (14 de junio), sucediole lo que a Cuesta en Cabezón, que no pudiendo los mal disciplinados paisanos resistir la acometida de los veteranos franceses, arrollados y dispersos volviéronse a sus casas, teniendo él que retirarse a Zaragoza con su escasa tropa y algunos de los voluntarios más decididos y resueltos. Aproximose entonces Lefebvre a aquella ciudad, a la cual estaba reservado tan gran papel en esta guerra.

Creyendo Napoleón que tenía dominada la Cataluña, siendo, como era, dueño de Barcelona y de Figueras, y pareciéndole que podía sin peligro desprenderse de algunas fuerzas del Principado, ordenó a Duhesme que enviara a Valencia una división de más de cuatro mil hombres al mando de Chabran, y otra de poca menos gente a Zaragoza a las órdenes de Schwartz. Mas como esta última se detuviese un día en Martorell a causa de un aguacero, dio lugar a que avisados y apercibidos los de Igualada y Manresa tocaran el terrible somatén, llamamiento bélico propio de aquellos naturales, y con quien sin duda el emperador y sus huestes no contaban. Respondiendo a él como acostumbraban los del país, esperaron la columna francesa escondidos entre los matorrales y árboles que atravesaron en las escabrosidades del Bruch. Confiada, y con el poco orden que permitía lo quebrado del terreno, marchaba la gente de Schwartz, cuando un tiroteo nutrido que salía de entre las matas y breñas le advirtió del peligro en que su imprevisión la había empeñado. Ordenando no obstante el caudillo atacar primero en masa y después en pelotones, logró, aunque sufriendo muchas bajas, desalojar y dispersar los paisanos. Mas tan luego como éstos dejaron de ser perseguidos, y acudiendo en su socorro el somatén de San Pedor, el cual ofrecía la singular circunstancia de que un tambor era el que hacía de jefe, volvieron en Casa-Masana sobre la vanguardia enemiga. Viendo Schwartz la retirada de ésta y oyendo el ruido de la caja, persuadiose de que venía tropa de línea con los somatenes, y determinó retroceder a Barcelona, llegando sin gran dificultad hasta Esparraguera, si bien molestado siempre por la retaguardia y flanco.

Constituyen esta población unas seiscientas casas, que forman una larguísima calle por donde pasa la carretera. Los vecinos la habían atajado con muebles y todo género de estorbos, y cuando al anochecer entraron en ella los franceses, arrojaron sobre ellos de todas partes tejas, piedras, y toda especie de proyectiles, inclusas vasijas de agua y de aceite hirviendo. Schwartz para salvar su gente tuvo que dividirla en dos trozos y hacerla marchar a derecha e izquierda para buscar el camino por fuera de la población. Todavía perdieron dos cañones al pasar un puentecillo que habían falseado los somatenes, teniendo que vadear el Llobregat, y así con muchos trabajos pudieron regresar a Barcelona (8 de junio) destrozados y abatidos: primer ensayo de triunfo de los mal armados paisanos españoles sobre las disciplinadas tropas imperiales, que excitó entusiasmo grande y dio maravilloso impulso a la insurrección en el Principado. Comprendió entonces Duhesme que no solo no podía desprenderse de más tropas, sino de que necesitaba de las que había enviado a Valencia, y así llamó a Chabran que se encontraba ya en Tarragona: éste a su regreso halló ya sublevado el país, tuvo diferentes encuentros con los somatenes de Vendrell y de Arbós, en venganza de lo cual acuchilló hombres y saqueó e incendió pueblos, y cuando llegó a Barcelona (12 de junio), había perdido mil de los suyos, no obstante haber salido el mismo Duhesme a proteger su retirada.

Viéndose reunidos en aquella capital, y picados de la humillación que acababan de recibir las armas francesas, queriendo vengarse del paisanaje y volver por su honra, acordaron que salieran las dos divisiones juntas por el mismo camino que antes la primera había llevado. Saquearon y quemaron en el tránsito muchas casas de Martorell y Esparraguera, mas al llegar al Bruch encontráronle fortificado por los paisanos, y defendido además por algunos soldados escapados de Barcelona, y por cuatro compañías de voluntarios de Lérida capitaneados por el coronel Berguez, con cuatro piezas de artillería. No sirvió a los franceses venir ahora prevenidos y en doble número que la vez primera; estrelláronse sus ataques y su orgullo contra el indomable valor de los catalanes, y no pudiendo forzar la posición (14 de junio) volvieron atrás, y perseguidos por los paisanos entraron avergonzados en Barcelona con pérdida de quinientos hombres. Este segundo triunfo del Bruch acabó de entusiasmar y de envanecer a los catalanes{1}.

Ya no pensó más Duhesme en enviar refuerzos a Aragón y Valencia, como Napoleón le había ordenado, sino en cuidar de que a él mismo no le cortaran la comunicación con Francia. Con este propósito salió de Barcelona (17 de junio) en dirección de Gerona por el camino de la marina, llevando siete batallones, cinco escuadrones y ocho piezas de artillería. En las cercanías de Mongat encontrose con nueve mil paisanos del Vallés, que con mas ánimo que experiencia en las armas fueron fácilmente envueltos y atropellados, ensangrentándose el enemigo con los que aprendió como si le hubiera costado trabajo vencerlos. Esta desgracia no bastó a desalentar a los vecinos de Mataró que estaban resueltos a defender su ciudad con barricadas y con alguna artillería: pero las columnas francesas las deshicieron también y arrollaron sin grande esfuerzo, y penetrando en aquella industrial y rica población, no solo la dieron al pillaje, sino que cometieron tales excesos, crueldades y violaciones de mujeres, revueltos y confundidos jefes y soldados en el crimen, que por mucho tiempo recordaron aquellos habitantes con lágrimas tan funesto y aciago día. Por su parte los vencedores continuaron desplegando en su marcha el mismo furor y la misma inhumanidad, dejando regada con sangre la tierra que iban pisando, hasta que en la mañana del 20 se presentaron en las alturas del Palau Sacosta que dan vista a Gerona.

Gobernaba interinamente esta plaza, sublevada desde el 5, el teniente rey don Julián de Bolívar; y si bien se habían armado, como en todas partes, cuerpos de paisanos, y estaban decididos a defender la ciudad todos los vecinos, sin exceptuar los clérigos, como igualmente la gente de mar de la vecina costa, de tropa de línea solo contaba algunos artilleros y unos trescientos hombres del regimiento de Ultonia. Sin embargo, esta escasa guarnición rechazó vigorosamente los primeros ataques de los franceses a la puerta del Carmen y fuerte de Capuchinos, aunque no pudo impedir que colocada en otra parte una batería causase daño en algunos edificios de la población. Sobrevino en esto una noche oscurísima, y a favor de la lobreguez y muy a las calladas aproximose al muro una fuerte columna, que no fue sentida hasta que estuvo muy cerca. Empeñose entonces un horrible combate, alumbrado solo por el fuego de los disparos. Escalaron los franceses el baluarte de Santa Clara, mas un piquete de Ultonia arremetiendo a la bayoneta arrojó al foso a los que se habían encaramado al muro, y la metralla del fuerte de San Narciso obligó a retirarse a los acometedores, a excepción de los que por quedar sin vida no pudieron hacerlo. Cuando alumbró la luz del día, ya no se vieron enemigos; Duhesme había hecho levantar el campo durante la noche, y tomado la vuelta de Barcelona (21 de junio), donde llegó con setecientos hombres de menos, molestado sin cesar por los somatenes. Púsose al frente de éstos en Granollers el teniente coronel don Francisco Milans, que hizo a la división de Chabran perder su artillería. Y mientras esto pasaba por la costa, a la margen derecha del Llobregat bullían los somatenes, movidos por el capitán de los voluntarios de Lérida Baguet, hasta que enviado contra ellos por Duhesme el general Lecchi logró ahuyentarlos por algún tiempo, pero no impedir que en breve volvieran a aparecer.

Vimos por qué episodios tan sangrientos y por qué trances tan terribles pasó la revolución de Valencia, hasta que con la prisión del canónigo Calvo pudo la junta reprimir las feroces turbas por él concitadas, y dar al movimiento patriótico la regularidad y el ordenado impulso de que necesitaba. A sofocar aquella insurrección envió Murat desde Madrid al mariscal Moncey con una división de ocho mil hombres, a la cual se incorporaron también por orden suya guardias españolas, walonas y de corps, mas de tan mala gana y por tan poco tiempo que todos desertaron en la primera ocasión yendo a reunirse a sus compatriotas. Era sin duda el mariscal Moncey un hombre prudente y humano, y que hasta había simpatizado con el carácter español; pero en aquella ocasión, y más los que no le conocían, solo veían en él un general francés. Así es que a su paso encontró los pueblos desiertos, y sin dificultad llegó a Cuenca, donde se detuvo unos días, preparándose acaso para la resistencia que preveía había de encontrar más adelante. En efecto, la junta de Valencia había tomado las medidas de defensa que en otra parte apuntamos. En el desfiladero de las Cabrillas se había situado el general don Pedro Adorno con ocho mil hombres, la mayor parte paisanos, de los cuales colocó sobre tres mil en el puente Pajazo, con una mala batería de cuatro cañones defendida por algunos centenares de suizos. Moncey llegó allí el 20 de junio, y rompiendo el fuego y vadeando algunas de sus tropas el río, apoderose de la batería, pasándosele unos doscientos suizos, que fue de un funesto efecto para los paisanos, los cuales a la vista de aquella deserción se dispersaron, aunque para replegarse a los desfiladeros de la montaña.

Luego que llegó a Valencia la noticia de este descalabro, la junta comisionó a su vocal el P. Rico para que fuese a activar y esforzar la defensa del paso de las Cabrillas. Presentose allí el 23; conferenció con el y con el brigadier Marimón: no se sabía el paradero del general don Pedro Adorno. Acordado el sistema de defensa y colocados los nuestros entre el pueblo de Siete Aguas y la venta de Buñol, no dejaron de molestar a Moncey, que se presentó con su división al siguiente día: pero destacado el general Harispe con los vascos franceses, gente acostumbrada a trepar por asperezas y escabrosidades, facilitó el ataque de frente, con lo cual se dio a huir a la desbandada toda la gente bisoña, abandonando artillería y bagajes, y dejando solos para disputar el paso a los franceses los soldados de Saboya, los cuales se portaron tan valerosamente que murieron los más, quedando los restantes prisioneros con su comandante Gamíndez. Perdiéronse aquel día seiscientos hombres: Moncey avanzó hasta Buñol, desde donde ofició al capitán general de Valencia, aconsejándole le recibiese en la ciudad como amigo, y no diera lugar a que la tratara con el rigor de la guerra. Pero el P. Rico, que a costa de mil riesgos había logrado ganar con anticipación la entrada en la ciudad, reunió inmediatamente la junta, y animó al pueblo a la defensa, a la cual se aprestó con entusiasmo toda la población.

Hízoselo saber así la junta al mariscal francés, por conducto del comandante prisionero Gamíndez, que aquél envió con el pliego, y cumplió su palabra de volver con la respuesta al cuartel general. En efecto, en tanto que Moncey avanzaba hacia la ciudad, todos sus moradores, sin distinción de edad ni sexo, inclusas las comunidades religiosas, acudían a trabajar en las fortificaciones que a toda prisa se levantaban. Reparábanse las murallas, construíanse baterías, colocábanse cañones, obstruíanse las puertas con sacos de tierra, abríanse zanjas, atajábanse las calles con coches, tartanas, carros y vigas, tapábanse las ventanas y balcones de las casas con mesas, sillas y colchones, coronábanse las azoteas y terrados de gente dispuesta a arrojar proyectiles. Y entretanto se formaba en las afueras y se situaba en la ermita de San Onofre un campo avanzado con la gente de Saint-March, y a ella se unió don José Caro, que con la suya acudió desde Almansa luego que supo la derrota de las Cabrillas, colocándose los mejores tiradores entre los algarrobales, viñedos y olivares que pueblan aquellos alrededores: formose además otra segunda línea en el pueblo de Cuarte. A pesar de estos preparativos y de la decisión de que todos estaban animados, ni una ni otra línea pudieron resistir el impetuoso ataque de las tropas francesas; una tras otra fueron forzadas, retirándose Saint-March y Caro y refugiándose los paisanos al amparo de las acequias y moreras, dejando la artillería en poder de los franceses, y situándose Moncey a media legua de Valencia (27 de junio), desde donde intimó la rendición al capitán general conde de la Conquista.

Llevó la comunicación, que era atenta y templada como todas las de Moncey, el coronel Solano. Asociáronse a la junta para deliberar el ayuntamiento, la nobleza y los gremios. Inclinábanse ya a la entrega el de la Conquista y otros, pero el pueblo que se apercibió de lo que se trataba se agolpó a las puertas del local gritando desaforadamente contra todo proyecto e intento de transacción. La junta entonces despachó a don Joaquín Salvador con la siguiente respuesta para el mariscal francés: «El pueblo prefiere la muerte en su defensa a todo acomodamiento: así lo ha hecho entender a la junta, y ésta lo traslada a V. E. para su gobierno.» En su virtud a las once de la mañana del 28 rompieron los sitiadores el fuego contra la puerta de Cuarte y batería de Santa Catalina. Tres veces fue embestida con ímpetu la primera, y otras tantas fue el enemigo rechazado. Los certeros disparos de Santa Catalina y el fuego graneado que los defensores hacían desde la muralla le causaron no poco estrago. Faltando metralla a los de la ciudad, echose mano de los hierros de los balcones y de las rejas de las ventanas, que partidas en menudos trozos y cosiendo las señoras mismas los sacos, daban alimento y juego a los cañones. No había persona de dignidad, incluso el arzobispo, que no alentara con su presencia y exhortaciones a los que manejaban las armas. Los ataques a Santa Catalina fueron con igual vigor rechazados, sufriendo los franceses aún más pérdida que en los de Cuarte, de que eran testimonio los cadáveres que iban dejando. A las cinco de la tarde mandó Moncey embestir la puerta de San Vicente, que se consideraba la más flaca; inútil fue el empeño, y la matanza grande. En los sitios de más peligro se presentaba el popular P. Rico animando con su fogosa palabra a los defensores. Los paisanos rivalizaban en valor y arrojo con los jefes y soldados, y algunos, como el mesonero Miguel García, hicieron proezas admirables. Los cañones enemigos fueron desmontados, y a las ocho de la noche, después de nueve horas de serio combate, retiráronse los franceses, con pérdida de dos mil hombres, al punto que ocupaban la víspera, entre Cuarte y Mislata.

Al amanecer del siguiente día (29 de junio) avisó el vigía del Miguelete que el enemigo daba muestras de retirarse. No se habría creído tan fausto anuncio, si a poco tiempo no se hubiera visto a la columna tomar el camino de Almansa. La alegría de los valencianos fue indecible, tanto como su defensa había sido maravillosa. Esperaban que el conde de Cervellón que se hallaba en Alcira hostilizaría en su marcha a Moncey, y acaso acabaría de destruirle. Pero defraudó Cervellón las esperanzas de sus compatricios, permaneciendo en una inacción injustificable. Otra habría sido la suerte de los que iban en retirada, si aquel general hubiera seguido siquiera el ejemplo de don Pedro González de Llamas y de don José Caro, que con sus fuerzas los fueron hostigando hasta el Júcar, donde se detuvieron sorprendidos de no verse ayudados por el de Cervellón. Censurose a éste amargamente su comportamiento y costole el mando, tanto como la conducta de los otros fue aplaudida y celebrada. Prosiguió pues Moncey su marcha, sin notable descalabro, hasta franquear el puerto de Almansa (2 de julio), llegando a Albacete, donde se detuvo a dar descanso a sus fatigadas tropas. Tal y tan glorioso remate tuvo la expedición de Moncey contra Valencia{2}.

Como durante este tiempo habían estado interrumpidas sus comunicaciones con Madrid, y se ignoraba por lo tanto su suerte, ordenose al general Caulincourt, que estaba en Tarancón, que marchase con su brigada sobre Cuenca. Al dar vista a la ciudad, hízole fuego un pelotón de paisanos (3 de julio), lo cual sirvió de pretexto para entregar la población al pillaje, y al desenfreno más brutal de la soldadesca, que no perdonó ni casa, ni templo, ni sexo, ni edad, atormentando y asesinando cruelmente a sacerdotes octogenarios, cometiendo las más inicuas y horribles violencias en mujeres de todas clases, después de recibir a cañonazos al ayuntamiento y cabildo que con bandera blanca iban a implorar su clemencia. Además del feroz Caulincourt, que así manchó el nombre francés en Cuenca, fue enviado también el general Frère en socorro de Moncey, mas luego que se supo la retirada de éste del lado de Almansa, fueron aquellos dos generales llamados otra vez a la corte, de lo cual se resintió aquel pundonoroso caudillo, y replegándose sobre el Tajo renunció a toda ulterior empresa.

A reprimir el levantamiento de Andalucía había sido destinado por Murat el mariscal Dupont, que llevó consigo una división de seis mil infantes y cinco mil caballos, con más dos regimientos suizos al servicio de España y quinientos marinos de la guardia imperial. Sin resistencia atravesó Dupont las llanuras de la Mancha, franqueó las gargantas de Sierra-Morena, y avanzó por territorio andaluz hasta llegar al puente de Alcolea (7 de junio), dos leguas de Córdoba. Allí se había situado con objeto de impedir a los enemigos el paso del Guadalquivir don Pedro Agustín de Echavarri, con tres mil hombres de tropa y mayor número de paisanos, habiendo colocado doce cañones a la cabeza del puente. La primera acometida de los franceses fue vigorosamente rechazada, pero más empeñado el combate, sucedió lo que en todas partes en este primer ensayo de guerra acontecía, que el paisanaje, todavía no fogueado, se desbandó abandonando la tropa de línea, con lo cual pudieron los franceses escalar y forzar la posición, apresuradamente y no con el mayor arte construida, bien que sin perder los nuestros sino un solo cañón, y conduciéndose nuestra caballería de modo que deteniendo a la francesa permitió a Echavarri hacer ordenadamente su retirada. La pérdida en este ataque fue poco más o menos igual por parte de unos y otros combatientes.

La ciudad de Córdoba fue la que sufrió todos los estragos y todos los horrores de que el furor de la guerra puede ser capaz. A su vista se presentó Dupont en la tarde del mismo día 7. Las puertas se habían cerrado a fin de dar lugar a hacer alguna capitulación con el enemigo; mas estando en las pláticas disparáronse contra él imprudentemente algunos tiros, irritose con esto el general francés, y deshaciendo a cañonazos la Puerta Nueva penetraron las tropas en la ciudad, matando y degollando habitantes sin distinción, saqueando templos y casas ricas y pobres. Todo fue objeto de la rapacidad de la soldadesca, inclusa la famosa catedral, antes célebre y magnífica mezquita de los árabes, depósito en todos los tiempos y dominaciones de preciosidades y riquezas. Lo menos horrible era la rapaz codicia con que los invasores se apoderaban de las cajas particulares y públicas, los muchos millones que arrancaron de las arcas de tesorería, las imposiciones con que gravaron a una población que no les había opuesto seria resistencia. Lo sacrílego, lo repugnante, lo que apenas se concibe en soldados de una nación culta fue la manera de profanar las iglesias llevando a ellas para brutales fines las hijas y esposas de aquellos desgraciados moradores{3}. Tan abominable conducta dio también lugar y ocasión a represalias dolorosas. El país insurrecto sacrificaba cuantos franceses podía, como si todo le fuera lícito en desagravio de los estragos de Córdoba. Ensañábase el paisanaje con los que cogía prisioneros, y acabábalos con refinada crueldad, como lo hizo con el general de brigada René. Los vecinos de Santa Cruz de Mudela, donde Dupont había dejado sus almacenes, acometieron a los cuatrocientos soldados que los guardaban y acuchillaron muchos de ellos.

Distinguiéronse los de Valdepeñas por el diabólico artificio que emplearon para destruir a seiscientos jinetes que llevaba el general Ligier-Belair y habían de pasar por aquella villa y su larguísima calle, continuación de la calzada de Castilla a Andalucía. Cubriéronla toda de barro y arena, colocando debajo agudos clavos y puntas de hierro, y de reja a reja de las casas ataron disimuladamente maromas, cerrando las entradas de las callejuelas. Al llegar la columna francesa a la población, penetró aceleradamente una descubierta por la calle así preparada. Los caballos comenzaron luego a clavarse y caer unos sobre otros arrojando a los jinetes, y sobre éstos llovían desde las casas piedras, balas, ladrillos, y vasijas de agua hirviendo. Cupo igual suerte a los que en socorro de los primeros sucesivamente acudían; hasta que apercibido Ligier-Belair determinó penetrar en la villa por los costados, quemando casas, de que destruyó el fuego más de ochenta, y degollando cuantos moradores encontraba. A vista de tal calamidad los vecinos principales, llevando al alcalde a su cabeza, presentáronse al general francés pidiendo tregua y capitulación. Unos y otros lo necesitaban, y así de común acuerdo presentándose con enseñas blancas pusieron término a aquel estrago. No atreviéndose ya Belair a seguir adelante por temor de encontrar obstáculos parecidos, retrocedió a Madridejos. Ya los franceses comprendieron que no podían andar en pequeñas partidas, y procuraban no moverse sino en gruesas columnas.

Nada sabía Dupont de lo que a su espalda estaba pasando, e incomunicado con Madrid, y receloso de lo que a las inmediaciones de Córdoba observaba, y sobre todo de las fuerzas que la junta de Sevilla estaba activamente preparando, resolvió replegarse sobre Andújar (19 de junio). Desde allí destacó una parte de sus fuerzas a Jaén, donde un comandante francés había sido asesinado. Ninguna resistencia opuso a aquella tropa la ciudad, y sin embargo fue saqueada y horrorosamente maltratada (20 de junio), no perdonando en su crueldad ni aun a los ancianos y enfermos religiosos de los conventos, que fue como una reproducción de las ferocidades ejecutadas en Córdoba.

Tal era el aspecto que presentaba la guerra cuando adoleció en Madrid el lugarteniente Murat, complicándosele con los cólicos unas recias y pertinaces intermitentes, de cuyas resultas quedó tan decaído que por expreso dictamen de los médicos tuvo que resignarse a pasar a Francia a tomar baños termales. La enfermedad de Murat, junto con las que se observaban en muchos soldados franceses, infundió en los de su nación recelos de envenenamiento, y se hizo analizar detenidamente por profesores el vino de los despachos públicos a que principalmente se sospechaba poder atribuirse. Pero hecho el análisis, se encontró que las sustancias que entraban en su composición no eran nocivas, y que lo que podía dañar a los franceses era el uso inmoderado que hacían de los vinos fuertes y licorosos a que no estaban habituados; con lo cual se desvaneció una prevención que en todo caso tenía que ser infundada como opuesta a la nobleza del carácter español. Para reemplazar al gran duque de Berg nombró y envió Napoleón al general Savary, que llegó a Madrid el 15 de junio; nombramiento que disgustó a los franceses, y no satisfizo a los españoles. Las facultades con que vino eran bien irregulares y extrañas: aunque iguales a las del lugarteniente su antecesor, no le dio su título, y los decretos y despachos seguía firmándolos el general Belliard a nombre del gran duque de Berg como si se hallara presente. Esto no obstante, Savary se alojó en palacio haciendo ostentación de autoridad, y acabó de fortificar el Retiro convirtiéndole en una verdadera ciudadela. No ocultó a Napoleón la verdad en cuanto a la situación de España, anunciándole que no era ya cuestión de reprimir descontentos y castigar revoltosos, sino de sostener una guerra formal con los ejércitos y otra de guerrillas con los paisanos. Y considerando comprometidos a Dupont y Moncey, pues que, incomunicados con la corte el uno en Andalucía y el otro en Valencia, se ignoraba su suerte, fue el primer cuidado de Savary enviar refuerzos a aquellos dos generales.

De los que fueron enviados a Moncey hablamos ya más arriba; en socorro de Dupont partió de Toledo (19 de junio) el general Vedel con seis mil infantes, setecientos caballos y doce cañones. En el camino se le incorporaron los generales Roize y Ligier-Belair que estaban en la Mancha, con sus destacamentos. Sin contratiempo particular llegaron estas fuerzas a las estrechuras de Despeñaperros (20 de junio). Allí, en el sitio en que más se angosta el camino formando una verdadera garganta las rocas, se había situado el teniente coronel don Pedro Valdecañas con buen número de paisanos y alguna tropa: había atajado la vía con peñas, ramas y troncos de árboles, y colocado detrás seis cañones: terrible parapeto si hubiera habido resolución y concierto para defenderle. Pero atacado en regla y con ímpetu por los franceses y asustados nuestros paisanos, forzáronle aquellos y abandonaron éstos toda la artillería, pudiendo así continuar Vedel su marcha hasta unirse con Dupont, y hasta dejar atrás destacamentos que mantuvieran la comunicación con Madrid. Aunque Napoleón deseaba que Dupont permaneciera en Andalucía, Savary, más cerca del teatro de la guerra y con más conocimiento de la situación en que se encontraban los generales en cada punto, le aconsejaba que retrocediera, a cuyo fin y para apoyar su movimiento de retroceso hizo marchar sobre Manzanares la división de Gobert. Pero Dupont no quiso tampoco abandonar la Andalucía, y ordenó a Gobert que se le incorporase. Pronto veremos el resultado, glorioso para España, de aquella insistencia y de esta disposición, que por ahora nos llama ya la atención lo que estaba sucediendo en otra parte.

Dejamos en Castilla al general Cuesta refugiándose en Rioseco con los fugitivos de la derrota de Cabezón, recogiendo dispersos y reclutas, en cuya instrucción se ocupaba don José de Zayas. El ejército de Cuesta era demasiado endeble para batirse solo con el enemigo, y así pidió aquel general tropas a Asturias y Galicia. La junta de Asturias había querido que Cuesta abandonara las llanuras de Castilla y se pusiera al abrigo de las montañas de León; sentía por lo tanto desprenderse de sus fuerzas, mas no pudiendo desoírle enviole el regimiento de Covadonga al mando de don Pedro Méndez de Vigo, y dispuso que otro cuerpo de mil hombres a las órdenes del mariscal de campo conde de Toreno pasara a León. La junta de Galicia temía también exponer sus medios de defensa al azar de una batalla fuera y lejos del país, y del mismo modo pensaba el general Blake, oriundo de Irlanda, que mandaba aquel ejército desde que reemplazó, de la manera que referimos en otra parte, al desgraciado Filangieri. Era don Joaquín Blake apreciado por su reputación de honradez, de talento y de conocimientos militares. Acreditábalo la posición que con su ejército había tomado, la distribución que de él había hecho, situándose en el puerto y sierra de Manzanal y Fuencebadón, extendiendo su derecha hasta el Monte Teleno que mira a Sanabria, y su izquierda por la Cepeda hacia León, cubriendo así el Bierzo y defendiendo las entradas principales de Galicia, y ocupándose activamente en instruir y adiestrar sus tropas antes de comprometerlas en un combate con los aguerridos ejércitos franceses. Aunque tenía Blake por muy inconveniente abandonar aquellas posiciones para avanzar a los llanos de Castilla como deseaba Cuesta, trazó no obstante su plan, por si la junta de Galicia accedía a las instancias de aquél. La junta, ya por no desairar al general castellano, ya por satisfacer la impaciencia de la multitud ignorante, que orgullosa con el número de las fuerzas ansiaba verlas venir a las manos con el enemigo, condescendió a sus deseos, aprobó el plan de Blake, y le dio la orden (1.º de julio) para emprender la marcha a Castilla, no sin hacerle en oficio reservado prevenciones importantes sobre la conducta que habría de seguir{4}.

Componían el ejército de Blake, la vanguardia, mandada por el conde de Maceda, y cuatro divisiones a las órdenes del mariscal de campo don Felipe Jado Cagigal, de don Rafael Martinengo, del marqués de Portago, y del brigadier de la real armada don Francisco Riquelme, cuyas fuerzas ascendían a unos veinte y siete mil infantes, treinta piezas de campaña, y solo ciento cincuenta caballos de distintos cuerpos. Dejó la segunda división en Manzanal, y con las otras tres tomó la dirección de Castilla, adelantándose él a Benavente para conferenciar con Cuesta y combinar las operaciones. Constaba el llamado ejército de Castilla de siete cuerpos o batallones, de a mil hombres cada uno, casi todos de nueva leva, con mil setecientos carabineros, unos cien caballos útiles del regimiento de la Reina y algunos guardias de corps. Hallábase este cuerpo en Rioseco, y a este punto se dirigió, en virtud de lo acordado, el ejército de Galicia, en número de quince mil hombres, por haber quedado en Benavente la tercera división, que constaba de cinco mil. No obstante ser mayores y más que dobles en número las fuerzas que llevaba Blake, a pesar de las prevenciones de la junta de Galicia para que obrara con independencia sin desprenderse del mando en jefe de su ejército, y aunque no le agradaban ni el plan ni muchas de las ideas de Cuesta, tomó éste el mando superior como general más antiguo y de más años, siendo la arrogancia y tenacidad del uno y la condescendencia del otro origen de la desgracia que veremos pronto sobrevenir.

Al encuentro de los generales españoles había salido de Burgos el mariscal Bessieres (12 de julio), con la división Merle completa, con la mitad de la de Mouton, y con la división Lassalle, que componían un total de más de diez y seis mil infantes y más de mil y quinientos caballos; soldados muchos de ellos veteranos, y de los que habían combatido en Austerlitz y en Friedland. Sobre haber tenido Cuesta, no escarmentado con el desastre de Cabezón, el temerario empeño de desafiar las aguerridas huestes imperiales con tropas, en su mayor parte, nuevas e indisciplinadas en las planicies de Castilla, y con escasísima e insignificante caballería, y haber arrastrado a ello contra su dictamen y voluntad al honrado y entendido general Blake, sobre haberse engañado en creer que los enemigos venían a atacarle por el camino de Valladolid, cuando en la tarde del 13 recibió aviso de que los franceses se dirigían y aproximaban por el de Palencia, recibió con desdén al mensajero, y poco faltó para que se mofara de él. Sin embargo hubo de inclinarse a creerle, y avisó a Blake, el cual inmediatamente movió sus tropas de Castromonte, Villabrájima, la Mudarra y otros pueblos en que las tenía acantonadas, y aquella misma noche las trasladó a Rioseco, donde no hallaron ni raciones, ni agua, ni prevención ni disposición alguna para su recibimiento. Partió no obstante aquella misma noche Blake a tomar las avenidas de Palacios, por donde en efecto venían los imperiales, subiendo varios cuerpos de aquél a altas horas de la noche al páramo de Valdecuevas y tomando en él posición: todo esto en tanto que Cuesta descansaba, si hemos de creer la relación que un testigo de vista dejó escrita{5}, no poniendo el pié en el estribo hasta clarear el día 14, cuando ya el fuego había empezado y se hallaba empeñado el combate.

Hacer una detenida y minuciosa descripción de éste, ni nos cumple, ni es compatible con la índole de nuestra obra. Diremos, sí, que el llano y descampado en forma de meseta llamado Campos de Monclín, que media entre Rioseco y Palacios, en que acamparon nuestras tropas, no era posición favorable para resistir a un enemigo cuya caballería era por lo menos cuádruple de la nuestra. Que el punto en que se situó Cuesta, a espaldas y a considerable distancia de Blake, como si fuesen dos ejércitos distintos, ya fuese por error, ya por celos, ya con otro cualquier propósito, que a muchos juicios dio lugar su extraña conducta, favorecía a Bessières para procurar interponerse, como lo hizo, entre los dos generales, para lo cual le proporcionaba sobrado espacio la distancia. Por lo demás la izquierda y centro de Blake resistieron valerosamente las primeras acometidas de las brigadas Merle y Sabathier, junto con los escuadrones de Lassalle, y no es maravilla que tropas tan aguerridas hicieran al cabo cejar y desordenarse nuestra izquierda. Lo peor fue el haberse interpuesto Mouton con sus veteranos entre los dos separados trozos del ejército español. Aun así, una parte de nuestra infantería, favorecida por una brillantísima carga que dieron los carabineros reales y guardias de corps, arremetió con tal ímpetu que logró apoderarse de una de las baterías francesas, causando tal espanto en el enemigo, que por un momento se creyó nuestra la victoria{6}. Pero duró muy poco esta persuasión y aquella ventaja. La columna de granaderos y de reclutas con que había contado Blake para la defensa de la segunda línea no correspondió a los deseos de aquel general, y se dejó envolver, aumentando el desorden. Merle revolvió sobre la cuarta división, y subiendo gran golpe de caballería enemiga sobre la altura de la meseta, todo lo atropellaron y desordenaron, cundiendo el terror en los nuestros, y cebándose en ellos en aquella inmensa llanura los sables de los jinetes franceses, vendiendo no obstante caras sus vidas algunos jefes y oficiales, siendo de los que murieron con gloria el ilustre conde de Maceda, general de la vanguardia. No era dable que Cuesta, combatido ya por Mouton y atacado después por Merle, resistiera con su segundo cuerpo, bisoño y mal colocado, y así fue mucho más fácilmente desordenado y deshecho que el de Blake, retirándose ambos generales, a menos distancia material que lo que estaban sus voluntades y sus ánimos. Los caminos y campos de Villalpando y de Mayorga se llenaron de dispersos que huían poseídos de espanto.

Algunos soldados que continuaron batiéndose en retirada hasta Rioseco penetraron por la calle de la Cárcel Vieja y se refugiaron en el hospital de San Juan de Dios. Los franceses que los perseguían, al llegar a la Plaza mayor desplegaron una ferocidad inaudita contra una población indefensa y que no les había ofendido, tratándola con más rigor, si cabe, que una plaza conquistada. Vecinos pacíficos fueron inmolados en sus hogares, religiosos en sus conventos{7}, enfermos en el lecho del dolor, sin perdonar la brutalidad ni aun a las vírgenes del claustro paralíticas o ancianas. Horrible fue también el saqueo de templos, casas y tiendas, y hasta los transeúntes eran despojados de sus ropas en las calles, cometiendo además todo género de demasías, excesos y profanaciones{8}. Inicua crudeza que no merecía aquella desventurada ciudad, y medio el más propio para provocar la ira de aquellos mismos pueblos a quienes querían imponer un rey de su nación.

Nuestra pérdida en la desgraciada jornada de Rioseco, aunque evidentemente exagerada en el parte de Bessières que se publicó en la Gaceta de Madrid{9}, fue sin duda lastimosa y muy considerable, como tenía que serlo en el hecho de haber sufrido una infantería fugitiva la persecución de una caballería numerosa y vencedora por una extensa explanada. Trece piezas de artillería quedaron en poder del enemigo, después de haber hecho gran destrozo en sus filas. Así la pérdida de los franceses fue también grande: murió en el campo el general D’Armagnac, y de dos regimientos de caballería, el 10 y el 22, perecieron dos jefes y casi todos los oficiales: todavía desde Mayorga enviaron a Palencia muchos carros de heridos{10}. Sangrienta jornada la llamaron ellos, y la llaman sus historiadores{11}, y la verdad es que, aunque funesta para nosotros, fue admirable el arrojo y el tesón con que se batieron unas tropas que llevaban contados días de instrucción, y se presentaban por primera vez delante de las legiones imperiales, casi sin caballería, y en posiciones desventajosas y fatalmente elegidas. El ilustre Blake llenó cumplidamente sus deberes, peleó siempre en vanguardia, perdió uno de sus caballos, y sostuvo el honor de la bandera española. ¡Ojalá hubiera podido decirse otro tanto de Cuesta, a quien no sin razón fue atribuido aquel desastre, comenzando por el ciego y temerario empeño de batir las terribles huestes de Napoleón en los llanos de Castilla con tropas bisoñas y colecticias, desprovistas de caballería además, siguiendo por la malhadada elección de sitio para el combate, continuando por su inacción la víspera y hasta el momento de la lid, y concluyendo por la desgraciada colocación de su cuerpo de ejército y por sus desacuerdos con el general del de Galicia, conjunto fatal de errores que no podía traer si no un desastroso remate!

Cuesta se retiró a León, a cuya ciudad llegó en pos de él Bessières (17 de julio), teniendo que abandonarla de noche el general castellano para retirarse hacia Salamanca, y quedando el francés dueño de la tierra llana. Blake tomó la dirección de Benavente, no solo por el apoyo que encontraba en la tercera división que había dejado allí, sino con ánimo de proseguir por Astorga a replegarse detrás de las montañas en sus antiguas posiciones de Fuencebadón y Manzanal, para defender la entrada de Galicia, reorganizar su ejército, y aumentarle con los refuerzos que de aquel reino le serían enviados, y estas eran también las instrucciones de la junta{12}. Todavía Cuesta, no escarmentado con los desastres de Cabezón y de Rioseco, persistía en comprometer a Blake a que no se retirara de Castilla, hasta el punto de amenazarle con que respondería ante el rey y la nación de las consecuencias, y aun logró arrastrar al coronel del provincial de Valladolid, que abandonó la tercera división, dando lugar con su ejemplo a la indisciplina. Blake, sin embargo, desoyendo esta vez las sugestiones del general veterano, continuó su marcha hasta el Bierzo, donde tuvo que resistir con firmeza a tentaciones de otra índole.

Vinieron éstas de parte del mariscal francés, el cual, a vueltas de razones especiosas que empleó para persuadirle, intentó quebrantar su lealtad, haciéndole proposiciones ventajosas para ver de atraer a su partido al general español y las tropas de su mando. Desecholas Blake con noble energía; repitió Bessières sus instancias, y por último le propuso una entrevista. El leal caudillo se negó abiertamente a celebrarla, e inquebrantable en su fidelidad, contestó a la nueva excitación con la misma dignidad que la vez primera{13}. Esta correspondencia es uno de los episodios de la vida de Blake que más le honran; la junta de Galicia comprendió que no en vano había depositado en él su confianza, y recompensó su entereza añadiendo a su título de general en jefe del ejército de Galicia el de gobernador capitán general del reino y presidente de su audiencia.

Como la batalla de Rioseco se dio al tiempo que el intruso José Bonaparte hacía su viaje a Madrid para instalarse en el trono español, Napoleón dio una gran importancia a aquel triunfo, comparole con el de Villaviciosa que en el siglo anterior había asegurado la corona en las sienes del nieto de Luis XIV, y exclamó: «La jornada de Rioseco ha colocado en el trono de España a mi hermano José;» y partió de Bayona para París satisfecho con tan agradable nueva.

Por fortuna para España, si en Castilla se había sufrido un descalabro, otra estrella muy diferente alumbraba a las armas españolas en la región del Mediodía. Dejamos atrás al general francés Dupont acantonado en Andújar, y reforzado con las tropas de Vedel, Ligier-Belair y Gobert. El general Castaños, a cuyo mando se habían puesto todas las fuerzas regulares españolas de ambas Andalucías, así como la multitud de paisanos voluntarios que cuidó de instruir, organizar y disciplinar, había podido a últimos de junio pasar revista a un ejército de veinte y cinco mil infantes, y dos mil caballos, comprendidos los cuerpos volantes y partidas que acaudillaban don Juan de la Cruz, don Pedro Valdecañas y don Pedro Agustín de Echávarri, el que había peleado ya en el puente de Alcolea. Había distribuido el ejército en tres divisiones con un cuerpo de reserva: la primera de seis mil hombres con la gente de Granada a cargo de don Teodoro Reding, suizo al servicio de España, militar valeroso y entendido; la segunda de igual fuerza, a las órdenes del marqués de Coupigny, antiguo oficial de guardias walonas; la tercera regida por el anciano irlandés don Félix Jones, que debía obrar unida a la reserva capitaneada por don Manuel de la Peña, fuerte de diez mil hombres. Aunque la base de todas eran tropas de línea, entraban también paisanos armados, en general no uniformados todavía, pero que ya habían recibido alguna instrucción. Desde primero de julio habían avanzado las tropas españolas por la orilla izquierda del Guadalquivir hacia los puntos ocupados por Dupont; y como había un general deseo en el pueblo, y una impaciencia de que participaban los soldados, de llegar pronto a las manos con el enemigo, juntáronse en Porcuna los jefes en consejo (11 de julio) para acordar el plan de ataque. Redújose éste a que Reding cruzaría el Guadalquivir por Mengíbar dirigiéndose sobre Bailén, sosteniéndole Coupigny que debería pasar el río por Villanueva. Que entretanto Castaños con la tercera división y la reserva atacaría de frente a Dupont en Andújar, mientras Cruz con las tropas ligeras pasaría el puente de Marmolejo para caer sobre la derecha del enemigo.

De inconveniente y comprometida censuran los entendidos en el arte de la guerra la posición de Dupont en Andújar, debiendo haberse limitado a la defensa de Sierra-Morena, manteniendo las comunicaciones con Madrid, recibiendo cuantos refuerzos y víveres necesitara, y viendo venir el ejército español. Falta de provisiones su gente, envió a buscarlas a Jaén, a cuyo fin destacó al general de brigada Cassagne, de la división de Vedel, con cuatro batallones. Pero mejor defendida ahora aquella ciudad que la vez primera por el regimiento de suizos de Reding y por los voluntarios de Granada, libertose de otro saqueo rechazando después de varios reencuentros al francés, cuya retirada a Bailén deseaba ya Dupont, receloso del movimiento de Castaños. También llamó a Andújar una de las brigadas de Bailén; el general Vedel pasó a reforzarle, no con una brigada, sino con toda la división, dejando solo a Ligier-Belair con mil trescientos hombres para guardar el paso de Mengíbar y contener a Reding. No tardo éste en presentarse con sus suizos y la gente de Granada (16 de julio), y en tanto que Ligier-Belair se preparaba a rechazarle, viose sorprendido y envuelto por parte de las fuerzas españolas que habían cruzado el río por el vado del Rincón, teniéndose por dichoso de poder retirarse a Bailén, de donde en mal hora salió a protegerle el general Gobert, puesto que perdió la vida en el combate, que sostuvo hasta las once de la mañana el jefe de brigada Dufour que le sucedió. Reding, muy prudente, no se empeñó en la persecución: lo que hizo fue retroceder y repasar el río, para dar lugar a que se le incorporara Coupigny.

Saliole felizmente esta maniobra. Creyendo Ligier-Belair y Dufour que se había corrido a la derecha y que iría a proteger a don Pedro Valdecañas que con su cuerpo volante había sorprendido un destacamento francés, y recelando que juntos se apoderaran de los pasos de la Sierra, dejaron a Bailén y marcharon a Guarromán, tres leguas en aquella dirección. Asustado por otra parte Dupont con el descalabro de Mengíbar, con las noticias que entonces recibía de Valencia y con la proximidad de Castaños, ordenó a Vedel que volviera a ocupar a Bailén: hízolo éste así, mas como allí recelase que Ligier y Dufour pudieran ser atacados, siguió adelante hasta reunirse con ellos, y juntos avanzaron a la Carolina y Santa Elena. Este inoportuno movimiento proporcionó a Reding ocasión para repasar el río, e incorporado ya con Coupigny lanzarse sobre Bailén (18 de julio), con ánimo resuelto de revolver sobre Andújar, y coger a Dupont aislado entre sus divisiones y las de Castaños que estaban en los Visos. Pero el general francés, con un propósito semejante al de Reding, cual era el de coger a éste entre su cuerpo de ejército y las fuerzas que se hallaban en la Carolina, había salido la noche del 18 de Andújar muy silenciosamente para ver de evitar que se apercibiera Castaños de esta evolución, y salvar el inmenso bagaje que en centenares de carros conducía. Así fue que al romper el alba del día 19 se avistaron inopinadamente las avanzadas de uno y otro ejército, dando de ello aviso a sus respectivos generales.

La batalla, después de algún tiroteo entre las avanzadas, comenzó a empeñarse formalmente a eso de las cuatro de la mañana. Tenía prisa Dupont, temeroso de ser atacado a retaguardia por Castaños; teníala Reding, temeroso de serlo por Vedel. Dupont dirigía la vanguardia francesa compuesta de dos mil seiscientos hombres de la brigada Chabert. Reding desplegó su división en medio del camino, la suya al norte Coupigny; un batallón de guardias walonas se dividió por mitad para apoyar las dos alas. La vanguardia enemiga sufre un fuego mortífero, y dos de las cuatro piezas de su batería son desmontadas por nuestros artilleros. Además de la brigada Chabert, acuden y toman parte en la refriega los cazadores a caballo del general Dupré, los dragones, los coraceros del general Privé, y la brigada suiza. Dupré cae mortalmente herido combatiendo el regimiento de guardias walonas, el de las Órdenes militares y otros cuerpos de la vanguardia española mandada por Saavedra. El bravo Reding anima con su voz y con su ejemplo los soldados bisoños. Los suizos de Francia se baten contra los suizos de España, y el veterano jefe de aquellos recibe una herida. Los coraceros franceses atropellan un regimiento de infantería española, y acuchillan nuestros artilleros al pie de sus piezas; pero el centro francés se ve arrollado, y forzado a retroceder, dejando no solo un cañón que había tomado, sino también el resto de los suyos. Dupont reconcentra sus fuerzas; a eso de las diez de la mañana entra en acción la brigada Pannetier con alguna artillería que iba llegando; muchas y porfiadas tentativas repiten los franceses por toda la línea, pero siempre son con igual vigor rechazadas, haciendo en ellos nuestra artillería destrozo grande.

Era ya mediodía, cuando desesperado Dupont acordó ponerse a la cabeza de las columnas con todos los generales, y arremeter furiosamente nuestra línea. Toda su caballería entró otra vez en juego. Llegó a la función el último cuerpo de su reserva, el terrible batallón de marinos de la guardia imperial, la gente más arrojada que se conocía, y que en efecto hizo esfuerzos heroicos, y llegó casi a tocar nuestros cañones. Pero todo su ardimiento y empuje se estrelló en la firmeza de nuestros guerreros, compitiendo en valor reclutas y veteranos, en la serenidad inalterable de Reding, y en la inteligente y atinada dirección del mayor general Abadía. Colocado don Juan de la Cruz con su cuerpo volante cerca del Rumblar a la izquierda del enemigo, le molestó también mucho, y contribuyó a su abatimiento. Dos mil franceses yacían tendidos en el campo, entre ellos el general Dupré y varios oficiales superiores; el mismo Dupont había sido herido. Infinitamente menor había sido nuestra pérdida, no llegando a doscientos cincuenta los muertos. Los dos batallones suizos que los franceses traían se pasaron a los de España, con quienes antes se habían batido. Todo era ya desaliento en las filas enemigas.– «¿Dónde está Vedel? ¿qué hace Vedel?» gritaba desesperado Dupont. Sus soldados, devorados de sed bajo el sol abrasador de julio en el ardiente clima de Andalucía, debilitados con la fatiga y el sudor, apenas podían ya manejar las armas. En tal estado propuso Dupont una tregua a Reding, y éste la otorgó sin vacilar. A esta acción llegó ya tarde, y cuando estaba decidida, don Manuel de la Peña con la tercera división española, enviado por el general en jefe Castaños que había ocupado a Andújar.

Vedel y Dufour que andaban por la sierra buscando los españoles que estaban venciendo a su espalda, habían vuelto a la Carolina después de haber dejado algunas fuerzas para guardar los pasos de Santa Elena y Despeñaperros. Allí llegó a sus oídos el zumbido lejano del cañoneo de Bailén. Emprendió entonces Vedel su marcha hacia donde aquél se oía; pero tan lentamente que a las nueve de la mañana no había salido de Guarromán, donde todavía dio un largo descanso a sus tropas{14}. Aun cometió la torpeza, ¡tal era su aturdimiento o su preocupación! de dejar allí la división de Dufour y la brigada de coraceros de Lagrange. Al continuar su marcha observó que había cesado el cañoneo, e infirió que el peligro había pasado. Al acercarse a Bailén divisa las tropas españolas, que bajo el seguro de la tregua reposaban de las fatigas del calor y del combate, y envía a llamar los coraceros de Lagrange y la primera brigada de Dufour. Apercibido de su aproximación Reding, le envía dos parlamentarios a informarle de que se ha convenido con Dupont en una suspensión de armas. La primera respuesta de Vedel fue: «Andad a decir a vuestro general que yo me cuido poco de eso, y que voy a atacarle.» Pero los parlamentarios insisten, Vedel reflexiona, y despacha su edecán al cuartel general español. Mas como éste retardara su regreso, manda a Cassagne acometer con la primera legión y los dragones el puesto en que nuestros soldados descansaban bajo la fe de lo pactado, sorprende un batallón de Irlanda y le hace casi todo prisionero con dos cañones. Ordena luego a Roche atacar la ermita de San Cristóbal, cuyo puesto impedía la comunicación con Dupont; pero allí, ya prevenido el coronel del regimiento Órdenes Militares don Francisco Soler, rechaza vigorosamente la embestida. Disponíase ya él mismo a acometerla al frente de otra brigada, cuando llega un edecán de Dupont con dos oficiales españoles, y le entrega una orden escrita para que suspenda toda hostilidad, porque se está celebrando un armisticio cuyas condiciones le serán notificadas. Vedel obedece, cesa el combate y conserva su posición y sus prisioneros.

Pedía Dupont en las negociaciones que se le permitiera retirarse con sus tropas a Madrid: Reding contestó que remitía la resolución de esta demanda al general en jefe Castaños, y en su virtud pasó a Andújar, donde éste se hallaba, el general Chabert, autorizado para firmar el convenio. Inclinábase Castaños a franquear a los vencidos el paso de Sierra-Morena; pero súpose la acción de Vedel, interceptose una carta del duque de Rovigo en que mandaba a Dupont que acudiese a contener las tropas españolas de Galicia y Castilla, y entonces el conde de Tilly que, como representante de la junta suprema de Sevilla, acompañaba a Castaños, rechazó decididamente aquella condición. Incomodáronse los negociadores franceses, y faltó poco para que se rompieran los tratos. Pero ya el paisanaje armado de toda la comarca, noticioso de la victoria, rodeaba y oprimía a los soldados franceses abatidos y cansados, y Dupont que veía su posición hacerse por momentos más crítica y peligrosa, envió al general Marescot, que por acaso había llegado a su cuartel general, para que reanudara los tratos. Todavía hubo oficiales superiores que propusieron abandonar la artillería y los bagajes, y ver de abrirse paso por Bailén: todavía Vedel hizo proponer a Dupont un ataque combinado contra Reding; todavía el mismo Dupont, atolondrado ya, dio órdenes contradictorias, y en una de ellas dijo a Vedel que obrara libremente y se pusiera en salvo. En su virtud levantó de noche Vedel su campo retirándose hacia Santa Elena, resuelto a volar las rocas de Despeñaperros para hacer el desfiladero intransitable tan pronto como él le hubiera franqueado. Mas apercibidos de su fuga los españoles intimaron a Dupont, que si no hacia retroceder a Vedel, toda su gente y en especial la división Barbou sería pasada a cuchillo. Con esta amenaza apresurose Dupont a enviar a Vedel dos oficiales de estado mayor con orden formal y escrita para que se detenga, porque sus tropas están comprendidas en un tratado que acababa de ajustarse en Andújar. Vedel vacila, pero se resigna y obedece: irrita a las tropas la idea de rendirse a los españoles, y cuesta trabajo a los oficiales calmar su efervescencia: llega por la noche el tratado; las vidas de diez mil franceses dependen de la aceptación; celebra Vedel consejo de oficiales superiores; de los veinte y tres que son, cuatro solos opinan por no sujetarse y por continuar su marcha a Madrid; los diez y nueve restantes votan por la obediencia ciega y precisa al general en jefe; Vedel se conforma, y se somete también.

La capitulación fue firmada en Andújar el 22 de julio, por don Francisco Javier Castaños y el conde de Tilly de una parte, y los generales Marescot y Chabert de otra. Todas las tropas a las inmediatas órdenes de Dupont eran declaradas prisioneras de guerra; a las de Vedel y Dufour solo se las obligaba a evacuar la Andalucía, pero debiendo también entregar las armas en calidad de depósito, hasta ser todas embarcadas en puertos españoles y trasportadas a Francia en buques de nuestra nación{15}. En su virtud las tropas de Dupont, en número de ocho mil doscientos cuarenta y dos hombres, desfilaron al día siguiente por delante de Castaños y la Peña y sus divisiones tercera y de reserva, precisamente las que no se habían batido: Dupont entregó su espada a Castaños, y las tropas depusieron sus armas y banderas. Las de Vedel y Dufour, en número de nueve mil trescientos noventa y tres hombres, llegaron el 24 a Bailén, donde se había trasladado Castaños, y colocando las armas en pabellones sobre el frente de banderas, las entregaron a los comisarios españoles, así como los caballos y la artillería que constaba de cuarenta piezas. De este modo entre los rendidos en Andújar y Bailén, los que luego se rindieron en la Sierra, y los dos mil que habían muerto en la batalla, la pérdida del ejército enemigo pasaba de veinte y un mil hombres: triunfo asombroso para los españoles, y tanto más, cuanto que se ganó a costa solo de doscientos cuarenta y tres muertos y setecientos heridos por nuestra parte. Dióse a Castaños el título de duque de Bailén, y desde entonces llevaron el nombre de aquella batalla dos regimientos, uno de caballería y otro de infantería{16}.

Fue ciertamente lamentable y doloroso lo que después pasó con los prisioneros franceses. Continuamente insultados en los pueblos del tránsito, cuando eran conducidos de Andújar a los puertos donde debían embarcarse, las columnas que los escoltaban tenían que emplear la fuerza para salvarles la vida, y enfrenar a los paisanos que a bandadas afluían y pugnaban por vengarse de los aborrecidos espoliadores de Córdoba y de Jaén. Hubo desórdenes y desgracias en Lebrija y en el Puerto de Santa María; en el primer punto, por haberse hallado casualmente en las mochilas de algunos prisioneros más dinero del que a simples soldados y en tal situación correspondía tener; en el segundo, a causa de habérsele caído a un oficial de su maleta una patena y la copa de un cáliz. Acabó de enfurecer al ya harto irritado paisanaje la vista de tales objetos, y acordose hacer un reconocimiento general de equipajes; los más fueron registrados, de muchos se apoderaba la muchedumbre, que no contenta con esto desahogaba su ira maltratando a los infelices prisioneros. Dignos siempre de reprobación tales desmanes, y más con gente vencida, algo los atenuaba, aunque disculparlos no puede nunca, el ser cometidos por la irreflexiva plebe, sobreexcitada además por el inicuo comportamiento de aquellos en dos principales ciudades de Andalucía.

Menos disculpa cabe, o por mejor decir, ninguna hallamos para las autoridades españolas que bajo injustificables pretextos dejaron de cumplir la capitulación. Por uno de sus artículos todas las tropas francesas de Andalucía debían ser embarcadas en buques españoles y conducidas a Rochefort. El general Castaños bien quería que se cumpliese lo estipulado; pero el gobernador de Cádiz, Morla, fue de opuesto dictamen, primero so pretexto de no haber suficientes buques para el trasporte, después sosteniendo abiertamente la inadmisible y funestísima máxima de que no había obligación de guardar fe ni humanidad con quienes habían invadido traidoramente el reino y habían cometido tales sacrilegios e iniquidades. Y como si tal doctrina no fuera destructora de todo derecho y repugnante a la razón, y como si un crimen pudiera justificar otro crimen, la junta de Sevilla tuvo la flaqueza de deferir a la opinión de Morla, y las tropas de Vedel como las de Dupont fueron encerradas en las fortalezas y en los pontones de la bahía de Cádiz, y por último, después de tenerlas en ruda y penosa cautividad, fueron entregadas como prisioneras a merced del gobierno inglés. ¡Cáusanos honda pena que de este modo se empañara el brillo de la gloriosa jornada de Bailén!

Sobre la importancia y trascendencia de la memorable victoria de Bailén nada queremos decir nosotros, porque no se atribuya nuestro juicio a apasionamiento y a exceso de amor patrio. Contentámonos con trascribir lo que sobre ella dice un historiador francés: «No había en el imperio un general de división más altamente reputado que Dupont. La opinión del ejército, de acuerdo con la estimación del soberano, le llevaba al primer grado de la milicia; y cuando partió para Andalucía, nadie dudaba que iba a encontrar en Cádiz su bastón de mariscal…»– Y más adelante: «Cuando Napoleón supo el desastre de Bailén… derramó lágrimas de sangre sobre sus águilas humilladas, sobre el honor de las armas francesas ultrajadas. Aquella virginidad de gloria que él juzgaba inseparable de la bandera tricolor se había perdido para siempre, había desaparecido el encanto, los invencibles habían sido vencidos, puestos bajo el yugo, ¿y por quién…? por los que en la política de Napoleón eran considerados y tratados como pelotones de proletarios insurrectos. Su golpe de vista exacto y rápido penetró en el porvenir. Por la capitulación de Andújar, la Junta, que no era antes sino un comité de insurgentes, vino a hacerse un gobierno regular, un poder. España debió aparecer de repente altiva, noble, apasionada, poderosa, tal como había sido en sus tiempos heroicos. La imaginación borraba de las páginas de la historia los recuerdos descoloridos de los últimos reyes austriacos y de los Borbones, y enlazaba y confundía los triunfos de Pavía y las palmas de Bailén. ¡Qué fuerzas y que poderío iban a ser necesarios para domar una nación que acababa de conocer lo que valía…! ¡y qué efecto en las demás naciones! La Inglaterra deliró de gozo: la Europa oprimida se volvió hacia la España, y todos los pueblos fijaron sus miradas en el punto de donde saltaba de una manera tan imprevista un destello de luz que había de alumbrar al mundo.{17}»

Estremeciose José Bonaparte en su recién ocupado solio, así como el general Savary, cuando supieron de cierto y de un modo oficial la completa derrota de su ejército de Andalucía y la capitulación de Bailén, que un vago rumor, al cual no acertaban a dar fe, había hecho antes llegar a sus oídos. Inmediatamente convocó un consejo de generales y de personas calificadas para ver qué partido habría de tomar. Discordaron en él los pareceres, pero adoptose el de Savary, que fue abandonar la capital, retirarse al Ebro y pedir refuerzos a Napoleón. ¡Tan negro se les representaba el semblante de las cosas! Tomaron al efecto sus disposiciones: hicieron replegar en aquella dirección a Bessières y Moncey con las fuerzas de Castilla y de Valencia; clavaron la artillería del Retiro y casa de la China, en número de más de ochenta piezas, e inutilizaron y arrojaron al agua las cajas de fusiles y municiones que no podían llevar; recogieron las alhajas de los palacios reales que les restaba arrebatar, y acordaron su salida para el 30 de julio, dejando a la libre voluntad de los españoles comprometidos por su causa el quedarse o seguirlos. De los siete ministros del rey José, cinco se decidieron a acompañarle y seguir su suerte, a saber; Cabarrús, O’Farril, Mazarredo, Urquijo y Azanza; dos optaron por permanecer en Madrid, Peñuela y Cevallos. Imitaron el ejemplo de estos últimos los duques del Infantado y del Parque. A juicios diversos dio ocasión y lugar la conducta de unos y otros.

Dejemos a otro historiador francés hacer la descripción de esta retirada, que nos gusta oír la verdad de boca de quien no puede ser tachado de parcial, ni siquiera de afecto a España:

«Ninguno (dice) de cuantos siguieron al rey José pudo lograr llevar consigo un criado español: los hombres de esta condición quedáronse todos en Madrid: en palacio y en las caballerizas reales había empleados más de dos mil individuos, y de miedo que se tratase de obligarlos a seguir la nueva monarquía desaparecieron de la noche a la mañana. El rey José, por lo tanto, apenas halló de quien servirse en su retirada… Salió de la corte sin que se le dirigiese ningún apóstrofe insultante, porque su persona había logrado inspirar cierta especie de respeto. La población vio partir a las tropas francesas con una alegría que era muy natural… Desde esta retirada ya no quedaba en la península ni siquiera una persona que fuese adicta al rey José; ni el pueblo, que jamás le había querido; ni la clase elevada, ni la clase media, las cuales, después de haber vacilado un momento por temor a la Francia y con la esperanza de las mejoras que podían esperarse de ella, ya no vacilaban, al ver que la Francia misma se declaraba vencida en el hecho de retirarse de Madrid. El ejército retrogradó lentamente por la carretera de Buitrago, Somosierra, Aranda y Burgos, y encontrando en el camino numerosas huellas de la crueldad de los españoles, no pudo contener su exasperación y se vengó horriblemente en algunos puntos{18}. El hambre, que contribuía poderosamente a exaltar su cólera, hizo que nuestras tropas causaran grandes destrozos en su tránsito, e iban señalándolo en tan terribles términos, que llegó a su colmo el encono de los españoles{19}. Espantado José al considerar los sentimientos que necesariamente habían de provocar excesos semejantes, luchaba en vano por impedirlos, y solo consiguió herir la susceptibilidad de su mismo ejército, cuyos soldados decían que más valía que se interesara por ellos que le sostenían, que por los españoles que le rechazaban…

»El rey José y los que le rodeaban, desanimándose por momentos, no se creyeron seguros ni aun en Burgos… y juzgaron oportuno dirigirse al Ebro, escogiendo a Miranda para cuartel general… de manera que solo se contemplaron en seguridad cuando se vieron resguardados por el río, y teniendo, además de los 25.000 hombres de Madrid, más de 20.000 de Bessières, los 17.000 de Verdier, y toda la reserva de Bayona.{20}»




{1} Púsose en aquellas alturas una lápida de piedra en conmemoración de aquellas dos gloriosas defensas.– En el día han desaparecido la mayor parte de las espesuras y matorrales que entonces había, y con el cultivo ha perdido aquel sitio mucha de su antigua aspereza.

{2} En honor de la verdad, Moncey en esta expedición condújose de otro modo y no se señaló por los actos de inhumanidad que afeaban la conducta de otros generales franceses. Al día siguiente de su inútil tentativa contra Valencia escribió al capitán general mostrándose muy afligido por la sangre que se había derramado, y diciéndole que además de los prisioneros que antes había enviado a sus casas sin canje alguno, le remitía los que le quedaban (que eran bastantes capitanes, oficiales, soldados y paisanos), pidiéndole en cambio al general Exelmens, coronel Lagrange, jefe de escuadrón Rosetti, y sargento mayor Tetart, que hechos prisioneros por los paisanos de Saelices se hallaban en Valencia. La junta no accedió a esta proposición de rescate, diciendo que era desigual, y que además no podía responder de que llegaran a él con seguridad; y por lo tanto los retenía en rehenes hasta que recobrara su libertad Fernando VII, a lo cual contestó Moncey con otra muy sentida carta.– Sobre la expedición y defensa de Valencia pueden verse más pormenores en la obra del P. Colomer, en la historia de Boix, y en la Colección de documentos relativos a la guerra de la independencia.

{3} Por si alguno creyera que exageramos los excesos cometidos por los franceses, vea lo que dice un historiador de su propia nación, que por punto general procura contar muy de pasada todo lo que puede desfavorecerle. «El combate, dice, tardó muy poco en convertirse en perpetración de los más horribles excesos, y aquella infortunada ciudad, una de las más antiguas y más importantes de España, fue entregada al pillaje. Los soldados franceses, después de conquistar a precio de su sangre cierto número de casas, y de dar muerte a los que las defendían, no tuvieron escrúpulo en ocuparlas y en usar de todos los derechos de la guerra, saqueándolas, y cebándose mas principalmente en artículos de consumo que en objetos de valor para llenar sus mochilas…»– En esto último falta a la exactitud el historiador francés, puesto que registradas más adelante en Cádiz las mochilas de aquellos soldados cuando estaban prisioneros, se hallaron en ellas multitud de alhajas cogidas en las casas, así como de vasos sagrados arrebatados de los templos.

«Bajaron (continúa) a las bodegas abundantemente provistas de los mejores vinos de España, destaparon a culatazos las cubas e hicieron tal destrozo, que algunos de ellos se ahogaron en el vino vertido de los toneles. Otros se embriagaban en tales términos, que mancillaron el brillo del ejército francés, arrojándose sobre las mujeres, y haciéndolas sufrir todo género de ultrajes… Lo que allí ocurrió fue verdaderamente un espectáculo doloroso, el cual produjo las más tristes consecuencias por el eco que hizo en España y en toda Europa… Si una columna de tropas enemigas hubiera retrocedido en aquel instante a la ciudad, hubiera cogido a toda nuestra infantería dispersa, sumida en la embriaguez, y entregada al sueño o a los excesos más desenfrenados, &c.»– Thiers, Historia del Imperio, libro XXXI.

{4} Vamos a ilustrar este interesantísimo período de la guerra de la independencia con documentos hasta hoy desconocidos, de cuya importancia juzgarán nuestros lectores.

La orden primera de la junta decía: «El Reino instruido del oficio que V. E. le ha pasado por conducto del teniente coronel don José de Zayas con fecha 22 del pasado, conviene en que V. E. ejecute el plan que propone, cuidando siempre de cubrir el Reino y de replegarse a él en cualquier descalabro, y también de dejar alguna división en dicho Reino para atender a la quietud pública, recoger los alistados de las respectivas capitales que faltan, y ocurrir a algún accidente de enemigos que pueda acaecer. V. E. no necesita instrucciones militares por sus acreditados conocimientos, y solo el Reino le advierte: 1.º Que V. E. ha de mandar siempre con independencia el ejército de Galicia de que es jefe, aun cuando haga sus combinaciones con el general don Gregorio de la Cuesta; y lo 2.º que V. E. tenga particular cuidado con los traidores, porque habrá algunos que haciéndose en apariencia vasallos nobles de Fernando VII no lo sean en la realidad, sino muy adictos a los franceses, y de un equivocado concepto de las personas podrá resultar nuestra desgracia. En fin, el Reino de Galicia tiene fiada su suerte a V. E., su honor y su espíritu, y espera que con el auxilio de la Providencia, que siempre protege las causas justas, será feliz su empresa. Coruña, 1.º de julio de 1808.»

Con la misma fecha pasó la junta al general Cuesta el oficio siguiente.

«El Reino de Galicia ha convenido en que el general en jefe de su ejército ejecute el plan que le propuso para auxiliar las ideas de V. E., esperando que los castellanos agradecidos darán al ejército de Galicia pan y vestido, quedando a cuenta de este Reino la paga de sus tropas. Sus pueblos han pedido que su mando se cometiese a don Joaquín Blake, por la confianza que les merece, el cual por lo mismo ha de mandarlas con independencia, sin perjuicio de acordar con V. E. las combinaciones que se consideren oportunas para el feliz éxito de las empresas, que espera el Reino serán felices con los auxilios de la Providencia, que siempre protege las causas justas.– Reino de Galicia, 1.º de julio de 1808.– Excmo. Sr. don Gregorio de la Cuesta.»

El oficio reservado que apuntamos en el texto decía: «El Reino contesta a los oficios de V. E. por si tal vez quiere examinarlos el general don Gregorio de la Cuesta, pero en particular y con la precisa reserva contempló preciso hacer a V. E. algunas reflexiones para que las tenga presentes en los procedimientos militares.– El general don Gregorio de la Cuesta será seguramente un buen español, y un hombre del mérito que V. E. contempla; pero en la realidad pudieran hacérsele los mismos cargos que a todos los que mandaron las provincias de España… Los más de los generales que mandaban en las provincias de España fueron sacrificados por los pueblos, y al general Cuesta pudieran hacérsele cargos muy graves: lo cierto es que este general no se ha decidido por Fernando VII sin embargo de las órdenes que expone tenía, hasta que en Valladolid le precisó a ejecutarlo amenazándole con la horca; y lo es también que si este general y los demás de España, el Consejo de Castilla y la Junta de Madrid hubieran desempeñado sus deberes, no nos hallaríamos en el estado en que nos hallamos, porque pudieron por la defensa de su patria y rey tratar con las ciudades y provincias, las que hoy de nadie tienen satisfacción sino de aquellos jefes que ellas propias han elegido en nombre de su rey. El Reino solo confía de sus tropas y del general que las manda, repite que el general Cuesta será militar y un caballero muy digno de elogio, y sin oponerse a sus virtudes quisiera que las justificase con las experiencias… La proclama que V. E. ha dirigido al Reino publicada por el general Cuesta será leída en las provincias de España con mucho escrúpulo y mayor desconfianza: la Junta de cuatro a cinco personas en quien quiere reunir toda la autoridad suprema de España tendría los mismos frutos que la que se ha establecido en Madrid. Entonces cuatro o cinco hombres dispondrían a su arbitrio de la suerte de la nación toda, y faltando por soborno, esperanza de premio u otro motivo a sus obligaciones, quedaría la España esclava y entregada al yugo extranjero. Cuatro o cinco hombres son fáciles de ganar, o pueden equivocarse en sus juicios. España no conoce más autoridad general suprema que la de las Cortes o Estados: estos se componen de representantes de todas sus provincias, que siempre son fieles a sus reyes, porque tienen mayorazgos propios y regularmente unos nacimientos distinguidos, con otras circunstancias que los ligan para mirar su patria y su rey como el primer objeto de sus atenciones. Los reinos formaron los ejércitos y eligieron los generales; cada uno representó y representa la soberanía por su parte, ínterin no se forman las Cortes para establecer la soberanía unida… Todas estas especies y reflexiones quiere el Reino que V. E. las tenga presentes para proceder con el preciso conocimiento y con la cautela necesaria, sin confiarse demasiado del general Cuesta ni de otro alguno, a fin de evitar un peligro que nos destruya. V. E. es demasiado noble y caballero; el Reino lo tiene ya reconocido; pero V. E. debe acordarse que no conviene la mucha confianza, que nunca sobra la precaución, y que los que piensan como hombres de bien son los engañados regularmente.– Del ejército de Galicia es V. E. jefe; sus operaciones, aun cuando sean combinadas con las del general Cuesta, han de ser siempre conservando V. E. su autoridad y el mando en jefe de sus tropas, sin sujeción ni dependencia, cuidando de replegarse hacia Galicia en caso de una desgracia…»

Noticias históricas de la vida del general Blake, recopiladas por su hijo político don José María Román, coronel de ingenieros; manuscritas e inéditas.

{5} El caballero don Ventura García de Fonseca, vecino de Rioseco; cuyo escrito, cuidadosamente conservado, sirvió a su descendiente el malogrado don Ventura García Escobar, con quien nos unieron amistosas relaciones, para escribir una historia de aquella célebre y desgraciada batalla, con una exacta y minuciosa descripción de los sitios y lugares de la acción; tenemos delante éste opúsculo, que no ha visto la luz pública, y en que se rectifican algunos incidentes del combate, no bien contados en las historias conocidas; parécenos sin embargo que aumenta las fuerzas enemigas y disminuye las nuestras: al menos nosotros no hemos hallado datos en que fundarnos para poder alterar el número de unas y otras que damos en el texto.

{6} Las mismas historias francesas ensalzan aquel arranque de arrojo de los nuestros, califican de brillante la carga que dio la caballería, y dicen que la infantería española se dio a gritar ¡viva el rey! creyendo ya suyo el triunfo.

{7} Los de San Francisco, desde cuyas ventanas se dijo que se les había hecho fuego, fueron casi todos pasados a cuchillo.

{8} «Cargaron en carros, dice García de Fonseca, todas las alhajas de iglesias y conventos, vestiduras sagradas y copones, arrojando indignamente las sagradas formas, mutilaron las santas imágenes, profanaron las iglesias con toda clase de obscenidades, llegando a tanto que en la pila bautismal de la parroquia de Santa Cruz dieron agua a los caballos; es imposible referir el pormenor de los sacrilegios, irreverencias y atentados que cometieron en los templos, dejándolos tan inmundos que el día que marcharon no hubo con qué decir misa. El saqueo de las casas y comercio fue tan completo, que los vecinos no tienen absolutamente con qué cubrir sus carnes; nada, nada han dejado en el pueblo, llevándose el botín en los carros y mulas de los labradores para imposibilitar de esta suerte la recolección de frutos que tienen pendiente, de forma que pasa de cuarenta millones la pérdida.»– Relación MS.

{9} Decía entre otras cosas que solo el general Lassalle con la caballería ligera había acuchillado cinco mil españoles.

{10} No determinamos las pérdidas de una y otra parte, porque nos ha sido imposible averiguarlas con exactitud, ni concertar los contradictorios y a nuestro juicio apasionados cálculos que hemos visto en los partes oficiales y en las historias y relaciones francesas y españolas, impresas y manuscritas. Creemos desde luego que la nuestra fue bastante mayor, y no nos parece exagerada la cifra que algunos indican de cerca de cinco mil hombres entre muertos, heridos y prisioneros.

{11} Pueden verse Foy y Thiers.

{12} Es notable, y digna de ser conocida la primera comunicación de la junta de Galicia a Blake después de la batalla de Rioseco.

«El Reino se ha instruido (le decía) del oficio de V. E., y siente como debe la desgracia de nuestras tropas; pero el mal ya no tiene más remedio que el que V. E. indica. Si V. E. vuelve a leer lo que le expuso en su oficio reservado, quedará satisfecho en esta primera experiencia de que los hombres de bien son los engañados, y que exigen mucha cautela las operaciones de que pende la suerte de una nación. V. E. dice en su oficio que halló más fuerzas de infantería y caballería en los enemigos de las que pensaba, deduciéndose de esto que a V. E. se le hizo creer que eran pocas y despreciables, y que bajo este concepto ha salido de su campamento para un auxilio que siempre pronosticó el Reino formaría su desgracia. En el actual estado es preciso que V. E. se repliegue y atrinchere en un punto o situación que cubra a Galicia, presente un ataque dificultoso, y en donde no pueda obrar la caballería, para organizar de nuevo el ejército de su mando, a cuyo efecto el Reino despacha las órdenes conducentes para que salgan inmediatamente el regimiento de estudiantes, el de milicias de Pontevedra, y el batallón de la Victoria, como igualmente todos los conscriptos que haya en las provincias de Lugo y Orense, con el número de fusiles que puedan proporcionarse al pronto, siguiéndoles los más que se vayan alistando. V. E. cuide de la seguridad de Galicia; ponga su ejército en un estado respetable, que después podrá combinar alguna operación interesante con la seguridad de buen éxito. La guerra tiene accidentes; los buenos soldados no se desalientan con una desgracia, y solo debe serles sensible que la confianza y la hombría de bien fuera tal vez causa de un mal suceso. El Reino espera de día en día recibir dinero y tropa de los ingleses, que retardan los vientos contrarios, y no omitirá diligencia ni medio posible para la necesidad de las tropas y felicidad de sus operaciones.– Reino de Galicia, &c.– Excmo. Sr. Don Joaquín Blake.»– Román, Noticias históricas, M. S.

{13} Toreno dice que concluyeron los tratos con una carta de Blake demasiadamente vanagloriosa, y una respuesta de su contrario atropellada y en que se pintaba el enfado y despecho.– Tenemos a la vista copia exacta de esta correspondencia, y en verdad nada encontramos en las cartas de Blake que se pueda calificar de vanaglorioso, ni vemos en ellas una sola idea o frase que no sea atenta y digna.– Acaso se refiera a otra que escribió después de la batalla de Bailén.– La respuesta atropellada de Bessières no la hemos visto tampoco, ni sabemos si existe, pues ni se halla en esta correspondencia, ni la inserta Toreno en el apéndice a que hace remisión.

{14} Motivó este descanso el siguiente curioso incidente. Los soldados muertos de sed se lanzaron a beber agua en un arroyo a cuyas orillas pastaba un ato de cabras. Mal racionados a causa de las marchas y contramarchas de aquellos días, arrojáronse sobre las cabras, las despedazaron e hicieron de ellas su almuerzo. Esta operación naturalmente los detuvo más espacio de tiempo que el de una hora que Vedel les había concedido para descansar; lo bastante para que llegaran tarde a Bailén, como vamos a ver.– Foy, Guerra de la Península, lib. VI.

{15} He aquí el texto de la célebre capitulación de Andújar:

Los Excmos. Sres. conde de Tilly, y don Francisco Javier Castaños general en jefe del ejército de Andalucía, queriendo dar una prueba de su alta estimación al Excmo. Sr. general Dupont, grande Águila de la legión de honor, &c., así como al ejército de su mando por la brillante y gloriosa defensa que han hecho contra un ejército muy superior en número, y que le envolvía por todas partes, y el Sr. general Chabert encargado con plenos poderes por S. E. el Sr. general en jefe del ejército francés, y el Excmo. señor general Marescot, grande Aguila, &c., han convenido en los artículos siguientes:

1.º Las tropas del mando del Excmo. señor general Dupont quedan prisioneras de guerra exceptuando la división de Vedel y otras tropas francesas que se hallan igualmente en Andalucía.

2.º La división del general Vedel, y generalmente las demás tropas francesas de la Andalucía que no se hallan en la posición de las comprendidas en el artículo antecedente, evacuarán la Andalucía.

3.º Las tropas comprendidas en el artículo 2.º conservarán generalmente todo su bagaje; y para evitar todo motivo de inquietud durante su viaje dejarán su artillería, tren y otras armas al ejército español, que se encarga de devolvérselas en el momento de su embarque.

4.º Las tropas comprendidas en el artículo 1.º del tratado saldrán del campo con los honores de la guerra, dos cañones a la cabeza de cada batallón y los soldados con sus fusiles, que se rendirán y entregarán al ejército español a cuatrocientas toesas del campo.

5.º Las tropas del general Vedel y otras que no deben rendir sus armas, las colocarán en pabellones sobre su frente de banderas, dejando del mismo modo su artillería y tren, formándose el correspondiente inventario por oficiales de ambos ejércitos, y todo les será devuelto, según queda convenido en el artículo 3.º

6.º Todas las tropas francesas de Andalucía pasarán a Sanlúcar y Rota por los tránsitos que se les señale, que no podrán exceder de cuatro leguas regulares al día con los descansos necesarios para embarcarse en buques con tripulación española, y conducirlos al puerto de Rochefort en Francia.

7.º Las tropas francesas se embarcarán así que lleguen al puerto de Rota, y el ejército español garantirá la seguridad de su travesía contra toda empresa hostil.

8.º Los señores generales, jefes y demás oficiales conservarán sus armas, y los soldados sus mochilas.

9.º Los alojamientos, víveres y forrajes durante la marcha y travesía se suministrarán a los señores generales y demás oficiales, así como a la tropa, a proporción de su empleo, y con arreglo a los goces de las tropas españolas en tiempo de guerra.

10.º Los caballos que según sus empleos corresponden a los señores generales, jefes y oficiales del estado mayor, se trasportarán a Francia mantenidos con la ración de tiempo de guerra.

11.º Los señores generales conservarán cada uno un coche y un carro; los jefes y oficiales de estado mayor un coche solamente, exentos de reconocimiento, pero sin contravenir a los reglamentos y leyes del reino.

12.º Se exceptúan del artículo antecedente los carruajes tomados en Andalucía, cuya inspección hará el general Chabert.

13.º Para evitar la dificultad del embarque de los caballos de los cuerpos de caballería y los de artillería comprendidos en el artículo 2.º se dejarán unos y otros en España pagando su valor, según el aprecio que se haga por dos comisionados español y francés.

14.º Los heridos y enfermos del ejército francés que queden en los hospitales se asistirán con el mayor cuidado, y se enviarán a Francia con escolta segura, así que se hallen buenos.

15.º Como en varios parajes, particularmente en el ataque de Córdoba, muchos soldados, a pesar de las órdenes de los señores generales y del cuidado de los señores oficiales, cometieron excesos que son consiguientes e inevitables en las ciudades que hacen resistencia al tiempo de ser tomadas, los señores generales y demás oficiales tomarán las medidas necesarias para encontrar los vasos sagrados que pueden haberse quitado, y entregarlos si existen.

16.º Los empleados civiles que acompañan al ejército francés no se considerarán prisioneros de guerra, pero sin embargo gozarán durante su trasporte a Francia todas las ventajas concedidas a las tropas francesas, con proporción a sus empleos.

17.º Las tropas francesas empezarán a evacuar la Andalucía el día 23 de julio. Para evitar el gran calor se efectuará por la noche la marcha, y se conformarán con la jornada diaria que arreglarán los señores jefes del estado mayor español y francés, evitando el que las tropas pasen por las ciudades de Córdoba y Jaén.

18.º Las tropas francesas en su marcha irán escoltadas de tropa española, a saber: 300 hombres de escolta por cada columna de 3.000 hombres, y los señores generales serán escoltados por destacamentos de caballería de línea.

19.º A la marcha de las tropas precederán siempre los comisionados español y francés para asegurar los alojamientos y víveres necesarios, según los estados que se les entregarán.

20.º Esta capitulación se enviará desde luego a S. E. el duque de Rovigo, general en jefe do los ejércitos franceses en España, con un oficial francés escoltado por tropa de línea española.

21.º Queda convenido entre los dos ejércitos que se añadirán como suplemento a esta capitulación los artículos de cuanto pueda haberse omitido para aumentar el bienestar de los franceses durante su permanencia y pasaje en España.– Firmado.

Artículos adicionales, igualmente autorizados.

1.º Se facilitarán dos carretas por batallón para transportar las maletas de los señores oficiales.

2.º Los señores oficiales de caballería de la división del señor general Dupont conservarán sus caballos solamente para hacer su viaje y los entregarán en Rota, punto de su embarco, a un comisionado español encargado de recibirlos. La tropa de caballería de guardia del señor general en jefe gozará la misma voluntas.

3.º Los franceses enfermos que están en la Mancha, así como los que haya en Andalucía, se conducirán a los hospitales de Andújar, u otro que parezca más conveniente.

Los convalecientes les acompañarán a medida que se vayan curando; se conducirán a Rota, donde se embarcarán para Francia bajo la misma garantía mencionada en el artículo 6.º de la capitulación.

4.º Los Excmos. señores conde de Tilly y general Castaños, prometen interceder con su valimiento para que el señor general Exelmens, el señor coronel Lagrange y el señor teniente coronel Rosetti, prisioneros de guerra en Valencia, se pongan en libertad, y conduzcan a Francia bajo la misma garantía expresada en el artículo anterior.– Firmado.

{16} Respecto a la suerte de los generales vencidos, dice Thiers: «En el archivo de la Guerra existen porción de volúmenes de documentos relativos a Bailén, con los modelos del interrogatorio, que fueron dictados por el mismo Napoleón, los cuales revelan la opinión que se formaba sobre esta campaña. Allí está su correspondencia con el general Savary, la de Dupont con sus subalternos, y el proceso mismo instruido contra los generales Dupont, Marescot, Vedel, Chabert, &c. Napoleón en el primer ímpetu de su cólera quiso fusilar a cuantos generales tomaron parte en aquella capitulación. Pero cediendo a las reflexiones del sabio y cuerdo Cambacères y a los propios instintos de su corazón, sometió a un tribunal de honor, compuesto de los grandes del imperio, el juicio de los asuntos de Bailén. Su sentencia fue la degradación, y por un decreto imperial se depositaron tres ejemplares manuscritos de ella, uno en el Senado, otro en el archivo de la guerra, y otro en los del alto tribunal imperial. Cuando después de la restauración volvió al favor el general Dupont, obtuvo un decreto del rey revocando el imperial, y prescribiendo la destrucción de los tres ejemplares del proceso…»– Sin embargo añade que el mismo Napoleón solía decir después: «Dupont ha sido más desgraciado que culpable.»– Historia del Imperio, lib. XXXI.– Dice también el general Foy, que cuando Napoleón vino a España, encontró en Valladolid al general Legendre, jefe de estado mayor de Dupont, y que al verle se apoderó de él una crispación nerviosa, y le dijo: «General, ¿cómo no se os secó la mano cuando firmasteis la infame capitulación de Andújar?»– Pero Legendre no era el que la había firmado, aunque en su ajuste hubiera tenido parte.

{17} Foy, Historia de la Guerra de la Península, lib. VI.– Además de la imparcialidad que se observa en este juicio del historiador francés, es sin duda el general Foy uno de los escritores extranjeros que con menos apasionamiento han referido así los movimientos como los hechos principales y los incidentes que precedieron, acompañaron y siguieron a esta memorable batalla.– Thiers, ya que la notoriedad y la evidencia del resultado no consiente atenuar la importancia de nuestro triunfo, disminuye cuando puede las fuerzas francesas, aumenta con manifiesta inexactitud las españolas, y procura, para rebajar el mérito de la acción, atribuir poco a la inteligencia de los jefes y al valor de las tropas de España, mucho a la influencia del clima ardiente y del sol abrasador de julio sobre los soldados franceses. No negaremos que esto contribuyera a su abatimiento, pero también en nuestras filas había, además de los regimientos suizos, muchos soldados naturales de las provincias del norte de España, que ciertamente no serían insensibles a los cuarenta grados de calor y a los rayos del sol que sobre sus cabezas caían a campo raso como sobre las de los franceses.

{18} Tales como el Molar, Buitrago, Pedrezuela, &c. La villa de Venturada fue completamente abrasada y destruida.

{19} Ni el hambre, ni acaso tal cual exceso que los españoles hubieran podido cometer, y menos en aquella carrera que siempre habían tenido dominada los franceses, pueden justificar los destrozos horribles que señalaron esta retirada del rey José.

{20} Thiers, Historia del Imperio, lib. XXXI.