Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo II
Primer sitio de Zaragoza
Gerona. Portugal. Convención de Cintra
1808
Zaragoza amenazada.– Salida de Palafox.– Resolución del pueblo.– Ataca el enemigo por tres puntos: es rechazado.– Combate de las Eras.– Enérgicas y acertadas disposiciones de Calvo de Rozas.– Recibe Lefebvre refuerzos de Pamplona.– Intima la rendición a la ciudad.– Digna respuesta que se le da.– Acción de Épila desfavorable a Palafox.– Se retira a Calatayud.– Solemne juramento cívico en Zaragoza.– Serenidad de Calvo de Rozas, y entereza del marqués de Lazán.– El general Verdier trae refuerzos a Lefebvre.– Toma el mando en jefe.– Bombardeo.– Ataque general.– Defensa heroica.– Proeza de Agustina Zaragoza.– Maravilloso efecto que produce.– Nuevos ataques.– Aparición de Palafox.– Alegría y entusiasmo popular.– Circunvala Verdier la población.– Puente de balsas en el Ebro.– Combates diarios.– Ruda y sangrienta pelea en calles y casas.– Mortandad de franceses.– Levantan el sitio y se retiran.– Son perseguidos hasta Navarra.– Cataluña.– Segunda expedición de Duhesme contra Gerona.– Confianza y arrogancia del general francés.– Viene a Cataluña una división española de las Baleares.– El marqués del Palacio capitán general del Principado.– Atacan Duhesme y Reille la plaza de Gerona.– Baterías incendiarias.– No hacen efecto.– Alzan los franceses el sitio.– Desastroso regreso de Duhesme a Barcelona.– Portugal.– Auxilios que recibe de España.– Triunfo de los franceses en Évora.– Expedición inglesa en favor de los portugueses.– Sir Arturo Wellesley.– Nuevos refuerzos ingleses.– Alarma de Junot.– Pónese a la cabeza del ejército francés.– Triunfo de Wellesley en Roliza.– Torres-Vedras.– Batalla de Vimeiro.– Victoria de sir Arturo Wellesley y derrota de Junot.– Armisticio propuesto por los franceses.– Convención definitiva llamada de Cintra.– Es mal recibida de españoles y portugueses.– Profundo disgusto en Inglaterra.– Evacuan los franceses el Portugal.– Restablécese la regencia en aquel reino, y se disuelven las juntas populares.
Engreído y orgulloso el general Lefebvre Desnouettes con los fáciles triunfos de Tudela, Mallen y Alagón, sobre el paisanaje capitaneado por los dos hermanos marqués de Lazán y Palafox y Melci, acercose el 14 de junio a Zaragoza, donde en el anterior capítulo le dejamos, con la confianza de no encontrar resistencia seria que impidiera su entrada en una ciudad desguarnecida de tropas, puesto que solo contaba dentro de su recinto sobre trescientos soldados, con unos pocos cañones sin artilleros que los manejaran, y a la cual circundaba en vez de muro una pared de diez a doce pies de alto, parte de tapia y parte de mampostería. No calculaba el francés, ¿y cómo podía imaginarlo? que aquellos nobles, valerosos y altivos moradores, habían de hacer de sus acerados pechos, en que hervía el fuego de la independencia y del amor patrio, otros tantos muros en que se estrellara toda la fuerza, todo el poder del vencedor de Europa, y que habían de hacer revivir los tiempos heroicos con tales hazañas que parecerían fabulosas.
Desconcertados y confusos anduvieron los zaragozanos la noche del 14 y mañana del 15 de junio viéndose tan de cerca amenazados por las tropas de Lefebvre. Faltoles también aquel día lo que más hubiera podido animarlos, que era la presencia de su amado caudillo Palafox, el cual con las pocas tropas que tenía y algunos paisanos, llevando además consigo al capitán de artillería don Ignacio López, el único que había que supiera manejar aquella arma, salió de Zaragoza hacia Longares y puerto del Frasno, camino de Calatayud; movimiento acertado para sus fines, pero que dejaba desamparada la ciudad, a cuyas puertas se presentó ufano el francés a las nueve de la mañana con su división vencedora. Deliberaban el ayuntamiento y autoridades sobre el partido que convendría y se podría tomar, cuando penetró de improviso en el salón un grupo de paisanos armados de trabucos, diciendo que despejaran la pieza porque iban a ocupar los balcones para hacer fuego al enemigo. Otros habían salido ya a querer disputar la entrada a la avanzada francesa: rechazoles ésta fácilmente, mas como algunos jinetes penetraran en pos de ellos en la población, viéronse de tal modo acosados por hombres, mujeres y niños, junto con algunos miñones y voluntarios al mando del coronel Torres, que casi todos fueron destrozados junto a la puerta llamada del Portillo. Pequeño principio de combate, que comprometió a una defensa ruda y obstinada.
Todos los habitantes, sin distinción de clase, sexo ni edad, comenzaron a moverse; los más robustos trasladaban a brazo los cañones a los puntos por donde calculaban que los enemigos intentarían penetrar, y bien que careciesen de oficiales inteligentes, no por eso dejaron de hacer terribles descargas. Era de ver cómo al toque de rebato acudía a la lid toda la población. El francés determinó atacarla con tres columnas por tres diferentes puntos, a saber, por las puertas del Portillo, Carmen y Santa Engracia. No advirtió la primera de ellas que por la derecha podía ser flanqueada por los fuegos del castillo de la Aljafería, y así fue que se vio ametrallada por los que guarnecían aquel fuerte, capitaneados por el oficial retirado don Mariano Cerezo. No fue más afortunada la que embistió la puerta del Carmen, puesto que hubo de retroceder también acribillada por la fusilería de los que tiraban guarecidos de las tapias, edificios y olivares. En mal hora penetró por la de Santa Engracia un trozo de caballería francesa, pues al intentar apoderarse de un cuartel inmediato, la mayor parte pagó con la vida su atrevimiento. Hasta tres veces fue disputada la posesión de este cuartel, y otras tantas fueron rechazados los franceses después de sangrientos combates en patios, cuadras y corredores. Y entretanto peleábase también con furor en un campo llamado de las Eras, con cuyo nombre designaron algunos la batalla de aquel día, a la cual solo puso término la noche, retirándose al amparo de ella los franceses, después de dejar en el campo quinientos cadáveres, con seis cañones y otras tantas banderas. Lo notable de este triunfo no fue solo el valor de los hombres que peleaban, ni el arrojo de las mujeres que a porfía y en medio del fuego y de los peligros corrían a alentar a sus hijos y esposos, y a llevarles víveres, refrescos y municiones, sino que se hubiera logrado sin caudillo que los dirigiera y sin jefe que los guiara, sino mandando todos y todos obedeciendo a aquel que por el momento conseguía ejercer sobre los otros más ascendiente{1}.
Para remediar este mal, que en otra ocasión podría ser muy funesto, y hallándose ausente su querido general Palafox, pidió el vecindario por medio de sus diputados y alcaldes que hiciera sus veces el intendente y corregidor don Lorenzo Calvo de Rozas, hombre de un exterior frío, pero de un alma fogosa y ardiente, y muy para el caso en aquellas circunstancias. Así fue que bajo su dirección tomó aquella misma noche la ciudad un aspecto y una animación extraordinaria: se buscaron y nombraron jefes: se les señalaron puntos; se mandó abrir zanjas, construir baterías, componer armas; se distribuyeron los trabajos de defensa, sin que faltase ocupación ni para los religiosos, ni para las mujeres y los niños, pues mientras los unos hacían tacos de cañón y de fusil, las otras cosían sacos, o los rellenaban de arena; y para evitar confusión y excesos y que las tareas no se interrumpiesen, se mandó alumbrar toda la población, y patrullar por las calles. La guardia de las puertas se confió no solo a militares, sino a paisanos, y aun a eclesiásticos acreditados de intrépidos y valerosos{2}. Trazáronse obras de fortificación, para lo cual se sacó de la cárcel al ingeniero don Antonio Sangenís, preso en la tarde equivocadamente como sospechoso por los paisanos, y a falta de otros ingenieros militares servíanle de ayudantes los hermanos Tabuenca, arquitectos de la ciudad. Todo era pues movimiento, animación, trabajo y entusiasmo; y en las mismas o semejantes operaciones se pasó el día siguiente (16 de junio), con ser la gran festividad del Corpus.
No se atrevió Lefebvre a intentar nuevo ataque hasta que recibió refuerzos de Pamplona con artillería de sitio. Creyose intimidar la ciudad enviando una comunicación en que conminaba con pasar a cuchillo todos sus habitantes si no se daban a partido. La respuesta fue tan altiva y tan digna como era de esperar de ánimos tan esforzados, orgullosos ya además con el heroico triunfo del día 15. Y mientras el enemigo artillaba una altura inmediata, llegaban a la ciudad soldados del regimiento de Extremadura, se ampliaba la junta militar, y se guarnecía el punto de Torrero. Entretanto el general Palafox, unido en Calatayud con el barón de Versages, y luego con su hermano el marqués de Lazán en la Almunia, llevando una división de seis mil hombres con cuatro piezas de artillería, marchó a Épila (23 de junio), célebre por una batalla en los fastos aragoneses, y punto, a juicio de otros jefes, poco militar para esperar al enemigo, pero que tuvieron que ceder y someterse a la resolución inquebrantable de Palafox. Faltole tiempo a éste para desarrollar su plan, porque anticipándose a él los franceses, a las nueve de la misma noche del 23 dieron sobre los nuestros, sorprendiendo y haciendo prisionera una avanzada, propio descuido de gente inexperta. La acción fue también desordenada, y a pesar del esfuerzo de la caballería y de algún regimiento de línea, tuvo Palafox que retirarse la vuelta de Calatayud con pérdida de mil quinientos hombres entre muertos y heridos, entrando al día siguiente Lefebvre en Épila, donde cometieron los suyos los estragos de costumbre, entre otros el de asesinar a un sacerdote y otras treinta y seis personas más.
Habían tenido razón los que opinaron en contra de la marcha de Épila, y Palafox además se convenció de que no era en batalla campal y con gente recluta como le convenía combatir a los franceses, sino robusteciendo y ayudando a los heroicos pero comprometidos defensores de Zaragoza, a cuya ciudad acudió ya su hermano el de Lazán llamado por Calvo de Rozas al día siguiente de la derrota de Épila, alarmado con la noticia de que el enemigo iba a bombardear la población. Con tal motivo, y queriendo asegurarse del espíritu del pueblo y de la tropa, convocaron el de Lazán y Calvo una junta general de autoridades, eclesiásticos, corporaciones y vecinos de todas las clases, en la cual se acordó defender la ciudad hasta morir; y para sellar esta resolución con un compromiso sagrado y solemne, se dispuso que al día siguiente (26 de junio), oficiales, soldados, vecinos y paisanos armados, ante la bandera de la Virgen del Pilar, prestarían el juramento cívico en la plaza del Carmen y en las puertas. A la hora designada y delante de una muchedumbre inmensa el sargento mayor de Extremadura preguntó en alta y sonora voz: «¿Juráis, valientes y leales soldados de Aragón, defender vuestra santa religión, vuestro rey y vuestra patria, sin consentir jamás el yugo del infame gobierno francés, ni abandonar a vuestros jefes y esta bandera protegida por la Santísima Virgen del Pilar nuestra patrona?»– Un inmenso gentío respondió a voz en grito: «Sí juramos.»
Oportuna fue esta ceremonia y este sagrado empeño para reanimar los espíritus y neutralizar la impresión de los contratiempos y peligros que en aquellos días corrieron los zaragozanos. Después de la derrota de Épila se vio el intendente Calvo de Rozas en riesgo de ser víctima de un artificio de mal género empleado por un comandante enemigo: primeramente con apariencias de querer entregarse, y después so pretexto de conferenciar, sacole al campo, donde tuvo luego la avilantez de decirle que de no entregar la ciudad quedaría muerto o prisionero. Salvole de tan indigno lazo su serenidad y valor. Y como después platicase con los generales mismos, que insistían en la entrega, ofreciendo respeto a las personas y propiedades, y mantener a todos y cada uno en sus destinos y empleos, o degollar en otro caso a todos los moradores, contestó primero Calvo de palabra con entereza y brío, y después el gobernador militar marqués de Lazán por escrito, tan dignamente como ya lo había hecho ocho días antes. A poco de esto volose con estruendo horrible (si por descuido, o por obra de mano enemiga, no se sabe) el depósito de pólvora de la ciudad, confundiéndose por los aires envueltos en la humareda trozos de edificios, vigas, carros, y lo que era más horroroso, miembros dispersos de bastantes infelices que fueron víctimas de la explosión: lamentable tragedia, que produjo sucesivamente asombro y llanto en aquellos moradores (27 de junio). Acabó de hacer crítica su situación la llegada al campamento enemigo del general Verdier con un refuerzo de tres mil ochocientos hombres, treinta cañones de grueso calibre, cuatro morteros y doce obuses. Verdier, como más antiguo, tomó el mando en jefe de todas las fuerzas sitiadoras.
Aprovechó el francés el aturdimiento y la consternación en que puso a la ciudad el incendio del almacén de la pólvora para dirigir contra ella nuevos ataques, que sin embargo fueron rechazados con vigor. Pero otro contratiempo ocurrió en aquellos días de prueba a los sitiados. Atacado el Monte Torrero por tres columnas francesas, el comandante Falcó que defendía aquel puesto con varias piezas, algunos soldados de Extremadura y doscientos paisanos, después de algunas horas de resistencia le abandonó retirándose a la ciudad; conducta que fue calificada de traición por el vecindario, acaso con más pasión que fundamento, pero que sometido al fallo de un consejo de guerra acabó por ser arcabuceado. El daño que causó su retirada había sido en efecto grande. Dueño el enemigo de aquella altura, colocada en la eminencia una batería de gruesos cañones y morteros, comenzó, al propio tiempo que con otras levantadas en diferentes puntos, a bombardear horriblemente la ciudad el 30 de junio. A tiempo llegaron aquella misma noche trescientos soldados de Extremadura y cien voluntarios de Tarragona. Lejos de amilanarse los vecinos con la destrucción y el estrago de las bombas en casas y templos, diéronse a trabajar todos a competencia, los unos en abrir zanjas en las calles y atronerar puertas, los otros en levantar baterías, o arrumbar cañones viejos o apilar sacos de tierra, los otros en traer las aguas del Huerva a las calles para apagar los incendios, y los que más no podían empleándose en trabajos útiles en los sótanos, o poniéndose de atalayas en las torres para observar los fogonazos y avisar la llegada de las bombas; y otros en fin, ¡prueba grande de magnanimidad y patriotismo! quemando y talando sus propias quintas, huertas y olivares, que perjudicaban a la defensa encubriendo los aproches del enemigo.
La mañana siguiente (1.º de julio) ordenó Verdier un ataque general en todos los puntos, batiendo al propio tiempo la Aljafería, y las puertas de Sancho, Portillo, Carmen y Santa Engracia, que defendían oficiales intrépidos como Marcó del Pont, Renovales, Larripa y algunos otros{3}. Arreció principalmente el fuego en la del Portillo, siendo en aquel puesto tal el estrago, que los cañones quedaron solos, tendidos en el suelo y sin vida todos los que los habían servido. Dio esto ocasión a una de aquellas proezas insignes que dejan perpetua memoria a la posteridad, y se citan y oyen siempre con maravilla. Viendo una mujer del pueblo, joven de veinte y dos años y agraciada de rostro, que una columna enemiga avanzaba a entrar por aquel boquete, y que no osaba presentarse un solo artillero nuestro, con ánimo varonil y resolución asombrosa arranca la mecha aún encendida de uno de los que en el suelo yacían, aplícala a un cañón de veinte y cuatro cargado de metralla, y causa destrozo y mortandad horrible en la columna; ella hace voto de no desamparar la batería mientras la vida le dure; su ejemplo vigoriza a los soldados, que acuden otra vez a los cañones y renuevan un fuego tremendo. Aquella intrépida y célebre heroína (la historia ha escrito ya muchas veces su nombre) se llamaba Agustina Zaragoza. El general Palafox remuneró después su heroísmo, dándole insignias de oficial, una cruz y una pensión vitalicia{4}. Por fortuna se aparecieron como por encanto, fugados venían de Barcelona, dos oficiales de artillería, don Gerónimo Piñeiro y don Francisco Rosete, que sin darse descanso y tomando cada uno a su cargo una batería, con dirección ya más acertada e infundiendo aliento y brío en los nuestros, mantuvieron el fuego y el combate causando al enemigo grande estrago, hasta entrada la noche, en que suspendió el francés el ejercicio de cañón, pero no el bombardeo.
Renovose al día siguiente con igual furia. Mas ya los nuestros obraban con más serenidad, portándose como improvisados veteranos con solo la práctica de un día. Así fueron rechazados los que habiendo abierto brecha en la Aljafería se arrojaron a asaltarla. Así el comandante del puesto del Carmen, Marcó del Pont, tuvo presencia de ánimo para esperar que se aproximara a veinte pasos una columna, y a que los más valientes de ella treparan ya por la brecha, para dar la voz de fuego y barrer entonces casi toda la columna en la misma formación que llevaba. Así el marqués de Lazán recorría sereno, alentando a unos y premiando a otros, los puntos de más peligro; y así todos parecía haberse ido familiarizando con los riesgos. Pero un acontecimiento fausto difundió aquella tarde universal alegría en toda la población. El general Palafox, en cuya busca había ido don Francisco Tabuenca, comisionado por la junta militar hasta encontrarlo en Belchite, apareciose a las cuatro en la ciudad; de boca en boca corría la nueva, y de corazón en corazón el aliento que su presencia a todos inspiraba. Calculando Verdier que el modo de aproximarse con menos peligro a las puertas sería apoderarse de los conventos de Capuchinos y San José extramuros de la ciudad, hizo embestirlos con toda violencia y empuje: dos horas de pelea le costó el uno; porfiadas luchas tuvieron que sostener los franceses cuerpo a cuerpo en los claustros, en la iglesia, en las celdas mismas del otro, y aun así no le desalojaron los nuestros sino después de haberle incendiado. De este modo terminaron los combates de aquellos dos terribles días, cada vez más próximos sitiadores y sitiados, mas sin ganar aquellos un palmo de terreno en la ciudad.
Trató luego Verdier de circunvalarla, con el objeto también de impedir los auxilios de tropas, de víveres, de pólvora y otros artículos que los sitiados recibían, principalmente por el lado donde la baña el Ebro. Además de la pólvora que enviaban los alcaldes de las inmediatas villas para remediar la escasez producida por la explosión del día 27, recibiose de las fábricas de Villafeliche una remesa de trescientas diez y ocho arrobas, con ciento cincuenta de plomo, custodiada por un oficial y cincuenta soldados. El día 3 entraron más de trescientos voluntarios, y una compañía de cien hombres de tropa conducida por un coronel. Así cada día{5}. Con el fin de cortar las comunicaciones por el Ebro echó el enemigo un puente flotante de madera sobre el río, formando un ángulo saliente contra la corriente en el paraje en que ésta era mayor, enterradas sus cabezas en ambas orillas, y con dos amarras que salían a veinte varas a la parte superior; defendíanle sus parapetos, cañoneras y estacadas. Contra esta obra levantaron los nuestros varias baterías en el arrabal, desde las cuales sostenían largo tiroteo los paisanos, distinguiéndose entre ellos el ya otras veces nombrado tío Jorge. A muchas refriegas dio ocasión el establecimiento de aquel puente de balsas y el empeño de incomunicar por allí la ciudad, acudiendo a veces con refuerzos a aquella parte ya don Francisco Palafox, ya el mismo general su hermano, ya el intendente Calvo de Rozas, cuyo caballo derribó una vez un casco de granada. Y si bien los enemigos no lograron cumplidamente su propósito, consiguieron hacer mucho daño en las mieses, correrse hasta el río Gállego, cuyo puente incendiaron, así como las acequias y molinos que surtían de harinas la ciudad. Hicieron lo mismo, y fue uno de los mayores contratiempos para los de Zaragoza, con las de la fábrica de Villafeliche, que les había estado abasteciendo de pólvora. Para ocurrir a estas dos necesidades, que los ponían en la mayor angustia, se mandó que toda la harina que existía en la ciudad se destinase a amasar solamente pan de munición, del cual se conformaron todos a comer: y para la fabricación de alguna pólvora se apuró todo el azufre que había, y se arbitraron los más ingeniosos medios para obtener salitre y carbón; así la invención de los medios como las operaciones necesarias para alcanzar los resultados, se debieron al celo y conocimientos especiales del distinguido oficial de artillería don Ignacio López.
Reinaba en lo interior de la ciudad agitación extraordinaria, propia del estado de sobreexcitación de los ánimos, y uno de los trabajos de Palafox era oír los encontrados dictámenes y las opuestas censuras de militares y paisanos, tolerar actos de insubordinación en gentes muy exaltadas y muy poseídas de fuego patrio, pero no hechas a los hábitos de la obediencia, sufrir las fatales tergiversaciones que solían hacerse de sus órdenes verbales, y sobre todo evitar desórdenes y vejaciones, como la que intentó un eclesiástico llamado García, que fingiendo una orden pidió gente para degollar todos los franceses que se hallaban en las casas de la academia de San Luis, y a quienes la junta popular había dispuesto reunir allí, precisamente para ponerlos a cubierto de todo insulto{6}. En medio de una situación tan violenta y angustiosa ni los ánimos se abatían, ni dejaba de vigilarse constantemente al enemigo. Bien lo experimentó éste cuando saliendo una noche (17 de julio) muy sigilosamente del convento de Capuchinos con ánimo y esperanza de sorprender la puerta del Carmen, los nuestros que no dormían los dejaron aproximar sin dar señales de haberlo notado, y en el momento de dar el asalto rompieron de repente un fuego vivo dejando sin vida a los que tan confiados y ya tan seguros se creían. De cuantas sorpresas intentaron los sitiadores en el resto de aquel mes, en ninguna los encontraron desprevenidos. Antes bien, en una ocasión tuvieron los españoles la audacia de acercarse al Monte Torrero, mientras otros caían de rebato sobre el atrincheramiento francés, introduciendo en él la confusión, y volviendo a la ciudad con trofeos cogidos al enemigo y con señales inequívocas de que habían necesitado para ello de ímpetu y arrojo. Iguales y no menos arriesgadas salidas hacían por la parte del Ebro y del Gállego, y en varios reencuentros sacaron ventaja y ganaron reputación de arrojados algunos jefes militares como Torres, Obispo, Estrada, y Velasco, distinguiéndose entre ellos en los combates del 29 y 30 el coronel don Fernando Gómez de Butrón, cuyos partes se publicaron en Gaceta extraordinaria.
Mas toda la importancia, todo el interés, todo el valor de estos combates parciales desaparece, o por lo menos se debilita ante la gran lucha que esperaba a los zaragozanos, y que había de poner a prueba y hacer célebre en el mundo su constancia, su patriotismo, su valor indomable. El bombardeo que se renovó el último día de julio y los dos primeros de agosto no fue sino como el preludio y la preparación de otros días de horror, de desolación y de estrago por una parte, de arrojo y denuedo por otra. Los franceses habían construido un camino cubierto desde el convento de San José por la orilla del Huerva hasta el punto llamado la Bernardona. El coronel de ingenieros Lacoste, ayudante de Napoleón, que llegó después de los primeros ataques, les hizo ver que no eran aquellos puntos, sino el lado de Santa Engracia, por donde convenía embestir la ciudad. Con arreglo a su plan se colocaron hasta sesenta cañones, obuses y morteros, en siete baterías, algunas casi a tiro de pistola, todas a corta distancia de aquellas débiles tapias, que no muros, que delante tenían. En la mañana del 3 de agosto una lluvia de bombas y granadas, que hasta más de seiscientas en tres horas contó el vigía de la Torre Nueva, cayó sobre el barrio situado entre Santa Engracia, el Carmen y el Coso, destrozando unas casas y desplomando otras. Muchas de ellas, o por acaso, o de propósito, fueron dirigidas y cayeron sobre el hospital general, lleno de enfermos, heridos, niños expósitos y dementes. Escena lastimosa y triste la de aquellos desgraciados, que, despavoridos y temblorosos, se levantaban y corrían desnudos, los que no yacían postrados, buscando cómo salvarse, sin atinar cómo ni dónde, y la de los caritativos vecinos que acudían a trasladar en hombros los que podían a sitio más seguro. Así pasó aquel día en horroroso estruendo, que hacía retemblar la ciudad y se dejaba sentir algunas leguas a la redonda.
A la mañana siguiente (4 de agosto), después de un simulado ataque a la Aljafería y puerta del Portillo, se descubre de repente la formidable batería de Santa Engracia; veinte y seis piezas vomitan simultáneamente fuego contra el convento de este nombre, y casi todos sus defensores perecen entre sus ruinas: a las cinco horas quedan arrasadas todas las baterías de los zaragozanos; por dos anchas brechas que se han abierto se precipitan los franceses, atravesando el Huerva, e internándose en la población. Síguense recios y personales combates, con valor desesperado, sostenidos entre cadáveres y escombros. En lo más empeñado de la lucha hace el general Verdier llegar a manos de Palafox la siguiente lacónica propuesta: «Paz y capitulación.» El caudillo de los zaragozanos le responde sin vacilar: «Guerra a cuchillo.» Respuesta digna de los tiempos heroicos de Lacedemonia. Sigue la sangrienta lid, y pisando por encima de cadáveres avanzan los franceses llenos de orgullo hasta la calle del Coso. ¡Confianza temeraria! Una batería levantada precipitadamente hace tal estrago en los que en ella iban a desembocar, que renunciando a penetrar de frente, tienen que dirigirse por calles laterales y estrechas, y sufrir un fuego horroroso a quemarropa de todas las casas, hasta lograr entrar en ella y apoderarse del convento de San Francisco y del hospital general, donde hubo escenas terribles de espanto y de dolor. Tal vez no habrían ganado el Coso si la desgracia de haberse volado un repuesto de pólvora que cerca tenían los españoles no hubiera producido en estos cierto pavor y consternación.
Entonces abandonaron los nuestros, siendo uno de los últimos Calvo de Rozas, la batería que enfilaba a la calle de Santa Engracia, y encamináronse con él al arrabal, decididos a rehacerse allí y tomando más gente, volver a continuar la lucha, y prolongarla, si era posible, hasta la noche, dando así lugar a que vinieran los refuerzos que de fuera se esperaban. Porque en las primeras horas de aquella tarde calculando Palafox que le faltarían gente y recursos para desalojar los enemigos, determinó romper a todo trance la línea enemiga, y salir a recorrer la comarca en busca de auxilios, no sin arrancar antes de sus paisanos promesa y palabra formal que le dieron de sostenerse hasta que él volviera. Siguiéronle a poco sus dos hermanos el marqués de Lazán y don Francisco, que llegaron al anochecer al pueblo de Osera. Entretanto los vecinos que despavoridos huían del centro de la población se agolpaban a tomar el puente de piedra, causando el apiñamiento y la confusión muchas desgracias. En vano el comandante de la puerta del Ángel espada en mano intentó contener la muchedumbre; los lamentos de las mujeres hacían inútil su esfuerzo. Llegó en esto el teniente de húsares don Luciano Tornos, y mandando con resolución volver los cañones del puente y de San Lázaro hacia la multitud, y tomando en la mano una mecha, amenazó ametrallarla si no retrocedía: a esta demostración añadieron algunos eclesiásticos sus exhortaciones; el pueblo entonces se sobrepuso, reanimáronse los espíritus, y todos volvieron con nuevo ardor al lugar de la pelea.
Queriendo los franceses perseguir los paisanos hasta el puente que comunica con el arrabal, pero desconociendo las calles de la población, en vez de tomar la de San Gil, metiéronse por la estrecha y tortuosa callejuela del arco de Cineja. Aprovechando aquella equivocación los zaragozanos, en tanto que de todas las casas acribillaban a la encallejonada columna, arremetiéronla por los extremos y la destrozaron. En esto volvió Calvo del arrabal con seiscientos hombres de refresco; el anciano capitán Cerezo se presentó al frente de los suyos armado de espada y rodela, traje que caracteriza lo extraño de aquella lucha popular, y todos embistieron furiosamente por diversos puntos la calle del Coso en que acampaban los enemigos, lo cual unido a los disparos de carabina y de trabuco que les hacían desde las casas, los amedrentó de modo que tuvieron a bien guarecerse en los edificios del hospital general y San Francisco. Así sobrevino la noche. Imposible describir las hazañas personales de los zaragozanos en aquella ruda y espantosa pelea. «Zaragoza, dice el cronista de aquellos sitios, parecía un volcán, en el estrépito, en las convulsiones y en los encuentros rápidos con que donde quiera se luchaba y acometía. Todo era singular y extraordinario; unos por las casas, otros por las calles; en un extremo avanzando, en otro huyendo; cada cual, sin orden, formación ni táctica, tenía que hacer frente donde quiera lo exigía el riesgo: franceses y españoles andaban mezclados y revueltos: rara cosa se hacía por consejo u orden, y todo lo gobernaba el acaso… Si el enemigo asaltaba una casa derribando alguna entrada por la calle del Coso, allí estaban luego los patriotas, que ejecutando lo mismo con las puertas de la espalda, o entrando por las inmediatas, los cogían entre sus manos, clavándoles el acero en el pecho…» Cánsase el citado cronista de citar nombres propios de los que más por sus proezas se señalaron entre los valientes, que lo eran todos. ¿Pero qué mucho que lo fuesen los militares, como Renovales y Ferrer, los patricios ilustres como Calvo de Rozas, los eclesiásticos como don Santiago Sas, los monjes como fray José Garín, los hombres del pueblo como el tío Jorge, si lo eran también las mujeres, lo mismo de la humilde o modesta clase como Casta Álvarez, que de la alta y noble como la condesa de Bureta, prima de Palafox{7}? En aquel día de continuo y recio pelear fue herido el mismo general Verdier.
No quedó defraudada la confianza del pueblo en su querido caudillo Palafox. En su busca, y con objeto de enterarle de la situación en que las cosas quedaban, y de estimularle si necesario era, había salido, ya tarde, Calvo de Rozas. También fue allá, llevado de un fin semejante, el tío Jorge. Encontráronle en Villafranca de Ebro. No había sido infructuosa su expedición. Tropas llegadas de Cataluña se reunían en Osera, y además un cuerpo de cinco mil hombres procedente de Valencia pisaba ya el territorio aragonés. En el acto despachó Palafox, y aquella misma noche entraron en Zaragoza como emisarios el teniente coronel Barredo y el tío Jorge, anunciando la próxima llegada de los refuerzos, con que se realentó el espíritu de aquellos heroicos defensores, y se acallaron las hablillas de algunos descontentos y mal intencionados. Grande fue el entusiasmo, grande el ardor de los zaragozanos al ver en la madrugada del 5 entrar un cuerpo de quinientos guardias españolas conducido por el marqués de Lazán, enviado de vanguardia por su hermano, en tanto que él con el grueso de la fuerza hallaba medio de burlar la vigilancia del general Lefebvre, que mandaba otra vez en jefe después de la herida de Verdier, y noticioso de los movimientos de Palafox se había interpuesto para impedir su entrada, con la esperanza de destruirle con tal que le pudiera batir en campo abierto. Terrible fue también el día 5 en Zaragoza. Los choques y reencuentros continuaron en cada plaza, en cada calle, en cada casa, hasta de balcón a balcón y de tejado a tejado, sin que en esta lid pudiera servir a los franceses la ventaja de la disciplina, y siendo de mucha para los nuestros la protección de las familias en cada casa cuya posesión se disputaba.
Así se pasaron los días siguientes hasta el 8, que habiendo logrado Palafox cubrir con tres mil hombres de Huesca la altura de Villamayor que ocupaba, acertó a encubrir a Lefebvre su movimiento, y burlando su vigilante observación, penetró con su refuerzo por las calles de Zaragoza, alumbrando un sol claro su entrada, y llevando su presencia la confianza y el júbilo a todos los corazones. Inmediatamente congregó un consejo de guerra, en el cual se resolvió continuar defendiendo la ciudad palmo a palmo con el mismo tesón que hasta entonces, y en el caso de que el enemigo los fuera arrojando de cada barrio, cruzar el río y defenderse en el arrabal hasta morir todos si fuera preciso. Resolución que en gentes tales ya no puede admirarnos, y que se hubiera cumplido, pero que por fortuna hizo innecesaria el mal semblante que las cosas tomaron para los franceses. Llegoles en aquellos días la noticia de la gran victoria de nuestras armas sobre sus legiones en Bailen. Increíble no obstante les parecía, hasta que recibieron orden de Madrid para levantar el sitio y replegarse a Navarra. Todavía los detuvo allí una contraorden comunicada por el general Monthion desde Vitoria. Pero el día 11 (agosto) supieron la salida del rey José de Madrid, y el 13 recibió el sitiador la orden definitiva de retirarse. A tiempo fue en verdad, porque aquel mismo día la división española procedente de Valencia, al mando del mariscal de campo Saint-March, corría a meterse en Zaragoza conducida en carros voluntariamente aprestados por los naturales del país. Al levantar Lefebvre el sitio voló los restos del monasterio de Santa Engracia, hizo lo mismo con los almacenes y otros edificios de Torrero, destruyó pertrechos de guerra, arrojó al canal más de sesenta piezas de artillería{8}, y la mañana del 14 emprendió la marcha hacia Navarra, «caminando las tropas, dice un historiador francés, con el corazón lacerado, mostrando la más honda tristeza en su semblante, y humillados hasta el extremo por verse precisados a retroceder ante soldados a quienes tenían en poco.{9}» La división de Valencia los fue siguiendo hasta los confines de Navarra.
Tal y tan glorioso remate tuvo el célebre sitio de Zaragoza en 1808, en que además de haber sido humilladas las águilas francesas por hombres en su mayor parte no acostumbrados al manejo del cañón ni de la espada, por soldados inexpertos y por labriegos y artesanos, pudo ver ya, no solamente Napoleón, sino la Europa entera, de cuánto eran capaces hombres de tan duro temple y de corazón tan animoso. Excusado es ponderar el orgullo con que los zaragozanos vieron alejarse de los contornos de la ciudad los batallones imperiales que habían creído poder enseñorearse de ella en una noche, y marchaban con la vergüenza de no haberla podido dominar en dos meses de ruda y diaria pelea. En el júbilo de verse libres de enemigos no reparaban en que media ciudad quedara arruinada, y en que sus casas se hubieran hundido, o humeara todavía en ellas el fuego. Su primer cuidado fue dar gracias al Todopoderoso y a la Virgen del Pilar, objeto de su especialísima devoción, así como celebrar solemnísimas honras fúnebres por los que habían fallecido defendiendo la religión, la independencia y la libertad de la patria. Palafox, además de otras recompensas con que premió a los defensores de Zaragoza, creó un distintivo, que consistía en un escudo con las armas del rey y las de Aragón, y con el lema siguiente: Recompensa del valor y patriotismo{10}.
No marchaban con más prosperidad para la Francia los sucesos de la guerra en Cataluña. Los somatenes habían tomado en algunos puntos la ofensiva, y el castillo de San Fernando de Figueras que defendían cuatrocientos franceses se vio muy apurado y a punto de tener que capitular con aquellos, a no haber sido tan oportunamente socorrido por el general Reille, que ahuyentó a los catalanes (5 de julio). Este mismo general intentó tomar por sorpresa a Rosas (11 de julio), uno de los puntos en que tenían su apoyo los insurrectos; pero vigorosamente rechazado de allí, sufrió a su regreso no poco descalabro en sus tropas, acosadas por los somatenes que acaudillaba el valeroso y práctico don Juan Clarós.
Mas la empresa de importancia que en este tiempo acometió el ejército francés de Cataluña fue la de Gerona. No podía Duhesme soportar la humillación que el mes anterior había sufrido ante los muros de esta plaza, y ansioso de volver por su honra y de vengar el agravio, salió de Barcelona el 10 de julio al frente de seis mil hombres, gran tren de artillería, escalas y aprestos de sitio, diciendo, a imitación de César: «El 24 llego, el 25 la ataco, el 26 la tomo, y la arraso el 27.» Algo comenzaron a quebrantar su arrogancia las cortaduras que encontró en el camino hechas por los somatenes, las bajas que le hacían por retaguardia y flanco las partidas de don Francisco Milans y de los hermanos Besós de Guixols, y el fuego que del lado del mar le hacían una fragata inglesa y algunos buques catalanes. Quiso de paso rendir a Hostalrich, pero desistió en vista de la enérgica respuesta que dio su gobernador al general Goulas que le intimó la rendición (24 de julio). Llegó en efecto el 24, cumpliéndose así la primera parte de su pronóstico, delante de Gerona, donde se le incorporó, según plan concertado, el general Reille con nueve batallones y cuatro escuadrones, procedente de Figueras. A pesar de esto, no se cumplieron del mismo modo las otras partes del arrogante anuncio de Duhesme. Las operaciones de ataque se retrasaron: los catalanes tampoco habían estado ociosos: la junta general de Lérida se había propuesto organizar los diferentes cuerpos que guerreaban, y alistar hasta el número de cuarenta mil hombres. La situación de las Islas Baleares permitió enviar a Cataluña una expedición de poco menos de cinco mil hombres al mando del marqués de Palacio que gobernaba a Menorca, la cual desembarcó en Tarragona (23 de julio), y con esto tuvo por conveniente la junta de Lérida trasladarse a aquel puerto e investir con la presidencia al de Palacio, declarándole capitán general del Principado.
El desembarco de estas tropas, con un jefe acreditado a la cabeza, sirvió de núcleo, en derredor del cual se agruparon los destacamentos aislados, y los oficiales y militares sueltos, al mismo tiempo que decidió a los que no lo habían hecho por falta de un centro respetable en que apoyarse. El nuevo capitán general destacó al coronel de Borbón conde de Caldagues, francés al servicio de España, a reforzar los somatenes del Llobregat, donde se le unió su caudillo el coronel Baguet, y otra columna envió a San Boy, donde tuvo luego un encuentro con una partida que salió de Barcelona. Entre esta ciudad y Gerona solo estaba por los franceses el pequeño castillo de Mongat defendido por ciento cincuenta napolitanos: bloqueado por los somatenes que capitaneaba don Francisco Barceló, y combatido por mar desde la fragata Imperiosa de 42 cañones, de que era capitán lord Cochrane, de los napolitanos que defendían el castillo unos desertaron y otros se rindieron (31 de julio). El general Lecchi, que mandaba en Barcelona con cuatro mil hombres, casi todos italianos, cobró tal miedo a los somatenes, al verlos, ya acercarse a las puertas de la ciudad, ya en las alturas que dominan las calles, que temiendo cada día una insurrección dentro de la misma plaza, encerró sus tropas y todo su armamento y municiones en la ciudadela y en Monjuich. Entonces el marqués de Palacio dio orden a Caldagues para que en unión con los somatenes marchase en socorro de los de Gerona.
Duhesme, a pesar del lacónico y jactancioso anuncio de llegar, atacar, tomar y arrasar la plaza, había llevado las operaciones de sitio con una lentitud que formaba singular contraste con la prometida rapidez. Fuese falta de medios u otra causa, es lo cierto que iban pasados más de quince días en solos preparativos, dando lugar a que de Bayona les fuera comunicada a los dos generales orden superior, de suspender las operaciones ofensivas si hubieren comenzado. Picose entonces el amor propio de Duhesme, y sintiendo retirarse con apariencias de haber estado ocioso cuando todo se hallaba listo para el ataque, a pesar de la orden intimó la rendición a la plaza (12 de agosto). La junta respondió que estaba resuelta a arrostrarlo todo antes que faltar a la fidelidad de la causa nacional, y aquella noche rompieron los sitiadores el fuego dirigiendo las baterías incendiarias contra los bastiones de Santa Clara y San Pedro, San Pedro, y batiendo la mañana siguiente el castillo llamado, como el de Barcelona, de Monjuich. Asombraba a Duhesme y a Reille el poco efecto que hacían en los sitiados las baterías incendiarias, así como la prontitud con que reparaban y cubrían las brechas, guiados por los oficiales de Ultonia. Ya los sitiadores se preparaban a levantar el cerco en la mañana del 16; ya se veían también amenazados por las tropas de Caldagues, de Milans, de don Juan Clarós y demás que por orden del marqués de Palacio habían acudido de Martorell y se hallaban a la vista del campamento enemigo, cuando adelantándose a todos la guarnición de Gerona, llena de ardimiento, y conducida por el coronel del segundo de Barcelona don Narciso de la Valeta, y por el mayor del regimiento de Ultonia don Enrique O’Donnell, hace una salida impetuosa de la plaza, se arroja sobre las baterías enemigas de San Daniel y San Luis, las incendia, arrolla al quinto batallón de la quinta legión de reserva, infunde el espanto en otros cuerpos, en la acometida muere entre otros el comandante francés de ingenieros Gardet, y regresa la guarnición victoriosa a la ciudad.
Acabó este golpe de aterrar a los generales franceses, e hicieron lo que aun sin la orden de Bayona habrían tenido que hacer, que fue abandonar el sitio la noche del 16 al 17 de agosto, retirándose Reille sobre Figueras, Duhesme sobre Barcelona. No se atrevió éste a volver por el camino que había llevado, y huyendo de los tiros de la marina y de las cortaduras que en aquél se habían hecho, metiose por la montaña, teniendo que dejar en aquellas asperezas la artillería de campaña, después de haber abandonado la de batir al levantar los reales. Así llegó a la capital del Principado con sus tropas hambrientas y fatigadas; y tal fue el término de la segunda expedición de Duhesme contra Gerona, emprendida aún con más confianza y con más arrogancia que la primera, pero con éxito no menos desdichado{11}.
Veamos lo que a este tiempo pasaba en otro extremo de la península española, en el vecino reino de Portugal, cuya causa era igual a la española, y al cual dejamos en el capítulo XXIV del libro precedente, al ejemplo de España, animado con la protección de nuestras provincias fronterizas, y esperando apoyo y auxilio de Inglaterra. Protegiéronle los españoles, si no tanto como hubieran deseado, por lo menos todo lo que nuestra situación interior permitía, socorriéndole con tropas auxiliares, ya de Galicia, ya de Extremadura. Una corta división enviada por la junta de esta última provincia al mando de don Federico Moreti para fomentar la insurrección del Alentejo, unida a un cuerpo lusitano que comandaba el general Leite, fue acometida a las puertas de la ciudad de Évora por el general francés Loison, el hombre que por sus crueldades inspiraba más odio y más horror a los portugueses{12}. No le costó trabajo vencer y dispersar un conjunto de paisanos armados y de soldados inexpertos, si bien los que se refugiaron dentro de la ciudad opusiéronle más recia y formal resistencia, pero arrollados también en las calles, vengose el francés en entregar la población a merced de los soldados que se dieron libremente por espacio de dos horas al saqueo y a la matanza.
Mayor y más eficaz fue el auxilio que Portugal recibió de Inglaterra.
El gobierno británico que ya desde el 4 de julio había publicado una declaración oficial renovando los antiguos vínculos que habían unido a Inglaterra y España{13}, y que desde el principio de la insurrección había ofrecido auxilios a los diputados de Asturias y Galicia enviados a Londres, dispuso ahora que la expedición naval preparada antes del alzamiento de España contra nuestras Américas, fuerte de diez mil hombres, que se hallaba en el puerto de Cork, se dirigiese a Portugal, como lo verificó, tomando tierra en la bahía de Mondego. Mandábala el teniente general Sir Arturo Wellesley, conocido después con el título de duque de Wellington{14}. Habían de reunírsele las tropas del general Spencer, enviadas a Cádiz y al Puerto de Santa María, a disposición de la junta de Sevilla, por el gobernador de Gibraltar sir Hew Dalrymple; y además un cuerpo de otros diez u once mil hombres, procedente de Suecia, a las órdenes de sir John Moore; de modo que el ejército inglés de Portugal debía formar un total de más de treinta mil hombres con artillería y caballería. Pero al propio tiempo se le anunció que iría a mandar en jefe el ejército sir Hew Dalrymple, haciendo de segundo sir Harry Burrard, tocándole a él quedar de tercero como el más moderno de los generales. Mas aunque esto le fuese desagradable, como quiera que se le autorizó para emprender las operaciones, estimulado de la emulación y del deseo de gloria, determinó abrir inmediatamente la campaña, y así, apenas se le juntó Spencer se puso en marcha hacia Lisboa (9 de agosto) por Leiria, donde encontró al general portugués Freire con seis mil infantes y seiscientos caballos, y tomando de esta división sobre mil seiscientos portugueses, prosiguió su ruta y avanzó hasta Caldas, donde llegó el 15 de agosto.
Compréndese cuánto alegraría y cuánto realentaría a los portugueses el desembarco y la entrada de tan numerosos auxiliares, y cuánto alarmaría a Junot y a los franceses, precisamente cuando los traían ya tan inquietos las noticias de la frustrada expedición de Moncey a Valencia, de la derrota de Dupont en Bailén, y la salida del rey José de Madrid y su retirada al Ebro. Creyó necesario Junot ponerse a la cabeza de su ejército y salir al encuentro de los ingleses, después de dar sus instrucciones a otros generales y de disponer lo conveniente para la seguridad y tranquilidad de Lisboa. Mas no pudo evitar que el general Delaborde, que saliendo de Lisboa había reunido cinco mil hombres, fuera batido en la madrugada del 17 (agosto) delante de la Roliza por el ejército inglés; acción en que si bien los franceses pelearon y se condujeron con bizarría, dio mucho aliento e infundió gran confianza a los soldados de la Gran Bretaña, y fue el principio de la fama y reputación de sir Arturo Wellesley en la península ibérica.
Junot no salió de Lisboa hasta el 15 de agosto después de haber celebrado con toda solemnidad el aniversario del natalicio de Napoleón. Aunque había en Portugal veinte y seis mil franceses, estaban tan diseminados que para el día 20 solo pudo reunir sobre doce mil combatientes útiles{15}, que distribuyó en tres divisiones: mandaba la primera el general Delaborde, la segunda Loison, y la tercera Kellermann: guiaban la caballería y artillería Margaron y Taviel. El ejército inglés era mayor; habíansele incorporado cuatro mil hombres que desembarcaron en Maceira, y estaban para llegar del Báltico los once mil que conducía sir John Moore. Muy superior al francés en número, y no inferior en artillería, solamente en caballería era muy escaso, pues solo tenía doscientos dragones ingleses y doscientos cincuenta jinetes del país. Por lo mismo sir Arturo Wellesley escogió para esperar al enemigo una posición escabrosa en Torres-Vedras, en que hubiera poca necesidad de caballería y no pudiese tener esta ventaja su contrario. Supo entretanto haber arribado a la rada de Maceira sir Harry Burrard, y pasó a avistarse y conferenciar con él. Quería Burrard que se suspendiese todo combate hasta que llegaran los once mil hombres de Moore, y que Wellesley permaneciese en tanto con su ejército en la posición de Vimeiro. Mas para fortuna de éste, Junot a quien no convenía dar tiempo a que se juntasen todas las fuerzas británicas, resolvió atacar cuanto antes en Vimeiro a los ingleses.
El 21 por la mañana se divisaron los franceses viniendo de Torres-Vedras, y pronto se empeñó un rudo y recio combate, rompiéndole Delaborde, siguiéndole a poco Loison, y por último Kellermann con su reserva. Al cabo de algunas horas de lucha, los franceses llevaban perdidos mil ochocientos hombres, con tres piezas de artillería, muerto el general de brigada Solignac, y heridos los coroneles de artillería Prost y Foy. Los ingleses tuvieron ochocientas bajas. Aquellos se retiraron a una línea casi paralela a la de éstos. Wellesley hubiera querido perseguirlos, pero Burrard a quien correspondía el mando en jefe y había llegado al campo durante el combate, insistió en que no se persiguiera al enemigo hasta la llegada de Moore: pudo la determinación ser hija de la prudencia, pero muchos la han atribuido a celosa rivalidad. Es lo cierto que Junot tuvo tiempo para retirarse a Torres-Vedras sin ser incomodado. Al día siguiente (22 de agosto), sin dejar de continuar su movimiento de retirada hacia Lisboa, celebró consejo de generales, en que se acordó abrir negociaciones con los ingleses por medio de Kellermann, porque el país se levantaba en masa contra ellos, Lisboa estaba débilmente guarnecida, y los ingleses esperaban un refuerzo considerable.
Ya no era sir Harry Burrard, sino sir Hew Dalrymple, que acababa de desembarcar, el que mandaba el ejército británico cuando llegó Kellermann a proponer el armisticio. Mas no conociendo aquél la situación ni del ejército ni del país, encargó a sir Arturo Wellesley que se entendiera con el general francés. Conferenciaron en efecto los dos, y convinieron en un arreglo bajo las bases siguientes: 1.ª Que el ejército francés evacuaría el Portugal, y sería trasportado a Francia con su artillería, armas y bagajes: 2.ª que a los franceses establecidos en Portugal no se los molestaría por su conducta política, y los que quisieran podrían retirarse a su país en un plazo dado: 3.ª que la escuadra rusa permanecería en el puerto de Lisboa como un puerto neutral, y cuando quisiera darse a la vela no se la perseguiría sino trascurrido el término fijado por las leyes marítimas. Trazose una línea de demarcación entre los dos campos, y las hostilidades no podrían romperse sino avisándose con cuarenta y ocho horas de anticipación. Todas estas condiciones servirían de bases para una convención definitiva. En tanto que ésta se hacía, Junot regresó a Lisboa, donde encontró la agitación que era natural produjeran tales sucesos.
Todavía se pusieron muchos obstáculos y dificultades al proyecto de acomodamiento, entre ellas la de negarse el almirante Cotton a reconocer la neutralidad del puerto de Lisboa para los rusos. No solo estuvieron a punto de romperse las negociaciones, sino que el general inglés llegó a anunciar el 28 de agosto que daba por roto el armisticio, y que su ejército iba a marchar sobre Lisboa. Hacíase por momentos más crítica la situación de Junot, acosado por Wellesley y por la población portuguesa, habiendo además desembarcado en Maceira la división Moore. Al fin, logrando descartar ingeniosamente la cuestión de los rusos, se vino a un arreglo definitivo sobre las bases del preliminar, el cual se ajustó el 30 de agosto en Lisboa entre el general francés, Kellermann, y el cuartelmaestre general del ejército inglés, Murray. Este célebre tratado se llamó, aunque impropiamente, la Convención de Cintra, por la circunstancia de hallarse en esta población el cuartel general del ejército inglés cuando sir Hew Dalrymple puso su firma para la ratificación{16}.
No se mencionaba en ella ni al príncipe regente de Portugal ni a la junta suprema del reino; todo se había hecho sin la participación de los portugueses: reclamaron por lo tanto y protestaron algunos generales; levantáronse y se movieron recriminaciones y clamores en el pueblo de Lisboa contra varios de sus artículos, y los españoles se quejaban también de la convención. Mas donde se recibió el convenio con indignación más profunda fue en Inglaterra, donde se esperaba que el ejército de Junot por lo menos no saldría mejor librado de la derrota de Vimeiro que el de Dupont de la derrota de Bailén. Los diarios aparecieron con orlas negras en señal de luto público, y en algunos se grabaron láminas que representaban tres horcas para los tres generales que se habían sucedido en el mando del ejército de Portugal. El cuerpo municipal de Londres elevó al trono una enérgica representación, calificando el convenio de vergonzoso y de injurioso para la nación inglesa: otras corporaciones representaron también en el propio sentido; y en su virtud el gobierno mandó comparecer a los tres generales, Dalrymple, Burrard y Wellesley, para que respondieran a los cargos ante una comisión que se nombró para que examinara su conducta. Pero al fin, este tribunal, aunque desechó los artículos de la convención que podían ofender o perjudicar a españoles y portugueses, declaró no haber mérito para la formación de causa: fallo que tampoco agradó generalmente y se censuró mucho. Y por último la convención fue ejecutada con lealtad en todo lo que dependía de la autoridad inglesa.
Penosos fueron para los franceses los días que tuvieron que pasar en Lisboa, no oyendo por todas partes sino insultos, amenazas y gritos de muerte, teniendo que acampar en las plazas y en las alturas con la artillería enfilada a las embocaduras de las calles, temiendo siempre ser acometidos por la irritada muchedumbre. Duró aquel violento estado hasta mediado setiembre en que se hizo el embarque, con grande alegría del pueblo lusitano por verse libre de los franceses. De los veinte y nueve mil hombres que Napoleón había enviado a Portugal volvieron a Francia veinte y dos mil. Los prisioneros españoles que estaban detenidos en Lisboa o gemían en los pontones, en número de tres mil quinientos, procedentes de los cuerpos de Santiago, Alcántara, Valencia, y regimientos provinciales, y que habían de ser entregados al general inglés, se embarcaron a las órdenes del general don Gregorio Laguna, y desembarcaron en octubre en los puertos de la Rápita de Tortosa y los Alfaques. En Portugal fue restablecida la regencia nombrada por el príncipe don Juan, y se disolvieron las juntas populares.
Terminaremos este capítulo con las palabras de un historiador francés: «He aquí, dice, cuál era nuestra situación en agosto de 1808 en aquella España que tan precipitadamente habíamos invadido, y cuya conquista habíamos creído tan fácil. En el Mediodía lo habíamos perdido todo, después de dejar prisionero uno de nuestros ejércitos. A consecuencia de este descalabro, habíamos abandonado a Madrid, interrumpido el sitio de Zaragoza… y retrocedido sobre Tudela, y la única división que no había evacuado la provincia cuya ocupación se le encomendara, a saber, el reino de Cataluña, habíase visto en la precisión de encerrarse en Barcelona, bloqueada del lado de tierra por innumerables miqueletes, y de la parte del mar por la marina británica.» Y hablando de la convención de Cintra añade: «De manera que desde fines de agosto quedó evacuada hasta el Ebro toda la península, invadida tan fácilmente en febrero y marzo. Dos ejércitos franceses habían capitulado, honrosamente el uno y de una manera humillante el otro: los demás no ocupaban ya más terreno que el que media desde el Ebro a los Pirineos… En un instante perdimos nuestro renombre de lealtad, y el prestigio de invencibles que habíamos adquirido…»
{1} Hubo sin embargo algunos militares que parcialmente mandaban en ciertos sitios, como el capitán Cerezo, el coronel don Mariano Renovales, los tenientes Tornos, Viana y otros; como también labradores que capitaneaban los paisanos de su parroquia, como don José Zamoray. Entre las mujeres se distinguieron doña Josefa Vicente, esposa de don Manuel Cerezo, hermano del don Mariano; Estefanía López y algunas otras. Muchas particularidades de aquel célebre combate, que nosotros no podemos detenernos a referir, pueden verse en la Historia de los dos sitios de Zaragoza, por don Agustín Alcaide Ibieca, tres volúmenes en 4.º
{2} En la llamada de Sancho, por ejemplo, se colocó al beneficiado de la parroquia de San Pablo don Santiago Sas, y uno de sus ayudantes era el presbítero don Manuel Lasartesa.
{3} Como el ayudante de campo de Palafox, don Fernando M. Ferrer, que aquel día, y durante todo el sitio hizo servicios muy importantes.
{4} Todavía las Cortes españolas, en la legislatura de 1859, han recompensado aquel acto varonil, que fue un gran servicio patriótico, concediendo a una hija de la célebre Agustina la misma pensión nacional que disfrutó su madre.
{5} La fuerza armada que el 10 de julio había en Zaragoza, según el estado que presentó el inspector don José Obispo, era la siguiente: Guardias españolas y walonas; batallón de cazadores de Fernando VII; Extremadura; primer batallón de voluntarios de Aragón; batallón de voluntarios de Aragón de reserva del general; tercio de jóvenes; primer tercio de Nuestra Señora del Pilar; tercio de fusileros de Aragón; tercio de don Gerónimo Torres; tercero cuarto y quinto tercio de voluntarios aragoneses, portugueses y cazadores extranjeros; real cuerpo de artillería; compañía de Parias. La total fuerza respectiva de estos cuerpos consistía en 1.911 hombres de tropa veterana, y 6.671 bisoños. De ellos se empleaban en servicio activo diariamente 3.314 hombres de tropa y paisanos. Además existía el segundo tercio de Nuestra Señora del Pilar, llamado de los jóvenes, que serían unos 626, y las compañías de Tauste: debiendo agregarse la tropa que entró el 9 de julio con don Francisco Palafox, y la porción de caballería coordinada bajo la dirección del coronel Acuña.– Alcaide, Sitios de Zaragoza, tomo I, cap. 15.
Las fuerzas que mandaba Verdier ascendían a 13.000 hombres.– Memorias del rey José, tomo IV Correspondencia, página 363.
{6} Este eclesiástico tenía instintos y abrigaba intenciones y propósitos semejantes a los del canónigo Calvo en Valencia, y llevaba trazas de ejecutar parecidos horrores, si no hubiera sido tan pronto reprimido y escarmentado por autoridades tan enérgicas y tan nobles como Palafox, Calvo de Rozas, y la junta entera.– Alcaide, Sitios de Zaragoza, tomo I, cap. 16.
{7} Con razón dice un historiador nuestro: «Debieran haberse eternizado muchos nombres que para siempre quedaron allí oscurecidos, pues siendo tantos y habiéndose convertido los zaragozanos en denodados guerreros, su misma muchedumbre ha perjudicado a que se perpetúe su memoria.»– Toreno, Revolución, lib. V.– Sin embargo, muchos de estos nombres citó y dio a conocer Alcaide Ibieca en su Historia de los dos sitios, de que acaso no hubiera sido impropio hacer mención en una Historia especial de la guerra de la Independencia; así como en esta que escribimos no sería posible, sin desnaturalizar su índole, llenar el vacío que el ilustre conde advierte, y que todo buen español debe sentir.
{8} A saber:
Morteros de 12 pulgadas… | 5 |
Obuses de 8 pulgadas… | 5 |
Cañones de a 18… | 2 |
Ídem. de a 16… | 4 |
Ídem. de a 12… | 3 |
De diferentes calibres… | 35 |
Además dejaron las siguientes piezas:
3 obuses en la huerta de Capuchinos.
2 morteros en el conejar la torre de Forcada.
4 obuses en la ribera derecha del Huerva.
29 cañones y un mortero en la batería levantada contra las tapias de Santa Engracia.– En la Casa Blanca se hallaron 56 cureñas de buen servicio.
{9} Thiers, Historia del Imperio, lib. XXXI.
{10} En la citada Historia de los Dos Sitios de Zaragoza de don Agustín Alcaide Ibieca se inserta buen número de documentos relativos a este primer sitio, proclamas, bandos, correspondencia de los jefes españoles entre sí, partes de los comandantes de los puestos, &c., en que se dan curiosos pormenores sobre los muchos incidentes que diariamente ocurrían en aquel memorable asedio. Hay también un estado nominal de los heridos en la acción del 15 de junio llamada de las Eras; otro de las fuerzas francesas que, según el general Foy, había en España en mayo de 1808; un resumen general de la fuerza y organización del ejército permanente español en la misma época; otro de las fuerzas que había en Zaragoza a principios de junio, y otro de las que existían en todo el reino de Aragón en 13 de agosto.
Además de lo que sobre este primer sitio de Zaragoza se lee en las historias españolas y francesas de la Guerra de España contra Napoleón, y además de los diarios, gacetas, proclamas y manifiestos, que se publicaron sobre este particular episodio, escribiéronse sobre él varios opúsculos, de los cuales se imprimieron algunos, y otros permanecieron inéditos; tales como la Campaña de verano del año 1808 en los reinos de Aragón y Navarra, por el marqués de Lazán; Defensa de Zaragoza, o Relación de los dos sitios, &c. por don Manuel Caballero, que se tradujo al francés; Sucinta relación de las obras ofensivas y defensivas que se han ejecutado durante el sitio de la ciudad de Zaragoza en el año 1808, por un oficial del cuerpo de ingenieros; Excesos de valor y patriotismo, o Relación de lo ocurrido en los dos sitios de Zaragoza, &c., por el Dr. don Miguel Pérez y Otal; y otros varios que sería prolijo enumerar. De todos ellos hemos tomado lo más que a nuestro juicio puede en una Historia general tener cabida; y aun, como observarán nuestros lectores, atendida la importancia de tan gloriosa lucha, le damos en nuestra Historia acaso más extensión de la que en rigor le corresponde por su naturaleza de general, y tanta por lo menos como en las particulares que sobre la guerra de la independencia se han escrito; lo cual hacemos en gracia de nuestros lectores, y esperamos que por lo mismo no lo habrán de mirar con desagrado.
{11} Dice Toreno que el número de los sitiadores ascendía a cerca de nueve mil. Nosotros creemos que era mayor, porque Duhesme llevó de Barcelona por lo menos seis mil, y la división de Reille no bajaba de cinco mil, según nos dice el mismo general Foy, y en esto debe ser creído, en su Historia de la guerra de la Península, lib. VII.
{12} Llamábanle en el país Maneta, porque había perdido un brazo, y aborrecíanle principalmente por sus ejecuciones en Caldas.
{13} «Habiendo S. M., decía este documento, tomado en consideración los esfuerzos de la nación española para libertar su país de la tiranía de la Francia, y los ofrecimientos que ha recibido de varias provincias de España de su disposición amistosa hacia este reino; se ha dignado mandar y manda por la presente, de acuerdo con su consejo privado:
1.º Que todas las hostilidades contra España de parte de S. M. cesen inmediatamente.
2.º Que se levante el bloqueo de todos los puertos de España, a excepción de los que se hallan todavía en poder de los franceses…»
Seguían otros tres artículos en el mismo espíritu y sentido.
{14} Era sir Arturo natural de Irlanda, hermano del marqués de Wellesley, gobernador general de la India, a cuyas órdenes se había distinguido en un mando militar. Estuvo después a la cabeza de una brigada en la corta campaña de Copenhague, que le valió ser promovido al grado de teniente general. Formó parte del ministerio en calidad de secretario de Estado de Irlanda, y estaba adherido por sus opiniones políticas al sistema de gobierno de Pitt. Era reputado en Inglaterra por hombre de gran resolución. Tenía cuarenta años, y era de complexión robusta.
{15} Según el general Foy, que entonces mandaba como coronel una batería de diez piezas en la división de reserva, las marchas de julio habían causado cerca de 3.000 bajas, especialmente en los hospitales: 5.600 hombres guarnecían las plazas de Almeida, Elvas, Palmela, Peniche y Santaren: 2.400 había en Lisboa: 4.000 en la flota guardando los españoles prisioneros en los pontones y cuidando los buques: 3.000 repartidos en los fuertes a las dos riberas del Tajo.– Historia de la guerra de España, libro VIII.
{16} He aquí los principales artículos de esta famosa convención:
1.º Todas las plazas y fuertes del reino de Portugal ocupados por las tropas francesas se entregarán al ejército británico en el estado en que se hallen al tiempo de firmarse este tratado.
2.º Las tropas francesas evacuarán a Portugal con sus armas y bagajes; no serán consideradas como prisioneras de guerra, y a su llegada a Francia tendrán libertad para servir.
3.º El gobierno inglés suministrará los medios de trasporte para el ejército francés, que desembarcará en uno de los puertos de Francia, en Rocheford y Lorient inclusivamente.
4.º El ejército francés llevará consigo toda su artillería de calibre…
5.º El ejército francés llevará consigo todos sus equipajes, y todo lo que se comprende bajo el nombre de propiedad de un ejército…
6.º La caballería podrá embarcar sus caballos, así como también los generales y oficiales de cualquiera graduación, quedando a disposición de los comandantes británicos los medios de trasportarlos…
7.º El embarco se hará en tres divisiones…
16.º Todos los súbditos de Francia o de cualquiera otra potencia su aliada o amiga que se hallen en Portugal con domicilio o sin él, serán protegidos, sus propiedades serán respetadas, y tendrán libertad para acompañar al ejército francés, o permanecer aquí…
17.º Ningún portugués será responsable por su conducta política durante la ocupación de éste país por el ejército francés; y todos los que han continuado en el ejercicio de sus empleos, o que los han aceptado durante el gobierno francés, quedan bajo la protección de los comandantes ingleses…
18.º Las tropas españolas detenidas a bordo de los navíos en el puerto de Lisboa, serán entregadas al general en jefe inglés, quien se obliga a obtener de los españoles la restitución de los súbditos franceses, sean militares o civiles, que hayan sido detenidos en España, sin haber sido hechos prisioneros en batalla, o en consecuencia de operaciones militares, sino con ocasión del 29 de mayo y días siguientes.
19.º Inmediatamente se hará un canje de prisioneros de todas graduaciones que se hayan hecho en Portugal desde el principio de las presentes hostilidades…
Dado y concluido en Lisboa a 30 de agosto de 1808.– Firmado.– Jorge Murray.– Kellerman.