Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo III
La Junta Central
Napoleón en España
1808 (de agosto a noviembre)
Conducta del Consejo después de la salida de José Bonaparte.– Se arroga el poder supremo.– Disgusto con que lo reciben las juntas.– Reconócese la necesidad de crear una autoridad soberana.– Opiniones y sistemas sobre su forma y condiciones.– Prevalece el de la instalación de una Junta Central.– Cuestiones con el Consejo. Pretensión desairada del general Cuesta.– Venga su enojo en los diputados de León.– Instálase en Aranjuez la Junta Suprema Central gubernativa del Reino.– Personajes notables que había en ella.– Floridablanca.– Jovellanos.– Partidos que se forman.– Es aplazada la idea de la reunión de Cortes.– Organización de la junta.– Quintana secretario.– Primeras providencias de aquella.– Se da tratamiento de Majestad.– Príncipes extranjeros que solicitan tomar parte en la guerra de España, y con qué fines.– Heroicos y patrióticos esfuerzos de la división española del Norte para volver a su patria.– Lobo, Fábregues, el marqués de la Romana.– Tierno y sublime juramento de los españoles en Langeland.– Embárcanse para España y arriban a Santander.– Entrada en Madrid de los generales Llamas, Castaños, Cuesta, y la Peña.– Acuérdase el plan de operaciones.– Tiénese por inconveniente.– Marcha de Blake con el ejército de Galicia desde Astorga a Vizcaya.– Entra en Bilbao.– Pierde aquella villa, y la recobra.– Distribución de los ejércitos españoles.– Únese a Blake la división recién llegada de Dinamarca.– Sitúase en Zornoza.– Posiciones de los ejércitos del centro, derecha y reserva.– Tiempo que se malogra.– Tropas francesas enviadas diariamente por Napoleón a España.– Movimientos de españoles.– Malograda acción de Lerín.– Apodérase de Logroño el mariscal Ney.– Determina Napoleón venir a España.– Su mensaje al Cuerpo legislativo.– Llega a Bayona.– Distribución de su ejército en ocho cuerpos.– Acción de Zornoza entre Blake y Lefebvre.– Su resultado.– Retírase Blake a Balmaseda.– El mariscal Víctor refuerza a Lefebvre.– Triunfo de los españoles en Balmaseda.– Faltan las subsistencias, y se retira Blake a Espinosa de los Monteros.– Entra Napoleón en España.– Llega a Vitoria.– Toma el mando de los ejércitos, y resuelve emprender las operaciones.
Ocasión parecía ser la salida y alejamiento de Madrid del rey intruso y de sus escasos parciales, la más oportuna para establecer un gobierno que diera unidad a los que se habían ido improvisando en cada provincia. Que aunque Madrid no era entonces de esas capitales que por su población y riqueza ejercen un influjo poderoso en todos los radios de la circunferencia de una nación, e imprimen el sello y fuerzan a seguir el rumbo de sus resoluciones, con todo siempre la que es asiento de la autoridad suprema y residencia del poder soberano, influye grandemente y da aliento y calor a los que están acostumbrados a mirarla como el corazón de la vida oficial, y como el centro de donde emana y se deriva el impulso que mueve todas las ruedas de la máquina del Estado. Mas la oportunidad no se aprovechó, y la capital quedó huérfana de gobierno. La población, acaso amedrentada con el escarmiento del 2 de mayo, y recelosa de que se repitiera si volvían los franceses, no le nombró. La junta suprema que había dejado establecida Fernando VII se había desautorizado a sí propia dando validez a las renuncias de Bayona, y sometiéndose a la autoridad de los delegados de Napoleón. Quedaba el Consejo de Castilla, no mejor conceptuado que aquella, por su conducta, vacilante y tímida unas veces respecto al gobierno intruso, otras evidentemente censurable y reprensible. Con pocas esperanzas de ser obedecido, aunque con pretensiones fundadas en antiguas preeminencias, por más que nadie se presentaba a disputarle el poder, tampoco él se atrevía a tomarle, hasta que un desorden ocurrido con motivo del asesinato de un tal Viguri, tachado de mala conducta y de adicto a Napoleón, le deparó ocasión y le alentó a arrogarse el poder supremo, de que había verdadera necesidad de encargarse alguien, aunque era lástima no hubiese caído en otras manos.
Mas no tardó en experimentar aquel cuerpo el ningún prestigio de que gozaba en la nación, pues habiéndose dirigido a las juntas de provincia y a los generales de los ejércitos, a las unas para que enviaran diputados que en unión con el Consejo acordasen los medios de defensa, a los otros llamándolos también a la capital, recibió de aquellas y de éstos duras y agrias contestaciones dándole en rostro con su sospechosa conducta; distinguiéronse por la acritud del lenguaje en sus respuestas, entre las juntas la de Galicia y Sevilla, entre los generales don José de Palafox. Mas no por eso desistió de su propósito de constituirse en centro de autoridad, y para sincerarse de los cargos que se hacían a su anterior conducta publicó un Manifiesto a la nación. Favorecían a su intento ciertas desavenencias y altercados suscitados entre las mismas juntas, cosa no extraña en poderes aislados e independientes, nacidos y formados en momentos difíciles, críticos y de gran perturbación. Rivalidades y discordias habían mediado entre la de Sevilla y Granada, con motivo de querer aquella que le estuviese ésta subordinada y sometida, haciéndose necesaria para su avenencia la mediación eficaz de hombres respetables y cuerdos. Habían formado una sola las de Castilla y León, pero desavenidas luego con el general Cuesta, retiráronse a Ponferrada, y de allí a Lugo, donde unidas con la de Galicia intentaron constituir una general que representara todas las provincias del Norte. Sin embargo, Asturias no se prestó a este plan, ya por rivalidad con la de Galicia, ya porque columbrase y prefiriese una central y suprema.
Reconocían todos los hombres pensadores la necesidad de un nuevo poder, identificado con la revolución, y que representara la autoridad soberana. Cuestionábase sobre la forma y organización que sería más conveniente darle: halagaba a algunos un régimen federativo que no aniquilara la acción de cada localidad, que podría ser más directa y activa, y por tanto más eficaz en la clase de lucha que se había comenzado; preferían otros la reunión de las antiguas Cortes del reino, como representación más nacional, y como institución ya conocida por muchos siglos y respetable en España; y opinaban otros por una junta central suprema, compuesta de individuos y representantes de las que ya existían en las provincias. Sobre no carecer de inconvenientes los dos primeros sistemas en circunstancias como las de entonces, presentábase el tercero como el más hacedero y fácil. El bailío don Antonio Valdés, que presidia las tres juntas de Castilla, León y Galicia, consiguió persuadirlas a la adopción de éste último, conviniendo en concurrir con el nombramiento de diputados a formar una central con las demás del reino. Prevaleció en las más esta misma idea; Asturias, Valencia, Badajoz, Granada y otras dieron pasos en este sentido, y Murcia puede decirse que se había adelantado a todas, excitándolas en una circular que les dirigió a formar un cuerpo y a elegir un Consejo que gobernara a nombre de Fernando VII. Y hasta Sevilla, no obstante el sentimiento que debía naturalmente causarle descender de la especie de supremacía que desde su instalación había ejercido, se adhirió al fin al común dictamen nombrando individuos de su seno que la representaran en una junta única y central.
La dilación ocasionada por las anteriores diferencias solo había venido bien al Consejo, que a su sombra continuaba apoderado de la autoridad, con la esperanza de conservarla tanto más tiempo cuanto la junta tardara en reunirse. Sus providencias no eran ciertamente para atraerse las voluntades de los hombres ilustrados, ni tampoco las de los comprometidos en la insurrección popular; puesto que a vueltas de tal cual tibia medida en favor de la causa de la independencia, perseguía y aun procesaba a los que tenían papeles de las juntas, coartaba la imprenta, como quien se asustaba de la propagación de toda idea liberal, y reducía a dos veces por semana la publicación de la Gaceta, recientemente hecha diaria. Fiaba sobre todo en la protección de los generales, que por los motivos que después diremos habían concurrido por este tiempo a Madrid, y principalmente en la del general Cuesta, antiguo gobernador del Consejo, nada aficionado al elemento popular, y ya indispuesto por esto mismo con las juntas de León y Galicia. Atreviose en efecto Cuesta a proponer a Castaños dividir el gobierno de la nación en civil y militar, confiando la parte civil y gubernativa al Consejo, y reservando la militar para ellos dos en unión con el duque del Infantado. Columbró Castaños el fin que podía envolver la proposición, y no se dejó ni seducir ni fascinar de ella. No fue Cuesta más feliz en otra proposición que hizo en consejo de generales que se celebró en Madrid en aquellos días (5 de setiembre), para que se nombrara un comandante en jefe: en ninguno de los otros encontró eco su indicación. Amohinado Cuesta con estos dos desaires, salió de Madrid, y descargó su despecho contra la junta de León, de que anteriormente, como indicamos ya, se hallaba resentido, haciendo arrestar a sus dos vocales el presidente don Antonio Valdés y el vizconde de Quintanilla, en camino ya para representarla en la central. Como rebeldes a su autoridad quiso tratarlos, y los hizo conducir y encerrar en el alcázar de Segovia: no bien quisto ya del pueblo el general Cuesta, acabole de indignar con esta tropelía.
Pero ni esta ni otras maquinaciones alcanzaron a atajar el vuelo de la idea ya dominante de junta central. Iban ya concurriendo a Madrid diputados de las de provincias, y solo se dudaba cuál sería el punto más conveniente para su reunión. Repugnaban algunos que lo fuese la capital, por temor a la influencia siniestra del Consejo. La junta de Sevilla había propuesto a Ciudad Real, y a esto se inclinaban muchos; pero la circunstancia de haberse reunido un buen número en Aranjuez resolvió la cuestión, acordándose tener las primeras sesiones en aquel real sitio. En efecto, después de algunas conferencias preparatorias para el examen de poderes y arreglo de ceremoniales, el 25 de setiembre de 1808 se instaló solemnemente en el palacio real de Aranjuez el nuevo gobierno nacional bajo la denominación de Junta Suprema Central gubernativa del reino, compuesta de dos diputados nombrados por cada una de las de provincia{1}. Fue elegido presidente el anciano y respetable conde de Floridablanca, que lo era por Murcia, y secretario don Martín de Garay, vocal de la de Extremadura. Personaje de todos conocido y altamente reputado el primero, nada podríamos decir aquí de él que no fuera repetir lo que en tantos lugares de nuestra historia queda consignado. El segundo era hombre de instrucción, práctica y manejo de negocios, y muy propio para aquel cargo. Pertenecían a la junta hombres ilustres y de esclarecida fama, tal como don Gaspar Melchor de Jovellanos, cuyo solo nombre nos dispensa de recordar a nuestros lectores todo lo que de él hemos pregonado en nuestra obra, y es de notoriedad sabido. Era también vocal el antiguo ministro de Marina, bailío don Antonio Valdés. Los demás, aunque pertenecientes a las clases más distinguidas del estado, como altas dignidades de la Iglesia, de la magistratura y de la milicia, grandes de España y títulos de Castilla, eran buenos repúblicos, pero sus nombres, en general poco conocidos de antes, habían comenzado a sonar con ventaja en la revolución.
Fue generalmente recibida con aplauso la noticia de la instalación de la Central, si se exceptúan algunas juntas que sentían ver mermadas su importancia y sus atribuciones, e intentaron, aunque en vano, conservarlas a costa de coartar y rebajar las de los diputados de la Suprema. Por su parte el Consejo cumplió, aunque perezosamente, la orden de ésta de prestarle juramento de obediencia todos sus individuos, y de expedir las cédulas y provisiones correspondientes a los prelados, cabildos, superiores de las ordenes, tribunales y demás corporaciones eclesiásticas y civiles, para que reconociesen y se sujetasen en todo a la nueva autoridad soberana (30 de setiembre). Mas por no dejar de poner reparos y buscar medios de disminuir un poder que absorbía el suyo, significó su deseo de que se adoptaran las tres medidas siguientes: 1.ª que el número de vocales de la Junta se redujese al de las regencias en los casos de menor edad de los reyes, según la ley de Partida, es decir, a uno, tres o cinco: 2.ª que se disolvieran las juntas de provincias: 3.ª que se convocaran Cortes conforme al decreto de Fernando VII en Bayona.– En la primera se contradecía el Consejo a sí mismo, puesto que no hacía mucho que queriendo él erigirse en centro de gobierno superior había excitado a los presidentes de las juntas a que viniesen a unírsele, juntamente con otras personas que aquellas delegasen, lo cual no era menos contrario a la ley de Partida que la Junta Central.– La segunda, esto es, la extinción de las juntas provinciales, sobre envolver ingratitud a los servicios que acababan de prestar, era prematura y perjudicial en aquellos momentos, en que tan útiles podían ser todavía, bien que con más limitadas facultades.– En cuanto a la tercera, que en verdad era bien extraño la propusiera el Consejo, exigía más preparación, más espacio y más desahogo que el que entonces tenía la nación.
Halló no obstante esta última idea eco y apoyo en algunos individuos de la Junta, y principalmente en el ilustre Jovellanos, en cuyo sistema de gobierno, y como necesidad de que hubiese un poder intermedio entre el monarca y el pueblo, entraba la convocación y reunión de Cortes. Así fue que desde las primeras sesiones propuso dos cosas, a saber, que desde principio del año inmediato se nombrase una regencia interina, subsistiendo la Junta Central y las provinciales, aunque reducidas en número, y en calidad de auxiliares de aquella, y que tan pronto como la nación se viera libre del enemigo se reuniera en Cortes, y si esto no se verificase antes, para el octubre de 1810. Pero contrario al parecer de Jovellanos era en este punto el del presidente, conde de Floridablanca, a quien vimos en los últimos años de su ministerio, asustado ante los excesos de la revolución francesa, mirar con recelo y oponerse a toda reforma que tendiera a dar ensanche al principio popular, y trabajar con decisión y ahínco en favor del poder real y absoluto. Estas mismas ideas sustentaba el venerable anciano en la Junta. Formaban, pues, en ella dos partidos estos dos respetables varones; pero arrimábase mayor número de vocales al de Floridablanca, como más conforme a sus antiguos hábitos. Así fue que tanto por esta razón, como por temor de perder la Junta en autoridad, y alegando ser más urgente tratar de medidas de guerra que de reformas políticas, la propuesta de Jovellanos, y por consecuencia la del Consejo, de buena o mala fe hecha por parte de éste, no fue admitida por la mayoría, o al menos se suspendió resolver sobre ella para más adelante. Las otras insinuaciones del Consejo se llevaron muy a mal, y no insistió sobre ellas.
Dividiose la Junta para el mejor orden y despacho de los negocios en cinco secciones, tantas como eran entonces los ministerios, debiendo resolver los asuntos graves de cada una en junta plena. Al mismo efecto se creó una secretaría general, cuyo cargo se confirió al afamado literato y distinguido patricio don Manuel José Quintana, a cuya fácil y vigorosa pluma se encomendaba la redacción de los manifiestos, proclamas y otros documentos que tenía que expedir la central: atinado acuerdo, con el cual ganó crédito la corporación, si no por sus providencias, siquiera por la dignidad de su lenguaje. No fueron en verdad aquellas muy propias para adquirir prestigio: pues sobre haber comenzado por dar tratamiento de Majestad al cuerpo, de Alteza al presidente, de Excelencia a los vocales, por decorar sus pechos con una placa que representaba ambos mundos, y por señalarse un sueldo de 120.000 rs. para cada individuo; sobre faltarle actividad y presteza en las resoluciones, las que tomó en el principio no la acreditaban para con los hombres ilustrados, ni podían ser de su gusto, porque eran de retroceso en la vía de las reformas, tales como la suspensión de las ventas de los bienes de manos muertas, la permisión a los jesuitas expulsos de volver a España como particulares, el nombramiento de inquisidor general, las trabas de la imprenta y otras de índole parecida.
Aunque en lo económico tampoco hizo progresos, era más disculpable por la dificultad de remediar con mano pronta en tales circunstancias, dado que hubiese habido inteligencia, eficacia y celo, el trastorno que en la administración había producido un sacudimiento tan general, con los dispendios que eran consiguientes. En cuanto a lo militar, que a la sazón se miraba como lo de más urgencia, censurose también a la Junta de tardía en las medidas que anunció como necesarias y como proyectadas en su manifiesto de 10 de noviembre, y principalmente la de mantener para la defensa de la patria una fuerza armada de quinientos mil infantes y cincuenta mil caballos, con otros recursos y medios vigorosos que decía era menester adoptar. Mas como en aquel tiempo se hubieran experimentado ya contratiempos y desgracias, en vez de adelantos en la guerra, cúmplenos reanudar nuestra interrumpida narración de las operaciones militares, y dar cuenta del estado de la lucha y de la situación de los ejércitos.
Varios personajes, y aun príncipes extranjeros habían solicitado, llevados de diferentes fines, venir a España a tomar parte en la guerra emprendida contra Napoleón. Entre ellos el general francés Dumouriez, convertido en aventurero y realista desde que se hizo tránsfuga de la revolución de su patria: el conde de Artois, que después fue Carlos X: el de Blacas, que pretendía a nombre de Luis XVIII, como jefe de la casa de Borbón, la corona de España, extinguida la rama de Felipe V: el príncipe de Castelcicala, embajador del rey de las Dos Sicilias, que hacía iguales pretensiones en favor de su amo, y con tal insistencia que hubo de venir a Gibraltar el príncipe Leopoldo, hijo segundo de aquel monarca, en unión con el duque de Orleans y otros emisarios, a proseguir y activar las pretensiones y manejos del embajador. Contestose a cada cual en términos dignos, y adecuados a lo que cada uno merecía, pero recusando los ofrecimientos o las pretensiones de todos, de cuyas resultas volvió el de Sicilia a su tierra, y el de Orleans se encaminó a Londres. Lo único que el último consiguió fue que se esparciera por Sevilla la especie de que convendría una regencia, compuesta del príncipe Leopoldo, del arzobispo de Toledo cardenal de Borbón, y del conde del Montijo: idea que fue recibida y mirada con general menosprecio. Lo que se tentó por parte de los diputados españoles que estaban en Londres fue mover al gabinete de Rusia a que nos enviara socorros, pero el comisionado que fue con esta misión halló aquel gobierno poco dispuesto todavía a mostrarse hostil a la Francia, y la tentativa no produjo resultado.
Otro auxilio, más legítimo, como que era español, y por lo mismo destinado a ser más positivo y eficaz, fue el que se buscó con mejor éxito, y se logró con esfuerzos verdaderamente extraordinarios y maravillosos, hasta el punto de realizarse lo que parecía y era mirado casi como un imposible. Hablamos de la vuelta a España de aquel ejército de más de catorce mil hombres, mandado por el marqués de la Romana, que el lector recordará haber sido enviado años atrás por Napoleón al Norte de Europa, arrancándole artificiosamente de su patria y alejándole de ella para sus ulteriores fines. Allá se hallaban aquellas lucidas tropas, interpuestas entre el mar y los ejércitos imperiales, en las apartadas islas y regiones de Langeland, la Fionia, la Jutlandia y la Finlandia, vigiladas por el mariscal Bernadotte, incomunicadas con su patria, sin saber la insurrección y las novedades que en ella habían ocurrido, y hasta separados y aislados entre sí unos de otros cuerpos. Solo había llegado allá un despacho de Urquijo, como ministro del rey José, para que se reconociese y jurase a éste como rey de España. La notificación de esta orden para su cumplimiento excitó vehementes sospechas y produjo profundo disgusto en aquellos buenos españoles: salieron gritos contra Napoleón de algunos cuerpos, subleváronse otros, que fueron desarmados, redoblose la vigilancia, fue necesario obedecer, y el mismo marqués de la Romana juró reconocimiento al nuevo rey, si bien hubo quien tuvo previsión y valor para expresar que lo hacía a condición de que José hubiera subido al trono español sin oposición del pueblo. En una cosa estaban todos acordes, que era en esperar calladamente a que se les deparase ocasión y medios de sacudir aquella opresión y volver a su querida España. No faltaba quien estudiara como proporcionárselos, aun reconociendo la dificultad y los riesgos de la empresa.
Habían ido a Londres e incorporádose con los diputados de Asturias y Galicia los enviados por la junta de Sevilla don Juan Ruiz de Apodaca y don Adrian Jácome. Discurriendo todos cómo avisar y cómo sacar de su especie de cautiverio la división española de Dinamarca, acordaron enviar en un buque inglés al oficial de marina don Rafael Lobo. Aunque el gobierno británico había hecho aproximar con el propio objeto a las islas danesas una parte de su escuadra del Norte, Lobo no pudo desembarcar, y quizá hubiera sido estéril su expedición, sin una coincidencia que pareció providencial. Con intento ya de escaparse atravesaba aquellas aguas el oficial de voluntarios de Cataluña don José Antonio Fábregues en un barco que ajustó a unos pescadores: al divisar buques ingleses, obligó sable en mano a los pescadores a hacer rumbo hacia ellos; forzados se vieron a obedecer al intrépido español, no sin que éste se viera en peligro de ser por uno de los dos asesinado. Déjase comprender cuánta sería luego su alegría al encontrar en el buque a que logró arrimarse a su compatricio Lobo, y cuánta también la satisfacción de éste al hallar quien le diera noticia y le pudiera servir de conducto seguro para corresponderse con los jefes españoles. Juntos, pues, discurrieron y acordaron el modo, aunque arriesgado siempre, teniendo que hacerlo Fábregues de noche y disfrazado, de ganar primero la costa de Langeland, donde estaba el jefe de su cuerpo, y después la isla de Fionia, donde se hallaba el marqués de la Romana. Saliole bien la peligrosa aventura, y merced a esta combinación de casualidades, ardides y rasgos patrióticos se informó el ejército español de Dinamarca de lo que en España había acontecido.
Inflamados de amor patrio así el caudillo como los oficiales, ya no pensaron sino en concertar los medios de venir a España, si bien teniendo el de la Romana que sobreponerse a los temores de la grave responsabilidad que sobre él recaería, si la empresa, difícil en sí, se desgraciaba, lo cual le hizo vacilar al pronto. Pero una vez resuelto, y convenido con los ingleses el modo de ejecutar el embarco, sospechando por otra parte que los franceses se habían apercibido del proyecto, acelerose la operación, apoderándose simultáneamente los de Langeland de toda la isla, y la Romana de la ciudad de Nyborg (9 de agosto), punto apropósito para embarcarse. Todo parecía ir bien, pero la deslealtad de un jefe, el segundo de la Romana, don Juan de Kindelán, que fingiendo estar dispuesto a partir dio conocimiento de todo al general Bernadotte, fue causa de que los regimientos de Algarbe, Asturias y Guadalajara, junto con algunas partidas sueltas, fueran sorprendidos, envueltos y desarmados, los unos por las tropas francesas, por las danesas los otros, siendo entre todos cinco mil ciento sesenta hombres los que por tan lamentable causa no pudieron embarcarse y se quedaron en el Norte{2}.
Los nueve mil restantes lograron reunirse todos en Langeland, no sin gravísimos riesgos y dificultades, que especialmente algunos cuerpos tuvieron que vencer a fuerza de resolución, de valor y de intrepidez. Allí, después de haber despreciado los halagos, exhortaciones y ardides de todas especies que empleó Bernardotte para ver de detenerlos en su plan de evasión, ejecutaron aquellos buenos españoles una de esas tiernas y magníficas escenas que solo el verdadero y acendrado patriotismo inspira a los hombres en momentos solemnes y en situaciones críticas y de gran peligro: escena no menos sublime que las más celebradas de su índole y naturaleza en la antigüedad{3}. Clavadas sus banderas en el suelo, y formando en derredor de ellas un círculo, hincados de rodillas y trasluciéndose en los semblantes la efusión que embargaba los corazones, allí juraron todos: ¡grandioso e interesante espectáculo! no abandonarlas sino con la vida, menospreciar seductoras ofertas, ser fieles a su patria y hacer todo género de sacrificios para volver a ella. En cumplimiento de este propósito, el 13 (agosto) se embarcaron para Gotemburgo, puerto de Suecia, nación entonces amiga, y al poco tiempo se dieron a la vela para España. El 9 de octubre, después de una navegación trabajosa, saludaron llenos de júbilo la playa de Santander, y con no poca alegría vio también la nación regresar a su seno en tales circunstancias aquellos denodados guerreros y buenos patricios, que arrancados con engaño de España habían acreditado su valor y arrojo peleando y triunfando en las regiones septentrionales de Europa. El marqués de la Romana se había ido a Londres; la caballería se internó para ser remontada, porque allá había dejado los caballos por falta de trasportes y de tiempo, y de la infantería se formó una división denominada del Norte, que al mando del conde de San Román se incorporó al ejército llamado de la izquierda.
En tanto que por allá tales escenas se representaban, acá seguía la revolución su movimiento y su curso. En las provincias Vascongadas y Navarra, donde la insurrección se había demorado, oprimidas como estaban por las fuerzas francesas, no pudo ya contenerse la inquietud de los ánimos, y estalló la explosión, ya con asonadas y revueltas como en Tolosa y otros pueblos de Guipúzcoa, ya levantándose como en Navarra partidas de voluntarios, que capitaneadas por hombres tan intrépidos como don Luis Gil y don Antonio Egoaguirre corrían la tierra dando no poco que hacer a las columnas francesas, ya alzándose la capital misma como en Vizcaya. El atrevido alzamiento de Bilbao (6 de agosto), donde se formó, como en todas partes, su junta popular, se ordenó un general alistamiento, y se nombró al coronel don Tomás de Salcedo comandante de las fuerzas bilbaínas, tardó poco en ser ahogado por la división del general francés Merlin que inmediatamente acudió a sofocarle. Gente nueva y bisoña la que le esperó a media legua de la villa, fue fácilmente desbaratada y deshecha; sobre mil doscientos hombres costó aquella desgraciada jornada (16 de agosto), y Merlin entró en Bilbao tratando y castigando con dureza la población.
Dio ocasión este contratiempo a murmuraciones y censuras contra los generales, que, como indicamos ya, habían entrado varios de ellos y permanecían con sus tropas en Madrid. En efecto, el primero que lo verificó (13 de agosto) fue don Pedro González de Llamas, que desde la separación de Cervellón mandaba las tropas de Valencia y Murcia, en número de ocho mil hombres. Con júbilo grande fueron recibidas estas tropas en la capital: mas lo que produjo un entusiasmo parecido al delirio fue la entrada del general Castaños (23 de agosto) con la reserva de Andalucía, llevando los despojos y otros trofeos de las glorias de Bailen. Unas y otras pasaron por debajo de un majestuoso arco de triunfo. Siguiéronse a estas entradas los festejos de una segunda y solemne proclamación de Fernando VII. Mas no era en regocijos públicos sino en medidas de guerra en lo que querían los hombres de razón que se invirtiera el tiempo. Y así para acallar aquellos clamores, como hubiese en Madrid otros generales, resolvieron tener entre sí un consejo (5 de setiembre), al que asistieron Castaños, Llamas, Cuesta y la Peña en persona, y por representación Palafox y Blake. Allí fue donde Cuesta propuso el nombramiento de un general en jefe de todos los ejércitos y operaciones, cuya propuesta no halló eco en sus compañeros. Lo que se acordó fue que cada general se dirigiese con sus tropas a los puntos siguientes: Castaños a Soria, Llamas a Calahorra, al Burgo de Osma Cuesta, y Palafox a Sangüesa y orillas del río Aragón: que Galluzo con la gente de Extremadura se uniese a los que se encaminaban al Ebro, y Blake con los gallegos y asturianos avanzase hacia el nacimiento de aquel río y Provincias Vascongadas. Afortunadamente, aunque por escisiones, falta de recursos y otras causas lamentables, tan inconveniente desparramamiento de fuerza en tan extensa línea se ejecutó muy despacio, y nunca se realizó del todo.
Bien conoció Blake, y los expuso, los inconvenientes y obstáculos que para esta combinación se encontrarían, pero dispuesto a ejecutar por su parte el acuerdo de la junta, repuesto un tanto su ejército del descalabro de Rioseco, aunque sin la caballería que había pedido, y le había sido ofrecida, partió de Astorga (28 de agosto) con veinte y tres mil hombres, de ellos solo cuatrocientos jinetes, distribuidos en cuatro divisiones, y en regulares y bien combinadas jornadas llegó a Reinosa, donde estableció su cuartel general. Este movimiento obligó a Bessières a abandonar a Burgos y dirigirse a Vitoria. Blake, después de varias evoluciones para ocultar sus proyectos al enemigo, avanzó a Villarcayo, de donde destacó la cuarta división para que se apoderara de Bilbao. Hízolo así el marqués de Portago que la mandaba (20 de setiembre), desalojando después de algún tiroteo a mil doscientos franceses que ocupaban la villa. Pero a los pocos días marchó sobre ella el mariscal Ney, que acababa de entrar de Francia, con catorce mil hombres; y el de Portago, con arreglo a instrucciones para que no se comprometiera contra fuerzas superiores, la abandonó (26 de setiembre), retirándose a Balmaseda sin pérdida alguna. Empeñose Blake en recobrar aquella rica villa, y con su ejército reunido marchó sobre ella; al amanecer del 12 de octubre atravesaba la retaguardia la ría de Portugalete, y avanzaba rápidamente a la altura de Begoña: algunos batallones de la cuarta división arrojaron una columna francesa que ocupaba el Puente Nuevo; Ney abandonó la población, y Blake entró en ella estableciendo allí su cuartel general.
En la marcha de Balmaseda a Bilbao recibió Blake un oficio de la Junta Central de Aranjuez, fecha 1.º de octubre, participándole un decreto, por el cual dividía los ejércitos españoles en cuatro, a saber: 1.º de la izquierda, que con el suyo debía operar en las Provincias Vascongadas y Navarra, cubriendo a Castilla, y se compondría de las tropas de Galicia y Asturias; 2.º de la derecha, o sea de Cataluña, a las ordenes de don Juan Miguel Vives; 3.º del centro, a las del general Castaños; 4.º de reserva o de Aragón, al mando de Palafox. Oportunamente se incorporó a Blake una división de ocho mil hombres procedente de Asturias, mandada por el antiguo y entendido militar don Vicente María de Acebedo, dividida en dos cuerpos regidos por don Cayetano Valdés y don Gregorio Quirós, asturianos todos. Y como coincidiese por aquellos días el desembarco en Santander de las tropas venidas de Dinamarca, el conde de San Román, a quien se había dado su mando interino, ofreció unirse al ejército de la izquierda en tanto que recibía órdenes del gobierno, destinando desde luego dos batallones ligeros a aumentar la guarnición de Bilbao, y tres regimientos de línea a Balmaseda. Concertó Blake sus movimientos con arreglo a los del enemigo, y el 24 de octubre se situó con la mayor parte de sus tropas entre Zornoza y Durango. Dejémosle allí, en tanto que damos cuenta de las posiciones de los demás ejércitos, así españoles como franceses.
Había Cuesta cuidado más de vengar sus resentimientos con los diputados de León, Valdés y Quintanilla, que de ejecutar los acuerdos del consejo de generales de 5 de setiembre. De tal modo desagradó su proceder a la Central, que le mandó comparecer en Aranjuez, ordenó que se pusiera en libertad a los diputados por él presos, y puso el ejército de Castilla interinamente a las órdenes de su segundo jefe don Francisco Eguía. Constaba aquél de ocho mil hombres, y fue destinado a Logroño, donde tomó definitivamente el mando don Juan Pignatelli. Tales ocurrencias y mudanzas no habían favorecido la disciplina y organización de las tropas castellanas.– González de Llamas, que había salido también de Madrid con las de Valencia y Murcia en número de cuatro mil quinientos hombres, situó en primeros de octubre su cuartel general en Tudela. Siguiéronle de cerca la Peña y Grimarest con las divisiones segunda y cuarta de Andalucía, fuertes de diez mil hombres, que se fijaron en Lodosa y Calahorra.– Al otro lado del Ebro había en Sangüesa ocho mil hombres del ejército de Aragón mandados por don Juan O’Neil, y a su espalda en Egea cinco mil al mando de Saint-March. A Llamas, encargado de otro puesto cerca del gobierno supremo, sucedió don Pedro Roca.– Castaños, que se había detenido en Madrid, por manejos del Consejo, y a juicio de muchos con la esperanza de que la junta le nombrara generalísimo, salió por último (8 de octubre), dirigiéndose a Tudela, y de allí a Zaragoza, convidado por Palafox para concertar un plan de operaciones.
Redújose el que acordaron, y era como una continuación de lo resuelto en Madrid, a amenazar el ejército del centro con el de Aragón a Pamplona, poniéndose una división a espaldas de la plaza, en tanto que Blake marcharía por la costa a cortar la comunicación con Francia al enemigo. Desacertado proyecto a juicio de los inteligentes, atendida la extensión de la línea, la fuerza numérica de las tropas españolas, que no llegaba a setenta mil hombres, de ellos treinta mil al mando de Blake y sobre treinta y seis mil al de Castaños, y el número y colocación de las divisiones francesas, que aunque reducidas a cincuenta mil combatientes, se hallaban éstos reconcentrados y prontos a acudir a cualquier punto de la extensa curva por donde fuesen acometidos. Y era esto tanto más sensible, cuanto que los españoles habían perdido un tiempo precioso, habiendo podido aprovecharle con éxito casi seguro persiguiendo a José cuando se retiró de Madrid con su gente desalentada y casi sin orden, y no que le dieron lugar, no solo para reponerse, sino para recibir los refuerzos que de Francia le envió el emperador. En efecto, vino, como dijimos, el mariscal Ney a mandar el centro: los otros dos cuerpos los regían Bessières y Moncey; y el mariscal Jourdan, enviado también de París, se colocó al lado de José en la reserva. Además estaban todos protegidos por las fuerzas que en Bayona había, mandadas por el general Drouet.
Movimientos poco acertados de algunos de nuestros generales, o por precipitación propia, o por impaciencia acaso de los soldados, comprometieron las primeras operaciones de esta segunda campaña. La división castellana que mandaba Pignatelli en Logroño cruzó a la otra parte del Ebro adelantándose a Viana; extendiose Grimarest desde Lodosa a Lerín; y O’Neil con los aragoneses también avanzó por la parte de Sangüesa. De orden de Grimarest pasó don Juan de la Cruz Mourgeon a ocupar a Lerín con los tiradores de Cádiz y una compañía de voluntarios catalanes, advirtiéndole que se retirara si le atacaban fuerzas superiores, y ofreciéndole acudirle con oportuno socorro. Viose en efecto Cruz acometido por más de seis mil hombres del cuerpo de Moncey (26 de octubre); replegado al palacio, defendiose valerosamente con los mil que él tenía hasta entrada la noche, rechazando fuertes embestidas y desoyendo varias intimaciones que se le hicieron, con la esperanza de los socorros que Grimarest le había ofrecido. Pero éstos no llegaron, aunque de su apurada situación dio Cruz oportuno aviso, y atacado al día siguiente, y agotadas ya sus municiones, capituló honrosamente, y con la satisfacción de que el enemigo, reconociendo y elogiando su valor, le concediera salir del palacio con todos los honores de la guerra, debiendo ser los tiradores de Cádiz canjeados por otros prisioneros. Grimarest, so pretexto de una orden del general la Peña, repasó el Ebro y se retiró a la torre de Sartaguda.
Con el quebranto de Lerín coincidió la pérdida de Logroño. Habíase el mariscal Ney apoderado de las alturas que hacen frente a aquella ciudad de la otra parte del río. Castaños, que se encontraba allí a la sazón, dio sus instrucciones a Pignatelli, así para la defensa de aquel punto como para la retirada en caso necesario, y con esto se volvió a Calahorra. Pero Pignatelli se dio tanta prisa a evacuar la ciudad a los primeros amagos, y lo hizo con tal precipitación y desorden (27 de octubre), que como si de cerca fuese acosado cuando nadie le perseguía, no paró hasta Cintruénigo, dejando abandonados en la sierra de Nelda los cañones, que por fortuna recogió el conde de Cartaojal con mil y quinientos hombres que por nadie fueron molestados. Indignado Castaños con esta conducta, quitó el mando a Pignatelli, refundió la gente de Castilla en las otras divisiones, formando una de vanguardia a las ordenes del conde de Cartaojal con destino a maniobrar en las faldas de la sierra de Cameros, y dio el nombre de quinta división a los valencianos y murcianos regidos por don Pedro Roca y repartidos entre Alfaro y Tudela. Por parte de los franceses, el mariscal Ney que ocupó a Logroño, permaneció en esta ciudad con su cuerpo de ejército; la división Morlot fue destinada a Lodosa, y las de Merle y Bonnet volvieron al cuerpo de la derecha: de modo que los enemigos, a consecuencia de esta expedición, quedaron dueños de los principales pasos del Ebro.
Tal era la situación de los ejércitos cuando Napoleón determinó venir en persona a España. Lejos estaba el emperador de presumir cuando partió de Bayona a París, después de la batalla de Rioseco, que a poco tiempo las derrotas de sus soldados en Cataluña, en Valencia y en Bailen le habían de obligar a pensar seriamente en venir él mismo de las apartadas regiones en que se encontraba a apagar el fuego que ardía en la península española que había mirado ya como suya. Después de conferenciar en Erfurt con el emperador de Rusia y con los representantes de los soberanos de Alemania, y de lograr que el autócrata reconociera como rey de España a su hermano José; después de las notas que los dos emperadores Napoleón y Alejandro pasaron a Jorge III de Inglaterra, y de la respuesta definitiva del gabinete inglés anunciando al ministro de Francia que S. M. Británica estaba resuelto a no abandonar la causa de la nación española y de su legítima monarquía, partió Napoleón de Alejandría para París (18 de octubre) con ánimo de trasladarse otra vez a Bayona y tomar el mando de los ejércitos de España. Antes de salir de París dijo en el mensaje al Cuerpo legislativo (25 de octubre): «Parto dentro de pocos días para ponerme yo mismo al frente de mi ejército, coronar con la ayuda de Dios en Madrid al rey de España, y plantar mis águilas sobre las fortalezas de Lisboa.» Con estos pensamientos llegó a Bayona el 3 de noviembre.
Sus órdenes y disposiciones para el refuerzo y reorganización de los ejércitos de España habían empezado ya a ejecutarse; habían sido traídos de Alemania los cuerpos del ejército grande, y todos los días franqueaban el Pirineo tropas del Rin, bátavas, holandesas y westfalianas. La organización que les había dado por decreto imperial de setiembre solo se alteró después con el aumento de dos nuevos cuerpos, y quedó definitivamente hecha del modo siguiente: primer cuerpo, mariscal Víctor, duque de Bellune; segundo cuerpo, mariscal Bessières, duque de Istria; tercero, mariscal Moncey, duque de Conegliano; cuarto, mariscal Lefebvre, duque de Dantzick; quinto, mariscal Mortier, duque de Treviso; sexto, mariscal Ney, duque de Elchingen; sétimo, general Saint Cyr; octavo, general Junot, duque de Abrantes. Cada uno de estos cuerpos constaba de veinte y dos a treinta y cuatro mil hombres, distribuidos comúnmente en tres divisiones de infantería y una de caballería, y todos juntos formaban una fuerza de doscientos mil infantes y cincuenta mil caballos, con que se proponía Napoleón sujetar y domeñar en poco tiempo la España.
Blake se había mantenido desde el 25 de octubre en Zornoza, haciendo un gran servicio a la nación con solo tener en respeto al ejército francés, sin dejarle un momento de reposo ni ganar un palmo de terreno, no obstante los refuerzos que de Francia diariamente recibía. Sintiose por lo tanto con razón y justicia de que a tal tiempo se le presentara el vocal de la Junta Central don Francisco de Palafox a anunciarle que era la voluntad de la Junta que atacara a los enemigos; misión que recordaba la presencia de los representantes de la Asamblea francesa en los ejércitos en el periodo de la revolución. Blake por respeto y deferencia al gobierno central celebró un consejo de generales y jefes de los cuerpos facultativos, y consultada su opinión la mayoría fue de parecer de que no convenía tomar la ofensiva hasta que se diera principio al plan general de operaciones acordado. No fue este solo disgusto el que tuvo en aquellos días aquel entendido y honrado jefe: el 30 recibió una orden de la Junta Central nombrando general en jefe del ejército de la izquierda al marqués de la Romana que a la sazón había desembarcado en la Coruña. Lejos de abatir al modesto general el inmerecido golpe de verse relevado del mando de un ejército que él había creado y organizado, y cuando conservaba toda la confianza de la junta del reino de Galicia que se lo encomendó{4}; y lejos también de agradecer verse libre de la dirección de una campaña que se anunciaba terrible y con todos los síntomas de un éxito cuando menos muy dudoso, ya que no de seguro desgraciado, no titubeó en hacer el sacrificio de su reputación militar reteniendo el mando del ejército hasta la presentación de la Romana, persuadido de que en ello hacía un gran servicio a su nación.
Las órdenes que por su parte tenían los generales franceses eran de estar a la defensiva hasta que llegara el emperador, que había de dirigir por sí mismo las operaciones. Pero el mariscal Lefebvre, duque de Dantzick, que había sucedido a Merlin, y se hallaba en Durango, viéndose considerablemente reforzado con las tropas venidas de Francia, y afanoso de ofrecer al emperador una victoria por sí solo ganada, so pretexto de haberle atacado Blake y de hacerle arrepentir de su temeridad, fue él quien en la mañana del 31 de octubre atacó al general español en sus posiciones de Zornoza. Tomaron parte en esta acción varias divisiones de uno y otro lado; era evidente la superioridad numérica de los franceses, nada dejaba que desear la calidad de sus tropas, y no fue poco mérito el de Blake en retirarse a Bilbao con insignificante pérdida, y tan ordenadamente que de esta circunstancia hacen mención honrosa las historias escritas por los que eran entonces enemigos. No le pareció punto apropósito para resistir a un ejército poderoso, y deteniéndose solo el tiempo necesario para tomar vituallas, prosiguió en su retirada hasta Balmaseda. El rey José, aunque incomodado con Lefebvre como lo estaba el emperador{5} por su precipitación, envió desde Vitoria al mariscal Víctor con dos divisiones del primer cuerpo para protegerle por la parte de Orduña. Encontráronse estas tropas con las de Acebedo y Martinengo que habían quedado separadas del ejército de Blake, y al ver que se preparaban a recibirlas con rostro firme, se replegaron sobre Orduña sin atacarlos.
Inquieto Blake por la suerte de aquellas dos divisiones, desde Nava donde había situado el 3 de noviembre su cuartel general mandó salir la noche del 4 gruesas fuerzas para ver de libertar aquellas tropas aisladas y comprometidas. Pudo hacer esto con algún desahogo, porque acababan de incorporársele las recién llegadas de Dinamarca regidas por el conde de San Román, y la división asturiana mandada por Quirós, constituyendo entre unas y otras un refuerzo de ocho a nueve mil hombres. Merced a este movimiento se logró la reunión de los de Acebedo y Martinengo, separados desde la acción de Zornoza, con gran contentamiento y júbilo de unos y otros. Entretanto la cuarta división que se había dirigido a Balmaseda encontró ya aquella villa ocupada por la del general francés Villatte, atacola con ímpetu y arrojo favorecida de la segunda división y de algunos cuerpos asturianos que se hallaban cerca, la arrojó de la población, haciéndola abandonar un cañón, dos carros de equipajes y cuarenta prisioneros, y la persiguió hasta hacerla retroceder a Bilbao, quedando otra vez los nuestros dueños de la posición de Balmaseda y puntos inmediatos.
Aprovechando Blake el triunfo de Balmaseda, después de enviar el cuerpo de vanguardia hacia Sodupe, partió él mismo con la primera y segunda división camino de Güeñes. Encontrose allí con las divisiones francesas de Leval y Sebastiani, y empeñose una acción bien sostenida por ambas partes hasta la entrada de la noche, y en que se distinguió por su bizarría el batallón literario de Santiago. Carecían los nuestros de víveres, y determinó el general retirarse a Balmaseda. Las subsistencias escaseaban más cada día, la miseria se hacía sentir en un país de por sí poco fértil y esquilmado por dos grandes ejércitos; el tiempo estaba lluvioso y frío, y nuestros soldados sin capotes, y muchos sin vestido ni calzado; por otra parte Napoleón desde Bayona había destinado a la persecución de Blake los dos cuerpos cuarto y primero mandados por Lefebvre y por Víctor, el uno por la parte de Bilbao, el otro por Orduña y Amurrio, que componían una fuerza de cincuenta mil hombres: el de Blake, con las bajas producidas por tantos encuentros y acciones, no pasaba de treinta mil{6}: por todo lo cual resolvió retirarse a país que ofreciera más recursos, y donde pudiera rehacerse y dar descanso a sus fatigadas y casi extenuadas tropas. Pero una parte de las que quedaban en Balmaseda para proteger la retirada no pudo reunirse ya al ejército y se dirigió a la costa de Santander. La cuarta división situada en Sopuerta fue acometida por numerosas columnas, y para no dejarse envolver tuvo que retirarse a la Nestosa, no pudiendo tampoco reunirse al ejército sin aventurar una acción desigual. De esta manera, y con la falta de estos cuerpos, pero muy ordenadamente y con muchas precauciones llegó Blake con el grueso de sus tropas a Espinosa de los Monteros.
Sucedía esto cuando Napoleón, llevando adelante su propósito de venir a España a mandar los ejércitos en persona, prueba grande de la apurada situación en que había llegado a verse su hermano, había franqueado el Bidasoa la tarde del 4 de noviembre, yendo a dormir a Tolosa. A la mañana siguiente se encaminó a Vitoria a caballo con una escolta de la guardia Imperial. Alojose en un campo fuera de la ciudad, y no en compañía de su hermano, como quien se proponía no eclipsarle con su presencia y dejarle todo el aparato de la majestad, limitándose él al papel de general en jefe. Al otro día llamó su estado mayor, resuelto a emprender desde luego las operaciones decisivas que había proyectado, y que iban a hacer cambiar la situación de España.
{1} Constituyeron la Central al tiempo de su formación los individuos y por las provincias siguientes:
Por Aragón: don Francisco de Palafox; don Lorenzo Calvo de Rozas.
Por Asturias: don Gaspar Melchor de Jovellanos; el marqués de Campo Sagrado.
Por Castilla la Vieja: don Lorenzo Bonifaz Quintano.
Por Cataluña: el marqués de Villel; el marqués de Sabasona.
Por Córdoba: el marqués de la Puebla; don Juan de Dios Rabé.
Por Extremadura: don Martín de Garay; don Félix de Ovalle.
Por Granada: don Rodrigo Riquelme; don Luis Ginés de Funes y Salido.
Por Jaén: don Sebastián de Jócano; don Francisco de Paula Castanedo.
Por Mallorca e Islas adyacentes: don Tomás de Verí; don José Zanglada de Togores.
Por Murcia: el conde de Floridablanca, presidente interino; el marqués del Villar.
Por Sevilla: el arzobispo de Laodicea; el conde de Tilly.
Por Toledo: don Pedro de Ribero; don José García de la Torre.
Por Valencia: el conde de Contamina.
Los de León, don Antonio Valdés, y vizconde de Quintanilla, se hallaban, como hemos dicho, arrestados por el general Cuesta en el alcázar de Segovia.– Concurrieron después a la junta, por Castilla la Vieja don Francisco Javier Caro, catedrático de la Universidad de Salamanca: por Galicia el conde de Gimonde, y don Antonio Aballe: por Madrid, el conde de Altamira, y don Pedro de Silva, patriarca de las Indias; éste falleció luego en Aranjuez y no fue reemplazado; por Navarra, don Miguel de Balanzá y don Carlos de Amatria: por Valencia, el príncipe Pío, que falleció en Aranjuez, y fue reemplazado después por el marqués de la Romana.
{2} El capitán Costa, del regimiento de Algarbe, viéndose de aquella manera vendido, afectose tanto que prefirió poner término a su vida disparándose un pistoletazo. No paró en esto la traición de Kindelán: delató también al capitán de artillería Guerrero, que se hallaba con una comisión de confianza en el Sleswic: lleno de indignación el bravo capitán, acusó de traidor y alevoso a su denunciador delante del general Bernadotte: por fortuna suya el mariscal francés, prendado del enérgico arranque del capitán español, fue con el tan generoso que no solo le facilitó la fuga, sino que secretamente le proporcionó dinero para que la ejecutara.
{3} Toreno compara la heroica conducta de los españoles en el hecho que vamos a referir a la de Jenofonte y sus griegos en la célebre retirada de los diez mil: pero él mismo reconoce que fue más meritorio el heroísmo de nuestros españoles, porque se hallaron en condiciones en que el sacrificio era más espontáneo y menos forzoso que el de aquellos.
{4} Tan pronto como la junta de Galicia supo el nombramiento del marqués de la Romana para general del ejército de la izquierda, dirigió a la Central la exposición siguiente.– «El reino de Galicia ha leído con sorpresa en la Gaceta de Valencia n.° 41, un oficio comunicado a aquella junta gubernativa por sus diputados en esta Central, dándole parte de haber nombrado V. M. general del ejército de la izquierda, mandado interinamente por el excelentísimo señor dan Joaquín Blake, al excelentísimo señor marqués de la Romana.– Este reino hace el justo aprecio del mérito de este general que acaba de darle pruebas en cuanto le fue posible de la alta estimación que le merece; pero no puede desentenderse al mismo tiempo de que el privar al general Blake del mando de un ejército organizado a costa de sus constantes desvelos, y que le entregó este reino por un voto unánime de las tropas que le forman y aplauso general de sus pueblo, ofende la reputación que se adquirió y gozó siempre tan justamente entre todos los militares y el honor del reino de Galicia, y puede producir fatales consecuencias.– Este reino cree probar hasta la evidencia estos tres puntos que indica, y se promete que V. M. suspenderá, si es cierta, esta exoneración del general Blake en su mando, mientras no oiga las sólidas razones y poderosos motivos que le obligan a reclamarla.
»Este reino prescindirá en ellos de que para una resolución tan íntimamente unida con su decoro no se hayan esperado sus diputados; de que habiendo sido nombrado general en jefe cuando por las circunstancias ejercía las funciones de soberanía este reino, se le llamó interino, sin haber precedido orden que revocase su nombramiento; y que ni aun se tuviese la consideración de insinuársele, como parecía justo, tratando de un general que había escogido para contribuir a salvar la patria. La salud de esta ha sido y será siempre su deseo. Presta gustoso su obediencia a S. M. y hará siempre compatible esta con su derecho de reclamar lo que juzgue conveniente para llenar el sagrado deber que han contraído y jurado a sus respectivas ciudades los individuos que le componen.– Reino de Galicia, 23 de octubre de 1808.»
{5} En 4 de noviembre escribía desde Bayona el mariscal Berthier al rey José: «He enseñado al emperador la carta de V. M. de 2 de noviembre. El emperador me ordena escribir al mariscal de que de Dantzick para manifestarle su enojo por haber empeñado una acción tan seria sin orden suya, y de una manera tan inhábil... V. M. pensará como nosotros, que el enemigo debía dar un voto de gracias a la inconsideración del duque de Dantzick.»– Memorias del rey José: Correspondencia, tomo V.
{6} Tenían las divisiones en principios de octubre la fuerza siguiente:
hombres | |
Vanguardia… | 2.848 |
Primera división… | 3.886 |
Segunda… | 4.547 |
Tercera… | 4.577 |
Cuarta… | 4.123 |
Reserva… | 2.747 |
División de Asturias… | 7.300 |
División del Norte… | 5.500 |
Total… | 35.528 |
Se calculaban en más de cinco mil las bajas hasta fin de octubre, entre muertos de enfermedad y en acción, heridos y extraviados, desde el combate de Zornoza.