Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo IV
Derrota de ejércitos españoles
Napoleón en Chamartín. Traslación de la Central a Sevilla
1808 (de noviembre a fin de diciembre)

Batalla de Espinosa de los Monteros, desgraciada para los españoles.– Penosa retirada de Blake a León.– Toma el mando del ejército de la izquierda el marqués de la Romana.– Noble conducta de Blake. Justicia que le hace la junta de Galicia.– Disposiciones y movimientos de Napoleón.– Derrota cerca de Burgos el ejército de Extremadura.– Exagerada importancia que dio Napoleón a aquel triunfo.– Incendio y pillaje de la ciudad.– Decretos imperiales: impuestos y proscripciones.– Situación y operaciones del ejército del centro.– Es derrotado en la acción de Tudela.– Sucede la Peña a Castaños en el mando de aquel ejército.– Llega tarde a Somosierra y se dirige a Guadalajara.– Prosigue Napoleón su marcha a Madrid.– Destruye al general Sanjuan en el puerto de Somosierra.– Brillante y memorable carga de los lanceros polacos.– Sanjuan se refugia en Segovia.– Asustada la Junta Central, abandona a Aranjuez y se dirige a Badajoz.– Preparativos de defensa en Madrid.– Entusiasmo popular: armamentos.– Es horriblemente asesinado el marqués de Perales.– Napoleón en Chamartín.– Hace intimar primera y segunda vez la rendición de la plaza.– Respuesta.– Atacan los franceses y toman el Buen Retiro.– Mensaje al campo imperial.– Áspera arenga de Napoleón.– Capitulación y entrega de Madrid.– El rey José en el Pardo.– Notables decretos de Napoleón en Chamartín.– Disgustos de José con su hermano.– Hace dimisión de la corona de España.– El emperador se la cede de nuevo, y exige que le presten juramento en todos los templos de Madrid.– Distribución que hace de sus ejércitos.– Desmoralización de nuestras tropas.– Horrible asesinato del general Sanjuan en Talavera.– Discordias y rebeliones en el ejército del centro.– Su penosa retirada a Cuenca.– Toma su mando el duque del Infantado.– Excesos lamentables de los pueblos.– Dominan los franceses la Mancha.– Vencen a los nuestros en el Tajo, y penetran en Extremadura.– La Junta Central acuerda trasladarse a Sevilla.– Don Gregorio de la Cuesta capitán general de Extremadura.– Entra la Central en Sevilla.– Muerte del conde de Floridablanca.– Reemplázale el marqués de Astorga.
 

Reforzado el ejército francés de España con numerosos cuerpos de tropas veteranas y aguerridas, traídas del Norte y del centro de Europa, fuerte de doscientos cincuenta mil hombres, dirigido por Napoleón en persona, con su inteligente y enérgica voluntad y con todo el prestigio que acompañaba a su nombre y a su poder inmenso, y teniendo que combatir con tropas en su mayor parte todavía nuevas, y de prisa y con escasos medios recién organizadas, era natural y no podía menos de suceder que cambiara la marcha de la guerra en favor de los franceses. En el estado en que la encontró Napoleón, dos partidos podía tomar: era el uno dejar a Lefebvre en observación de Blake con orden de no perseguirle vivamente si se pronunciaba en retirada, marchar él rápidamente sobre Burgos, y destacar uno de sus cuerpos sobre Reinosa para cortar la retirada al general español: el otro era que los mariscales Lefebvre y Víctor reunidos le persiguieran y atacaran hasta destruirle. El emperador prefirió este último, y de aquí el combate de Güeñes, al cual sin embargo no concurrió, con extrañeza suya, el mariscal Víctor.

Habíase situado, como dijimos, don Joaquín Blake en Espinosa de los Monteros, villa de cierto renombre en España por el antiguo privilegio de que gozan sus naturales de ser los escogidos para hacer con el título de Monteros de Espinosa la guardia al rey de noche cerca de su cuarto. Ocupaban los españoles, en número de veinte y un mil, las ásperas alturas y hondos valles que rodean la población, cuando fueron atacados por los veinte y cinco mil franceses del primer cuerpo que mandaba el mariscal Víctor (10 de noviembre), sufriendo la primera embestida nuestra división del Norte que guiaba el conde de San Román, situada en un altozano. Por espacio de dos horas sostuvieron los nuestros bizarramente el combate, hasta que cargados por mayor número abandonaron el bosque. Nuestra artillería, manejada por el capitán Roselló, hacía un fuego certero y vivo. Esforzose Blake por sostener la división San Román con la tercera que guiaba Riquelme, pero la circunstancia fatal de haber sido heridos mortalmente ambos generales, hizo suspender la pelea al llegar la noche. Los vecinos de Espinosa habían huido espantados, y no había, ni en la villa ni en sus contornos, ni mantenimientos para los combatientes, ni menos recursos para los heridos. Todos pasaron la noche a la intemperie sin moverse, pues creyó Blake que era preferible sostener otro ataque al siguiente día a ejecutar un movimiento de retirada que alentara al enemigo y produjera en los suyos desánimo y desorden; mucho más cuando había dado orden al brigadier Malaspina, que se hallaba en Medina de Pomar, para que acudiese a reforzarle con los cuatro batallones y los cuatrocientos caballos que tenía. Pero al quererlo ejecutar aquel jefe, encontrose con cuerpos enemigos, teniendo que limitarse a salvar sus tropas a costa de dificultades y rodeos.

Sufrió pues Blake en la misma situación el ataque del día 11, y sufriéronle las primeras las tropas asturianas, que ya habían tenido bastantes bajas en el de la víspera. Hizo la fatalidad… no la fatalidad, sino la destreza de los tiradores franceses, colocados de intento y exclusivamente para apuntar a los jefes nuestros, que sus certeros tiros hirieran al general Acebedo y al jefe de escuadra don Cayetano Valdés, y dejaran sin vida al mariscal de campo don Gregorio Quirós, que montado en un caballo blanco recorría las filas. Viéndose los asturianos privados de todos sus jefes, abandonaron aturdidos las posiciones que ocupaban, huyendo por las asperezas del valle del Pas; no pudo Blake impedir que cundiera el desaliento a los demás cuerpos, y que unos comenzaran a cejar y otros a desordenarse, y dispuso la retirada protegida por la reserva de Mahy. En el paso del río Trueba perdió las seis piezas de artillería que llevaba. La falta de subsistencias en un país estéril y quebrado hizo que nuestros soldados se dispersaran y extraviaran. Apenas pudo Blake reunir diez o doce mil hombres en Reinosa, donde estaban el parque de artillería y los almacenes, y donde se había propuesto dar alimento y descanso a sus extenuadas tropas, y rehacerse y reorganizarlas. Mas ni para esto tuvo lugar; las desgracias se le agolparon, y las activas operaciones del enemigo no se lo permitieron. Sabedor de que el mariscal Soult, duque de Dalmacia, enviado por Napoleón desde Burgos se dirigía a marchas forzadas sobre Reinosa para cortarle la retirada a León, se adelantó hacia esta ciudad por las montañas haciendo marchas penosas{1}. La artillería llegó por Saldaña, excepto la de una división, que hallando ya interceptado el camino se dirigió por Santander a San Vicente de la Barquera.

Al llegar al valle de Cabuérniga presentósele el marqués de la Romana, nombrado, como dijimos, por la Central general en jefe del ejército de la izquierda. Nada hubiera sido más cómodo para Blake que cambiar en aquellos momentos las privaciones y las fatigas de una retirada penosa por los goces y comodidades de la capitanía general de Galicia que conservaba, dejar a otro el cuidado y la responsabilidad de un ejército en situación deplorable, para trasladarse a la Coruña, donde le esperaban cargos honrosos, amigos sinceros, y una esposa y cinco hijos queridos. Pero aquel pundonoroso militar prefirió a todo esto seguir compartiendo con sus tropas las molestias de una laboriosa marcha, y asistir a la Romana con sus consejos y acompañarle hasta León, donde todavía, hecho recuento de la fuerza (24 de noviembre), resultó haberse reunido allí quince mil novecientos treinta soldados y quinientos ocho oficiales: resultado admirable ciertamente, después de haber disputado palmo a palmo la Vizcaya a un enemigo poderoso, después de tantos combates, unos felices y otros desgraciados, y después de tantos temporales, de tanto desabrigo, de tantas escaseces, y de tan larga retirada por país tan estéril y tan quebrado; resultado que a juicio de los inteligentes, y más de los extranjeros que de los nacionales, confirmó la reputación militar de Blake en medio de sus desgracias.

En León hizo entrega formal del ejército al marqués de la Romana, y dio un parte de todas las operaciones a la junta de Galicia, de la cual recibió una respuesta sumamente satisfactoria{2}, porque así como contaba con algunos enemigos en la Central, la de Galicia que le conocía a fondo, hizo constantemente justicia a su mérito, a su honradez y a su patriotismo. Solicitó Blake de la Central que le empleara en otro ejército de operaciones, no acertando entretanto a separarse del que él mismo a costa de tantos esfuerzos había creado; pero ya le volveremos a encontrar peleando en favor de la buena causa: úrgenos ahora dar cuenta de lo que en este tiempo en otras partes había acontecido.

Napoleón, asegurada su derecha con los cuerpos primero y cuarto, que perseguían a Blake, encargando a Moncey que con el tercero observase desde Lodosa nuestro ejército del centro y de Aragón, dejando en Logroño algunas fuerzas del sexto, debiendo dirigirse Ney con el resto de ellas a Aranda, dando a Bessières el mando de la caballería, y el del segundo cuerpo a Soult, salió él de Vitoria (9 de noviembre), seguido de estos últimos y con la guardia Imperial y la reserva camino de Madrid por Burgos. Había comenzado a entrar en esta ciudad el ejército de Extremadura, compuesto de diez y ocho mil hombres, pero del cual solo doce mil habían llegado a la población, quedando la tercera división hacia Lerma, algunas leguas atrás. Mandábala el conde de Belveder, nombrado por la junta en lugar de don José Galluzo. Inexperto él, mal equipadas sus tropas, y sin saber que tenía sobre sí cuarenta mil franceses, y cuarenta mil franceses mandados por Napoleón, cometió la imprudencia de adelantarse a Gamonal, tres cuartos de legua de Burgos, y la mayor locura de aceptar la acción en aquella extensa planicie. Poco trabajo costó al general francés Lassalle envolver y arrollar nuestra derecha, y poco tardó nuestro ejército en huir desbandado, y tan de cerca perseguido, que juntos y revueltos entraron vencidos y vencedores en Burgos, después de haber acuchillado la caballería de Bessières a los que por la orilla del río Arlanzón intentaban salvarse, y de haber cogido catorce cañones. El de Belveder no paró, con las reliquias de su destrozada gente, hasta Lerma, donde se encontró con su tercera división. Y perseguido allí, prosiguió a Aranda, donde todavía no se contempló seguro, teniendo que refugiarse a Segovia: allí la Junta Central le retiró el mando que en mal hora le había sido conferido, nombrando en su reemplazo a don José de Heredia.

Algunos tiros disparados por los fugitivos en las calles de Burgos sirvieron de pretexto a Napoleón para entregar la ciudad al pillaje: «desordenes, dice un historiador francés, poco propios para hacer amar la dominación francesa en España.{3}» Apoderáronse, entre otras cosas, de dos mil sacas de lana pertenecientes a ricos ganaderos, que enviadas a Bayona y vendidas valieron muchos millones. Cuando José entró en Burgos, el fuego destruía todavía algunos cuarteles de la ciudad; las casas estaban casi todas desiertas. Napoleón presentó a los ojos de Europa el corto combate y fácil triunfo de Burgos como una gran batalla, que en cierto modo decidía de la suerte de España; para darle más importancia y realce envió al Cuerpo legislativo las banderas cogidas, y aquel cuerpo acordó una felicitación al emperador, y dirigió un mensaje a la emperatriz como testimonio de su admiración por las glorias militares de su augusto esposo. Esta exageración convenia a los fines políticos de Bonaparte, principalmente para intimidar al gabinete de Viena, de quien andaba a la sazón receloso. Entonces fue también cuando desde Burgos partió el mariscal Soult hacia Reinosa, para ver de cortar la retirada a Blake, según dejamos referido.

Desde aquella ciudad impuso Napoleón contribuciones extraordinarias a los pueblos que dominaba, y mandaba hacer requisiciones de granos, de vino, de ganados y otras especies, arrebatándolas a veces a viva fuerza: extraño modo de hacer aceptable su dominación. Desde allí expidió también un decreto, concediendo a nombre suyo y del de su hermano amnistía plena y general a todos los españoles que en el término de un mes desde su entrada en Madrid depusieran las armas y renunciaran a toda alianza con los ingleses, exceptuando de esta gracia a los duques del Infantado, de Medinaceli, de Híjar, de Osuna, al marqués de Santa Cruz del Viso, a los condes de Fernán Núñez y de Altamira, al príncipe de Castelfranco, a don Pedro Cevallos, y lo que era bien singular, al obispo de Santander, mandando que si fuesen aprehendidos se los entregara a una comisión militar, se los pasara por las armas, y se les confiscaran todos sus bienes{4}. Primer decreto de proscripción en España, como observa un juicioso historiador, tanto más censurable y extraño, cuanto que las mismas juntas populares, con obrar en medio del hervor de las pasiones, no habían ofrecido todavía semejante ejemplo.

En punto a operaciones, antes de hablar de las que dirigió Napoleón en persona, veamos los resultados de las que desde Burgos ordenó para combatir al ejército español del centro después de los descalabros causados al de la izquierda. Como si fuese fundada la censura que algunos hacían de la lentitud y excesiva circunspección del general Castaños, así fue enviado a su cuartel general en calidad de comisionado de la Junta Central su individuo don Francisco de Palafox, autorizado con poderes, y acompañado del marqués de Coupigny y del conde del Montijo, sujetos cada cuál por sus especiales condiciones no muy apropósito para desempeñar su cometido, en el sentido de armonizar como convenía las voluntades. Así fue que después de celebrado un consejo entre ellos y otros generales, incluso don José de Palafox que acudió de Zaragoza, y acordados, no a gusto de Castaños, varios planes de campaña, que iban quedando sin efecto por las noticias que se recibían de Blake, los enemigos de Castaños lograron que la Junta diera el mando del ejército del centro, como antes había conferido el de la izquierda, al marqués de la Romana: desatentada resolución, e irrealizable por la distancia a que éste se hallaba y por la rapidez de los movimientos y de las operaciones de los enemigos. Castaños reunía, con las tropas de las divisiones primera y tercera de Andalucía que le habían reforzado, y con las de Aragón, sobre cuarenta y un mil hombres, entre ellos tres mil setecientos de caballería. Los aragoneses, cuya mayor parte estaba en Caparroso, no se le hubieran incorporado sin expresa orden del general Palafox que felizmente llegó a Tudela. Celebrose allí otro consejo, en que los hermanos Palafox opinaban por la defensa de Aragón; Castaños, por arrimarse a las provincias marítimas y meridionales. Lo que pensamos que le hubiera convenido más habría sido dejar una fuerte guarnición en Zaragoza, y ganar el paso de Somosierra para cubrir a Madrid. Mas para todo se había dejado trascurrir tiempo, y era ya tarde.

Conforme al plan y a las órdenes de Napoleón, de impedir la retirada del ejército del centro a Madrid, y de sorprenderle, si era posible, y envolverle por el flanco, se había adelantado el mariscal Lannes con las tropas de Lagrange y Colbert del sexto cuerpo, con las del tercero que mandaba Moncey, y con la división de Maurice-Mathieu recién llegada de Francia, juntándose del 20 al 22 de noviembre en Lodosa y sus cercanías sobre treinta y cinco mil hombres. Obraban éstos en combinación con los veinte mil del mariscal Ney, que derrotado el ejército de Extremadura a las inmediaciones de Burgos, recibió orden de marchar, y lo había verificado, desde Aranda por el Burgo de Osma y Soria en dirección de Navarra, aunque llegó tarde a la batalla, como veremos. Comenzó aquella a anunciarse con la presencia de algunos escuadrones franceses a la inmediación de Tudela la mañana del 20 de noviembre. Castaños tomó sus posiciones del modo siguiente: colocó en las alturas de frente a la ciudad los aragoneses, juntamente con la quinta división, que era de valencianos y murcianos, en todo sobre veinte mil hombres: la cuarta división de Aragón, mandada por la Peña, fuerte de ocho mil hombres, en Cascante, legua y media de aquella ciudad: y en Tarazona, a otras dos leguas y media, las otras tres divisiones que guiaba el general Grimarest, y componían de trece a catorce mil hombres.

Empeñose la acción en las cercanías de Tudela, atacando el general Maurice-Mathieu sostenido por la caballería de Lefebvre la quinta división y los aragoneses. Recibiéronle al principio con firmeza los nuestros, mandados por don Juan O’Neil, y aun le rechazaron y persiguieron: pero reforzados los franceses por el general Morlot, revolvieron sobre nuestro centro, le desordenaron y desconcertaron. El mismo Castaños se vio envuelto en el desorden, y tuvo que recogerse a Borja, donde se encontraron varios generales, y entre ellos el representante de la Junta. Al mismo tiempo la división de la Peña era batida en Cascante por el general Lagrange, y aunque éste fue herido, reforzados los suyos con gran golpe de infantería, obligaron a los nuestros a encerrarse en la población. Perezoso y lento anduvo por su parte Grimarest, que mandaba la extrema izquierda en Tarazona. Y gracias que no se presentó a tiempo el mariscal Ney delante de esta ciudad, habiéndose detenido un día en Soria a dar descanso a sus tropas, que si no, habría sido enteramente destruido nuestro ejército del centro. Aún así se perdieron treinta cañones y siete banderas, murieron bastantes soldados, y fueron más de dos mil los prisioneros. Las reliquias de los aragoneses, y casi todos los valencianos y murcianos con los más de sus jefes se metieron en Zaragoza; Castaños con las divisiones andaluzas llegó el 25 a Calatayud, y el mismo día entró el general Maurice, que iba persiguiéndole, en Borja, donde se le unió Ney al día siguiente (26 de noviembre). Todavía hizo el general francés en Borja cerca de otros dos mil prisioneros.

Recibió Castaños en Calatayud aviso y orden de la Junta Central para que acudiera en su auxilio, porque Napoleón avanzaba ya por Somosierra a la capital. Con tal motivo partió de Calatayud (27 de noviembre) la vía de Sigüenza, dejando a retaguardia al general Venegas con un cuerpo de cinco mil hombres. Sitúose este caudillo el 28 en Bubierca, resuelto a defender aquel paso: allí le acometió al día siguiente Maurice-Mathieu con dobles fuerzas: defendió Venegas heroicamente y palmo a palmo su posición, y aunque no pudo evitar que algunos coroneles y oficiales suyos quedaran prisioneros, protegió cumplidamente la marcha de nuestras divisiones a Sigüenza donde se incorporó a ella al otro día, quedándose Maurice por orden de Moncey en Calatayud. En Sigüenza fue relevado Castaños del mando en jefe del ejército del centro, llamándole el gobierno supremo a la presidencia de la junta militar, y confiriendo interinamente aquel mando al general don Manuel de la Peña. El nuevo jefe, dejando prevenido a Venegas que permaneciese con la retaguardia en Sigüenza hasta el 3 de diciembre, salió el día 1.º con el grueso de las tropas por Jadraque, dirigiéndose luego a Guadalajara, donde se le unió el 4 Venegas. Las noticias que tuvieron de las operaciones del emperador sobre Madrid les hicieron variar de propósito y de rumbo, como luego veremos.

Aunque el 13 de noviembre habían llegado a Salamanca veinte mil ingleses mandados por sir John Moore, después de haber desembarcado en la Coruña otros diez mil al mando de sir David Baird, Napoleón no se movió de Burgos hasta el 22, porque su objeto era marchar desembarazadamente sobre Madrid después de destruidos los ejércitos españoles de Galicia y Extremadura, de Andalucía y de Aragón, para presentarse a los ojos de la Europa como aquel a quien nadie osaba resistir y se apoderaba cuando quería de la capital de España. Detúvose unos días en Aranda de Duero hasta saber la derrota del ejército de Castaños: entonces, y después de mandar a Ney que continuara su persecución, a Moncey que fuese sobre Zaragoza, a Soult que tuviera en respeto a los ingleses, y a Lefebvre que marchara con su caballería por la parte de Segovia, partió él mismo de Aranda camino de Somosierra con la guardia imperial, la reserva, y el primer cuerpo que guiaba el mariscal Víctor, y sentó su cuartel general en Boceguillas (29 de noviembre). La Junta Central había encargado la defensa de Madrid a don Tomás de Morla y al marqués de Castelar, y la del puerto de Somosierra a don Benito Sanjuan con los restos del ejército de Extremadura y algunas otras tropas disponibles, en todo sobre doce mil hombres. Un pequeño cuerpo colocado en Sepúlveda para protegerle, asustado con voces alarmantes malévolamente esparcidas, se replegó a Segovia, dejando a Sanjuan solo, atrincherado en las alturas con algunas obras de campaña levantadas de prisa y algunos cañones.

Dominada aquella posición, aunque alta, y fuerte al parecer, por elevadas montañas laterales, una gruesa columna enemiga de infantería comenzó a flanquearla por derecha e izquierda al amanecer del 30 de noviembre a favor de una densa niebla que encapotaba aquellos cerros. Rechazábala no obstante nuestra artillería vomitando mortífero fuego, cuando llegó Napoleón al pie de la sierra. Impaciente por vencer aquel estorbo que le impedía su paso a Madrid, mandó a los lanceros polacos y a los cazadores de la guardia que a toda costa se apoderaran de nuestra principal batería. A galope embistieron aquellos intrépidos jinetes; escuadrones casi enteros caían derribados delante de los cañones, pero otros los reemplazaban y cargaban con mayor furia, hasta apoderarse de las piezas, hacer cejar la infantería y franquear el paso a su ejército. «Esta acción, dice un historiador francés, es una de las más brillantes y más atrevidas que el arma de caballería cuenta en sus gloriosos fastos.» A la cabeza de aquellos célebres lanceros iba el insigne conde Felipe de Ségur, el distinguido autor de la Historia de Rusia y de Pedro el Grande, de la de Carlos VIII, de la de Napoleón y el Grande Ejército, el cual en aquellas terribles cargas tuvo su caballo muerto, sacó su sombrero y su vestido acribillados a balazos, y en su cuerpo multitud de contusiones y heridas; pero curado por el cirujano del emperador, tuvo más adelante la señalada honra de ser elegido por él para presentar en el Cuerpo legislativo las muchas banderas cogidas en esta jornada a los españoles. Fueron éstos perseguidos por la caballería hasta más acá de Buitrago. Sanjuan, herido, se refugió, marchando por trochas y atajos, en Segovia, donde se unió a don José Heredia.

Con la derrota de Somosierra quedaba descubierta la capital y en grave riesgo la Junta Suprema. Había hecho ésta quemar por mano del verdugo unos escritos que los ministros españoles del rey José se habían atrevido a dirigir a su presidente, así como al decano del Consejo y al corregidor de Madrid, exhortándolos a someterse a Napoleón y a no prolongar una resistencia tan temeraria como inútil{5}. Mas ya no era tiempo sino de pensar en salvarse; se acordó abandonar a Aranjuez, se designó por punto de residencia a Badajoz, y después de nombrar una comisión activa para el despacho de los negocios urgentes, compuesta del presidente Floridablanca, del marqués de Astorga, Valdés, Jovellanos, Contamina y Garay, en la noche del 1.º al 2 de diciembre salieron unos en pos de otros y en grupos camino de Extremadura, y llegaron sin particular contratiempo a Talavera de la Reina.

La defensa de Madrid se había confiado, como dijimos, al capitán general marqués de Castelar, y a don Tomás de Morla. De tropas regulares solo había dos batallones y un escuadrón de nueva leva. Agolpose el pueblo a la casa del marqués pidiendo a gritos ser armado; ofrecióselo el de Castelar, y se trabajó activamente para ello, logrando poderse distribuir entre los vecinos ocho mil fusiles, armando a otros con chuzos y con cuantos instrumentos ofensivos pudieron encontrarse. Las municiones no alcanzaron para todos, y como además se descubriese que algunos cartuchos contenían arena en vez de pólvora, irritose estrepitosamente la muchedumbre. Súpose que el marqués de Perales como regidor había intervenido en la construcción de los cartuchos, y no obstante ser el marqués hombre muy popular, y hasta predilecto del pueblo, porque hacía gala de llaneza, y le imitaba en trajes y costumbres, y buscaba y mantenía intimidades entre las clases más ínfimas y humildes, enfureciose contra él, porque se propaló, sospechamos que sin fundamento, que había recibido obsequios de Murat, y hasta se inventó que había concertado con los franceses franquearles la puerta de Toledo. La multitud, siempre propensa a creer en momentos de fervor los rumores más inverosímiles, acometió furiosamente su casa, la allanó, y encontrando al desventurado marqués, en otro tiempo su ídolo, le cosió a puñaladas, y le arrastró por las calles sobre una estera. ¡Deplorable fin el de aquel magnate, y lastimosa propensión la de la plebe a dejarse arrastrar ciega a desmanes y excesos en momentos de exaltación, si no hay quien pronto la dirija y enfrene!

Aunque Madrid no era ni ha sido nunca un punto defendible, hiciéronse fosos delante de las puertas exteriores, y se construyeron algunas baterías a barbeta: se abrieron zanjas en las calles principales de Atocha, Alcalá y Carrera de San Gerónimo, desempedráronse algunas y se formaron barricadas: se parapetaron los balcones y ventanas con almohadas y colchones, y se aspilleraron las tapias de la cerca, y principalmente las del Buen Retiro. En la casa de Correos se instaló una comisión político-militar, que presidia el duque del Infantado, y la defensa de la plaza se encomendó particularmente a don Tomás de Morla. Grande era la decisión, y general el afán para los trabajos de defensa. En tal estado se dejaron ver en las alturas del Norte la mañana del 2 de diciembre los dragones imperiales. Napoleón llegó a los doce a Chamartín, y se alojó en la casa del Infantado. Era aquel día aniversario de su coronación y de la batalla de Austerlitz, y quería que lo fuera también de su entrada en la capital de España. Con tal intención hizo intimar inmediatamente la rendición de la plaza, pero faltó poco para que el oficial parlamentario fuese víctima del furor popular. Convenía mucho a Napoleón no detenerse delante de Madrid, porque le urgía volver a París para atender a los negocios de Alemania, y no le importaba menos que apareciese haber entrado sin resistencia en la corte española. Así aquella misma noche, en tanto que el mariscal Víctor levantaba baterías contra el Retiro, hizo que el mariscal Berthier, por medio de un oficial español prisionero, hiciera segunda intimación, a la cual ya se meditó cómo contestar.

Recibiose en el campo imperial a las nueve de la mañana del 3 la respuesta del marqués de Castelar, diciendo que necesitaba consultar con las autoridades de la villa y conocer las disposiciones del pueblo, para lo cual y para poder dar una contestación categórica pedía una tregua de un día, seguro de que al día siguiente temprano, o acaso aquella misma noche, enviaría un oficial general con la resolución. Pero ya a aquella hora, y mientras Napoleón simulaba atacar la población por diferentes puntos, el general Senarmont con treinta piezas batía las tapias del Retiro; con facilidad se abrió un ancho boquete, por el cual penetraron los tiradores de la división Villatte; apoderáronse éstos de la fábrica de porcelana, del observatorio y del palacio, y ahuyentaron a los nuestros hasta la parte alta de las calles de Atocha y Alcalá donde se habían hecho las cortaduras, pero dejando por consiguiente en la parte baja muchas casas libres, de que tomaron posesión los franceses, inclusa la escuela de Mineralogía de la calle del Turco, que fue causa de que pereciese la preciosa colección de minerales de España y América que a costa de afanes, tareas y dispendios se había logrado reunir en aquel local.

Extrañó mucho Napoleón que no desfallecieran los madrileños con la pérdida del Retiro; mas conviniendo a su política no aparecer un conquistador violento de la capital, hízole tercera intimación por medio del duque de Neufchatel, ofreciendo a los habitantes protección, seguridad y olvido de lo pasado. La junta de Correos mandó cesar el fuego, y envió al cuartel imperial a don Tomás de Morla y a don Bernardo Iriarte, los cuales solicitaban nuevamente el plazo de un día para hacer entrar en razón al pueblo. Agriamente recibió el emperador a Morla, reconvínole por su conducta con los prisioneros de Bailén, le recordó la que en la guerra de 1793 había observado en el Rosellón, y concluyó diciéndole: «Volved a Madrid; os doy de plazo hasta las seis de la mañana: no volváis aquí sino para anunciarme que el pueblo se ha sometido: de otro modo, vos y vuestras tropas seréis todos pasados por las armas.» Tan aturdido regresó Morla con este recibimiento, que no acertó a dar cuenta a la junta, teniendo que hacerlo por él Iriarte. La junta, aunque con sentimiento, se convenció de la necesidad de capitular: el marqués de Castelar y el vizconde de Gante, no queriendo ser testigos de la entrega, salieron aquella noche con la poca tropa que había, camino de Extremadura el uno, de Segovia el otro: los moradores, viéndose abandonados, se retiraron a sus casas; a las seis de la mañana siguiente volvió Morla con el gobernador don Fernando de la Vera al cuartel imperial con el proyecto de capitulación y entrega de Madrid, que Napoleón aprobó en casi todas sus partes y con ligeras modificaciones{6}.

A las diez de aquella misma mañana (4 de diciembre) entró en Madrid el general Belliard, ya muy conocido en la corte por su larga residencia en tiempo de Murat, con las tropas destinadas a guarnecerla. Alguna resistencia intentaron oponer todavía los más tenaces, refugiados en el cuartel de los Guardias de Corps, pero hubieron de ceder pronto a las exhortaciones de los hombres prudentes. El pueblo tachó de traidor a Morla, cuando acaso no había sido sino pusilánime: por desgracia pasándose más adelante a los franceses, si el juicio popular no había sido entonces exacto, pareció por lo menos profético. A los dos días fueron desarmados todos los vecinos. Napoleón permaneció en Chamartín con su guardia, y solo una vez y muy de mañana atravesó la capital por la curiosidad de ver el palacio real.

La circunstancia de no haberse nombrado siquiera al rey José en la capitulación nos pone en el caso de explicar la extraña conducta de los dos hermanos entre sí durante estos sucesos. Napoleón había dejado a su hermano en Burgos; deploraba éste la necesidad de una guerra sangrienta para colocarle por la fuerza en un trono: veía y observaba que su hermano no le asociaba a ninguna de las acciones gloriosas de su ejército; resentíase su propia dignidad; pero faltábale posibilidad para remediar los horrores que presenciaba, y valor para contrariar los designios de su hermano. El 28 de noviembre salió de Burgos, franqueó el puerto de Somosierra después del célebre combate de los lanceros polacos, y pareciéndole que era deber suyo presentarse delante de la capital de sus Estados al mismo tiempo que el emperador, incorporósele el 2 de diciembre en su cuartel general de Chamartín. Recibiole Napoleón fríamente, pero permanecieron allí juntos. El emperador procedía en todo como aquel a quien perteneciera la España por derecho de conquista; ejercía la autoridad suprema en toda su plenitud; expedía decretos imperiales, y parecía olvidar que era su hermano a quien había hecho rey de España. José comprendía y sentía el papel desairado que estaba haciendo, y no pudiendo entrar en la corte dignamente como rey, se trasladó al sitio del Pardo.

Fueron notables los decretos de Napoleón en Chamartín, expedidos todos en un día (4 de diciembre). «Los individuos del Consejo de Castilla, decía el primero, quedan destituidos como cobardes, e indignos de ser los magistrados de una nación brava y generosa.– Los presidentes y fiscales del Rey serán arrestados y retenidos como rehenes: los demás consejeros quedarán detenidos en sus domicilios, so pena de ser perseguidos y tratados como traidores.– El Tribunal de la Inquisición, decía otro, queda suprimido como atentatorio a la soberanía y a la autoridad civil.» Por otros se disponía que ningún individuo pudiera poseer sino una sola encomienda: se reducía el número de conventos existentes a la tercera parte: se abolía el derecho feudal en España, y se ponían las aduanas en la frontera de Francia{7}. La primera medida era contraria a la capitulación, puesto que atentaba a la prometida seguridad personal. El decano del Consejo, don Arias Mon, fue con otros magistrados conducido a Francia. Hízose lo mismo, conmutando la pena de muerte en la de encierro perpetuo, con el príncipe de Castelfranco, el marqués de Santa Cruz del Viso y el conde de Altamira, comprendidos en el decreto de proscripción de Burgos. Las demás medidas habrían sido bien recibidas por los hombres ilustrados, si hubieran procedido de autoridad legítima. Aun así llevaron algunos prosélitos al partido del usurpador.

José no disimuló a su hermano el profundo disgusto que le causaba verle legislar como soberano en presencia de quien al fin había sido proclamado rey de España; y desde el Pardo le dirigió (8 de diciembre) la sentida carta siguiente. «Señor: Urquijo me comunica las medidas legislativas tomadas por V. M. La vergüenza cubre mi frente delante de mis pretendidos súbditos. Suplico a V. M. admita mi renuncia a todos los derechos que me habíais dado al trono de España.– Preferiría siempre la honra y la probidad a un poder comprado a tanta costa.– A pesar de todo, seré siempre vuestro más afecto hermano, vuestro más tierno amigo. Vuelvo a ser vuestro súbdito, y espero vuestras órdenes para irme donde sea del agrado de V. M.{8}»– Napoleón volvió sobre sí. Condescendiendo en ceder, como de nuevo, en favor de su hermano la corona de España que decía pertenecerle por derecho de conquista, exigió que todos los habitantes de la corte prestaran juramento de fidelidad a José, pero un juramento que no saliera solo de la boca, sino del corazón; como si los sentimientos del corazón pudieran sujetarse a los preceptos humanos. Hízose no obstante la ceremonia solemne de salir y presentarse al emperador una diputación numerosa de Madrid (10 de diciembre), representando al ayuntamiento, clero secular y regular, nobleza, cinco gremios, y diputaciones de los sesenta y cuatro barrios, a darle gracias por su benéfica capitulación y por la benignidad con que había tratado al vecindario, y a pedirle les concediera tener la satisfacción de ver en Madrid a S. M. el rey José. El emperador les dirigió una larga arenga, ponderando los beneficios de sus soberanas disposiciones, ofreciendo que pronto arrojaría de la península los ingleses, diciendo que él podría gobernar la España nombrando otros tantos virreyes cuantas eran sus provincias, pero que le hacía la merced de darle un rey, al cual todos los vecinos habrían de jurar fidelidad en los templos ante el Santísimo Sacramento, e inculcarla los sacerdotes en el púlpito y en el confesonario{9}.

Entretanto preocupaba a Napoleón el modo de buscar y atacar a los ingleses y de acabar con las reliquias de nuestros dispersos y desorganizados ejércitos. El duque de Dantzick (Lefebvre) llegó a Madrid el 8 con el suyo. El de Istria (Bessières) con su numerosa caballería había obligado a nuestro menguado ejército del centro a refugiarse en las montañas de Cuenca. El de Bellune (Víctor) puso sus acantonamientos en Aranjuez y Ocaña. El de Elchingen (Ney) había marchado a Guadalajara por Calatayud. Lasalle y Milhaud con sus divisiones de caballería iban marchando hacia Talavera de la Reina. Antes que llegaran, fue esta villa teatro de una de las más horribles y lamentables tragedias. A ella se habían encaminado desde Segovia, con los dispersos de Extremadura que pudieron recoger don José Heredia y don Benito Sanjuan. Ya en el Escorial, pero mucho más en las inmediaciones de Madrid cuando supieron la capitulación, desordenáronse los soldados, y corrieron la tierra como bandidos, talando y asolando pueblos hasta Talavera. Allí intentó Sanjuan reprimir los excesos y restablecer la disciplina: pero la gente desalmada, militares y paisanos, mejor hallada con la holganza y el pillaje que con el orden y la subordinación, proclamó traidores a sus jefes (recurso con frecuencia usado por los malvados y díscolos en casi todos los contratiempos), y acudiendo en tropel al convento de San Agustín donde se alojaba Sanjuan, guiada por un perverso y furibundo fraile, penetró en su habitación resuelta a asesinarle. Defendiose con su sable el caudillo cuanto pudo, pero desarmado por la multitud, al intentar arrojarse por una ventana cayó derribado por tres tiros al suelo. Su cadáver, desnudo, mutilado, arrastrado por las calles de la villa, fue por último colgado de un árbol en medio del paseo público y hecho blanco de nuevos disparos. Cuando entró la división francesa de Lasalle en Talavera (11 de diciembre), todavía encontró el cuerpo del desgraciado Sanjuan insepulto al pie del instrumento de su suplicio; solo permanecía atada al árbol la mano con que había empuñado la espada de honor en defensa de su patria. Atrocidad de las m´ss horribles, ejecutada por soldados con su propio jefe, y que hace rebosar de indignación todo pecho que no esté del todo endurecido y petrificado.

Poco menos desmoralizado el ejército del centro, reducido a ocho mil hombres cuando en Sigüenza reemplazó la Peña a Castaños, habiendo llegado tarde a reforzar el de Extremadura en Somosierra, teniendo que tomar rumbo a Guadalajara, queriendo primero socorrer a Madrid, ganar después los montes de Toledo, pero encontrando la capital ya rendida y Aranjuez ocupado por los enemigos, torciendo luego a Cuenca para buscar abrigo al amparo de sus sierras y descanso de sus penalidades, en aquellas penosas e inciertas marchas disgustada la tropa y propensos a la rebelión algunos oficiales y jefes, hubo conspiraciones y conflictos que pudieron tener término semejante a la escena de Talavera. A la cabeza de los insubordinados llegó a ponerse el teniente coronel de artillería don José Santiago, que al fin retenido por el conde de Miranda y hecho conducir a Cuenca, pagó un mes después en esta ciudad con la vida el delito de rebelión con algunos de sus cómplices. Pero el germen de escisión era tal, que el mismo la Peña reconoció no poder continuar en el mando, y en un consejo de guerra celebrado en Alcázar de Huete le resignó en el duque del Infantado, que había salido de Madrid en los días de más crisis en busca de aquel ejército, creyendo todavía en la oportunidad de su auxilio. El duque aceptó, y la junta aprobó su nombramiento.

Era el 10 de diciembre cuando este malparado ejército entró en Cuenca, después de tantas marchas y contramarchas, escaseces, tropiezos, conflictos y sublevaciones, siendo admirable que se hubiera podido conservar reunida tanta gente y salvar la artillería. Pero lo que causó más asombro a aquel mismo ejército fue ver llegar a Cuenca el 16 una parte de la división de Cartaojal mandada por el conde de Alacha, que había quedado cortada en Nalda (Rioja), y cuyos soldados y caudillo, «acampando y marchando, como dice un historiador, por espacio de veinte días a dos o tres leguas del ejército francés, cruzando empinados montes y erizadas breñas, descalzos y casi desnudos en estación cruda, apenas con alimento, desprovistos de todo consuelo, consiguieron, venciendo obstáculos para otros insuperables, llegar a Cuenca conformes y aún contentos de presentarse, no solo salvos, sino con el trofeo de algunos prisioneros franceses. Tanta es la constancia, sobriedad e intrepidez del soldado español bien capitaneado.» Mas si bien la posición de Cuenca era apropósito para reponerse el ejército del centro, quedaba abierta y desamparada la Mancha, y pudo con facilidad el mariscal Víctor desde Aranjuez y Ocaña extenderse sin estorbo por ella y recoger abundancia de víveres, y hasta enseñorearse de Toledo, de donde huyó aterrada la junta provincial (19 de diciembre) en unión con los vecinos más acomodados.

Los reveses de la guerra y el abandono en que de sus resultas se veían los pueblos, produjeron en muchos de ellos cierta desesperación que los arrastró a cometer excesos y crímenes parecidos a los del período del primer alzamiento. En Ciudad Real fue bárbaramente asesinado el canónigo de Toledo don Juan Duro, antiguo amigo del príncipe de la Paz, que era conducido preso a Andalucía. En Malagón sufrió igual desastrosa suerte el ministro que había sido de Hacienda de Carlos IV, don Miguel Cayetano Soler, que iba también arrestado. En Badajoz fueron igualmente inmolados al furor popular un coronel de milicias, un tesorero que había sido tenido por allegado de Godoy, y dos prisioneros franceses. Así en otros pueblos. Aunque corto el número de estas víctimas, no dejó de afear el segundo período de la campaña de este año, ya de por sí harto infeliz.

Inundada de enemigos la Mancha hasta Manzanares, a excepción de Villacañas, en cuya villa, merced al denuedo de sus moradores, nunca lograron penetrar las diversas partidas de caballería que lo intentaron; amagando otra vez los franceses a Sierra-Morena, a cuyas fraguras se habían refugiado muchos dispersos nuestros, oficiales y soldados, presentose allí enviado por la Junta Central su individuo el marqués de Campo Sagrado, con la misión de reunir los dispersos, promover el alistamiento de nueva gente, y poner en estado de defensa el paso de Despeñaperros. Llegó el marqués a Andújar en ocasión que las juntas de los cuatro reinos de Andalucía, sabiendo la dispersión de los ejércitos, pero ignorando el paradero de la Central, trataban de establecerse en la Carolina, en unión con sus vecinas las de Ciudad Real y Extremadura, a las cuales habían invitado al efecto. El mando de las tropas que habían de reunirse en la Sierra se dio al marqués de Palacio que había sido llamado de Cataluña. Con los auxilios que de Sevilla fueron enviados, y lo que de todas partes se pudo recoger, llegaron a juntarse en la Carolina y sus inmediaciones hasta seis mil infantes y trescientos caballos, bastante para servir de núcleo a un nuevo ejército que pudiera reorganizarse para la defensa del Mediodía, pero insuficiente si el emperador se hubiera propuesto penetrar en él con sus poderosas fuerzas, y no hubiera preferido emplearlas contra el ejército inglés, al cual miraba como el único temible que le quedaba en la península.

Y era así, que de los nuestros solo reliquias de cada uno habían quedado en León, Asturias y Galicia, en Badajoz, en Cuenca y en la Carolina, y algunos que se habían acogido a Zaragoza, sitiada ya otra vez, como luego veremos. Cataluña tenía bastante con atender a su propia defensa. Trató pues Napoleón de perseguir a los ingleses por Castilla y Extremadura a un tiempo, por si aquellos, situados como estaban en Salamanca, intentaban retroceder a Portugal. Lefebvre con veinte y dos mil infantes y tres mil caballos se dirigió a Extremadura por Talavera. Galluzo, que había reemplazado al desventurado Sanjuan en el mando del ejército extremeño, intentó defender los vados y los puentes del Tajo, situándose él en el de Almaraz. Pero tomado por los franceses el del Arzobispo en que se había colocado el general Trías, y acometidos los demás sucesivamente, tuvo él mismo que retirarse, primero a Jaraicejo y después a Trujillo. En esta ciudad, atendido el mal estado de las tropas y la superioridad de las fuerzas enemigas, deliberose en consejo de guerra lo que había de hacerse, y se acordó alejarse hasta Zalamea, distante más de tres jornadas, al lado de la sierra que parte términos con Andalucía. Llegaron allí nuestras asendereadas tropas el 28 de diciembre: los franceses ocuparon dos días antes a Trujillo.

Nada hemos vuelto a decir de la Junta Central desde que la dejamos en Talavera. Allí celebró dos sesiones: prosiguió luego su viaje, y en Trujillo se detuvo cuatro días, dando órdenes a los generales y juntas para el armamento de aquellas provincias, y haciendo esfuerzos, más plausibles que fructuosos, para persuadir al general inglés Moore a que obrara activamente en Castilla, y distrajera las fuerzas del imperio para impedir una invasión en Andalucía, donde ella se encaminaba, y único punto donde a favor de aquella distracción podría con algún desahogo reorganizarse un ejército. En efecto, la Junta resolvió en Trujillo, no dirigirse ya a Badajoz como antes había pensado, sino a Sevilla, ciudad más populosa, de más recursos y por entonces más resguardada. A su paso por Mérida una diputación de la ciudad, apoyada después por la misma junta provincial, y exponiendo ambas que aquél era el clamor del pueblo, pidió a la Central que nombrara capitán general de la provincia y de sus tropas a don Gregorio de la Cuesta, que los centrales llevaban consigo en calidad de arrestado. Extraña petición, en la situación en que aquel general se hallaba, y con los antecedentes que a ella le habían conducido, y por lo cual la Junta resistió cuanto pudo y accedió después con repugnancia a su nombramiento. Cuesta fijó su cuartel general en Badajoz, y llamó las tropas de Zalamea, con que dejó descubierta la Andalucía, que era una de las cosas que la Junta recelaba.

El 17 de diciembre entró la Central en Sevilla, donde fue recibida con júbilo y entusiasmo, porque sus últimas medidas y su reciente actitud habían desvanecido en mucha parte la nota de falta de energía y actividad con que hasta entonces se le había tildado. La muerte de su anciano presidente el conde de Floridablanca, acaecida a los pocos días (28 de noviembre), y su reemplazo por el marqués de Astorga, contribuyó también algo a darle más vida en lo político y en lo militar, porque se había hecho Floridablanca, como sabemos, enemigo de toda reforma, y las ideas de el de Astorga estaban más en armonía con las de su siglo.




{1} En uno de los pasos alcanzaron todavía las tropas de Lefèbvre a los enfermos y heridos: condujéronse cruel e inhumanamente con estos últimos: entre ellos fue sacrificado el general Acebedo, a quien desapiadadamente traspasaron a estocadas, sin que alcanzaran a conmoverlos las sentidas súplicas de su ayudante don Rafael del Riego, el mismo que después fue tan conocido y tan infortunado, y fue hecho entonces prisionero.

{2} «El reino (le decía la junta) por el oficio de V. E. de 22 del corriente queda muy satisfecho de sus operaciones y providencias. La guerra tiene sus reveses, y el reino está bien persuadido de que si la divina Providencia no ha concedido a V. E. el consuelo de anunciar siempre victorias, las que han conseguido los enemigos con las excesivas fuerzas que han hecho concurrir de todas las extremidades de Europa les han sido bien costosas; pero estos males pasajeros se remedian con el celo y patriotismo que anima a todos los naturales de España. El reino asegura a V. E. que en las honras que V. dice le ha dispensado no ha hecho más que dar el mérito debido a la prendas y circunstancias que concurren en V. E., y se promete que estas mismas conducirán a V. E. a mayores satisfacciones, en las que el reino tomará la mayor parte, porque estima y estimara siempre a V. E.– Reino de Galicia, 28 de noviembre de 1808.– Juan Fernández Martínez.– Antonio María Gil.– Excelentísimo señor don Joaquín Blake.»

{3} Du Casse, Memoires du roi Joseph, lib. III.

{4} Gaceta extraordinaria de Madrid del 11 de diciembre.– Extracto de las minutas de la Secretaría de Estado.

{5} Igualmente ha decretado (decía el documento) que estos infames escritos, en que con dolor se ven firmas españolas, sean quemados por mano del verdugo, y sus autores abandonados a la execración pública, tenidos por infidentes, desleales y malos servidores de su legítimo rey, indignos del nombre español, y traidores a la religión, a la patria y al estado… &c.»– Gaceta extraordinaria del viernes 25 de noviembre de 1808.– Las cartas las firmaban Azanza, O’Farril, Romero, Urquijo, Arribas y Cabarrús.– Ya Cabarrús había escrito antes en el mismo sentido a la junta de Soria, a la cual debía atenciones y servicios especiales.

{6} Capitulación que la junta militar y política de Madrid propone a S. M. I. y R. el emperador de los franceses.

Art. 1.º La conservación de la religión católica apostólica y romana sin que se tolere otra, según las leyes.

Concedido.

Art. 2.º La libertad y seguridad de las vidas y propiedades de los vecinos y residentes en Madrid, y los empleados públicos: la conservación de sus empleos, o su salida de esta corte, si les conviniese. Igualmente las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos seculares y regulares de ambos sexos, conservándose el respeto debido a los templos, todo con arreglo a nuestras leyes y prácticas.

Concedido.

Art. 3.º Se asegurarán también las vidas y propiedades de los militares de todas graduaciones.

Concedido.

Art. 4.º Que no se perseguirá a persona alguna por opinión ni escritos políticos, ni tampoco a los empleados públicos por razón de lo que hubieren ejecutado hasta el presente en el ejercicio de sus empleos, y por obediencia al gobierno anterior, ni al pueblo por los esfuerzos que ha hecho para su defensa.

Concedido.

Art. 5.º No se exigirán otras contribuciones que las ordinarias que se han pagado hasta el presente.

Concedido hasta la organización definitiva del reino.

Art. 6.º Se conservarán nuestras leyes, costumbres y tribunales en su actual constitución.

Concedido hasta la organización definitiva del reino.

Art. 7.º Las tropas francesas ni los oficiales no serán alojados en casas particulares sino en cuarteles y pabellones, y no en los conventos ni monasterios, conservando los privilegios concedidos por las leyes a las respectivas clases.

Concedido, bien entendido que habrá para los oficiales y para los soldados cuarteles y pabellones amueblados conforme a los reglamentos militares, a no ser que sean insuficientes dichos edificios.

Art. 8.º Las tropas saldrán de la villa con los honores de la guerra, y se retirarán donde les convenga.

Las tropas saldrán con los honores de la guerra; desfilarán hoy 4 a las dos de la tarde; dejarán sus armas y cañones: los paisanos armados dejarán igualmente sus armas y artillería, y después los habitantes se retirarán a sus casas y los de fuera a sus pueblos.

Todos los individuos alistados en las tropas de línea de cuatro meses a esta parte, quedarán libres de su empeño y se retirarán a sus pueblos.

Todos los demás serán prisioneros de guerra hasta su canje, que se hará inmediatamente entre igual número grado a grado.

Art. 9.º Se pagarán fiel y constantemente las deudas del estado.

Este objeto es un objeto político que pertenece a la asamblea del reino, y que pende de la administración general.

Art. 10. Se conservarán los honores a los generales que quieran quedarse en la capital, y se concederá la libre salida a los que no quieran.

Concedido: continuando en su empleo, bien que el pago de sus sueldos será hasta la organización definitiva del reino

Art. 11. ADICIONAL. Un destacamento de la Guardia tomará posesión hoy a mediodía de las puertas de palacio. Igualmente a mediodía se entregarán las diferentes puertas de la villa al ejército francés.

A mediodía el cuartel de Guardias de Corps y el Hospital general se entregarán al ejército francés.

A la misma hora se entregarán el parque y almacenes de artillería e ingenieros a la artillería e ingenieros franceses.

Las cortaduras y espaldones se desharán, y las calles se repararán.

El oficial francés que debe tomar el mando de Madrid acudirá a mediodía con una guardia a la casa del principal, para concertar con el gobierno las medidas de policía y restablecimiento del buen orden y seguridad pública en todas las partes de la villa

Nosotros los comisionados abajo firmados, autorizados de plenos poderes para acordar y firmar la presente capitulación, hemos convenido en la fiel y entera ejecución de las disposiciones dichas anteriormente.

Campo imperial delante de Madrid 4 de diciembre de 1808.– Fernando de la Vera y Pantoja.– Tomás de Morla.– Alejandro, príncipe de Neufchatel.

{7} Gaceta extraordinaria de Madrid de 11 de diciembre.– Extracto de las minutas de la Secretaría de Estado.

{8} Memorias del rey José, tomo V. Correspondencia relativa al libro 3.º

{9} La arenga del corregidor de Madrid y la contestación del emperador se publicaron en la Gaceta en los dos idiomas, español y francés, en dos columnas.