Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo V
Campaña y marcha de Napoleón
Retirada de los ingleses. Segundo sitio de Zaragoza
1808-1809

Situación del ejército inglés.– Perplejidad de Sir John Moore.– Sale de Salamanca camino de Valladolid.– Tuerce a Mayorga, y porqué.– Únensele Baird y la Romana.– Posición y movimiento del mariscal Soult.– Napoleón y el ejército imperial: paso penoso del Guadarrama.– Retrocede el ejército inglés.– Indisciplina y excesos de la tropa.– Quebranto del marqués de la Romana en Mansilla de las Mulas.– Reunión de ingleses y españoles en Astorga.– Lastimosa retirada de unos y otros a Galicia.– Desordenes y pérdidas.– Napoleón en Astorga.– Noticias que recibe de Austria.– Vuelve a Valladolid.– Su conducta en esta ciudad.– Regresa precipitadamente a Francia.– Segunda entrada de José en Madrid: jura y reconocimiento.– Persigue Soult a los ingleses.– Batalla de la Coruña.– Muerte de Moore.– Se reembarcan en aquel puerto.– Entran los franceses.– Apodéranse del Ferrol.– Se enseñorean de Galicia.– Romana en la frontera de Portugal.– Ejército del centro.– El Infantado: Venegas.– Desastre de Uclés.– Horribles demasías y crueldades de los franceses en aquella villa.– Huye el Infantado a Murcia, y después hacia Sierra-Morena.– Sucesos de Cataluña.– Reemplaza Vives al marqués de Palacio.– Estrecha y bloquea a Barcelona: apuro de Duhesme.– Llegada de Saint-Cyr con el séptimo cuerpo a Cataluña.– Sitio y toma de Rosas por los franceses.– Socorren a Barcelona.– Acciones de Llinás y de Molins de Rey funestas a los españoles.– Retíranse a Tarragona.– Reemplaza Reding a Vives.– Dominan los franceses el Principado.– Segundo sitio de Zaragoza.– Fortificaciones y medios de defensa.– Fuerzas de sitiadores y sitiados.– Primeros ataques.– Pérdida del monte Torrero.– Mortier, Suchet, Moncey, Junot.– Sangriento combate del convento de San José y del ante-puente del Huerva.– Zaragoza circunvalada.– Bombardeo: nuevos combates: epidemia: heroísmo de los zaragozanos.– Partidas fuera de la ciudad.– Es asaltada la población por tres puntos.– Resistencia admirable.– Lannes general en jefe del ejército sitiador.– Mortífero ataque del arrabal.– Minas, contraminas, voladuras de conventos y casas.– Porfiada lucha en cada casa y en cada habitación.– Estragos horribles de la epidemia: espantosa mortandad: firmeza de los zaragozanos: Palafox enfermo.– Disgusto y murmuraciones de los franceses.– Últimos ataques y voladuras.– Capitulación.– Elogios de este memorable sitio hechos por los enemigos.– Cuadro desgarrador que presentaba la ciudad.– Resultado general de esta segunda campaña.
 

Colocado Napoleón en la pequeña villa de Chamartín, como si dijéramos en un arrabal de la capital del reino; no desatendiendo desde allí los grandes negocios de Europa; obrando como soberano de España; expidiendo decretos imperiales y estableciendo radicales reformas en el sistema político y económico del reino; creando cuerpos de guardia nacional en Madrid y en las grandes poblaciones ocupadas por los franceses, para la conservación del orden público interior{1}; pero fija más principal y asiduamente su atención en la manera de destruir el ejército inglés de España, objeto preferente de su animosidad como todo lo que pertenecía a la nación británica, indicó la proximidad de su movimiento pasando revista a las puertas de Madrid (19 de diciembre) a setenta mil hombres de buenas tropas. En efecto, a los dos días, quedando de ellas diez mil para la guarnición de la capital, fortificado el Retiro, y nombrado lugarteniente suyo su hermano José, partió con sesenta mil hombres camino de Guadarrama. Del plan que se propusiera nada se sabía, porque el sigilo era una parte esencial de su sistema, y no permitía publicar nada referente a operaciones militares sino cuando ya estaban ejecutadas, y no podía haber en ello ningún peligro.

El general inglés sir John Moore, que, como dijimos, se había situado desde noviembre en Salamanca, donde con mucho trabajo y teniendo que hacer un gran rodeo se le habían unido la artillería y caballería conducidas por sir John Hope; teniendo en Astorga la división mandada por sir David Baird; acobardado con las noticias que iba recibiendo de las derrotas de los españoles en Espinosa, en Burgos y en Tudela; no hallando, porque no podía hallarle entonces, en los pueblos de España aquel entusiasmo que le habían pintado; temiendo ser envuelto por superiores fuerzas imperiales; tentado a retirarse a Portugal y previniendo ya a Baird que desde Astorga retrocediera a Galicia; pero vivamente excitado por la Junta Central, y principalmente por el ministro británico Frère para que acudiera al socorro de Madrid; vacilante y perplejo, pero de nuevo y sin cesar estimulado a moverse en ayuda de los ejércitos españoles; ignorante todavía de la rendición de la capital, partió al fin de Salamanca (12 de diciembre) camino de Valladolid. Súpola en Alaejos a los dos días por un pliego interceptado a un oficial francés, el cual iba dirigido al mariscal Soult, previniéndole que arrinconara a los españoles en Galicia y ocupara la tierra llana de Zamora y de León. Con estas noticias, que le sorprendieron, varió de dirección Moore, y en vez de proseguir hacia Valladolid tomó a la izquierda para unirse con Baird que estaba en Astorga y con el marqués de la Romana que se hallaba en León, y juntos deshacer el cuerpo del mariscal Soult antes que Napoleón penetrara en Castilla la Vieja.

Uniósele en efecto Baird en Mayorga (20 de diciembre), juntando así un cuerpo de veinte y tres mil infantes y dos mil trescientos caballos. En cuanto a la Romana, que había estado resuelto a retirarse a Galicia si Baird lo hubiera hecho, cooperó a la nueva combinación del general inglés, moviéndose de León hacia Cea con ocho mil hombres, únicas tropas regulares de los diez y seis mil que mandaba. El 21 sentaron los ingleses su cuartel general en Sahagún, cerca de aquella villa. El mariscal Soult, que con diez y ocho mil hombres andaba por aquellos contornos, sabedor de tales movimientos replegose sobre Carrión, como a quien no convenía aventurar batalla contra superiores fuerzas; y aun habría retrocedido más si los ingleses hubieran querido perseguirle, porque cuanto más terreno éstos ganaran por aquella parte, más se comprometían. Conocíanlo ellos bien, puesto que cuando les avisó el marqués de la Romana la salida de Napoleón de Madrid, comenzaron el 24 a retirarse hacia Galicia en dos columnas, dirigiéndose la una a Valencia de Don Juan, la otra a Benavente por el puente de Castro Gonzalo.

En aquellos mismos días, los más crudos del año, pugnaban las tropas imperiales por franquear la sierra de Guadarrama en medio de nieves y ventiscas y con un frío de nueve grados bajo cero. «Viendo Napoleón, dice un historiador francés, que su guardia se aglomeraba a la entrada de las gargantas, donde se atascaban también las cureñas de la artillería, corrió a caballo a la cabeza de la columna. Los paisanos decían que era imposible seguir; mas para el vencedor de los Alpes no había obstáculos que detuviesen su marcha, y mandando a los cazadores de su guardia que echasen pie a tierra y avanzasen los primeros en columna cerrada, hollando ellos y sus caballos la nieve y abriendo paso a los demás, él mismo trepó por la montaña a pie en medio de su guardia, y cuando se sentía fatigado apoyábase en el brazo del general Savary. Aun cuando el frío era tan intenso como en Eylau, no por eso dejó de atravesar el Guadarrama. Su proyecto era hacer noche en Villacastín, pero tuvo que pasarla en la pequeña aldea del Espinar, donde se alojó en una miserable casa de postas… Al día siguiente prosiguió a Villacastín, pero había sucedido la lluvia a la nieve, y en lugar de hielos obstruían el camino los más fangosos lodos. Los caballos se hundían en las inundadas tierras de Castilla la Vieja, como dos años antes en las tierras de Polonia. La infantería iba avanzando a fuerza de trabajo, pero la artillería no podía moverse…. El mariscal Ney, que con dos divisiones formaba la vanguardia, no había podido pasar de Tordesillas, a pesar de que llevaba dos días de delantera. Cansado Napoleón de esperar, resolvió marchar él mismo a la vanguardia, a fin de dirigir los movimientos de sus diversos cuerpos, y así lo verificó… habiendo llegado el 26 a Tordesillas a la cabeza de sus cazadores. Allí recibió un despacho del mariscal Soult desde Carrión, &c.»

Mientras el ejército imperial pasaba en su marcha estos trabajos, relajábase la disciplina del inglés en su retirada: los soldados cometieron lamentables excesos en Valderas y en Benavente, devastando en esta última villa el hermoso y antiguo palacio de los condes, y arruinando a su inmediación el puente de Castro Gonzalo sobre el Esla. Había encomendado Moore al marqués de la Romana la defensa del puente de Mansilla de las Mulas, camino de Valencia de Don Juan a León, sobre aquel mismo río, para que los franceses no pudieran cercar al ejército británico: «lo cual, dice un historiador, era equivalente a solicitar de los españoles que se dejasen hacer trizas por salvar las tropas inglesas.» La población fue sorprendida por el general Franceschi; y los españoles, menos dados que los ingleses a cortar puentes, porque les dolía más destruir las obras útiles de su país, no cortaron el de Mansilla, forzáronle los franceses, mataron algunos centenares de los nuestros, cogieron artillería, hicieron mil prisioneros (29 de diciembre), y llegaron hasta León, persiguiendo a la Romana, el cual se apresuró a evacuar la ciudad y a retirarse a Astorga, donde el 30 se reunió al general inglés Moore, que acababa de llegar también de retirada desde Benavente. Para protegerla había dejado en esta última villa todo el grueso de su caballería. El general francés Lefebvre vadeó el Esla, con cuatro escuadrones de cazadores de la guardia imperial, y encontrando algunos destacamentos ingleses los cargó a galope acuchillando algunos soldados: mas revolviendo sobre él todo el grueso de la caballería británica y cortándole los pasos del río, herido su propio caballo, fue él mismo hecho prisionero, con dos capitanes y otros sesenta jinetes. El general inglés estuvo muy galante con el célebre duque de Dantzick, convidándole a su mesa y regalando un magnífico sable damasquino al ilustre prisionero. Esta fue la única ventaja que logró el ejército inglés en aquella retirada, memorable por lo desastrosa, como ahora vamos a ver.

Dado el caso de no atreverse a esperar al enemigo y a probar fortuna en un combate, hizo bien el inglés en darse prisa a dejar a Astorga; porque en dirección a esta ciudad marchaban con toda la rapidez que permitía el estado fangoso de los caminos, por Sahagún y León el mariscal Soult, por Valderas y Benavente el mismo Napoleón, reuniéndose en Astorga del 1.º al 2 de enero (1809) ochenta mil hombres, de ellos diez mil jinetes. Moore y la Romana la habían abandonado la víspera (31 de diciembre). Lastimoso era el cuadro que presentaban los ejércitos inglés y español, cada cual por su estilo. Las tropas españolas escasas de todo, despeadas, andrajosas y medio desnudas; las inglesas perdido lo único que las hacía respetables, la disciplina; entregadas al desorden, al pillaje y a la embriaguez; escondiéndose en las tabernas y en las bodegas de las casas; abandonando los numerosos carros que conducían su inmenso material, y matando los caballos cansados para que no pudieran servir al enemigo; sin hacer caso de las proclamas de su general, e irritando y haciéndose odiosos a los españoles, que exclamaban: «¿qué amigos son estos que dicen han venido a defendernos, y saquean nuestras casas y destruyen nuestras obras públicas y queman nuestras poblaciones?»

Servíanse unos a otros de embarazo en la retirada. Ni el marqués de la Romana había querido refugiarse a Asturias como pretendió Moore que lo hiciese, ni Moore quiso defenderse en la cordillera de montañas que divide Astorga del Bierzo, como la Romana le proponía. Lo que hizo el general inglés fue escoger para su retirada el hermoso y ancho camino real que va por Manzanal y Villafranca a Lugo, y dejar al español el escabroso y agrio de Fuencebadón, cubierto además de nieve, por donde no era posible arrastrar la artillería, que se perdió en los abismos de las montañas. Ni aun aquel mal camino. nos dejaron libre los ingleses, interponiéndose la división de Crawford, ansiosa de entrar en Galicia para ganar el puerto de Vigo y embarcarse. Una de las nuestras fue alcanzada por los franceses en Turienzo de los Caballeros, y cogida una buena parte de ella. La Romana con las restantes se metió en el valle de Valdeorras, y dejando una corta fuerza en el puente de Domingo Flórez, situó su cuartel general en la Puebla de Tribes. Los ingleses, después de cometer en Bembibre excesos y estragos abominables, alcanzados en Cacabelos por la vanguardia del mariscal Soult que los iba acosando, empeñada allí una refriega en que pereció el general francés Colbert, distinguido por su arrojo y apostura, llegaron el 2 de enero a Villafranca, donde renovaron sus demasías, saqueando casas y almacenes, y obligando a Moore a fusilar en el acto a los que cogía infraganti. En el camino de Lugo llegó a su colmo el desorden; dinero y vestuario que iba para la Romana fue arrojado a un despeñadero; heridos y enfermos eran abandonados; asombran las relaciones que de aquella espantosa retirada dejaron hechas los mismos ingleses. Parose Moore en Lugo hasta el 8 de enero para ver de rehacer su ejército. A las calladas partió aquella noche con un deshecho temporal de lluvias y vientos. Tuvo que detenerse otro día en Betanzos para esperar los muchos rezagados, y por último el 11 dio vista a la Coruña, donde la falta de trasportes le hizo detenerse y le obligó a probar la suerte de una batalla. Con razón dijimos de esta retirada que fue memorable por lo desastrosa.

Dejamos a Napoleón en Astorga, donde había entrado meditabundo y sombrío (2 de enero, 1809), a causa de un correo de Francia que en el camino le alcanzó, y que le trajo alarmantes noticias acerca de la actitud del Austria, las cuales, si bien no le sorprendieron, moviéronle a pensar en el resto de Europa y a formar ciertos planes. Y como ya no fuese necesaria su presencia para perseguir al fugitivo ejército inglés, encomendó su persecución a Soult, reforzado con algunas divisiones de las que él mismo llevaba; y él, después de descansar dos días en el palacio episcopal, determinó regresar a Valladolid, donde entró la tarde del 6 de enero. Alojose en el palacio llamado del Rey, e hizo venir inmediatamente a su presencia todas las corporaciones eclesiásticas y civiles, a las cuales recibió áspera y hasta desatentamente. Estrellose en especial con el ayuntamiento, a uno de cuyos individuos despidió del salón porque se cortó en la arenga que quiso pronunciar para desenojarle, diciendo que entrara otro que supiera desempeñar mejor su oficio, y al cual sin embargo no trató con más dulzura, despidiendo a todos con amenazas.

Fuese efecto del mal humor que las nuevas de Astorga le habían engendrado, fuese que quisiera intimidar castigando con rigor algunos asesinatos de franceses que en la ciudad se habían cometido, hizo prender a los concejales cuando ya se retiraban, e intimarles que si para las doce de aquella noche no le daban cuenta de los asesinos de los franceses, haría ahorcar a cinco de ellos mismos de los balcones de las casas consistoriales. Contestaron los conminados con una entereza que contrastaba con su anterior aturdimiento. Medió en este negocio el español don José Hervás, que antes había venido con Savary a Madrid, y ahora acompañaba a Napoleón. Era sin embargo inminente el peligro de los concejales, que se mantenían firmes; pero sacoles del conflicto un procurador llamado Chamochin, nombrado en aquellos días corregidor interino, el cual, o por congraciarse con el emperador, o por otro particular motivo, denunció como motor de los asesinatos a un curtidor llamado Domingo. No se sabe si lo fue en efecto, mas por desgracia suya se encontraron en su casa algunas prendas de franceses. Prendiósele juntamente con dos de sus criados, y condenados todos tres a pena de horca, ejecutose en los sirvientes, llegando al amo el perdón cuando estaba al pie del patíbulo, perdón que alcanzaron las lágrimas de su bella esposa, y los ruegos de Hervás, de varios generales, de los padres benedictinos, y de otras respetables personas que por él intercedieron. Comentose mucho aquella manera de hacer justicia{2}.

Resuelto Napoleón a volverse a Francia, donde le llamaban atenciones graves, pero queriendo dejar arreglado el gobierno de España, llamó a los diputados de los tribunales y del ayuntamiento de Madrid, mandándoles traer consigo y mostrarle los libros en que constara el reconocimiento y jura de su hermano José. Recibiolos más afablemente que a los de Valladolid, y díjoles que accediendo a sus deseos, dentro de pocos días entraría su hermano en Madrid como rey. ¿Habría hecho eso Napoleón sin las novedades del Austria que le llamaban a otra parte? José había quedado con el solo título de lugarteniente suyo, y Belliard gobernaba a Madrid en nombre del emperador. José entretanto se había limitado a residir en el Pardo y en la Florida, y solo los últimos días se movió a Aranjuez a pasar revista a la primera división mandada por el mariscal Víctor. Prudente y cauto, hacía estudio de congraciarse los españoles, elogiando el carácter nacional, adoptando sus colores y uniformes, y por último prefiriendo los españoles a los franceses para los empleos de palacio{3}. José estudiaba cómo hacerse rey español, con la posible independencia de su hermano, y que los españoles le aceptasen como tal. Así cuando por disposición del emperador hizo su segunda entrada en Madrid como rey (22 de enero, 1809), en el discurso que pronunció en la iglesia de San Isidro contestando al del obispo auxiliar, se notó no haber pronunciado el nombre de Napoleón{4}. El emperador partió de Valladolid para París la noche del 17 de enero, recorriendo toda la distancia de Valladolid a Bayona a caballo, con extraordinaria y pasmosa celeridad. Por todas partes iba diciendo que solo tardaría unos veinte días en volver{5}.

Veamos la suerte que corrió el fugitivo y desorganizado ejército inglés, que dejamos el 11, dando vista a la Coruña.

Picándole siempre la retaguardia había ido el mariscal Soult, aunque hay quien opine que no marchó con toda la actividad que hubiera podido. El 12 se presentó la vanguardia delante del puente de Burgo que los ingleses acababan de volar. Habían éstos tomado posición en las alturas del monte Mero próximas a la Coruña. Emplearon los franceses los días 13 y 14 en reparar y hacer practicable el puente destruido y en esperar las divisiones que iban llegando: los ingleses, habiendo entrado en las aguas de la Coruña los trasportes que con impaciencia aguardaban de Vigo, apresuráronse a embarcar los heridos y enfermos, el material y la artillería, a excepción de doce cañones, ocho ingleses y cuatro españoles, que dejaron para el caso de empeñarse una acción. No faltó quien propusiera a Moore que capitulara con los franceses para poder embarcarse, al modo que aquellos lo habían hecho antes en Cintra, pero Moore rechazó dignamente la propuesta, resuelto a perder honrosamente la vida peleando reciamente, como así sucedió. Los franceses habían cruzado el río por el reconstruido puente, y el 16 ambos ejércitos, tomadas sus respectivas posiciones, se prepararon a la batalla. Constaba el de Soult de unos veinte mil hombres: el de Moore de unos diez y seis mil: estaban con éste los generales Baird, Hope, Fraser y Paget; con aquél Mermet, Merle y Delaborde.

La acción se empeñó atacando intrépidamente los franceses la derecha de sus contrarios, desalojándolos al pronto, pero siendo vigorosamente rechazados después. La pelea se extendió luego encarnizadamente en toda la línea: el pueblo de Elviña fue perdido y recobrado por unos y otros diferentes veces: herido el general Baird, y acudiendo Moore intrépidamente donde era más recio el combate, una bala de cañón que le atravesó la clavícula del hombro izquierdo dio con él en tierra; aún se incorporó, consolándole ver que los suyos ganaban terreno; pero hubo que retirarle, y a las pocas horas murió; lo cual fue tan glorioso para él como desastroso para los ingleses y para Inglaterra. Sucediole Hope en el mando. La batalla duró hasta la noche, con pérdidas recíprocas, pero sin ventaja notable de una parte ni otra. Por la noche se retiraron los ingleses a la Coruña, resueltos a embarcarse, como lo verificaron en los días 17 y 18, ayudándoles con desinteresado celo los moradores de la ciudad, y defendiendo entretanto la plaza. Así terminó la célebre retirada del ejército inglés, que nosotros no censuraremos, pero que por lo menos probaba el mérito de lo que entonces hacían los españoles, menos disciplinados, más bisoños, y desprovistos de todos los recursos que en el ejército británico tanto abundaban.

No podía la Coruña defenderse mucho tiempo: así fue que el 19 el general Alcedo que la gobernaba capituló con Soult, el cual entró en la ciudad, renovó las autoridades y les hizo prestar el juramento de reconocimiento y homenaje al rey José. Era natural que pensara luego en apoderarse del Ferrol, primer arsenal de la marina española. En mal estado de defensa la plaza por la parte de tierra, apoderados los franceses de los castillos de Palma y San Martín, acobardadas las autoridades con la rendición de la Coruña, capitularon sometiéndose al reconocimiento del rey José, condición que excitó el enojo de la Junta Central en términos de fulminar una severísima declaración contra sus autores. El general francés Mermet entró en el Ferrol la mañana del 27 de enero (1809), encontrando en el puerto ¡notable descuido! siete navíos, tres fragatas y otros buques menores, buenos y malos. La pérdida de dos tan importantes plazas, junto con el reembarco de los ingleses, difundió el terror, la tristeza y el desaliento por toda Galicia, y su junta apenas dio señales de vida por algún tiempo.

Quedaba solo el marqués de la Romana, que perseguido por el general Marchand se había ido refugiando, primero en Orense, después en las cercanías de Monterey, y por último buscando apoyo en la frontera de Portugal. El plan de Napoleón era que Soult entrara en Portugal marchando sobre Lisboa, que Ney se encargara de reducir definitivamente la Galicia y las Asturias, que Bessières ocupara con su numerosa caballería las dos Castillas, y que Víctor se encaminara por Extremadura sobre Sevilla. Pero ya es tiempo de que veamos lo que acontecía en el centro de España.

El duque del Infantado, que había quedado capitaneando el ejército del centro, después de muchos planes mandó al general Venegas que desde Uclés, donde se hallaba, acometiese a Tarancón, donde había ochocientos dragones franceses. Obedeció aunque de mala gana Venegas, y trató de ejecutar la operación la noche del 24 al 25 de diciembre (1808). Por desgracia fue una noche de nieve y de ventisca; nuestra caballería se extravió casi toda; una parte de ella hubiera sido acuchillada por los franceses, si dos batallones de infantería no hubieran llegado a tiempo de protegerla y de rechazar al enemigo; pero la empresa se malogró, y de su mal éxito se culpaban los jefes unos a otros. Lo peor fue que aquella tentativa nos acarreó después un gran desastre. Para que éstas no se repitiesen resolvió el mariscal Víctor dar un golpe decisivo con los catorce mil infantes y tres mil caballos que el rey José acababa de revistar en Aranjuez. Sospecholo Venegas, y consultó con el Infantado si se replegaría a Cuenca: Infantado no contestaba, ocupado siempre en idear nuevos planes y en no ejecutar ninguno: en su vista acordaron Venegas y Senra reunirse en Uclés con los ocho a nueve mil hombres que entre los dos juntaban; tomar allí posiciones y esperar las órdenes del duque, y así lo verificaron al amanecer del 12 de enero (1809).

Ventajosa era la situación por la naturaleza y calidad del terreno, y de seguro no pensaron aquellos españoles en que siglos atrás había sido aquel mismo sitio teatro de la gran catástrofe en que Alfonso IV de Castilla había perdido y llorado la muerte de su hijo querido a quien llamaba la luz de sus ojos. Allí fue a buscarlos el mariscal Víctor, siendo el general Villatte el primero que en la mañana del 13, avanzando intrépidamente con sus aguerridos batallones, arrojó la derecha de los nuestros del pueblecito de Tribaldos que ocupaba. Más flacamente defendidas las alturas de la izquierda, tarde acudió Senra a reforzarlas, y ya no pudo impedir que fuesen los nuestros arrollados. Situado Venegas en el convento, desde donde se divisaba y dominaba todo el campo de batalla, intentó también detener al enemigo, aunque inútilmente; gracias que pudo salvarse él mismo, contuso, y con principio de fiebre. Al querer la infantería retirarse sobre Carrascosa tropezó con la división de Ruffin, y tuvo que rendirse casi toda. De tres cuerpos de caballería que guiaba el marqués de Albudeite fueron muy pocos los que no quedaron o prisioneros o muertos, contándose entre los últimos el mismo marqués. El esfuerzo y la serenidad de don Pedro Agustín Girón salvó algunos cuerpos, que con las reliquias de otros se unieron en Carrascosa, legua y media distante, al duque del Infantado que perezosamente marchaba hacia el lugar del combate. Desastrosa como pocas fue la jornada de Uclés; perdiéronse casi todas las tropas que mandaban Venegas y Senra: Venegas y el Infantado se acusaron recíprocamente de aquella calamidad, y creemos que por desgracia ambos podían hacerse cargos fundados: no sabemos cómo Infantado podría cohonestar el no haber respondido a los oficios de Venegas.

Pero lo más calamitoso y lamentable no fue la derrota que sufrimos; lo deplorable, lo horrible de aquel día fueron las crueldades inauditas, los actos de barbarie cometidos por los franceses en Uclés. Lo de menos fue el pillaje, y aun los tormentos empleados con los vecinos para que descubriesen donde tenían las alhajas: aun no fue tampoco lo más atroz el aparejarlos como a bestias y cargar sobre ellos los enseres y hacérselos conducir a las alturas para hacer hoguera de ellos; lo más cruel parecería haber sido el acto de degollar a sesenta y nueve personas que atrailladas condujeron a la carnicería, vecinos ilustres, clérigos y monjas, si no tuviéramos que añadir ¡estremece el pensarlo, cuanto más el estamparlo! el haber abusado torpemente de más de trescientas mujeres que acorraladas tenían, sordos e insensibles a sus ayes y clamores. Nunca aprobaremos nosotros los asesinatos de franceses que en los pueblos aisladamente se cometían; ¿pero no daban ellos mismos ocasión, ellos sujetos a unos jefes y a una ordenanza y disciplina militar{6}?

El duque del Infantado con el resto del ejército y las cortas reliquias del de Uclés, volvió desde Carrascosa por Cuenca camino de Valencia (14 de enero). En su persecución fue enviado el general Latour-Maubourg. Hundida nuestra artillería, que consistía en quince piezas, en los lodazales de los caminos, hubo que abandonarla casi toda. Desistió luego Infantado de ir a Valencia, y entrose por el reino de Murcia. Pero desde Chinchilla varió otra vez de movimiento (21 de enero), y tomando rumbo hacia Sierra-Morena, fijose en Santa Cruz de Mudela. Hacia allí se encaminó también después el mariscal Víctor, llegando el 30 a Madridejos.

Dejemos allí al Infantado, siempre discurriendo planes sin efecto, hasta que fue relevado del mando por la Junta Central; y traigamos, que ya es tiempo, hasta la fecha en que nos encontramos los sucesos de otras partes, que hemos dejado retrasados y pendientes, dando una necesaria preferencia a lo que pasaba allí donde figuraban en persona o dirigían los movimientos el emperador y el rey.

Habíanse meneado también, y no flojamente, en este tiempo las armas en Cataluña. El general Duhesme, a quien en últimos de agosto (1808) dejamos en Barcelona de regreso de la jactanciosa expedición y malogrado sitio de Gerona{7}, viéndose cada vez más estrechado en aquella plaza por las tropas del marqués de Palacio y del conde de Caldagués, que desde Gerona había acudido también a reforzar la línea del Llobregat, dispuso otra salida con seis mil hombres, y atacó con ellos nuestra línea en Molins de Rey y en San Boil, con ventaja en este último punto, sin éxito en el primero, fijándose luego en sus alturas para mejor asegurarle en lo sucesivo el conde de Caldagués. Desde primeros de setiembre en que esto sucedió hasta últimos de octubre, no pudo hacer Duhesme otra cosa que sostener escaramuzas y reencuentros en los alrededores de Barcelona, siendo tal el que sostuvo en San Cugat del Vallés, que juzgó prudente no alejarse de los muros de la ciudad.

No iban sin embargo las operaciones de nuestras tropas tan a gusto de los catalanes como la impaciencia en aquellos tiempos solía exigir de los que las mandaban y dirigían. Víctima de esta impaciencia fue en esta ocasión el marqués de Palacio, a quien la Junta Central, condescendiendo con la opinión pública de Cataluña, relevó del mando, sustituyéndole con el capitán general de las Baleares don Juan Miguel de Vives (28 de octubre, 1808), que fue cuando Palacio, según indicamos en otro lugar, se trasladó a Andalucía. Vives reunió un ejército de veinte mil hombres con diez y siete piezas, que se denominó de la derecha, y cuya vanguardia confió a don Mariano Álvarez, a quien veremos luego adquirir justa celebridad. El sistema de Vives fue tener bloqueada y estrechada a Barcelona, lo cual produjo a Duhesme conflictos y apuros interiores, no tanto por la escasez de mantenimientos, que también se hizo sentir, cuanto por el aliento que esto daba a los barceloneses leales, y por la facilidad que para la emigración les ofrecía: tanto que para contenerla tuvo el general francés que acudir a confiscar los bienes de los que desaparecían, o a permitir la salida con tales condiciones que quebrantaran la fortuna de los que la solicitaban. Y como en la población no hallaba de quién fiarse, y la tropa española le era tan sospechosa que tuvo por necesario desarmar al segundo batallón de guardias walonas, quería conseguir la sumisión a fuerza de rigor, de tropelías y de vejaciones, y lo que lograba era preparar más los espíritus a la rebelión.

Mas aquel sistema de bloqueo no carecía tampoco de inconvenientes, porque había otros puntos a que atender. Varió además para unos y otros el aspecto de la guerra en Cataluña con la entrada en principios de noviembre del sétimo ejército francés, fuerte de veinte y cinco mil hombres, al mando del general Gouvion Saint-Cyr, el cual situó su cuartel general en Figueras (6 de noviembre, 1808). Su primer propósito fue ver de apoderarse de la plaza y puerto de Rosas, y la primera medida encargar esta operación al general Reille, el cual se puso delante de ella el 7 con su división y la italiana que mandaba Pino, siete mil hombres entre las dos. Protegía el sitio la división Souham colocada detrás del Fluviá. Tres mil españoles guarnecían la pequeña población de Rosas, fuerte solo por su ciudadela en forma de pentágono, en la cual se había logrado colocar de prisa treinta y seis piezas, y por el fortín llamado la Trinidad, aunque situado éste al extremo opuesto y a más de mil toesas de la villa en un repecho que constituye por allí el término del Pirineo. Había no obstante buenos ingenieros{8}, y era excelente oficial el gobernador don Pedro Odaly. Protegíalos además desde la bahía una flotilla inglesa, y habíanse abierto zanjas y construido trincheras en las bocacalles.

Llevaba Reille esperanzas de tomar a Rosas por sorpresa; mas no solo se equivocó en este cálculo, sino que, habiendo sobrevenido copiosas lluvias, en más de ocho días no pudo preparar los trabajos de asedio. Concluidos éstos, comenzaron con vigor los ataques; vigorosa fue también la resistencia; impetuosas las salidas, aunque rechazadas. El 25 (noviembre, 1808) formaron empeño los franceses en penetrar en la villa: quinientos españoles había en ella, y tal fue su porfía en resistir, que de ellos murieron trescientos. El fortín de la Trinidad, donde se encerró con un puñado de los nuestros el célebre lord Cockrane, rechazó el 30 con denuedo un asalto de los enemigos. La ciudadela respondió con firmeza a las intimaciones de rendición. Pero el 5 de diciembre, alejadas las naves inglesas a cañonazos, abierta ancha brecha en el muro, heridos casi todos los defensores, y después de 29 días de asedio, hizo el gobernador una honrosa capitulación, quedando la guarnición prisionera de guerra.

Tomada Rosas, Saint-Cyr a quien entretanto ni las instancias de Duhesme, ni el conocido deseo de Napoleón habían logrado mover a que marchase sobre Barcelona apretada por los españoles, dirigiose al fin a la capital del Principado, dejando en el Ampurdán la división Reille, y la artillería en Figueras, llevando solo los tiros, fiado en la que sobraba en Barcelona; resolución peligrosa y atrevida, que habría podido comprar cara, si don Juan Miguel de Vives, reforzado entonces con las divisiones de Granada y Aragón mandadas por Reding y el marqués de Lazán, le hubiera salido al encuentro en alguna de las angosturas que tenía que pasar, en vez de empeñarse en atacar cada día a Barcelona y mantener en derredor su ejército. Cierto que consiguió tener encerrado a Duhesme, hacer algún centenar de prisioneros, y clavar los cañones de la falda de Monjuich; pequeñas ventajas en cotejo de las que hubiera obtenido yendo a buscar a Saint-Cyr en el momento de separarse de Reille. Esto no se hizo, desatendiendo el consejo del conde de Caldagués, y las medidas que después se tomaron no bastaron para contener a Saint-Cyr en su marcha: él mismo extrañó no encontrar embarazo, ni en las alturas de Hostalrich ni en las gargantas del Tordera: para evitar los fuegos de aquella plaza tuvo que torcer por un áspero sendero: incomodole después algún tanto el coronel Milans; encontró algunas cortaduras en el desfiladero de Treinta-Pasos, pero vencidas todas estas dificultades, acampó a una legua del ejército de Vives, que por último había ido a situarse entre Llinás y Villalba, pasado el Cardedeu.

Crítica era no obstante la situación de Saint-Cyr, con soldados nuevos de todas las naciones; escaso de municiones y de víveres, sin artillería, teniendo de frente a Vives, en escogida posición, de flanco a Milans, a retaguardia a Lazán y Clarós, con siete piezas de artillería los españoles. Todo hacía augurar de parte de éstos en la mañana del 16 de diciembre un triunfo que hubiera podido recordar el de Bailén. El principio de la batalla no nos fue desfavorable, porque una brigada francesa fue rechazada, destrozado uno de sus regimientos por el coronel Ibarrola, y cogidos prisioneros dos jefes, quince oficiales y sobre doscientos soldados. Pero lo crítico de su situación inspiró denuedo y energía a Saint-Cyr; a la bayoneta y en columna cerrada mandó a las divisiones Souham y Fontana cargar nuestra izquierda y nuestro centro. La operación fue ejecutada con una precisión admirable, nuestro ejército se halló envuelto y derrotado, matáronnos quinientos hombres, quedaron más de mil prisioneros, y se perdieron cinco de los siete cañones, bien que no sin haber causado antes algún destrozo al enemigo. Salvose Vives huyendo a pie por ásperos senderos; Reding a uña de caballo pudo incorporarse a una columna que en orden se retiraba camino de Granollers, y se acogió con el conde de Caldagués a la derecha del Llobregat, dejando abandonados al enemigo los almacenes. Lazán, Álvarez y Clarós retrocedieron a Gerona; Milans se mantuvo en Arenys de Mar, y Saint-Cyr se presentó el 17 delante de Barcelona, justamente orgulloso con un triunfo impensado, cuyo fruto principal fue el aliento que dio a los suyos y el desánimo que infundio en los españoles.

Grande fue la alegría de los franceses de Barcelona al verse socorridos y libres del bloqueo. Saint-Cyr encontró allí numerosa artillería, según le había anunciado Duhesme, y deseoso de proseguir sus ventajas sobre los nuestros, no dio sino dos días de descanso a sus tropas en Barcelona, y reforzado además con la división de Chabran, salió en busca del derrotado ejército español (20 de diciembre) que había ido reuniéndose a la derecha del Llobregat, bajo el mando interino de Reding, del mismo modo que continuó luego, pues aunque se apareció allí el fugitivo Vives, desapareció pronto otra vez pasando a Villafranca para obrar de acuerdo con la Junta. Situáronse los franceses a la orilla opuesta del río. Perplejo Reding, por no haber el general en jefe manifestado explícitamente su voluntad, resolviose a esperar el ataque, que comenzó la mañana del 21 por el punto de Molins de Rey, de donde tomó su nombre la batalla. Pocos los nuestros y desalentados con la reciente derrota de Cardedeu o Llinás{9}, muchos y victoriosos los franceses{10}, atacado con vigor el puente por la fresca división de Chabran, vadeado el río por dos partes por las de Pino y Souham, maniobrando Saint-Cyr con aquel arte que le acreditó como uno de los primeros tácticos del siglo, envolvió nuestra derecha, arrojola sobre el centro, desbarató completamente nuestras filas, y los soldados se atropellaban en la mayor confusión unos a otros, desbandándose al fin, que fue la manera de no caer todos en poder de los franceses. Apareciose de nuevo allí Vives; llegó solo a presenciar la catástrofe. Perdiose toda la artillería: el conde de Caldagués quedó entre los prisioneros, con bastantes coroneles: el brigadier la Serna fue a morir de las heridas en Tarragona.

Fuéronse reuniendo en esta ciudad los dispersos: la población culpó de la catástrofe al general Vives, alborotose contra él, amenazole de muerte, y él para salvar la vida resignó el mando en don Teodoro Reding, cuyo nombre representaba el hecho más glorioso de aquella guerra, y el cual se dedicó con ahínco a reorganizar el desconcertado ejército, que bien lo había menester. La junta del Principado se trasladó a Tortosa. Por de pronto el general Saint-Cyr con las victorias de Cardedeu y de Molins de Rey quedó como dueño de Cataluña, pudiendo recorrerla libremente, derramando por todas partes el espanto, y en aptitud de emprender los sitios de las plazas fuertes. De modo que al finar el año 1808 los franceses dominaban en Cataluña; se enseñoreaban de Galicia, Asturias, las dos Castillas y las provincias del Norte; eran dueños de la capital; corrían las llanuras de la Mancha y amenazaban invadir el Mediodía.

Solo en un punto de la Península se hallaba empeñada una lucha heroica, lucha que había de producir tal resplandor que disipara la negra oscuridad que encapotaba el horizonte de España. Sosteníase esta lucha en Zaragoza, ya célebre por su primer sitio, y que había de inmortalizarse por el segundo que ahora sufría.

Después de la derrota de nuestro ejército del centro en Tudela, el mariscal Moncey se situó en Aragón con su tercer cuerpo compuesto de diez y seis mil hombres. El 17 de diciembre (1808) se le incorporó allí el quinto cuerpo, que constaba de diez y ocho mil combatientes mandados por el mariscal Mortier, recién entrado en España. Hiciéronse venir de Pamplona sesenta bocas de fuego, y el general Lacoste llegó con todos los útiles de sitio, y con ocho compañías de zapadores y dos de minadores. Todas estas fuerzas reunidas se presentaron el 20 delante de Zaragoza. Palafox por su parte había procurado fortificar del mejor modo posible aquella descubierta y vasta población, que nunca podía ser plaza respetable. Había sido recompuesto el castillo de la Aljafería, comunicándole con la ciudad por un foso revestido y con el Portillo por una doble caponera. Se fortificaron los conventos intermedios del Huerva: se hicieron terraplenes, fosos y reductos, y se construyeron varias baterías hasta el Ebro. Un doble atrincheramiento se extendía desde allí hasta el monasterio de Santa Engracia. Levantose otro en Monte Torrero. Reductos y flechas resguardaban el arrabal. Se hicieron cortaduras en las calles; se tapiaron los pisos bajos, se aspilleraron los altos de las casas, y se abrieron comunicaciones interiores de unas a otras. Se talaron y arrasaron las quintas, árboles y huertas que pudieran servir de abrigo al enemigo. Todos los habitantes ayudaban a estas obras con solicitud y a porfía, como la vez primera, y cada vecino había cuidado de proveer de víveres su propia casa. Llegaron a reunirse en la ciudad veinte y ocho mil hombres con sesenta piezas; mandaba en jefe Palafox; era su segundo Saint-March: estaba la artillería al mando de Villalba, los ingenieros al de San Genis y la caballería al de Butron. Ánimo, energía y decisión había en todos, militares y paisanos.

Comenzaron el 21 los franceses sus ataques por las obras exteriores. Perdiose el Monte Torrero, dejando en poder del enemigo cien prisioneros y tres piezas. Saint-March, que le defendía con cinco o seis mil hombres, al replegarse a la ciudad después de pegar fuego al puente de América, se hubiera visto mal sin la protección especial de Palafox. Este funesto golpe tuvo alguna compensación en la tarde de aquel mismo día. El general Gazan, que había arrollado y deshecho completamente un batallón de quinientos suizos al servicio de España, se creyó bastante fuerte para embestir tres de las baterías del arrabal. Mandaba allí don José Manso; dirigió acertadísimamente el coronel Velasco los fuegos de la artillería; el general Palafox ayudaba a todos, acudiendo donde era mayor el peligro: el resultado fue tener que retirarse Gazan con pérdida de más de quinientos muertos, aunque otros la elevan a cifra mayor. Ello es que, al día siguiente, convencido sin duda el mariscal Moncey de que no era cosa llana apoderarse de Zaragoza, apeló a la negociación y dirigió a Palafox una carta y despachó un parlamentario en este sentido. Contestole el general español con más entereza y arrogancia que elocuencia; si bien no faltaban en la respuesta frases vigorosas y conceptos que revelaban magnanimidad de corazón{11}.

Determinaron entonces los franceses circundar la población y establecer un bloqueo general, inundando Gazan el terreno de la izquierda del Ebro. Por la derecha dispuso el general Lacoste tres ataques simultáneos, contra la Aljafería, contra el puente de Huerva y contra el convento de San José. En la noche del 29 al 30 (diciembre, 1808) se comenzó a abrir trinchera, en vista de lo cual resolvieron los sitiados hacer el 31 una salida al mando del brigadier Butrón, que revolviendo sobre una columna francesa y dando una intrépida carga de caballería, hizo doscientos prisioneros; acción que recompensó Palafox decorando a aquellos valerosos soldados con una cruz encarnada. A este tiempo partió Mortier con la división Suchet para Calatayud, dicen que para establecer la comunicación entre el ejército sitiador y Madrid, y Moncey fue reemplazado en el mando por Junot, duque de Abrantes; la causa de este cambio no la expresan; acaso les parecía Moncey hombre de carácter demasiado conciliador. Las fuerzas de Mortier fueron pronto suplidas con refuerzos llegados de Navarra. Las obras de ataque prosiguieron: el 6 de enero (1809) llegaba la segunda paralela a cuarenta toesas del convento de San José; contra este edificio y el sobrepuente de Huerva se montaron treinta cañones en diferentes baterías, que empezaron a jugar la mañana del 10. Tampoco las nuestras estuvieron ociosas; bien que débiles las paredes del convento, y cayendo al suelo lienzos y cortinas enteras, nuestros fuegos se apagaron aquella misma tarde, y una columna que salía atrevidamente a las diez de la noche del camino cubierto contra una batería enemiga fue también rechazada.

A las cuatro de la tarde del 11 asaltaron los franceses el convento; la descripción que del asalto hacen sus historiadores, y el mérito que dan a la ocupación de aquel viejo y ya desmantelado edificio, es el mejor testimonio de la porfiada resistencia de los defensores. También aquí, como en el primer sitio, se hizo notable por su heroísmo, al modo de la célebre Agustina Zaragoza, una joven de veinte y cuatro años, llamada Manuela Sancho, nacida en la serranía. Dueños los franceses del convento, dirigieron sus ataques al reducto del Pilar y al antepuente del Huerva. El primero fue arrasado el 15, reducido a escombros, y muertos la mayor parte de los oficiales que le defendían. Asaltado después el antepuente, pasaron los nuestros el río volando el puente entre ocho y nueve de la noche. Los escritores franceses hacen altos elogios al valor y pericia de algunos de sus jefes en estas jornadas, especialmente de los coroneles Haxo y Sethal: distinguiéronse por nuestra parte y merecieron bien de la patria, aunque vencidos, Renovales, Limonó, La Ripa y Betbezé. Con la pérdida de aquellos dos importantes puntos quedaba casi reducida la defensa de los sitiados a las débiles tapias de la población y a las paredes de las casas. A esto se decidieron sin vacilar; y en tanto que los franceses terminaban una tercera paralela y construían nuevas baterías y contra-baterías con sesenta bocas de fuego, y apoyados en los conventos de Agustinos y Santa Engracia se disponían a batir en brecha el recinto de la plaza y a pasar el Huerva con puentes cubiertos de espaldones (del 16 al 21 de enero), los nuestros hacían salidas impetuosas; los moradores se apiñaban en los barrios de la población más lejanos del ataque; el incesante bombardeo los obligaba a guarecerse en los sótanos; y aquel agrupamiento de gentes en sitios faltos de ventilación, y la acumulación de enfermos y heridos, y los muertos insepultos, y la escasa y mal sana alimentación de los vivos, y la angustia y la zozobra produjeron enfermedades que a poco se convirtieron en horrorosa epidemia. Firmes, sin embargo, animosos e inquebrantables se mantenían los zaragozanos.

Tampoco por fuera estaban ociosos los aragoneses. Gruesas partidas recorrían las comarcas de Tortosa y Alcañiz, molestando las columnas francesas que se destacaban en busca de carnes y víveres de que carecían los sitiadores, reducidos también a una ración incompleta de pan. Mientras en Alcañiz nuestros paisanos sostenían un choque sangriento con la columna del general Verthier, por la parte de Villafranca y Zuera corría el país y divertía a los franceses don Felipe Perena con cuatro o cinco mil hombres que había reunido. Pero en favor de los franceses ocurrió la llegada del mariscal Lannes, nombrado general en jefe del ejército sitiador, y detenido por indisposición hasta entonces. Con su presencia tomaron las operaciones más unidad y más celeridad. A Mortier le mandó volver inmediatamente de Calatayud con la división Suchet, y a Gazan que persiguiera y ahuyentara, como lo hizo, la gente que andaba alrededor de Zaragoza, ordenándole después que apretara el cerco por el lado del arrabal.

El 26 de enero dio Lannes a todo el ejército la orden de asaltar la ciudad por las tres brechas practicables, una frente a San José, otra cerca de un molino de aceite, y la del centro por la parte de Santa Engracia. El tañido de la campana de la Torre Nueva avisó a los zaragozanos del peligro que corrían, y todos se lanzaron precipitadamente a las brechas. En todas se empeñó un fuego horrible de balas, de granadas y metralla, se hacían minas, reventaban hornillos, se daban combates personales encarnizados, se avanzaba y retrocedía, disputándose con la muerte y por pulgadas el terreno. El enemigo llegó a apoderarse del convento de las Descalzas y del de Capuchinos, en el cual entraron otra vez los nuestros, faltando poco para recobrarle, y habríanlo hecho sin el refuerzo que llevó a los contrarios el general Morlot que los rechazó a la bayoneta. Una parte de nuestra artillería fue tomada, pero desde las casas contiguas eran los enemigos acribillados. Sobre seiscientos españoles murieron en estos ataques; ochocientos hombres tuvieron fuera de combate los franceses, entre ellos muchos oficiales de ingenieros{12}: también nosotros perdimos, con llanto de todo el ejército, al valiente, entendido y experimentado comandante de ingenieros San Genis, que tan importantes servicios había prestado. Lannes tuvo que prohibir a sus oficiales avanzar a cuerpo descubierto, y para economizar sangre les mandó que solo hiciesen uso de la zapa y la mina para ir volando edificios. Oigamos cómo se expresaba este insigne mariscal en su despacho del 28 al emperador: «Jamás he visto, señor, un encarnizamiento igual al que muestran nuestros enemigos en la defensa de esta plaza. He visto a las mujeres dejarse matar delante de la brecha. Cada casa requiere un nuevo asalto…» Y después: «El sitio de Zaragoza en nada se parece a nuestras anteriores guerras. Para tomar las casas nos vemos precisados a hacer uso del asalto o de la mina. Estos desgraciados se defienden con un encarnizamiento de que no es fácil formarse idea. En una palabra, señor, esta es una guerra que horroriza. La ciudad arde en estos momentos por cuatro puntos distintos, y llueven sobre ella centenares de bombas; pero nada basta para intimidar a sus defensores. Al presente trato de apoderarme del arrabal, que es un punto importantísimo… &c.»

Decía esto último después de haber enviado un parlamentario que trajo por repuesta estar resueltos a defender hasta la última tapia; después de haber dado mortíferos e inútiles combates para tomar los conventos de San Agustín y Santa Mónica; después de haberse disputado la posesión de una manzana de casas contigua a Santa Engracia, no solo casa por casa, sino piso por piso, y habitación por habitación. «Cuando se lograba entrar en una de ellas, dice un historiador francés, ora por las aberturas que habían practicado los españoles, ora por las que hacían nuestras tropas, lanzábanse sobre ellos a la bayoneta… Pero frecuentemente solían dejar tras de sí, o en los desvanes, algunos tenaces enemigos… y nuestros soldados tenían bajo sus pies o sobre su cabeza combatientes que disparaban a través de los pisos… A veces solían poner sacos de pólvora en las casas, cuyo primer piso habían conquistado, y hacían saltar los techos y a los defensores que los ocupaban. En otras hacían uso de la mina y volaba el edificio entero. Mas cuando la destrucción era muy grande, veíanse obligados a marchar a descubierto de los tiros de fusil, y la experiencia de algunos días les enseñó a no cargar la mina con exceso…» De este modo lograron irse apoderando de algunas casas y conventos, sufriendo dentro de cada edificio un sangriento combate, teniendo que marchar los franceses siempre por debajo de mina, y hallando de seguro la muerte los que tenían que andar al descubierto, aunque se resguardasen con tablones; los dueños de las casas las incendiaban si esperaban abrasar dentro de ellas a los enemigos; así llegaron éstos hasta el Coso, habiendo empleado en estas sangrientas lides desde el 26 de enero hasta el 7 de febrero, habiendo perdido en ellas al general Rostoland, al bizarro y hábil Lacoste, y quedando mal heridos otros jefes.

Ansioso Lannes de avivar las operaciones de tan desastroso sitio, ordenó a Gazan que embistiera el arrabal, lo cual ejecutó atacando con veinte piezas de grueso calibre el convento de franciscanos de Jesús, abriendo ancha brecha y desalojando de él unos trescientos españoles. Mas al querer penetrar en el contiguo de San Lázaro situado a la orilla del Ebro, halló tal resistencia que se vio forzado a retroceder. Enviáronle toda la artillería de la derecha, merced a lo cual logró entrar en San Lázaro, en cuya magnífica escalera se empeñó tan sangrienta lucha entre franceses y españoles, que solo terminó con la muerte de casi todos éstos. Con la ocupación de aquel edificio quedó cortada la retirada a nuestras tropas del arrabal, pues al querer repasar el puente, era tal el fuego que los enemigos hacían que parecía brotar llamas las aguas del Ebro; muy pocos consiguieron franquearle, y aquel día se perdieron, entre muertos, heridos y prisioneros, más de dos mil hombres. Cincuenta piezas colocaron los franceses para arruinar las casas situadas a la orilla derecha y en el pretil del río. Y entretanto, en el centro de la ciudad, franceses y españoles minaban y contraminaban el paso del hospital de locos al convento de San Francisco: cargaron aquellos su mina con tres mil libras de pólvora, y fingiendo un ataque abierto, y apresurándose los españoles a ocupar todos los pisos del convento esperándolos allí a pie firme, oyose una espantosa detonación que estremeció toda la ciudad; una compañía del regimiento de Valencia voló toda entera por los aires juntamente con los escombros del convento. Al través de ellos se lanzaron los franceses a la bayoneta hasta desalojar a los españoles. Pero muchos de ellos se subieron al campanario, y sobre el tejado de la iglesia tuvieron serenidad para abrir un boquete en la bóveda, y por ella arrojaron tantas granadas de mano que ahuyentaron de allí a los franceses. Recobraron éstos sin embargo al día siguiente aquel punto. En todas partes los frailes habían exhortado con su palabra y animado con el ejemplo, manejando la espada o la carabina. Las mujeres suministraban cartuchos, y peleaban también. Los franceses seguían minando el Coso para hacer saltar las casas de ambos lados.

Sucedía esto cuando la epidemia estaba arrebatando trescientas cincuenta víctimas por día. Entraban diariamente en los hospitales sobre cuatrocientos enfermos; para los que en ellos cabían faltaban medicinas y no había alimentos; costaba una gallina cinco pesos fuertes; los que no cabían morían abandonados en las casas o en las calles; no había tiempo ni espacio para enterrar los muertos; estaban los cadáveres hacinados delante de las iglesias y entre los escombros, infestando la atmósfera; muchos deshacían y desgarraban las bombas que caían, ofreciendo sus mutilados y esparcidos miembros un espectáculo horrible. Los vivos, flacos, macilentos, extenuados, parecían espectros errantes en medio de un vasto cementerio. El mismo Palafox, atacado de la enfermedad reinante, se hallaba a las puertas de la muerte; en la noche del 18 al 19 tomó el mando una junta que presidia el regente de la audiencia don Pedro María Ric; y todavía no faltaba quien propusiera se ahorcase a todo el que hablara de rendición o diera indicios de desfallecimiento.

Por su parte los soldados franceses, cansados de lucha tan obstinada y terrible, y viendo que en más de cuarenta días solo habían logrado conquistar las ruinas de dos o tres calles, murmuraban y se preguntaban unos a otros: «¿Se nos ha traído a perecer todos aquí? ¿Se ha visto nunca semejante modo de hacer la guerra? ¿En qué piensan nuestros jefes? ¿Han olvidado su oficio? ¿Por qué no se aguardan nuevos refuerzos y nuevo material para enterrar a estos furiosos bajo las bombas, en vez de hacer que nos vayan matando uno a uno por la triste gloria de apoderarse de algunos sótanos y de unos cuantos desvanes?» Procuraba Lannes reanimarlos, diciendo que era imposible que los enemigos defendieran todas las calles con el mismo tesón; que la energía tenía su término; «un esfuerzo más, les decía, y pronto seréis dueños de la ciudad en que la nación española tiene cifradas todas sus esperanzas, y pronto recogeréis el fruto de todos nuestros trabajos y penalidades.» Siguió la lucha, y siguieron los estragos.

Al tiempo que Gazan hacía jugar sus cincuenta cañones para destruir las casas del arrabal, pegose fuego a dos hornillos de una mina que se había practicado debajo de la Universidad, cargados con mil quinientas libras de pólvora cada uno; voló aquel gran edificio con horroroso estrépito, abriéndose dos anchas brechas, por donde penetraron al instante a la bayoneta dos batallones, y se apoderaron de la cabeza del Coso y de los dos costados. Todavía los nuestros hicieron esfuerzos increíbles de valor en otros edificios y en otras calles. Pero apenas quedaba ya en pie la tercera parte de los combatientes, y éstos escuálidos y demacrados. Situación tan angustiosa era insostenible. Los jefes militares convocados por la junta trazaron un tristísimo cuadro de los medios de defensa; algunos vocales opinaron por seguir resistiendo hasta perecer todos; la mayoría se inclinó a capitular, y un parlamentario fue enviado a Lannes a nombre de Palafox, aceptando con alguna variación las ofertas que éste había hecho días antes. Desechada la propuesta por el mariscal francés, pidió la junta una suspensión de hostilidades, y envió al cuartel general algunos de sus individuos con el presidente Ric. Agrias y poco conciliadoras contestaciones mediaron todavía entre este magistrado y el general enemigo. Por último, después de algunas réplicas convinieron los comisionados en la siguiente capitulación, dictada por Lannes:

Art. 1.º La guarnición de Zaragoza saldrá mañana 21 al mediodía de la ciudad con sus armas por la Puerta del Portillo, y las dejará a cien pasos de la puerta mencionada.

Art. 2.º Todos los oficiales y soldados de las tropas españolas prestarán juramento de fidelidad a S. M. Católica el rey José Napoleón I.

Art. 3.º Todos los oficiales y soldados españoles que hayan prestado juramento de fidelidad, podrán, si quieren, entrar al servicio para la defensa de S. M. Católica.

Art. 4.º Los que no quieran tomar servicio irán prisioneros de guerra a Francia.

Art. 5.º Todos los habitantes de Zaragoza y los extranjeros, si los hubiere, serán desarmados por los alcaldes, y las armas se entregarán en la Puerta del Portillo al medio día del 21.

Art. 6.º Las personas y las propiedades serán respetadas por las tropas de S. M. el emperador y rey.

Art. 7.º La religión y sus ministros serán respetados: se pondrán guardias en las puertas de los principales edificios.

Art. 8.º Mañana al mediodía las tropas francesas ocuparán todas las puertas de la ciudad y el palacio del Coso.

Art. 9.º Mañana al mediodía se entregarán a las tropas de S. M. el emperador y rey toda la artillería y las municiones de toda especie.

Art. 10. Las cajas militares y civiles todas se pondrán a disposición de S. M. Católica.

Art. 11 Todas las administraciones civiles y toda clase de empleados prestarán juramento de fidelidad a S. M. Católica.

La justicia se ejercerá como hasta aquí y se hará en nombre de S. M. Católica José Napoleón I.– Cuartel general delante de Zaragoza, 20 de febrero de 1809.– Firmado.– Lannes.

En su virtud el 21 de febrero (1809) desfilaron fuera de la ciudad diez mil infantes y dos mil jinetes, pálidos y desencajados por delante de los soldados franceses, los cuales, depuestas por aquellos las armas, entraron en la infortunada ciudad, en que solo se veían ruinas y cadáveres en estado de putrefacción. Sesenta y dos días había durado el sitio. De cien mil habitantes, entre vecinos y refugiados, habían perecido cerca de cincuenta mil. Los más de los edificios habían sido arruinados o destrozados por las bombas y balas, perdiéndose entre otras preciosidades la rica biblioteca de la universidad y la preciosa colección de veinte mil manuscritos del convento de San Ildefonso. La pérdida de los franceses fue también grande: su mejor oficialidad sucumbió allí.

No ponderemos nosotros el mérito de los españoles en este memorable sitio. Oigamos a un historiador francés, dado por lo común a rebajar las cosas de España: «Ningún otro sitio, dice, podía presentar la historia moderna que se pareciese al cerco de Zaragoza: para encontrar en la antigua escenas semejantes a las que allí ocurrieron era preciso remontarse a tres ejemplos, Numancia, Sagunto o Jerusalén. Y a decir verdad, aun sobrepujaba el horror del acontecimiento moderno al de los acontecimientos antiguos, a causa del poder de los medios de destrucción inventados por la ciencia… La resistencia de los españoles fue prodigiosa… &c.» Y otro: «La alteza de ánimo que mostraron aquellos moradores fue uno de los más admirables espectáculos que ofrecen los anales de las naciones después de los sitios de Sagunto y Numancia.{13}»

Tal fue el término de esta segunda campaña en nuestra lucha de independencia; campaña que nos fue funesta en Espinosa, en Burgos, en Tudela, en la Coruña, en Uclés, fatal y gloriosa en Zaragoza; que fue notable por la presencia de Napoleón en España, por la retirada de los ingleses, por el segundo reconocimiento del rey José en Madrid; campaña que habría desalentado otros espíritus y desarmado otros brazos que no fuesen los de los españoles peleando por la independencia de su patria, por su religión y por su libertad{14}.




{1} Por un decreto, de que no hemos hecho mérito antes, y del cual nada hemos visto que digan tampoco otros historiadores, se mandaba la formación en Madrid de cuatro batallones y un escuadrón de guardias nacionales, a cuyo efecto se dividía la villa en cuatro cuarteles o barrios. Se mandaba además organizar un batallón en cada una de las poblaciones siguientes: Toledo, Talavera, Alcalá, Guadalajara, Aranjuez, Valladolid, Segovia, Ávila, Palencia, Castrojeriz, Reinosa, Santander, Aranda, Burgos, Bilbao, Logroño, en una palabra, en todas las capitales y grandes poblaciones en que dominaban. El decreto concluía: «En mi campo imperial de Madrid el 15 de diciembre de 1808.»– Gaceta del 22 de diciembre.

{2} Además fueron ajusticiados otros. «He hecho prender aquí, escribía Napoleón a su hermano, doce de los más bribones, y los he mandado ahorcar.»– Dio también el decreto siguiente: «Cuartel general de Valladolid.– Napoleón, emperador de los franceses, &c.– Considerando que un soldado del ejército francés ha sido asesinado en el convento de dominicos de Valladolid; que el asesino, que era un criado del convento, ha sido cobijado por los frailes: hemos ordenado y ordenamos lo siguiente: –Artículo 1.º Los frailes del convento de San Pablo, dominicanos de Valladolid, serán arrestados, y lo estarán hasta que sea entregado el asesino del soldado francés.– Artículo 2.º Dicho convento será suprimido, y sus bienes confiscados y aplicados a las necesidades del ejército, y a indemnizar a quien corresponda.»

Y a su hermano José le decía con fecha del 12: «La operación que ha hecho Belliard es excelente. Es indispensable mandar ahorcar unos cuantos bribones. Mañana lo serán aquí por orden mía siete, cuya presencia tenía aterrados a los habitantes… Forzoso es hacer otro tanto en Madrid. No deshaciéndose de un centenar de alborotadores y de ladrones, es como si nada hubiéramos hecho. De estos ciento mandad ahorcar o fusilar doce o quince, y enviad luego los demás a los presidios de Francia. Yo no he tenido tranquilidad en mi imperio hasta que mandé arrestar doscientos vocingleros, y conducirlos a las colonias. Desde entonces el espíritu de la capital cambió, como se cambian los telones al sonido de un silbato.»

Y con fecha del 14: «Los alcaldes de corte de Madrid han perdonado, o condenado solamente a presidio a los treinta bribones arrestados por Belliard. Es preciso que sean juzgados de nuevo por una comisión militar y fusilar a los culpables. Mandad que los individuos de la Inquisición y del Consejo de Castilla san trasladados a Burgos, así como los cien pícaros que Belliard hizo arrestar.– Las cinco sextas partes de los habitantes de Madrid son buenas, pero las gentes honradas se exaltan movidas por la canalla… En los primeros momentos con especialidad creo necesario mostréis un poco de rigor con la canalla, porque ésta solo ama y estima a los que teme, y su temor puede por sí solo hacer que seáis amado y estimado por la nación entera.»

{3} Además de los ministros nombrados en Vitoria, españoles todos, a saber, Campo-Alange, O’Farril, Mazarredo, Cabarrús, (considerado ya hacía muchos años como español), Arribas, Azanza y Urquijo, el 20 de enero nombró capitán de guardias al duque de Cotadilla, hijo de Campo-Alange, gran chambelán al marqués de Valdecarzana, mayordomo mayor al duque de Frías, y gran maestro de ceremonias al príncipe de Masserano.

{4} También fueron notables las siguientes frases de su arenga, propias para halagar a los españoles: «La unidad de nuestra santa religión, la independencia de la monarquía, la integridad de su territorio, y la libertad de sus ciudadanos, son las condiciones del juramento que he prestado al recibir la corona. Ella no se envilecerá en mi cabeza…»

{5} La víspera de su partida dio la orden siguiente: –«Todas las ciudades ocupadas por el ejército francés, cuya población pase de dos mil habitantes, enviará a Madrid una diputación de tres individuos para llevar al rey el proceso verbal de haberle prestado juramento.– Toda ciudad de más de diez mil habitantes enviará una diputación de seis miembros.– Toda ciudad de más de veinte mil enviará nueve diputados.– Los obispos irán en persona: todos los cabildos enviarán una cuarta parte de sus canónigos: todos los conventos dos monjes de su orden.– El mayor general trasmitirá las instrucciones necesarias para que los comandantes de las provincias hagan ejecutar esta disposición.»

{6} Sobre nuestra pérdida en la desgraciada acción de Uclés, hemos visto cálculos muy diferentes en las historias francesas y españolas. Unos dos mil fueron los muertos: a diez mil hacían subir el número de prisioneros los partes que se publicaron: a trece mil le eleva un historiador francés. La verdad creemos que está en el parte del mariscal Jourdan al mayor general, fecha 20 de enero, en que decía: «Tengo el honor de comunicar a V. A. que la columna de prisioneros hechos en Uclés ha llegado hoy a Madrid. Compónese de cuatro generales, diez y siete coroneles, diez y seis tenientes coroneles, doscientos noventa oficiales, y cinco mil cuatrocientos sesenta individuos de tropa. He pedido el estado nominal de los oficiales, y el de los sargentos, cabos y soldados por regimientos: luego que le reciba, tendré la honra de dirigirle a V. A.»

{7} Véase el capítulo segundo de este libro.

{8} «Tan buenos como los ha habido siempre en España,» dice a propósito de los de Rosas un historiador francés, que no tiene costumbre de elogiar nada que pertenezca a nuestro país.

{9} «Los españoles, dice Thiers hablando de esta batalla, en número de treinta y tantos mil hombres, se hallaban situados en unas alturas pobladas de bosques, &c.»– Evidentemente exageró sin necesidad nuestras fuerzas el historiador francés. ¿Cómo ni de dónde se habían de haber juntado tantos después de la rota y dispersión de Llinás, y faltando la gente que mandaban Milans, Lazán, Álvarez y Clarós?– A menos de once mil las reduce el conde de Toreno. Por nuestros datos no podían pasar de catorce.

{10} Por confesión de Thiers eran más de veinte mil.

{11} Tales como los siguientes: «Esta hermosa ciudad no sabe rendirse… Nada le importa un sitio a quien sabe morir con honor… El señor mariscal del imperio sabrá que el entusiasmo de once millones de habitantes no se apaga con opresión, y que el que quiere ser libre, lo es, &c.»

{12} Estas cifras están tomadas de los estados oficiales existentes en el archivo de Guerra de Francia.

{13} Thiers, y Rogniat.

{14} Para esta sumaria relación del segundo sitio de Zaragoza (porque sería ajeno de nuestro trabajo describir sus infinitos e interesantes pormenores y episodios, y los innumerables rasgos y hechos de heroísmo que en él ocurrieron), hemos tenido presentes: la Historia de los dos sitios, de don Agustín Alcaide Ibieca; la Defensa de Zaragoza, de don Manuel Caballero; Excesos de valor y patriotismo, de don Miguel Pérez y Otal; el Manifiesto del vecindario de Aragón, impreso en 1814; las Gacetas de aquel tiempo; muchos documentos impresos y recogidos en Tomos de Varios, y otros manuscritos; las Historias españolas de la guerra de la Independencia de Toreno, Maldonado, Baeza, Chao y otras: las francesas de Du Casse, Memorias del rey José; del Imperio, de Thiers; las Memorias de la Revolución de España, de M. Pradt; la Relación de los Sitios de Zaragoza y Tortosa, del barón de Rogniat; Victoires, conquetes, &c. des français de 1795 a 1816; y otros muchos escritos que sería prolijo citar.