Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo VI
El rey José y la Junta Central
Medellín. Portugal. Galicia. Cataluña
1809 (de marzo a junio)
Triste situación de España y sus ejércitos a principios de este año.– Felicitaciones de españoles al rey José.– Decreto de la Central contra ellas.– Esfuerzos del rey intruso para hacerse partido en España: sus providencias.– Creación de una Junta criminal extraordinaria.– Reglamento de Policía.– Tiranías y arbitrariedades que se ejecutaron.– Medidas análogas tomadas por la Central.– Cambia el nombre y la índole de las juntas.– El grito de insurrección resuena en todos los dominios españoles de ambos mundos.– Las colonias de América suministran cuantiosos donativos a España.– La Central declara que deben tener representación nacional en la metrópoli.– Simpatías y auxilios de Inglaterra.– Peligro de romperse esta amistad.– Operaciones militares.– Fuerzas francesas en España.– Confianza y planes de Napoleón.– Operaciones de la Mancha.– Cartaojal y Alburquerque.– Descalabro de Ciudad-Real.– Mal resultado de sus rivalidades.– Extremadura: Víctor y Cuesta.– Lamentable derrota de Medellín.– Retirada de Cuesta.– Conducta de la Central con este general y su ejército.– Tratos del rey José con la Central.– Firmeza de la Junta: dignidad de Jovellanos.– Empresa de Soult sobre Portugal.– Marcha difícil.– Penetra en Braga.– Toma a Oporto.– Indiscreta conducta y permanencia en aquella plaza.– Extraña conspiración.– Es descubierta y castigada.– Nuevo ejército inglés en Portugal.– Arroja a Soult de Oporto.– Desastrosa retirada del general francés a Galicia.– Sucesos de esta provincia.– Expedición del marqués de la Romana a Asturias.– Insurrección del paisanaje gallego.– Partidas y guerrillas.– Importantes servicios que hacen.– Reconquista de Vigo.– La división del Miño.– Conducta de Romana en Asturias.– Sucesos del Principado.– Vuelve Romana a Galicia huyendo de Ney y de Kellermann.– Entrevista de Soult y Ney en Lugo: se dividen.– Acción del Puente de San Payo: Morillo.– Retirada de Soult a Castilla.– Ídem de Ney.– Entra Ballesteros en Santander.– Peligro que corre.– Se embarca.– Viene Romana hacia Astorga.– Portugal, Galicia y Asturias libres de franceses.– Castilla.– Guerrillas y guerrilleros célebres.– Cataluña.– Saint-Cyr y Reding.– Derrota del ejército español en Valls.– Saint-Cyr en Barcelona.– Digno y patriótico comportamiento de las autoridades civiles.– Muerte de Reding.– Sucédele Coupigny.– Salida del rey José a la Mancha, y su regreso a la corte.– Situación militar de España en junio de 1809.– Reflexiones.
Victoriosas por todas partes las armas francesas a fines de 1808 y principios de 1809; prisioneros, deshechos, o muy quebrantados nuestros ejércitos; ocupadas y dominadas por los invasores las provincias del Norte, del Occidente y del Centro de la Península; subyugada alguna de las de Oriente y amenazadas las de Mediodía; instalado segunda vez el rey José en el trono y palacio real de Madrid, con más solemnidad, y al parecer con más solidez que la primera; creyeron muchos, y en otro país menos tenaz y menos perseverante que la España habrían creído todos, que la corona de San Fernando y el cetro de los Borbones se habían asentado en la cabeza y pasado definitivamente a las manos de la nueva dinastía de los Bonaparte. Así lo habrían podido juzgar también los que no conociendo a fondo el genio y el carácter español hubieran visto, como pueden verse todavía hoy, las columnas del Diario Oficial del gobierno, llenas cada día de plácemes, de felicitaciones y de arengas dirigidas al monarca intruso por las diputaciones de las ciudades sometidas, por los ayuntamientos, por los prelados y cabildos catedrales, por las órdenes y comunidades religiosas, y por otras corporaciones eclesiásticas y civiles. Por desgracia hubo algo de flaqueza en estas sumisiones, flaqueza hija del error de considerar ya perdida la causa española; y así lo comprendió también la Junta Central, en el hecho de haber expedido un severo decreto, especialmente contra los obispos que en tal debilidad habían caído{1}. Pero consuela el convencimiento de que la mayor parte de aquellas felicitaciones y de aquellos actos de sumisión fueron exigidos y arrancados por expresas ordenes imperiales y por decreto del rey (ordenes, decretos y circulares que tuvieron la indiscreción de insertar en las Gacetas mismas) a pueblos y a personas que vivían bajo la opresión de las armas conquistadoras, y a quienes la desobediencia hubiera acarreado persecuciones y padecimientos graves{2}.
El rey por su parte (y esto no era nuevo ni en su carácter ni en su sistema), procuraba cuanto podía atraerse las voluntades de los españoles, empresa más conforme a su buen deseo que a la disposición en que los ánimos de éstos se encontraban. Si los corazones no hubieran estado tan hondamente heridos y lacerados, algunas de sus providencias habrían sido bien recibidas, tales como las que se encaminaban a favorecer la agricultura y la industria, a quitar o suprimir las trabas que impedían la circulación, el desarrollo y la mejora de ciertos artículos, a condonar la parte no satisfecha de los tributos con que a la entrada de los franceses habían sido condenadas por vía de castigo algunas poblaciones, y a que no se impusieran contribuciones extraordinarias a las provincias sometidas. Pero estas medidas beneficiosas por su índole, no obstante que no constituían sistema ni plan concertado de administración, quedaban en su mayor parte sin efecto, ya por la codicia de los mismos empleados de las provincias, ya por que las impedían o neutralizaban los jefes y autoridades militares a quienes no convenía su ejecución.
Cumplíanse mejor las que no versaban sobre intereses, o las de pura organización y que habían de recibir su complemento en la capital, tales como la distribución que hizo de los negociados que habían de despacharse en cada ministerio, la creación de juntas o tribunales contencioso-administrativos y otras semejantes{3}.
Otras, por el contrario, bien fuesen aconsejadas por el emperador que solía tacharle de blando, bien lo fuesen por los mismos ministros españoles, lejos de ser apropósito para captarse el aprecio de sus nuevos súbditos, lo eran para irritarlos y exasperarlos. Tal fue la creación de una junta criminal extraordinaria (16 de febrero) para entender en las causas de los asesinos, ladrones, sediciosos, esparcidores de alarmas, reclutadores en favor de los insurgentes, y los que tuvieran correspondencias con ellos, los cuales todos (decía el artículo 2.º del decreto) «convencidos que fuesen, serían condenados en el término de veinticuatro horas a la pena de horca, que se ejecutaría irremisiblemente sin apelación.» Y aquellos cuyo delito no se probase del todo, serían enviados por el ministro de Policía general (art. 3.º) a los tribunales ordinarios para ser castigados con penas extraordinarias, según la calidad de los casos y personas{4}. Conforme con este decreto draconiano fue el Reglamento de Policía que al día siguiente se publicó para la entrada, salida y circulación de las personas por Madrid, del cual solo apuntaremos algunas disposiciones. «Ningún forastero (decía el cap. 1.º) puede entrar en Madrid sino por las cinco puertas principales de Toledo, Atocha, Alcalá, Fuencarral y Segovia… Habrá en cada una de las cinco puertas, además de la guardia, un agente de policía de toda confianza, acompañado de otros tres o cuatro a sus órdenes: la guardia le prestará auxilio en caso necesario…– En cada uno de los portillos o puertas menores habrá un cabo y un agente de policía para impedir la entrada por ellos de los forasteros, y se retirarán cuando se cierren las puertas.– El cabo de policía de cada una de las puertas principales tendrá un libro encuadernado y foliado, en el que asiente todas las personas que entren en Madrid, con expresión del día y hora. Los que entren firmarán estas partidas si saben escribir, y si no supieren, las firmará el cabo de policía con el agente más antiguo.– Todos los forasteros que estén en Madrid (decía el cap. 7.º) al tiempo de la publicación de este reglamento deben presentarse personalmente, cualquiera que sea su clase y condición, dentro del término de cuarenta y ocho horas, al comisario de policía del cuartel donde reside.– El comisario se informará de los motivos de su venida, y de la causa de su residencia en Madrid, de su estado, ocupación, pueblo de su naturaleza y vecindad, y tomará una razón de las principales señas personales.– Si los motivos de estar en Madrid fuesen justos, les dará una cédula, &c.– Ninguna persona (decía el 8.º) puede andar por Madrid sin luz media hora después de anochecido. La que anduviese sin ella puede ser detenida y examinada por los agentes de policía, y si pareciese sospechosa, se la arrestará, &c.»
A vejaciones, arbitrariedades y tiranías sin cuento daban ocasión tales disposiciones, de que, más acaso que al rey y a los franceses, se culpó al ministro de la Policía don Pablo Arribas, al intendente general don Francisco Amorós, y a algunos jueces de la junta criminal extraordinaria.
Quiso también José, con el deseo de ir españolizando su gobierno, formar regimientos de españoles. Fuese necesidad o flaqueza, alistáronse en ellos varios oficiales y soldados: pero el desvío y el mal ojo con que el pueblo los miraba, el apodo de jurados que les puso, la reflexión luego y la natural tendencia a volver a las filas de los suyos, y las instigaciones de los paisanos y conocidos, hicieron que ni pudieran formarse nunca cuerpos completos, ni permanecieran en ellos los alistados sino hasta que, repuestos, calzados y vestidos, encontraban ocasión de reincorporarse a las banderas nacionales. Contra los seductores de estos ejercía también su vigilancia la policía, y su severa acción la junta criminal.
Entretanto el gobierno español representado por la Junta Central, trasladada de Aranjuez a Sevilla, más respetado y obedecido que el de la capital, el cual a duras penas lo era en los pueblos ocupados por las tropas francesas, organizábase también dando nueva forma a las juntas provinciales (1.º de enero, 1809), cambiando su primitiva denominación de Supremas por la de Superiores provinciales de observación y defensa, limitando sus facultades a lo respectivo a contribuciones y donativos, a alistamientos, armamentos y requisa de caballos, reduciendo a menor número sus vocales y a más modestos términos sus honores, y encomendándoles la seguridad y el apoyo de la Central{5}.
Mas, o por prematuro, o por no bien meditado, produjo el reglamento quejas, escisiones y contestaciones serias con varias de aquellas corporaciones, y hubo que suspenderle, o por lo menos nunca tuvo cumplida ejecución ni en todas las provincias ni en todas sus partes, si bien en lo general era reconocida la conveniencia de circunscribir las facultades de las juntas. Disgustó mucho el artículo del reglamento en que se prohibía la libertad de imprenta; porque se esperaba otra cosa, especialmente después de la muerte de Floridablanca; pero en este punto no adelantaba más el gobierno de Madrid, que había establecido también la previa censura.
Parecíanse igualmente ¡cosa extraña! los dos gobiernos en otras providencias y en su manera de manejarse. El de Sevilla como el de Madrid enviaba sus comisarios a las provincias para representar y robustecer su autoridad; pero no siendo en lo general los elegidos para esta misión o los más ilustrados o los más discretos, la debilitaban en algunas partes, y en otras la comprometían, como aconteció con el marqués de Villel en Cádiz, donde sus indiscreciones provocaron un alboroto popular, que difícilmente pudo ser sosegado, no sin tener que deplorar alguna víctima, y en que él mismo estuvo a punto de serlo, no siendo poca su fortuna de encontrar quien ocultándole le librara del furor de los amotinados.– Al modo que el gobierno de José estableció su ministerio de Policía y su junta criminal extraordinaria, así también la Junta Central tenía su tribunal de seguridad pública, para inquirir, perseguir y castigar los delitos de infidencia; que aunque menos arbitrario que aquél, y aunque no revestido de tan determinado y duro sistema de penalidad, no por eso dejó de lanzar en ciertos casos fallos terribles y de prescribir ejecuciones sangrientas.
Mas victoriosamente que a las censuras que sobre estos puntos se le hicieron, pudo contestar la Central a las que la suspicacia y malevolencia de algunos intentó hacerle sobre pureza en el manejo y distribución de fondos. Cumplida fue la defensa y justificación que en esta materia hizo de sus actos{6}. Sobre no ser tachables, ni sospechosos siquiera sus individuos en este concepto, ni haber manejado por sí mismos los caudales, eran tan escasos los recursos, ocupada gran parte del reino por el enemigo, y dislocado el orden administrativo en el resto de ella, que era de maravillar pudieran sufragarse los extraordinarios gastos que la situación exigía, y levantarse tan numerosos ejércitos, por mal asistidos que estuviesen. Y en verdad ni lo que se hizo habría sido posible, si a los diminutos productos de las rentas de las provincias libres no se hubieran agregado los del patriótico desprendimiento de los españoles, o sea los donativos voluntarios, los socorros en metálico recibidos de Inglaterra, y los cuantiosos auxilios que nuestras Américas para sostener la causa de la metrópoli suministraron{7}.
Porque una de las mayores y más favorables novedades que en este tiempo ocurrieron fue haber resonado el grito de indignación lanzado por España con motivo de la invasión francesa y de los sucesos de Bayona en todas las vastas posesiones españolas de allende los mares, y haberse difundido el mismo espíritu y pronunciádose con la misma decisión y entusiasmo contra la dominación extranjera en España nuestros hermanos de ambas Américas españolas, y cundido hasta las extensas y remotas islas Filipinas y Marianas, comprometiéndose sucesivamente a ayudar con todo esfuerzo nuestra causa, y a no reconocer otro soberano que a Fernando VII y a los legítimos descendientes de su dinastía, llegando el fervor excitado en las Antillas al extremo de recuperar para España la parte de la isla de Santo Domingo cedida a Francia por tratados anteriores. Este sentimiento de adhesión a la causa de la metrópoli no fue de pura simpatía, sino que se tradujo en actos positivos, apresurándose a socorrerla con cuantiosos dones, no solo los españoles allí residentes, sino los oriundos de éstos nacidos en América. La Junta Central correspondió a estas demostraciones con el memorable decreto de 22 de enero de 1809 expedido en el palacio real del Alcázar de Sevilla; en que hacía la siguiente importantísima declaración: «Considerando que los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente colonias o factorías como los de otras naciones, sino una parte esencial o integrante de la monarquía española; y deseando estrechar de un modo indisoluble los sagrados vínculos que unen a unos y a otros dominios, como así mismo corresponde a la heroica lealtad y patriotismo de que acaban de dar tan decidida prueba a España… se ha servido S. M. declarar, que los reinos, provincias e islas que forman los referidos dominios, deben tener representación nacional e inmediata a su real persona, y constituir parte de la Junta Central gubernativa del reino por medio de sus correspondientes diputados.» En cuya virtud prescribía a los virreinatos y capitanías generales de Nueva España, Perú, Nueva Granada, Buenos Aires, Cuba, Puerto Rico, Guatemala, Chile, Venezuela y Filipinas, procediesen al nombramiento de sus respectivos representantes cerca de la Junta. Novedad grande, cuyas consecuencias nos irá diciendo la historia.
En cuanto a Inglaterra, si bien había mostrado abiertas simpatías a nuestra causa, ayudándola como hemos visto con ejércitos y con subsidios, pacto formal de alianza entre ambas naciones no se había hecho todavía. Realizóse esto el 9 de enero (1809), concluyéndose en Londres un tratado por el que la Gran Bretaña se comprometía a auxiliar a los españoles con todo su poder, y a no reconocer otro rey de España e Indias que Fernando VII, y sus legítimos herederos, o al sucesor que la nación española reconociese: obligándose la Junta Central a no ceder a Francia porción alguna de su territorio en Europa ni en región alguna del mundo, y no pudiendo ambas partes contratantes hacer paz con aquella nación sino de común acuerdo. Conveníase por un artículo adicional en dar mutuas franquicias al comercio de ambos estados, hasta que las circunstancias permitiesen arreglar un tratado definitivo sobre la materia.
A peligro estuvo, sin embargo, de romperse a poco tiempo esta buena armonía entre las dos naciones, por la manera, a nuestro juicio poco discreta, con que el inglés sir Jorge Smith quiso llevar a cabo el propósito de su gobierno de guarnecer a Cádiz con tropas inglesas, con el fin, según éste decía, de poner aquella plaza a cubierto de una invasión francesa. Si Smith obró o no en conformidad con las instrucciones del ministerio británico pidiendo y haciendo venir de Lisboa tropas de su nación para ocupar a Cádiz, sin conocimiento de la Junta Central española, punto fue que anduvo entonces envuelto en cierta oscuridad. A las reclamaciones y quejas de la Junta dio respuestas más satisfactorias el ministro inglés Mr. Frere a nombre de su gobierno: mediaron no obstante largas contestaciones, hasta que a consecuencia de una nota nutrida de juiciosas reflexiones, y tan atenta como entera y digna, que la Junta pasó (1.º de marzo), se mandó retroceder las tropas inglesas, dándoles otro destino y terminando así un incidente que con menos maña manejado hubiera podido quebrar la reciente amistad de los dos pueblos.
Volviendo ahora a las operaciones de la guerra que tan fatales nos habían sido en fines de 1808 y principios de 1809, conviene advertir que las tropas francesas que había en España no bajaban de trescientos mil hombres, si bien en estado de combatir contaban solo doscientos mil, los soldados mejores del mundo{8}. Y como Napoleón decía que todos los españoles que había armados no estaban en estado de resistir a diez mil franceses, y como contaba con que la Inglaterra no se atrevería a trasportar nuevos ejércitos a la Península, con que Aragón se sometería después de la rendición de Zaragoza, con la breve sumisión de Cataluña, y con las instrucciones que tenía dadas para las conquistas de Portugal y Andalucía, en su pensamiento era asunto de algunas jornadas el enseñorearse de los dos reinos{9}. Luego veremos hasta qué punto desconoció el emperador el carácter, la energía, el patriotismo, y sobre todo la constancia del pueblo español. En medio de la inmensa superioridad en número, inteligencia y disciplina de las tropas francesas sobre las españolas, la situación del rey José en España, considerada militarmente no era nada lisonjera. A fuerza de repetir Napoleón que su hermano no era militar, y de haber acostumbrado a los generales a obedecer y seguir las instrucciones y planes que él directamente les comunicaba, cada general se creía superior al rey en lo perteneciente a la guerra, y aunque el rey fuese el jefe de los ejércitos, o no se cumplían las ordenes que de él solo emanaban, o si un general sufría un revés, procuraba justificarse con el emperador, diciendo que se había visto obligado a obedecer órdenes que él no aprobaba. De esta falta de confianza y armonía entre el rey, el mayor general y los mariscales, resultaban los inconvenientes que son fáciles de comprender. A pesar de todo, la situación de las fuerzas francesas llevaba inmensas ventajas en principios de 1809 a las de los ejércitos españoles, por más que se hubiera procurado rehacerlos y reorganizarlos después de los quebrantos y derrotas de la segunda campaña.
Hablaremos primero de los del centro y Extremadura, que eran los que más habían de darse la mano.
Después de la derrota de Uclés y de la retirada del duque del Infantado a las cercanías de Sierra-Morena, fue este jefe relevado del mando por la Junta, sustituyéndole el conde de Cartaojal, que con los restos de aquel ejército y con las tropas que se habían ido reuniendo en la Carolina formó uno solo, que se denominó de la Mancha, y constaba de cerca de veinte mil hombres, de ellos tres mil jinetes bien equipados. Con más de la mitad de esta fuerza se dispuso que el intrépido duque de Alburquerque hiciera una excursión por la Mancha para distraer la del enemigo que iba a cargar sobre Extremadura. Cerca de la villa de Mora alcanzaron nuestros jinetes a quinientos dragones franceses mandados por el general Dijon; embistiéronlos con brío (18 de febrero), acuchilláronlos, y cogieron de ellos ochenta, juntamente con el carruaje del general. Con noticia de este golpe acudieron a aquella parte considerables fuerzas enemigas; en su virtud replegose Alburquerque a Consuegra, donde aquellas le buscaron, teniendo por prudente el general español retirarse a Manzanares. No corrían bien Alburquerque y Cartaojal, por diferencias de carácter, y también por celos, achaque por desgracia no raro entre generales españoles. Ambos llevaron en queja sus disensiones a la Junta Central.
Aunque la Junta prefirió y aprobó, como los prefería el ejército, los planes que proponía Alburquerque, en ellos mismos encontró el de Cartaojal medio para alejarle de su lado, encomendándole ir a reforzar el ejército de Extremadura con las dos cortas divisiones de Bassecourt y Echavarry, dándole apariencia de una importante y honrosa comisión. No se lució después de esta separación el de Cartaojal. Marchó él mismo con su ejército a los países que el de Alburquerque acababa de recorrer, situando primero su cuartel general en Ciudad Real. Pero hizo su correría por Yébenes y cercanías de Consuegra de tal modo, que a los tres días tuvo que volver precipitadamente al mismo punto (26 de febrero). Aún así no pudo evitar ser acometido el 27 por el general francés Sebastiani, que sin un gran esfuerzo envolvió y desordenó sus columnas, rechazándolas sucesivamente de Ciudad Real, el Viso, y Santa Cruz de Mudela, y apoderándose de muchos prisioneros y de algunos cañones. Las reliquias de nuestro ejército se abrigaron en Despeñaperros, fijándose el cuartel general en Santa Elena. En Santa Cruz se quedaron los franceses, aguardando noticias de Extremadura.
En esta provincia dejamos al general Cuesta recogiendo dispersos, restableciendo la disciplina, lastimosa y escandalosamente relajada desde el asesinato del general Sanjuan en Talavera, y reorganizando, en fin, aquel ejército. Mas apropósito para esto que para dirigir operaciones y para dar combates el general Cuesta, había conseguido con la dureza de su carácter aterrar a los desmandados y díscolos, disciplinarlos, y reunir a fin de enero un cuerpo de tropas respetable, al menos por su número, con el cual desalojó los franceses de las cercanías de Almaraz, situándose él en Jaraicejo y Deleitosa. Para contener a aquellos hizo destruir a fuerza de trabajo uno de los dos magníficos ojos del famoso puente de Almaraz, obra maravillosa de arte; acto digno de ser lamentado como destrucción de una grandeza artística, e infructuoso como precaución militar, según vamos a ver{10}.
Convenía a los franceses marchar sobre Extremadura, no solo porque la permanencia de un cuerpo de ejército español sobre el Tajo alentaba las partidas de insurrectos y fomentaba el espíritu de sedición hasta las puertas de Madrid, sino porque se calculaba que el mariscal Soult estaría ya en Portugal según las instrucciones imperiales, y convenía darle la mano por Extremadura. Recibió, pues, el mariscal Víctor orden de atacar a Cuesta y avanzar hasta Mérida. En su virtud el duque de Bellune se puso en marcha con el primer cuerpo, compuesto de 22.000 hombres: él se situó en el pueblo de Almaraz, para activar la construcción de un puente de barcas que supliera al destruido por los españoles; pero antes que aquel se habilitase (en lo cual anduvo, sobre lento, poco entendido el mariscal, si hemos de creer a historiadores de su nación), 14.000 hombres de los suyos pasaron el Tajo por Talavera y por el puente del Arzobispo; los cuales dirigiéndose a Mesas de Ibor, Fresnedoso y otros puntos que ocupaban los españoles, los hicieron irse retirando sucesivamente a Deleitosa, al puerto de Miravete, a Trujillo, donde entraron el 19 de marzo, y de allí a Santa Cruz del Puerto y Medellín. Cerca de Miajadas, un escuadrón francés del 10.º regimiento de cazadores, perteneciente a la división Lasalle, había avanzado imprudentemente, cargáronle dos regimientos nuestros, el del Infante y el de dragones de Almansa (21 de marzo), y le acuchillaron casi entero.
Aunque aficionado Cuesta a dar batallas, esquivó presentarla hasta que se incorporase la división que de la Mancha llevaba el duque de Alburquerque. Habiéndose esto verificado en la tarde del 27 (marzo), en la mañana del 28 ofreció el combate, desplegando su ejército, en número de 22.000 hombres, en la espaciosa llanura que se abre cerca de la villa de Medellín (notable por ser la patria de Hernán Cortés), formando una línea en media luna de una legua de largo, y sin ninguna reserva. Mandaban la izquierda, compuesta de la vanguardia y primera división, don Juan Henestrosa y el duque del Parque: el centro el general Trías con la segunda división; la derecha, junto al Guadiana, el teniente general don Francisco Eguía, con la tercera división del marqués de Portago, y la recién llegada de Alburquerque. Cuesta se colocó en una altura de la izquierda con casi toda la caballería. A las once de la mañana se presentaron los franceses pasando el Guadiana por el puente de Medellín: su fuerza ascendía a 18.000 infantes y cerca de 3.000 caballos: general en jefe, mariscal Víctor; de división, Lasalle, Latour-Maubourg, Villatte y Ruffin.
La acción en un principio y por espacio de algunas horas, no solo fue admirablemente sostenida por los españoles, sino que casi en todos los lados iban haciendo al enemigo perder terreno: «con intrepidez y con audacia, dicen sus mismas historias y decían sus mismos partes, combatieron los españoles aquel día.» Tal confianza tenían ya en la victoria, que los unos amenazan con no hacer prisioneros, los otros blasonaban de que el sepulcro de los franceses iban a ser los campos de Medellín. Un incidente desgraciado cambió de todo punto la fortuna que iba guiando nuestra causa. Al tiempo que el ala izquierda se hallaba próxima a tomar una batería enemiga de diez piezas, dos regimientos de caballería y dos escuadrones de cazadores, cargados por los dragones de Latour-Maubourg volvieron grupas, huyendo vergonzosamente al galope y atropellándolo y desordenándolo todo, incluso al mismo general Cuesta, que queriendo contener el desorden fue derribado del caballo, en el cual, a pesar de sus años y de estar herido en un pie, pudo volver a montar, no sin gran riesgo de quedar en poder de los enemigos. Rota la izquierda, lo fue también al poco tiempo el centro, desapareciendo, dice un escritor español, como hilera de naipes, la formación de nuestra dilatada y endeble línea. Sostúvose todavía algún tiempo el valeroso Alburquerque, mas también se desarregló atropellado por los dispersos; y desde entonces todo el ejército se convirtió en bandadas de fugitivos. Los franceses vengaron con furor las amenazas de los nuestros. «Durante mucho tiempo, dice el mismo escritor nuestro compatricio, los huesos de los que allí perecieron se percibían y blanqueaban, contrastando su color macilento en tan hermoso llano con el verde y suavizadas flores de la primavera.» Acaso no bajó de 12.000 hombres nuestra pérdida en la desgraciada jornada de Medellín{11}.
Sin embargo, la Junta Central decretó premios y recompensas para los que se habían conducido bien en la batalla, y otorgó mercedes a las viudas y huérfanos de los que habían muerto en ella. En esto procedió la Junta con justicia, porque la mayoría del ejército se batió con arrojo y denuedo. Más extraño pareció verla premiar también al general derrotado, elevándole a la dignidad de capitán general, y poniendo a sus órdenes el ejército de la Mancha, depuesto el de Cartaojal de su mando por el desorden de la acción de Ciudad Real. No fue sin duda una razón de justicia la que movió a la Junta a premiar de aquel modo a don Gregorio de la Cuesta, a cuya falta en la disposición de la batalla más que a la fuga de algunos escuadrones se atribuyó tan fatal derrota, y que habiendo podido hacer de Medellín otro Bailén, hizo una segunda edición de la jornada de Rioseco. Fue cálculo político el que en esto guio a la Central, porque perdido el ejército de la Mancha, y no quedando para su inmediata defensa sino el de Extremadura, quiso alentar a los amigos dándoles ejemplo de confianza, demostrar a los enemigos que la causa nacional no había sucumbido en los campos de Medellín, y dar a todos un testimonio de que sabía hacerse superior a los reveses, y confiaba en la constancia y en el patriotismo de la nación. Cuesta con el resto de su gente se retiró a Monasterio, en la sierra que separa a Extremadura de Andalucía. Víctor se quedó entre el Guadiana У el Tajo, esperando noticias de las operaciones de Portugal.
Pareció al rey José que las dos derrotas de Ciudad Real y Medellín le deparaban ocasión oportuna para tantear a la Central con la propuesta de un acomodamiento que pusiera término a los males que ya sufrían las provincias por él ocupadas, y que sufrirían las que en adelante habría de subyugar. Con esta misión partió de Madrid el magistrado don Joaquín María Sotelo, que desde Mérida y por medio del general Cuesta dirigió a la Junta un pliego en este sentido. Por conducto del mismo general le respondió la Junta, que estaba dispuesta a oírle, con anuencia de nuestros aliados, siempre que llevara poderes bastantes para tratar de la restitución a España de su amado rey Fernando, y que inmediatamente evacuaran las tropas francesas todo el territorio español. Y como Sotelo insistiese, aunque en términos moderados, la Junta le hizo entender que aquella era la última contestación, en tanto que José no aceptase lisa y llanamente la condición indicada. Compréndese fácilmente que aquella negociación, encerrada en estos límites, no podía pasar adelante (abril, 1809).
Igual o parecida tentativa hizo el general Sebastiani que mandaba en la Mancha, si bien éste se dirigió particularmente al ilustre individuo de la Junta don Gaspar Melchor de Jovellanos. «La reputación de que gozáis en Europa, le decía, vuestras ideas liberales, vuestro amor por la patria, el deseo que manifestáis de verla feliz, deben haceros abandonar un partido que solo combate por la Inquisición, por mantener las preocupaciones, por el interés de algunos grandes de España, y por los de la Inglaterra. Prolongar esta lucha es querer aumentar las desgracias de la España. Un hombre cual vos, conocido por su carácter y sus talentos, debe conocer que la España puede esperar el resultado más feliz de la sumisión a un rey justo e ilustrado… &c.» Y le pintaba con los colores más halagüeños los bienes de una libertad constitucional bajo un gobierno monárquico. La respuesta de Jovellanos (24 de abril) fue tan firme, tan digna, tan elocuente como era de esperar de su reconocida ilustración y de su acendrado patriotismo.– «Señor general (empezaba): yo no sigo un partido, sigo la santa y justa causa que sigue mi patria, que unánimemente adoptamos los que recibimos de su mano el augusto encargo de defenderla y regirla, y que todos habemos jurado seguir y sostener a costa de nuestras vidas. No lidiamos, como pretendéis, por la Inquisición, ni por soñadas preocupaciones, ni por el interés de los grandes de España. Lidiamos por los preciosos derechos de nuestro rey, nuestra religión, nuestra constitución y nuestra independencia… Acaso no pasará mucho tiempo sin que la Francia y la Europa entera reconozcan que la misma nación que sabe sostener con tanto valor y constancia la causa de su rey y su libertad, contra una agresión tanto más injusta, cuanto menos debía esperarla de los que se decían sus primeros amigos, tiene bastante celo, firmeza y sabiduría para corregir los abusos que la condujeron insensiblemente a la horrorosa suerte que le preparaban…» El resto y la conclusión correspondían a la muestra que damos de este notable documento, y los sentimientos que en él se vertían fueron fecunda semilla que dio saludables frutos en la nación.
Dejamos indicado que así Sebastiani como Víctor se habían detenido después de sus triunfos esperando noticias de Portugal, para moverse y arreglar sus operaciones en combinación con las del ejército de Soult, a quien el emperador había encomendado la reconquista de aquel reino. Pero Soult en su marcha y empresa había tropezado con multitud de impensados obstáculos. Después de malogradas algunas tentativas para cruzar el Miño, ya por falta de barcas, ya por la vigilancia de los portugueses, resolvió hacer la invasión por la provincia de Orense. Mas los paisanos de aquella provincia, alentados por algunos destacamentos del marqués de la Romana, y no obstante la reciente derrota de la Coruña, habíanse levantado en defensa de la patria, y acaudillados, ya por jóvenes de las principales familias del país, ya por eclesiásticos fogosos, ya por los mismos encargados de la administración de justicia{12}, ocupando las montañas, valles, riscos y desfiladeros que cruzan aquel reino, opusieron porfiado y temible estorbo a la marcha del mariscal francés. Desde Mourentan hasta Rivadavia y Orense fue un combate continuado; porque en cada garganta, en cada cumbre, en cada caserío, en cada paso difícil tenía que pelear con bandadas de insurrectos: el caracol resonaba por todas aquellas montañas, que iban quedando regadas con sangre; muchos paisanos murieron, pero murieron también muchos franceses; perdiéronseles muchos caballos; y de la artillería solo pudo llevar Soult 22 piezas, teniendo que dejar en Tuy las 36 restantes y de mayor calibre.
Con tales estorbos, cuando Napoleón suponía ya al duque de Dalmacia en Lisboa, aún no había podido salir de Galicia. Al fin penetró en Portugal dirigiéndose a Chaves, cuya mal guarnecida plaza tomó sin resistencia (13 de marzo), encontrando en ella cincuenta viejos y mal servidos cañones. Allí comenzó a darse el título de Gobernador general de Portugal. En la marcha a Braga conoció que tenía todo el pueblo portugués por enemigo como en Galicia. El general Freire que le esperaba cerca de la ciudad con diez y seis mil hombres, como hiciese ademán de retirarse, fue arrestado por los paisanos y bárbaramente asesinado. El barón Dèben que le sucedió tuvo que dar siquiera un simulacro de batalla, pero arrollado por los franceses, en cuyo poder quedó la artillería, la ciudad de Braga pasó también al de las tropas de Soult (20 de marzo). El deseo de venganza hizo a los portugueses implacables y feroces: los franceses que caían en sus manos eran de seguro sacrificados, mutilados comúnmente con refinada crueldad. Las provincias de Tras-os-Montes y Entre-Duero y Miño se alzaron en armas: delante de Oporto, la segunda ciudad del reino por su población, su riqueza y su importancia mercantil, se formó un campamento atrincherado, donde se reunieron numerosas fuerzas de línea, de milicias y de paisanos; mandábalas el obispo de aquella ciudad: esperábase el desembarco de un nuevo ejército inglés.
El 27, después de algunos encuentros y dificultades en su marcha, se presentó Soult delante de Oporto, y se empeñó el fuego en toda la línea. En vano envió el mariscal francés un parlamentario al obispo: en vano envió otro a los generales portugueses y a los magistrados del pueblo: el 29 lanzó simultáneamente su ejército en tres columnas sobre toda la línea, que mal defendida fue pronto deshecha: el general Delaborde penetró a viva fuerza en la ciudad, acuchillando cuanto se le presentó delante: sobre un puente de barcas cargó tanto número de fugitivos, que hundiéndose con el peso se ahogaron los más, siendo los restantes bárbaramente ametrallados: varios regimientos, perseguidos por el general Merle, prefirieron la muerte arrojándose al Duero a rendir las armas: unos doscientos soldados del obispo se encerraron en la catedral, donde se defendieron hasta no quedar uno solo con vida. El general Foy, que había caído prisionero, fue libertado. Todo fue horror en aquella desgraciada población: los días antes de la batalla el paisanaje había arrastrado por las calles y mutilado horriblemente el cadáver del general Oliveira, dando con tales excesos ocasión a los franceses para entregar la ciudad a todos los horrores de la guerra y de una plaza tomada por asalto. La pérdida de los portugueses en la acción de Oporto fue espantosa; hízola subir el mariscal Soult en sus partes a diez y ocho mil muertos, sin comprender los ahogados: apenas pasaron de doscientos los prisioneros: cogiéronles veinte banderas y ciento noventa y siete cañones.
Hízose notable la estancia de Soult en Oporto, no ciertamente por sus progresos en aquel reino, sino por su conducta en aquella ciudad. Pues mientras sus tropas hacían excursiones, marchas y tentativas sobre Coímbra, sobre Peñafiel, sobre Amarante y otros puntos, sin resultado las más veces, y teniendo que sostener combates diarios, ya con el general Silveira, ya con los paisanos insurrectos, él, encerrado en Oporto, sin comunicación ni con Víctor que se hallaba en Extremadura, ni con Lapisse que le había de dar la mano por la parte de Salamanca, se esforzaba con estudiado esmero en hacerse grato a los portugueses, siguiendo una conducta opuesta a la de los generales que le habían precedido en aquel reino. El título de gobernador general de Portugal que se aplicó desde su entrada en él, hizo ya sospechar si en aquella conducta iría envuelta alguna mira de personal interés. A poco tiempo de esto, doce principales ciudadanos de Oporto, supúsose que por sugestión suya, en una felicitación que dirigieron al emperador le suplicaban cumpliera el artículo del tratado de Fontainebleau, en que se estipulaba que Oporto y su provincia formarían un estado independiente con el título de Lusitania septentrional. De aquí a pedir la soberanía de aquel estado para el duque de Dalmacia no había más que un paso; y su jefe de estado mayor excitaba a los generales a apoyar el pensamiento de los de la ciudad. Algunos creyeron ver en esta conducta un acto de traición; otros, tomándolo menos por lo serio, le ridiculizaban dándole en las conversaciones privadas el título de Nicolás I; lo cual no favorecía nada ni a la disciplina del ejército, ni al prestigio del general en las circunstancias en que le era más necesario{13}.
Otro curioso episodio de la estancia de Soult en Oporto fue haberse descubierto la sociedad secreta llamada de los Filadelfos, que tenía por objeto destronar la familia imperial y restablecer en Francia la república. Este plan, en que parece entraban varios generales franceses de los de mayor reputación, y que tenía ramificaciones en el ejército mismo de Soult, fue descubierto por delación de un oficial general a quien se había confiado el ayudante mayor d’Argenton, que era el que había ido a Lisboa a entenderse y concertarse para ello con los generales ingleses Wellesley y Beresford. D’Argenton fue arrestado, formósele proceso, y se le envió a Francia{14}. Soult se tranquilizó habiendo visto que el espíritu general de sus tropas sobre este particular era bueno.
Mas en tanto que el duque de Dalmacia permanecía inmóvil en Oporto, por una parte se había insurreccionado toda la Galicia, por otra el gobierno inglés envió un nuevo ejército a Portugal al mando de sir Arturo Wellesley, que desembarcó el 22 de abril en Lisboa y llegó el 2 de mayo a Coímbra. De modo que habiendo quedado en Portugal después de la acción de la Coruña un corto ejército inglés mandado por el general Caradock, la inacción de Soult y sus descabellados planes dieron lugar a que se aumentara hasta 30.000 hombres, y a que se reorganizaran y obraran en combinación con los ingleses las tropas portuguesas. Diose el mando superior de todas a Wellesley, el antiguo vencedor de Vimeiro. El plan del general inglés fue avanzar rápidamente para ver de envolver a Soult y obligarle o a rendirse o a emprender una retirada que había de ser desastrosa. El 10 y el 11 (mayo) hubo ya dos combates a las inmediaciones de Oporto, en que la vanguardia francesa se vio forzada a repasar el Duero. Soult, que había pensado retirarse sobre la provincia de Tras-os-Montes, creyó todavía poder permanecer el 12 en Oporto. Pero Wellesley concibió una operación tan atrevida, como fue luego hábil y felizmente ejecutada, a saber, la de que el general Murray con un pequeño cuerpo franquease el Duero por Avintos. Efectuó Murray este arriesgado paso en cierto número de botes sin ser notado, y tan diestramente, que cuando en la mañana del 12 se anunció a Soult que los enemigos habían pasado el Duero, nadie daba crédito a la noticia, hasta que el general Foy subiendo a una eminencia certificó haberlo visto con sus propios ojos. Pónese entonces todo el ejército francés apresuradamente sobre las armas; salen algunos cuerpos a detener al enemigo; empéñase un vivo combate, en que quedan prisioneros, de una parte los generales franceses Delaborde y Foy (aunque éste fue rescatado), de la otra lord Payet: pero los ingleses vencen, se apoderan de varios cañones, y avanzan y penetran en Oporto, de donde sale precipitadamente Soult con su ejército{15}.
De los dos caminos que le quedaban para retirarse, el de Amarante, que él hubiera preferido, no se le pudo preservar el general Loison, perseguido por los generales ingleses Beresford y Wilson, y por el portugués Silveira. Tuvo pues que optar por el único que le quedaba, retrocediendo por Braga y Chaves. Pero impracticable para ruedas, tuvo que hacer el duro sacrificio de inutilizar y abandonar toda la artillería y todos los carruajes, metiéndose por intrincados laberintos de bosques, riscos y estrechas fragosidades, marchando a veces a la desfilada, pues había sendas en que apenas cabían dos personas de fondo, luchando con las partidas de paisanos que defendían los estrechos, seguido de cerca por Wellesley, sufriendo las lluvias, precipitándose a veces hombres y caballos por los derrumbaderos, siendo los que se rezagaban asesinados por los paisanos, así como los franceses quemaban los pueblos por donde iban transitando, abandonados por sus moradores. De esta manera, y pasando Soult los mismos o mayores trabajos que hacía poco tiempo había hecho pasar al inglés Moore cuando le fue persiguiendo de Astorga a la Coruña, llegó el 19 de mayo a Orense, desde donde se trasladó a Lugo para ponerse en combinación con Ney. Así regresó el que había ido a Portugal con ínfulas de hacer él solo la reconquista de aquel reino, de que se tituló gobernador general, y en cuya corona soñó algunos días. Su retirada, sin embargo, fue de un capitán de corazón. Veamos ahora lo que en el intermedio de su malograda empresa había acontecido en Galicia y Asturias.
Habiendo quedado el mariscal Ney para dominar la Galicia en tanto que Soult hacía su expedición a Portugal, el marqués de la Romana, después de haber sido batido en Verín, determinó ganar otra vez las fronteras de Castilla. Uniósele en Luvian el general Mahy que mandaba la retaguardia, y se había dirigido a las Portillas, gargantas que parten término entre las dos provincias (marzo, 1809). Allí se determinó encaminarse a Asturias con objeto de soplar el fuego de la insurrección en el Principado. Pusiéronse en marcha hacia las escabrosas montañas de la Cabrera; y después de unas jornadas penosas apareciéronse con sorpresa de todos en Ponferrada del Bierzo. En una ermita inmediata a la población encontraron un cañón de a doce con su cureña y sus balas correspondientes, acaso abandonado en la retirada de Moore. Sugirioles este hallazgo la idea de acometer a Villafranca, tres leguas distante en la carretera y a la entrada de Galicia, donde había mil franceses de guarnición. Sorprendidos éstos con la aparición inopinada de tropas españolas y al ver un cañón de grueso calibre, refugiáronse al fuerte palacio de los marqueses que toman el título de aquella villa. Atacados allí e intimados por los españoles, que ellos creían en mayor número, entregáronse abriéndoles la puerta, y dándose por prisioneros (17 de marzo). Avergonzábanse después de haberse rendido a tan poca y tan mal apañada gente. Este hecho de armas que llegó abultado a Galicia, alentó a los patriotas de aquel reino, en el cual hormigueaban ya, y hervían, digámoslo así, las partidas de paisanos armados, llamadas guerrillas, capitaneadas unas por naturales del país, otras por oficiales enviados al efecto, ya por el mismo marqués de la Romana, ya por la Junta Central, de lo cual es preciso dar cuenta antes de pasar a lo de Asturias. Indicamos ya atrás que desde la salida de Soult de Galicia había cundido grandemente la insurrección en el paisanaje gallego. En efecto, en las feligresías de las provincias y comarcas de Tuy, Orense, Santiago, Lugo y otras, apenas hubo hombre capaz de manejar una escopeta, un trabuco, una hoz o una espada que no corriera a alistarse y formar grupo en aquellas partidas que se levantaban en derredor de los patriotas más ardientes y de más influencia en el país, cuyos improvisados caudillos eran, ya un particular acomodado, ya un juez, ya un eclesiástico, ya un alcalde, ya un labrador, ya un estudiante, distinguiéndose entre ellos desde el principio los abades de Couto y Valladares, el alcalde Seoane de Tuy, los particulares Quiroga, Tenreiro, Márquez, Cordido, los estudiantes Martínez, y otros que se pudieran enumerar. A fomentarlas y organizarlas destinó Romana los capitanes Colombo y González, nombrado este último Cachamuiña, del pueblo de su naturaleza; y la Junta Central envió al teniente coronel García del Barrio y al alférez don Pablo Morillo. Molestaban estas partidas a los franceses en todas direcciones, y engrosándose llegaron a formar hasta regimientos y a acometer empresas ya serias, como fueron los sitios de Vigo y de Tuy.
Guarnecían la primera de estas ciudades mil trescientos franceses. Propusiéronse cercarlas, hasta reconquistarlas, varias partidas de voluntarios, a los cuales se agregó el alférez don Pablo Morillo, que estando al frente de la plaza tuvo que acudir al puente de San Payo, por donde amenazaba pasar una columna francesa: aseguró Morillo la defensa del puente con cinco cañones que se pudo proporcionar, y volvió al sitio de Vigo llevando en su compañía trescientos hombres de los que mandaban Cachamuiña y Colombo. Muy estrechada la ciudad e intimada su rendición por el abad de Valladares, y repugnando el comandante francés pasar por la vergüenza de capitular con simples paisanos, acordose, atendidas las prendas militares de Morillo y su procedencia, elevarle al grado de coronel. El nuevo jefe de los sitiadores intimó sin tardanza y en términos fuertes la rendición (27 de marzo): accedió entonces el comandante francés a entregar la plaza al caudillo militar, a condición de salir la tropa con los honores de la guerra y de que sería llevada prisionera a Inglaterra en buques ingleses. Mas como tardara en ratificar este ajuste más horas de las convenidas, amostazáronse los españoles, acercáronse a los muros y comenzaron a derribar a hachazos la puerta de Gamboa manejando el hacha con su propia mano el terrible Cachamuiña. Recibiose entonces la ratificación, y entregáronse a Morillo (28 de marzo) cuarenta y seis oficiales y mil doscientos trece soldados prisioneros. Una columna francesa que venía de Tuy en socorro de los sitiados fue acometida y deshecha, con muerte de muchos y dejando en poder de los nuestros setenta y dos hombres. Mucho y con razón se celebró en Galicia y en toda España la reconquista de Vigo hecha casi solo por paisanos, y sin un solo ingeniero, ni una sola pieza de artillería.
No tuvo tan feliz remate el bloqueo de Tuy (donde Soult para entrar en Portugal había dejado guarnición con parte de la artillería y los enfermos), puesto también por el paisanaje, y principalmente por el abad de Couto, al cual acudieron después de la rendición de Vigo Morillo, Tenreiro, Cachamuiña y otros, y por otro lado el capitán Barrio, nombrado comandante general por la junta de Lobera. Por desgracia tal concurrencia de caudillos solo sirvió para excitar entre ellos celos, piques y rencillas. Gobernaba la plaza el general La-Martiniere, que en una salida se apoderó de cuatro piezas de los nuestros: socorriéronla tropas francesas por la parte de Santiago, y Soult desde Oporto envió también una columna al mando del general Heudelet; con lo cual los españoles levantaron el cerco, si bien no creyéndose allí seguro La-Martiniere en el momento que se retiraran sus auxiliares, recogió artillería y vituallas, desamparó la ciudad (16 de abril), y pasó a incorporarse en Valenza de Miño a la columna de Heudelet que había de regresar a Oporto.
Dedicáronse entonces los caudillos de Galicia a levantar más gente y a organizar la que existía, formando de toda ella la que se denominó división del Miño. Incorporósele una partida que andaba por tierra de Salamanca, capitaneada por don José María Vázquez, titulado el Salamanquino. Y todas estas fuerzas vino luego a mandarlas y dirigirlas don Martín de la Carrera, uno de los jefes de la Romana, que se había quedado en la Puebla de Sanabria recogiendo dispersos. Llegó, pues, a reunir Carrera un cuerpo de 16.000 hombres, con algunos caballos y nueve piezas de artillería. No tardó Carrera en derrotar, dirigiéndose a Santiago, al general Maucune que con 3.000 hombres le había salido al encuentro: metiéronse los nuestros de rebato en la ciudad (23 de mayo), siendo el primero que penetró don Pablo Morillo. Allí encontraron un depósito de fusiles, vestuarios, y cuarenta y una arrobas de plata labrada, recogida por los franceses de los templos.
Sigamos ahora al marqués de la Romana a quien dejamos marchando a Asturias, y en cuyo principado entró poco después del triunfo de Villafranca del Bierzo. La junta de Asturias se había señalado por sus vigorosas y enérgicas providencias, así de defensa y armamento como de administración, y que por lo mismo, si bien eficaces para su patriótico objeto, habían descontentado y resentido a muchas clases, especialmente las privilegiadas, no habituadas como las otras a contribuir al procomunal. Tales eran, la de obligar a tomar las armas a todos los que pudieran llevarlas, sin excepción, inclusos los donados y legos de los conventos; la de una derrama extraordinaria en toda la provincia, y otras imposiciones a los capitalistas y hacendados; la rebaja de sueldos a los empleados, y la de mandar poner a su disposición los fondos de las iglesias, por si las necesidades de la guerra obligasen a echar mano de ellos. En punto a medidas militares, había formado dos pequeños ejércitos para defender las dos entradas laterales de la provincia. El de la parte oriental, más de cerca amenazada por los franceses, púsole a cargo de don Francisco Ballesteros, que de capitán retirado y visitador de tabacos había sido elevado, en aquella época de improvisación de ascensos, a mariscal de campo, pero que hizo, así entonces como después, servicios importantes a la patria, y descubrió y desarrolló prendas militares no comunes, y ahora defendió bien las orillas del Deva, sacando ventajas sobre los franceses que ocupaban aquella línea y penetrando hasta San Vicente de la Barquera.
Bastante menos acertado fue el nombramiento del general don José Worster para la guarda de la entrada oriental, o sea las orillas del Eo. Aturdido y presuntuoso este general, hizo, con los 7.000 hombres que mandaba, una incursión en Galicia, de que, sobre haberse señalado sus tropas en Ribadeo con desordenes y excesos brutales, sobre haber dejado malamente a los franceses retirarse de Mondoñedo donde pudo sorprenderlos, dejose poco después sorprender él mismo en aquella ciudad por el general Maurice-Mathieu, que le derrotó y dispersó penetrando tras él en Asturias; y habríase visto en gran riesgo el Principado sin la eficacia y actividad de don Manuel Acebedo, hermano del malogrado general, en recoger y rehacer la desbandada división; con lo cual, y con la noticia de haber entrado en Asturias el de la Romana, retrocedió el francés a Galicia y a sus antiguas posiciones.
En tal estado llegó el marqués de la Romana a Oviedo. Saliéronle a recibir los agraviados y descontentos de las providencias de la junta, de los cuales tuvo la desgracia de dejarse influir en términos que poniéndose a su cabeza se constituyó en una especie de jefe de bandería. Excediéndose de las atribuciones que como a autoridad militar le correspondían y le estaban bien señaladas, tuvo con la junta ruidosos altercados, al extremo de hacerla disolver violentamente, mandando al coronel O'Donnell que con cincuenta soldados de la Princesa invadiese el salón de sesiones y arrojase de allí la diputación, ridículo remedo, como observa uno de nuestros más ilustrados escritores, del famoso 18 brumario de Napoleón. Nombró la Romana otra junta, que como obra de la fuerza y de la arbitrariedad carecía del indispensable prestigio para hacerse respetar, desconcertándose así el orden y buen gobierno del Principado. Con esto, y con descuidar la parte militar, que era la que le competía, dio ocasión a que el mariscal Ney, aprovechándose de estas discordias, emprendiera desde Galicia una invasión en Asturias, en combinación con las fuerzas de Santander y Valladolid.
Ney, en efecto, descendiendo por la áspera tierra de Navia de Luarca a Cangas de Tineo y Grado, al propio tiempo que el general Kellermann procedente de Valladolid bajaba por el puerto de Pajares, estaba ya cerca de Oviedo sin que se hubiera apercibido el de la Romana. Súpolo al fin, pero tan tarde que apenas tuvo tiempo para trasladarse rápidamente a Gijón, y embarcarse allí, tomando tierra en Ribadeo. La población huía toda, dejando sus casas y haciendas a merced del enemigo, y cuando Ney entró en Oviedo (19 de mayo), la entregó a saco por tres días, casi a la vista de Worster, que lenta y como tímidamente marchaba hacia la capital. Ballesteros creyó prudente engolfarse en las enriscadas montañas de Covadonga, cuna de la monarquía. Por fortuna Ney no se empeñó en la conquista del Principado, ni era para él ocasión, porque le llamaban otra vez a Galicia la retirada de Soult de Portugal, la insurrección del paisanaje gallego, y el movimiento de las tropas de Mahy que amenazaban a Lugo. Y así, dejando a Kellermann en Oviedo y en Villaviciosa a Bonnet con las tropas de Santander, regresó él presuroso a Galicia por la costa.
Mahy, que se había quedado en Galicia con una división de las de Romana, se dirigió a atacar a Lugo, que defendía el general francés Fournier. El jefe de la vanguardia don Gabriel de Mendizábal encontró a poca distancia de la ciudad una columna de 1.500 franceses, a la cual obligó a guarecerse en la plaza. Al día siguiente salió el gobernador mismo a detener a los nuestros, que formaron en dos columnas. Mahy usó la estratagema de colocar a la espalda y a cierta distancia soldados montados en acémilas, con que aparentó tener a retaguardia mucha caballería. Trabada la acción, y volviendo grupas los jinetes enemigos, atropellaron y desordenaron su infantería de tal suerte, que todos de tropel quisieron refugiarse en la ciudad, entrando en pos de ellos y casi revueltos algunos de nuestros catalanes, que después tuvieron que descolgarse por los muros, protegidos por los vecinos de las casas contiguas. Puso entonces Mahy cerco a la plaza, que ceñida de un antiguo y elevado muro, aunque socavado ya en su revestimiento, ofrecía bastante resguardo, aun contra recursos más poderosos. Sin embargo, habríase visto Fournier en grande aprieto, sin la llegada, para él muy oportuna, del mariscal Soult (23 de mayo), cuando se retiró de Portugal, según atrás dijimos. Levantó entonces Mahy el cerco, y replegose a Mondoñedo, donde se unió con la Romana (24 de mayo), que volvía escapado de Asturias.
Temerosos los generales españoles de verse cogidos entre dos fuegos, procuraron evitarlo por medio de marchas atrevidas, si bien los soldados de la Romana, fatigados de tanto andar y de tanto moverse sin fruto, no dejaban de disgustarse y de murmurar de su jefe, apellidándole en sus festivos desahogos, no marqués de la Romana, sino marqués de las Romerías. Por su parte los mariscales franceses Soult y Ney, reunidos en Lugo, acordaron perseguir activamente a los españoles (29 de mayo), y ver de sofocar la insurrección gallega. Ney con 8.000 infantes y 1.200 caballos avanzó sobre la división del Miño, mandada a la sazón por el conde de Noroña; éste, siguiendo el dictamen de Carrera, Morillo y otros jefes prácticos en la guerra del país, retirose hacia el Puente de San Payo, que poco antes cortado por Morillo, hubo de ser reemplazado por uno de barcas, que con la mayor actividad se improvisó: cortose otra vez luego que pasaron los nuestros, y colocáronse baterías en una eminencia enfilando el camino del puente. Eran los nuestros sobre 10.000, y apenas habían tenido tiempo de ordenarse, cuando aparecieron los enemigos a la orilla opuesta, y se rompió un vivísimo fuego de ambos lados (7 de junio), que duró seis horas sin que los franceses consiguieran ventaja alguna. Renovose con más empeño al día siguiente, siendo todo el conato de Ney envolver nuestra izquierda por un vado o banco de arena que en la baja marea se descubría, mas después de una tenaz porfía, convencido de la imposibilidad de forzarle, retirose calladamente al amanecer del 9 con no poca pérdida. La acción del Puente de San Payo fue de mucha gloria para nuestras armas, y distinguiéronse en ella bajo el mando de Noroña, Carrera, Cuadra, Roselló, Castellar, Morillo, y el valiente Márquez que mandaba el regimiento de voluntarios de Lobera.
No fue más afortunado Soult en la persecución de la Romana. Después de tres semanas de marchar por terreno quebrado, hostigado continuamente por el paisanaje que le iba diezmando la gente sin lucha ni gloria, viendo a su tropa fatigada y disgustada de tanto movimiento sin resultado ni seguridad en parte alguna, desavenido además con Ney por celos y rivalidades, determinó volverse a Castilla. Solo pudo atravesar el Sil por Monte Furado, así dicho por perforarle la corriente del río en una de sus faldas, obra de los romanos según tradición. Causáronle descalabros desde la orilla opuesta el abad de Casoyo y su hermano don Juan Quiroga, en venganza de lo cual mandó al general Loison que quemara los pueblos de Castro Caldelas, San Clodio y otros que iban atravesando. Así llegó Soult por el camino de las Portillas a la Puebla de Sanabria (23 de junio), y de allí, después de unos días de descanso, pasó a Ciudad-Rodrigo, que abandonaron los pocos españoles que la guarnecían. El general Franceschi, despachado por Soult con pliegos para el rey José dándole cuenta de sus vicisitudes y de su situación, al llegar a Toro cayó en poder de una guerrilla que mandaba un capuchino nombrado Fr. Juan de Delica.
La retirada de Soult produjo también la de Ney, que viéndose solo de los suyos en Galicia y más cercado y perseguido de los nuestros que lo que él quisiera, determinó abandonar como él aquel reino, y volverse igualmente a Castilla, por el camino real de la Coruña a Astorga, el mismo que Soult había llevado antes, cuando iba acosando a los ingleses, de quienes volvía acosado ahora. Las poblaciones que atravesó el ejército de Ney no fueron mejor tratadas que las que a su tránsito había incendiado o asolado Soult: arranques de venganza y de desesperación de dos insignes mariscales del imperio, que habiendo contado con enseñorear fácilmente a Galicia y Portugal, donde entraron triunfantes, volvían de Portugal y Galicia con la mitad de la gente que llevaron, destruida la otra mitad entre el ejército inglés y las tropas y los paisanos españoles. El conde de Noroña con la división del Miño entró en la Coruña, evacuada que fue por Ney, con gran júbilo de los moradores. Al tiempo que Ney llegaba a Astorga, entraba en Zamora el mariscal Soult{16}.
Ni fueron estos solos generales los que se retiraron, ni aquellas dos regiones las solas que a fines de junio se vieron libres de las tropas francesas. También Bonnet y Kellermann retrocedieron de Asturias a Castilla cada uno por su lado, este último huyendo de don Pedro de la Bárcena y de Worster que por la parte de Poniente avanzaban sobre Oviedo, aquél hostigado por Ballesteros, que con el batallón de la Princesa mandado por don José O’Donnell y perteneciente a la Romana, y con el de Laredo perteneciente a las montañas de Santander que se le habían reunido, llegó a juntar diez mil hombres. Situose con ellos en las montañas de Covadonga, entusiasmado con los gloriosos recuerdos de la restauración de la monarquía en aquellas célebres asperezas. Pero falto de víveres, tuvo que abandonar aquellos sitios, y dirigiéndose hacia Castilla sin camino ni vereda, buscando las faldas de las montañas, logró después de mil penalidades arribar a la tierra de Valdeburón, y pasar de allí a Potes, cabeza de la comarca nombrada de Liébana. Meditando luego acometer alguna empresa importante, resolvió de acuerdo con otros jefes apoderarse de Santander, pero hízolo con tan pocas precauciones que dio lugar a que la corta guarnición que en la ciudad había se abriese paso, y con tan mala suerte que revolviendo contra él aquella misma noche los franceses ya reforzados, penetraron en la población sorprendiendo a los nuestros y desbandándolos, a tal extremo que creyendo Ballesteros su división perdida embarcose azoradamente con el coronel de la Princesa O'Donnell en una lancha, haciendo los soldados de remeros, y de remos los fusiles. Elogiose con razón la conducta del batallón de la Princesa, que, fugitivo su coronel, se retiró con orden y serenidad, atravesando por medio de peligros y dando combates gran parte de Castilla hasta incorporarse con el general Villacampa en Molina de Aragón.
La Romana, que entró en la Coruña poco después de Noroña, condújose allí de un modo parecido a como había obrado en Asturias; reasumió en su persona toda la autoridad, y más dado a mezclarse en negocios políticos y a fiscalizar el comportamiento de otros en lo económico y civil que a mejorar la condición de los ejércitos y reorganizarlos, suprimió las juntas de partido que en el fervor de la insurrección se habían creado, estableciendo en su lugar gobernadores militares, escudriñaba abusos, oía las quejas de los descontentos o agraviados, gozaba con los agasajos y obsequios que recibía: mas si bien pudo corregir algunos males, entibió el entusiasmo público, y no progresó la parte militar. Por último, después de haber destinado a Mahy al mando de Asturias, y de dejar en Galicia algunos cuadros para la formación de un ejército de reserva, determinó también volver a Castilla, donde ordenó a Ballesteros que se le reuniera con el mayor y más escogido número posible de las tropas asturianas, encaminándose él al Bierzo y tierra de León.
Sucedía esto cuando Napoleón desde Schœnbrunn, siguiendo en su manía de dirigir desde lejos la guerra de España, había dispuesto que los cuerpos 2.º, 5.º y 6.º, mandados por Soult, Ney y Mortier, se reuniesen formando uno solo, y operasen bajo la dirección de un general, designando para el mando en jefe al duque de Dalmacia, Soult, como el más antiguo. Disposición que podría ser muy acertada para el objeto que se proponía de batir y arrojar los ingleses, pero que puso en alarma y conflicto a los tres mariscales y al rey José, porque no se creía posible que los tres pudieran servir juntos, y menos que el altivo Ney (el carácter de Mortier era más modesto y permitía colocarle en cualquier situación) se doblegara a estar bajo las órdenes del mismo de quien se hallaba tan quejoso y exasperado y con quien había dicho que estaba resuelto a no servir más. Fuele no obstante necesario obedecer. Mas antes de ver los resultados del nuevo giro que esta reunión dio a la campaña, cúmplenos reseñar brevemente lo que durante estos sucesos había ocurrido en otros puntos de la Península.
Al modo que en Galicia, así también en Castilla se habían formado y corrían la tierra molestando a los franceses, interceptándoles correos y víveres, y cogiéndoles destacamentos, esas bandas de hombres armados, que irritados contra la invasión extranjera, impulsados por su propio patriotismo, o excitados por hombres resueltos y audaces inclinados a buscar fama o ventura en este género de lides, u obligados por la pobreza y falta de trabajo, o huyendo de la acción regular de las leyes, se levantaban y reunían y peleaban en derredor de un caudillo, y empezando en corto número y engrosando después, a favor de la estructura geográfica de nuestro suelo y de una afición ya antigua y como heredada de unas en otras generaciones, hicieron importantísimos servicios a la causa nacional, y dieron no poco que hacer a las aguerridas huestes del dominador de los imperios. La Junta Central comprendió el fruto que podía sacarse de estas guerrillas, y trató de regularizarlas en lo posible y disciplinarlas. Distinguiéronse desde el principio en este concepto en Castilla don Juan Díaz Porlier, nombrado el Marquesito, por creérsele pariente de el de la Romana. Oficial cuando la derrota de Burgos, y habiéndose encargado de reunir dispersos y allegando a ellos alguna gente, primero en los pueblos de la Tierra de Campos, San Cebrián, Frómista, Paredes de Nava y otros, corriéndose después a Sahagún, Aguilar de Campoo y comarcas intermedias de Santander y Asturias, hacía gran daño a los enemigos, y apoderábase ya de considerables depósitos y gruesos destacamentos. Era su segundo don Bartolomé Amor, distinguido por su intrepidez, merced a la cual y a sus condiciones militares le veremos más adelante elevado a uno de los primeros grados de la milicia.
Era otro de los partidarios célebres de Castilla don Juan Martín Díez, nombrado el Empecinado (especie de apodo que se daba a los naturales de su pueblo, Castrillo de Duero), soldado licenciado, que dedicado a las labores del campo en la villa de Fuentecén, conservando el espíritu bélico, y lleno de enojo contra los franceses, cambió la esteva por la espada; asistió ya a las acciones de Cabezón y Rioseco; perseguido después, preso y fugado, levantó con tres hermanos suyos una partida, que aumentada cada día, recorría las comarcas de Aranda, Segovia y Sepúlveda, burlaba al enemigo cuando más acosado parecía verse de él, hacía prisioneros, entretenía fuerzas considerables destacadas en su persecución, y cuando se vio más estrechado corriose por la sierra de Ávila a guarecerse en Ciudad-Rodrigo. La junta le confirió el grado de capitán.– Llamado estaba también a hacer ruido como guerrillero el cura de Villoviado, don Gerónimo Merino; de los cuales y de otros que por aquel tiempo se levantaron tendremos ocasión de hablar según se vayan desarrollando los sucesos.– Otros con menos fortuna, y así era natural que sucediese, acabaron más pronto su carrera, tal como don Juan Echavarry que recorría el señorío de Vizcaya y montañas de Santander con una partida llamada Compañía del Norte, el cual hecho prisionero fue sentenciado a pena de muerte y ejecutado por el tribunal criminal extraordinario establecido en Bilbao a semejanza del de Madrid.
Con menos prosperidad que en Galicia habían ido en este tiempo para nosotros las cosas de la guerra en la parte de Cataluña. Cierto que después de los descalabros de Cardedeu y Molins de Rey no había hecho poco Reding en mantenerse firme y tranquilo en Tarragona, reforzando y completando su ejército, ya con reclutas, ya con cuerpos formados que llegaban de Granada y de Mallorca, muy auxiliado por la junta, que para facilitarle caudales no vacilaba en recoger y convertir en moneda la plata de los templos y aun de los particulares. Siguiose al principio el plan de no aventurar batallas campales con los franceses, sino molestarlos al abrigo de las plazas fuertes y de las asperezas y montañas, y ojalá se hubiera seguido en este prudente propósito, que era el consejo de los jefes más cuerdos y experimentados. Pero mal avenido con esta espera el genio belicoso de los naturales, y no llevándola tampoco bien el carácter altivo de Reding, movido también por las esperanzas que le daban sus tratos y relaciones secretas con la gente de Barcelona, determinó dar un ataque general.
Disponía Reding de 25.000 hombres, de los cuales solo 10.000 tenía dentro de Tarragona, fuera de la ciudad los restantes al mando de don Juan Bautista de Castro en una extensa línea de diez y seis leguas. El plan era interponerse Castro entre los enemigos y la plaza de Barcelona, y a su tiempo caer Reding sobre aquellos, así como los somatenes todos que oportunamente se descolgarían de las montañas. Mas cuando parecía próximo a ejecutarse el golpe, el general Saint-Cyr con su acostumbrada destreza rompió la línea española, y apareciéndose de improviso y por un movimiento de costado a la vista de Igualada, sorprendió a Castro, teniendo éste que retirarse apresuradamente hacia Cervera, y entrando los enemigos en Igualada, donde se apoderaron de copiosos víveres, de que tenían buena necesidad. Dejó allí Saint-Cyr a los generales Chabot y Chabrán, y revolviendo por San Magin obligó al brigadier Iranzo a refugiarse en el monasterio de Santas Creux. Como a libertarle acudiese Reding con algunas fuerzas que consigo llevaba y con otras que se le agregaron, resolvió Saint-Cyr interponerse entre el general español y Tarragona, trocándose así y volviéndose como al revés el plan primitivo de aquél. Moviose entonces Reding hacia Montblanc, donde celebró un consejo (24 de febrero) para resolver definitivamente si convendría ir al encuentro del enemigo o retroceder a Tarragona. Decidiose lo último, haciendo la marcha de modo que ni se buscara el combate, ni se esquivara siendo a él provocados.
Mas habiendo tropezado con la división francesa de Souham situada en las alturas de Valls, y colocándose nuestro ejército en unas colinas a la orilla derecha del Francolí, rigiendo la izquierda y centro el general Martí, la derecha el general Castro, empeñóse formal pelea (25 de febrero), en que los nuestros llevaron ventaja por espacio de cuatro horas, hasta que uniéndose Saint-Cyr a Souham, y obstinándose Reding en no abandonar el campo, no obstante la opinión de algunos jefes españoles de no ser prudente aventurarse a perder lo ganado batiéndose con tropas de refresco, trabado de nuevo y con más ardor el combate, el valor y la tenacidad de los nuestros no bastó a resistir el impetuoso ataque del enemigo, siempre bien dirigido por Saint-Cyr: rota nuestra línea, los soldados se dispersaron salvándose por los barrancos y asperezas, yendo muchos a refugiarse a Tarragona. Allá llegó también por la noche Reding, con cinco heridas que recibió rodeado de jinetes enemigos, de que con trabajo y a fuerza de valor se pudieron librar él y los oficiales que le acompañaban. Quedó, entre otros, prisionero el marqués de Casteldorrius. Perdimos en aquella acción más de dos mil hombres, contándose entre los nuestros algunos oficiales superiores.
La industriosa y rica población de Reus, sin duda por evitar el saqueo, abrió sus puertas al vencedor, y aun salió la municipalidad a recibirle y a ofrecerle auxilios; conducta extraña y hasta entonces desoída. Propúsose Saint-Cyr, extendiéndose hasta el puerto de Salou, dejar a Tarragona incomunicada con el resto de España, y esperar que el desaliento de la derrota de Valls y la epidemia que en la ciudad se había desarrollado con motivo del hacinamiento de enfermos y heridos en los hospitales la obligarían a rendirse, quedando así dueño del país, sin necesidad de sacrificar más gente. Lejos, sin embargo, de abatir los reveses a hombres del aliento y la perseverancia de los catalanes, millares de miqueletes y somatenes, guiados por el general Wimpffen y por caudillos del país tan intrépidos como Milans y Clarós, proseguían una guerra sin tregua, arrojaban a los franceses de Igualada, y acercándose a Barcelona alentaban de nuevo a sus moradores, costando a los generales franceses no poco esfuerzo restablecer sus comunicaciones con la guarnición de la capital. Cansose también Saint-Cyr de esperar en vano la sumisión de Tarragona, y así levantando el campo y dirigiéndose hacia Gerona cuyo sitio meditaba, pero queriendo hacer alarde del poco cuidado que le inspiraban los enemigos, desde Valls envió un parlamentario al general Reding (19 de marzo), diciéndole, que teniendo que partir al día siguiente a la frontera de Francia, entregaría, si gustaba, el hospital que allí había formado al jefe español que quisiera destinar a hacerse cargo de él; proposición que aceptó Reding con gusto. A los pocos días entró Saint-Cyr en Barcelona, donde permaneció hasta el 15 de abril.
Que el espíritu de la población de Barcelona desde el principio había tenido en continuo recelo e incesante desconfianza al general Duhesme, lo hemos indicado ya otras veces, y es fuera de duda; como lo es que continuamente se habían entendido y estado en tratos personas notables de dentro con los jefes y caudillos de fuera, incluso el capitán general Villalba nombrado por los franceses en reemplazo de Ezpeleta. Era, por decirlo así, una conspiración latente y asidua, contenida por la vigilancia y por la fuerza. Conocedor de esto el general Saint-Cyr, quiso, durante su permanencia en Barcelona, comprometer la población obligando a las autoridades civiles, como antes se había intentado con las militares, a prestar el juramento de reconocimiento y de obediencia al rey José. En su virtud las convocó Duhesme a la casa de la audiencia (9 de abril); pero hecha la excitación, precedida de un estudiado discurso, negáronse a ello con resolución y firmeza aquellos buenos patricios, así magistrados como individuos de la municipalidad y jefes de la administración, añadiendo algunas palabras tan enérgicas y dignas como las del oidor Dueñas, que dijo, que «antes pisaría la toga que vestía que deshonrarla con un juramento contrario a la lealtad:» y como las del contador Asaguirre que expresó, que «si toda la España proclamase a José, él se expatriaría solo.» Valioles tal conducta a aquellos integérrimos varones el ser conducidos en calidad de presos a la ciudadela y a Monjuich, y trasportados después a Francia; medida violenta que se extrañó en el general Saint-Cyr, que había dado antes pruebas de no ser hombre cruel, ni duro y áspero de condición.
Después de esto, y en medio de la guerra de somatenes que constante y vivamente seguía haciéndose, con frecuentes reencuentros y variados trances y alternativas, partió Saint-Cyr de Barcelona. La población de Vich en que entró (18 de abril) estaba yerma de gente: al revés que en Reus, todos los moradores habían emigrado, llevando consigo sus alhajas más preciosas, y no encontró en ella más habitantes que el obispo, seis ancianos y los postrados y enfermos. Allí recibió noticias de Francia, de que casi del todo había carecido hacía cinco meses. Siempre con el designio de poner sitio a Gerona, diole tiempo para poderle preparar la muerte de Reding acaecida en Tarragona (23 de abril). Aquel valeroso, activo e inteligente general, de nación suizo, de corazón español, y que ya se consideraba y conducía como hijo de España, a quien tan principalmente se había debido el triunfo inmortal de Bailén, sucumbió de resultas de las heridas recibidas en Valls, agravadas con los sinsabores del ánimo. Sucediole interinamente en el mando el marqués de Coupigny.
Por último, el rey José que desde Madrid observaba los movimientos de unos y otros ejércitos en todas las zonas de la península, que con el mayor Jourdan dirigía las operaciones de los suyos en aquello en que lograba ser obedecido de los mariscales, que aquí sobre el terreno veía las cosas y conocía las necesidades harto mejor que Napoleón desde el centro de Alemania y con todo esto tenía que esperar sus órdenes, pero que las más veces por la urgencia de los casos se veía obligado a mandar u obrar por sí antes de recibirlas, en vista de los movimientos de ingleses y españoles hacia Castilla y Extremadura, comprendiendo que sería una imprudencia emprender en tales circunstancias la expedición a Andalucía que quería el emperador, autorizó al mariscal Víctor a volver sobre la orilla derecha del Tajo entre Almaraz y Talavera, dio orden a Sebastiani de replegarse a Madridejos, porque su posición más allá del Guadiana sería muy peligrosa, y como viese que la marcha de estas tropas se retrasaba más de lo que quería, él mismo partió de Madrid con 6.000 hombres, dirigiéndose por Toledo a Madridejos, donde llegó el 25 de junio. Mas no tardó en retroceder a la capital (29 de junio), porque no la creía segura de un ataque del enemigo{17}.
He aquí la situación militar de España a consecuencia de la campaña de la primera mitad del año 1809, de que tan magníficos resultados se había prometido Napoleón con los 300.000 hombres que aquí tenía, tal como la describe un historiador francés, ciertamente nada sospechoso de adicto a España. «La evacuación de Galicia, dice, por los dos mariscales Soult y Ney había entregado todo el Norte de España a los insurrectos… Toda la Galicia, las provincias portuguesas de Tras-os-Montes y de Entre-Duero-y Miño, la raya de Castilla la Vieja hasta Ciudad-Rodrigo, y parte de Extremadura desde esta última plaza hasta Alcántara, estaban en poder de los españoles, portugueses e ingleses reunidos, sin contar el Sur de la península que les pertenecía exclusivamente… Habiéndose replegado Víctor sobre el Tajo… el general español Cuesta se había dirigido del Guadiana hacia el Tajo frente por frente de Almaraz. En la Mancha el general Venegas, que había reemplazado a Cartaojal en el mando del ejército del centro, amagó atacar al general Sebastiani; el rey José tuvo que salir de Madrid con su guardia; replegado Venegas, el rey se volvió a la capital… En Aragón el general Suchet estaba reducido a pelear cada día con los insurrectos, a quienes no había desalentado el sitio de Zaragoza; y en Cataluña Saint-Cyr meditaba sitiar las plazas fuertes de que estaba encargado, teniendo que sostener cada día un combate con los somatenes. He aquí el espectáculo que en aquellos momentos presentaba la guerra de España.»
Ya antes había dicho este mismo escritor: «Mientras con soldados que casi eran unos niños ponía término Napoleón en tres meses a la guerra de Austria, no podían sus generales, con los primeros soldados del universo, aniquilar unas cuantas hordas indisciplinadas y un puñado de ingleses mandados con cordura. Eternizábase pues la guerra en España en detrimento de nuestro poderío, de nuestra gloria algunas veces, y en mengua de la dinastía imperial.» Y más adelante, hablando de la enorme masa de fuerzas francesas empleadas en la península, y después de confesar que gran parte de ellas eran las mejores tropas de Francia, las que habían hecho las campañas de la Revolución y del Imperio, las que habían vencido a Italia, a Egipto, a Alemania y a Rusia, hace la siguiente dolorosa exclamación: «He aquí a lo que nos ha conducido la conquista de España, que en un principio se miró como asunto simplemente de un golpe de mano. Con ella se perdió nuestra reputación de rectos, nuestro prestigio de invencibles, viendo perecer unos tras otros soldados pertenecientes a ejércitos admirables, cuya formación había costado diez y ocho años de guerras y de victorias.»
{1} Real Decreto de 12 de abril de 1809, contra los obispos que abrazaron el partido de Napoleón.
El señor vice-presidente de la Junta suprema Gubernativa del reino, me ha dirigido el real decreto siguiente.
«La guerra a que nos ha provocado un enemigo insidioso y pérfido, que se mofa de lo más sagrado que hay entre los hombres, y que no conoce más derecho de gentes, más respetos a la humanidad que los impulsos de su insaciable ambición, no ha podido menos de excitar en todos los buenos españoles el mayor horror e indignación. Si estos se admiraban de que hubiese algunos pocos, indignos de este nombre, que por su perversidad, su ambición o su debilidad hubiesen abrazado el partido del opresor de la Europa, sirviendo de agentes para consumar el inicuo plan de usurpación que tan profundamente ha meditado, parecía que entre ellos no se contaría jamás a ninguno de aquellos pastores que ocupan, en medio de la veneración pública, las sillas episcopales en que tantos de sus predecesores les habían dejado ejemplos sublimes de virtud y de constancia que imitar. Parecía más imposible todavía al considerar los ultrajes hechos por el tirano y sus satélites a nuestra augusta religión, al venerable padre de los fieles, a nuestros templos santos, a las instituciones más respetables y religiosas. No, no era creíble que olvidados los ungidos del Señor de tantas profanaciones, de tantos escándalos, se constituyesen panegiristas de sus inicuos autores; y se valiesen de su alto y sagrado ministerio para calificar de justicia la perfidia, de piedad la irreligión, de clemencia la inhumanidad, de legítimo derecho la violencia, de generosidad el pillaje, de felicidad la devastación, y que invocando el nombre de Dios justo en medio de los temples, y profanando la catedra del Espíritu Santo, tuviesen la osadía y la depravación de querer persuadir a sus súbditos la obligación de jurar obediencia a una autoridad intrusa y de inculcarles como verdades eternas, como doctrina evangélica, las acciones y atrocidades más inauditas, y que excitan la abominación del cielo y de la tierra. Esta es, pues, una de las mayores calamidades públicas que la Junta Suprema Gubernativa del reino se ve con sumo dolor obligada a manifestar a toda la nación, anunciando a la faz del mundo que tal ha sido la conducta de algunos pocos obispos, que separándose del camino que han seguido muchos de sus hermanos, y más adheridos a los bienes y honores terrenos, de que juraron desprenderse al pie de los altares, que animados de aquel santo celo que inspira la religión y que tantos héroes ha producido en los desgraciados tiempos en que se ha visto amenazada por los impíos, se han señalado a porfía en ser instrumentos del tirano, para arrancar del corazón de los españoles el amor y fidelidad a su legítimo soberano, para prolongar los males de la patria y aun para envilecer la religión misma y dejarla hollar por los más sacrílegos bandidos; y no pudiendo la Junta Suprema mirar sin el mayor horror tan escandalosos procedimientos, ni dejar impunes a los prelados, que permaneciendo en sus diócesis, ocupadas por los enemigos, hayan favorecido con escritos y exhortaciones públicas sus pérfidos y alevosos designios, en nombre del rey nuestro señor don Fernando VII, decreta lo siguiente:
I. Los obispos que directamente hayan abrazado el partido del tirano serán reputados por indignos del elevado ministerio que ejercen, y por reos presuntos de alta traición.
II. Serán ocupadas sus temporalidades y embargados inmediatamente cualesquiera bienes, derechos y acciones que les pertenezcan.
II. Si llegan a ser aprehendidos, serán al momento entregados al tribunal de seguridad pública, a fin de que les forme su causa, y pronuncie la sentencia consultándola a S. M. para que determine su ejecución, precedidas las formalidades establecidas por el derecho canónico.
IV. Este decreto se publicará para que llegue a noticia de todos; y teniéndole entendido, dispondréis lo conveniente a su ejecución y cumplimiento. M. El marqués de Astorga, Vice-Presidente.– Real Alcázar de Sevilla, 12 de abril de 1809.– A D. Martín de Garay.»
{2} No por eso disculpamos ciertas demostraciones exageradas e innecesarias que se hicieron, tales (entre otras que podríamos citar) como las alegorías, inscripciones y composiciones poéticas con que el ayuntamiento de Madrid agasajó al rey la primera noche que asistió a la función del teatro de los Caños del Peral.– Gaceta del 4 de febrero de 1809.
{3} Gacetas de Madrid del 9 y 10 enero.
{4} Gaceta del 17 de febrero.
{5} Real decreto de enero de 1809 por el que se reglamentan las atribuciones de las juntas provinciales.
Art. 1.º Las juntas provinciales que han tenido el título de Supremas, y sus subalternas las de partido, únicas que deben subsistir por ahora y hasta la vuelta de nuestro amado rey y señor don Fernando VII, o hasta la completa expulsión de los franceses y seguridad del reino, velarán en mantener y fomentar el entusiasmo de los pueblos, activar los donativos y contribuir por todos los medios a la defensa de la patria, exterminio de los enemigos, seguridad y apoyo de la Junta Central suprema gubernativo del reino.
2.º Las juntas que se titularon, y fueron Supremas hasta que quedó constituido el gobierno soberano nacional, deberán llamarse Juntas superiores provinciales de observación y defensa.
3.º Estarán sujetas inmediatamente a la Suprema del reino, y las particulares de las ciudades y cabezas de partido, únicas que deben quedar, a las respectivas superiores.
4.º Se abstendrán en lo sucesivo de los honores y tratamiento que hayan usado en el tiempo en que han ejercido la plenitud de la soberanía, y quedará reducido en adelante el de la junta en cuerpo al de excelencia.
…
7.º Se abstendrán de todo otro acto de jurisdicción y especie de autoridad, conocimiento y administración que no sea de los comprendidos en los artículos de este reglamento.
…
16.º Las juntas subsistirán por ahora con el mismo número de vocales sin reemplazarse estos por ningún título, hasta que quedando reducidas cuando más al número de nueve individuos incluso el presidente, se causase alguna vacante, en cuyo caso proveerá S. M. lo conveniente. El número de individuos en las juntas de partido o subalternas de las superiores donde las hubiere, únicamente será el de cinco, al que deberán irse reduciendo según vayan faltando los que ahora las componen.
{6} Pueden verse los documentos justificativos de su administración en el Manifiesto de la Junta, sección de Hacienda.
{7} Las cantidades con que nos socorrió Inglaterra fueron: veinte millones de reales enviados a las juntas de Galicia, Asturias y Sevilla, y veintiún millones seiscientos mil reales entregados a la Central, los veinte millones en barras, y el resto en dinero.– Lo que vino de América ascendió en todo el año 1809 a doscientos ochenta y cuatro millones de reales.
{8} Este número es el que confiesa Thiers en el libro XXXVI de la Historia del Imperio, añadiendo: «Napoleón suponía que estos trescientos mil hombres, los cuales no creía hubiesen disminuido tanto con la diseminación, las fatigas y las enfermedades, serían sobrados, aun reducidos a doscientos mil, para subyugar la España.»– Du Casse, sin negar este número, supone que la fuerza efectiva en actitud de entrar en acción no pasaba de 193.446 hombres, distribuidos en los puntos y de la manera siguiente:
1.er Cuerpo: 22.993 hombres: material de artillería, 48 piezas: general en jefe, mariscal Víctor, duque de Bellune: generales de división, Ruffin, Lapisse, Villatte.– Castilla la Nueva.
2.º cuerpo: fuerza, 25.216 hombres: artillería, 54 cañones: general en jefe, mariscal Soult, duque de Dalmacia: generales de división, Merle, Mermet, Bonnet, Delaborde, Heudelet, Franceschi.– Galicia.
3.er cuerpo: fuerza, 16.035: material de artillería, 40 piezas: general en jefe, Junot, duque de Abrantes: generales de división, Grandjeau, Musnier, Morlot, Dedon.– Aragón.
4.º cuerpo: fuerza, 15.377 hombres: artillería, 30 piezas: general en jefe interino, mariscal Jourdan: generales de división, Sebastiani, Leval, Valence.– Madrid.
5.º cuerpo: fuerza, 17.933 hombres: artillería, 30 piezas: general en jefe, mariscal Mortier, duque de Treviso: generales de división, Suchet, Gazan.– Aragón.
6.º cuerpo fuerza, 24.651 hombres; artillería, 30 piezas: general en jefe, mariscal Ney, duque de Elchingen: generales de división, Marchant, Maurice-Mathieu, Dessolles.– Galicia.
7.º cuerpo: fuerza, 41,386 hombres: general en jefe, Gouvion Saint-Cyr: generales de división, Pino, Souham, Chambran, Chabot, Lecchi, Duhesme, Reille.– Cataluña.
Reserva de caballería: fuerza 10.997: generales de división, Lasalle, Latour-Maubourg, Kellermann, Milhaud, Lahoussaye, Lorge.
Comandancia del mariscal Bessières, duque de Istria: fuerza, 14.938 hombres: de ellos, en Guipúzcoa, 3.799: en Álava, 876: en Vizcaya, 1.762: en Castilla la Vieja, 2.611: en Aranda, 644: en Soria, 494: en Valladolid, 1.401: en Zamora, 161: en León, 2.998: en Palencia, 192.
Gran parque de artillería: total de piezas, 2.579. De ellas, 132 de campaña; 775 de sitio; 265 de plaza; en marcha, 255: batallones dobles de tren, 118.
{9} No es un juicio nuestro este; es aserto del autor de las Memorias del rey José.
He aquí el plan de Napoleón, según los historiadores franceses mejor informados.– El mariscal Soult, luego que descansara en Galicia de las fatigas de la persecución del ejército inglés, pasaría a Portugal con las divisiones Merle, Mermet, Delaborde y Heudelet, los dragones de Lorge y Lahoussaye, y la caballería ligera de Franceschi, tomaría a Oporto, y en seguida a Lisboa, cuya conquista debía hacer en todo el mes de marzo.– Ney se quedaría en Galicia con las divisiones Marchand y Mathieu para acabar de subyugarla y proteger a Soult en Portugal.– Entretanto Víctor, vencedor en Espinosa y en Uclés, con las brillantes divisiones Vilatte, Ruffin y Lapisse, y doce regimientos de caballería, ejecutaría en Extremadura y Andalucía una marcha semejante a la de Soult en Portugal, y luego que éste hubiese entrado en Lisboa, aquél iría a destruir las murallas de Sevilla y Cádiz, si le oponían resistencia.– La división Lapisse que había quedado en Salamanca, iría a unirse con su jefe en Mérida, y de allí a Andalucía.– El rey José con las excelentes divisiones Dessoles y Sebastiani, la polaca de Valence, los dragones de Milhaud, algunas brigadas ligeras, el parque general, y su guardia, contendría a Madrid, y apoyaría en caso necesario al mariscal Víctor.– Suchet, que había quedado mandando las tropas de Aragón en lugar de Junot, vigilaría aquel reino, ayudado por Mortier, y avanzaría, si era conveniente, por Cuenca a Valencia.– Saint-Cyr tenía orden de conquistar las plazas fuertes de Cataluña.– Y la parte Norte de España quedaría confiada a una porción de cuerpos mandados por Kellermann y Bonnet, que formarían las guarniciones de Burgos, Vitoria, Pamplona, San Sebastián, Bilbao y Santander y proporcionarían columnas ambulantes en caso necesario.
{10} Este famoso puente estaba tan sólidamente construido, que para cortarle, no habiendo surtido efecto los hornillos, fue menester descarnarle a pico y barreno, cuya operación se hizo con tan poca precaución que al destrabarse los sillares cayeron y se ahogaron veinte y seis trabajadores con el ingeniero que los dirigía. Perjuicios grandes causó esta destrucción a las comunicaciones y tráfico de Extremadura, y a las operaciones militares mismas, teniendo que proveerse al paso del río con puentes de balsas. Aquellos perjuicios duraron por más de 30 años, porque su reconstrucción ofrecía dificultades inmensas. Al fin se emprendió en 1844, siendo notable que no encontrándose ingeniero español, y teniéndose por difícil hallarle en el extranjero que diera garantías de acierto en la obra, y ofreciéndose a ejecutarla un lego exjesuita, llamado el padre Joaquín Ibáñez, encomendósele, y la llevó a cabo con el éxito más feliz y con general admiración y aplauso. Concluyose el arco nuevo en 1845: el todo de la obra costó cerca de dos millones de reales.
{11} En 10.000 la calculaban nuestros historiadores: a 12.000 hacen los franceses subir los muertos; y hay quien eleva el número de prisioneros a 7 u 8.000. Esto es evidentemente exagerado: 4.850 prisioneros fueron entregados al comandante Bagneris en Talavera: esto es lo exacto.
{12} Tales como los hijos de la ilustre casa de Quiroga, el abad de Couto, el juez de Cancelada, y otros caudillos que sucesivamente fueron saliendo.
{13} Memorias de Jourdan.– Thiers refiere este suceso con gran prolijidad en el tomo XI de su Historia del Imperio.– Du Casse le trata más sucintamente.– Napoleón, a cuya noticia llegó, escribió más adelante una carta a Soult en que le decía haberse hecho reo de Lesa Majestad, pero que le perdonaba. El rey José aconsejó a Soult que quemara aquella carta.
{14} Durante su arresto, logró en una ocasión fugarse, pero cogido otra vez fue fusilado.
{15} «La sorpresa del ejército francés en Oporto (dice un historiador de aquella nación), en pleno día, es un acontecimiento tan raro, que si se buscara su explicación en el descubrimiento del complot de que hemos hablado antes, se desprenderían consecuencias disgustosas. La negligencia de los oficiales encargados de observar el Duero es imperdonable, la conducta del mariscal Soult más que extraordinaria.– Se ha elogiado mucho la operación de Vellesley; se ha dicho que era bella, atrevida y sabia; mejor habría sido decir que fue feliz, y que no habría sido sino temeraria, si el duque de Dalmacia se hubiera ocupado más de sus tropas, y menos de sus proyectos ambiciosos.»
{16} Los resentimientos y discordias entre los dos mariscales franceses llegaron al mayor extremo, en términos que habría sido muy peligroso el juntar los dos ejércitos. Ney especialmente, vehemente de carácter, escribió al rey José y al mismo Soult las cartas más ofensivas a éste, y con la misma irritación y acritud se expresaban todos sus soldados. Y en tanto que Ney en Astorga desahogaba así su enojo contra Soult, éste en Zamora se encontraba como abatido, pensativo siempre, y consumido al parecer de pena. Así los pintaban los oficiales encargados por el ministro de la Guerra de darle cuenta de lo que ocurría.
{17} Entre los muchísimos datos y noticias que se encuentran en todas las historias y memorias de aquel tiempo acerca de las operaciones de la campaña que duró los seis primeros meses del año 1809, en ninguna parte los hallamos mejor y más compendiosamente resumidos que en la carta que el 26 de junio dirigió el mariscal Jourdan desde Madridejos al ministro de la Guerra, dándole cuenta de todo, así como de las intenciones y propósitos del rey.