Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo VII
Talavera. Gerona
1809 (de mayo a diciembre)
Decreto de la Central.– Su sistema político.– Proposición sobre llamamiento a Cortes.– Fórmula del decreto.– Por qué no se recibió con entusiasmo.– Operaciones militares.– Aragón.– Blake, capitán general.– Formación del segundo ejército de la derecha.– Acción y triunfo de Alcañiz.– Derrota Suchet a los nuestros en María y en Belchite.– Pasa Blake a Cataluña.– Extremadura.– Proyectos y errados planes de Soult.– Discurren mejor el rey José y el mariscal Jourdan.– Movimientos del ejército inglés.– Plan de campaña concertado entre Wellesley y Cuesta.– Fuerza y posiciones respectivas de los ejércitos francés y anglo-español.– Sale el rey José de Madrid con la guardia real y la reserva.– Hace retroceder a los españoles que avanzaban hacia la capital.– Tardanza de Soult en ejecutar las órdenes del rey.– Síntomas y preparativos para una gran batalla.– Avístanse los ejércitos enemigos.– Célebre batalla de Talavera, la mayor que en esta guerra se había dado.– Triunfo importante de los anglo-españoles.– Premios: Wellesley es nombrado capitán general de ejército y vizconde de Wellington.– Discordias entre los franceses.– Desavenencias entre Cuesta y Wellesley.– Llega Soult con sus tres cuerpos de ejército a Extremadura.– Marchítanse en el Puente del Arzobispo los lauros de Talavera.– Derrota de los nuestros en Almonacid.– Retírase Venegas a Sierra-Morena.– Wellington con los ingleses se repliega a la frontera de Portugal.– Cuesta es reemplazado por Eguía.– Resultado general de esta campaña para unos y otros.– José en Madrid: notables providencias de gobierno y administración.– Cataluña.– Empeño de los franceses en tomar a Gerona.– Reille, Verdier, Saint-Cyr.– Ejército sitiador.– Desventajosas condiciones de la plaza.– Admirable decisión de las tropas y de los moradores de la ciudad.– Entereza, valor y heroísmo del gobernador Álvarez de Castro.– Operaciones del sitio: ataques: asaltos a Monjuich.– Pérdida y escarmiento de los franceses.– Bloqueo.– Somatenes.– Apodéranse los sitiadores de Monjuich con pérdida de tres mil hombres.– Obras de defensa en la ciudad.– Imperturbabilidad de Álvarez.– Socorre Blake la plaza.– Proezas de don Enrique O’Donnell.– Emisarios enviados a intimar la rendición a la plaza.– Son recibidos a metrallazos.– Ataques, brechas, asaltos frustrados.– Intentan Blake y O’Donnell socorrer de nuevo la plaza.– Apodérase del convoy el enemigo.– Hambre horrorosa en Gerona: epidemia: cuadro desolador: constancia de los defensores: serenidad heroica de Álvarez: horrible mortandad de gente.– Congreso catalán en Manresa: no puede socorrer a Gerona.– Enfermedad y postración de Álvarez: resigna el mando.– Imposibilidad de prolongar la resistencia.– Honrosa capitulación.– Lo que admiró a Europa este memorable sitio.– Dolorosa y trágica muerte de Álvarez.– Justas recompensas y honores tributados por la nación a su heroísmo.
Sucesos militares de grande importancia quedaban abocados. Lo admirable es que en tanto que el Austria, prevalida del levantamiento de España, y alentada con ver los ejércitos franceses ocupados y distraídos en nuestra península, declaraba por cuarta vez, ahora con gran confianza de buen éxito, la guerra al emperador francés; y en tanto que Napoleón, partiendo como el rayo del centro de España para prepararse a la lucha que le amenazaba otra vez por el Norte de Europa, improvisaba los ejércitos de conscriptos, y con aquella prodigiosa inteligencia y aquella actividad maravillosa que le habían hecho formidable al mundo, avanzaba con celeridad e intrepidez, franqueaba el Danubio, batía y derrotaba las enormes y disciplinadas masas del ejército austriaco, aterraba con la victoria de Essling, asombraba con la de Wagram, obligaba a pedir la paz de Altenburgo en el centro de la monarquía austriaca, y terminaba así aquella gloriosa y memorable campaña en los mismos y en menos meses que duró aquí la que dejamos descrita en el capítulo anterior; lo admirable, decimos, es que mientras allá Napoleón con ejércitos casi de reclutas daba cima a tan grande y tan difícil empresa, acá con las tropas más aguerridas y los generales más afamados del imperio, y con su hermano funcionando como rey en la capital, sus numerosas y veteranas legiones eran arrojadas de provincias enteras, y descalabradas y diezmadas por aquellos soldados bisoños, aquellos jefes inexpertos y aquellos paisanos mal armados y peor vestidos que él tanto menospreciaba, y cuya total destrucción había creído sería fácil tarea para unos pocos regimientos.
Antes de continuar la relación de las operaciones militares que estaban preparadas, digamos algo de la marcha que al propio tiempo iba llevando el gobierno nacional. Noticiosa la Junta Central de Sevilla de haberse esparcido con motivo de la derrota de Medellín la falsa voz de que pensaba trasladarse a América, para desvanecer la alarma y aquietar los ánimos, publicó un decreto (18 de abril), declarando que solo en el caso de exigirlo la pública utilidad, o de evidente peligro, mudaría de residencia. En su sistema político, continuaba en general apegada a las antiguas ideas, a pesar de la muerte de Floridablanca, que había sido mirado como el obstáculo y la rémora para las reformas. Murmurábanlo los hombres ilustrados del país, y lo censuraba el gobierno de nuestros aliados. Al fin la entrada en la Junta del intendente Calvo de Rozas, hombre enérgico y de ideas avanzadas, alentó al partido reformador representado por Jovellanos, renovó la proposición antes hecha de convocar las Cortes del reino (15 de abril), y esta vez la mayoría de la Junta la tomó en consideración sometiéndola al examen de las secciones. Agregose a esto la continuación del periódico liberal titulado Semanario patriótico, que había empezado a publicar en Madrid don Manuel José Quintana, en que se ventilaban cuestiones políticas, dándose con esto a la imprenta cierto ensanche que no se había permitido hasta entonces; todo lo cual anunciaba cierto cambio en la marcha política del gobierno en el sentido que ya habían manifestado desear algunas juntas de provincia.
Examinada por las secciones y presentada a la deliberación de la Junta plena la proposición de llamamiento a Cortes, combatiéronla los partidarios del régimen absoluto, pero defendiéronla y apoyáronla con calor los que más se distinguían por su saber y por sus luces, entre los cuales es excusado advertir que se contaba el ilustre Jovellanos. También la aprobó el presidente marqués de Astorga, con lo que se vio de cuánta importancia había sido que este magnate reemplazase en la presidencia al conde de Floridablanca. Mostrose el más decidido y avanzado de todos el bailío don Antonio Valdés, que sobre el principio de que no debería quedar institución que no se reformase, salva la religión católica y la conservación de la corona en Fernando VII y su dinastía, presentó un proyecto de decreto, que pareció excesivamente libre y por lo tanto peligroso en aquellas circunstancias. Redactose por lo mismo, y se aprobó y publicó otro (22 de mayo), en que se anunciaba, bajo una fórmula más vaga, «el restablecimiento de la representación legal y conocida de la monarquía en sus antiguas Cortes, convocándose las primeras en el año próximo, o antes si las circunstancias lo permitiesen.»
Bien que este decreto fuese la piedra fundamental para la reconstrucción del edificio de la libertad política de España, no excitó el entusiasmo que se creyó produciría entre los amantes de ella, así por no haberse prefijado la época precisa de la reunión, como por disponerse en uno de sus artículos que acerca del modo de convocarse y constituirse las primeras Cortes se consultaría a varias corporaciones y personas, en tanto que una comisión de la Junta se ocuparía también en preparar los trabajos necesarios para ello: dilatorias que daban desconfianza y disgusto a los impacientes, esperanza y ánimo a los enemigos de la institución. Efecto semejante produjo otro decreto (25 de junio), restableciendo el antiguo y supremo Consejo de España e Indias{1} que tan opuesto se había mostrado a toda reforma, o por mejor decir, y era lo que más se sentía, la refundición de todos los demás consejos en aquel solo. De otro efecto había sido el de 2 mayo, confiscando los bienes de los principales afrancesados{2}.
Aunque las operaciones militares de más importancia estaban indicadas en el Mediodía de la península, justo es hacer mérito de las que en otros puntos habían tenido lugar, bien que no fuesen de tanta cuenta. En Aragón, rendida que fue Zaragoza, quisieron los franceses aprovechar aquellos momentos de quebranto y de luto para apoderarse de las plazas fuertes de aquel antiguo reino, a cuyo fin fue destinado el 5.º cuerpo. Lográronlo sin gran dificultad con las plazas de Jaca y de Monzón: ésta última, evacuándola el gobernador Anseátegui y los vecinos al ver la respetable fuerza que contra ella iba; la primera, por arte e intriga de un fraile agustino llamado el Padre Consolación, de los poquísimos de su ropa que apostataron de la causa nacional, y que ayudado de algunos desleales fomentó en secreto la deserción de los soldados de la guarnición. Menos afortunado el mariscal Mortier, tres veces se dirigió en persona contra la plaza de Mequinenza, y otras tres fueron sus tentativas rechazadas. El deseo de restablecer la comunicación entre Madrid y Zaragoza los llevó hacia el Mediodía de aquel reino, y entraron en Molina, desamparada por la junta y por los habitantes. Por último, cuando por orden de Napoleón marchó el 5.º cuerpo con Mortier hacia Valladolid, quedó solo en Aragón el 3.º al mando de Suchet, teniendo que pelear con los insurrectos del país, y además con el segundo ejército español de la derecha, denominado de Aragón y Valencia, que la Junta mandó formar para cubrir las entradas de las dos provincias, y cuya dirección confió al general Blake.
Este ilustre general, que desde que dejó el mando del ejército de Galicia había estado constantemente solicitando de la Junta que le empleara en algún servicio activo, allí donde pudiera ser más útil a la causa nacional, había sido primero destinado a Cataluña a las órdenes de Reding, después le confió la formación y el mando del segundo ejército de la derecha, y últimamente cuando acaeció la muerte de Reding, le nombró también capitán general del Principado; de modo que reunía Blake interinamente la dirección superior de las armas de toda la antigua coronilla de Aragón. El segundo cuerpo había empezado a formarle con la división de Lazán, situada en Tortosa, y con ocho batallones que le suministró Valencia, apostados en Morella a las ordenes de don Pedro Roca. Organizando y disciplinando estaba Blake este nuevo cuerpo, cuando supo que en Aragón había quedado solo el 3.º de los franceses. Con esto, y con noticia de que el paisanaje aragonés se movía, salió él de Tortosa (7 de mayo) antes de lo que había entrado en sus planes. En efecto, los moradores de Albelda se habían negado a pagar los impuestos con que los franceses los oprimían, y auxiliados por el gobernador de Lérida habían escarmentado en Tamarite a los que iban a reducirlos. Los vecinos de Monzón se levantaron y arrojaron de la plaza la guarnición francesa; y fuerzas respetables que fueron enviadas a vengar tamaño atrevimiento no solo habían tenido que retirarse con gran pérdida, sino que después, no pudiendo vadear el Cinca los que en auxilio suyo acudieron de Barbastro, aislados a la izquierda del río y hostigados por todas partes, tuvieron que entregarse prisioneros (21 de mayo) en número de seiscientos hombres a los jefes Perena y Baget.
Blake desde Tortosa se dirigió a Alcañiz, y obligó a la división Leval a evacuar aquella plaza (18 de mayo). En socorro suyo se movió Suchet de Zaragoza. Juntas las fuerzas francesas ascendían a 8.000 hombres; algunos más eran los de Blake, reunidos ya los valencianos de Morella a los de la división Lazán. El 23 de mayo aparecieron los franceses por el camino de Zaragoza frente de Alcañiz. Trabose allí una reñida pelea, en que al través de algunas alternativas durante el combate, quedaron victoriosos los españoles, obligando a Suchet a retroceder con pérdida de 800 hombres la vía de Zaragoza, aterrados y desordenados los suyos, siéndole preciso en Zaragoza tomar medidas severas para el restablecimiento de la disciplina, y reparar las fortificaciones para evitar una sorpresa. Distinguiéronse en la acción de Alcañiz, Areizaga, que defendió heroicamente la ermita de Fórnoles, repetidamente y con ímpetu y empeño atacada por Suchet, y don Martín García Loigorri, con el acertado fuego de la artillería que gobernaba.
No eran infundadas las precauciones de Suchet. Después de pasar Blake algunos días en Alcañiz ejercitando sus tropas en maniobras militares, engrosadas éstas con las que de Valencia le acudieron de nuevo, y juntando así hasta 17.000 hombres, emprendió e iba avanzando camino de Zaragoza. La fuerza de Suchet en esta ciudad ascendía a 12.000, y aguardaba más, procedente de Tudela y de Plasencia. Hasta dos leguas y media de Zaragoza llegó Blake la mañana del 15 de junio, franqueando el arroyo que pasa por delante del pueblo de María, si bien dejando en Botorrita la división de 5.000 hombres que mandaba Areizaga. Saliole también allí al encuentro Suchet, como era natural, y más habiendo recibido el refuerzo de Tudela. Separaba ambos ejércitos una quebrada: al principio los españoles desordenaron y deshicieron la izquierda enemiga, pero una operación ejecutada con rapidez por su caballería arrolló nuestros jinetes, rompió nuestra ala derecha, y aunque Blake se mantuvo firme y resistió todos sus ataques con denuedo, algunos cuerpos que flaquearon descendieron a la hondonada en cuyos barrizales se hundían ellos y se atascó la artillería. Perdiéronse quince piezas; pereció bastante tropa, y entre los prisioneros que nos hicieron se contaban el coronel Menchaca y el general Odonojú, que guiaba la caballería. Retirose Blake en buen orden a Botorrita, donde estaba la división Areizaga, que no sabemos por qué se conservó alejada de la acción; así como Suchet se volvió a Zaragoza, de donde siempre salía con desconfianza y recelo.
Pero interesábale demasiado perseguir a Blake en su retirada, y así revolviendo otra vez sobre él le encontró a los tres días en Belchite (18 de junio). Aun duraba en nuestros soldados la impresión del reciente descalabro de María; la circunstancia de haber caído una granada enemiga en medio de un regimiento, y el haber coincidido con el incendio de algunas de las nuestras, infundió tal espanto en los que más cerca se hallaban, que trasmitiendo el terror a otros y cundiendo casi a todos, diéronse a huir ciega y atropelladamente, sin que les sirviera de lección ni de ejemplo ver a su general en jefe permanecer firme e inmóvil en su puesto con los generales Roca y Lazán y algunos oficiales. Los cañones que habían quedado de la acción de María se perdieron en la fuga, no que en el combate, de Belchite; por lo mismo que apenas hubo combate, hubo también pocos muertos y pocos prisioneros: si por parte de Blake pudo haber algo censurable en haber aceptado otra acción, reciente aún la poco afortunada de hacía tres días, dio al menos una prueba más de serenidad y de firmeza, que a haber sido imitada por las tropas pudiera habernos dado un nuevo triunfo. Así el resultado fue volver nuestras divisiones a los puntos de donde habían partido, los aragoneses con Lazán a Tortosa, los valencianos a Morella y San Mateo. Avanzaron los franceses a Alcañiz; dividiéronse en columnas amenazando los puntos que ocupaban los nuestros, y Suchet, recobrada Monzón, regresó a Zaragoza, donde en lugar del descanso que se prometía, le esperaba combatir con las guerrillas y cuerpos francos que cada día se multiplicaban. Blake volvió la vista a Cataluña, y allá partió con noticia del sitio que Saint-Cyr tenía puesto a Gerona, que es el estado en que dejamos atrás las cosas y sucesos de aquel Principado.
Mas todo esto era de escasa monta en cotejo de lo que había quedado amagando y se realizó pronto hacia la parte de Extremadura. La concentración de los tres ejércitos bajo el mando del mariscal Soult, dispuesta por Napoleón y con invencible repugnancia obedecida por Ney, indicaba, y tales eran las ordenes del emperador, que iban a emprenderse operaciones en grande. Cuáles fuesen éstas, dependería de los planes y movimientos de los ingleses. Calculando Soult que éstos, cansados de su expedición sobre el Duero y el Miño, no volverían a entrar en lucha hasta setiembre, propúsose arrojarlos de la península penetrando con sus sesenta mil hombres en Portugal por el lado de Ciudad-Rodrigo, poniendo al efecto inmediatamente sitio a esta plaza, pero pidiendo para mayor seguridad otros tres cuerpos que protegieran su marcha, uno en el Norte, otro en el Tajo, y otro de reserva formado con las tropas de Madrid: pedía además un tren de batir y cantidad considerable de dinero. Para obtener la aprobación de este plan despachó a Madrid al general Foy. Pero el rey José y el mayor general Jourdan, que preveían y discurrían mejor que el duque de Dalmacia sobre la época y la dirección en que se moverían los ingleses, contestáronle de modo que hubiera debido desistir de su idea, diciéndole entre otras cosas que de Aragón y Cataluña no se podía distraer un hombre, que el ejército de observación del Tajo estaba ya formado y ocupando su puesto, que la guarnición de Madrid era corta y no podía formarse de ella la reserva, ni menos enviarla entre Ávila y Salamanca, que si insistía en sitiar a Ciudad-Rodrigo le proporcionaría artillería gruesa, pero en cuanto a dinero le era imposible, porque hacía cuatro meses que la administración civil no se pagaba, y él se estaba manteniendo de la plata labrada que hacia acuñar en la casa de moneda. Soult sin embargo persistió, y aun hizo más, que fue empeñarse en llevar al mariscal Mortier a Salamanca, contra la voluntad de José que le tenía muy oportunamente colocado en Villacastín, donde hubiera podido hacerle un importantísimo servicio, como se vio después{3}.
En efecto, contra los cálculos de Soult, y más en conformidad con los de José y Jourdan, el general inglés Wellesley, habiendo levantado el 27 de junio el campo de Abrantes, prosiguió su marcha en dirección a Extremadura, estableció su cuartel general en Plasencia, y no en setiembre, sino en 10 de julio pasaba a avistarse con el general español Cuesta en las casas del Puerto orilla izquierda del Tajo, para acordar el plan de campaña sobre el que ya antes habían tratado por escrito. Luego que se pusieron de acuerdo, se volvió el inglés a Plasencia, desde donde manifestó (16 de julio), que si bien estaba pronto a ejecutar el plan convenido, respecto a subsistencias el ejército británico estaba careciendo de muchos artículos, y que si España no los suministraba, tendría que pasarse sin la ayuda de sus aliados. Sorprendió tan acerbo lenguaje y tan inmerecida amenaza; lo primero, porque, como decía muy bien el general español, lo que para los españoles era abundancia lo tenían por escasez los ingleses; lo segundo, porque nadie mejor que el general británico sabia, puesto que se quejaba amarga y frecuentemente de ello, que su indisciplinada gente no se cuidaba sino de robar y saquear indignamente el país que había venido a socorrer y en que tan bien recibida había sido, y no ya para mantenerse, sino para vender a los pueblos lo mismo que les quitaba{4}.
Reducíase el plan concertado a lo siguiente: el general inglés Wilson con la fuerza de su mando y dos batallones de españoles avanzaría por la Vera de Plasencia y pueblos de la derecha del Alberche hasta Escalona: el ejército británico cruzaría el Tiétar marchando a Oropesa y el Casar, hasta ponerse en contacto con la división de Wilson: Cuesta con el suyo pasaría el Tajo por Almaraz y puente del Arzobispo siguiendo a Talavera: el general Venegas, que se hallaba en Santa Cruz de Mudela, franquearía el Tajo por Fuentidueña, si permitía este movimiento la fuerza de Sebastiani que acampaba entre Consuegra y Madridejos, y marcharía sobre Madrid, debiendo retroceder a la Sierra por Tarancón si iban sobre él fuerzas superiores; de otro modo, y apoyado por los ejércitos aliados, marcharían todos sobre la capital. La división de Beresford se mantenía hacia Almeida guardando la frontera de Portugal. El duque del Parque, que acababa de reemplazar a la Romana, se había encaminado hacia Ciudad-Rodrigo, dejando una sola división en Asturias y Galicia. Los franceses, además del 4.º cuerpo que observaba en la Mancha a Venegas, tenían el 1.º a las ordenes de Víctor a la izquierda del Alberche, ocupando su vanguardia a Talavera. De los tres cuerpos reunidos bajo el mando de Soult, y que componían una fuerza de 55.000 hombres, el 2.º estaba en Salamanca y Zamora, el 5.º en Valladolid y sus cercanías, el 6.º en Benavente, Astorga y León. Como se ve, el duque de Dalmacia, encargado de arrojar a los ingleses de la península, se había quedado en actitud de no poder impedir que se apoderaran de Madrid, que José, por no haber seguido aquél sus consejos, veía amenazada por tres ejércitos que ellos exageradamente hacían subir a 100.000 hombres.
Después de algunos días de noticias inseguras y de zozobra para los franceses, supo José por el mariscal Víctor que Wellesley se había reunido con Cuesta (21 de julio), que Wilson se hallaba en Escalona, y que los ejércitos aliados avanzaban sobre Talavera, en lo cual veía un peligro inminente, porque suponía en los generales del ejército anglo-hispano el designio de facilitar a Venegas el paso del río para lanzarse todos tres juntos sobre Madrid. Con este temor, y a fin de impedirlo, dio inmediatamente orden a Soult para que con toda la rapidez posible se moviese y marchase con sus tres cuerpos de ejército a Plasencia: ordenó a Sebastiani que se replegara sobre Toledo, y él mismo salió de Madrid con cinco mil hombres y catorce piezas, y con intención de reunirse al primer cuerpo en el Alberche. Pero estas medidas no habrían bastado a evitar la derrota de este primer cuerpo, si Cuesta no se hubiese opuesto a atacarle el día 23, como lo proponía sir Arturo Wellesley, conducta que se prestó a interpretaciones desfavorables al general español, e incomodó al inglés, que tomó de ello ocasión para volver a hablar de subsistencias, y declarar que si no se le aseguraba el mantenimiento de sus tropas no daría un paso más allá del Alberche. Lo notable fue que Cuesta, tan remiso para la batalla el 23, al día siguiente cuando ya el ejército enemigo había levantado el campo avanzó él solo, sin los ingleses, por Santa Olalla hasta Torrijos (25 de julio); paso temerario, que le expuso a una catástrofe habiendo concentrado los franceses todas sus fuerzas hacia Toledo; y así lo reconoció él mismo, no obstante el pomposo parte que dio a la Junta diciendo que los franceses iban de huida y no había medio de atacarlos, puesto que entonces invitó a Wellesley a que fuera a unírsele, lo cual, resentido éste, no hizo sino a medias.
Por fortuna los enemigos, bien fuese por el cuidado en que los puso saber que el inglés Wilson se había internado hasta Navalcarnero, cinco leguas de Madrid, temiendo que esta aproximación produjera un levantamiento en la capital; bien que el mariscal Víctor desaprovechara, como dicen, a su vez la ocasión de destruir a Cuesta, no hicieron sino arrollar nuestros puestos avanzados, acometer su vanguardia mandada por Latour-Maubourg, a la nuestra que capitaneaba Zayas, hacerla retroceder con bastante pérdida de los dragones de Villaviciosa que se vieron atacados entre unos vallados, y merced al socorro de tres mil caballos con que acudió el duque de Alburquerque pudo nuestra vanguardia incorporarse al grueso del ejército, dejando de perseguirla por orden de Víctor; así como Cuesta tuvo a bien retrogradar hasta ampararse del ejército inglés, sin que por eso diera muestras de oír con más docilidad las reflexiones de éste. «Habiéndose malogrado, dice el autor de las Memorias del rey José, la ocasión de batir y dispersar el ejército español, fue menester sufrir más tarde las consecuencias de esta falta.»
Todo en efecto anunciaba la proximidad de un gran combate, por más que el estado mayor general francés hubiera querido rehuirle, hasta que viniese Soult sobre la espalda de los aliados desde Salamanca con los tres cuerpos puestos a sus órdenes, según muy atinadamente lo había prevenido José. Pero Soult no venía, y Wellesley se preparó para la batalla, a cuyo efecto dio orden a Wilson para que retrocediese de Navalcarnero a Escalona. Escogió sir Arturo las posiciones en el terreno que desde Talavera se extiende cerca de una legua hasta el cerro llamado de Medellín. Componían el ejército español cinco divisiones de infantería, mandadas por el marqués de Zayas, don Vicente Iglesias, el marqués de Portago, don Rafael Manglano y don Luis Alejandro Bassecourt: dos de caballería, que guiaban don Juan Henestrosa y el duque de Alburquerque: la reserva, que estaba a cargo de don Juan Berthuy, y la vanguardia que capitaneaba don José de Zayas. Sobre 34.000 hombres eran los españoles prontos a entrar en pelea, de ellos 6.000 jinetes. De cuatro divisiones se componía el ejército anglo-portugués, formando juntas unos 22.000 combatientes. Al decir de los historiadores franceses entre los cuerpos de Sebastiani, Víctor y José componían una fuerza de 45.000 hombres útiles para el combate{5}.
El 27 de julio comenzó a aparecer el primer cuerpo del ejército francés sobre la elevada llanura que domina la izquierda del Alberche. Por entre los olivos y moreras del terreno que ocupaba el ejército combinado entreveía aquél sus maniobras sin poder distinguir si tomaba posición o se retiraba. Conocedor del terreno el mariscal Víctor, fue el encargado por José de franquear el río, como lo hizo, cayendo tan precipitadamente sobre la división que mandaba el general inglés Mackenzie que la obligó a replegarse con algún desorden, faltando poco para que quedara prisionero el mismo sir Arturo Wellesley que a su proximidad se hallaba. Pasaron los demás cuerpos el río, y desplegándose por el camino real de Talavera, cerca ya de anochecer acometieron e hicieron retroceder con cierto azoramiento algunos batallones españoles e ingleses, conteniendo solo a aquellos el fuego de nuestra artillería. A las nueve de la noche atacaron nuestra izquierda con bastante impetuosidad, siendo al fin rechazados por los ingleses; y una falsa alarma que a las doce de la noche se esparció por el campo español dio ocasión a un confuso tiroteo que duró algún rato. Amaneció al fin el 28 (julio), que con razón un historiador y hombre de Estado francés llama «día memorable en sus guerras con España;» y deseoso Víctor de reparar el poco éxito de las tentativas del anterior, resolvió atacar vigorosamente el centro de que principalmente intentaba apoderarse, haciendo concurrir a este movimiento las divisiones Ruffin, Lapisse y Villatte. La escogida división Lapisse encargada de tomar la altura «pagó (son palabras de un historiador francés) con una pérdida enorme su atrevido ataque y su brillante retirada. Cerca de quinientos hombres por cada regimiento, o lo que es lo mismo, mil quinientos por toda la división, quedaron tendidos en las gradas de aquel cerro fatal, contra el que habían ido a estrellarse dos ataques sucesivos ejecutados con extraordinario heroísmo.»
A las diez de la mañana, vacilante el rey José en la duda de si convendría o no continuar la batalla, lo consultó con Jourdan y con Víctor. El primero, experto y prudente, y apoyado en muy atendibles razones, opinó por la suspensión, al menos hasta que el mariscal Soult con sus tres cuerpos reunidos corriéndose por Plasencia tomara la retaguardia al ejército anglo-hispano. El segundo, más ardoroso y más confiado en sí mismo, respondió, que si el rey quería atacar la derecha y centro enemigo con el 4.º cuerpo, él se comprometía a desalojarle del disputado cerro, añadiendo que si esto no se conseguía con tropas como las suyas, era preciso renunciar a hacer la guerra. Cuando José fluctuaba entre el consejo de la prudencia y el del ardor, recibió una carta de Soult anunciándole que no podría estar en Plasencia hasta el 3 o el 5 de agosto. Y como por una parte temiera que Víctor dijera a Napoleón que le habían hecho perder la mejor ocasión de destruir a los ingleses, y por otra supiese que Venegas se aproximaba a Toledo y Aranjuez, y recelara verse cortado en su retirada a la capital, resolviose, antes que a dividir las fuerzas para acudir a este peligro, a aventurar la batalla, en cuya virtud se decidió a atacar inmediatamente, pero por pronto que se trasmitieron a cada cuerpo las ordenes del estado mayor, no se principió a ponerlas en ejecución hasta las dos de la tarde.
No nos empeñaremos nosotros en apurar con precisión y exactitud el pormenor de los movimientos y evoluciones ejecutadas por cada parte en esta batalla, ni nos afanaremos por concordar las variaciones que en las diferentes relaciones de ella se observan, ni en averiguar si la división Ruffin atacó la izquierda de los ingleses antes que Sebastiani o Lapisse se dirigieran contra la derecha o centro de los españoles, ni si tomaron o perdieron una o más veces una altura que se disputara, ni si resistió tal cuerpo los disparos de metralla o rechazó mejor que otro una carga de caballería. Lo que a nuestro propósito hace es saber, y que en esto convengan propios y extraños, que en el combate de aquel día, el mayor que en esta guerra se había dado, por el número de combatientes, y solemnizado con la presencia del rey José, ingleses y españoles rivalizaron en denuedo y bizarría; y si bien hubo momentos en que estuvo comprometida la suerte de la batalla para los aliados, merced a los heroicos esfuerzos de los jinetes y a los certeros disparos de la artillería rehiciéronse y tomaron ascendiente sobre el enemigo hasta obligarle a retirarse con considerable pérdida: retirada que fue después objeto de vivas contestaciones entre los generales Víctor y Sebastiani, pretendiendo cada uno haberse retirado porque el otro había abandonado su posición; retirada que unos sostienen haberse verificado por orden del rey José, y que el mariscal Jourdan afirma haberse hecho sin necesidad, sin orden del jefe del ejército y contra su voluntad: reyertas que patentizan un vencimiento que les costaba trabajo confesar.
La pérdida de los franceses, además de 16 cañones que dejaron en nuestro poder, fue (ponemos la cifra de sus propias historias) de 944 muertos, 6.294 heridos, y 156 prisioneros: entre los muertos se contaba el bravo general Lapisse, y entre los heridos ocho coroneles y un general de brigada. Tuvieron los ingleses entre muertos, heridos y prisioneros más de 6.000, contándose entre los muertos los generales Mackenzie y Langworth. En 1.200 hombres consistió la de los españoles, siendo de los heridos el general Manglano. Porque unos cuerpos españoles habían flaqueado la víspera, intentó el general Cuesta diezmarlos, y aun comenzó la sangrienta ejecución, en términos que llevaba ya sacrificados cincuenta hombres, y no sabemos hasta dónde hubiera llevado su ferocidad, si intercediendo el general inglés no hubiera amansado sus iras. Tal fue el resultado de la célebre batalla de Talavera de la Reina (28 de julio, 1809) La Junta Central española nombró a sir Arturo Wellesley capitán general de ejército, y el gobierno británico le dio el título de vizconde de Wellington, con que en adelante le conoceremos. Entre otras gracias que la Central otorgó a los jefes españoles que más se habían distinguido, fue una la gran cruz de Carlos III con que condecoró al general Cuesta{6}.
Lord Wellington y los españoles permanecieron en Talavera, donde se les reunió el 29 el general Crawfurd con 3.000 hombres, absteniéndose a pesar de eso de ir al alcance de los franceses, que el mismo día 29 repasaron el Alberche, primero el rey José con el 4.º cuerpo y la reserva, dirigiéndose por Santa Olalla hacia Toledo y Madrid, ambas amenazadas por el general Venegas, cuyos destacamentos llegaban hasta Valdemoro. El mariscal Víctor con su primer cuerpo se retiró también (1.º de agosto) hacia Maqueda y Santa Cruz del Retamar, temeroso del general inglés Wilson, lo cual dio ocasión a nuevos desacuerdos entre los jefes franceses. Aunque Wellesley alegó como causa de no seguir al alcance del enemigo su consabida queja de la falta de víveres, es indudable que influyeron en su conducta otros motivos y razones, y no era la menor entre éstas que el ejército francés, aunque vencido, no había sido deshecho. No creemos que supiera todavía, aunque se publicó en Madrid el 27 de julio por Gaceta extraordinaria, el armisticio celebrado en Znaim entre el emperador y los austriacos: lo que sabía era, y esto pudo influir más que nada en su determinación, que Soult venía avanzando con sus tres cuerpos, tanto que el 30 de julio atravesó el puerto de Baños, ahuyentando de él al marqués del Reino que con escasas fuerzas le defendía, obligándole a replegarse al Tiétar, y quedando así allanado a los franceses el camino de Plasencia.
Acordaron en su vista los generales aliados, pero esto era el 2 de agosto, que el ejército inglés fuera al encuentro del duque de Dalmacia, y que el español permaneciera en Talavera al cuidado de Víctor, por si volvía a avanzar por aquel lado. En su virtud pasó el de Wellington con su gente a Oropesa (3 de agosto), donde al siguiente día le sorprendió la llegada del general Cuesta, que no atreviéndose a permanecer solo en Talavera por temor al mariscal Víctor y al rey José, se fue a incorporar al ejército británico. Desazonó a Wellington semejante precipitación, con la cual, sobre ser contraria a lo acordado, quedaban abandonados en Talavera todos los heridos ingleses, que lo eran en gran número. Fuese por esto, fuese también, lo cual es muy verosímil, por temor a las fuerzas de Soult, que no bajaban de 50.000 hombres, también él mudó de pensamiento, y en vez de ir a buscar los franceses, determinó pasar el Tajo por el puente del Arzobispo, y estableció su cuartel general en Deleitosa (7 de agosto), dejando a los españoles, que le siguieron, el cuidado de cubrir su retaguardia. Encontráronse ambos ejércitos metidos en terribles desfiladeros, de que salieron con grandes dificultades, en ocasión que el 5.º cuerpo de Soult guiado por Mortier, en comunicación ya con Víctor que desde el 6 había vuelto a Talavera, se disponía a forzar el puente del Arzobispo.
El 8 de agosto el mariscal Mortier, duque de Treviso, atacó dicho puente, que los españoles tenían fortificado. Mas en tanto que éstos atendían a su defensa, no advirtieron que 800 jinetes enemigos, guiados por el general Caulincourt, vadeaban el Tajo, los cuales acometiendo por la espalda a los nuestros facilitaban practicar igual operación a un cuerpo de 6.000 caballos que a la orilla opuesta quedaba. No habiendo llegado a tiempo de impedirlo los 3.000 jinetes españoles que mandaba el duque de Alburquerque, los defensores del puente huyeron desconcertados, tirando los unos a Guadalupe, los otros a Valdelacasa, y dejando en poder del enemigo 30 cañones, muchos carros de equipajes y algunos centenares de prisioneros. Por fortuna éste no pudo seguir adelante, pues el puente de Almaraz estaba cortado, y por el del Arzobispo era meterse en los mismos desfiladeros de que acababan de salir con tanto trabajo los ingleses. Así por esto, como porque llamaba la atención del rey José lo que pasaba hacia Toledo y Madrid, y por ser también lo más conforme a las ordenes antes expedidas por Napoleón desde Schœnbrunn, suspendiéronse las operaciones por la parte de Extremadura. Soult recibió orden de situarse con el 2.º cuerpo en Plasencia; Mortier de ocupar las cercanías de Oropesa con el 5.º; y Ney con el 6.º de trasladarse a Salamanca, y arrojar de allí las tropas del duque del Parque que la estaban ocupando. Al atravesar Ney el puerto de Baños, encontró, atacó y dispersó la división hispano-lusitana que mandaba el inglés Wilson, no sin que le disputara a palmos el terreno y sin batirse briosamente por algunas horas, tan inferior en número como era. En cuatro días se puso el duque de Elchingen de Plasencia en Salamanca, aun con haberse detenido a dar un combate. Esta celeridad hizo resaltar más la lentitud con que el duque de Dalmacia había hecho antes su marcha de Salamanca a Plasencia, lentitud a que el rey José y su jefe de estado mayor Jourdan atribuyeron siempre, y no sin fundamento, la pérdida de la batalla de Talavera, cuando con más rapidez en aquel movimiento pudieran haber destruido al ejército inglés.
Mientras esto pasaba por la parte de Extremadura, José y Sebastiani habían atendido a libertar la capital del reino, amenazada, como indicamos, por el ejército de Venegas, a quien la Central había conferido el mando interino de Castilla la Nueva, con prevención de que residiese en Madrid, caso de poder ocuparla, en lo cual llevaba también la Junta el designio de disminuir el fatal influjo de Cuesta. Era el ejército de Venegas de lo más lucido y bien acondicionado que entonces teníamos: constaba de cerca de 30.000 hombres, distribuidos en cinco divisiones, regidas por generales acreditados, como lo eran Lacy, Vigodet, Girón, Castejón y Zerain: mandaba la caballería el marqués de Gelo. Había reconcentrado su fuerza principal en Aranjuez, con propósito de defender los puentes y vados del Tajo, dejando detrás dos divisiones en el camino de Ocaña. El 5 de agosto acometieron los franceses por la orilla izquierda tratando de ganar los tres puentes: rechazáronlos con vigor nuestras tropas, guiadas por los generales Girón, Lacy y Vigodet, y desistieron aquellos después de sufrir pérdida no escasa. Dirigiéronse luego a Toledo, el 9 pasaron el Tajo por esta ciudad y los vados de Añover, y José con su reserva situó su cuartel general en Bargas. En vista de este movimiento juntó el español Venegas sus fuerzas en Almonacid, inclinado a presentar la batalla, con cuya opinión coincidió la de los demás generales. No la rehuyeron los franceses, antes bien la anticiparon, y cuando el 11 por la mañana partió el rey José de Toledo con su guardia y con intención de atacar, encontró ya al general Sebastiani empeñado en el combate. No fue éste favorable a los españoles: cuando llegó el rey José con la reserva, la quinta división nuestra había ya flaqueado; la colina en que estaban las principales fuerzas españolas fue tomada después de una viva resistencia, la división de Lacy se vio sumamente comprometida, Venegas dio la orden de retirada, retirada que no pudo hacerse con orden a pesar de las acertadas maniobras de las divisiones Vigodet y Castejón, pues la voladura de unos carros de municiones asustó y dispersó la caballería, y huyeron todos atropelladamente hacia Manzanares. Aun allí corrió la voz de hallarse cortados por el enemigo, con lo cual desbandadamente se ahuyentaron, no parando en su fuga hasta Sierra-Morena, donde al fin después se rehicieron, según costumbre.
La derrota de Almonacid nos costó la pérdida de 4.000 hombres, diez y seis piezas de cañón y algunas banderas. Los franceses confesaron haber tenido 319 muertos y más de 2.000 heridos. Sin embargo, el rey José dirigió en Madridejos a sus tropas una jactanciosa proclama, que se publicó después en la Gaceta de Madrid, exagerando su triunfo, el número de las fuerzas españolas y su pérdida{7}. José después de esta victoria se volvió a Madrid (15 de agosto). El mariscal Víctor de orden suya pasó a la Mancha, y estableció su cuartel general en Daimiel. El 4.º cuerpo se situó sobre el Tajo desde Aranjuez hasta Toledo. Por la parte de Extremadura, el general Cuesta, abrumado por los años, por los disgustos y por las contrariedades de la guerra, hizo dimisión de su mando (12 de agosto), sucediéndole interinamente el general don Francisco de Eguía. Wellington con el ejército inglés retrocedió desde Jaraicejo (20 de agosto) hacia Badajoz, estableciéndose en la frontera de Portugal.
Así terminó aquella campaña de veinte días, que con tan favorable estrella para nosotros se había inaugurado con la batalla de Talavera. Si es cierto, como proclamaban nuestros enemigos, que el plan de los españoles se había completamente frustrado, que en vez de llegar por una parte a Madrid y por otra hasta el Ebro, como lo ofrecía el general Cuesta a la Junta de Sevilla, fueron obligados a huir precipitadamente a Sierra-Morena después de perder mucha gente, y a retirarse el ejército inglés a la frontera de Portugal, también lo es, y uno de sus más afamados historiadores así lo confiesa, que ellos, «con trescientos mil soldados veteranos, los mejores que ha tenido nunca Francia (son sus palabras textuales), y cuyo número efectivo ascendía a doscientos mil combatientes,» habiéndose prometido estar en julio en Lisboa, en Sevilla, en Cádiz, y en Valencia, estaban en agosto, no en Lisboa, ni en Oporto siquiera, sino en Salamanca; no en Cádiz ni en Sevilla, sino en Madrid; no en Valencia, sino en Zaragoza{8}. Y añade el mismo escritor, que cuando Napoleón, que se hallaba en Schœnbrunn preparando sus ejércitos por si comenzaban de nuevo las hostilidades en Alemania, supo los sucesos de nuestra península, se afectó tan profundamente, y se enfureció tanto contra los que habían tenido parte en ellos, incluso su mismo hermano, que a todos juzgó con severidad, de todos sospechó, y a todos quería sujetar a juicios y procesos criminales.
Si entre los mariscales franceses, y entre éstos y el rey José no hubo el mejor acuerdo, y a esto atribuyeron el poco fruto de aquella campaña, también hubo desacuerdos lamentables entre los jefes de los ejércitos británico y español, Wellesley y Cuesta, y entre aquél y la Junta de Sevilla; desacuerdos que se creyó, aunque en vano, terminarían con la venida del marqués de Wellesley, hermano de sir Arturo, como embajador de S. M. Británica cerca del gobierno español. El tema perpetuo del general inglés, la causa con que pretendía justificar, así la lentitud en ciertas operaciones como la retirada a la frontera de Portugal y sus desabrimientos con Cuesta y con la Junta, era la escasez de subsistencias para sus tropas. No diremos nosotros que los víveres abundaran siempre, como fuera de desear, en un país de antes ya trabajado y devastado por franceses y españoles, ni aseguraremos tampoco que la Central desplegara todo el celo y actividad posibles, ni tomara siempre las más acertadas medidas para proporcionarlos. Mas ni era verdad que careciese siempre de los precisos bastimentos, como sus mismos compatriotas lo reconocieron y consignaron{9}, pudiendo con más justicia lamentarse de ello nuestros soldados, ni era justo pretender que en la situación en que se encontraba España se previnieran todas las necesidades y hubiera regularidad en el establecimiento y provisión de almacenes. Y si bien tuvo razón Wellesley para despedir con ignominia a Lozano de Torres, enviado por la Junta para el objeto de los abastecimientos, no la tuvo para desatender ásperamente así al intendente Calvo de Rozas, que la Junta envió después, con ser persona de muy otras y respetables condiciones que Lozano, como al general Eguía, con quien no tenía las prevenciones que con Cuesta, los cuales le rogaban que desistiese de su retirada a Portugal. La aspereza con que desatendió a sus ruegos y a sus ofrecimientos, llevando adelante su propósito, indican que no la falta de subsistencias, sino otras causas influían en sus determinaciones, dando lugar a que sospecharan muchos no fuese una de ellas cierta maniobra para hacerse nombrar general en jefe del ejército aliado.
Tan pronto como José regresó a Madrid, contemplándose ya más seguro, se consagró con actividad a los trabajos de gobierno y administración interior. Ya antes había instalado el Consejo de Estado, no así las Cortes ofrecidas por la Constitución de Bayona, que sin duda por lo arduo de las circunstancias no se atrevió a convocar. Así uno de sus primeros decretos fue la supresión de todos los Consejos, de Guerra, Marina, Ordenes, Indias y Hacienda, refundiéndolos en las secciones del de Estado. Siguiéronse a éste otros varios, todos sobre asuntos graves. Tales fueron: la supresión de todas las grandezas y títulos de Castilla, no reconociéndose en lo sucesivo otros que los que él dispensara u otorgara por decreto especial: –la cesación de todos los empleados en sus cargos y funciones, debiendo someterse a solicitar sus títulos del nuevo gobierno: –la obligación de presentar en el término de un mes a los intendentes de las provincias todo documento de la deuda pública, so pena de ser declarados extinguidos en favor del Estado: –la supresión de todas las órdenes religiosas, así de monacales como de mendicantes, debiendo sus individuos establecerse en los pueblos de su naturaleza, donde habían de recibir su pensión: –la confiscación de los bienes de los emigrados, y su aplicación al pago de la deuda pública: –la creación de 100.000.000 de reales en cédulas hipotecarias, destinados, mitad al ministerio de la Guerra, mitad al de lo Interior, para indemnizar a los que le hubiesen hecho servicios importantes, o sufrido por su causa pérdidas en la guerra: –la abolición del impuesto conocido con el nombre de Voto de Santiago{10}.
A estas medidas acompañaron y siguieron otras, las cuales, lo mismo que puede decirse de las ya enumeradas, eran unas de carácter tiránico y odioso, otras benéficas y civilizadoras. Pertenecían a las primeras las persecuciones y los destierros a Francia de próceres y literatos, de togados e industriales, señalados por desafectos a la causa de la usurpación; la de obligar a los que tenían hijos sirviendo en el ejército español a dar para el suyo un sustituto o una indemnización en dinero; la de recoger la plata de las iglesias y otras semejantes. A las segundas pertenecían la organización de los grados y sueldos de la milicia, el plan de enseñanza pública, en que se prescribían ya muchas de las notables reformas que andando el tiempo y en nuestros propios días se han ido adoptando con éxito en España, y otras de parecida índole. Mas por desgracia las que hubieran podido ser provechosas, o no se planteaban o producían solo mezquinos e imperceptibles resultados por culpa de los encargados de su ejecución.
En tanto que en el centro de la península pasaban los sucesos militares de que acabamos de dar cuenta, a un extremo de España, en una de las más célebres ciudades de Cataluña en la historia antigua y moderna, se estaban realizando hechos insignes, tan terribles como gloriosos, que habían de ser la admiración de aquellos y de los venideros tiempos, que habían de dar honra y fama a la nación que sustentaba esta guerra, y que habían de causar tal asombro, como nadie podía esperar ya, vistos los prodigios de constancia y de valor que había ofrecido al mundo la heroica Zaragoza. Nos referimos al memorable sitio y a la inmortal defensa de la plaza de Gerona.
Indicado dejamos atrás el empeño de los franceses en tomar a Gerona, ya porque las instrucciones y mandatos terminantes de Napoleón al jefe de su ejército de Cataluña eran de que se apoderara de las plazas fuertes, ya porque ellos mismos anhelaban reparar el honor de las armas imperiales, no poco lastimado con la humillación y las pérdidas sufridas en los ataques de los dos sitios que en el año anterior de 1808 habían puesto a aquella misma ciudad. Resueltos esta tercera vez a vengar aquella doble afrenta, presentáronse el 6 de mayo de 1809 a la vista de la plaza las tropas francesas mandadas por el general Reille, si bien a los pocos días le reemplazó Verdier, que continuó al frente de ellas durante el sitio. Población Gerona de más de 14.000 almas, extendida por las dos riberas del Oña, y prolongándose a su derecha hasta la unión de aquel río con el Ter, dominada en aquella parte por varias alturas, si bien protegida por castillos y fuertes, pero de tal manera que tomando uno de ellos, y especialmente el de Monjuich, quedaba descubierta a los ataques de los agresores, necesitaba para su defensa, por la extensión de su recinto y por los muchos puntos fortificados que había que cubrir, de casi doble guarnición de la que tenía, y a juicio de los mismos ingenieros franceses era muy imperfecta su fortificación. Guarnecíanla solo 5.673 hombres de todas armas. Pero a todo había de suplir la constancia de las tropas, el valor de los jefes y el patriotismo de los moradores. Gobernaba interinamente la plaza don Mariano Álvarez de Castro; era teniente de rey don Juan de Bolívar, que tan heroicamente se había conducido ya en los dos sitios anteriores; dirigía la artillería don Isidro de Mata, y mandaba los ingenieros don Guillermo Minali. Resueltos los vecinos, todos sin distinción, incluso el clero secular y regular, y hasta las mujeres, a contribuir, cada cuál como pudiese, a la defensa de la ciudad, el coronel don Enrique O’Donnell organizó ocho compañías de paisanos con el nombre de Cruzada, y hasta de mujeres se formó una compañía titulada de Santa Bárbara, encargada de asistir a los heridos y de hacer y llevar cartuchos y víveres a los defensores. Nombrose generalísimo al Santo patrono de la ciudad San Narciso, a cuya protección e intercesión atribuían los devotos moradores su salvación de los ataques y peligros en las guerras de antiguos tiempos.
Hasta el 31 de mayo no habían adelantado otra cosa los sitiadores que arrojar con trabajo a los nuestros de la ermita de los Ángeles. Aumentadas en la primer semana de junio las fuerzas enemigas hasta 18.000 hombres con los refuerzos que desde Vich les envió Saint-Cyr, circunvalaron la plaza y comenzaron a atacar varios de los fuertes. El 12 (junio) se presentó ya un parlamentario a intimar la rendición, y aquí es donde el gobernador Álvarez comenzó a demostrar lo que podía esperarse de su entereza y decisión. «No quiero, contestó, trato ni comunicación con los enemigos de mi patria, y el emisario que en adelante venga será recibido a metrallazos.» Y de cumplirlo así, y no ser solo una arrogante amenaza, dio después no pocas pruebas. Con esta respuesta, sin dejar de continuar los ataques a las torres y castillos, comenzó en la noche del 13 al 14 un terrible bombardeo. Soldados y vecinos defendían denodadamente los puntos que se les encomendaban; fueron no obstante sucesivamente desalojados de las torres de San Luis, San Narciso y San Daniel, en gran parte desmanteladas por la artillería. Habiéndose apoderado el 21 Saint-Cyr, aunque a costa de sangre, de San Feliú de Guijols, aumentáronse las fuerzas sitiadoras hasta 30.000 hombres, sin que por eso en el resto del mes alcanzaran más ventajas, siendo ellas a su vez molestadas por los somatenes.
Resueltos ya los franceses a apoderarse a toda costa de Monjuich, embistiéronle el 3 de julio con veinte piezas de grueso calibre y dos obuses. Guarnecíanle 900 hombres{11}. En la noche del 4 intentaron ya los enemigos el primer asalto: rechazados por la serenidad de los nuestros, suspendiéronlo hasta el 8: arremetieron aquel día en columna cerrada, guiados por el valiente y temerario coronel Muff: temerario decimos, porque repelido hasta tres veces con gran estrago de los suyos, todavía se obstinó en acometer la cuarta, hasta que herido él mismo y desmayada con tanto destrozo su gente, hubo de retirarse con pérdida de dos mil hombres, entre ellos once oficiales. De los nuestros pereció don Miguel Pierson que mandaba en la brecha. Acibaró también el feliz resultado de aquellos asaltos la desgracia de haberse volado aquel mismo día la torre de San Juan, intermedia entre la ciudad y Monjuich, pereciendo en la explosión casi todos los españoles que la guardaban, y pudiendo solamente salvar a unos pocos el valor y la intrepidez de don Carlos Beramendi, que no fue el solo rasgo de patriotismo con que se señaló en este sitio. Por aquellos días se apoderó también Saint-Cyr del pequeño puerto de Palamós, pereciendo igualmente casi todos sus defensores.
Pasó el resto de julio dedicado a impedir que entraran socorros en la plaza, logrando en efecto interceptar un convoy que conducía el coronel Marshall, valeroso irlandés que había venido a tomar parte en esta guerra en favor de España, de cuyo encuentro solo este caudillo y unos pocos con él pudieron salvarse y penetrar en la ciudad. En cambio molestaban también a los sitiadores por todos lados y sin cesar algunos cuerpos de tropas nuestras, y sobre todo los somatenes y miqueletes, mandados por jefes tan intrépidos y activos como Porta, Robira, Cuadrado, Iranzo, Milans y Clarós. Los fuegos de la plaza no cesaban tampoco, y una de las bombas incendio la torre de San Luis, de que se habían apoderado los franceses, quedando muchos de ellos entre los escombros, y sucediéndoles a su vez lo que a los nuestros había acontecido pocos días antes con la voladura de la torre de San Juan. Llegado agosto, pusieron los franceses especial ahínco y empeño en apoderarse de Monjuich. Diez y nueve baterías llegaron a levantarse para expugnarle. Hiciéronse dueños del revellín, y todavía no desmayaba el ánimo ni se entibiaba el ardor de los nuestros, y todavía hicieron alguna salida costosa a los contrarios. Pero de los 900 hombres que le custodiaban habían perecido ya 511 soldados y 18 oficiales; casi todos los restantes estaban heridos; el coronel Nash que los mandaba creyó imposible prolongar más la resistencia; así lo comprendió también el consejo de oficiales que reunió, y resolviose en él abandonar el fuerte, no sin destruir antes las municiones y la artillería (12 de agosto). Ruinas más que fortaleza era ya aquel recinto cuando le ocuparon los franceses: tres mil hombres les había costado conquistar aquellos escombros. El gobernador Álvarez, a pesar de su severidad, aprobó al fin la conducta de los valientes defensores de Monjuich, convencido de que habían llenado su deber cumplidamente.
No nos admira que el general Verdier creyera, y lo asegurara así a su gobierno, que a la rendición de Monjuich tardaría pocos días en seguir la de la ciudad, que quedaba en efecto bastante descubierta y por flacos muros y muy escasos fuertes defendida. Pero equivocose el general francés, como quien no conocía aún la tenacidad de aquellas tropas y de aquellos habitantes. Para defenderse de las nuevas baterías que él hizo construir en diferentes puntos y de los fuegos que vomitaban contra la ciudad, hacían los de dentro parapetos, zanjas, cortaduras y todo género de obras, cerraban calles, y el gobernador Álvarez hizo colocar cañones hasta encima de la bóveda de la catedral. Mandaba también hacer pequeñas salidas en cuanto lo permitía la escasez de la guarnición. Cuéntase que en una de ellas, como el oficial que la guiaba le preguntase dónde se refugiaría en caso de necesidad, le contestó aquel imperturbable caudillo: «en el cementerio.» De estas salidas se aprovechaban los catalanes de fuera para introducirse en la plaza, ávidos de participar de los trabajos y de la gloria de sus compatricios, y día hubo en que solo de Olot penetraron en la ciudad hasta cien hombres. Pero el principal encargado de proporcionar socorros más formales de hombres y de vituallas era el general Blake.
De vuelta de Aragón este general, después de haber empleado algunos días en la reorganización de su menguado y desconcertado ejército, pensó seriamente en socorrer la ya muy estrechada y apurada plaza de Gerona. Por ásperos y montuosos caminos llegó a Vich, donde pasó revista a sus tropas (27 y 28 de agosto), y prosiguiendo por escabrosas sendas al Coll de Buch y a San Hilary, donde se le juntaron siete regimientos, dio allí sus ordenes (31 de agosto) a don Manuel Llauder y al coronel de Ultonia don Enrique O’Donnell, a aquél para que fuese a desalojar al enemigo de la altura de los Ángeles al norte de Gerona, a éste para que le llamase la atención por la parte de Bruñolas, mientras él con escasos 6.000 hombres que le quedaban se adelantaba a las alturas del Padró a la vista de la ciudad sitiada. Llauder se apoderó con bizarría de la ermita de los Ángeles, plantando en ella la bandera española, bien que teniendo que retirarse luego al pie de la altura por haber cargado a la ermita gran refuerzo de enemigos. O’Donnell, a quien se unió Loigorri, atacando vivamente la posición de Bruñolas cumplía bien su misión de atraer hacia sí la mayor parte de las fuerzas francesas, mientras Rovira y Clarós combatían a la orilla izquierda del Ter. Entretanto por la derecha de este río se acercaba a Gerona un convoy de 1.500 a 2.000 acémilas, escoltado por 4.000 infantes y 500 caballos a las órdenes del general García Conde. Este cuerpo sorprendió y arrolló en Salt (1.º de setiembre) un fuerte destacamento francés, y el convoy y la división entera entraron tranquilamente en la plaza, no obstante la vigilancia y las maniobras de Verdier y de Saint-Cyr para impedirlo.
Quedaba la dificultad de volver a sacar las acémilas de la plaza, donde nada aprovechaban ya, y estorbaban mucho. Hízose también esta operación tan diestra y felizmente (3 de setiembre), que sin perderse ni una sola caballería ni un solo hombre se salvaron y trasportaron a San Feliú, quedando segunda vez burlado Saint-Cyr. De la división de Conde quedaron en la ciudad más de 3.000 hombres, cuyo refuerzo alentó grandemente la ya harto menguada guarnición. Conde con el resto de su gente se volvió a Hostalrich, y Blake, después de dirigir y proteger tan feliz operación, se replegó sucesivamente a San Hilary, Roda, San Feliú y Olot. Exasperado el enemigo con este incidente, y ardiendo en deseo de vengarse, volvió a ocupar los puestos abandonados, recobró la ermita de los Ángeles (6 de setiembre), y acuchilló a todos sus defensores, salvándose solo tres oficiales, y el coronel Llauder que se arrojó por una ventana. En los días siguientes se renovaron con furor los ataques contra el flaco muro de la ciudad. Tres anchas trincheras había abierto ya el cañón enemigo en los baluartes de Santa Lucía, Alemanes y San Cristóbal. Antes de dar el asalto envió Saint-Cyr parlamentarios a la plaza pidiendo la rendición, pero Álvarez, cumpliendo la amenaza y la promesa que desde el principio había hecho, los recibió a metrallazos.
Tal conducta del indomable gobernador español necesariamente había de indignar al general francés, y el asalto se hizo inevitable. A las cuatro de la tarde del 19 de setiembre cuatro columnas enemigas de a 2.000 hombres cada una avanzaban a las brechas. Las campanas de Gerona, al mismo tiempo que los tambores, llamaban a paisanos y soldados a la defensa de los puestos que de antemano se habían señalado a cada uno. A todos presidía, y a todos alentaba con su imperturbable continente el gobernador Álvarez, y el silencio majestuoso con que marchaban los de dentro contrastaba grandemente con el estruendo de los doscientos cañones que de la parte de fuera retumbaban. En la brecha de Santa Lucía que acometió la primera columna enemiga, por dos veces fueron rechazados los agresores, quedando allí sin vida muchos de ellos, bien que con la desgracia de que la perdiera también el valeroso coronel irlandés Marshall que mandaba nuestra gente. En las de Alemanes y San Cristóbal no fueron los franceses más afortunados: de una los repelieron al arma blanca los regimientos de Ultonia y de Borbón: en otra los escarmentó don Blas de Fournas que la defendía. Los ataques a la torre de Gironella y a los fuertes del Calvario y del Condestable costaron algunas pérdidas a los nuestros y muchas a los contrarios. Don Mariano Álvarez acudía sereno a los puntos donde era mayor el peligro; a su vista y a su ejemplo se enardecían hasta las mujeres; algunas recibieron la muerte por su intrepidez: perdimos también oficiales muy distinguidos; ¿pero qué suponen 300 o 400 españoles que perecieran en los asaltos de aquel día, en cotejo de cerca de 2.000 franceses que quedaron en sus brechas? Grande debió ser el escarmiento de los sitiadores, cuando Saint-Cyr no se atrevió a repetir los asaltos, y cuando abiertas tantas y tan anchas brechas se decidió a convertir otra vez el sitio en bloqueo.
Atento siempre Blake al abastecimiento de la plaza, había estado preparando en Hostalrich otro convoy de igual número de acémilas que el anterior y algunos ganados. Propúsose proteger él mismo su trasporte a Gerona con el grueso del ejército, que constaba de 10.000 hombres, yendo don Enrique O’Donnell de vanguardia con otros 2.000. En tanto que Blake ocupaba las alturas de La Bisbal, O’Donnell arrolló dos destacamentos franceses que encontró al paso, avanzó, acaso con indiscreta intrepidez, hasta la plaza, introdujo en ella hasta 300 acémilas, y él mismo entró con 1.200 hombres en Gerona (26 de setiembre). Mas no pudo penetrar ni el resto del convoy ni el resto de la columna; uno y otra fueron cortados por Saint-Cyr, que interponiéndose de improviso entre O’Donnell y Blake, apoderose de las brigadas y de los conductores, haciendo ahorcar o fusilar con desapiadada fiereza muchos de ellos, y quedando también en su poder gran parte de la escolta. Blake, cuyas fuerzas no bastaban para empeñar un combate con el enemigo, retirose primeramente a Hostalrich, y después trasladó su cuartel general a Vich, donde permaneció hasta el 13 de octubre. El socorro de vituallas introducido en Gerona no bastaba ni con mucho a remediar la penuria de la plaza, y los 1.200 hombres que con él entraron más servían de embarazo que de provecho por lo que aumentaban el consumo. Pensó por lo mismo O’Donnell seriamente en evacuar cuanto antes pudiera la ciudad: las dificultades para la salida eran grandes; grande también el peligro; pero venció aquellas y salvó éste, cruzando una noche silenciosamente la ciudad (12 de octubre), y uniéndose después al ejército por medio de una atrevidísima marcha que ejecutó por el llano, atravesando por entre destacamentos enemigos. Ya entonces no mandaba el sitio Saint-Cyr; habíale reemplazado el mariscal Augereau, llevando nuevos refuerzos para apretar el bloqueo.
En una de aquellas atrevidas empresas para el socorro de la plaza fue gravemente herido el brigadier conde de Pino-hermoso (don Luis Roca de Togores), jefe muy querido del general Blake, y también del gobernador Álvarez, a cuyas órdenes había servido en sus primeros años en guardias españolas: era el de Pino-hermoso uno de los caudillos que más se habían distinguido desde el principio del alzamiento nacional{12}.
Sentían ya los sitiados los rigores del hambre; repartíase parcamente entre los soldados el escasísimo grano que quedaba, mal molido en almireces o cascos de bomba, y peor cocido; y los paisanos a quienes este miserable alimento faltaba se caían por las calles de debilidad, y morían de inanición. Compañeras siempre de la miseria las enfermedades, de tal manera se desarrollaban y propagaban, que solo en el mes de octubre murieron 793 individuos, faltando localidad, y hasta las medicinas en los hospitales. No había medio de introducir víveres, ni siquiera a la menuda, porque era tal la vigilancia de los sitiadores, que de noche colocaban perros en los caminos y veredas para que con sus ladridos avisaran la aproximación de cualquier transeúnte, y además de trecho en trecho ponían cuerdas con campanillas para el mismo objeto, siendo víctimas de este artificio aquellos a quienes el patriotismo o el interés impulsaba a intentar llevarles algunas provisiones. Y Blake, que hizo nuevos esfuerzos y tentativas por avituallar más en grande a los sitiados, aún a costa de serios combates con fuerzas superiores enemigas, se vio en la imposibilidad de ejecutarlo, teniendo que ceder al número, y siendo inútiles los rasgos de valor y de intrepidez con que se señaló O’Donnell. Las provisiones reunidas en Hostalrich fueron casi todas destruidas por los franceses, y Blake se retiró a Manresa.
Corría ya el mes de noviembre. Sentíanse a un tiempo en la ciudad los estragos de la peste y los horrores del hambre. Comprábanse a exorbitantes precios y se devoraban con ansia hasta los animales más inmundos{13}. Las bestias mismas, demacradas y no menos hambrientas que los hombres, se tiraban a comerse unas a otras. Faltaba a las madres jugo con que alimentar sus tiernas criaturas, y las veían perecer de inanición en su propio regazo: muchas no podían sobrevivirles. Rebalsadas las aguas en las calles, llenas de inmundicia, esparcidos acá y allá los cadáveres insepultos, sin abrigo ni descanso los vivos, infecto el aire, desarrollada la epidemia, henchidos los hospitales de gente y faltos de medicamentos, solo de la clase de soldados fallecieron de enfermedad en el mes de noviembre 1.378. Iban flaqueando ya hasta los más animosos y más fuertes. Y sin embargo, el impertérrito gobernador Álvarez o prendía o rechazaba con aspereza a los emisarios que el general francés le enviaba aconsejándole la rendición, aunque fuesen religiosos, de quienes aquél llegó también a valerse. Y como en la plaza oyese a uno pronunciar la palabra capitulación; «¡Cómo! le dijo con imponente acento: solo vd. es aquí cobarde. Cuando ya no haya víveres, nos comeremos a usted y a los de su ralea, y después resolveré lo que más convenga.» Y uno de aquellos días hizo publicar el bando siguiente: «Sepan las tropas que guarnecen los primeros puestos, que los que ocupan los segundos tienen orden de hacer fuego, en caso de ataque, contra cualquiera que sobre ellos venga, sea español o francés, pues todo el que huye hace con su ejemplo más daño que el mismo enemigo.»
Habíase entretanto reunido en Manresa, donde se hallaba Blake, una especie de congreso de personas notables de Cataluña, con el fin de promover un levantamiento general del Principado en favor de los de Gerona, impulsado también por la Junta Central. Mas con noticia que de esto tuvo el mariscal Augereau, apresurose a renovar los suspendidos ataques: el 2 de diciembre abrió nuevas brechas, ensanchó las que había, y se apoderó del arrabal del Carmen. Otros ataques sucesivos le hicieron dueño del reducto de la ciudad y de las casas de Gironella (7 de diciembre). El 8 tenía en su poder casi todos los fuertes exteriores, incomunicados los que quedaban, con escasísima ración de trigo para solo días, reducida ya toda la fuerza defensiva de Gerona a 1.100 hombres, o rendidos de fatiga y escuálidos, o contagiados de la enfermedad, siendo lo peor y más triste de todo que el mismo Álvarez, cuyo físico no era tan inquebrantable como su espíritu, postrado hacía cuatro días con una fiebre nerviosa, agravose tanto y considerósele en tan inmediato peligro de muerte que hubo de administrársele la Extrema-unción. En uno de los pocos intervalos que el delirio febril dejó despejadas sus potencias, había delegado el mando de la plaza en el teniente rey don Juan Bolívar (9 de diciembre); mas, como dice elocuentemente un historiador, «postrado Álvarez, postrose Gerona.» Bolívar, obrando prudentemente, congregó y consultó a una junta general. Iban ya muertas durante el sitio cerca de diez mil personas entre soldados y gente del pueblo; medios de resistencia faltaban ya de todo punto, y recibiose aviso de que los socorros del congreso catalán no podían llegar a tiempo de ser útiles. En tal conflicto, la junta, cediendo con gran pena a la dura ley de la necesidad, acordó enviar al brigadier don Blas de Fournas al campamento enemigo para tratar de capitulación; recibiole bien el general francés, y ajustose entre ambos una capitulación tan digna como había sido gloriosa la defensa.
«La guarnición saldrá con los honores de la guerra, y entrará en Francia como prisionera de guerra.– Todos los habitantes serán respetados.– La religión católica continuará siendo observada, y será protegida.– Mañana 11 de diciembre la guarnición saldrá de la plaza y desfilará por la puerta del Areny…– Fecho en Gerona, a las 7 de la noche a 10 de diciembre de 1809.» Tales fueron las bases principales de la capitulación. En las Notas adicionales que se le agregaron, se estipularon también sobre otros particulares no comprendidos en ella condiciones no menos honrosas, tales como la de que los papeles del gobierno se depositarían intactos en el archivo del ayuntamiento, la de que los empleados en el ramo político de la guerra serían declarados libres y como no combatientes, y otras semejantes. En su virtud, el día 11 entraron en la plaza los franceses, asombrados aquellos veteranos que habían hecho las grandes campañas de Napoleón al contemplar tantos escombros, tantos cadáveres, tantas muestras de heroísmo, tantos y tan asombrosos signos de una maravillosa resistencia.
Así acabó el famoso y memorable sitio de Gerona, que duró largos siete meses, en cuyo tiempo arrojaron los enemigos sobre la plaza más de 60.000 balas y 20.000 bombas y granadas, lanzadas por 40 baterías. Asombró a todo el mundo su duración, porque excedió en mucho a lo que en los tiempos modernos se calcula que pueda prolongarse la defensa de las plazas más fuertes, y maravilló más por lo mismo que era tan imperfecta y débil la de Gerona. «Dejó este sitio, dice un historiador francés conocido por enemigo de las glorias de España, un recuerdo inmortal en la historia.» Zaragoza y Gerona no han podido menos de arrancarles confesiones tan honrosas como ésta.
Pero la gran figura que se destaca siempre en el interesante cuadro de este famoso sitio, y que no es exageración comparar a las de los héroes de Homero, es la del gobernador Álvarez de Castro. Así lo comprendió la Junta Central apresurándose a decretar honores y premios a su heroico patriotismo e ínclita constancia, para él si estuviese vivo, para su familia si por desgracia hubiese muerto, que la Junta lo ignoraba entonces, y diremos luego por qué. Así lo comprendieron después las Cortes de Cádiz mandando inscribir su nombre en letras de oro en el salón de sus sesiones al lado de los de otros mártires de la libertad y de la independencia española Así lo comprendió el general Castaños haciendo colocar más adelante en el calabozo en que expiró una lápida que recordara su nombre y su trágico fin a la posteridad. Así se comprendió en nuestros mismos días dando el título de marqués de Gerona a un individuo de la familia de aquel patricio ilustre, título que sucesivamente han llevado con honra dos de sus descendientes que han ocupado distinguidos puestos en los altos cuerpos del Estado.
Ignoraba entonces la Central, y no era extraño, si Álvarez habría sucumbido de resultas de su gravísima enfermedad. No fue así, aunque a la honra de la Francia le habría sido mejor que así fuese. Contra toda esperanza se había salvado Álvarez de la enfermedad que le puso tan a las puertas del sepulcro, y el 23 de diciembre fue conducido a Francia, de donde poco tiempo le volvieron a traer a España, encerrándole en el castillo de Figueras, privándole de la asistencia de su ayudante y de sus criados. La circunstancia de haber aparecido al día siguiente expuesto su cadáver en unas parihuelas y cubierto con una sábana, sorprendió a todos, e indujo a muchos la sospecha de que tan inopinada muerte hubiera sido más violenta que natural. Desearíamos que ningún indicio hubiera podido confirmar sospecha tan terrible; mas por desgracia noticias oficiales, pedidas al parecer por el gobierno español, y fundadas en el testimonio de testigos oculares que reconocieron el cadáver, confirmaban, en vez de desvanecer, el recelo que se abrigó acerca de la muerte del héroe de Gerona{14}, sobre lo cual nos abstenemos de hacer reflexiones, propias para atormentar todo corazón sensible.
{1} Real decreto de 25 de junio de 1809, nombrando los ministros que han de componer el Consejo y Tribunal Supremo de España e Indias, creado por otro real decreto de la misma fecha.
«El Rey nuestro señor don Fernando VII, y en su real nombre la Suprema Junta Gubernativa de España e Indias, a consecuencia de lo determinado por su decreto fecho en este día, estableciendo la nueva planta del Consejo Supremo de España e Indias, ha venido en nombrar los sujetos de que debe componerse por ahora el expresado Tribunal, en la forma siguiente, por el orden y antigüedad aquí señalada: don José Joaquín Colón, decano; don Manuel de Lardizábal y Uribe; el conde del Pinar; don Francisco Requena; don José Pablo Valiente; don Sebastián de Torres; don Antonio Ignacio Cortavarría; don Ignacio Martínez de Villela; don Antonio López Quintana; don Miguel Alfonso Villagómez; don Tomás Moyano; don Pascual Quílez Talón; don Luis Meléndez Bruna; don Juan Miguel Pérez Tafalla, y don Ciriaco González Carvajal: para fiscales a don Nicolás María de Sierra y don Antonio Cano Manuel: para una de las secretarías generales del mismo Consejo a don Esteban Varea, encargándose por ahora del despacho de ambas. Y habiendo tenido a bien establecer una contaduría general para las dos Américas, ha nombrado por contador general a don José Salcedo. Y en atención a las actuales circunstancias disfrutarán por ahora todos los expresados ministros individuos del Consejo el mismo sueldo que gozaba respectivamente cada uno por sus anteriores destinos. Tendreislo entendido, y dispondréis lo conveniente a su cumplimiento.– El Marqués de Astorga, Presidente.– En el Alcázar de Sevilla a 25 de junio de 1809.– A don Benito Ramón de Hermida.»
{2} Real decreto de 2 de mayo de 1809.
Art. I. Serán confiscados todos los bienes, derechos y acciones pertenecientes a todas las personas de cualquiera estado, calidad o condición que fueren, que hayan seguido y sigan el partido francés, y señaladamente los de don Gonzalo de O’Farrill, de don Miguel José de Azanza, del marqués Caballero, del conde de Campo de Alange, del duque de Frías, del conde de Cabarrús, de don José Mazarredo, de don Mariano Luis de Urquijo, del conde de Montarco, de don Francisco Xavier Negrete, de los marqueses de Casacalvo, de Vendaya, de Casa Palacios y de Monte-Hermoso, de don Manuel Romero, de don Pablo de Arribas, de don José Marquina y Galindo, del marqués de San Adrián, de don Tomás de Morla, de don Manuel Sixto Espinosa, de don Luis Marcelino Pereira, de don Juan Llorente, de don Francisco Gallardo Fernández, del duque de Mahón, de don Francisco Amorós, y de don José Navarro Sangran, cuyos sujetos, por notoriedad, son tenidos y reputados por reos de alta traición.
II. Cualquiera de ellos que sea aprehendido será entregado como tal al Tribunal de seguridad pública, para que sufran la pena que merecen sus delitos.
{3} Todas las contestaciones que sobre esto mediaron, y que no hacemos sino extractar muy sucintamente, constan de la correspondencia oficial que se conserva y hemos visto. Prolijos documentos de estos se hallan copiados en algunas historias y memorias francesas.
{4} He aquí cómo se explicaba acerca de esto el mismo Wellesley en su correspondencia. «Hace tiempo estoy pensando (le decía a su amigo Jorge Williers) que un ejército inglés no podría sufrir ni los triunfos ni los reveses, y la conducta reciente de los soldados del que mando me prueba claramente lo exacto de mi opinión en cuanto al triunfo, pues han saqueado el país del modo más horrible… Entre otras cosas se han apoderado de todos los bueyes, sin más objeto que venderlos a la misma población que han robado. Os agradecería infinito manifestaseis este hecho a los ministros de la regencia, &c.»
Y al vizconde Castlereagh, secretario de Estado: «No puedo prescindir de volver a llamar vuestra atención sobre el estado de indisciplina en que se encuentra este ejército… Me sería imposible describiros todos los desmanes y violencias que cometen nuestras tropas. Apenas se separan de ellas sus oficiales, o por mejor decir los jefes de cuerpo o los oficiales generales, cuando se entregan a todo género de excesos… no recibo un pliego, un correo que no me traiga relación de ultrajes cometidos por los soldados…»
«Y cannot, with propriety, omist to draw your attention a gain to the of discipline of the army, which is a subject of serious concern to me, and well deserves the consideration of his Majesty’s Ministers, &c.»
{5} Respecto al cómputo número de las fuerzas respectivas que entran en una batalla formal, hay por desgracia casi siempre bastante divergencia así en los partes oficiales de los jefes como en las historias de pueblos o partidos interesados en la lucha, disminuyendo las propias y aumentando las contrarias. En este, como en los infinitos casos análogos, es difícil al historiador desapasionado averiguar la verdad con exactitud, por más datos que consulte, y por más que coteje los que en opuesto sentido suministra cada parte. Los franceses confiesan haber llevado a esta batalla 45.000 hombres: calculan en 66.000 el ejército anglo-hispano, sin contar el cuerpo que mandaba Venegas, si bien añaden, con cierto aire de desprecio al ejército español, que de ellos solo 20.000 eran verdaderos soldados: tanto peor para ellos, si por tales soldados eran vencidos. Excusado es decir que tenemos la cifra que fijamos, si no por rigurosamente exacta, al menos por la más verosímil.
{6} Fue esta batalla causa de muchas y muy graves discordias entre los franceses. No solo hubo acres y mutuas increpaciones sobre la retirada ente Víctor y Sebastiani, sino también entre el mariscal Víctor y el rey José, asegurando aquél haberlo hecho por orden de este, negando éste haber dado semejante orden. Por otra parte, Napoleón reconvino agria y duramente a su hermano José por sus disposiciones para la batalla, y entre otras cosas decía, el plan de hacer venir a Soult sobre Plasencia era fatal y contra todas las reglas, que tenía todos los inconvenientes y ninguna ventaja, y concluía diciendo: «No se entiende una palabra de los grandes movimientos de la guerra en Madrid.» Pero añaden, que cuando José fue a París al bautizo del rey de Roma, tuvo con Napoleón una larga conferencia sobre esta batalla de Talavera, y que en ella le convenció de la conveniencia de su plan, tanto que le dijo el emperador: «Pues ahora digo que no debiste contentarte con dar a Soult la orden de marcha por medio del general Foy, sino que debiste enviarle dos, tres, cuatro oficiales, y exigir que uno de sus propios ayudantes de campo no volviese sino con el cuerpo de ejército del duque de Dalmacia.»– Sobre los muchos documentos que sobre este asunto hemos visto, y los muy curiosos que se encuentran en las Memorias del rey José, también Thiers puso al final del tomo XI de la Historia del Imperio un apéndice con el título de Documentos sobre la batalla de Talavera.– Todo lo cual prueba la importancia que ellos dieron a este hecho de armas, y el dolor que les causó no haber triunfado en él, así como se ve por sus historias la violencia que les cuesta reconocer, no que confesar, que fuese victoria la que consiguió el ejército anglo-hispano. Todos se culpan recíprocamente, todos se quejan del mal éxito de aquella jornada, y nadie se lamenta de lo que le ha salido bien.
{7} La proclama decía, entre otras cosas: «Pero lo que era imposible prever es la batalla de Almonacid. Con efecto, ¿cómo se había de creer que ese ejército de la Mancha, aunque su fuerza consistía en 40.000 hombres, tuviese no obstante la osadía de reunirse y marchar sobre Toledo…? La victoria no ha estado largo rato indecisa. Generales, soldados, caballería, infantería, todo ha sido envuelto en una derrota completa. Ya han caído en nuestro poder treinta cañones, cien carros de municiones y otros doscientos de equipajes. El enemigo ha perdido tres mil muertos, crecidísimo número de heridos, cuatro mil prisioneros, y muchas banderas. Todo cuanto ha podido salvarse del campo de batalla está dispersado, y ya no existe cono cuerpo militar.»– Gaceta de Madrid del 15 de agosto.
Exagerada y jactanciosa hemos llamado esta proclama, y lo vamos a demostrar por las mismas Memorias del rey José. Las fuerzas españolas que la Proclama hacia subir a 40.000 hombres, en las Memorias no llegaban a 30.000. Los treinta cañones cogidos, según la Proclama, en las Memorias son diez y seis. Los cien carros de municiones de la Proclama, se reducen en las Memorias a treinta y uno. De los doscientos de equipajes no se hace mención en las Memorias. La pérdida de hombres que por la Proclama fue de siete mil, sin contar crecidísimo número de heridos, en las Memorias no pasa entre todos de cuatro mil. Memorias del rey José, tomo VI, pág. 256.
{8} Thiers, Historia del Imperio, lib. XXXVI.
{9} Como lo hizo lord Londonderry en su Narración de la guerra peninsular, vol. I, cap. 17.
{10} Hemos mencionado estos decretos por el orden con que se fueron publicando en las Gacetas de Madrid del 18 al 23 de agosto.
{11} Como una bala derribara al foso la bandera española que tremolaba en uno de los ángulos, el subteniente don Mariano Montoro tuvo el admirable arrojo de bajar a recogerla, subir por la brecha misma, y enarbolarla de nuevo. Hechos parciales de asombroso valor personal, parecidos a éste, se vieron bastantes en este célebre sitio.
{12} Había en efecto este generoso patricio levantado en su país natal un regimiento con el nombre de Cazadores de Orihuela, que los soldados llamaban voluntarios de Pino-Hermoso, cuyo cuerpo pereció casi todo en Zaragoza, y en el cual hicieron sus primeras armas algunos que llegaron después a los más altos empleos de la milicia. El conde, que comenzó costeando de su patrimonio el mantenimiento de sus voluntarios, hizo más adelante el donativo de todas sus rentas a la nación; cuyo patriótico desprendimiento y cuyos servicios no impidieron que en 1814 se le persiguiera y encausara por sus opiniones, como a tantos otros buenos españoles. De nuevo molestado después de la reacción de 1823, abrumado de disgustos, menguada su hacienda, y perdida su salud, murió en 1828 en Alicante, donde había sido comandante general, sin que el gobierno permitiese siquiera poner sobre su féretro la espada que voluntariamente había desenvainado y con tanto desinterés blandido en defensa del trono y de la independencia de la patria.
{13} He aquí el precio de los artículos, desde el más módico hasta el más subido, según testimonio librado por el comisario don Epifanio Ignacio de Ruiz, capitán de la tercera compañía de la Cruzada Gerundense, advirtiendo que el tocino y las carnes de vaca, caballo y mulo, mientras duraron, se conservaron a un precio regular, del que no permitió exceder el gobierno. Los de los demás comestibles fueron los siguientes:
Precios módicos | Precios subidos | |
Una gallina… | 14 rs. | 320 rs. |
Una perdiz… | 12 | 80 |
Un gorrión… | 2 cuartos | 4 |
Un pichón… | 6 rs. | 40 |
Un ratón… | 1 | 5 |
Un gato… | 8 | 30 |
Un lechón… | 40 | 200 |
Bacalao, la libra… | 18 cuartos | 32 |
Pescado del Ter, la libra… | 4 rs. | 36 |
Aceite, la medida… | 20 cuartos | 24 |
Huevos, la docena… | 24 | 96 |
Arroz, la libra… | 12 | 32 |
Café, la libra… | 8 rs. | 24 |
Chocolate, la libra… | 16 | 64 |
Queso, la libra… | 4 | 40 |
Pan, la libra… | 6 cuartos | 8 |
Una galleta… | 4 | 8 |
Trigo candeal, la cuartera… | 80 rs. | 112 |
Id. mezclado, la cuartera… | 64 | 96 |
Cebada, la cuartera… | 30 | 56 |
Habas, la cuartera… | 40 | 80 |
Azúcar, la libra… | 4 | 24 |
Velas de sebo, la libra… | 4 | 10 |
Id. de cera, la libra… | 12 | 32 |
Leña, el quintal… | 5 | 40 |
Carbón, la arroba… | 5 ½ | 40 |
Tabaco, la libra… | 24 | 100 |
Por moler una cuartera de trigo… | 3 | 30 |
{14} En 31 de marzo de 1810 pasó el intendente Beramendi desde Tortosa al marqués de las Hormazas la comunicación siguiente:
«Excmo. señor.– Por el oficio de V. E. de 26 de febrero próximo pasado que acabo de recibir, veo ha hecho V. E. presente al Supremo Consejo de Regencia de España e Indias el contenido de mi papel de 4 del mismo, relativo al fallecimiento del Excmo. señor don Mariano Álvarez, digno gobernador de la plaza de Gerona, y que en su vista se ha servido S. M. resolver procure apurar cuanto me sea posible la certeza de la muerte de dicho general, avisando a V. E. lo que adelanté, a cuya real orden daré el cumplimiento debido, tomando las más eficaces disposiciones para descubrir el pormenor y la verdad de un hecho tan horroroso; pudiendo asegurar entretanto a V. E. por declaración de testigos oculares la efectiva muerte de este héroe en la plaza de Figueras, a donde fue trasladado desde Perpiñán, y donde entró sin grave daño en su salud, y compareció cadáver, tendido en una parihuela al siguiente día, cubierto con una sabana, la que destapada por la curiosidad de varios vecinos, y del que me dio el parte de todo, puso de manifiesto un semblante cárdeno e hinchado, denotando que su muerte había sido la obra de pocos momentos; a que se agrega que el mismo informante encontró poco antes en una de las calles de Figueras a un llamado Rovireta, y por apodo el fraile de San Francisco, y ahora canónigo dignidad de Gerona nombrado por nuestros enemigos, quien marchaba apresuradamente hacia el castillo, a donde dijo «iba corriendo a confesar al señor Álvarez porque debía en breve morir.»– Todo lo que pongo en noticia de V. E. para que haga de ello el uso que estime por conveniente. Dios guarde a V. E. muchos años. Tortosa 31 de marzo de 1810.– Excmo. señor.– Carlos de Beramendi.– Excmo. señor marqués de las Hormazas.»