Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo IX
Invasión de Andalucía
La Regencia
1810 (de enero a junio)
Grandes refuerzos que reciben los ejércitos franceses.– Proyectos de Napoleón anunciados al Senado.– Causas que le impiden volver a España.– Desacuerdos entre Napoleón y José.– Adóptase el plan de campaña de éste.– Marcha a Andalucía con 80.000 veteranos.– Paso de Sierra-Morena.– Completa dispersión del ejército español en las Navas de Tolosa.– Inúndanse de franceses las dos Andalucías.– Apurada situación de la Junta Central en Sevilla.– Refúgiase a la costa.– Conmoción en Sevilla y sus causas.– Avanza Sebastiani por Jaén a Granada y Málaga; Víctor y Mortier por Andújar a Córdoba y Sevilla.– Diestra y oportuna evolución del duque de Alburquerque con su división.– Salva con ella al gobierno supremo.– Entra el mariscal Víctor en Sevilla.– Prosigue a la isla de León.– Detiénele Alburquerque.– Insurrección y desordenes en Málaga.– Nómbrase a Blake general en jefe del llamado ejército del centro.– Disuélvese la Suprema Junta Central.– Fórmase la Regencia del reino y se establece en la Isla de León.– Manifiesto que publica.– Regentes.– Instrucción sobre convocatoria y celebración de las Cortes.– Reglamento para la regencia.– Juramento de los regentes.– Espíritu del Consejo de Estado: consultas e informes notables.– Melancólico cuadro del estado de España al instalarse la Regencia.– La Junta de Cádiz.– Persecución contra los centrales y arresto de algunos.– Influencia del Consejo en la Regencia.– Suspéndese la reunión de Cortes.– Organización de fuerzas marítimas y terrestres.– Bloquean los franceses la isla Gaditana.– Intiman la rendición a Cádiz.– Firmes y vigorosas respuestas de la ciudad y de los generales españoles.– Prudente plan de defensiva.– Auxilio de ingleses.– Obras de fortificación.– Ataques recíprocos.– Blake general en jefe de ambos ejércitos.– Nombramiento de generales, y planes de campaña para el resto de la península.– Trasládase la Regencia a Cádiz.– Lo que hizo en todo este período.– El intruso rey José pasea como en triunfo las Andalucías.– Sus decretos de administración y gobierno.– Napoleón distribuye los ejércitos de España y dispone de esta nación como si fuese el soberano de ella.– Profundo disgusto y amargura del rey José.– Hondas disidencias entre los dos hermanos.– Proyectos de Napoleón sobre las provincias del Ebro.– José, lleno de pena, abandona la Andalucía y regresa a Madrid.
Nada se veía, al comenzar el año 1810, que diera esperanzas ni presentara síntomas de que pudiesen aclarar, ni menos disiparse las negras nubes que encapotaban el horizonte de España. Por el contrario todo anunciaba que iban a condensarse más. Ya en 27 de setiembre (1809) había prevenido Napoleón al ministro de la Guerra desde Schœnbrunn que enviase a París las tropas que marchaban al Norte, como también las que existían en los depósitos, pues me propongo, decía, hacer que todas ellas desfilen hacia España, para acabar pronto por aquel lado.» Firmada la paz de Viena (14 de octubre de 1809), y prosiguiendo en su propósito de terminar pronto la guerra de España, mandó dirigir hacia los Pirineos una considerable masa de fuerzas, que no bajaron de 100.000 soldados, y pensaba elevar a 150.000{1}, para reforzar a los 250.000 que operaban ya en la Península, para cuya conquista había creído antes que le bastaban menos de una docena de regimientos. A su regreso de Alemania a París anunció al Senado que pensaba venir él mismo a terminar prontamente esta lucha que tanto contra sus cálculos se prolongaba.
Y habríalo acaso realizado, a no embarazarle y detenerle negocios graves y de trascendencia suma, a la vez domésticos y políticos. Pertenece a los primeros su famoso divorcio de la emperatriz Josefina, de antes pensado, y verificado ahora (15 de diciembre, 1809), retirándose en su virtud aquella señora a la Malmaison con el título y honores de emperatriz coronada: divorcio hecho por razón de estado, con el propósito y fin de ver de asegurar la sucesión directa, y afirmar así su estirpe en el trono imperial, enlazándose con una princesa de las viejas dinastías de Europa. Puso pues primeramente sus puntos en la corte de Rusia, viniendo al fin a realizar su segundo matrimonio con la archiduquesa María Luisa, hija del emperador José II de Austria. Los sucesos dirán si de este enlace recogió el fruto que había entrado en sus designios y servido de móvil a resolución tan extraña, ruidosa y atrevida. Este y otros negocios graves impidieron su venida a España, pero las tropas fueron entrando.
Desacordes en muchas cosas los dos hermanos Napoleón y José, estábanlo también en el plan de la campaña que había de emprenderse. Napoleón, cuyo pensamiento, cuyo afán, y podríamos decir cuya perpetua pesadilla era destruir a los ingleses, quería que el grueso de las tropas se emplearan con preferencial en perseguirlos hasta acabarlos, o por lo menos hasta arrojarlos de España. Era el empeño, y como el capricho de José invadir primero y dominar las Andalucías. Esta vez Napoleón condescendió con los deseos de su hermano, calculando que si José penetraba en Andalucía con 70.000 veteranos reunidos cerca de Madrid, pronto se podrían destacar 30.000 de ellos para Portugal por la izquierda del Tajo, mientras por la derecha marcharía Massena con 60.000 hombres de Ney y de Junot, 15.000 de la guardia, y además 10.000 jinetes, a cuya masa de fuerzas sería imposible a los ingleses resistir, y forzados a embarcarse, podría ser ésta la última campaña de la guerra española. Una vez consentido el plan de José, prescribiole el emperador la manera de ejecutarle, a saber; que llevara a la empresa los cuerpos 1.º, 4.º y 5.º mandados por Víctor, Sebastiani y Mortier, dejando el 2.º que guiaba Reynier junto al Tajo en observación de los ingleses; con cuyos cuerpos, la reserva de Dessoles, los dragones y la guardia, reunía una masa de 80.000 hombres. Era mayor general y el verdadero caudillo de este ejército el mariscal Soult. Sebastiani con el 4.º cuerpo se dirigía por San Clemente y Villamanrique a penetrar por la izquierda de la garganta principal de Despeñaperros; Mortier con el 5.º marchaba por el camino real al puerto mismo de aquel nombre, y Víctor con el 1.º bajaría a la derecha por Almadén al Guadalquivir entre Bailén y Córdoba.
Con arreglo a este plan, y después de haber hecho José grandes y muy costosos preparativos, salió de Madrid llevando consigo cuatro de sus ministros, doce consejeros de Estado y mucha servidumbre. El 15 de enero (1810) llegó a la entrada de los desfiladeros de Sierra-Morena. Las fuerzas españolas que, como dijimos atrás, después de la derrota y dispersión de Ocaña apenas se habían podido reunir en número de 25.000 hombres al abrigo de los numerosos pliegues de la cordillera, todavía al mando de Areizaga, repartidas en tres grupos principales, ocupaban tres puntos casi cara a cara de los escogidos por los franceses para la invasión, Almadén, Villamanrique y Despeñaperros. Una división destacada del ejército de Castilla a las órdenes de Alburquerque situada en las riberas del Guadiana, era la encargada de proteger a Zerain, y marchar en un caso a cubrir a Sevilla. Ya el día mismo que llegó José a las faldas de la Sierra, la división española de Almadén mandada por don Tomás de Zerain había tenido que replegarse acometida por el mariscal Víctor. El 20 de enero se dispusieron el 5.º cuerpo francés y la reserva a atacar el puerto del Rey y el de Despeñaperros, que el vulgo consideraba como un antemural inexpugnable. Y en verdad casi habría podido serlo, a haber practicado en él otras obras de defensa, y no que se reducían a varias cortaduras y minas, con algunas baterías, en los pasos más peligrosos. Estaban allí apostadas, desde la venta de Cárdenas hasta Santa Elena, las divisiones de vanguardia, y 1.ª, 3.ª y 4.ª, a las ordenes de Zayas, Lacy, Girón, y González Castejón. La 2.ª a las de Vigodet se hallaba situada en Venta Nueva.
Atacado primeramente el puerto del Rey, los españoles que le defendían cedieron fácilmente y se dispersaron por las Navas de Tolosa, teatro en otros tiempos de uno de los hechos más grandes y más gloriosos de nuestra patria. Casi al mismo tiempo otra brigada francesa se encaramaba atrevidamente y penetraba por entre el puerto del Muradal y el de Despeñaperros, hasta colocarse a espaldas de los puestos y trincheras españolas. Con noticia de esto el mariscal Mortier abordó de frente la calzada de Despeñaperros, donde estaban las cortaduras y las minas; algunas de estas reventaron, pero hicieron poco estrago y no obstruyeron el camino; de modo que avanzando los franceses con resolución, y huyendo los nuestros de cumbre en cumbre, dejaron en poder de aquellos 15 cañones y bastantes prisioneros. En la tarde del 20 todo el ejército francés había franqueado aquellos desfiladeros formidables que se miraban como el inexpugnable murallón que resguardaba la Andalucía. Todo fue desolación y lástima por parte de los nuestros. El general en jefe Areizaga, con algunos oficiales y grupos de soldados, no paró en su fuga hasta ponerse del otro lado del Guadalquivir. Las divisiones de Zerain y de Copons corrieron también: la de Vigodet, que durante algunas horas se había resistido vigorosamente en Venta Nueva y Venta Quemada, desordenose por último y se desbandó, en términos que viéndose Vigodet casi solo, se encaminó a Jaén, donde encontró ya a Girón, a Lacy, y al mismo Areizaga, todos en situación no menos congojosa que la suya. Castejón había caído prisionero de Sebastiani, con bastantes soldados y oficiales. Los que se salvaron en la derecha de la Sierra y tiraron hacia Córdoba, no contemplándose ya seguros ni allí ni aún en Sevilla, no pensaron en menos que en refugiarse dentro de los muros de Cádiz.
Triunfantes y sin obstáculo que los detuviera los franceses, avanzaron progresivamente a la Carolina, a Bailén y a Andújar, sitios memorables, donde hacía año y medio habían recogido los nuestros tantos laureles que las desventuras de este día marchitaron, ya que secarse no pudieran nunca. Sucesivamente se fueron reuniendo José y sus generales en Andújar, desde cuyo punto Dessoles con la reserva tiró hacia Baeza; Sebastiani prosiguió a Jaén, donde, espantados los nuestros, cogió los cañones y demás aprestos que había para formar un campo atrincherado (23 de enero); Víctor se encaminó a Córdoba, donde a muy poco le siguieron José, Soult y Mortier. Con general extrañeza, y con sorpresa del mismo José, fue éste recibido con plácemes en aquella ciudad, y agasajado con fiestas públicas. Detuviéronse no obstante algunos días no más allí y en sus alrededores, porque de Sevilla recibían noticias que les anunciaban una rendición inmediata. Con tal motivo José determinó hacer alto en Carmona, calculando que mejor que tomar la ciudad por la fuerza sería aguardar el resultado de las relaciones secretas que para su rendición habían entablado sus ministros O'Farril, Urquijo y Azanza con los amigos que en Sevilla tenían. El único cuerpo de nuestras tropas que se conservaba entero era la división del duque de Alburquerque, compuesta de 8.000 infantes y 600 caballos, que, como indicamos atrás, se trasladó por orden de la Junta de las orillas del Guadiana a las del Guadalquivir, cuyo río cruzó en las barcas de Cantillana: escasísima fuerza para proteger ella sola al gobierno; y aunque se mandó unírsele los restos de las divisiones Zerain y Copons, éstos no pararon, los unos hasta el condado de Niebla, los otros hasta Cádiz.
La Junta Suprema que aun antes de verificarse la entrada de los franceses en Andalucía previó el gravísimo peligro en que iba a verse, había dado ya un decreto (13 de enero), anunciando que para el 1.º del mes próximo se hallaría reunida en la Isla de León con objeto de arreglar la apertura de las Cortes acordada para el mes siguiente, aunque quedando todavía en Sevilla algunos vocales para el despacho de los negocios más precisos. Todo el mundo comprendió que esta medida, por legítimo que fuese el objeto con que se procuraba cohonestarla, era solo hija de miedo; lo cual unido al poco prestigio de que gozaba ya la Central, previno mucho el espíritu del país en contra de los vocales. El Consejo se empeñaba también en acompañar a la Junta, no queriendo permanecer en Sevilla un solo día después que aquella partiese, sobre lo cual hubo contestaciones largas y algo desabridas entre ambas corporaciones{2}. Según que fue arreciando la tormenta y estrechando el peligro, fueron saliendo de la ciudad los individuos del gobierno, unos de noche, de madrugada otros, verificándolo los últimos la mañana del 24. Los que hicieron su viaje por agua no sufrieron contratiempo alguno; no así los que caminaron por tierra. Encontraron éstos los pueblos del tránsito conmovidos y alborotados; viéronse en inminente riesgo las vidas de algunos, entre ellos el presidente que era de la Junta, arzobispo de Laodicea, y el marqués de Astorga que lo había sido, salvándose en Jerez como por milagro.
Del espíritu de sedición y de enemiga contra los centrales que dominaba dentro de la misma Sevilla, y a cuya instigación o influjo se atribuían también los atentados de fuera, dio testimonio el alboroto que en el mismo día 24 se movió en la ciudad no bien había acabado de salir el gobierno supremo. Aunque a la Central se le había dado conocimiento de que los principales promovedores de aquellos manejos eran los presos Palafox y Montijo, en la turbación de aquellos momentos quedose sin ejecución la orden que había dado de sacarlos de Sevilla. A favor del motín popular salieron de la prisión, y fueron agregados a la Junta, que de provincial que era, se erigió a sí misma en Suprema nacional. Se nombró presidente de ella a don Francisco Saavedra, y se formó de entre sus individuos una junta militar, en que entraron los generales Eguía y Romana, y fue la que en aquellos días ejerció el verdadero, aunque efímero poder. Aquel mismo día nombró general en jefe del ejército de la izquierda al marqués de la Romana en reemplazo del duque del Parque, y dio a don Joaquín Blake el mando del que todavía se llamaba ejército del centro, aunque en realidad ya no existía, quedando de segundo suyo Areizaga. En vano intentó la nueva junta alentar a los sevillanos a la defensa de sus hogares: la ciudad no era susceptible de defensa seria, y el mismo conde del Montijo, que era el más revolvedor, la abandonó el 26 so pretexto de ir a desempeñar una comisión cerca del general Blake.
En tanto que esto pasaba en Sevilla, los franceses iban avanzando sin obstáculo. El general Sebastiani, dueño ya de Jaén, prosiguió camino de Granada, donde entró el 28 (enero), saliendo a recibirle una diputación, mostrándosele sobradamente sumiso y hasta obsequioso el clero, es de pensar que por miedo y no por afición, y uniéndosele el regimiento suizo de Reding. De las reliquias de nuestro destrozado ejército que por aquellas partes huían, la caballería mandada por Freire fue alcanzada por una columna francesa más allá de Alcalá la Real, y rota y dispersa en su mayor parte. La artillería que había salido de Andújar, en número de 30 piezas, dio con otra columna enemiga en Isnallor, cinco leguas de Granada, y como no llevase ni infantes ni jinetes que la protegieran, quedó en poder del general francés Peyremont, salvándose los artilleros en los caballos de tiro.
Por la otra parte, de orden del rey José avanzaban Víctor y Mortier con los cuerpos 1.º y 5.º en dirección de Sevilla. Cerca de Écija tropezaron con las guerrillas de caballería del duque de Alburquerque. Este general, temeroso de que los franceses se interpusieran entre Sevilla y la Isla de León, fue bastante previsor para evitarlo, adelantándose a ellos, ganando a Jerez, donde reunió todas sus tropas, y entrando en aquella población al principiar febrero, sin ser muy incomodado en su marcha, llegando así a tiempo de proteger el baluarte en que se habían de cobijar por algún tiempo la libertad y la independencia de España. Por lo que hace a la nueva Junta Suprema de Sevilla, corta y efímera fue su duración, porque al aproximarse los franceses casi todos sus individuos desaparecieron. La población en verdad no era defendible, a pesar de lo que en obras de fortificación se había indiscretamente gastado; así que, al ver al mariscal Víctor en ademán de acometerla, le fueron enviados parlamentarios (31 de enero), los cuales accedieron a franquearle la entrada, no ya con las condiciones que ellos pretendían, sino con las que el mariscal francés les propuso, a saber; seguridad a los habitantes y a la guarnición, indulgencia y disimulo respecto a opiniones y actos contrarios al rey José, anteriores a aquel día, no exigir contribución alguna ilegal, y otras concesiones, varias de las cuales, como era de temer, no se cumplieron. La corta guarnición que había salió aquella noche camino del condado de Niebla, el mismo que tomaron también los individuos de la Junta que aun quedaban, y que después constituyeron en Ayamonte la legítima junta provincial. Hizo pues su entrada en Sevilla el mariscal Víctor el 1.º de febrero, y surtiose en aquella rica ciudad, no solo de pertrechos de guerra, y de gran número de cañones de aquella hermosa fábrica, sino también de azogues y tabacos que constituían una gran riqueza, y que probaban la imprevisión de una y otra junta, y el desgobierno en que la ciudad había estado.
A los pocos días, y contando con que la reserva mandada por Dessolles que se hallaba en Córdoba llegaría pronto a Sevilla, prosiguió él con su primer cuerpo en dirección de la isla Gaditana, donde por fortuna se había adelantado, según dijimos, el duque de Alburquerque, teniendo que limitarse el cuerpo de Víctor a ocupar las cercanías y a establecer una especie de bloqueo. De las fuerzas francesas que habían invadido aquella parte de Andalucía, el 5.º cuerpo que guiaba Mortier tomó la vuelta de Extremadura a excepción de una brigada que dejó en Sevilla. Diose la mano con el 2.º cuerpo mandado por Reynier, llegó a amenazar a Badajoz, y como no hallase esta plaza dispuesta a rendirse, se fijó en Llerena.
Tampoco Sebastiani se estuvo quieto en Granada; y como si la riqueza de Málaga y la importancia de su puerto no fueran bastante incentivo para que él no descuidara apoderarse de aquella ciudad, sirviole también de espuela una insurrección contra los franceses en mal hora en ella movida por un coronel, natural de la Habana, llamado don Vicente Abelló, hombre a quien sobraba ardor y faltaban tacto y prudencia. Así fue que no se le juntaron personas principales, y sí gente del pueblo, inconsiderada y propensa a desordenes y tropelías, que cometieron en número no escaso, tanto en la ciudad como en Vélez-Málaga, cuyo alzamiento fueron a promover{3}. Allá se encaminó Sebastiani por Loja y Antequera. En el estrecho del puerto llamado Boca del Asno deshizo unos pelotones de paisanos armados que pretendían impedirle el paso, y cerca de Málaga arrolló la gente colecticia que capitaneaba el mismo Abelló, entrando todos revueltos y confundidos en la ciudad. Caro costó a la población el inoportuno alzamiento; además del saqueo de la soldadesca, y de las riquezas de todo género de que se apoderaron los invasores, impúsole el general una contribución de 12.000.000 de reales, pagaderos cinco de ellos en el acto. No estuvo menos duro Sebastiani con las personas que cogió de las que habían hecho más papel entre los insurrectos: con la horca castigó al capuchino Fr. Fernando Berrocal y algunos otros. Al fin Abelló logró refugiarse en Cádiz, donde estuvo mucho tiempo preso, hasta que le dieron libertad las Cortes.
Dijimos que la última junta de Sevilla en los días de su precario mando había nombrado a don Joaquín Blake general en jefe de aquellas tristes y escasas reliquias a que se daba todavía el nombre de ejército del centro. Blake recibió este nombramiento al llegar a Guadix, cuando viniendo de Cataluña con licencia de la Central pasaba a Málaga con objeto de reponerse de las fatigas y penalidades de la guerra. Entre las muchas pruebas de patriotismo que dio aquel benemérito general, ninguna ciertamente tan grande como el sacrificio de aceptar en circunstancias tan calamitosas el mando de un ejército imaginario. Magnánima y altamente patriótica fue su resolución. El día que la tomó, reducíase aquél a un batallón de guardias españolas mandado por el brigadier Otedo, y a algunos caballos que había conservado Freire. De los generales que mandaban en Sierra-Morena, solo se le incorporó Vigodet. La primera revista de este exiguo fragmento de ejército la pasó en el atrio de una iglesia de Guadix. Pero ocupose con ahínco en recoger dispersos, repartió ordenes y proclamas por todas partes, y fue asombroso resultado de su celo el tener a los quince días reunidos 4.000 infantes y 800 caballos, bien que desnudos y sin armas, sin víveres y sin cañones. Su primer cuidado fue poner esta corta fuerza a cubierto de los enemigos que ocupaban el reino de Granada, a cuyo fin la trasladó a Huercal-Overa, pueblo situado en la frontera de Granada y Murcia, desde donde luego pasó a Vélez-Rubio.
Veamos ya qué había sido de la dispersa Junta Central, y la nueva forma que se dio al gobierno supremo de España.
Reunidos en la Isla de León los individuos de la Junta emigrados de Sevilla, resolvieron al fin desprenderse del mando y trasmitir el gobierno superior de la nación a una nueva autoridad con el título de Supremo Consejo de Regencia (29 de enero, 1810). Las causas que los movieron a tomar aquella resolución antes de la reunión de las Cortes, las expresaron bien ellos mismos en el Manifiesto que publicaron aquel mismo día. «Bien convencida estaba la Junta, decían entre otras cosas, de cuán necesario era reconcentrar más el poder... En la ocasión presente parecía del todo inoportuno, cuando las Cortes anunciadas estaban ya tan próximas... Mas los sucesos se han precipitado de modo que esta detención, aunque breve, podría disolver el estado, si en el momento no se cortase la cabeza al monstruo de la anarquía...» Y luego: «Mas nada bastaba a contener el odio que antes de su instalación se había jurado a la Junta. Sus providencias fueron siempre mal interpretadas y nunca bien obedecidas. Desencadenadas con ocasión de las desgracias públicas todas las pasiones, han suscitado contra ella todas las furias que pudiera enviar contra nosotros el tirano a quien combatimos. Empezaron sus individuos a verificar su salida de Sevilla con el objeto tan público y solemnemente anunciado de abrir las Cortes en la Isla de León. Los facciosos cubrieron los caminos de agentes, que animaron los pueblos de aquel tránsito a la insurrección y al tumulto, y los vocales de la Junta suprema fueron tratados como enemigos públicos, detenidos unos, arrestados otros, y amenazados de muerte muchos, hasta el presidente. Parecía que dueño ya de España era Napoleón el que vengaba la tenaz resistencia que le habíamos opuesto. No pararon aquí las intrigas de los conspiradores... &c.»
Nombrose pues el Consejo de Regencia, compuesto de cinco individuos, que lo fueron, el obispo de Orense don Pedro de Quevedo y Quintano, el consejero de Estado don Francisco de Saavedra, el general don Francisco Javier Castaños, el de Marina don Antonio Escaño, y don Esteban Fernández de León. Mas como uno de los vocales hubiera de ser de las provincias de Ultramar, y este último no hubiera nacido en América, aunque fuese de familia ilustre allí establecida, fue luego reemplazado por don Miguel de Lardizábal y Uribe, natural de Nueva España. Los individuos de la Junta acordaron excluirse a sí mismos de estos nombramientos, y disolverse la Central, no quedando siquiera como cuerpo deliberante ni aun consultivo al lado de la Regencia hasta la reunión de las Cortes, como había propuesto don Lorenzo Calvo de Rozas.
Al decreto de formación de la Regencia acompañaba una instrucción sobre el modo como se habían de convocar y celebrar las Cortes, la representación que en ellas habían de tener las provincias de América y Asia, la manera como se habían de nombrar los diputados de aquellos dominios, así como los de las provincias de España ocupadas por los enemigos, el nombramiento de una diputación llamada de Cortes, compuesta de ocho personas, que sustituyeron a la anterior comisión nombrada por la Central, la división en dos estamentos, uno popular o de procuradores, y otro de dignidades, en que entrarían los prelados y grandes del reino, la manera de hacerse la apertura del solio, de discutirse, aprobarse y sancionarse las proposiciones, y hasta la duración que las Cortes podrían tener{4}. Se formó además un reglamento a que había de ajustarse la Regencia; y al dar posesión a los regentes, al juramento que se les exigía de conservar la religión católica de España, y de no perdonar medio para arrojar de ella a los franceses, y volver a Fernando VII al trono de sus mayores, se añadía: «¿Juráis no reconocer en España otro gobierno que el que ahora se instala, hasta que la legítima congregación de la nación en sus Cortes generales determine el que sea más conveniente para la felicidad de la patria y conservación de la monarquía?– ¿Juráis contribuir por vuestra parte a la celebración de aquel augusto congreso en la forma establecida por la Suprema Junta, y en el tiempo designado en el decreto de creación de la regencia?...– ¿Juráis la observancia del presente reglamento?»{5}
Todos estos documentos se trasmitían al Consejo de España e Indias en que, como hemos dicho, se habían refundido todos los Consejos, así como se le notificó la instalación de la Regencia, a fin de que expidiese la correspondiente real cédula para su cumplimiento y observancia en el reino. Aquella corporación, que tanto había clamado y trabajado por la disolución de la Central y porque se pusiera y concentrara el gobierno supremo de la nación en uno o en pocos regentes, aplaudía y ensalzaba esta medida; pero apegada a las antiguas formas e instituciones, no podía resignarse con la idea de Cortes, y demás novedades y reformas que se contenían en la instrucción y reglamento de la Junta, y mucho menos con el juramento exigido a los regentes. Y así decía entre otras cosas a la Junta: «Tampoco puede omitir que la fórmula de juramento que se ha exigido a los miembros de la Regencia, y el reglamento que se les ha dictado por la Junta ha parecido extraña al Consejo, en muchos de sus artículos ilegal, y fuera de sus facultades... Solo pudo y debió proponer un juramento de ejercer bien y lealmente su oficio, procurando con todo esfuerzo y por cuantos medios estuviesen en su poder el bien de la nación, el reintegro de nuestro augusto soberano al solio de sus mayores, la conservación de la religión, y la expulsión de nuestros enemigos, observando las leyes del reino y sus loables costumbres con la mayor exactitud y fidelidad, ocupándose con preferencia a todo en la defensa de la patria y el exterminio de nuestros fieros tiranos, sin tratar de Cortes mientras no mude mucho nuestra situación, y se arregle el modo de ejecutarlas. Por el funesto olvido de estas máximas sufrimos los reveses y desgracias que nos afligen, y a esto debe reducirse el juramento que se ha prestado, &c.{6}» Era la continuación de la pugna entre las nuevas ideas representadas por los individuos más ilustrados de la Central, y las ideas antiguas representadas por el Consejo.
Logró este cuerpo hacer prevalecer las suyas en la Regencia, en términos que no solo se suprimió después en la fórmula del juramento todo lo relativo a Cortes que al Consejo había incomodado, sino que se le facultó para recoger de la imprenta y para quemar o inutilizar todos los ejemplares que se estaban imprimiendo, así del reglamento como del decreto y proclama de la Junta, cuya operación quedó ejecutada en el mismo día en que se recibió la orden. Del mismo modo y por dictamen o influjo del propio Consejo se modificó y alteró el período de duración de la presidencia, el número de los representantes de los dominios de Ultramar, la forma de su elección, &c.
Instalose pues la Regencia, no el 2 de febrero, que era el día señalado por el decreto, sino el 31 de enero, siendo la causa de esta anticipación la necesidad de apaciguar un tumulto que desde el 30 se había levantado en la Isla contra los miembros de la Central, y en que se vieron amenazadas y en riesgo sus vidas. Constituyose con los tres solos individuos que se hallaban presentes{7}, y fue en el momento reconocida su autoridad por todas las corporaciones y juntas, incluso el cuerpo diplomático. Era el obispo de Orense Quevedo y Quintano conocido por su carácter entero y firme, y su reputación derivaba de aquel enérgico papel que escribió negándose a concurrir a las Cortes de Bayona, y que recordarán nuestros lectores. Pero pronto iba a verse que no era lo mismo manejar la pluma y regir un obispado que gobernar un reino. Dignísimo era el consejero Saavedra, pero anciano y achacoso, circunstancias que dañaban a la energía que había de necesitar en tan arduo y espinoso puesto. Otras eran las condiciones de edad y de carácter del general Castaños; recientes y conocidos sus servicios militares: más mañoso y astuto que hombre de estado, poseía cualidades que le hacían apropósito para influir en el manejo de los negocios públicos. Recomendaban a Escaño sus honrosos antecedentes, su buena índole, y su gloriosa carrera de marino. No se tenía tan ventajosa idea de las prendas de Lardizábal.
Valor, resolución y patriotismo necesitaban ciertamente estos hombres para empuñar en sus manos en tales momentos el gobernalle de la monarquía. Del estado en que ésta se hallaba hicieron después ellos mismos la exacta pintura siguiente: «Instalose el Consejo de Regencia (decían) el día 31 de enero del año presente, época en que el aspecto de las cosas públicas parecía enteramente desesperado. El poderoso ejército que había servido de antemural a las Andalucías estaba destruido: los otros desalentados, débiles y muy lejanos para contener el torrente que arrollaba a la exánime monarquía: estas ricas provincias invadidas, y en su mayor parte ocupadas; las demás, o dominadas por el enemigo, o imposibilitadas de prestarse socorro, por la interrupción de sus comunicaciones; ningunos recursos presentes, ninguna confianza en el porvenir; la voz de que España estaba ya enteramente perdida, saliendo de la boca de los enemigos, y repetida por el desaliento de los débiles y por la malignidad de los perversos, se dilataba de pueblo en pueblo, de provincia en provincia, y no cabiendo en los ámbitos de la península, iba a pasar los mares, a invadir la América, a llenar la Europa, y a apurar en propios y extraños el interés y la esperanza. Los franceses se arrojaban impetuosamente a apoderarse de los dos puntos de la Isla y Cádiz; y Cádiz y la Isla sin guarnición ninguna, sin más defensa que un brazo de agua estrecho, un puente roto mal pertrechado de cañones y artilleros, una batería a medio hacer en el centro de la lengua que las separa, aguardaban con terror el momento en que los enemigos, aportillando tan débiles trincheras, profanasen con su ominoso yugo el honor de la ciudad de Alcides. Tal era el aspecto de las cosas cuando el Consejo de Regencia tomó a su cargo el gobierno de la monarquía española.{8}»
Al lado, por decirlo así, del Consejo de Regencia, puesto que fue en Cádiz, se formó otra junta popular compuesta de diez y ocho individuos, cuyo nombramiento recayó generalmente en personas muy recomendables, pero que dejándose influir por los clamores de la muchedumbre, y por los enemigos más encarnizados de la Central, contribuyeron mucho, no solo a la pronta disolución de ésta, sino a la persecución que se levantó contra sus individuos. Fueron los primeros a sufrirla el conde de Tilly y don Lorenzo Calvo de Rozas. Atribuían al primero proyectos revolucionarios en América, a donde pensaba trasladarse desde Gibraltar: achacábase al segundo no haberse manejado con pureza en varias comisiones de intereses en que había intervenido. Ambos fueron arrestados y recluidos en un castillo, y contra ambos se formó proceso. El de Tilly enfermó, y murió pocos meses después en el de Santa Catalina de Cádiz; Calvo de Rozas no recobró su libertad hasta que se reunieron las Cortes. Comunicose a los demás centrales la orden para poderse trasladar a sus provincias, pero prohibiendo que se reunieran muchos en una, sometiéndolos a la vigilancia de los capitanes generales, y no permitiendo a ninguno pasar a América.
Mas no paró en esto la saña y el encono contra los desgraciados individuos de la Central. Ejerciose con ellos otro acto de tiranía y de humillante mortificación, que parece inconcebible de parte de quien acababa de recibir de manos de aquellos mismos el poder soberano. Entre las acusaciones que el vulgo hacía a los miembros de la extinguida Junta Suprema era una la de haberse enriquecido con los caudales públicos, y hubo quien esparciera la voz de que iban cargados de oro. La junta de Cádiz, acogiendo aquellos rumores vulgares, solicitó de la Regencia, y ésta tuvo la debilidad de acceder a que se reconocieran los equipajes de los que estaban ya a bordo de la fragata Cornelia próximos a partir. Sufrieron en efecto aquellos respetables varones que, con más o menos acierto, pero con gran dosis de patriotismo los más, acababan de regir y acaso de salvar la nación española huérfana de sus monarcas, la humillación de ver registrar sus equipajes ante el comandante de marina y a presencia de toda la chusma. Avergonzados debieron quedar los instigadores y los autores de este ominoso ultraje, puesto que reconocidos sus cofres no se encontró en ellos sino un modesto y aun escaso haber{9}.
Buscaba la Regencia para todas estas cosas el apoyo del Consejo de España e Indias y consultábale para todo. Este cuerpo, manifiesto enemigo de la Central, a quien siempre calificó de poder ilegítimo y usurpador, a quien atribuía con marcado apasionamiento todos los males y desgracias de la patria, que no perdonaba ocasión de zaherir las ideas y las personas de los centrales, y de hacer recaer sobre aquellos y sobre éstos las censuras más desfavorables y los cargos más terribles, ensañábase con ellos después de caídos, denigrábalos en todas sus consultas, y en la de 19 de febrero, después de indicar que habría convenido detenerlos a todos, si hubiera habido lugar cómodo y seguro para ello, hasta que rindiesen cuentas de su administración, añadía: «V. M. ha encontrado méritos para la detención y formación de causas a don Lorenzo Calvo y al conde de Tilly; lo mismo debe hacerse con cuantos vocales resulten por el mismo estilo descubiertos; y así a éstos como a aquellos debe sustanciárseles brevísimamente sus causas para satisfacción de la nación, que clama con razón contra los que sean verdaderamente delincuentes, &c.» La Regencia, en decreto del 21, se conformó con la consulta del Consejo en todas sus partes y la mandó ejecutar. Así la Regencia, deferente con el Consejo y participando de sus ideas, si bien resuelta y decidida en cuanto a defender la independencia nacional, íbase ladeando hacia el orden antiguo, y retrayéndose de marchar por la vía de las reformas que los tiempos reclamaban, hacia las cuales había dado ya pasos muy avanzados la Central. Las circunstancias en que el país se hallaba le parecieron causa suficiente para suspender la reunión de las Cortes en la época prefijada, y a que ella misma en el acto de su instalación se había comprometido. Suspendió pues la convocación para cuando el estado de la nación mejorase y lo permitiese, en lo cual complació grandemente al Consejo, si bien ordenando que continuasen las elecciones de los diputados así en España como en América, para que aquella Asamblea, decía, fuese al tiempo de su reunión tan completa como debía{10}.
Resuelta y decidida indicamos haberse mostrado la Regencia en cuanto a defender la patria, y mantener, o más bien recobrar su independencia. Así fue en verdad, y harto había menester de actividad y energía. Pues si bien contaba con la protección del pequeño ejército de Alburquerque, el cual con la hábil maniobra de adelantarse a los franceses y ocupar la Isla había hecho un servicio inmenso a la nación, y contaba también con la defensa natural de la isla Gaditana, separada del continente por el canal que forma el profundo río de Santi Petri, y por los caños, lagunas y salinas que circundan su recinto y dificultan su paso, haciéndola el punto más militar y más importante de la península, hallábase mal artillada y servida, y casi en absoluto abandono, como que nadie había imaginado que tan pronto pudiera el enemigo llegar y amenazar a esta extremidad de España. A fortificarla se consagraron con actividad y ahínco la Regencia y los generales, a la vista ya de los franceses; aumentando y mejorando las defensas de la Carraca, de Gallineras, del puente de Zuazo, del punto en fin de Santi Petri, que es como la llave maestra de la Isla; haciendo cortaduras en los caminos, volando los puentes del Guadalete y los castillos de Fort-Luis y Matagorda, e incendiando los almacenes del Trocadero y otros puntos de que el enemigo había de apoderarse sin poderlo remediar; habilitando buques, fragatas y lanchas cañoneras: formando de las fuerzas sutiles dos escuadras, que se pusiesen al mando de marinos tan acreditados como don Cayetano Valdés y don Juan Topete; promoviendo la formación de una milicia urbana en Cádiz que hiciera el servicio de la plaza; enviando buques correos a todos los puertos libres del Océano y del Mediterráneo para fomentar el espíritu público, comunicarse con el resto de la nación y recoger oficiales y soldados dispersos en las costas; acordando la formación de una división volante en el norte de España al mando del bizarro general Renovales; encomendando a la junta de Cádiz la administración de la hacienda para atender a los gastos, no solo de las fuerzas españolas, sino también de las auxiliares inglesas y portuguesas que iban acudiendo a la defensa de la Isla; y tomando otras disposiciones que sería prolijo enumerar.
Entretanto los franceses, dueños ya de Rota, del Puerto de Santa María, de Puerto Real, Chiclana y otros puntos fronterizos a la Isla, por medio de tres españoles de los que seguían sus banderas pidieron a la junta de Cádiz la rendición de la plaza{11}, enviando al efecto un oficio muy lleno de promesas y unas proclamas muy seductivas (7 de febrero). La junta devolvió estas últimas sin leerlas, y contestó al oficio con las siguientes lacónicas y dignas palabras: «La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que el Sr. D. Fernando VII.» A los pocos días, y con motivo de la llegada del rey José al Puerto de Santa María, escribió el mariscal Soult, duque de Dalmacia, al de Alburquerque una carta mezclada de halagos y de amenazas (16 de febrero), a la cual respondió el general español en el tono firme que cumplía a su patriotismo. Y todavía al día siguiente aquellos mismos tres españoles a que antes nos hemos referido tentaron la lealtad de don Ignacio de Álava, comandante general de marina, con una carta llena de sofismas y de improperios contra los ingleses: la respuesta del ilustre marino no fue menos firme y nerviosa que la del general de las fuerzas de tierra. No hubo medio de quebrantar la fidelidad de los defensores de la Isla.
En cuanto a operaciones, se convino prudente y juiciosamente en estar a la defensiva, porque no permitía otra cosa la fuerza numérica de nuestras tropas, no obstante el aumento que casi diariamente recibía, y sobre todo nuestra caballería era muy escasa, y su estado harto deplorable para poder competir con la del enemigo; si bien se acordó promover los pequeños movimientos, así para inquietar a aquél, como para ir fogueando nuestros soldados. Se concertó con los ingleses el empleo de las fuerzas navales para la defensa de la bahía, y se resolvió llevar a Mahón los navíos de guerra que se hallaban en mal estado, juntamente con los prisioneros, que existían en gran número en los pontones. El plan general militar era hacer de la Isla el centro de una gran posición, cuya ala derecha estuviese en el campo de Gibraltar y Serranía de Ronda, la izquierda en Ayamonte, costas de Huelva y Moguer, y Serranía de Aracena; por la derecha amenazar a Málaga y Granada, y por la izquierda a Sevilla, Córdoba y la Mancha. Ya hemos dicho la posición que ocupaba Blake con las reliquias del ejército del centro. Reducido el de la izquierda, al mando del marqués de la Romana, a 8 o 9.000 hombres útiles, pero a los cuales se iba reuniendo gente en Extremadura, la Regencia dio las órdenes más activas para que por Ayamonte y Portugal se les socorriese, hasta donde les fuese posible, del dinero, armas y víveres que necesitaban. Se proyectó la formación de tres grandes cuerpos de ejército de a 80.000 hombres cada uno, en Andalucía, en Cataluña y en Castilla, y se designó las divisiones volantes que habían de auxiliarlos, juntamente con las guerrillas, y se establecieron las máximas que habían de seguirse por todos para un plan uniforme de campaña. Se cuidó igualmente de fomentar, mejorar y distribuir convenientemente toda la fuerza naval disponible, que hacia utilísimos e importantes servicios; pero hubo la desgracia de que en la noche del 6 de marzo un temporal deshecho arrojó contra la costa del Nordeste los buques fondeados en la bahía, perdiéndose quince mercantes, una fragata y tres navíos de guerra españoles, y uno portugués, que fue pérdida y desolación grande{12}.
Sin embargo en todo aquel mes (marzo) se dieron y sostuvieron ataques marítimos y terrestres en varios puntos, aun del otro lado del río, de algunos de los cuales se hizo retirar a los franceses: destruyéronseles varias obras de fortificación; enviáronse tropas a la Serranía de Ronda y condado de Niebla, de donde se nombró comandante general al mariscal de campo don Francisco Copons: remesáronse víveres al puerto de Cartagena, y pertrechos y socorros a Ayamonte, donde la junta de Sevilla se vio en grandes aprietos y apuros; se dispuso que pasase a la Habana un benemérito jefe con varios oficiales del cuerpo de ingenieros hidráulicos con objeto de fomentar la construcción de buques de guerra; se dieron grados militares del ejército de España a oficiales ingleses, confiriéndose el de teniente general a sir William Stuard, comandante de las fuerzas británicas, y se trató de poner coto a las pretensiones desmedidas de empleos y ascensos de nuestros militares{13}. Por último, y ésta fue la más grave de sus determinaciones, convencida la Regencia de que sus recursos, inclusos los que podían esperarse de Indias, lejos de bastar a cubrir las obligaciones más indispensables, dejaban un déficit anual de 500.000.000 de reales, aceptó una proposición o convenio en 19 artículos que le presentó la junta de Cádiz, ofreciéndose a hacerse cargo de todas las rentas de la corona y caudales de América, y comprometiéndose a mantener todas las cargas del gobierno, inclusa la subsistencia y aumento de los ejércitos nacionales. Proposición atrevida, y compromiso heroico, que sorprendió y asustó a los regentes, que fue objeto de prolijas deliberaciones entre ellos, y que por último aceptaron y firmaron (31 de marzo), queriendo dar también en ello un testimonio de su desinterés, y evitar que se les hiciesen nunca acusaciones como las que muchos hacían a la Central sobre inversión de caudales.
Desgraciadamente no hubo el mejor acuerdo entre la junta y varios jefes militares, suscitándose altercados y contestaciones agrias, en especial con el general en jefe duque de Alburquerque. Quiso la Regencia cortar aquellas disputas, y nombró al de Alburquerque embajador extraordinario en Londres, con la misión de anunciar a S. M. Británica la instalación del nuevo gobierno de España e Indias{14}. De aquel ejército, y del llamado todavía del centro se acordó formar uno solo, cuyo mando se confirió al teniente general Blake, a quien se mandó ir a la Isla. Llegó en efecto (21 de abril), y se le confió además la inspección general de infantería. Desde que Blake salió de Cataluña había quedado con el mando interino de las tropas del Principado don Enrique O’Donnell, jefe muy acreditado por sus acciones en el sitio de Gerona, el cual supo granjearse la estimación del país en términos que los catalanes por medio de su junta pidieron a la Regencia le diese en propiedad la capitanía general. Felizmente el duque del Parque, que estaba ya nombrado, hizo renuncia de su destino, acaso porque supo la predilección que en Cataluña se manifestaba a O’Donnell, y la Regencia quedó desembarazada para complacer a los catalanes y premiar los buenos servicios del jefe por quien se interesaban, haciendo a O’Donnell teniente general y confiriéndole el mando del ejército y del Principado. El del Parque fue luego destinado en comisión a Canarias (1.º de mayo), con el objeto de pacificar aquellas islas que se hallaban en casi completa insurrección; así como hubo necesidad de enviar al marqués de Portago al campo de Gibraltar y serranía de Ronda para ver de cortar las graves discordias y desavenencias de los comandantes de las fuerzas que por allí operaban. Se dio la capitanía general de Aragón al marqués de Palacio, natural del país, y acepto a los aragoneses; dictáronse disposiciones para formar un ejército de 14 o 15.000 hombres, al que sirviesen de núcleo las tropas que mandaba Villacampa, para enviar socorros de armamento y dinero a la división de Bassecourt que inquietaba al enemigo por la parte de Cuenca, y para que de Alicante pasase a la Isla la división de Vigodet, que constaba de cerca de 5.000 hombres.
No fueron estos solos ni de esta sola especie los cuidados del Consejo de Regencia durante su permanencia en la Isla de León desde últimos de enero hasta el 29 de mayo (1810), en que se trasladó a Cádiz, donde fue recibido con las solemnidades y ceremonias que se hacen a la persona del rey, y donde se le incorporó el obispo de Orense, instalándose el gobierno en el edificio de la Aduana. Sus cuidados se extendían, no solo a organizar y distribuir las fuerzas militares de toda España, a nombrar sus jefes, a ordenar movimientos y prescribir planes, a hacer la distribución de fondos y disponer remesas de caudales, armamentos y subsistencias a los diferentes puntos según lo permitían las circunstancias, a establecer fábricas de armas, hacer requisas de caballos y encargar monturas, a recoger dispersos, promover alistamientos, y establecer escuelas y ejercicios prácticos militares, a todo, en fin, lo que se refiere a los ejércitos de tierra, sino que aplicaba la misma solicitud al fomento de la marina, a la construcción y reparación de buques, al aumento de las fuerzas sutiles, al trasporte de víveres, municiones y fondos, al tráfico y comunicación con todos los puntos libres de las costas del Océano y del Mediterráneo. Desde aquel rincón seguía y mantenía relaciones en todos los dominios españoles de Ultramar, donde los franceses, con proclamas y por cuantos medios podían, excitaban a la insurrección contra la metrópoli; la Regencia dictaba medidas para su seguridad y conservación, nombraba virreyes, capitanes generales y comisionados regios, entendíase con aquellas autoridades, enviaba allá pertrechos de guerra, y cuidaba de asegurar y recibir las flotas y remesas de dinero de Indias. Entre otras providencias fue notable la de permitir a los comerciantes de la Habana proveerse de harinas de los Estados-Unidos, con tal que fuesen ellos a buscarlas con sus buques, y no las recibiesen de los barcos americanos.
Además de atender, como supremo poder, a la dirección y despacho de todos los negocios de gobierno pertenecientes a los diversos departamentos de Estado, Hacienda, Gracia y Justicia, Marina y Guerra, consagrose con tan especial afán a la defensa de la Isla, de cuya pérdida o conservación pendía entonces la pérdida o conservación de toda España, que entre otros testimonios de su exquisito celo merece citarse el convenio confidencial que entre sí hicieron los tres regentes, de visitar por sí mismos al menos cada tres días, individualmente, y sin ruido, solemnidad y aparato las obras de defensa, los fuertes y puestos avanzados, con el fin de examinar su estado y sus necesidades, el cumplimiento de los encargados de cada uno de ellos, y el espíritu de las tropas, para darse después cuenta recíproca de sus observaciones y acordar reunidos; cuya operación e inspección estuvieron ejecutando por cerca de tres meses, sin reparar en molestias ni en riesgos, a veces andando en lo crudo del invierno por entre pantanos y cenagales. Por lo demás, si bien los ataques y los combates entre los sitiadores y los defensores de la Isla Gaditana, dentro de la cual se encerraban el gobierno y el porvenir de la monarquía, fueron frecuentes y casi diarios en este período, no produjeron variación notable y decisiva en su respectiva situación, reduciéndose a hostilizarse, ya por mar ya por tierra, desde los fuertes fronterizos, cañoneando, destruyendo o incendiando mutuamente parapetos, molinos, casas u otros edificios en que se albergaban, dirigiendo principalmente los españoles sus ataques al fuerte del Trocadero que ocupaban los franceses, y éstos los suyos al castillo de Matagorda, que defendían los ingleses nuestros aliados, y de que fueron arrojados al fin, con sentimiento y aun con censura de los españoles, no obstante haberse visto después que por su corto recinto no admitía larga defensa{15}.
Entretanto el rey José paseaba y visitaba con aire triunfador las ciudades y pueblos de Andalucía, pasando sucesivamente de Sevilla a Jerez, Puerto de Santa María, Málaga, Granada, Jaén, Andújar, y volviendo por último a Sevilla (12 de abril). Los festejos con que le agasajaron en algunas poblaciones{16}, el modo con que en otras fue recibido y a que no estaba acostumbrado (conducta que censuraron los españoles de otras provincias, pero en que influiría sin duda, no falta de patriotismo, sino acaso el error de creer ya definitivamente perdida la causa de España, unido al carácter jovial y no bien comprendido de aquellos habitantes), hicieron creer al intruso, y así se lo persuadían sus cortesanos y aduladores, que con su gracia personal y sus bondades se había granjeado las simpatías del país, sin tener en cuenta que esto sucedía en una comarca ocupada por 80.000 soldados, los más terribles del imperio francés. En Sevilla dio varios decretos, que se publicaron en la Gaceta de Madrid del 4 de mayo, entre los cuales merecen singular mención, el que ordenaba la formación de una milicia cívica española, el que mandaba se hiciese la estadística general de la población de España, y el que arreglaba el gobierno interior de los pueblos, distribuyendo el reino en prefecturas, subprefecturas y municipalidades o comunes, copiando la administración departamental de Francia.
Pero pronto se convirtieron en amargura y tristeza los goces y delicias de José en Andalucía; y esta mudanza no la causaron ahora los españoles; prodújola el mismo emperador su hermano, que frecuentemente quejoso y siempre poco deferente con él, queriendo desde París ser el verdadero rey de España, no dejando a José sino el título, so pretexto ahora de desaprobar sus liberalidades con ciertos cortesanos y favoritos, y de parecerle mal los planes y operaciones que José había ordenado a las generales de Cataluña y de Castilla, expidió desde París varios decretos disponiendo de los ejércitos, y de las rentas, y del territorio de la nación española, ni más ni menos que si fuese él su soberano. Convirtió en cuatro gobiernos militares los cuatro distritos de Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya, situados a la izquierda del Ebro; encomendó a sus generales en jefe la autoridad militar, civil y administrativa, encargándoles no obedeciesen más órdenes e instrucciones que las suyas, ni tuviesen con el gobierno de Madrid más relaciones que las de una aparente deferencia, y reservadamente les comunicó su pensamiento de incorporar a la Francia aquellos territorios como indemnización de los sacrificios que hacía por asegurar la corona de España en las sienes de su hermano, a quien consideraba, decía, solo como un general de sus ejércitos del otro lado del Pirineo. «¡Extraña irrisión, exclama a este propósito un historiador francés, la de pretender que la izquierda del Ebro viniera a ser compensación de los gastos de Francia en España!»– «Era, dice después, una verdadera locura de ambición; era agregar a las numerosas causas que excitaban el odio de los españoles contra nosotros otra causa más poderosa que todas; la de ver aquella península, tan cara a su corazón, invadida, fraccionada por un ambicioso vecino, que después de haberlos privado de su dinastía los privaba también de parte de su territorio; era, en fin, reducir a la desesperación y lanzar para siempre a las filas de la insurrección a todos aquellos que, animados de la esperanza de mejorar de sistema, y sintiendo vivamente la necesidad de una regeneración política, se habían adherido momentáneamente a la nueva dinastía.»
Y no fue esto solo lo que hizo Napoleón en ofensa y desprestigio de su hermano, en la ocasión en que éste había hecho más progresos en España. Además de los cuatro gobiernos militares mencionados, dividió en tres los ejércitos de operaciones, uno de Portugal, al mando de Massena, otro del Mediodía, al de Soult, y otro del Centro, al de su hermano José, pero compuesto solo de la división Dessoles y de los depósitos establecidos en derredor de Madrid; de modo que con esto y con ordenar a los gobernadores de las provincias del Ebro y a los jefes de los ejércitos de operaciones que no obedeciesen otras instrucciones que las del gobierno de París, así en lo militar como en lo económico, haciéndolos administradores de las rentas del país, y con declarar que no enviaría a José otros recursos que 2.000.000 de rs. mensuales, encontrábase José reducido, en cuanto a fondos, casi a las contribuciones de la capital, y en cuanto a fuerzas, a las que apenas bastaban para defender la corte, y no era posible restringir más su autoridad y poder a no retirársele y suprimirle del todo.
Compréndese cuánta amargura causaría a quien había sido destinado por Napoleón al trono de España verse de tal modo tratado por su hermano, y en tal manera rebajado a los ojos de los españoles y a la consideración de los mismos generales franceses, que ya disputaban con él, y altercaban sobre sus disposiciones como de igual a igual. Ni José desconocía lo falso de su posición, ni disimulaba su profundo disgusto. Desde Córdoba escribía a su esposa la reina Julia (a quien antes había invitado a venir a España con sus dos hijas Zenaida y Carlota) en los términos siguientes: «Interesa conocer cuáles son las verdaderas disposiciones del emperador hacia mí: a juzgar por los hechos son bien malas, y no sé ciertamente a qué atribuirlas. ¿Qué quiere de mí y de la España? Que me anuncie de una vez su voluntad, y no estaré más tiempo colocado entre lo que parece que soy y lo que soy en realidad, en un país en que las provincias sometidas están a merced de los generales, que ponen los tributos que se les antoja, y tienen orden de no oírme. Si el emperador quiere disgustarme de España, es menester renunciar a ella en el acto: no quiero en este caso sino retirarme. Basta el ensayo de dos reinos, y no quiero el tercero; porque deseo vivir tranquilo, y adquirir una hacienda en Francia, lejos de París, o ser tratado como rey y como hermano.– Si el emperador está resentido por los chismes de los mismos que me han calumniado a los ojos del pueblo español... si tú no puedes hacer que mi hermano vea la verdad, lo repito, es menester retirarse.– Deseo, pues, que prepares los medios para que podamos vivir independientes en un retiro, y ser justos con los que me han servido bien.{17}»
Preocupado con estas ideas, y considerándose ya desautorizado en aquella misma Andalucía que acababa de pasear como triunfalmente, determinó regresar a Madrid, sin detenciones y sin aparato, no sin despachar antes a París al ministro Azanza para que expusiera al emperador de la manera más prudente que pudiese la injusticia con que era tratado{18}. Llegó pues a Madrid el 15 de mayo. Mas lejos de desistir Napoleón de su sistema de gobernar a su antojo la España, conduciéndose con José poco más o menos como lo había hecho con sus otros hermanos los reyes de Holanda y de Hannover, a poco tiempo le trajo un edecán del mariscal Berthier la copia de otro decreto imperial creando otros dos gobiernos militares en España, uno en Burgos, otro en Valladolid, con una carta del príncipe de Neufchatel, desaprobando altamente, a nombre de Napoleón, todo lo que en materia de administración había hecho José en Sevilla. A punto estuvo ya éste de abdicar la corona de España, que solo nominalmente ceñía, sin aspirar a compensación de ninguna especie; y solo instado por los ministros españoles accedió a enviar todavía a París al marqués de Almenara, para que suplicase al emperador que revocara sus decretos, haciéndole presente la odiosidad que le atraía la providencia relativa a las provincias del Ebro, el menosprecio en que caía su autoridad, junto con otras consideraciones no menos justas, añadiendo que prefería retirarse de la península a mantenerse en ella degradado y sometido a tales condiciones.
Pero veamos ya lo que había acontecido en otros puntos de España relativamente a los sucesos de la guerra, en tanto que se agitaban tales y tan profundas disidencias entre los dos hermanos que ahora se disputaban el derecho que ninguno tenía a la dominación de la península española.
{1} Esta cifra ni la inventamos nosotros, ni menos la exageramos. La tomamos de los historiadores franceses. «Según se ha visto anteriormente, dice Thiers, había preparado (Napoleón) cerca de 120.000 hombres de refuerzo, y pensaba elevarlos a 150.000 contra España. Estos 150.000, todos en marcha, se habían reunido del modo siguiente.» Y expresa la procedencia y los puntos de reunión de los diferentes cuerpos. Historia del Imperio, lib. XXXIX.– «Con estas fuerzas, dice dos páginas más adelante, completaba la masa de más de 400.000 hombres destinados a esta guerra devoradora.»
{2} Tenemos a la vista copias de todas estas comunicaciones, en que se ve la poca armonía y el mutuo recelo con que estos dos cuerpos se trataban.
{3} Cuenta entre ellas Toreno la exacción de contribuciones y derramas arbitrarias, de las que solo al duque de Osuna le impusieron o sacaron unos cincuenta mil duros, la prisión de los individuos de la junta de la ciudad, y la del general don Gregorio de la Cuesta que vivía allí retirado, y que al fin logró embarcarse para Mallorca.
{4} Merece ser conocido el texto literal de esta Instrucción, que era como sigue:
El rey y a su nombre la suprema Junta Central gubernativa de España e Indias.
Como haya sido uno de mis primeros cuidados congregar la nación española en Cortes generales y extraordinarios, para que representada en ellas por individuos y procuradores de todas las clases, ordenes y pueblos del Estado, después de acordar los extraordinarios medios y recursos que son necesarios para rechazar al enemigo que tan pérfidamente la ha invadido, y con tan horrenda crueldad va desolando algunas de sus provincias, arreglase con la debida deliberación lo que más conveniente pareciese para dar firmeza y estabilidad a la constitución, y el orden, claridad y perfección posibles a la legislación civil y criminal del reino, y a los diferentes ramos de la administración pública: a cuyo fin mandé, por mi real decreto del 13 del mes pasado, que la dicha mi Junta Central gubernativa se trasladase de Sevilla a esta villa de la Isla León, donde pudiese preparar más de cerca, y con inmediatas y oportunas providencias la verificación de tan gran designio: considerando:
1.º Que los acaecimientos que después han sobrevenido, y las circunstancias en que se halla el reino de Sevilla por la invasión del enemigo, que amenaza ya los demás reinos de Andalucía, requieren las más prontas y enérgicas providencias.
2.º Que entre otras ha venido a ser en gran manera necesaria la de reconcentrar el ejercicio de toda mi autoridad real en pocas y en hábiles personas que pudiesen emplearla con actividad, vigor y secreto en defensa de la patria, lo cual he verificado ya por mi real decreto de este día, en que he mandado formar una Regencia de cinco personas, de bien acreditados talentos, probidad y celo público.
3.º Que es muy de temer que las correrías del enemigo por varias provincias, antes libres, no hayan permitido a mis pueblos hacer las elecciones de diputados a Cortes con arreglo a las convocatorias que les hayan sido comunicadas en 1.º de este mes, y por lo mismo que no pueda verificarse su reunión en esta Isla para el día 1.º de marzo próximo, como estaba por mí acordado.
4.º Que tampoco sería fácil, en medio de los grandes cuidados y atenciones que ocupan al gobierno, concluir los diferentes trabajos y planes de reforma, que por personas de conocida instrucción y probidad se habían emprendido y adelantado bajo la inspección y autoridad de la comisión de Cortes, que a este fin nombré por mi real decreto de 15 de junio del año pasado, con el deseo de presentarlas al examen de las próximas Cortes.
5.º Y considerando en fin que en la actual crisis no es fácil acordar con sosiego y detenida reflexión las demás providencias y ordenes que tan nueva e importante operación requiere, ni por la mi Suprema Junta Central, cuya autoridad, que hasta ahora ha ejercido en mi real nombre, va a trasferir en el Consejo de Regencia, ni por éste, cuya atención será enteramente arrebatada al grande objeto de la defensa nacional.
Por tanto yo, y a mi real nombre la suprema Junta Central, para llenar mi ardiente deseo de que la nación se congregue libre y legalmente en Cortes generales y extraordinarias, con el fin de lograr los grandes bienes que en esta deseada reunión están cifrados, he venido en mandar y mando lo siguiente:
1.º La celebración de las Cortes generales y extraordinarias que están ya convocadas para esta Isla de León, y para el primer día de marzo próximo, será el primer cuidado de la Regencia que acabo de crear, si la defensa del reino en que desde luego debe ocuparse lo permitiere.
2.º En consecuencia, se expedirán inmediatamente convocatorias individuales a todos los RR. arzobispos y obispos que están en ejercicio de sus funciones, y a todos los grandes de España, en propiedad, para que concurran a las Cortes en el día y lugar para que están convocadas, si las circunstancias lo permitieren.
3.º No serán admitidos a estas Cortes los grandes que no sean cabezas de familia, ni los que no tengan la edad de 25 años, ni los prelados y grandes que se hallaren procesados por cualquiera delito, ni los que se hubieren sometido al gobierno francés.
4.º Para que las provincias de América y Asia, que por estrechez del tiempo no pueden ser representadas por diputados nombrados por ellas mismas, no carezcan enteramente de representación en estas Cortes, la Regencia formará una Junta electoral compuesta de seis sujetos de carácter naturales de aquellos dominios, los cuales poniendo en cántaro los nombres de los demás naturales que se hallan residentes en España y constan de las listas formadas por la comisión de Cortes, sacarán a la suerte el número de cuarenta, y volviendo a sortear estos cuarenta solos, sacarán en segunda suerte veinte y seis, y estos asistirán como diputados de Cortes en representación de aquellos vastos países.
5.º Se formará asimismo otra Junta electoral compuesta de seis personas de carácter naturales de las provincias de España que se hallan ocupadas por el enemigo, y poniendo en cántaro los nombres de los naturales de cada una de dichas provincias que asimismo constan de las listas formadas por la comisión de Cortes, sacarán de entre ellos en primera suerte hasta el número de diez y ocho nombres, y volviéndolos a sortear solos, sacarán de ellos cuatro, cuya operación se irá repitiendo por cada una de dichas provincias, y los que salieren en suerte serán diputados de Cortes por representación de aquellas para que fueren nombrados.
6.º Verificadas estas suertes, se hará la convocación de los sujetos que hubieren salido nombrados por medio de oficios que se pasarán a las Juntas de los pueblos en que residieren, a fin de que concurran a las Cortes en el día y lugar señalado, si las circunstancias lo permitieren.
7.º Antes de la admisión a las Cortes de estos sujetos, una comisión nombrada por ellas mismas examinará si en cada uno concurren o no las calidades señaladas en la Instrucción general y en este decreto para tener voto en las dichas Cortes.
8.º Libradas estas convocatorias, las primeras Cortes generales y extraordinarias se entenderán legítimamente convocadas: de forma, que aunque no se verifique su reunión en el día y lugar señalados para ellas, pueda verificarse en cualquiera tiempo y lugar en que las circunstancias lo permitan, sin necesidad de nueva convocatoria: siendo de cargo de la Regencia hacer a propuesta de la diputación de Cortes el señalamiento de dicho día y lugar, y publicarle en tiempo oportuno por todo el reino.
9.º Y para que los trabajos preparatorios puedan continuar y concluirse sin obstáculo, la Regencia nombrará una diputación de Cortes compuesta de ocho personas, las seis naturales del continente de España, y las dos últimas naturales de América, la cual diputación será subrogada en lugar de la comisión de Cortes nombrada por la misma suprema Junta Central, y cuyo instituto será ocuparse en los objetos relativos a la celebración de las Cortes, sin que el gobierno tenga que distraer su atención de los urgentes negocios que la reclaman en el día.
10.º Un individuo de la diputación de Cortes de los seis nombrados por España presidirá la Junta electoral que debe nombrar los diputados por las provincias cautivas, y otro individuo de la misma diputación de los nombrados por la América presidirá la Junta electoral que debe sortear los diputados naturales y representantes de aquellos dominios.
11.º Las Juntas formadas con los títulos de Junta de medios y recursos para sostener la presente guerra, Junta de hacienda, Junta de legislación, Junta de instrucción pública, Junta de negocios eclesiásticos, y Junta de ceremonial de congregación, las cuales por la autoridad de mi Suprema Junta y bajo la inspección de dicha comisión de Cortes, se ocupan de preparar los planes de mejoras relativas a los objetos de su respectiva atribución, continuarán en sus trabajos hasta concluirlos en el mejor modo que sea posible, y fecho los remitirán a la diputación de Cortes, a fin de que después de haberlos examinado se pasen a la Regencia, y ésta los ponga a mi real nombre a la deliberación de las Cortes.
12.º Serán estas presididas a mi real nombre, o por la Regencia en cuerpo, o por su presidente temporal, o bien por el individuo a quien delegaren el encargo de representar en ellas mi soberanía.
13.º La Regencia nombrará los asistentes de Cortes que deban asistir y aconsejar al que las presidiere a mi real nombre de entre los individuos de mi Consejo y cámara, según la antigua práctica del reino, o en su defecto de otras personas constituidas en dignidad.
14.º La apertura del solio se hará en las Cortes en concurrencia de los estamentos eclesiástico, militar y popular, y en la forma y con la solemnidad que la Regencia acordará a propuesta de la diputación de Cortes.
15.º Abierto el solio, las Cortes se dividirán para la deliberación de las materias en dos solos estamentos, uno popular, compuesto de todos los procuradores de las provincias de España y América, y otro de dignidades, en que se reunirán los prelados y grandes del reino.
16.º Las proposiciones que a mi real nombre hiciere la Regencia a las Cortes se examinarán primero en el estamento popular, y si fueren aprobadas en él, se pasarán por un mensajero de Estado al estamento de dignidades para que las examine de nuevo.
17.º El mismo método se observará con las proposiciones que se hiciesen en uno y otro estamento por sus respectivos vocales, pasando siempre la proposición del uno al otro, para su nuevo examen y deliberación.
18.º Las proposiciones no aprobadas por ambos estamentos, se entenderán como si no fuesen hechas.
19.º Las que ambos estamentos aprobaren serán elevadas por los mensajeros de Estado a la Regencia para mi real sanción.
20.º La Regencia sancionará las proposiciones así aprobadas, siempre que graves razones de pública utilidad no la persuadan que de su ejecución pueden resultar graves inconvenientes y perjuicios.
21.º Si tal sucediere, la Regencia, suspendiendo la sanción de la proposición aprobada la devolverá a las Cortes con clara exposición de las razones que hubiere tenido para suspenderla.
22.º Así devuelta la proposición, se examinará de nuevo en uno y otro estamento, y si los dos tercios de los votos de cada uno no confirmaren la anterior resolución, la proposición se tendrá por no hecha, y no se podrá renovar hasta las futuras Cortes.
23.º Si los dos tercios de votos de cada estamento ratificaren la aprobación anteriormente dada a la proposición, será ésta elevada de nuevo por los mensajeros de Estado a la sanción real.
24.º En este caso la Regencia otorgará a mi nombre la real sanción en el término de tres días; pasados los cuales, otorgada o no, la ley se entenderá legítimamente sancionada, y se procederá de hecho a su publicación en la forma de estilo.
25.º La promulgación de las leyes así formadas y sancionadas se hará en las mismas Cortes antes de su disolución.
26.º Para evitar que en las Cortes se forme algún partido que aspire a hacerlas permanentes, o prolongarlas en demasía, cosa que sobre trastornar del todo la constitución del reino, podría acarrear otros muy graves inconvenientes; la Regencia podrá señalar un término a la duración de las Cortes, con tal que no baje de seis meses. Durante las Cortes, y hasta tanto que éstas acuerden, nombren e instalen el nuevo gobierno, o bien confirmen el que ahora se establece para que rija la nación en lo sucesivo, la Regencia continuará ejerciendo el poder ejecutivo en toda la plenitud que corresponde a mi soberanía.
En consecuencia las Cortes reducirán sus funciones al ejercicio del poder legislativo, que propiamente les pertenece, y confiando a la Regencia el del poder ejecutivo, sin suscitar discusiones que sean relativas a él, y distraigan su atención de los graves cuidados que tendrá a su cargo, se aplicarán del todo a la formación de las leyes y reglamentos oportunos para verificar las grandes y saludables reformas que los desórdenes del antiguo gobierno, el presente estado de la nación y su futura felicidad hacen necesarias: llenando así los grandes objetos para que fueron convocadas. Dado, &c. en la real Isla de León, a 29 de enero de 1810.
{5} He aquí el texto del Reglamento para el Consejo de Regencia:
1.º «La Regencia creada por la Junta Central Gubernativa de España e Indias creada en decreto de este día será instalada en el día 2 del mes próximo, o antes si se estimase conveniente.
2.º Los individuos nombrados para esta Regencia que residieren en el lugar en que se halla la Suprema Junta prestarán ante ella el juramento según la fórmula que va adjunta.
3.º Prestado que le hayan, entrarán en el ejercicio de sus funciones, aunque solo se reúnan tres.
4.º Los individuos nombrados que se hallaren ausentes prestarán el mismo juramento en manos de los que le hubieren hecho ante la Suprema Junta.
5.º Instalada que sea la Regencia, la Suprema Junta cesará en el ejercicio de todas sus funciones.
6.º La Regencia establecerá su residencia en cualquier lugar o provincia de España que las circunstancias indiquen como más apropósito para atender al gobierno y defensa del reino.
7.º La Regencia será presidida por uno de sus individuos por turno de meses, empezando éste por el orden en que se hallan sus nombres en el decreto.
8.º La Regencia despachará a nombre del rey N. S. don Fernando VII; tendrá el tratamiento y honores de Majestad; su presidente en turno el de Alteza Serenísima, y los demás individuos el de Excelencia entera.
9.º No podrá admitir proposición, ni entrar en negociación alguna, ni hacer paz, ni tregua ni armisticio alguno con el emperador de los franceses, que sea contrario a los derechos de nuestro rey y sus legítimos sucesores, o a la independencia de la nación.
10.º Los individuos de la Regencia en particular usaran de la insignia adoptada por la Junta Suprema para sus individuos, y una banda de los colores nacionales.
11.º Los individuos de la Regencia y los ministros serán responsables a la nación de su conducta en el desempeño de sus funciones.
12.º No podrán conceder títulos, decoraciones ni pensiones sino por servicios hechos a la patria en la presente guerra nacional.
13.º La Regencia propondrá necesariamente a las Cortes la cuestión pendiente acerca de que proteja y asegure la libertad de la imprenta; y entretanto protegerá según las leyes esta libertad, como uno de los medios más convenientes, no solo para difundir la ilustración, sino también para conservar la libertad civil y política de los ciudadanos.
14.º La Regencia guardará y observará religiosamente lo mandado por la Junta Suprema Central en decreto de este día en cuanto a la celebración de las Cortes.
15.º Que las vacantes del Consejo de Regencia se llenen en la forma siguiente hasta las próximas Cortes. Luego que se verifique la vacante, el Consejo de Regencia lo avisará a las Juntas superiores, manifestando la clase de la vacante, es decir, si es de individuo militar, eclesiástico, político, marino, o por representación de las Américas. Las Juntas elegirán uno de la misma clase o profesión, sin atenerse al grado, esto es; si la vacante es militar, podrán nombrar un general, u otro militar, aunque no sea del mismo grado: si la vacante es eclesiástica, podrán nombrar un obispo u otro eclesiástico: si política, cualquier grande, o título, o persona particular que tenga conocimientos políticos.
16.º Estos votos se dirigirán al Consejo de Regencia, el cual reunido examinara los votos. Si de ellos resulta elección canónica, quedará elegido el que la tenga, y si no procederá la Regencia a la elección canónica.
17.º Los individuos de la Regencia gozarán el sueldo de doscientos mil reales sin deducción, mientras la nación junta en Cortes no señalase mayor dotación.
Seguía lo del juramento.– Real Isla de León, 29 de enero de 1810.– El arzobispo de Laodicea, Presidente.– Pedro Rivero, vocal secretario general.»
Es extraño que el conde de Toreno no publicara este importante documento, que parece debió conocer. Solo publica la Instrucción que atrás hemos copiado.
{6} Comunicaciones oficiales entre el Consejo de Estado y el de Regencia.– Copias manuscritas conservadas por un consejero.
{7} Faltaban el obispo de Orense y el consejero Saavedra, a quienes se envió inmediatamente a buscar.
{8} Exposición del Consejo de Regencia a las Cortes extraordinarias.– Elogio del general Escaño por don Francisco de P. Cuadrado, Documentos, Apéndice, núm. 20.
{9} Tenemos a la vista todas las actuaciones del proceso que con este motivo se mandó formar, y entre otras piezas interesantes se encuentran las siguientes: la comunicación del Tribunal de policía y seguridad pública dando cuenta al gobierno de las diligencias practicadas para el reconocimiento de los equipajes y su resultado: el oficio de remisión de estas diligencias al decano del Consejo: el traslado de las mismas al fiscal: el informe de éste, y la consulta en su virtud acordada y su resolución, que son como siguen:
El decano del Consejo, don Manuel de Lardizábal; don José Valiente; don Sebastián de Torres; don Miguel Alfaro Villagonzález; don Antonio López Quintana; don Tomás Moyano; don José Salcedo.
Señor.– Con real orden de 18 de marzo último se ha remitido al Consejo Supremo de España e Indias por el ministerio de Gracia y Justicia una consulta que hizo a S. M. el Tribunal de policía establecido en la Isla de León a consecuencia de las diligencias practicadas para averiguar la certeza de una delación dada contra varios individuos de la extinguida Junta Central, que se hallan a bordo de la fragata Cornelia surta en la bahía de Cádiz.
A esta consulta se ha acompañado una súplica de los mismos interesados, dirigida a solicitar se indemnice su honor, haciendo recaer la pena de la ley sobre el que ha originado esta calumnia: y uno y otro se ha remitido a este tribunal para que proponga la providencia que corresponda en justicia, y combine mejor los extremos de castigar al delator, y desagraviar a los sujetos tan falsamente calumniados.
Para ello ha dado el Tribunal su dictamen, y el Consejo ha examinado atentamente la sumaria, reducida a que don Francisco Fernández de Noceda, movido de su patriotismo, representó a la Junta de Gobierno de la Isla, asegurando como cierto que se hallaban a bordo de la expresada fragata los individuos citados con 300 baúles de plata y oro; pero mandado ratificar en su delación por el Tribunal de vigilancia a quien se remitió, se afirmó en ella, diciendo se lo había oído así al contador de Rentas don Francisco Sierra, con la diferencia de que el de la propia fragata don José María Croquer decía ser 150 nada más los baúles, y que algunos de ellos, sin embargo de ser de media carga no los podían levantar entre seis marineros; el que también añadía que para reducir la plata a oro habían pagado sus dueños 5 reales de vellón por cada duro, noticia que apoyaban igualmente el tercenista don Pascual de las Veneras, el oficial mayor don Manuel Diosdado, don José Antonio Martínez, y otros que no tenía presentes.
Evacuadas las citas, y refiriéndose los citados a conversaciones tenidas en aquella oficina, resultó ser el autor de esta especie el contador de la fragata, el cual no aseguraba en qué consistía el contenido de los baúles, y por consiguiente que era falso el descuento del cambio que se decía; pero tomadas declaraciones al contra-maestre, al bodeguero y a dos de los marineros, y examinados cuantos equipajes existían a bordo, pertenecientes a los mencionados sujetos (que en todo fueron 24 baúles), solo se encontraron cantidades de dinero muy cortas, y alhajas de plata como cubiertos y otras semejantes, y propias del uso diario de sujetos de su clase.
En este estado y con noticias de haberse dado a la vela don Melchor de Jovellanos y el marqués de Camposagrado en el bergantín mercante Nuestra Señora de Covadonga con otros 7 baúles, hizo la consulta a V. M. el Tribunal de policía diciendo, que el orden judicial exigía se comunicara el expediente por su turno, y audiencia final, a las partes, y que recibido a prueba, recayese el fallo oportuno; pero que atendidas las actuales circunstancias, el hallarse próximos a darse a la vela los principales interesados, y los perjuicios que de la dilación se ocasionarían, creía que reservándoles sus derechos para repetir cuándo y contra quienes hubiese lugar, podía pasárseles desde luego la competente carta acordada u oficio de orden de V. M. aprobando aquellas actuaciones, como indispensables en la época presente, y haciendo al mismo tiempo un manifiesto público de la sumaria y sus resultas, para imponer silencio a los calumniadores, con apercibimiento a don Francisco Fernández Noceda para que en lo sucesivo se abstenga por un falso celo de exagerar especies desnudas de un fundamento sólido, siendo tanto más severo este apercibimiento con respecto a don José María Croquer, como que en calidad de jefe del ramo de la Real Hacienda en la fragata Cornelia, debía conocer mejor la falsedad de las especies que propalaba, y lo perjudicial que era el divulgarlas, por lo que debía advertírseles a sus jefes para que celen su conducta, y no le confíen en adelante destinos de que pueda abusar su genio díscolo y subversivo del orden.
Pasado todo al Fiscal &c. (Copia el informe del Fiscal, y prosigue.)
El Consejo, exacto observador de las disposiciones legales, conformándose con el anterior dictamen, no puede menos de opinar que para que tenga efecto la voluntad de V. M. es necesario dar a la causa otro estado diferente, porque puede asegurarse no estar verificada la diligencia del reconocimiento con una exactitud tal, que pueda dar margen a una providencia capaz de indemnizar el honor ultrajado de los interesados, y castigar la falta de precaución o ligereza de los delatores; pues no resultando plenamente convencidos estos de su malicia, de ninguna manera deben tenerse por reos, mayormente cuando no se han tomado declaraciones por preguntas de inquirir, ni se han hecho los cargos correspondientes.
Lo mismo reconoció el Tribunal de policía, y por ello no consultó a V. M. la imposición de la pena de la ley a los calumniadores, adoptando los medios exquisitos para evitar detenciones a los calumniados, sin perjuicio de que pudieran usar de su derecho, y con el objeto de que el público pudiera cerciorarse prontamente de la falsedad de la delación.
El Consejo cree muy importante el que en este negocio se administre rigurosa justicia; y no teniendo para ello estado la causa, es de parecer que V. M., siendo servido, podrá mandar que se devuelva al referido Tribunal de policía y seguridad pública de la real Isla de León para que sustanciándola legalmente la determine en justicia.
V. M. resolverá sin embargo, como siempre, lo que estime más acertado. Cádiz 7 de abril de 1810.
Real resolución.– Como parece.– Javier de Castaños, presidente.
Se publicó y acordó su cumplimiento en 14 de mayo, y se comunicó en el mismo día al Tribunal de policía para su ejecución.
{10} Exposición del Consejo de Regencia, art. 4.º Convocación de las Cortes.
{11} La Regencia, en su Diario de Operaciones, cita los nombres de estos tres españoles secuaces del rey intruso, que nosotros hemos creído prudente omitir.
{12} Los navíos españoles fueron el Purísima Concepción, de ciento diez cañones, San Román y Montañés, de setenta y cuatro, y la fragata Paz: el navío portugués, también de setenta y cuatro, se llamaba María.
{13} Es notable lo que a este propósito decía ya entonces la Regencia. «Nunca ha sido tan necesario como al presente el oponer una barrera que contenga el prurito de las solicitudes a grados o ascensos no merecidos. El desbarato con que muchas juntas concedieron en los primeros fervores de la revolución empleos y graduaciones, no solo indebidas sino extravagantes, ha dado a la ambición un vuelo increíble. Nadie está contento con lo que tiene, aunque sea mucho más de lo que es digno de tener; y es indispensable que todos los jefes contrarresten con mano fuerte este frenesí de salirse cada cuál de su esfera, que ha llenado ya al ejército de altas graduaciones inútiles, y está abrumando al Erario con una carga insoportable.»
{14} Desde allí escribió el de Alburquerque un manifiesto bastante destemplado contra la junta de Cádiz; diole ésta una contestación todavía más descomedida, la cual causó al duque tal impresión, que se cree fue lo que le ocasionó el trastorno de la razón y la pérdida de la vida. Deplorable fin de quien en cierto modo salvó en un caso dado la nacionalidad española.
{15} Diario de las operaciones del Consejo de Regencia.– Elogio de don Antonio Escaño.– Sumamente sucinto encontramos al conde de Toreno en la relación de los hechos de este interesante período.
{16} Cuenta Du Casse en las Memorias y Correspondencias del rey José como cosa notable que en el Puerto de Santa María asistió por primera vez a una corrida de toros.
{17} Memorias del rey José.– Correspondencia; tomo VII.
{18} En este intermedio murió en Sevilla (27 de abril) el ministro del rey José conde de Cabarrús.