Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo X
Astorga. Lérida. Mequinenza
Proyecto para la fuga de Fernando VII
1810 (enero a julio)
Órdenes y proyectos de Napoleón relativamente a España.– Llamamiento de la Regencia a los españoles.– Aumento y multiplicación de guerrillas.– Navarra: Mina el Mozo.– Asturias: Porlier.– Apodérase Bonnet de Asturias.– Flojedad de la junta de Galicia.– Castilla la Vieja: Kellermann, Junot.– Sitio de Astorga.– Porfiada defensa: capitulación honrosa.– Aragón: Suchet.– Frustrada tentativa sobre Valencia.– Justa alegría de los valencianos.– Retirada de Soult a Aragón.– Mina el Mozo es hecho prisionero y llevado a Francia.– Cataluña: O’Donnell.– Crueldad de los franceses con los somatenes.– Represalias terribles.– Desgraciada acción de O'Donnell en Vich.– Replégase a Tarragona.– Bloqueo y sitio de Hostalrich.– Firmeza del gobernador español.– Sale del castillo y cae prisionero.– El mariscal Augereau es reemplazado por Macdonald.– De orden de Napoleón sitia Suchet la plaza de Lérida.– Intenta socorrerla O’Donnell.– Es derrotado.– Incidentes notables de este célebre sitio.– Ataque de los fuertes.– Es entrada la ciudad.– Pueblo y guarnición se refugian al castillo.– Bombardeo horrible.– Flaquea el gobernador, y se entrega.– Sitio y rendición de Mequinenza.– Murcia: entrada y saqueo del general Sebastiani.– Granada y las Alpujarras: guerrillas.– Extremadura: la Romana.– Frontera de Portugal.– Comienza el sitio de Ciudad-Rodrigo.– Vida y conducta de los príncipes españoles en Valencey.– Planes para proporcionar la fuga a Fernando.– El del barón de Kolly.– Es descubierto y preso en París.– Artificio de la policía francesa.– Envía un falso emisario a Valencey.– Es denunciado al gobernador, y Fernando se opone a la fuga.– Felicitaciones y cartas de Fernando a Napoleón.– Solicita de nuevo el enlace con una princesa imperial.– Publícanse aquellos documentos en el Monitor.– Impresión que hacen en España.– Consulta del Consejo de Castilla sobre esta materia.– Notable cambio en las ideas de esta corporación.– Decreto de convocatoria a Cortes.
Aunque el interés de la lucha desde los principios de este año estuvo como concentrado en el Mediodía de España, o más bien en un punto aislado de su extremidad meridional, no por eso dejaban de menearse las armas en otras regiones de la península, incansables unos y otros combatientes, los unos alentados con los refuerzos que continuamente de Francia recibían, y con los triunfos de Ocaña, de Gerona y de Sierra-Morena, los otros porque no abatidos nunca por los reveses, ni nunca sus pechos desalentados por los infortunios, lejos de decrecer su número, ni entibiarse su ardor, ni decaer su perseverancia, afirmábase la constancia y el valor de los que ya eran soldados, y parecía que el suelo español brotaba por todas partes nuevos guerreros dispuestos a arrostrar todo linaje de peligros y de privaciones, y a sacrificarse gustosos por la independencia de su patria.
Napoleón hacía desde París, como hemos ya indicado, la distribución de sus ejércitos de la Península, y por medio del mariscal Berthier, nombrado de nuevo su mayor general después de la guerra de Austria, prescribía a todos los generales los movimientos y evoluciones que cada uno había de ejecutar, sin obedecer otras ordenes que las suyas; y con esto y con la creación de los gobiernos militares, con la facultad de levantar contribuciones, administrar e invertir las rentas, y nombrar y destituir empleados sin dar cuenta de ello al rey, disimulaba poco su propósito de tomar para sí la corona de España, no obstante las seguridades y protestas en contrario hechas en tantas ocasiones, y así lo entendió el gobierno inglés haciendo sobre ello las oportunas reclamaciones a los gabinetes de otras potencias. La Regencia de España lo comprendió también así, y viendo en estas medidas el principio del cumplimiento de ciertas amenazas de Napoleón, excitó a los españoles a redoblar su energía para sacudir la dominación extranjera. Los españoles respondieron a este llamamiento, y las guerrillas se multiplicaron en términos de ser necesario un ejército en cada provincia para perseguirlas y para mantener las comunicaciones con Francia.
Las guerrillas de Navarra, uno de los países que más habían tardado en revolverse, fomentadas por la Regencia, y sostenidas principalmente por Mina el Mozo, obligaron al mariscal Suchet, que mandaba en Aragón, a pasar a aquel reino para ver de tranquilizarle, porque ni los correos franceses podían transitar por allí sin riesgo, ni la autoridad del gobernador era obedecida fuera de los muros de Pamplona, y se había visto ya forzado a tratar con Mina para el canje de prisioneros. Con ser Suchet uno de los generales de más reputación del imperio, celebrado por su inteligencia, destreza y actividad, y con estar el general Harispe especialmente encargado de la persecución de Mina, todavía este guerrillero, conocedor de la comarca, y nunca vendido ni descubierto por nadie, burló por algún tiempo la diligencia y los esfuerzos de los jefes y de las tropas francesas, hasta que acosado también por otras que acudieron de Logroño, dispersó su gente, ocultó las armas, y se quedó de paisano observando los movimientos de los enemigos, y paseando el país con la confianza de quien contaba con un protector en cada habitante.
Grandemente auxiliaba las pocas tropas que habían quedado en Asturias el partidario don Juan Diaz Porlier (el Marquesito), con la columna volante de 1.000 hombres que acaudillaba. Habiendo el general francés Bonnet, encargado por Napoleón de apoderarse de Asturias, ahuyentado de Oviedo al general Arce y hecho replegar a don Nicolás de Llano-Ponte, Porlier descolgándose de las montañas y metiéndose en lo interior del Principado, atacó por la espalda al enemigo, cogiéndole bastantes prisioneros, y se situó descansadamente en Pravia. Igual oficio hacían en los confines de León y Asturias don Federico Castañón, que después llegó a ser general, y otros partidarios. No hicieron poco en verdad los jefes que operaban en Asturias, Bárcena, Llano-Ponte, Cienfuegos y Porlier (porque Arce dimitió luego el mando, después de haber restablecido la antigua junta constitucional que disolvió el marqués de la Romana), en haber disputado a Bonnet por tres veces en el espacio de tres meses (febrero, marzo y abril) la posesión de Oviedo, de donde unos y otros eran alternativamente ahuyentados, siendo los franceses superiores en número, y mucho más en disciplina. Y aun habría lucido más y prolongádose la resistencia, si por su parte la junta de Galicia, libre como estaba aquel reino, hubiera pensado más en los asuntos de la guerra, y socorrido con más eficacia a sus vecinos los asturianos, y no que solo los auxilió con una corta división de 2.000 hombres. Verdad es que, amenazada la entrada de aquel reino por la parte de Astorga, el general Mahy, que parecía interesarse por la suerte de Asturias, no se atrevía a desamparar a Lugo y Villafranca, teniendo que cubrir el Bierzo.
Ocupadas en efecto las Asturias por la división Bonnet, Castilla la Vieja por los cuerpos de Kellermann y Ney, y los confines de Galicia por el de Junot, y decretada por el emperador la gran expedición a Portugal, conveníales mucho tomar a Astorga, como llave que es de la entrada de Galicia, y no tardó en presentarse ante sus viejos muros el general Loison con 9.000 hombres y 6 piezas de campaña (11 de febrero). Defendíala como en el octubre anterior don José María de Santocildes con menos de 3.000 hombres de tropa y cuadrillas de vecinos armados. Algo se habían mejorado las fortificaciones, especialmente en el arrabal de Reitivía, por donde es más flaca su defensa. La primera intimación del francés fue rechazada con firmeza por Santocildes (16 de febrero), no obstante que no abundaban en la plaza las municiones, y que contaba con poca artillería y de poco calibre. Vio sin embargo Loison que no le era fácil la entrada, y alejose de la ciudad dejando en observación algunas fuerzas. Comprendió el duque de Abrantes (Junot) que necesitaba sitiarla formalmente y en regla, y así lo hizo, llevando artillería de batir (21 de marzo). A los cinco días dio el primer ataque por el mencionado arrabal, que fue rechazado. Continuó el tiroteo en los siguientes, sin ventaja de los sitiadores, y con esperanza los sitiados de ser socorridos por el general Mahy que se hallaba en el Bierzo, pero al cual por lo mismo vigilaban los franceses. Por último, aportillaron éstos el muro por la puerta de Hierro (19 de abril); incendiose parte de la hermosa catedral y varias de las casas contiguas con las granadas que arrojaron; la brecha se hizo practicable, y Junot intimó la rendición, con la amenaza de pasar a cuchillo soldados y habitantes.
Unos y otros mostraron la misma decisión y el mismo entusiasmo que en el anterior asedio: la propuesta fue rechazada; en su consecuencia el arrabal y la puerta de Hierro fueron a un tiempo embestidos por los franceses; todo el día desde la mañana hasta el anochecer duraron los combates; casi del todo agotadas tenían ya los sitiados las municiones de fusil, y solos 24 tiros contaban para sus pequeños y ya desfogonados cañones; y sin embargo soldados y paisanos se mantenían igualmente decididos y vigorosos, y en la misma junta de autoridades en aquel apuro reunidas hubo quien se levantó diciendo: «Muramos todos como numantinos.» Pero inútil era ya toda resistencia, y la entrega de la ciudad quedó acordada, capitulando con muy honrosas condiciones. En su virtud tomaron los franceses posesión de Astorga (22 de abril), asegurando así el flanco derecho para la proyectada invasión de Portugal{1}.
Reforzadas habían sido por Napoleón las divisiones que ocupaban las provincias de Burgos, Vizcaya, Navarra y Aragón. Al mariscal Suchet que mandaba en esta última, y cuyo tercer cuerpo había aumentado hasta 30.000 combatientes, le había preceptuado Napoleón por dos veces que emprendiera con energía los sitios de Lérida y Mequinenza{2}. Pero el rey José desde Córdoba le había ordenado que marchara sobre Valencia; una de las muchas pruebas del desacuerdo en que andaban los dos hermanos. Suchet, acaso porque tardase en recibir la orden del emperador, preparose a ejecutar la del rey: y sosegada, como dijimos, aunque momentáneamente, la Navarra, dejando en Aragón las fuerzas suficientes para contener las tres cortas divisiones españolas de Villacampa, García Navarro y Perena, que andaban por aquel reino y que juntas componían 13.000 hombres, emprendió él con un número casi igual su expedición a Valencia (25 de febrero). Mandaba en esta ciudad un año hacía don José Caro, cuya conducta militar y política más era para tener agriados que satisfechos a los habitantes, como quien había pensado más en satisfacer venganzas personales cometiendo tropelías, que en captarse los ánimos de los buenos y en estudiar y preparar los medios de defensa: razón sin duda por la cual contaba el rey José con algunas inteligencias que dentro de la ciudad mantenían los suyos, y fiado en ellas había pintado a Suchet la empresa como de fácil y seguro éxito. Mas luego veremos cómo los odios particulares se acallaron ante el peligro común.
Las tropas francesas marchaban en dos columnas; la una por Morella, de cuya población y castillo se apoderó, abandonado este último por el coronel que le guardaba; la otra por Teruel, a cuya cabeza iba el general en jefe; ésta, después de ahuyentar en Alventosa la vanguardia del ejército valenciano, cogiéndole cuatro cañones de campaña, entró en Segorbe, desamparada por sus habitantes. Sin dificultad penetró también en Murviedro (3 de marzo), la antigua y famosa Sagunto, a la sazón ni siquiera fortificada. Uniósele allí la otra columna que guiaba el general Habert, y juntas se presentaron delante de Valencia el 5. A su aproximación, y so pretexto de haber en la ciudad desleales, redobló Caro sus atropellos, confundiendo en sus odios inocentes con culpables, buenos con malos. Sostúvose no obstante firme contra el enemigo, y respondió con entereza a la intimación que el 7 le hizo Suchet: tropa y vecindario se condujeron con igual resolución. Cinco días estuvo el general francés esperando que estallara en la ciudad una conmoción en favor suyo; pero viendo que no se realizaba, y temiendo las guerrillas que iban inundando el país, levantó su campo la noche del 10 al 11, con gran regocijo de los valencianos, y tornose la vía de Aragón, no sin ser molestado por las partidas, y encontrándose en Aragón con que Villacampa había en su ausencia recobrado a Teruel, y cogido a una columna francesa procedente de Daroca cuatro piezas de campaña y bastantes prisioneros. Obligado Villacampa a alejarse, pasó Suchet, y entró el 17 de marzo en Zaragoza{3}.
Mucho disgustó a Napoleón esta expedición a Valencia, así por el éxito desgraciado que tuvo, como por haberse hecho contra sus reiteradas órdenes y manifiesta voluntad. Por lo mismo Suchet, que alegaba no haber llegado a su conocimiento sino cuando ya había emprendido aquella, tan pronto como regresó a Aragón se dispuso a cumplir las órdenes imperiales de poner sitio a Lérida. Pero antes quiso desembarazarse de Mina el Mozo, o el Estudiante, que en aquel tiempo había vuelto a empuñar las armas y corrídose a las Cinco Villas de Aragón. Y en efecto, perseguido aquel astuto y valeroso guerrillero simultáneamente por el gobernador de Jaca y por los generales Dufour y Harispe, cayó al fin prisionero (1.º de abril), y después de tratarle con dureza se le internó en Francia y se le encerró en el castillo de Vincennes{4}. Sucediole en aquel ejercicio su tío don Francisco Espoz y Mina, que comenzando del mismo modo su carrera militar, estaba destinado a ser con el tiempo uno de los más ilustres generales españoles. Desembarazado Suchet de aquel estorbo, y arregladas las cosas de Aragón, trató de poner sitio a Lérida, plaza de Cataluña no comprendida ya en su gobierno, pero fronteriza a él, y cuya conquista le encomendó Napoleón como conveniente a su plan de sujetar el Principado. Por lo mismo es fuerza decir lo que en él había acontecido, y el estado en que a la sazón se hallaba.
Desde que don Joaquín Blake dejó espontáneamente el mando superior de Cataluña, ya por motivos de salud, ya por no dar su aprobación a medidas militares acordadas por el congreso catalán, había pasado sucesivamente el mando interino de aquel ejército a don Jaime García Conde, a don Juan de Henestrosa, y por último a don Enrique O’Donnell, a quien la Central primero, y después la Regencia le confirió en propiedad, atendiendo a su reputación como guerrero, y accediendo a los deseos y a las reclamaciones del país. La situación del Principado en aquel tiempo la dibuja bastante fielmente un escritor francés. A pesar, dice, de la posesión de la importante plaza de Gerona, los asuntos de Cataluña se hallaban en un estado bien triste. Numerosas partidas de miqueletes y somatenes recorrían la provincia, interceptaban las comunicaciones, y tenían los franceses como bloqueados en las plazas y en los puestos que ocupaban. El duque de Castiglione (el mariscal Augereau), considerando como insurgentes los españoles que defendían su patria y su independencia, mandó colgar de horcas plantadas en los caminos públicos a todo el que se cogiera con armas y no perteneciera a la tropa de línea. Tal severidad, lejos de calmar los ánimos, fue causa de mayor irritación y de crueles represalias. Los generales Souham, Verdier y otros dieron caza a las partidas, sin otro resultado que la destrucción de algunos centenares de hombres; porque tan pronto como ellos se alejaban de un cantón, reaparecían en él las guerrillas. El enemigo tomaba también su revancha, y dos o tres batallones que salieron de Barcelona fueron sorprendidos y acuchillados. La guarnición de aquella capital, entregada a sus propias fuerzas, apenas bastante a contener una numerosa población dispuesta siempre a sublevarse, no podía hacer excursiones lejanas para procurarse subsistencias... por mar no las dejaban pasar los cruceros ingleses; era menester surtirse de Francia, reunir los artículos en Gerona, y de allí cada tres o cuatro meses enviar un convoy a Barcelona, haciéndole escoltar por un grueso cuerpo de tropas...{5}»
Yendo en una ocasión el mismo mariscal Augereau escoltando uno de estos convoyes con 9.000 hombres, y saliendo Duhesme de Barcelona a su encuentro con otros 2.000 (20 de enero), fueron acometidos por los jefes españoles, Campoverde, Orozco y Porta: Campoverde hizo a Duhesme en Santa Perpetua 400 prisioneros; casi entero fue cogido por él y Porta el segundo escuadrón de coraceros franceses; y un batallón que se defendía en Granollers habría corrido la misma suerte, a no haber acudido tan pronto Augereau. Este general entró con el convoy en Barcelona, se hizo proclamar gobernador general de Cataluña, quitó a Duhesme el mando de Barcelona, diosele al general Mathieu, y él se replegó a Hostalrich, cuyo castillo bloqueaba una división italiana.
O'Donnell que se había reconcentrado en Manresa con casi toda la fuerza disponible, atacó con buen éxito a los enemigos cerca de Moyá (14 de febrero). Pero fiando demasiado en su intrepidez, quiso a los pocos días y se atrevió a intentar desalojarlos de Vich. Esperábale allí formada en batalla la división Souham. O'Donnell embistió con admirable arrojo la infantería francesa, pero reforzado Souham con 25.000 hombres, y lanzando su caballería sobre nuestra ala izquierda que guiaba Porta, la arrolló y desbarató (20 de febrero), obligando a los nuestros a retirarse, y causándonos sobre 2.000 hombres de baja entre muertos, heridos y prisioneros. Sin embargo, el general francés Souham fue gravemente herido, como que tuvo que retirarse a Francia, trasmitiendo el mando de la división al general Augereau, hermano del mariscal. Dedicose O'Donnell a rehacer sus tropas, y como en aquellos días entraran de Francia grandes refuerzos al duque de Castiglione, en términos de reunir a sus órdenes 30.000 combatientes, sin contar la guarnición de Barcelona, tuvo por conveniente replegarse al campo atrincherado de Tarragona, donde después se le reunió una división aragonesa de 7.000 hombres.
Desde antes de mediado enero tenían los franceses bloqueado el castillo de Hostalrich, situado en una elevada cima, enseñoreando el camino de Barcelona. Iban ya pasados los meses de febrero y marzo sin dar trazas de rendirse ni escuchar ningún género de proposiciones el gobernador don Julián de Estrada que le defendía: «Hijo Hostalrich de Gerona, decía aquel denodado jefe, debe imitar el ejemplo de su madre.» El general Swartz tenía el encargo de ahuyentar los somatenes que con importuna insistencia molestaban a los bloqueadores. O'Donnell, que a últimos de marzo envió a don Juan Caro con 6.000 hombres contra Villafranca del Panadés, donde este intrépido jefe logró hacer prisionera una columna de 700 franceses, quedando él herido y teniendo que reemplazarle el marqués de Campoverde, hizo luego marchar a este último sobre Manresa para ver de distraer al enemigo y auxiliar si podía a los de Hostalrich. Pero alarmado a su vez el mariscal Augereau, partió él mismo de Barcelona (11 de abril), con objeto de impedir la llegada de todo socorro al castillo. Excusado era este esfuerzo del general en jefe. Habían ya los sitiados apurado toda clase de mantenimientos; la penuria, aunque con resignación sufrida, era casi igual a la que habían experimentado los del memorable sitio de Gerona. En tal conflicto, así el gobernador Estrada como la guarnición, prefiriendo perecer peleando a morir de hambre, salieron de noche del castillo (12 de abril), bajaron la escarpada cuesta a la carrera, cruzaron intrépidamente el camino, repeliendo los puestos franceses; mas por una fatalidad, cuando habían franqueado ya la montaña, descarriado aquel valiente gobernador fue hecho prisionero con tres compañías. El resto hasta 1.200 hombres se salvó con el oportuno auxilio del teniente coronel de artillería don Miguel López Baños, que entró con ellos en Vich, libre entonces de franceses.
Y sin embargo, poco satisfecho Napoleón de las operaciones del mariscal Augereau, retirole el mando de Cataluña, trasfiriéndole al general Macdonald, duque de Tarento, recién elevado a la dignidad de mariscal. El nuevo jefe se propuso sustituir la dulzura a la severidad y dureza del duque de Castiglione, para tentar si por este medio se podría captar las voluntades de los naturales del país. Pero la equidad y la moderación, observa a este propósito un escritor francés, nada podían sobre hombres resueltos a rechazar toda dominación extranjera.– Veamos ya lo que hizo Suchet, a quien dejamos dispuesto a acometer el sitio de Lérida.
Población entonces Lérida de unas 12.000 almas, aunque aumentada con los paisanos que a ella se habían refugiado; asentada sobre una colina a la orilla derecha del Segre; defendida por el fuerte de Garden, y principalmente por el castillo situado en la cumbre del cerro al extremo opuesto de aquél, y por algunos reductos que nuevamente se habían ejecutado en la meseta de Garden, circundándola en el resto de su recinto un muro sin foso; punto militar importante, como llave que se la considera de Aragón y de Cataluña, y por lo mismo objeto de encarnizadas luchas en todas las guerras desde los tiempos más remotos, contaba a la sazón con 8.000 defensores, inclusa la tropa de don Felipe Perena que acababa de llegar de Balaguer, no atreviéndose a esperar allí al enemigo. Era gobernador de la plaza don Jaime García Conde. El 13 de abril se presentó Suchet delante de Lérida llevando consigo las dos terceras partes de su ejército de Aragón. El general O'Donnell con laudable actividad se puso en marcha desde Tarragona con objeto de socorrer del modo que pudiese la plaza. Fiado en un movimiento del enemigo, se aproximó a ella más de lo que conviniera (23 de abril); así fue que revolviendo de repente Suchet, sobrecogió al general español, y arrollando sus coraceros a nuestra caballería desordenáronse dos de las tres columnas, de modo que batallones enteros quedaron prisioneros del enemigo; O'Donnell con la gente que pudo recoger se retiró en buen orden a Montblanc.
Orgullosos los franceses con este triunfo, embistieron aquella misma noche los reductos del fuerte de Garden, logrando ocupar uno de ellos, pero siendo luego obligados a evacuarle y retirarse. Al otro día invitó Suchet al gobernador a que enviara persona de su confianza y que pudiera certificarle la derrota de la víspera, y que no había quien pudiera socorrer la plaza. «Señor general, le respondió dignamente García Conde, esta plaza nunca ha contado con el auxilio de ningún ejército.» De lamentar es que le durara poco aquella firmeza. El 29 de abril comenzaron los enemigos los trabajos de trinchera entre los baluartes de la Magdalena y el Carmen. No se notaba energía de parte de los defensores: la artillería de los sitiadores comenzó a jugar el 7 de mayo, y el 12 hicieron practicable la trinchera. De los dos reductos del Garden que fueron atacados aquella noche, el de San Fernando se defendió tan porfiada y heroicamente que solo quedaron con vida 60 hombres de los 300 que le guarnecían. El 13 fue asaltada y entrada la ciudad por las tropas del general Habert: soldados y habitantes, viendo que eran todos acuchillados, se refugiaron precipitadamente al castillo, colmándose aquel recinto de gente, militares, paisanos, niños y mujeres. Las bombas que inmediatamente mandó arrojar Suchet sobre el castillo causaban horrible estrago en la gente allí apiñada; y fuese que al gobernador le ablandaran los lamentos de tantos infelices, fuese que le abandonara la firmeza, o que flaqueara su lealtad{6}, al siguiente día capituló, se enarboló el estandarte blanco en el castillo, y desfiló la guarnición con los honores de la guerra, depositó armas y banderas, y fue conducida a Francia. Gran pérdida fue para nosotros la de Lérida; los enemigos encontraron allí numerosa artillería y abundantes provisiones: quedaba sumamente debilitado nuestro ejército de Cataluña.
Rendida Lérida, pensó Suchet en apoderarse de la plaza de Mequinenza, situada en la confluencia del Ebro y del Segre, cuya principal defensa era también su castillo colocado en una alta y descarnada montaña que sirve como de barrera a los dos ríos. Guarnecíanla 1.200 hombres. Encomendó Suchet el sitio y ataque al general Musnier. No había camino por donde los franceses pudieran llevar su artillería, y les fue preciso abrirle a través de las ásperas montañas que por la parte de Occidente guardan nivel con la posición del castillo, elevado y aislado por todos los demás puntos. Merced a esta difícil y penosa operación, en que emplearon desde el 15 de mayo hasta el 1.º de junio, y en cuyo intermedio tomaron también posiciones a las orillas de los dos ríos, lograron los franceses aproximar al castillo su tren de batir. En la noche del 2 al 3 se abrió la trinchera; en la del 4 al 5 penetraron los sitiadores en la villa, y saquearon e incendiaron muchas casas. Tres días después, arruinadas las principales defensas del fuerte, y sin abrigo alguno ya contra los fuegos exteriores, rindiose la guarnición, quedando prisionera de guerra (8 de junio).
Nuestras pérdidas por aquellas partes se sucedían con rapidez. Y de este modo se iba el enemigo afianzando y fortaleciendo en las poblaciones fronterizas de los tres reinos de Valencia, Aragón y Cataluña y preparándose así para nuevas empresas. Con todo eso los nuestros no cesaban de trabajar a fin de no dejarle arraigarse impunemente. Aun durante las operaciones de Lérida y de Mequinenza, en Aragón peleaban diariamente nuestras columnas y partidas, no dejando a los franceses momento de reposo. Don Francisco Palafox y don Pedro Villacampa, con alguna más fortuna éste que aquél, intentaban sorpresas más o menos atrevidas, hasta que perseguido el último por el general polaco Klopicki tuvo que irse retirando hasta Cuenca. Proseguían también en Cataluña los somatenes y guerrilleros hostigando al enemigo con acometidas parciales. El ejército, aunque muy menguado, nunca se daba por vencido, y O'Donnell estableció de nuevo en Tarragona la base de sus operaciones.
Digamos algo de lo que en la primera mitad de este año había acontecido en otros puntos de España.
Cuando el general Blake, encargado de reorganizar el ejército del centro, fue llamado por la Regencia a la Isla de León, según en su lugar dijimos, quedó al frente de las tropas que aquél mandaba, acrecidas ya, merced a su celo y diligencia, hasta más de 12.000 hombres, el general Freire, ocupando los confines de los reinos de Granada y Murcia. Una expedición que a poco tiempo hizo en aquella dirección el general Sebastiani, le obligó a replegarse y buscar seguridad en Alicante, enviando una de sus divisiones a Cartagena. Sebastiani se corrió por Baza y Lorca hasta Murcia, en cuya ciudad entró sin obstáculo (23 de abril). Era la rica y populosa ciudad de Murcia una de las pocas poblaciones importantes de España en que no habían penetrado todavía tropas francesas. Bien cara pagó esta primera ocupación. Aunque Sebastiani anunció a su entrada que respetaría las propiedades y las personas, al día siguiente, so pretexto y aparentando enojo de que no le hubiese recibido el ayuntamiento con salvas y repique de campanas, y de que el cabildo no hubiera salido a recibirle y cumplimentarle cuando fue a visitar la catedral, impuso al vecindario una multa de cien mil duros, que al fin a fuerza de ruegos rebajó a la mitad; y respecto al cabildo, después de haber hecho interrumpir los divinos oficios y de hacer llevar preso a un canónigo en traje de coro, ordenó que en el término de dos horas se le entregasen todos los fondos de la iglesia; y como le suplicasen que alargase siquiera a cuatro horas el plazo, «Un conquistador, respondió con desdeñosa altivez, no revoca lo que una vez manda.»
Y aun habría sido de agradecer que se contentaran con esto él y su gente; y no que así se extendió su rapacidad a los conventos como a otros establecimientos públicos, y aun a las casas particulares. Y como si este hubiese sido el exclusivo objeto de su correría, satisfecho que fue, a los dos o tres días evacuaron la ciudad, no tardando tampoco en retirarse de la provincia luego que esquilmaron aquel rico suelo hasta entonces por ellos no explotado. Así era la irritación que en pos de sí dejaban en los naturales. La gente de la Huerta comenzábase ya a alborotar, y como ya no encontrase a los franceses cuando entró en Murcia, vengose en los que, con fundamento o sin él, eran tenidos por aficionados a ellos; entre otros fue tomado equivocadamente por tal el corregidor interino, costándole tan lamentable error no menos que la vida. Los pueblos tocaban ya a rebato por donde los franceses se volvían. Freire se quedó en Elche, enviando otra vez parte de sus tropas a la frontera de Granada, en cuyo reino, y más principalmente en la áspera sierra de la Alpujarra, se movían también las guerrillas, distinguiéndose entre los partidarios Mena, Villalobos, y otros audaces caudillos.
En Extremadura se hallaba el ejército de la izquierda, puesto otra vez por la junta de Sevilla, y después por la Regencia a cargo del marqués de la Romana. Habíase ido aumentando hasta 26.000 infantes: faltábale caballería, pues solo contaba con 2.000 jinetes, de ellos la mitad desmontados; falta grande en aquel país. La Romana le había distribuido colocando a su izquierda a la parte de Alburquerque dos divisiones, mandadas por don Gabriel de Mendizábal y don Carlos O'Donnell, hermano de don Enrique, y otras dos a su derecha y lado de Olivenza, regidas por Senén de Contreras y Ballesteros. Servíanle de apoyo las plazas fronterizas de Portugal, y la proximidad del ejército británico. El lector recordará que cuando el rey José invadió la Andalucía, el mariscal Mortier, duque de Treviso, que mandaba el 5.º cuerpo, revolvió a Extremadura, se presentó delante de Badajoz, intimó la rendición de la plaza, y en vista de la dura respuesta que recibió del gobernador retirose a Llerena (12 de febrero), donde estableció su cuartel general, dándose la mano con el 2.º cuerpo que regía el general Reynier, el cual en principios de marzo sentó sus reales en Mérida. Pues bien, desde entonces, aunque no hubo en Extremadura batalla alguna formal, no cesaron de marzo a junio los combates y refriegas, más o menos empeñadas. Sosteníanlas principalmente, por la derecha Ballesteros con el cuerpo de Mortier, dándose a veces la mano con las guerrillas y columnas españolas que peleaban en el Condado de Niebla, por la izquierda don Carlos O'Donnell con las tropas de Reynier. Permanecieron en aquellas partes los dos cuerpos franceses hasta recibir las ordenes imperiales para la gran expedición a Portugal.
Con este propio objeto, y para preparar aquella expedición que había de dirigir como jefe el célebre mariscal Massena, duque de Rívoli, y asegurada ya para ello la derecha de aquel reino con la ocupación de Asturias y de Astorga, habíase dado orden al mariscal Ney para que embistiera la plaza de Ciudad-Rodrigo, y así lo verificó a últimos de abril. Gobernábala el honrado y valeroso veterano don Andrés Pérez de Herrasti, con una guarnición de 5.500 hombres, y unos 240 jinetes que acaudillaba el intrépido don Julián Sánchez. Confiaban unos y otros en el auxilio que debería prestarles el general del ejército inglés lord Wellington, que se hallaba con su cuartel general en Viseo. Pero también por este temor aglomeraron los franceses en torno a la plaza desde el 25 de abril hasta el mes de junio una masa de 50.000 hombres mandados por los generales Ney, Junot y Montbrun. A pesar de tan inmensa fuerza empleada contra una débil plaza, los sitiados sostenían reencuentros diarios, hacían salidas impetuosas, y contestaba con firmeza a las intimaciones el gobernador Herrasti. Mantuviéronse así hasta últimos de junio, en que los franceses comenzaron a cañonearla con 46 piezas que formaban siete baterías.– Dejaremos para otro capítulo la historia de este importante sitio, considerándole como el principio de la anunciada expedición a Portugal.
Mas no terminaremos el presente sin dar cuenta de un suceso, que aunque no enlazado directamente con las operaciones militares, a haber tenido el desenlace que se buscaba, hubiera influido en el éxito de la guerra más que los planes mejor combinados, y más que algunas victorias ganadas al enemigo; de una tentativa que, aunque malograda, hizo gran ruido y sensación en Europa, y fue ocasión para que se publicaran documentos, cualquiera que fuese su autenticidad, de gran interés histórico, y de la mayor importancia para la nación española: todo lo cual aconteció en la primera mitad del año 1810 que este capítulo abarca, por cuya razón lo comprendemos en él.
En tanto que acá los españoles derramaban copiosamente su sangre y se sacrificaban tan patriótica y heroicamente como hemos visto por conservar y devolver a su querido Fernando el trono y la corona que le había arrancado Napoleón, aquel monarca y los príncipes sus hermanos continuaban confinados en Valencey, donde, al decir de bien informados escritores, tenían una vida poco variada, alternada con algún sarao u otro entretenimiento que de cuando en cuando les proporcionaba la esposa del príncipe de Talleyrand, saliendo pocas veces del circuito del palacio, casi siempre en coche, no hallando dentro de él distracción en la lectura por parecerles peligrosos los libros que en la biblioteca del edificio había, y entreteniéndose solo en algunas obras de manos, especialmente en las de torno a que el infante don Antonio era muy aficionado. Habían sido alejados de su compañía y destinados a varias ciudades de Francia sus más íntimos amigos, entre ellos el duque de San Carlos y el canónigo Escoiquiz, quedando solo a su lado, como primer caballerizo, don José Amézaga, pariente del último. Contemplaban y compadecían los españoles a sus príncipes como cautivos en Valencey, suponiéndolos agobiados de amargura y de despecho y con el pensamiento fijo en su España y sus españoles. Varios proyectos se habían presentado al gobierno para que Fernando pudiera evadirse de la prisión de Valencey, y todos habían sido desechados por creerlos irrealizables. No pensó del mismo modo el gabinete inglés con uno que a principios de este año le fue presentado con el propio objeto por el barón de Kolly.
Carlos Leopoldo, barón de Kolly, irlandés según unos, borgoñón según otros, joven travieso y astuto, y que había desempeñado ya algunas comisiones de espionaje secreto, presentose a la corte de Inglaterra con un plan para sacar a Fernando de Valencey, y trasladarle a un puerto de España, ofreciendo ejecutar por sí mismo el pensamiento. Agradó éste al monarca británico, y apoyado por el ministro marqués de Wellesley, embajador que había sido cerca del gobierno español, diéronse al barón documentos y papeles que acreditaran su persona e inspiraran confianza a Fernando{7}, y proveyéronle de pasaportes, itinerarios, estampillas y sellos. A su regreso los esperaría a él y al príncipe en Quiberon una escuadrilla con víveres para cinco meses. Con esto, y con letras abiertas contra la casa de Maensoff y Clanoy, y con diamantes que para un caso llevaba, emprendió su marcha aventurera. Mas a los pocos días de haber llegado a París, y cuando se preparaba a proseguir su empresa, fue descubierta la trama, dicen que por su mismo secretario, al ministro de Policía Fouché, quien le encerró en el castillo de Vincennes (marzo, 1810). Pareciole al ministro que era buena ocasión de sondear el ánimo del príncipe español, y propuso a Kolly que fuese a Valencey y siguiera representando su papel, prometiéndole en recompensa su libertad y asegurar la suerte de sus hijos. Kolly rechazó con dignidad tan inicua propuesta, prefiriendo los calabozos de Vincennes a conducirse como traidor{8}.
En vista de su repulsa valiose la policía de un cierto truhan llamado Richard, a quien encomendó que fingiendo ser el mismo Kolly, y llevando sus mismas credenciales y documentos, se introdujese en el palacio de Valencey en traje de buhonero, y so pretexto de vender objetos curiosos viese de hablar a Fernando, y presentándole los papeles proponerle la fuga. Hízolo así el bellaco de Richard, avocándose primero con Amézaga (2 de abril); mas apenas se enteró Fernando de la proposición, fuese que comprendieran ser el tal emisario un echadizo de la policía, fuese que faltara al príncipe valor para la fuga, o que quisiera hacer méritos con Napoleón con quien de nuevo anhelaba emparentar (que todas estas interpretaciones se dieron, y no es fácil en tales casos averiguar la verdad), no solo se mostró irritado de la propuesta, sino que lo hizo denunciar todo al gobernador Berthemy, a quien escribió también él mismo (4 de abril), diciéndole entre otras cosas: «Lo que ahora ocupa mi atención es para mí un objeto del mayor interés. Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el emperador, nuestro soberano. Yo me creo merecedor de esta adopción, que verdaderamente haría la felicidad de mi vida, tanto por mi amor y afecto a la sagrada persona de S. M. como por mi sumisión y entera obediencia a sus intenciones y deseos.» El gobernador Berthemy lo puso todo en conocimiento del ministro de Policía (6 de abril), y sobre ello se formó un proceso, continuando el barón de Kolly encerrado en los calabozos de Vincennes{9}.
Llegaban en verdad en mala ocasión, así el emisario verdadero como el fingido; pues por una fascinación lamentable (ni nueva, ni transitoria, pues le duró por desgracia mucho tiempo) se hallaba entonces Fernando muy empeñado en congraciarse con Napoleón, y se desvivía por hacérsele acepto y agradable, como quien otra vez aspiraba, como al colmo de la dicha, a enlazarse con una princesa de la familia imperial. Cuando Napoleón, verificado el divorcio con la emperatriz Josefina, casó con la archiduquesa María Luisa de Austria, nuestro confinado de Valencey que antes le había felicitado por sus triunfos, le dirigió el más lisonjero pláceme por sus bodas, encargando al conde de Alberg le pusiera en las manos imperiales (21 de marzo); y no contento con esto, y para mostrar mejor su entusiasmo, hízolo celebrar con fiestas y regocijos en su palacio de Valencey, fiestas en que no se escasearon los vivas y los brindis al emperador y a la nueva emperatriz{10}. El objeto de estas demostraciones descubriole bien a los pocos días (4 de abril), en la carta a Mr. de Berthemy de que acabamos de hacer mérito, en que ya le revelaba su deseo de ser hijo adoptivo de Napoleón. Si así era, lo cual parece inverosímil y repugna creerlo, ¿cómo había de aceptar el proyecto de evasión con que en tales circunstancias se le convidaba?
Napoleón, a quien interesaba presentar a Fernando a los ojos de la Europa, y principalmente a los ojos de los españoles, como un príncipe que le estaba enteramente sometido, que no pensaba ya ni en el trono ni en las cosas de España, y por quien los españoles harían muy mal en seguir derramando su sangre, hacía publicar todas estas cartas en el Monitor, como antes había publicado las cartas de Aranjuez pidiéndole una de sus sobrinas por esposa, y las felicitaciones por sus victorias dirigidas desde Valencey. Fernando, no comprendiendo sin duda los artificiosos designios de Napoleón, y conduciéndose como un inocente, en vez de sentir esta publicidad le daba gracias por ella, y le decía: «Señor, las cartas publicadas en el Monitor han dado a conocer al mundo entero los sentimientos de perfecto amor de que estoy penetrado a favor de V. M. I. y R., y al propio tiempo mi vivo deseo de ser vuestro hijo adoptivo... Permitid, pues, Señor, que deposite en vuestro seno los pensamientos de un corazón que, no vacilo en decirlo, es digno de perteneceros por los lazos de la adopción. Que V. M. I. y R. se digne unir mi destino al de una princesa francesa de su elección, y cumplirá el más ardiente de mis votos. Con esta unión, además de mi ventura personal, lograré la dulce certidumbre de que toda Europa se convencerá de mi inalterable respeto a la voluntad de V. M. I., y que V. M. se digna pagar con algún retorno tan sinceros sentimientos... (3 de mayo).»
Aunque los ejemplares del Monitor no se esparcían entonces mucho por España, hiciéronse no obstante venir algunos, porque interesaba al gobierno francés de París y de Madrid hacerlos conocer, y fue en efecto conocida esta correspondencia, no de todo el pueblo por fortuna, pero sí de bastantes españoles, y lo fue del Consejo de España e Indias, donde además el consejero conde de Torremúzquiz la denunció, añadiendo: «Que sabía que el emperador de los franceses tenía decretado el enlace de nuestro monarca Fernando VII con la hija de su hermano José, intruso rey de España, declarándole en su virtud príncipe de Asturias con derecho a la corona de España, aun cuando su hermano tenga hijo varón, con la calidad de que en lo sucesivo no se ha de nombrar Fernando de Borbón, sino Fernando Napoleón, por haberle declarado S. M. I. su hijo adoptivo a consecuencia de la carta que Fernando VII le había escrito.{11}»
Los españoles que conocían los documentos insertos en el Monitor teníanlos por apócrifos, y los miraban como una invención pérfida de Napoleón a fin de desconceptuar a Fernando para con los que por él se sacrificaban. Y no es extraño que pensaran así, porque si parece inverosímil que toda aquella correspondencia fuese fraguada por el gobierno imperial con un designio inicuo, sin que el interesado en ella reclamase de calumnia, y se quejase de la injuria que se le infería, no parece menos inverosímil que el cautivo de Valencey se prosternase a tal extremo, y correspondiera de un modo tan inaudito a los sacrificios que por él esta nación generosa estaba haciendo. Así lo interpretó el Consejo, atribuyéndolo a una insidiosa maniobra de Napoleón, enderezada a desacreditar a Fernando y enajenarle el amor de sus súbditos, a ganar en España por la astucia y las malas artes lo que veía serle ya muy difícil, si no imposible, por la fuerza y por las armas, o a preparar acaso por este medio la realización del enlace matrimonial que se suponía solicitaba Fernando.
Pareciole no obstante al Consejo materia harto grave, y pasó la moción de Torremúzquiz a informe de sus dos fiscales, para que expusieran lo conveniente en negocio de tanta entidad para la nación. Evacuado por éstos el informe, y visto y aprobado en Consejo pleno, se acordó excitar a la Regencia a que hablara a los españoles de ambos mundos de un modo solemne y por medio de un manifiesto, apropósito para tranquilizar los ánimos, y que entretanto se detuviera la salida de todo buque para América a fin de impedir que se trasmitieran antes a aquellos países tan alarmantes noticias. Pero lo notable de esta consulta era que a juicio del Consejo el remedio mejor y más eficaz para destruir los nuevos artificios de Napoleón y salvar el trono y la nacionalidad española era la pronta celebración de las Cortes. «El Consejo entiende (decía) de absoluta necesidad y de sumo interés que en el Manifiesto se asegure la pronta celebración de las Cortes, y que se cumpla y realice luego luego esta grande obra, pues ella es el medio más prudente, el más poderoso, y acaso el único que puede salvarnos.» Y más adelante: «Las Cortes para luego luego, y del mejor modo posible, pueden ser nuestro remedio.» Y por último: «Urgen, Señor, las Cortes; y no hay reparo en que se celebren legítimamente con los diputados posibles, porque la necesidad dispensa y recomienda lo mismo que en otras circunstancias no debería ejecutarse..."{12}» Concluía la consulta pidiendo la libertad de la imprenta, como un medio conveniente a la defensa y felicidad de la nación.
Ideas notables, y en verdad bien extrañas en boca de una corporación que pocos meses hacía se había mostrado hasta desafecta a la celebración de Cortes, y que en su famosa consulta de 4 de febrero pidió, y lo consiguió, que en la fórmula del juramento de los regentes se suprimiera lo que se refería a la convocatoria, diciendo que no se tratara de Cortes mientras no mudara mucho el estado de la nación. Pero cualquiera que fuese la causa de esta novedad en las opiniones del Consejo, sus últimos deseos se vieron cumplidos, puesto que al tiempo de poner los ministros sus rúbricas en la consulta (19 de junio), se encontraron con un decreto de la Regencia, convocando las Cortes del reino para el próximo mes de agosto.
Dada cuenta de este interesante episodio político, cúmplenos ahora volver a las operaciones militares que dejamos pendientes.
{1} Las Cortes decretaron más adelante un premio (sesión del 1.º de diciembre) a la familia huérfana de un cabo que, cuando ya había capitulado la guarnición dijo: Yo no capitulo: y metiéndose sable en mano por entre los enemigos, después de haber muerto muchos de ellos, lo fue él en el mismo acto, dejando este heroico ejemplo de valor y amor a la patria.
{2} «Primo mío (decía Napoleón al mariscal Berthier en la segunda), haced conocer al general Suchet que le reitero la orden de sitiar a Lérida y Mequinenza... porque tengo especial interés en acabar pronto con lo de Cataluña. Prevenidle que el duque de Castiglione (Augereau) ha ido hasta Barcelona, y que trate de ponerse en comunicación con él. Decid a Suchet, que si recibiese ordenes contrarias a las mías, las tenga por no recibidas, y sobre todo en punto a administración.»
{3} Aun después de pasado el peligro para Valencia prosiguió el general Caro sacrificando víctimas a sus odios o resentimientos personales; y cuando parecía entregado todo el mundo al regocijo y no hablarse ya de traidores, todavía llevó al patíbulo al coronel barón de Pozo blanco, natural de la isla de Trinidad, que se dice haber sido íntimo amigo suyo, y con quien después había roto por causas de que los historiadores no nos informan.– Toreno, Revolución, lib. XI.
{4} Allí permaneció hasta 1814, en que, concluida la guerra, volvió a su patria como los demás prisioneros; pero disgustado del giro que el rey Fernando había dado a la política, tan contrario a sus ideas, emigró a América, donde murió lamentando la suerte de una nación que tantos sacrificios había hecho por su independencia, por su libertad y por su rey.
{5} Du Casse, Memoires: liv. IX.
Un decreto semejante al de Augereau, y aún más solemne, dio poco después Soult en Andalucía (9 de mayo). En él declaraba, que no reconociendo más ejército en España que el del rey José, consideraba todas las partidas que existían en las provincias, cualquiera que fuese su número, como reuniones de bandidos, y por tanto todos los que fuesen aprehendidos serían fusilados, y expuestos sus cadáveres en los caminos públicos.– La Regencia algún tiempo después decretó por su parte (15 de agosto), «que por cada español que así pereciese se ahorcarían tres franceses, y que el mismo duque de Dalmacia, si caía en poder de nuestras tropas, sería tratado como bandido.»– Algo contuvo a Soult en sus demasías y crueldades este contra-decreto, aunque algo tardío.
{6} De poco leal le acusó la opinión, confirmándose el juicio de los que así pensaban con verle más adelante tomar partido por los franceses. Sin embargo, escritores españoles de nota le salvan de este cargo, atribuyendo su floja defensa, o a cualidades de su carácter, o a su mala estrella.
{7} Eran aquellos documentos una carta original de Carlos IV, escrita en latín, al rey de Inglaterra, cuando Fernando caso en segundas nupcias con la princesa María Antonia de Nápoles, y dos escritas del mismo monarca inglés para el augusto prisionero. Hoy se encuentran unas y otras segundas traducidas e impresas.
{8} En efecto, permaneció en ellos (y no fue poca fortuna que no le impusiesen mayor castigo) hasta la caída de Napoleón. Después vino a España, y obtuvo de Fernando, bajo ciertas condiciones, un privilegio para introducir harinas en la isla de Cuba con bandera española.
{9} Todas estas cartas y documentos se publicaron en el Monitor del 26 de abril, y traducidas por don Juan María Blanco se insertaron también después en las Memorias de Nellerto, tomo II.
{10} Descripción de estas fiestas hecha por el gobernador Berthemy en comunicación al ministro de Policía Fouché.
{11} Sesión del Consejo de 9 de junio de 1810. Señores que asistieron: el decano del Consejo, don Manuel de Lardizábal, don Bernardo de Riega, don José María Puig, don Sebastián de Torres, don José Navarro, don Antonio Ignacio de Cortabarría, don Ignacio Martínez de Villela, don Miguel Alfonso Villagómez, don Vicente Duque de Estrada, don Tomás Moyano, don Pascual Quílez, don José Salcedo, conde de Torremúzquiz, don Ignacio Omnibrían, don José Pablo Valiente, don Tadeo Galisteo, don Antonio López Quintana, el barón de Casa Davalillo, don Francisco López Lisperguer, don Lope Peñaranda, don Francisco Javier Romano, don Vicente Alcalá Galiano, don Antonio Ranz Romanillos.
{12} Consulta del Consejo de 17 de junio.