Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XI
Portugal. Massena y Wellington
La guerra en toda España. Situación del rey José
1810 (junio a fin de diciembre)

Fuerza militar francesa que había en España, y su distribución.– Preparativos para la famosa expedición a Portugal.– Sitio de Ciudad-Rodrigo.– Capitulación y entrega de la plaza.– Abandono en que la dejaron los ingleses.– Proclama de Massena a los portugueses desde Ciudad-Rodrigo.– Sitio y toma de Almeida.– Desaliento de los ingleses y firmeza de Wellington.– Los franceses en Viseo.– Ataque y derrota de éstos en la montaña de Busaco.– Retírase Wellington a las famosas líneas de Torres-Vedras.– Descripción de estas posiciones.– Detiénese Massena.– Fuerza y recursos respectivos de ambos ejércitos.– Impasibilidad de Wellington.– El francés hostigado por todas partes.– Misión del general Foy a París.– Auxilios al ejército francés.– Sucesos de Extremadura, del Condado de Niebla y del Campo de Gibraltar.– Expediciones de Lacy.– Estado del bloqueo de la Isla.– El general Blake en Murcia.– Invade este reino el general Sebastiani.– Retírase escarmentado.– Acción de Baza, desgraciada para los españoles.– Sucesos de Valencia.– Desmanes del general Caro.– Es reemplazado por Bassecourt.– Aragón y Cataluña.– Célebre sitio de Tortosa.– Operaciones de los generales franceses Macdonald, Suchet, Habert y Leval.– Id. de los españoles O'Donnell, Campoverde y otros.– Audaz y hábil maniobra de O'Donnell sobre La Bisbal.– Dificultades del sitio de Tortosa.– Movilidad y servicios de Villacampa.– Cómo fue llevada la artillería francesa por el Ebro.– Ataque terrible de la plaza.– Capitula la guarnición.– Organización y servicios de las guerrillas en toda España.– Revista de los principales guerrilleros que se movían en cada provincia y en cada comarca del reino.– Disgustosa y desesperada situación del rey José, y sus causas.
 

A más de 300.000 hombres hacen subir los escritores españoles las fuerzas que tenía Napoleón en España en junio de 1810: a 270.000 las reducen los historiadores franceses que quieren ser tenidos por más imparciales{1}. «Con tan considerables fuerzas, dice uno de éstos (y éranlo en verdad, aun suponiendo que no excedieran de la última cifra), lisonjeábase el emperador de someter fácilmente las plazas de Cádiz y de Badajoz, y de arrojar el ejército inglés de Portugal, creyendo poder dispensarse ya de disimular más tiempo sus proyectos sobre la España.» La expedición a Portugal era sin duda el pensamiento que preocupaba más a Napoleón, la empresa en que había mostrado más interés, y de la que más se prometía. Como principio de ella, y para no dejar aquel padrastro a la espalda, era menester apoderarse de la plaza española de Ciudad-Rodrigo, fronteriza de aquel reino, cuyo sitio dejamos pendiente en el anterior capítulo, defendiéndose heroicamente los sitiados. Muchos fueron sus actos de heroísmo.

El 25 de junio comenzaron el ataque general los cañones, obuses y morteros de las siete baterías enemigas, y el 26 batieron en brecha, y derribaron el torreón llamado del Rey. El 28, habiendo llegado ya a su campo el mariscal Massena, intimó Ney a su nombre la rendición de la plaza. «Después de 49 años que llevo de servicios, contestó serenamente el bravo gobernador Herrasti, conozco las leyes de la guerra y mis deberes militares... Ciudad-Rodrigo no se halla en estado de capitular.» Soldados, hombres y mujeres de la población participaban del espíritu de aquel denodado jefe; ayudábanle gustosos en todo, y nuestros artilleros, dirigidos por el brigadier don Francisco Ruiz Gómez, hacían en los enemigos grande estrago. No contento Massena con las obras de ataque de Ney, dedicose activamente a mejorarlas. El 3 de julio, después de porfiadas acometidas, ocuparon los franceses el arrabal de San Francisco, aunque volviendo luego los nuestros sorprendieron en él al enemigo y le mataron mucha gente. Con esto se enardecían más cada día; pero redoblando también su fuego las baterías francesas, el 8 abrieron una brecha de hasta 20 toesas en la muralla alta. Esperando habían estado siempre los nuestros el socorro del ejército inglés, que tan cerca se hallaba, no comprendiendo cómo pudiera faltarles; mas no solo les faltó, sino que se supo con admiración y asombro que se alejaban en vez de aproximarse{2}. Entonces de conformidad el gobernador y las demás autoridades resolvieron capitular (10 de julio).

Invitado fue el gobernador Herrasti por el mariscal Ney a pasar a su campo para tratar de la capitulación, así lo hizo. Elogios recibió el veterano español, y bien los merecía, del mariscal francés por su buena defensa, anticipose éste a ofrecer condiciones honrosas quedando la guarnición prisionera de guerra, y así lo cumplió. Solo fue cruel con los individuos de la junta, a quienes con ignominia condujeron a pie hasta Salamanca, trasportándolos a Francia después. También el duque de Rívoli (Massena) en su parte hizo el debido honor a aquella defensa, diciendo: «No hay idea del estado a que está reducida la plaza de Ciudad-Rodrigo: todo yace por tierra y destruido; ni una sola casa ha quedado intacta.» Compréndese el disgusto y enojo de los españoles por el comportamiento de lord Wellington, a quien ni los ruegos de los defensores y autoridades de Ciudad-Rodrigo, ni los del gobierno, ni los del marqués de la Romana que a propósito desde Badajoz pasó en persona a su cuartel general, lograron persuadir a que se moviera en socorro de la plaza. Se entiende que el resentimiento de semejante abandono impulsara a hombres como don Martín de la Carrera a unirse al marqués de la Romana separándose desde entonces del ejército aliado, y no queriendo servir ya en él. Concedemos que Wellington tuviera motivos razonables para huir de aventurar una batalla con el ejército francés, superior entonces al suyo; mas si prudente fue acaso su inmovilidad como general del ejército británico, dudamos que tal prudencia fuera tan compatible con sus deberes y compromisos como aliado de España, que bastara a sincerarle y absolverle por completo de las censuras que de su conducta se hicieron en aquella ocasión.

Conveníale al francés no dejar estorbos por aquella parte a la espalda del reino lusitano. A este fin destacó algunas fuerzas para ahuyentar al general Mahy, que desde el Bierzo había avanzado a Astorga y la tenía estrechada: otras se encargaron de arrojar de Alcañices al partidario Echevarría, que se defendió brava y tenazmente, bien que perdiendo en su retirada bastante gente acuchillada por la caballería francesa; y a otro general, en fin, se le encomendó apoderarse de la Puebla de Sanabria, pequeña y débilmente fortificada villa que ocupaba con alguna tropa don Francisco Taboada y Gil, el cual por lo mismo la desamparó fácilmente. Pero poco después fue recuperada por los españoles, haciendo prisionera la guarnición, y para tomar definitivamente posesión de ella costó a los franceses enviar otra vez en agosto una división de cerca de 6.000 hombres.

Desde Ciudad-Rodrigo dio Massena una proclama a los portugueses, diciendo entre otras cosas, que se hallaba al frente de 110.000 hombres; cómputo acaso más modesto que exagerado, si se contaba no solo la gente que a la sazón tenía consigo, sino la que le obedecía en Asturias, en León, en Castilla y en Extremadura, y aun los 20.000 guardias jóvenes que Napoleón había ofrecido seguirían al 9.º cuerpo para cubrirle la espalda. Menos exactos nos parecen algunos escritores franceses en la fuerza que atribuyen al ejército anglo-lusitano, pues suponen constaba de 30.000 ingleses y 40.000 portugueses disciplinados, sin contar las milicias organizadas y las partidas sueltas. No era ciertamente la fuerza numérica la principal dificultad que tenía que vencer el ejército invasor: era lo quebrado y accidentado del terreno, lleno de ásperas montañas y de profundos valles, con poquísimos caminos practicables para el arrastre de la artillería: era la falta de víveres en un país poco abundante, y en que las poblaciones tenían orden de la Regencia para abandonar bajo pena de la vida sus moradas a la aproximación de los franceses, y para llevar consigo o destruir todo género de subsistencias. Tampoco le favorecía la especie de rivalidad, o al menos poca concordia que había entre el príncipe de Essling y el duque de Elchingen (Massena y Ney), ambos de carácter indomable, no muy conformes en pareceres, hecho a mandar el uno, poco acostumbrado a obedecer el otro, y de los cuales cada uno tenía sus apasionados y detractores.

La segunda plaza que Massena había de tomar según instrucción expresa de Napoleón era la de Almeida. Once baterías con sesenta y cinco bocas de fuego plantaron contra ella los franceses (del 15 al 20 de agosto). Sin embargo, la plaza estaba bien fortificada y municionada; con muy vivo cañoneo contestaban también los sitiados, y elementos había para esperar que se defendiera más tiempo que Ciudad-Rodrigo. Mas hizo la fatalidad que al anochecer del 26 (agosto) una bomba arrojada por los sitiadores incendiara los almacenes de pólvora del castillo antiguo situado en medio de la ciudad, y volándose con horroroso estruendo, con la explosión se desmontaron los cañones, se aportillaron los muros, se arruinaron o resintieron casi todas las casas, y hasta quinientas personas perecieron bajo sus escombros. Aprovecharon los franceses el estupor producido por aquel horrible desastre para intimar la rendición, hubo dentro además un motín acaudillado por un oficial portugués, y el gobernador tuvo que entregarse quedando prisionera de guerra la guarnición. Sospechose connivencia en los de dentro con portugueses que estaban en el campo francés, y la sospecha no debió ser infundada, puesto que de los prisioneros no pocos oficiales y soldados, así de línea como de milicias, se alistaron en las banderas francesas.

Mucho desalentó a los ingleses la pérdida de las dos plazas; desanimados escribían los oficiales, y el mismo gobierno británico daba a entender que no le pesaría la retirada de su ejército. Solo Wellington se mantuvo firme, confiando todavía en sus medios y en sus planes. Lo que hizo fue replegarse a la izquierda del Mondego, estableciendo su cuartel general en Gouvea. El general Hill observaba en el Alentejo al francés Reynier, que permanecía con el 2.º cuerpo en Extremadura. Massena con el 6.º y 8.º se fijó en las cercanías de Almeida. La dificultad de los víveres, la mala voluntad de los pueblos, y las guerrillas españolas que le ponían no poco embarazo, le detuvieron allí cerca de un mes, con harta impaciencia y extrañeza de Napoleón, que desde lejos no comprendía las causas de aquella especie de inacción. Al fin, después de muchas vacilaciones, después de ordenar a Reynier que se le uniese con el 2.º cuerpo, racionados los tres para trece días, moviose por Celorico y Viseo en dirección de Coímbra. El 18 de setiembre entraron las avanzadas francesas en Viseo, encontrando desierta la ciudad, y el 20 llegó el grueso de las tropas, no sin que la artillería y bagajes fuesen atacados por el coronel inglés Traut, causándoles alguna pérdida, y deteniéndolos dos días más, cuya detención perjudicó mucho a Massena.

Porque entretanto Wellington, que también había andado perplejo, excitado acaso por los clamores que contra su conducta en Portugal se alzaban, habiendo también dispuesto que se le incorporase la división de Hill, situose sobre la orilla izquierda del Alva, detrás de la sierra de Murcela, teniendo a su derecha la de la Estrella y a su izquierda el Mondego, donde con sus tropas y con las portuguesas que colocó a retaguardia reunía unos 50.000 hombres. Los días que los franceses se detuvieron de más en Almeida bastaron para que Wellington llegara antes que ellos a la Sierra de Alcoba, de modo que cuando el 26 de setiembre avanzó Ney a la falda de la sierra, ya el ejército anglo-lusitano coronaba la cresta de la montaña delante de Busaco. Han dicho después algunos que si el ejército francés hubiera acelerado su marcha y acometido 36 horas antes, habría sido batido el inglés con probabilidades de destruirle. Sea lo que quiera de estos pronósticos militares que suelen hacerse después de los sucesos{3}, empeñose allí al día siguiente (27 de setiembre) la batalla, al parecer no por gusto de Massena, sino movido éste por los deseos de otros jefes, y por una carta que vio del mariscal Ney, la cual picó su amor propio, y quiso acreditar que no era menos resuelto que sus subordinados.

Empinada, escabrosa y agria como era la montaña, dio orden Massena de embestirla. Hiciéronlo las tropas de Reynier con tal arrojo, que encaramándose a la cima la enseñorearon por un rato, arrollando una división inglesa; mas luego fueron desalojados, despeñándose de la cumbre abajo con gran pérdida. Ney que la subía por otro punto, después de sufrir a la mitad de ella un vivísimo fuego, fue cargado a la bayoneta, y sus tropas cayeron precipitadas en las honduras y barrancos. El combate duró poco, y sin embargo perdieron los franceses sobre 4.000 hombres, quedando prisionero el general Simon, muerto Graindorge, y heridos Foy y Merle. Comprendió el príncipe de Essling que era temeridad querer apoderarse de la sierra; mandó retirar su ejército a la desfilada, disimulando este movimiento con falsos ataques, y atravesando la sierra de Caramuela por un camino de que le dio noticia un paisano, dirigiose con sus tropas a Coímbra, sin encontrar al paso obstáculo serio. La ciudad había sido también abandonada por los moradores, pero tan precipitadamente que aun encontraron en ella los franceses víveres y recursos que sirvieron de cebo y desordenado pasto a los soldados. Merced al desorden y al saqueo, no pudo Massena moverse de allí hasta el 4 de octubre, detención que fue también beneficiosa a los ingleses.

No sacó en verdad Wellington del triunfo de Busaco el partido que era de esperar, pudiendo decirse en este punto de la acción de la Sierra de Alcoba algo parecido a lo de la batalla de Talavera. Dieron, sí, los ingleses una nueva prueba de su valor, y los portugueses comenzaron a inspirar confianza, porque acreditaron que sabían batirse con denuedo. Por lo demás, Wellington emprendió también su retirada en busca de las famosas posiciones o líneas de Torres-Vedras que cubrían a Lisboa, preparadas de antemano. Las tropas cometieron en la marcha tales demasías, que hacían recordar las del malparado ejército de Moore, pero mucho menos disimulables las de ahora, siendo como era un ejército bien alimentado y no vencido: para reprimir tales desmanes tuvo el general en jefe que imponer severísimos castigos, y prohibir a muchos regimientos entrar en poblado. Viéronse además comprometidos y apurados varios cuerpos, inclusa la división Craufurd, primero en Leiria, después en Alcoentre y en Alenquer, acosándolos con su natural impetuosidad y viveza los franceses. Tampoco faltó a éstos su contratiempo, pues habiendo dejado a su salida de Coímbra los enfermos y heridos, con varios oficiales de administración, en dos conventos fortificados y custodiados por una pequeña guarnición, fueron sorprendidos, atacados y hechos prisioneros por la columna del coronel inglés Traut, que los trasladó a Oporto, donde los entregó a los ultrajes del populacho, a fin de excitar, decía él, el entusiasmo de la población. Al fin fueron entrando los ingleses en las líneas de Torres-Vedras, y no tardó en llegar a ellas el ejército francés, quedándose absorto Massena al encontrarse con unas fortificaciones de por sí maravillosas, y que él ni conocía ni esperaba.

Coronaban estas líneas, que tanta celebridad adquirieron, unas alturas escarpadas, con profundos barrancos a su pie, empalizados y erizados de cañones{4}. Wellington había hecho construir estas obras sin revelar a nadie su plan: en el mismo ejército inglés apenas eran conocidos estos trabajos, y se ignoraba su objeto. Massena se paró ante esta posición formidable. Distribuyó y colocó sus tropas en Sobral, Villafranca, Orta y Villanova, separadas del enemigo por un valle. Hecho un cálculo de sus fuerzas y medios, y no considerándolos suficientes para forzar las líneas, de acuerdo con los otros jefes resolvió enviar a París al general Foy para informar al emperador de su situación y pedirle refuerzos, esperando entretanto la llegada del 9.º cuerpo y la formación de la guardia joven que había de servirle de reserva. Wellington, seguro en aquel formidable atrincheramiento y teniendo libre el mar, iba reforzando su ejército; las bajas se cubrieron con tropas de Inglaterra y de Cádiz: y además pasó de la Extremadura española a unírsele el marqués de la Romana con 8.000 hombres en dos divisiones mandadas por don Carlos O'Donnell y don Martín de la Carrera. Iban entrando también en aquel recinto, defendido por 600 bocas de cañón, las milicias de Lisboa y de la Extremadura portuguesa, y todo el que podía y estaba en edad de llevar armas. De modo que a fines de octubre había dentro de las líneas 130.000 hombres, de ellos 70.000 de cuerpos regulares. «Tan enorme masa de gente, observa con oportunidad un escritor español, abrigada en estancias tan formidables, teniendo a su espalda el espacioso y seguro puerto de Lisboa, y con el apoyo y los socorros que prestaban el inmenso poder marítimo y la riqueza de la Gran Bretaña, ofrece a la memoria de los hombres un caso de los más estupendos que recuerdan los anales militares del mundo.» Wellington, siempre circunspecto, no se movía de las líneas, esperándolo todo de su impasibilidad. Así estuvieron por espacio de un mes ambos ejércitos.– Veamos cuál era la posición en que se encontraban Massena y los suyos.

Ellos no podían dar un paso adelante, porque no podían forzar las líneas; los víveres les escaseaban, porque el país les era enemigo; por la espalda los hostigaba la milicia del Norte de Portugal, con la cual se daba la mano la de Beira Baja, y a esta la apoyaba una columna móvil española que mandaba don Carlos España, operando por el lado de Abrantes, villa fuerte que ocupaban los aliados. Las partidas de León y de Castilla les cortaban las comunicaciones e interceptaban los socorros. El general Mahy ocupó por dos veces a León, y sobre haber tenido en este país algunos reencuentros favorables, conseguía entretener al enemigo y obligarle a mantener en las riberas del Esla y del Órbigo fuerzas bastantes, que por lo mismo no podían acudir a Portugal. Aunque luego fue nombrado Mahy capitán general de Galicia, a fin de que estuviesen en una mano la autoridad superior militar y la dirección de las fuerzas activas, no adelantaron más las operaciones por aquel lado. En Asturias, a donde se extendía también el mando de Mahy, imprimió algún movimiento, y hubo encuentros varios, aunque para los nuestros no ventajosos, acaso por falta de plan, y de poco concierto entre los jefes, de los cuales solían retirarse unos cuando avanzaban otros, no produciendo esta manera de pelear otro efecto que tener en sobresalto continuo a los franceses, y obligarlos a conservar allí considerable número de tropas. Fueron sin embargo notables las expediciones navales que desde los puertos de Asturias emprendió el intrépido Porlier, tal como la que hizo a la costa de Santander, entrando en Santoña, cogiendo prisioneros, desmantelando baterías enemigas, y alarmando por allí a los franceses; como lo fueron otras atrevidas empresas que así por tierra como por mar solía acometer aquel infatigable caudillo.

Por la parte de Extremadura tampoco podía recibir el ejército francés de Portugal auxilio de importancia. El mariscal Mortier que había quedado allí con el 5.º cuerpo, veíase de continuo incomodado por nuestras tropas y guerrillas: y aunque en 11 de agosto sufrieron los nuestros un descalabro en las alturas de Cantaelgallo, no pasaron los franceses adelante, volviendo a Zafra, donde antes estaban. Wellington, después de internarse en Portugal la división Hill, aun se desprendió de una brigada portuguesa para enviarla a Extremadura: y tanto esta brigada como la caballería del general español Butrón que acudió también a aquellas tierras, sirvieron mucho para salvar nuestro ejército, acometido por fuerzas superiores enemigas en Fuente de Cantos (15 de setiembre), cuando ya estaba algo desordenado y había perdido algunos cañones. Después de esto pasó el marqués de la Romana, como indicamos ya, a incorporarse con Wellington, de propia autoridad y sin contar con el gobierno de Cádiz, llevando consigo las divisiones de O'Donnell y la Carrera, y dejando el mando en jefe del resto de las tropas de Extremadura a don Gabriel de Mendizábal. A pesar de aquella desmembración, que no parecía muy prudente, la guerra de Extremadura se mantuvo sin prosperidad notable para los enemigos.

Supo pues Massena, y en ello anduvo prudente, moderar sus ímpetus delante de Torres-Vedras, obrando contra su carácter en no embestir aquel inexpugnable promontorio en tanto que no le llegaran refuerzos; y mérito no escaso tuvo en perseverar un mes entero en sus posiciones delante de tan poderoso y formidable enemigo, sufriendo sus soldados enfermedades, hambres y molestias de todo género. Admiró a todo el mundo la inmovilidad y la impasibilidad de Wellington, encerrado en sus líneas, fortificándolas más cada día, y esperándolo todo de la paciencia y del tiempo. Era no obstante mucho más ventajosa la situación del ejército aliado, muy superior ya en número, abastecido de todo, seguro en su inmenso atrincheramiento, en medio de un país amigo, con una gran ciudad a la espalda, y libre el mar para comunicarse con Cádiz y con Inglaterra: mientras que el francés, amenazado a todo instante por el frente, hostigado por los costados y la espalda, sin medios de subsistencia, sin recibir siquiera un pliego desde que salió de Almeida, entre poblaciones enemigas, y quinientas leguas de París, donde tenía que apelar y recurrir para todo, hallábase en una de las situaciones más críticas en que pueden verse un general y un ejército.

Y sin embargo no se movió Massena hasta que apuró todos los recursos de la comarca, y aun entonces no retrocedió a la frontera española, sino solo algunas leguas más atrás, donde pudiera subsistir, y acaso atraer a los ingleses. Y aun esto lo hizo con tanta destreza y tan a las calladas, enviando delante los bagajes y los enfermos (13 y 14 de noviembre), que cuando se apercibieron de ello los ingleses en la mañana del 15, ya los unos se habían alejado por el camino real de Santarén, los otros por la parte de Alcoentre. Wellington no se movió por eso, contentándose con enviar solamente dos divisiones, casi más en observación que en persecución del enemigo, cuyos intentos ignoraba. El 18 habían tomado ya los franceses las siguientes posiciones: el 2.º cuerpo en Santarén, detrás del río Mayor; el 8.º sobre Aviella; el 6.º en Leiria y Thomar; el cuartel general en Torres-Novas: el general Loison pasó con su división el Cécere, y se apoderó de Punhete, donde le fueron llevadas las maderas y útiles que pudieron encontrarse para la construcción de puentes, necesarios para ponerse en comunicación con España. En aquellas posiciones se proporcionaba el ejército francés bastimentos, y estaba en aptitud, o de emprender sus operaciones por el frente, o de pasar a la izquierda del Tajo. Wellington, que ignoraba la fuerza que los enemigos tendrían en Santarén, envió al general Hill con dos divisiones y una brigada portuguesa (19 de noviembre), pero un movimiento de los enemigos hacia el río Mayor le convenció de que tenían allí más de una retaguardia, y ordenó a Hill (20 de noviembre) que hiciera alto en Chamusca, orilla izquierda del Tajo. El general inglés volvió a su sistema de inmovilidad y de espera, hizo acantonar algunas de sus tropas en Cartaxo y Alenquer, y durante la estación de las lluvias dedicose a levantar nuevas líneas de defensa y una nueva cadena de fuertes.

En esta situación, y en tanto que el general Foy, corriendo mil peligros, atravesaba la península para ver e informar a Napoleón que lo ignoraba todo, los dos ejércitos y los dos insignes generales se observaban, se imponían mutuo respeto, y se temían recíprocamente. La vista de toda Europa estaba fija en ellos. Disputábase quién de los dos vencería al otro en perseverancia. Aunque era más ventajosa la posición de Wellington, no le faltaban dificultades con el gobierno portugués, y aun con el gobierno británico. Más crítica la de Massena, carecía a las orillas del Tajo de todos los medios que en otro tiempo había tenido para asegurar el paso del Danubio: el suelo portugués no era el suelo de Austria, y en vano intentaba aquí buscar en Abrantes los recursos que allá le había suministrado Viena. Sin comunicaciones ni con Francia ni con España, sin pan, con pocas municiones, casi sin maderas, ni hierro, ni herramientas para la construcción de los trenes de puentes que necesitaba para los pasos del Cécere y del Tajo, disgustados y poco sumisos los generales, aunque obediente y sufrida la tropa, alerta siempre al menor indicio, atento al más ligero rumor que pudiera indicar la aproximación de algún socorro por Castilla o por Extremadura, fama adquirió sin duda el vencedor de Zurich, como antes por su impetuosidad, ahora por su firmeza y su sangre fría.

Al fin, al mediar diciembre recibió el ejército francés el consuelo de ver llegar al general Drouet procedente de Castilla, aunque no con todo el 9.º cuerpo, sino con una sola de sus divisiones, mandada por Conroux, la cual, unida a la brigada de Gardanne que andaba por cerca de Almeida, componía una fuerza de 9.000 hombres. La otra división de 8.000 que guiaba Claparéde, perteneciente al mismo cuerpo, no pudo llegar hasta más tarde, a pesar de algunas ventajas que obtuvo sobre el general portugués Silveira, haciéndole replegar la vuelta del Duero. Por Drouet recibió Massena despachos atrasados de Napoleón y otros escritos después de la ida del general Foy, en que aprobando su establecimiento sobre el Tajo, y excitándole a continuar en aquellas posiciones, le hacía galanas ofertas de socorros, pero contando entre ellos el cuerpo de Drouet, que el emperador suponía no bajar de 30.000 hombres, cuando realmente estaba reducido a la mitad, así como los auxilios que de Andalucía había de enviarle el mariscal Soult, y que tampoco llegaban. En tal estado se encontraba al comenzar el año 1811 y a los seis meses de la invasión el ejército expedicionario de Portugal, aquel ejército con que Napoleón se prometía arrojar a los ingleses de la península ibérica, y cuya campaña confiaba en que había de traer la pronta y fácil terminación de la guerra de España: y en tal estado le dejaremos por ahora, para dar cuenta de lo que entretanto había acontecido en otros puntos.

Hemos tenido ya que decir lo que pasaba en las provincias rayanas o fronterizas de aquel reino, Galicia, Castilla la Vieja y Extremadura, que por su inmediación estaban con él más en contacto. Por la propia razón enlazábanse las operaciones de Extremadura con las de Andalucía, ya dándose mano y ayuda los que defendían la misma causa, ya hostilizándose o distrayéndose los que peleaban en contrarias huestes. Guerreábase con empeño a los dos lados de Cádiz, en el condado de Niebla, y en el campo de Gibraltar y serranía de Ronda; era comandante general en el primero de estos países don Fernando Copons, y habíase dado el mando de los otros a don Francisco Javier de Abadía. El gobierno supremo desde Cádiz, y la junta de Sevilla desde Ayamonte fomentaban la lucha y la auxiliaban. Esta última había formado en la pequeña isla de Canela en el Guadiana una especie de parque o arsenal, donde se fabricaban o componían fusiles, monturas, vestuarios y otros pertrechos, sirviendo al mismo tiempo de refugio a muchas familias de la comarca y de depósito para dispersos y aliados; y proyectose también formar en ella, con las barquitas que había y las que se armaran, una escuadrilla para resguardar los caños que la circundan. La Regencia desde Cádiz adoptó el sistema de enviar expediciones marítimas para fomentar la insurrección en las comarcas vecinas, como hacía Porlier por su cuenta allá en las Asturias.

Destinó la primera a la Serranía de Ronda a cargo del general don Luis Lacy, con más de 3.000 hombres de buenas tropas, y divulgando que la expedición se dirigía a Ayamonte, se hizo a la vela (17 de junio), y dio rumbo y desembarcó en Algeciras. No pudo Lacy ni tomar la ciudad de Ronda, donde los franceses se hallaban bien atrincherados, ni realizar su plan de fortificar con castillejos ciertos parajes de la Serranía, para lo cual necesitaba más tiempo y más desahogo que el que le dejaban los franceses. Animó no obstante con su presencia a los serranos, y ayudado de Aguilar, Valdivia, Becerra y otros intrépidos jefes de partidas, así como de una columna que los ingleses enviaron en su apoyo, dio por aquella parte no poco que hacer a los enemigos. Mas reforzados éstos a su vez con tropas enviadas por los generales Víctor y Sebastiani, viose obligado Lacy a refugiarse en la fuerte posición de Casares. Mudó luego de plan, y embarcándose en Estepona y Marbella, volvió a Algeciras y San Roque, donde le prestaba eficaz apoyo el comandante general del campo don Francisco Javier Abadía. Aun volvió Lacy a la banda de Marbella, cuyo castillo guardaba y defendía bravamente don Rafael Cevallos Escalera, hasta que acudiendo a aquellas partes gran golpe de gente enemiga, creyó prudente Lacy retornar a Cádiz (22 de julio), donde no había de estar mucho tiempo descansado y quieto.

Solo estuvo el necesario para preparar otra expedición, que al cabo de un mes emprendió al condado de Niebla, llevando sus 3.000 hombres; y apoyado ahora por una escuadrilla sutil inglesa y española, desembarcó con su gente a dos leguas de la barra de Huelva (23 de agosto), con gran contento de la gente del país, y también de Copons, comandante general del Condado. Pero unos y otros quedaron luego descontentos, mustios y hasta resentidos al ver a Lacy retirarse a los pocos días; pues si bien es cierto que le amenazaban superiores fuerzas y que había llenado su objeto de causar una diversión al enemigo, también lo es que los pueblos que se alentaron y comprometieron más desembozadamente con su presencia, quedaron con su reembarco más expuestos que antes a la venganza del francés, y algunos sufrieron por esto trabajos y vejaciones. Otra vez de asiento Lacy en Cádiz, y de acuerdo con el gobierno y con otros jefes, hizo una salida camino del puente de Zuazo (29 de setiembre), en que logró destruir algunas obras del ejército sitiador.

Unos y otros, sitiados y sitiadores, continuaban perfeccionando las obras de tierra, y aumentando la cadena de fortificaciones en la línea del territorio que cada cual dominaba. Reconocida también por unos y por otros la necesidad de los medios navales para operar en campos separados por mares, ríos y caños de agua, unos y otros se dedicaron igualmente a fomentar cada uno por su parte la marinería, y principalmente las fuerzas sutiles. Los franceses talaron montes, y trajeron de Francia carpinteros, calafates y marinos, y diéronse a construir en Sanlúcar una flotilla, que repartieron entre este puerto, el Real y el de Santa María. Los nuestros a su vez dieron orden para que se trasladase allí la excelente marinería que había en Galicia, y para que se recogiesen los soldados de marina que habían sido incorporados a los batallones de tierra, y ordenaron hacer pequeñas y frecuentes expediciones a Rota, Sanlúcar, Puerto Real, Conil y otros puntos, con objeto de destruir los barcos franceses. Unos y otros hacían acometidas a la opuesta costa, pero no podía competir la marina francesa con la española ayudada de la inglesa. En uno de aquellos ataques perdieron los franceses al distinguido general de artillería Senarmont. En esta tarea se invirtió por aquella parte el resto del año, sin operaciones de trascendencia.

El general Blake, que, como dijimos, había reunido al mando del ejército del centro el de las tropas de Cádiz y la Isla, propuso al consejo de Regencia, y éste accedió a ello, pasar a Murcia a fin de sosegar las disensiones y disturbios que agitaban aquella ciudad desde la invasión de Sebastiani, y que los enemigos fomentaban. En su virtud partió Blake de Cádiz (23 de julio), y tocando en Gibraltar arribó el 2 de agosto a Cartagena, de donde se trasladó inmediatamente a Elche, donde Freire tenía su cuartel general. Componíase entonces aquel ejército de cerca de 14.000 hombres, 1.800 jinetes, con 14 piezas de artillería, distribuidos entre Murcia, Alicante, Elche, Orihuela, Cartagena y otros pueblos de la comarca, con algunos cuerpos destacados en la Mancha, sierra de Segura y frontera de Granada. Uno de sus primeros actos fue conferir al general don Francisco Javier Elío la comandancia de Murcia; nombramiento tan acertado, que su presencia y su energía bastaron para restablecer en poco tiempo la tranquilidad en aquella desasosegada población. A ella se trasladó el 7 de agosto el cuartel general; Elío pasó con una división a Caravaca, y Freire se situó con otras en Lorca.

Sebastiani, que continuaba en Granada, ocupando los suyos a Guadix, Baza y Almería, propúsose dar un golpe decisivo a nuestro ejército del centro, y acordándose de su primera y afortunada expedición a Murcia, partió otra vez en aquella dirección con todas sus fuerzas (18 de agosto). Informado Blake de este movimiento, preparose a recibirle, o más bien a esperarle, y recomendando mucho la unión a los murcianos (si bien a los pocos días tuvo necesidad de decretar que el reino de Murcia se rigiese por un gobierno puramente militar), y ordenando a Elío que pasase a unirse con Freire en Lorca, adelantose él a Alcantarilla con tres batallones y las catorce piezas. Aprovechando el buen espíritu del paisanaje de la Huerta, le distribuyó en compañías y secciones, y le reunió al ejército, encomendándole las obras de defensa que pudieran ejecutarse en el momento, entre ellas la de preparar, si era posible, la inundación de la Huerta con las aguas del Segura. Sebastiani siguió su marcha hasta encontrarse con los nuestros (26 de agosto), y continuó confiadamente hasta Lebrilla al ver que la caballería de Freire se iba retirando; evolución que ejecutó con destreza este general. Parose allí el francés al ver la actitud en que le esperaban los españoles, y hechos algunos reconocimientos, en vez de atreverse a acometer a Murcia, se replegó a Totana. Llevaba Sebastiani de 9 a 10.000 hombres con 17 piezas: no llegaban a este número los de Blake, pero teníalos perfectamente distribuidos. Lo cierto es que, intimidado el enemigo, evacuó a Totana, y emprendiendo un movimiento retrógrado por Lorca, donde cometió no pocos estragos y tropelías, volviose sin detenerse a los acantonamientos de donde había salido, sin recoger otro fruto de una expedición que se había imaginado tan fácil, que fatigar a sus soldados haciéndolos andar cerca de cien leguas en una estación calurosa, dejando el reino de Granada expuesto a una sublevación.

Después de la frustrada invasión de los franceses no ocurrió en Murcia en todo setiembre suceso de importancia, sino movimientos y reencuentros parciales entre las partidas y puestos avanzados. En tanto que Blake se ocupaba en adiestrar el ejército y en mejorar las defensas y reparar los atrincheramientos de Murcia, las partidas de Villalobos, del coronel Martínez de San Martin y del brigadier Calvache inquietaban continuamente al enemigo por los confines y comarcas de Cuenca y de Jaén: por desgracia el valeroso Calvache fue muerto en Villacarrillo; tanto respetaban los enemigos a este distinguido jefe, que enviaron su cadáver a nuestro campo para que se le hiciesen los honores debidos a su conducta y a su reputación: aplaudamos este rasgo de generosidad de nuestros adversarios. De otra clase eran las pequeñas partidas que andaban por la Mancha, cuyos excesos y demasías irritaban a las poblaciones y producían tales quejas, que obligaron a Blake a tomar serias providencias para sujetarlas a cierto régimen y hacerlas entrar en su deber.

Pareciole a Blake encontrarse ya bastante fuerte para ir a buscar a Sebastiani en sus propios acantonamientos, y moviéndose el 20 de Murcia con las divisiones 1.ª y 3.ª, y marchando por los Vélez, Blanco y Rubio, púsose el 2 de noviembre sobre Cúllar, que abandonaron los enemigos. Dejó allí alguna infantería con seis de las doce piezas que llevaba, y avanzó al día siguiente a la hoya de Baza, donde encontró las avanzadas francesas, situándose él en las lomas que la dominan. Los enemigos tomaron también sus posiciones. Nuestra caballería mandada por Freire desembocó en el llano, protegida en sus flancos por numerosas guerrillas y por la partida de Villalobos, ganando bizarramente terreno y haciendo cejar tres escuadrones enemigos. Bajó entonces Blake de la altura con tres piezas y la mitad de la infantería. Mas cuando ya ésta había desplegado en batalla, y cuando la caballería de Freire, acometida por 1.000 jinetes franceses, volvía serena y ordenadamente a apoyarse en nuestros infantes, la retaguardia de aquella comenzó a trotar y a desordenarse; nuestra infantería contuvo al pronto a los franceses con descargas a quemarropa, pero faltole también la firmeza, y corrió a ampararse de la división que había quedado en la altura, donde los enemigos se detuvieron. Perdimos en esta desgraciada acción (3 de noviembre) cinco piezas y sobre mil hombres entre muertos, heridos y prisioneros. Poca fue la pérdida de los franceses. Por fortuna éstos no pasaron de Lorca, donde exigieron contribuciones y víveres, y el 8 se volvieron a Baza, ocupando Sebastiani en Granada a mediados de noviembre las mismas posiciones que antes. Blake se replegó a Murcia, donde se dedicó a reorganizar las tropas y el paisanaje, en tanto que se disponía a ir a desempeñar otro más alto cargo a que le había llamado la patria.

Este alto cargo era el de individuo del Consejo de Regencia, para el cual fue nombrado por las Cortes del reino. Fuera de la honra que en ello recibía, Blake siguió siempre el invariable principio de obedecer a la autoridad suprema y aceptar los puestos a que le destinaba. Y sin embargo no quiso abandonar su ejército hasta asegurar y dejar tranquila la provincia de Murcia. Conseguido esto, mandando por lo mismo que cesase el gobierno militar establecido en agosto y que volviera a regirse por las leyes comunes y ordinarias, dejando encomendado el mando del ejército al general Freire (20 de noviembre), y despidiéndose de unas tropas y de una provincia que quedaban sintiendo su separación, partió a desempeñar su nuevo cargo, llegando a la Isla de León a principios de diciembre.

Nada podía adelantarse por la parte de Valencia, puesto que allí el general don José Caro, más que en las cosas de la guerra pensaba en seguir abusando de su autoridad, y en cometer los mismos desafueros de que antes dimos ya cuenta. Frecuentemente llegaban quejas de su desatentado proceder al gobierno de Cádiz, no solo por parte de los valencianos, sino también de los aragoneses, como que se había apoderado a mano armada de los socorros que la Regencia había enviado a Aragón, y que consistían, entre otros artículos, en cuatro millones de reales y cuatro mil fusiles. Quejábanse también los eclesiásticos de que echaba mano de los bienes de la Iglesia sin ninguna formalidad. Respecto a operaciones, al ver el clamoreo que contra él había levantado la opinión pública por haber dejado a los franceses apoderarse impunemente de Morella, envió a don Juan Odonojú con 4.000 hombres, el cual por dos veces se aproximó a aquella plaza, y aun una de ellas llegó a intimar la rendición al castillo; mas si en la primera sostuvo un choque algo vivo con los enemigos, en la segunda tuvo que retirarse apresuradamente y con descalabro. Instaba también a Caro el capitán general de Cataluña para que acudiese al socorro de Tortosa, amenazada de sitio por los franceses: moviose al fin el de Valencia, aunque tarde y despacio, llevando consigo 20.000 hombres, mitad de tropa y mitad de paisanaje; mas como viniese a su encuentro Suchet, lejos de aguardarle replegose a Alcalá de Gisbert, y de allí a Castellón y Murviedro.

La Regencia, que había llamado a Cádiz al marqués de la Romana, con objeto de enviarle a Valencia a separar a su hermano don José de aquel mando, viendo que esto urgía y que aquél no llegaba, despachó un oficial de confianza a don Luis Alejandro Bassecourt, comandante general de la provincia de Cuenca, ordenándole que sin perjuicio y con retención de aquella comandancia, se encargase interinamente de la capitanía general de Valencia, recomendándole mucho la reorganización y disciplina de aquel ejército, que socorriera a todo trance a Cataluña, y sobre todo que viera de impedir la pérdida de Tortosa. Mas no eran menester órdenes para que Caro dejase la capitanía general de Valencia. En su retirada a Murviedro se notó haber desaparecido del campo: con semejante conducta, que irritó también a su hermano don Juan, hombre de otro temple, que maniobraba, como hemos visto, en Cataluña, llegó a pronunciarse de tal manera el odio popular contra su persona, que temiendo ser víctima de la indignación pública, tuvo a bien escabullirse disfrazado de fraile y se fue a buscar un asilo en Mallorca.

Encargado por Napoleón el mariscal Suchet de sitiar y rendir las plazas de Cataluña, después de tomadas las de Lérida, Hostalrich y Mequinenza, emprendió, según dejamos indicado, el sitio de Tortosa, en tanto que el mariscal Macdonald, gobernador general del Principado, empleaba todo género de esfuerzos y todas las tropas disponibles en introducir convoyes y proveer de víveres a Barcelona. A preparar el sitio hizo Suchet concurrir las divisiones de Habert y de Leval, y él sentó sus reales en Mora (7 de julio), dándose la mano con aquellos, y echando puentes volantes para la comunicación de ambas orillas del Ebro. Desde estas primeras operaciones preparatorias comenzaron los reencuentros y combates con las tropas españolas de dentro y de fuera, siendo uno de los más serios el que tuvo la división de Leval (15 de julio) con la del marqués de Campoverde que se alojaba en Falset, y en el que aquella fue rechazada. Fue otro el que tuvo la división de Habert, acometida por don Enrique O'Donnell (29 de julio), el cual, no pudiendo desalojarla, entró en la plaza de Tortosa, donde al ver la resolución y el entusiasmo de la guarnición y del pueblo, dispuso una salida contra Leval. Verificose ésta bajo el mando de don Isidoro Uriarte (3 de agosto); la acometida fue impetuosa, y consiguió deshacer algunas obras del enemigo, pero reforzado éste, tuvieron los nuestros que recogerse a la plaza, dejando algunos prisioneros, entre ellos el coronel don José María Torrijos. O'Donnell no tardó en volver a Tarragona, su cuartel general. En estos casos se notaba o la flojedad o la falta de cooperación del capitán general de Valencia don José Caro.

Tan pronto como el mariscal Macdonald, duque de Tarento, logró introducir en Barcelona el segundo convoy de víveres, que era uno de sus mayores afanes, tomó la vía de Tarragona para ver si podía cercar esta plaza y privar a la de Tortosa de los socorros de O'Donnell. Mas le salió tan fallido su cálculo, y tan al revés sucedieron las cosas, que fue O'Donnell quien tuvo el cuerpo de Macdonald de tal manera bloqueado en Reus, que para no perecer de hambre hubo de levantar el campo (25 de agosto), no sin imponer antes a aquella industriosa ciudad la exorbitante contribución de 136.000 duros. De allí partió a verse con Suchet en Lérida, pero tampoco hizo esta expedición impunemente, puesto que, hostilizado en los pasos estrechos, ya por el brigadier Georget, ya por don Pedro Sarsfield, sufrió en la marcha una baja de más de 400 hombres. Viéronse al fin en Lérida los dos mariscales (29 de agosto), y acordaron activar el sitio de Tortosa, aprovechando la ocasión de permitir una crecida del Ebro llevar y aproximar a la plaza cañones de batir; pues por tierra era tan difícil el acceso, que para trasportar de Mequinenza municiones de guerra y boca hubieran tenido los franceses que reparar y habilitar los restos de un antiguo camino de ruedas, tiempo hacía en desuso, y cuya operación aun no estaba concluida.

Fue Macdonald a situarse en Lérida con arreglo a lo acordado con Suchet. Comprendió el activo O'Donnell el propósito y fin de este movimiento, y resuelto a no dejar reposar a su adversario, hizo que se embarcase en Tarragona alguna tropa con pertrechos y artillería, mandó ir a Villafranca la división de Campoverde, partió él mismo a ponerse al frente de ella, distribuyendo las fuerzas de modo que unas atendiesen al camino de Barcelona, otras observasen a Macdonald, y otras corriesen y explorasen la costa, y él avanzó a Vidreras. Desde este punto, marchando a la ligera y con rapidez a la cabeza del regimiento de caballería de Numancia, unos 60 húsares y un centenar de infantes, franqueó en poco más de cuatro horas las ocho leguas de camino que separan aquel punto de la villa de La Bisbal. La sorpresa que se propuso hacer fue completa; cogió de improviso los piquetes que patrullaban, y en la misma noche en que esto ejecutó obligó a capitular al general francés Schwartz, que con su gente se había encerrado en el castillo (14 de setiembre). Mereció bien O'Donnell el título de conde de La Bisbal, que después le fue otorgado por tan admirable como dichosa expedición, pero no le ganó de valde, puesto que al hacer un reconocimiento del castillo recibió una grave herida en la pierna derecha. Entretanto, y con arreglo a la combinación por él dispuesta, don Honorato Fleyres se apoderó de San Feliú de Guixols, y el coronel don Tadeo Aldea tomó a Palamós; siendo el resultado de esta atrevida y hábil maniobra de O'Donnell coger a los franceses 17 piezas y 1.200 prisioneros, entre ellos el general Schwartz y 60 oficiales.

Ni descansaban los nuestros, ni dejaban descansar a los franceses por el norte de Cataluña, hostigándolos por la parte de Figueras don Juan Clarós, por Puigcerdá el marqués de Campoverde, por Igualada el brigadier Georget, y después el barón de Eroles, que con el título de comandante general de las tropas y gente armada del Ampurdán reemplazó a Campoverde en el mando de los distritos del Norte. Cada uno de estos caudillos sostenía frecuentes refriegas, que aunque no eran ni podían ser acciones decisivas, llenaban el triple objeto de causar parciales bajas, dificultar las subsistencias y las operaciones, y entretener y molestar de continuo al enemigo. Y tanto lo lograban, que para socorrer a Barcelona con bastimentos, tuvo que acudir otra vez en noviembre camino de Gerona el mismo gobernador militar del Principado, Macdonald, porque las tropas del general Baraguay d'Hilliers que mandaba en el Ampurdán no bastaban a asegurar el paso y llegada del convoy a su destino.

Con esto y con los obstáculos naturales del terreno no podía adelantar mucho el sitio de Tortosa. En las mismas márgenes del Ebro no podían los franceses padecer el menor descuido, sin riesgo de que les sucediera lo que a un batallón napolitano que al pasar de una a otra orilla cayó todo entero en poder de las tropas del barón de La Barre, que mandaba una división española. Por la parte de Aragón se trabajaba en el mismo sentido, y con el mismo o parecido afán: y aunque no hubo el mayor tino en la elección del jefe a quien se encomendó la dirección de los cuerpos, ya de línea, ya de guerrillas, que recorrían aquel reino, hubo caudillos, como don Pedro Villacampa, que con su acreditada audacia y notable movilidad les sorprendía y aprisionaba destacamentos, y les interceptaba importantes convoyes. Si alguna vez, obligado por superiores fuerzas, se enmarañaba en las montañas, reaparecíase a lo mejor, en términos que se vio forzado Suchet a enviar contra él, destacados del sitio de Tortosa, siete batallones y cuatrocientos jinetes al mando del general Klopicki, el cual entró en Teruel, y siguiendo luego a los españoles alcanzó la retaguardia y le tomó algunas piezas y municiones. La misión del general polaco era destruir a Villacampa, como a quien más pertinazmente les hacia la guerra por aquella parte. Hallole el 12 de noviembre apostado con 3.000 hombres en las alturas inmediatas al santuario de la Fuensanta, y allí le acometió. Defendieron bien los nuestros por espacio de algunas horas sus posiciones, pero arrollada el ala izquierda, perecieron de ellos algunos centenares, ahogados muchos en las aguas del Guadalaviar, con motivo de haberse hundido a su paso un puente. Con este descalabro, dejando Klopicki una columna en observación de Villacampa, volviose con el resto de la división al sitio de Tortosa.

Habíase ganado mucho en Valencia con el reemplazo de don José Caro por don Luis de Bassecourt, pues al menos era un jefe activo, y contra el cual no tenían motivos de queja los valencianos. También Bassecourt intentó divertir a los franceses del asedio de Tortosa, dirigiéndose desde Peñíscola (25 de noviembre) la vuelta de Ulldecona nada menos que con 8.000 infantes y 800 jinetes, distribuidos en tres columnas, de las cuales mandaba él la del centro. Pero, bien por impaciencia suya, bien por retraso de los otros dos jefes, bien, lo que parece más probable, por ambas causas juntas, tuvo que retroceder con quebranto dejando prisionero, entre otros, al coronel de la Reina don José Velarde, y refugiarse otra vez en Peñíscola, en dispersión ya su gente, seguida de cerca por las fuerzas reunidas del general Musnier.

En medio de estas alternativas, las dificultades que los franceses encontraron para el sitio de Tortosa, especialmente para el trasporte del material de artillería, correspondieron al afán de Napoleón y al compromiso de Suchet de tomar la plaza. Llevaba ya aquél de duración desde julio hasta la entrada del invierno: el camino practicado en la montaña le había sido más costoso que útil; en cambio las crecientes del Ebro vinieron a facilitarles la conducción de los trenes por medio de barcas, no sin que algunas de éstas fueran también apresadas por las tropas españolas que vigilaban las orillas del río, aunque con la desgracia por nuestra parte de cogernos en una ocasión el enemigo 300 prisioneros, entre ellos el general García Navarro. Al fin a mediados de diciembre, desembarazado Macdonald del cuidado de abastecer la plaza de Barcelona, y dejando en Gerona y Figueras 14.000 hombres a las órdenes del general Baraguay d'Hilliers, marchó él con 15.000 la vuelta del Ebro, y acordó con Suchet activar y estrechar el tan prolongado sitio de Tortosa. Eligiose por punto de ataque la parte del Sur entre las montañas y el río; abriose atrevidamente y se adelantó con vigor la trinchera; la guarnición multiplicaba sus salidas; la del 28 de diciembre fue tan briosa, que arrojándose de súbito 3.000 hombres sobre las trincheras enemigas del Sur y del Este, deshicieron varias de ellas, y mataron multitud de oficiales de ingenieros, hasta que acudiendo la reserva francesa obligó a aquellos valientes a retroceder a la plaza. Distinguiose en esta acción por su arrojo y se dio a conocer un oficial francés, el capitán Bugeaud, uno de los más ilustres generales de la Francia en los días en que esto escribimos.

Al siguiente día (29 de diciembre) cuarenta y cinco bocas de fuego en diez baterías, vomitando sobre la la plaza una lluvia de granadas, balas y bombas, comenzaron a desmantelar los muros. Continuó el fuego en los días siguientes, y se hicieron practicables varias brechas. El 1.º de enero de 1811 una bandera blanca enarbolada en la plaza anunció la intención de capitular. Pretendía el gobernador conde de Alacha que la guarnición pudiera trasladarse libremente a Tarragona; negose a ello Suchet y volviose a romper el fuego. El 2 apareció de nuevo el pabellón blanco: Suchet no quiso recibir a los parlamentarios mientras no pusieran a su disposición una de las puertas de la plaza: como vacilasen los nuestros, avanzó Suchet y les intimó que bajaran el puente levadizo; entonces obedecieron, y los granaderos franceses tomaron posesión de la puerta. A las cuatro de la tarde la guarnición, en número de 6.800 hombres{5}, desfiló con los honores de la guerra y depuso las armas. Así terminó el sitio de Tortosa que costó a los franceses muchas bajas de hombres, y medio año de trabajos. No puede negarse que nos fue fatal la pérdida de esta plaza, y más cuando en Cataluña no nos quedaba ya más que la de Tarragona. La opinión se pronunció furiosa contra el conde de Alacha, acusándole de descaminado y flojo en la defensa; de tal manera que en un consejo de guerra que se celebró en Tarragona se le condenó a ser degollado, y a los pocos días se ejecutó la sentencia en estatua, por hallarse él ausente. ¡Lástima grande que así mancillara aquel militar los laureles antes ganados en la retirada de Tudela!{6}

Para terminar la reseña de las operaciones militares en la segunda mitad del año 1810, réstanos decir algo de lo que se hacía allí donde o no maniobraban ejércitos disciplinados, o trabajaban con ellos o a su sombra otras fuerzas, si bien algo organizadas, siempre menos sujetas a disciplina. Calcúlase que pasaban de doscientos los caudillos que en el ámbito de España por este tiempo capitaneaban esos grupos más o menos numerosos de gente armada y resuelta llamados guerrillas. La Regencia del reino solía encomendar ya a generales del ejército el encargo de reunir y mandar a los que andaban por un mismo distrito o por comarcas limítrofes, y de sujetarlos, organizarlos y hacerlos más útiles, o bien lo confiaba al que sobresalía entre los guerrilleros, por su fama y su conducta, y le condecoraba con grados militares. Llevaba también el objeto de evitar las tropas y desmanes que cometían en los pueblos las pequeñas partidas, y más si las acaudillaban hombres groseros y de índole aviesa, que se hacían tanto o más temibles a los pacíficos moradores de las poblaciones rurales que los enemigos mismos, y solo podía domárselas incorporándolas a columnas más regladas y respetables, guiadas por jefes de otros instintos y de más elevadas condiciones. Entre unos y otros molestaban tan porfiadamente a los franceses, que para mantener éstos sus comunicaciones entre sí tenían necesidad de establecer de trecho en trecho puestos fortificados, y aun así costábales no poco darse la mano, porque no podían moverse con seguridad fuera de aquellos recintos. Aun los que ocupaban la capital del reino apenas podían sin riesgo alejarse de las tapias que la rodean, porque hasta la misma Casa de Campo, mansión de recreo del rey José, que está casi a sus puertas, penetraban audazmente algunas partidas, como sucedía con la del insigne Empecinado.

Maniobraba comúnmente este guerrillero en la vecina provincia de Guadalajara, como ya dijimos atrás, si bien se corría muchas veces a las de Soria y Burgos. Pero engrosada cada día su columna hasta llegar a reunir más de 2.000 hombres entre infantes y jinetes, húboselas en muchas ocasiones con la brigada francesa del general Hugo, en Mirabueno, en Cifuentes, en Brihuega, donde quiera que se ofrecía combatir, enflaqueciéndole al extremo que en el mes de diciembre, a pesar de haber llegado de Madrid refuerzos al general francés, intentó atraer con halagos a don Juan Martín, ofreciéndole mercedes y ventajas para él y sus soldados si se pasaba al servicio del rey José. Respondiole el Empecinado como a un bizarro y buen español cumplía; y ofendido de tal firmeza el francés, acometiole resueltamente a los dos días (9 de diciembre) en Cogolludo, hízole bastantes prisioneros, y le obligó a retirarse a Atienza: mas no se desalentó don Juan Martín; al poco tiempo embistió a los franceses en Jadraque y rescató varios de aquellos. A veces destacaba parte de su gente a las sierras del Guadarrama, en combinación y ayuda de otros guerrilleros que por allí bullían, siendo entre éstos notables, don Camilo Gómez en Ávila, y don Juan Abril en Segovia.

Continuaban con la misma actividad las partidas en el resto de Castilla la Vieja, en todas sus provincias y en casi todas sus comarcas. Señalábanse por la parte de Toro don Lorenzo Aguilar, por la de Palencia don Juan Tapia, en Burgos el cura Merino, en la Rioja don Bartolomé Amor, en Soria don José Joaquín Durán, en Valladolid don Tomás Príncipe, y ya hemos mencionado antes los que peleaban por la parte de León, Salamanca y Ciudad-Rodrigo. No podía sufrir ser molestado con este género de guerra el general Kellermann, que tenía a su cargo el distrito de Valladolid, y conducíase, no ya severa, sino cruel e inhumanamente con los partidarios{7}; lo cual hace extrañar menos que éstos a su vez fuesen inhumanos y crueles cuando hallaban ocasión de tomar represalias. Alternaban las ventajas y los reveses, los triunfos y las derrotas, como era natural; pues si los enemigos contaban con la preponderancia del número, de la táctica y de la disciplina, los nuestros tenían en su favor la protección del país, el hacer la guerra desde su propia casa, y el pelear con el ardor de quien defiende su patria y sus hogares. A veces esta confianza les hacía incurrir en temeridades que pagaban caras, como les sucedió en 11 de diciembre a las partidas reunidas de Tapia, Merino y Durán, a las cuales causó gran descalabro en Torralba el general Duvernet, bien que tuviese mucha culpa de ello el haber vuelto grupas la caballería de Merino.

Trabajaba con inteligencia y arrojo en la provincia de Toledo el médico de Villaluenga don Juan Palarea, descubriendo y acreditando ya aquellas dotes de guerrero que le habían de conducir a ocupar un puesto honroso entre los generales españoles. Recorría las orillas del Tajo otro médico, que también había de llegar a ceñir la faja de general, don José Martínez de San Martín, el cual sucedió en agosto a don Luis de Bassecourt en el mando de las partidas, cuando éste por disposición del gobierno supremo de Cádiz pasó de la comandancia general de Cuenca a la capitanía general de Valencia en reemplazo de don José Caro. Proseguía haciendo sus correrías por la Mancha el ya antes nombrado Francisquete. Aparecieron también en aquellas llanuras y ganaron fama de osados otros guerrilleros, entre ellos don Francisco Abad, conocido con el apodo de Chaleco, y don Manuel Pastrana, que con el sobrenombre de Chambergo era designado y conocido entre los naturales del país; costumbre muy común en nuestra España la de apellidar así a los que salen de las modestas y humildes clases del pueblo. Así entre los partidarios que, según dijimos ya, se levantaron en Andalucía, había uno de mote el Mantequero, por cierto no menos arrojado, como que un día se atrevió a meterse en el barrio de Triana, dando un susto a las tropas francesas que guarnecían a Sevilla.

Lo mismo que en las provincias del interior sucedía en toda la faja de la costa Cantábrica. De las expediciones terrestres y marítimas de Porlier por Galicia, Asturias y Santander, hemos tenido ocasión de hablar en este mismo capítulo. Por entre Asturias, Santander y Vizcaya se movía el partidario Campillo, hombre de los que honraban con su comportamiento aquella manera de pelear. Hacía lo mismo en Vizcaya don Juan de Aróstegui; en Guipúzcoa don Gaspar de Jáuregui, llamado el Pastor, del ejercicio a que acababa de estar dedicado; y en Álava ganaba crédito en este género de guerra don Francisco Longa, natural de la Puebla de Arganzón. Pero más que todos los nombrados sobresalía en Navarra don Francisco Espoz y Mina, que descubriendo desde luego dotes especiales para el caso, superiores a las de su mismo sobrino Mina el Mozo, allegó pronto tanta gente, y desplegó para acosar a los franceses tanto arrojo y tan buena maña, que picado ya del amor propio el general Reille que mandaba en aquella provincia, y haciendo cuestión de honra destruir tan hábil, molesto y temible enemigo, reunió en setiembre hasta 30.000 hombres para perseguirle sin descanso. Mina entonces diseminó su gente, enviando parte a Aragón y parte a Castilla, quedándose solo con otra parte de ella, para moverse con más desembarazo y burlar con más facilidad al enemigo. La Regencia le envió el nombramiento de coronel, y se hizo de él un pomposo elogio en la Gaceta.

Herido en una de sus excursiones a Aragón, volvió a curarse a Navarra. Tanta era la confianza y la seguridad que le inspiraban sus paisanos. Restablecido de su herida, comenzó nuevas empresas (octubre). Dividió su gente en tres batallones y un escuadrón, que componían un total de 3.000 hombres. Corrió de nuevo las provincias de Aragón y Castilla, y en diciembre regresó otra vez a Navarra; combatió a los franceses en Tiebas, en Monreal y en Aibar, causándoles siempre gran quebranto, y su reputación de guerrero iba adquiriendo grandes proporciones{8}.

Hecha esta reseña de las operaciones militares, y bosquejado el cuadro de la guerra en todas las provincias desde junio a fines de diciembre de 1810, veamos el estado en que se encontraban las desavenencias del rey José y el emperador su hermano, con que terminamos también el último capítulo, valiéndonos para ello del diario escrito por el conde de Mélito, que constantemente estaba al lado del rey José.

Sintiéndose éste altamente ofendido y rebajado con la erección de los nuevos gobiernos militares de España hecha por Napoleón, con la emancipación en que había colocado a los gobernadores, y con la desaprobación de todas sus medidas administrativas tomadas en Sevilla, no satisfecho con haber enviado al ministro Azanza a París con objeto de que convenciera al emperador de la injusticia con que le trataba, y del desprestigio y menosprecio en que hacía caer su autoridad para con los españoles, despachó en agosto al marques de Almenara con carta para su hermano. La situación de José era desesperada, y no lo ocultaba a nadie{9}. En setiembre interceptaron los españoles un correo enviado por Azanza desde París con despachos para el rey José, en que contaba la conferencia que había tenido con el ministro duque de Cadore (Champagny); en la cual le había declarado éste que habían sido enviados ya a España 400.000 hombres y 800 millones, y que en lo sucesivo no le asistiría el emperador sino con dos millones mensuales; que aquél se quejaba de los dispendios y liberalidades de la corte de Madrid, y del armamento de los españoles; que no había podido arrancarle la menor satisfacción por las vejaciones de sus generales; en una palabra, que su misión había fracasado completamente. Con haberse publicado este despacho en la Gaceta de Cádiz, y con haberse sabido al propio tiempo que el tribunal criminal establecido en Valladolid había prestado juramento de fidelidad al emperador, no al rey, asistiendo a aquella ceremonia el mismo general Kellermann, apurose el sufrimiento de José, pareció decidido a abdicar, y en este sentido escribió a la reina{10}.

En octubre recibió despachos del marqués de Almenara, anunciándole el mal resultado de su entrevista con el ministro imperial; que habiendo manifestado a éste la resolución del rey José de no consentir en ninguna desmembración del territorio español, ni menos en la cesión de las provincias del Ebro, aun con la compensación de Portugal, ni con otra más ventajosa, Napoleón había hecho romper todas las negociaciones. Un incidente que ocurrió en noviembre hizo casi imposible reanudarlas, porque una carta de Urquijo al marqués de Almenara escrita en lenguaje hasta destemplado, tanto que el duque de Cadore la devolvió como un libelo que no podía guardarse entre los papeles de un ministro, y cuya devolución se cree fuera dictada por el emperador, quitó toda esperanza de solución favorable. En su virtud despachó el rey José a un sobrino suyo con cartas para la reina, en que le manifestaba su intención de retirarse a Mortefontaine en caso de no obtener satisfacción del emperador su hermano.

Vinieron entonces los sucesos de Portugal, la expedición de Massena y su situación apurada y comprometida, cuyas consecuencias anunciaban una nueva crisis para España, y confirmaban la idea en que estaban ya muchos de que la guerra española había puesto un término a las prosperidades de Napoleón, y era el escollo contra el cual amenazaba estrellarse su gloria y su fortuna. En este estado recibió el rey José cartas de Azanza y de Almenara, en que separada y sucesivamente le participaban haber tenido largas conferencias con el emperador, cuyo resultado había sido darles orden de que partiesen inmediatamente para España. Efectivamente, con la diferencia de cuatro días llegaron a Madrid, Azanza el 5, Almenara el 9 de diciembre. El 10 tuvo el rey consejo de ministros para tratar del resultado de la misión de Almenara, que era quien últimamente había conferenciado con Napoleón. Reducíase a que en sus entrevistas, después de inútiles demandas, y a veces de recriminaciones más o menos fuertes de una y otra parte, no había logrado obtener esperanza alguna, ni de socorros en dinero, ni de cambio en el sistema de los gobiernos militares, ni de satisfacción a las justas quejas del rey sobre la conducta de los generales franceses: que lo único que en la última conferencia había acordado Napoleón era dejar a su hermano en libertad de intentar un arreglo con las Cortes españolas ya reunidas en la Isla de León. He aquí los términos en que podría procurarse este arreglo.

El rey, decía, puede proponer a estas Cortes que le reconozcan por rey de España conforme a la constitución de Bayona, y en cambio S. M. las reconocerá como la representación verdadera de la nación. En virtud de este concierto Cádiz entraría en la obediencia del rey, y la integridad del territorio español sería mantenida. Napoleón declaraba que esta proposición era oficial, y escribía sobre ella a su embajador en Madrid; pero añadía que si no se llevaba a cabo se consideraba libre de todo compromiso con la nación española; que José podría por su parte convocar otras Cortes, y arreglar con ellas los intereses de sus Estados, pero entendiéndose que no había de convocar a ellas los diputados de las provincias de allende el Ebro, porque no consentiría que concurriesen.

A pesar de la poca o ninguna probabilidad de que semejante transacción pudiera realizarse, los ministros del rey José la habrían intentado, siquiera por declinar toda responsabilidad si de no procurarlo había de venirse más adelante a alguna desmembración de territorio. Pero era menester asegurarse del concurso y de la garantía de la Francia para este arreglo, pues había el convencimiento de que sin su ayuda y sin su aprobación oficial no era posible concertar nada estable. No se hizo esperar el desengaño; puesto que habiendo hablado el ministro Urquijo con el embajador de Francia, éste declaró que, si bien había recibido autorización del emperador para hablar de este negocio, tenía orden formal de no escribir nada sobre él. Semejante respuesta cambiaba enteramente el estado de la cuestión, y por unanimidad se convino en que era inútil ya deliberar sobre tal objeto. Más y más disgustado el rey José con los nuevos obstáculos que cada día se le presentaban, volvió a manifestar deseos de alejarse de un país en que no experimentaba sino amarguras y sin sabores.

Tal era la situación de las cosas, bajo los puntos de vista en que las hemos examinado, al expirar el año 1810.




{1} Estaban distribuidas de la manera siguiente: ejército del Mediodía, en Andalucía, los cuerpos 1.º y 4.º; mariscales Víctor y Sebastiani; general en jefe el duque de Dalmacia; fuerza, 55.000 hombres: –ejército de Cataluña, 7.º cuerpo, mariscal Macdonald, duque de Tarento; fuerza, 36.500: –ejército de Aragón, 3.er cuerpo, mariscal Suchet; fuerza, 27.000: –ejército del Centro, Castilla la Nueva, general en jefe el rey José; fuerza, 19.000: –ejército de Portugal, cuerpos 2.º 6.º y 8.º; mariscales, Reynier, Ney, Junot; general en jefe, Massena; fuerza, 64.000: –Extremadura, 5.º cuerpo, mariscal Mortier; no consta su fuerza: –Asturias y Santander, general Bonnet; 13.000 hombres: –Valladolid, Palencia y Toro, general Kellermann; 16.000: –Burgos, general Dorsenne; 10.500: –Vizcaya, general Thouvenot; 40.000: –Navarra, general Dufour; 7.000: –Camino de Valladolid, tropas de refresco que entraron de Francia, 9.º cuerpo; general conde de Erlon; 12.000.

{2} A los pocos días se leían en el Monitor de París estas frases: «Los clamores de los habitantes de Ciudad-Rodrigo se oían en el campo de los ingleses, seis leguas distante, pero éstos se mantuvieron sordos.»– Las palabras llevaban la intención que se deja comprender, pero eran verdad.

{3} El mariscal Jourdan, refiriéndose en sus Memorias a estos dichos, justifica de esta censura al antiguo vencedor de Zurich, y entre otras reflexiones hace la de que parece olvidarse que el 8.º y el 2.º cuerpo no habían llegado todavía, y hasta la noche no se incorporaron al 6.º

{4} En el tomo 7.º de las Memorias de Massena por el general Koch se hace una descripción de estas memorables fortificaciones de la naturaleza y del arte, situadas cerca de Lisboa en el camino de Coímbra, Extremadura portuguesa. Forman una especie de isla entre el Tajo y el mar. Miles de operarios habían trabajado en ellas más de un año hacía bajo la dirección de ingenieros ingleses. No se sabe qué admirar más, si la previsión de Wellington, si la reserva y misterio que guardó en la construcción y en el objeto de estas obras.

{5} Hemos tomado esta cifra de un historiador francés, aun en la convicción de ser algo abultada, siquiera por oponerla a la de Thiers, que con su acostumbrada exageración hace subir a 9.400 los prisioneros que desfilaron.

{6} Cuando volvió a España Fernando VII se abrió de nuevo la causa, se le oyeron sus descargos, y, como dice un historiador español, «le absolvió el nuevo tribunal, no la fama.»

{7} Cuéntanse, entre otros hechos y casos, el fusilamiento de veinte prisioneros españoles de las partidas de Durán hecho por el general Roguet, después de haberles hecho creer que les concedía la vida; y sobre todo, el del hijo de un latonero de Valladolid, niño de doce años, a quien Kellermann hizo atormentar aplicándole fuego lento a las plantas de los pies y a las palmas de las manos, para obligarle a declarar de quién recibía la pólvora que llevaba a las partidas: tormento que el muchacho sufrió con una firmeza que asombró a sus feroces verdugos.

{8} «Francisco Espoz y Mina, dice un escritor español, era natural del pequeño pueblo de Idocin, situado en el valle de Ibargoiti, a tres leguas y media de Pamplona, en el camino de Sangüesa. Sus padres, honrados labradores... habíanle dedicado a la labranza; y probablemente no habría soltado la esteva sin la inicua invasión de los franceses. Tenía entonces 27 años. Mozo de hidalgos sentimientos, alma ardorosa y corazón intrépido, corrió a las armas como toda la briosa juventud de aquella edad, y acompañó a su sobrino asistiéndole con su consejo tanto o más que con su brazo. Sirviéronle de provechosa lección estos principios, pues conoció que sin cierta disciplina era imposible alcanzar grandes resultados en la guerra y tener el apoyo de los pueblos. Así su primer acto, apenas tomó la investidura de jefe de guerrilla, fue prender en Estella y fusilar con tres de sus cómplices al cabecilla Echevarría, uno de los que, con la falsa máscara de patriotas, aprovechaban las circunstancias para cometer saqueos y venganzas personales. En este hecho, si se considera la época en que fue ejecutado, en el primer período de la formación de su partida, cuando todos por lo común toleraban excesos, se halla ya el temple y la nobleza de su alma.»

{9} «Nunca ha sido más terrible su posición, decía el conde de Mélito en sus notas del 15 de agosto. Faltan todos los recursos; la guerra interior toma cada día un carácter más imponente y más apasionado. Un correo no puede cruzar sin una escolta de trescientos hombres. Las provincias del todo ocupadas militarmente están aún más infestadas de guerrillas que las otras.»

Según los apuntes del 2 de setiembre, aquel día fue nombrado Angulo ministro de Hacienda del rey José en lugar del conde de Cabarrús, que había muerto en Sevilla.

{10} «Le roi, decía el conde de Mélito en sus apuntes diarios, parait décidé a quitter; il a ecrit dans ce sens et de la manière la plus precise a la reine, et nous touchons an moment qui va decider de son sort.»