Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo XII
Cortes
Su instalación. Primeras sesiones
1810 (de junio a fin de diciembre)
Progresos de la opinión pública respecto a este punto.– Impaciencia general.– Consulta de la Regencia sobre una cláusula de la convocatoria.– Acuérdase la reunión en una sola cámara o estamento.– Decreto de 18 de junio.– Método de elección.– Diputados suplentes.– Representación que se dio en las Cortes a las provincias de ultramar.– Número de sus representantes y modo de nombrarlos.– Reestablécense los antiguos Consejos.– Cuestión sobre la presidencia de las Cortes: cómo se resolvió.– Solemne apertura e instalación de las Cortes generales y extraordinarias en la Isla de León.– Juramento.– Salón de sesiones.– Sesión primera.– Discurso.– Nombramiento de mesa.– Primeras proposiciones y acuerdos.– Célebre decreto de 24 de setiembre.– Declaración de la legitimidad del monarca.– Soberanía nacional.– División de poderes.– Oradores que comenzaron a descollar en este debate.– Consulta de la Regencia.– Resolución.– Sesiones públicas.– Felicitaciones.– Notable proposición y acuerdo sobre incompatilidad entre el cargo de diputado y los empleos públicos.– Sesiones secretas.– Incidente del duque de Orleans.– Ídem del obispo de Orense sobre su resistencia a reconocer y jurar la soberanía nacional.– Marcha y terminación de este enojoso conflicto.– Renuncia de la Regencia.– Nombramientos de nuevos regentes.– Su número, nombres y cualidades.– Conflicto producido por el marqués de Palacio.– Su arresto, y causa que se le formó.– Destierro de los ex-regentes.– América: principio de la insurrección de aquellas provincias.– Causas remotas y próximas.– Medidas de la Central y de la Regencia para sofocarla.– Movimiento en Caracas.– En Buenos-Aires.– En Nueva Granada.– Trátase este punto en las Cortes.– Providencias.– Derecho que se concede a los americanos.– Debate y decreto sobre la libertad de imprenta.– Partidos políticos que con motivo de esta discusión se descubrieron en la asamblea.– Oradores que se distinguieron.– Establecimiento y redacción de un Diario de Cortes.– Varios asuntos en que éstas se ocuparon.– Monumento al rey de Inglaterra.– Dietas a los diputados.– Rogativas y penitencias públicas.– Empréstitos.– Suspensión de provisiones eclesiásticas.– Reducción de sueldos a los empleados.– Declaración sobre incompatibilidades.– Moción sobre los proyectos de Fernando VII.– Discusión sobre el reglamento del poder ejecutivo.– Comisión para un proyecto de Constitución.– Ídem para el arreglo y gobierno de las provincias.– Proposiciones varias.– Nuevas concesiones a los americanos.– Crítica que algunos hacían de las Cortes.– Cuestión sobre trasladarse a punto más seguro.– Incontrastable firmeza de los diputados.
Pronunciábase indudablemente cada día más la opinión pública en favor de la reunión de las Cortes, como remedio salvador para la independencia y la libertad de España en la laboriosa crisis que estaba atravesando: idea y deseo que muy al principio del levantamiento nacional indicaron o expresaron algunas Juntas de Gobierno, que encontró adictos y patronos en la Suprema Central, que fue tomando cuerpo hasta ser adoptada por la mayoría, y que últimamente al disolverse la Central para ser reemplazada por el Consejo de Regencia se formuló en decreto de convocatoria llamándolas para el 1.º de marzo de este año de 1810. La cláusula, «si las circunstancias y la defensa del reino lo permitieren,» intercalada en el decreto, y la gravedad de los sucesos que sobrevinieron, principalmente en la parte de Andalucía donde el gobierno supremo de la nación se había refugiado, y las dificultades que para el nombramiento, traslación y reunión de los diputados ofrecían la mayor parte de las provincias del reino ocupadas por tropas enemigas, dieron ocasión a la Regencia, a la cual motejaban ya muchos de poco afecta a la institución, por más que ella protestase siempre contra este cargo o censura, para irlo dilatando indefinidamente fuera del plazo designado en la convocatoria.
Iba no obstante creciendo la impaciencia de ver reunida la asamblea nacional, y manifestábanla los diputados de algunas juntas que residían en Cádiz. La Regencia, como queriendo mostrar que se anticipaba a aquellas demostraciones, llamó a su seno a don Martín de Garay (14 de junio), para que, como secretario que había sido de la Central, dijese si el ánimo y la resolución de ésta, al expedir la convocatoria de enero, había sido que se celebrasen las Cortes divididas en dos Estamentos, o bien que se congregasen y deliberasen juntos prelados, grandes y diputados. Garay contestó que la intención de la Junta había sido que se celebrasen por Estamentos, pero que la premura en que las ocurrencias de entonces la habían puesto, no le habían permitido expedir al pronto sino la convocatoria del Estado general, que era la que más urgía, y por lo tanto el público se había persuadido de que habían de concurrir los individuos de todos los estados promiscuamente, y por consecuencia de que no habría sino un solo Estamento. Era verdad lo que informaba Garay; como que en el artículo 15.º del decreto de la Central se había dicho explícitamente: «Las Cortes se dividirán para la deliberación de las materias en dos solos Estamentos, uno popular, compuesto de todos los procuradores de las provincias de España y América, y otro de dignidades, en que se reunirán los prelados y grandes del reino.» Esta había sido siempre la opinión de Jovellanos, autor del documento, y el alma de este negocio en la Junta. Pero no es menos cierto que la convocatoria a los grandes y prelados no se circuló, que por tanto la creencia general era de que habría una sola cámara, y que este sistema parecía tener ahora más partidarios.
En tanto que esto se trataba, y se buscaban los papeles concernientes al asunto, dos diputados de los residentes en Cádiz, don Guillermo Hualde por Cuenca y el conde de Toreno por León, presentaron a nombre de los demás una exposición a la Regencia (17 de junio), pidiendo que se apresurase la celebración de las Cortes y que nada se añadiese a la convocatoria de 1.º de enero; papel que produjo contestaciones agrias entre el obispo de Orense, presidente de la Regencia, y los dos comisionados. Otro tanto pidió al día siguiente la Junta de Cádiz. Y al propio tiempo el Consejo supremo de España e Indias, con motivo de los proyectos de boda de Fernando VII que le fueron denunciados, dio aquel célebre informe de que hicimos mérito en otra parte, aconsejando como único y eficaz remedio para todo la pronta reunión de Cortes, recomendándola con urgencia y con tres luegos: conducta extraña en quien nunca había dado muestras de apego a tal institución, y en que acaso obró a impulsos del torrente de la opinión pública. Todo debió influir en la pronta aparición de un decreto de la Regencia (18 de junio), reiterando la convocación de las Cortes, y mandando que los que hubieran de concurrir a ellas se hallaran en todo el mes de agosto en la Isla de León, que se avisara con urgencia a los que hubieran de venir de América con el mismo objeto, y que entretanto el Consejo informara sobre las dificultades que ofrecía la convocatoria de 1.º de enero{1}.
Ofrecíalas en efecto, pues si por una parte no había duda de que el pensamiento y el ánimo de la Junta Central había sido que hubiese dos cámaras, la convocatoria para la que habría de representar el brazo eclesiástico y la nobleza no se había publicado; como para una sola se habían hecho ya algunos nombramientos en grandes y prelados; habíanlo entendido así muchos, y el aire que por entonces corría inclinaba la opinión de este lado, bien que ni todos los que la sostenían pasaban por afectos a este género de asambleas, ni todos andando el tiempo pensaron acerca de esta materia como ahora pensaban. La Regencia consultó a varias corporaciones, y entre ellas al Consejo entero, que se dividió en mayoría y minoría, siendo aquella favorable a la opinión que por fuera predominaba. Opinó no obstante el Consejo de Estado que si bien no convenía alterar la convocatoria, la nación reunida por sus representantes resolvería después si había de dividirse en brazos o estamentos. La Regencia al fin optó por que no asistieran por separado las clases privilegiadas. Tras este punto fueron resolviéndose otros, también previas muchas consultas, a saber: que por esta vez cada ciudad de las antiguas de voto en Cortes nombrara para diputado un individuo de su ayuntamiento: –que del mismo derecho usaría cada junta provincial, como en premio de sus servicios: –que para el resto de la diputación se elegiría uno por cada 50.000 almas, y por el método indirecto, pasando por los tres grados de junta de parroquia, de partido y de provincia, habiendo de sortearse después entre los tres que hubieran reunido la mayoría absoluta de votos.
Fuéronse resolviendo igualmente otras dudas y dificultades, nacidas todas de la gravedad y novedad del caso en circunstancias tan complicadas. Acordose que las provincias de nuestros dominios de América y Asia tuvieran representación en estas Cortes, como ya lo había acordado la Junta Central, pero dándole ahora mayor ensanche, y variando algo el sistema de elección. Y como la premura del tiempo no daba lugar a que llegaran oportunamente de tan remotos países los diputados propietarios, discurriose, y así se acordó, que se nombraran suplentes para el desempeño interino de tan honroso cargo hasta la llegada de aquellos. Estos suplentes habían de ser elegidos de entre los naturales de aquellos dominios que residían en la península, y tenían las cualidades que exigía el decreto de 1.º de enero, para lo cual se encargó a don José Pablo Valiente, del Consejo de Indias, que formara la lista de ellos, y presidiera también las elecciones. Igual temperamento se adoptó para suplir la representación de las provincias españolas ocupadas por el enemigo, y donde no podían hacerse las elecciones. Estos suplentes habían de ser elegidos de entre los emigrados de cada provincia que existían en Cádiz y la Isla de León, de que había sobrado número, pues pasaban de 100 los elegibles de cada provincia, y llegaban a 4.000 los de Madrid. Tomáronse estas providencias en agosto y principios de setiembre, y las elecciones se verificaron, recayendo en lo general en hombres de capacidad y de luces{2}.
También se hizo una adición a la convocatoria, disponiendo que en las provincias cuya capital estuviera ocupada por el enemigo pudiera hacerse la elección en cualquier pueblo de ellas que se encontrara libre, bajo la protección del capitán general, y que se dispensaran aquellas formalidades de la convocación que fueran impracticables; medida en que vio inconvenientes y sobre la que representó haciendo observaciones una parte del Consejo, pero que era inevitable en la situación extraordinaria de la nación, y en que importaba más ir derechamente y de buena fe al fin que observar estrictamente las formalidades legales. Aun así, fue admirable el resultado general de la elección, puesto que salieron de las urnas nombres que tanto lustre dieron luego a la patria, hombres ilustrados, muchos de ellos, jóvenes briosos, amigos los más de reformas, aunque los hubo también fogosos enemigos de toda innovación. De la preponderancia que habrían de tomar aquellos debió recelar la Regencia, puesto que a manera de quien buscaba contrapeso al influjo de las nuevas ideas restableció todos los Consejos bajo su antigua planta (16 de setiembre), siendo conocidos muchos individuos de estos cuerpos, y principalmente los del Consejo Real, por aferradamente adictos al régimen antiguo. Si tal fue el propósito de la Regencia, erró en su cálculo, pues nada podía entonces resistir al torrente de las nuevas tendencias que se desarrollaban.
Los poderes que se daban a los diputados eran amplios y sin limitación ni restricción alguna, puesto que se expresaba que se les conferían no solo para restablecer y mejorar la constitución fundamental de la monarquía, sino también para acordar y resolver, con plena, franca, libre y general facultad, sobre todos los puntos y materias que pudieran proponerse en las Cortes. Y como hubiesen ido ya llegando muchos diputados, y se conviniese en que bastarían la mitad más uno de los convocados para hacer legalmente la apertura del congreso, se acordó que ésta se verificase el 24 de setiembre, a cuyo efecto se trasladó el 22 la Regencia de Cádiz a la Isla. Aspiraba el Consejo real a que su gobernador presidiese la asamblea, y la Cámara de Castilla a examinar los poderes de los diputados. Ni uno ni otro cuerpo logró su propósito: para impedirlo se tomó el prudente temperamento de que la Regencia examinara los poderes de seis diputados de los propietarios, y aprobados que fuesen, éstos examinaran después los de sus compañeros: y respecto a presidencia, se acordó que la misma Regencia presidiese la sesión solemne de apertura, y concluido este acto, las Cortes nombrarían presidente de entre sus individuos. Hiciéronse además los convenientes preparativos para el ceremonial de la apertura, cuyo día se aguardaba con ansiedad grande.
Día memorable tenía que ser en efecto en los fastos de la nación española aquel en que iba a inaugurar la era de su regeneración política, aquel en que iba a entrar en un nuevo período de su vida social, aquel en que iba a realizarse la transición del antiguo régimen al gobierno y a las formas de la moderna civilización, aquel en que se iba a dar al mundo el espectáculo grandioso y sublime de un pueblo que alevosamente invadido y ocupado por legiones extranjeras, en medio del estruendo del cañón enemigo, y en tanto que en las ciudades y los campos se meneaban sin tregua ni reposo las armas para sacudir el yugo que intentaba imponerle el gigante del siglo, iba a levantar en el estrecho recinto de una isla, con dignidad admirable y con imperturbable firmeza, el majestuoso edificio de su regeneración, a constituirse en nación independiente y libre, a desnudarse de las viejas y estrechas vestiduras que la tenían comprimida, y a modificarlas y acomodarlas a las holgadas formas de gobierno de los pueblos más avanzados en cultura y en civilización.
Amaneció al fin el 24 de setiembre, y con arreglo a lo que se tenía preparado, tendidas las tropas por toda la carrera en dos filas, circulando trabajosamente por las calles un gentío inmenso, presentes unos cien diputados, de ellos las dos terceras partes propietarios, congregáronse éstos a las nueve de la mañana en el salón del ayuntamiento, de donde luego se trasladaron procesionalmente, presididos por la Regencia, a la iglesia mayor. Celebrose allí la misa del Espíritu Santo por el cardenal de Borbón, con asistencia de los ministros de las naciones amigas, y de un lucido concurso de generales, jefes y otras personas de distinción, y terminada la sagrada ceremonia se procedió a tomar el juramento a los diputados en los términos siguientes.– «¿Juráis la santa religión católica, apostólica, romana, sin admitir otra alguna en estos reinos?– ¿Juráis conservar en su integridad la nación española, y no omitir medio alguno para libertarla de sus injustos opresores?– ¿Juráis conservar a nuestro amado soberano el señor don Fernando VII todos sus dominios, y en su defecto a sus legítimos sucesores, y hacer cuantos esfuerzos sean posibles para sacarle del cautiverio y colocarle en el trono?– ¿Juráis desempeñar fiel y lealmente el encargo que la nación ha puesto a vuestro cuidado, guardando las leyes de España, sin perjuicio de alterar, moderar y variar aquellas que exigiese el bien de la nación?– Si así lo hiciereis, Dios os lo premie, y si no, os lo demande.»– Todos respondieron: «Sí juramos.»– Se cantó el Te Deum, se hizo una salva general de artillería, y concluido el acto religioso se encaminó todo el concurso al salón destinado a las sesiones.
Era éste el coliseo, el edificio de la población que había parecido más apropósito para el caso. La Regencia se colocó en un trono levantado en el testero; delante de una mesa inmediata los secretarios del despacho; los diputados en bancos a derecha e izquierda; en las tribunas o galerías del primer piso a la derecha el cuerpo diplomático, grandes y generales, a la izquierda las señoras de la primera distinción; ocupaba los pisos altos una numerosa concurrencia de ambos sexos. El obispo de Orense, como presidente de la Regencia, pronunció un breve discurso, declaró instaladas las Cortes y que podían proceder al nombramiento de Presidente, y acto continuo se retiraron los cinco regentes dejando sobre la mesa un papel, en que manifestaban que habiendo admitido su encargo hasta la instalación de las Cortes, había concluido su misión, y era llegado el caso de que éstas nombraran el gobierno que juzgaran más adecuado al estado crítico de la monarquía.
Aunque abandonada, por decirlo así, la asamblea a sí misma, sin reglamento, sin antecedentes, sin experiencia, y con un gobierno dimisionario, no por eso se desconcertó. Con admirable calma procedió al nombramiento de presidente interino y al de secretario, recayendo el primero como de más edad en don Benito Ramón de Hermida, y el segundo en don Evaristo Pérez de Castro. Procediose después por votación al nombramiento en propiedad de la mesa, resultando elegido presidente el diputado por Cataluña don Ramón Lázaro de Dou, y secretario el mismo Pérez de Castro. El presidente se renovaba cada mes, y se aumentó hasta cuatro el número de secretarios, renovándose también mensualmente el más antiguo. Diose luego lectura de la renuncia de los regentes, y nada se resolvió sobre ella, declarando solamente el Congreso quedar enterado.
De hecho, y sin que hubiese precedido deliberación, comenzaban las sesiones siendo públicas, de lo cual se alegraban los enemigos del gobierno representativo, y tal vez de intento lo dejó correr así la Regencia, creyendo que, noveles e inexpertos como eran los diputados, aunque instruidos, o se extraviarían, o se enredarían en fútiles cuestiones que desacreditaran la institución. El público aguardaba con impaciente y ansiosa curiosidad el momento de ver cómo inauguraba sus tareas la nueva representación nacional. Tocó esta honra al diputado por Extremadura don Diego Muñoz Torrero, venerable, docto y virtuoso eclesiástico, rector que había sido de la universidad de Salamanca, el cual se levantó a proponer lo conveniente que sería adoptar una serie de proposiciones que llevaba dispuestas, y que con admiración y asombro general fue desenvolviendo y apoyando en un luminoso y erudito discurso, citando leyes antiguas y autores respetables, y haciendo aplicación a las circunstancias actuales del reino. Las proposiciones, que leyó luego formuladas su particular amigo el secretario don Manuel Luxán, abrazaban los puntos siguientes:
1.º Que los diputados que componían el Congreso y representaban la nación española se declaraban legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias, en las que residía la soberanía nacional.– 2.º Que conformes en todo con la voluntad general, pronunciada del modo más enérgico y patente, reconocían, proclamaban y juraban de nuevo por su único y legítimo rey al señor don Fernando VII de Borbón, y declaraban nula, de ningún valor ni efecto la cesión de la corona que se decía hecha en favor de Napoleón, no solo por la violencia que había intervenido en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por haberle faltado el consentimiento de la nación.– 3.º Que no conviniendo quedasen reunidas las tres potestades, legislativa, ejecutiva y judicial, las Cortes se reservaban solo el ejercicio de la primera en toda su extensión.– 4.º Que las personas en quienes se delegase la potestad ejecutiva en ausencia del señor don Fernando VII, serían responsables por los actos de su administración, con arreglo a las leyes: habilitando al que era entonces Consejo de Regencia para que interinamente continuase desempeñando aquel cargo, bajo la expresa condición de que inmediatamente y en la misma sesión prestase el juramento siguiente: «¿Reconocéis la soberanía de la nación representada por los diputados de estas Cortes generales y extraordinarias? ¿Juráis obedecer sus decretos, leyes y constitución que se establezca, según los altos fines para que se han reunido, y mandar observarlos y hacerlos ejecutar?– ¿Conservar la independencia, libertad e integridad de la nación?– ¿La religión católica, apostólica, romana?– ¿El gobierno monárquico del reino?– ¿Restablecer en el trono a nuestro muy amado rey don Fernando VII de Borbón?– ¿Y mirar en todo por el bien del Estado?»– 5.º Se confirmaban por entonces todos los tribunales y justicias del reino, así como las autoridades civiles y militares de cualquier clase que fuesen.– 6.º Se declaraban inviolables las personas de los diputados, no pudiéndose intentar cosa alguna contra ellos, sino en los términos que se establecerían en el reglamento que habría de formarse.
A la lectura de estas proposiciones siguió una discusión, que admiró a todos por lo razonada y lo circunspecta, en la cual brillaron, entre otros oradores, y aparte de Muñoz Torrero, don Antonio Oliveros, don José Mejía, y don Agustín Argüelles, que descolló desde esta primera sesión, y fue el principio de la gran reputación que robusteciéndose en las sucesivas, llegó a darle la celebridad que tuvo de primer orador. Las proposiciones fueron todas aprobadas, con mucho aplauso de los concurrentes, y bien puede decirse que fueron la base y fundamento del edificio político que aquellas Cortes estaban dispuestas a erigir. Ellas constituyeron lo que se llamó el Decreto de 24 de setiembre{3}. El debate se prolongó hasta más de las doce de la noche; y con arreglo a uno de los artículos, aquella misma noche se presentaron los regentes a prestar el juramento formulado de la manera que se ha visto, a excepción del Obispo de Orense, que se excusó por lo avanzado de la hora, y por sus achaques y edad, pero que en realidad se abstuvo por otra causa, que, como veremos, hizo mucho ruido después.
Pasó al siguiente día la Regencia a las Cortes un escrito, exponiendo, que pues había jurado la soberanía de la nación y la responsabilidad que como a poder ejecutivo le correspondía, se declarase cuáles eran las obligaciones y hasta dónde se extendían los límites de este poder y de aquella responsabilidad. Con recelo fue oída por los más suspicaces la consulta, sospechando que envolviera oculto y aun maligno intento. De todos modos se pasó a una comisión compuesta de los señores Hermida, Gutiérrez de la Huerta y Muñoz Torrero, los cuales presentaron cada uno separadamente su dictamen. Desechados los de los dos primeros, se aprobó el de Muñoz Torrero, reducido a decir, que en tanto que las Cortes formaban un reglamento acerca del asunto, la Regencia usase de todo el poder que fuese necesario para la defensa, seguridad y administración del Estado en las circunstancias del día, y que la responsabilidad de que se hablaba tenía por objeto únicamente excluir la inviolabilidad absoluta que correspondía solo a la persona sagrada del rey{4}.
Las sesiones continuaban siendo públicas; los discursos se pronunciaban generalmente de palabra, siendo muy pocos los que los llevaban escritos, y los leían. Fue prevaleciendo la práctica de lo primero, como más propia para dar animación, viveza e interés a los debates parlamentarios. Se formaban comisiones para que informaran sobre los asuntos que después habían de discutirse en público y votarse. Pero al propio tiempo que se agolpaban en el Congreso las felicitaciones de los amigos de las reformas y los plácemes por su conducta, los adversarios de ellas tildaban el decreto de 24 de setiembre de poco monárquico y de atentatorio a los derechos de la potestad real, principalmente por la declaración de residir en las Cortes la soberanía, siendo así que ellas mismas habían llamado soberano al rey en el juramento que acababan de prestar los diputados. Aquella declaración, que había de ser todavía objeto de controversia en los tiempos sucesivos, tampoco agradó a la Regencia, la cual, si bien reconoció de hecho el principio, o se sometió a él con el juramento de la noche del 24, no ocultó mucho ser contraria a sus ideas aquella doctrina.
Entre los motivos que hicieron a las Cortes mirar con recelo y de reojo a la Regencia, fue uno de ellos el designio que en ella creyó vislumbrar de ganar los diputados por malos medios, tal como el de conferirles empleos y mercedes, como lo hizo especialmente con algunos americanos. Picó esto a los demás en tales términos que dio ocasión a que el diputado catalán y conocido escritor don Antonio Capmany presentara y apoyara, salpicándola con frases satíricas, aquella célebre proposición que decía: «Ningún diputado, así de los que componen este cuerpo como de los que en adelante hayan de completar su total número, pueda solicitar ni admitir para sí, ni para otra persona, empleo, pensión, gracia, merced ni condecoración alguna de la potestad ejecutiva interinamente habilitada, ni de otro gobierno que en adelante se constituya bajo de cualquiera denominación que sea; y si desde el día de nuestra instalación se hubiese recibido algún empleo o gracia, sea declarado nulo.» Proposición que se aprobó con alguna alteración leve, pero añadiendo en cambio, que «la prohibición se extendiese a un año después de haber los actuales diputados dejado de serlo.» Insigne y loable muestra de abnegación y desinterés que dieron aquellos ilustres patricios, utilísima entonces, atendido el abuso que de la provisión de empleos habían hecho las juntas, y en que parecía inclinada a incurrir también la Regencia, pero que el tiempo acreditó ser nociva al buen servicio del Estado en términos tan generales y absolutos; pues aparte de que había otros medios más disimulados y por lo mismo más innobles con que tentar la codicia del diputado que tuviese propensión a tal flaqueza, se vio que era privar a la patria de sus más ilustrados y útiles servidores, señaladamente para los puestos que requerían condiciones de ciencia, de experiencia y de respetabilidad.
No desazonó menos a aquellos representantes el abuso cometido por el ministro de Gracia y Justicia don Nicolás María de Sierra, de quien se supo que en una orden dirigida a la junta de Aragón mandando que eligiese por sí los diputados de la provincia, le había recomendado una lista de candidatos, en que se incluía a sí mismo, al oficial mayor de su secretaría don Tadeo Calomarde, y al ministro de Estado don Eusebio de Bardají. Cierto que cuando este hecho llegó a noticia de la Regencia, interpelado el ministro, y confesado por éste haber sido él el autor de la real orden, la Regencia se mostró asombrada del atrevimiento y anuló la elección, pero el ministro no fue exonerado y se mantuvo en su puesto. Con lo cual y con no haberse visto tomar ninguna providencia fuerte, como se juzgaba merecía el caso, presumiose no haber sido extraños a él algunos de los regentes; y estas cosas iban produciendo desconfianza y desvío entre la Regencia y las Cortes.
Fue práctica de estas Cortes tratar en sesiones secretas estos y otros asuntos que tenían cierto carácter de reservados; eran contados los días en que no se celebraba en secreto alguna parte de la sesión, y duró la costumbre todo el tiempo de la legislatura{5}. Así se trató en la del 30 (setiembre) el incidente ocurrido con el duque de Orleans, que habiéndose presentado a las puertas del salón pedía se le permitiese entrar y hablar a la barra; petición a que se negó el Congreso con firmeza, saliendo a comunicarle la resolución una comisión de dos diputados{6}. Así se trató también el ruidoso asunto del obispo de Orense. Este célebre prelado, de quien dijimos ya no haberse presentado como presidente de la Regencia a prestar el juramento en la noche del 24, no pudiendo vencer su repugnancia a jurar la soberanía de la nación, renunció el cargo de regente, y hasta el de diputado, pidiendo permiso para retirarse a su diócesi. Las Cortes, respetando las opiniones y aun los escrúpulos del ex-regente, accedieron a su súplica. Mas en la sesión del 4 de octubre presentose y se leyó un papel del mismo obispo, que causó una sensación grave. Era un escrito, en que después de dar gracias a las Cortes por la admisión de su renuncia y por la licencia que le habían otorgado, impugnaba la declaración hecha de existir la soberanía en el Congreso nacional, sacaba de ella las consecuencias que le parecía, comparaba los primeros pasos de las Cortes con los de la revolución francesa, censuraba a sus compañeros de Regencia por haberse sometido al juramento, y calificaba de nulo lo actuado, por creer atribución de aquel cuerpo la sanción de las deliberaciones de las Cortes, como representante de la prerrogativa real.
Hubo con tal motivo debates acalorados a puerta cerrada, llegando a decirse del prelado cosas tan fuertes como las que pronunció el diputado don Manuel Ros, canónigo de Santiago. «El obispo de Orense, dijo, se ha burlado siempre de la autoridad. Prelado consentido y con fama de santo, imagínase que todo le es lícito; y voluntarioso y terco, solo le gusta obrar a su antojo: mejor fuera que cuidase de su diócesi, cuyas parroquias nunca visita, faltando así a las obligaciones que le impone el episcopado: he asistido muchos años cerca de Su Illma., y conozco sus defectos como sus virtudes.» Otros, por el contrario, eran de parecer que se diese la Memoria como por no leída, y se dejase al obispo regresar tranquilamente a Orense. Sin embargo se acordó por fin pasar un oficio a la Regencia para que detuviese su salida, y nombrar una comisión que examinase dicho papel. Este negocio siguió ocupando mucho tiempo y con vivo interés a las Cortes, y aun al público, que lo sabía, aunque se trataba en secreto. El 18 de octubre oficiaron aquellas al obispo previniéndole que sin excusa ni pretexto jurara lisa y llanamente en manos del cardenal de Borbón: a que contestó el pertinaz prelado explicando cómo entendía él la soberanía, y que solo con arreglo a su explicación se prestaría a jurar. «Si se pide, concluía, un juramento como va expresado, no se negará a hacerlo el obispo de Orense.– Pero si se exige una ciega obediencia a cuanto resuelvan y quieran establecer los representantes de la nación por sola la pluralidad de votos, no podrá hacer este juramento el obispo.» En vista de tal respuesta acordaron las Cortes (3 de noviembre) nombrar un tribunal de nueve jueces, compuesto de individuos de los tribunales supremos y de eclesiásticos constituidos en dignidad, para que instruyesen proceso sobre este asunto y consultasen un proyecto de sentencia a las Cortes.
Agriábase cada día más este negocio, que tocaba ya al crédito y al prestigio de la representación nacional. Azuzaban al prelado los enemigos del nuevo gobierno, interesados en promover disidencias. Trabajaban los diputados eclesiásticos por persuadirle amistosamente a que jurase sin restricción, y empeñábanse los seglares en obligarle a hacer una retractación formal. Temían unos, y esperaban otros que esta actitud del tan piadoso como tenaz prelado diera ocasión a maquinaciones y resistencias contra el nuevo orden de cosas. Al fin se allanaba ya el obispo a prestar el juramento bajo la fórmula prescrita, y pedía nuevamente se le permitiera restituirse a su diócesi (2 de enero, 1811). Mantuviéronse firmes los diputados, acordando que siguiera la causa, y dando al tribunal el plazo de un mes para sustanciarla y proponer la sentencia. Por último, amansado el obispo, juró en la sesión pública de 3 de febrero, «lisa y llanamente», bajo la fórmula prescrita, sin añadir, ni quitar, ni glosar nada, ni hablar más palabras que las precisas contestaciones: «Sí reconozco, sí juro, &c.» Aun preguntó con inesperada humildad al presidente: «¿Tengo que hacer algo más? –Nada más,» le respondió aquél. Y retirose saludando muy cortésmente a todos. Al día siguiente en sesión secreta se acordó sobreseer en la causa, y que se le diera la licencia para volver a su diócesi. Así terminó este enojoso asunto, que en opuestos sentidos preocupó mucho los ánimos en aquel tiempo.
Otro conflicto de índole muy análoga había ocurrido entretanto. Después de repetidas renuncias de sus cargos hechas por los regentes y no admitidas por las Cortes, al fin les fue admitida la dimisión en la sesión del 27 de octubre. Procediose a la elección de nuevos regentes, reduciéndose a tres los cinco que antes había, y después de varios escrutinios resultaron nombrados por mayoría absoluta de votos el general don Joaquín Blake, el jefe de escuadra don Gabriel Ciscar, y el capitán de fragata don Pedro Agar, director de la Academia de guardias marinas. Ausentes a la sazón los dos primeros, se acordó nombrar otros dos que interinamente les sustituyeran, siendo elegidos para ello el marqués de Palacio y don José María Puig, del Consejo Real. El propietario Agar y el suplente Puig prestaron al siguiente día (28 de octubre) el juramento prescrito. Pero al jurar el marqués de Palacio expresó que lo hacía «sin perjuicio de los juramentos de fidelidad que tenía prestados al señor don Fernando VII.» Sorprendió e irritó al Congreso tan impertinente e inexplicable cláusula de reserva. Para aclararla se le ordenó ir a la barandilla, pero hízolo tan confusa y desmañadamente el marqués, que el presidente le mandó retirar, y aun dispuso quedase arrestado en el cuerpo de guardia. En lugar suyo fue nombrado el marqués de Castelar, grande de España.
La circunstancia de venir este incidente cuando pendía contra el obispo de Orense una causa por motivo análogo, y la de ser amigos los dos, como que un hermano del marqués, que era fraile, había acompañado al obispo en su viaje de Orense a Cádiz, hizo que se le diese más importancia, creyendo algunos descubrir un plan en lo que no pasaba de ser una indiscreción, y dando lugar a que exclamara el canónigo Ros: «Trátese con rigor al marqués de Palacio, fórmesele causa, y que no sean sus jueces individuos del Consejo Real, porque este cuerpo me es sospechoso.» En efecto se arrestó al marqués en su casa, se le mandó juzgar por el mismo tribunal que conocía ya en el proceso del obispo de Orense, y se le exoneró de la capitanía general de Aragón que antes se le había conferido. Duró esta causa aún más que la anterior; hubo manifiestos, declaraciones y sentencias, hasta que al fin terminó con prestar el marqués el juramento en los términos que se le exigía (22 de marzo, 1811).
En cuanto a los individuos de la Regencia dimisionaria, decretaron las Cortes y se les comunicó por el ministerio de Estado (28 de noviembre, 1810), que en el término de dos meses dieran cuenta de su administración y conducta, con la especificación y demostración necesaria para juzgarlos: que fue lo que produjo el documento que con el título de: «Diario de las operaciones de la Regencia desde 29 de enero hasta 28 de octubre de 1810,» escribió el regente don Francisco de Saavedra{7}. Y aunque el ministro en su comunicación expresaba reconocer la pureza, desinterés y celo patriótico con que los regentes se habían conducido, deseando que en lugar de acriminaciones se les tributaran los elogios que merecían, al poco tiempo se les intimó de orden de las Cortes (17 de diciembre) que se alejaran de Cádiz y la Isla, y pasaran a los puntos que les serían designados. Representaron ellos contra una providencia que no podía menos de lastimar su buena reputación; a que contestaron las Cortes que era solo una medida política que no envolvía censura ni castigo, que en nada derogaba sus notorios servicios y méritos, que podían ser remunerados cuando el gobierno lo tuviese por conveniente, que podían escoger el paraje que más les acomodara para residir, pero saliendo de Cádiz y la Isla como les estaba mandado. Todavía sin embargo en 11 de febrero de 1811 volvieron a representar desde Cádiz a las Cortes, exponiendo ser bien extraño que habiendo presentado a las mismas en 18 de diciembre último la historia y justificación de sus actos en el Diario a que nos hemos referido, aun no se les hubiera respondido nada, ni supiesen siquiera si había sido o no examinado. Uno de ellos, el ilustre marino don Antonio de Escaño, obtuvo permiso de la nueva Regencia para permanecer por tiempo indefinido en Cádiz, lo cual le deparó ocasión para dar un brillante testimonio de su ilustración y de sus ideas patrióticas, y para hacer un notable servicio al país y a aquellas mismas Cortes que le alejaban de su lado; servicio de que se nos ofrecerá dar cuenta más adelante.
Para terminar lo relativo a la Regencia añadiremos aquí, que al tratarse de este nombramiento en las Cortes hubo dos tentativas, una para que fuese nombrada regente la infanta Carlota de Portugal, princesa del Brasil, hermana de Fernando VII, otra para que lo fuese su tío el cardenal de Borbón, arzobispo de Toledo. Respecto a la primera, el embajador de Portugal, que hacía mucho tiempo traía y gestionaba la pretensión de que se declarase a aquella princesa sucesora al trono de España, no se atrevió a presentar la solicitud a la Regencia, temeroso de que esto pudiera perjudicar a aquel derecho que presumía tener. Y en cuanto al cardenal de Borbón, el diputado y docto eclesiástico don Joaquín Lorenzo Villanueva, que era quien acariciaba esta idea, desistió de ella tan pronto como le hicieron ver las desfavorables condiciones en que para ejercer aquel cargo se encontraba el cardenal.
Y volviendo a la marcha de las Cortes y a sus tareas, emprendidas con asombrosa laboriosidad, celo y ahínco, y sostenidas con firmeza admirable en medio del estruendo del cañón enemigo y de los estragos que la peste hacía en Cádiz y de que llegaron a ser víctimas también algunos diputados, uno de los asuntos que preocuparon a aquella asamblea, porque era de suma gravedad e importancia, fue el de los remedios que convendría poner para atajar, y si era posible, sofocar y vencer la insurrección que había comenzado y llevaba síntomas de propagarse en los dominios españoles de América, algunos de los cuales se habían declarado ya independientes, emancipándose del gobierno de la metrópoli, sobre lo cual había dictado ya medidas, más o menos eficaces, el Consejo de Regencia antes de la reunión de las Cortes.
En nuestra historia, y en sus lugares correspondientes dejamos indicado de cuán funesto ejemplo había sido para las posesiones españolas del Nuevo-Mundo la revolución de los Estados-Unidos del Norte de América; tenemos consignada nuestra opinión sobre la inconveniencia de la política de Carlos III en haber contribuido a fomentar la sublevación y la emancipación de aquellos Estados; expusimos los pronósticos que este suceso y aquella conducta inspiraron al conde de Aranda: encontramos derivaciones entre aquellos acontecimientos y la sangrienta rebelión del célebre Tupac-Amaru, de los Catarís y los Bastidas en el Perú y Buenos-Aires; vimos la tentativa de conmoción en Caracas promovida por Picornel y Miranda; observamos el influjo que en la revolución francesa ejercieron las ideas de libertad e independencia sembradas por los hombres de aquella nación en la América del Norte, y sostenidas con las espadas de sus generales, y de todo deducíamos las consecuencias que de unos y otros ejemplos podrían venir un día y hacerse sentir en las vastas posesiones españolas del continente americano{8}. Y sin embargo y a pesar del gran sacudimiento de la Francia, aún no había sido bastante esta revolución colosal para romper los lazos que unían a las Américas y a España; prueba grande de las hondas raíces que en aquellas apartadas regiones había echado la dominación española, no obstante los errores y los abusos que nosotros hemos lamentado por parte del gobierno de la metrópoli, y que escritores extranjeros evidentemente y no sin intención han exagerado, o al menos sin hacer el debido y correspondiente cotejo entre el sistema y el proceder de España y el de otros pueblos conquistadores y colonizadores.
Aún después de invadida la península por los ejércitos franceses, de tal manera irritó en las provincias de Ultramar el engaño con que se efectuó la invasión y la insidia con que se manejaron las renuncias de Bayona, que no solo se mostraron aquellas adictas a la causa de los Borbones, y siguieron reconociendo el gobierno de la Junta Central, sino que generosamente contribuyeron con cuantiosos donativos a los gastos de la guerra, viniendo así en auxilio del mantenimiento de la integridad y de la independencia de la nación. Mas los contratiempos que luego sobrevinieron, y que llegaban allá abultados por las proclamas, papeles y emisarios que no cesaban de enviar los gobiernos franceses de París y de Madrid, con objeto de introducir y fomentar el espíritu de insurrección, hicieron creer a muchos de aquellos habitantes que era ya imposible el triunfo de los españoles, y que la España había quedado de todo punto huérfana de gobierno propio. Esta desconfianza comenzó a producir un cambio en la opinión, y junto con aquellas instigaciones resucitó en unos pocos y difundió a muchos más la idea de independencia que ya, por las causas antes indicadas, en algunas cabezas bullía, principalmente en el clero inferior y en la juventud de la raza criolla. Fomentábanla, con algo más que el ejemplo, los anglo-americanos, y aun los brasileños, en los países más inmediatos respectivos, Méjico y el Río de la Plata. Y lo que era peor, ayudaban a ello los mismos ingleses, nuestros auxiliares aquí, como sospechando que España no podría sacudir el yugo que sobre sí tenía, cuanto más atender a la conservación de dominios tan apartados.
La Junta Central y el Consejo de Regencia creyeron contener el espíritu de emancipación que sabían haberse ido infiltrando, apresurándose a informar a aquellas provincias, por medio de manifiestos y de todo género de escritos, de la verdadera situación de España; haciendo variaciones en el personal de las audiencias; sustituyendo algunos virreyes e intendentes, que se tenían o por poco enérgicos o por poco capaces, con otros más vigorosos y de más confianza que se acordó enviar de aquí, tales como el intendente Cortabarria y los generales Venegas y Vigodet; halagando y procurando atraer las mencionadas provincias declarándolas parte integrante de la monarquía española, y dando participación y representación a sus naturales, no solo en las Cortes, cuya convocatoria se les envió para que eligieran sus representantes, sino también en el gobierno supremo de la península{9}; destinando allá algunos buques de guerra y algunas tropas; y aun se pensó en quitar a los indios el tributo que los humillaba y daba margen a muchas vejaciones, igualándolos con las demás castas{10}.
Nada bastó ya a comprimir el espíritu y deseo de independencia que tantas causas, antiguas unas, recientes otras, habían contribuido a promover y agitar; y mientras unas provincias se mantenían fieles, y aún continuaban enviándonos caudales, provisiones y efectos de guerra, en otras estalló la insurrección, rompiendo el movimiento en Caracas (abril, 1810), donde no eran nuevas las conjuraciones, uniéndose por desgracia la tropa a los amotinados, nombrando su junta soberana o suprema mientras se convocaba un congreso, destituyendo y haciendo embarcar en el puerto de Guaira al capitán general Emparan, al intendente, comandante de artillería, individuos de la audiencia y demás empleados españoles, algunos de los cuales arribaron a Cádiz la tarde del 3 de julio. Se repartieron los empleos entre los naturales, se abolió el tributo de los indios y se abrieron los puertos a los extranjeros. Alegaban los fautores del alzamiento estar ya sometida toda España a una dinastía extranjera, y protestaban proclamar su independencia solo hasta que Fernando VII volviese al trono, o se estableciese por las Cortes un gobierno legítimo con la concurrencia de los representantes de todas las provincias y ciudades de Indias. En Venezuela siguieron otros el ejemplo de Caracas.
Antes de trascurrir un mes se dio también el grito de independencia en Buenos-Aires (13 de mayo, 1810), donde el capitán general Hidalgo de Cisneros tuvo la debilidad de condescender con el ayuntamiento, o cabildo que allí se decía, en que se convocara un congreso. Engañose el incauto o pusilánime virrey si creyó que esta condescendencia había de servirle para seguir mandando, pues al día siguiente tuvo que hacer dimisión, sustituyéndole un natural del país, y constituyéndose la junta en soberana, bien que con el título de provisional, reconociendo todavía a Fernando VII o a quien gobernase en España en su nombre. Aquí, como en Caracas, se hizo el alzamiento por falsas noticias trasmitidas por los ingleses, dando por perdida la Andalucía, por destruido el gobierno central, y en vísperas toda la nación de quedar sujeta a Bonaparte. Así fue que Montevideo, donde llegaron noticias más exactas, se mantuvo tranquilo por entonces, y allí acordó la Regencia que se dirigiese don Javier Elío, nombrado por ella virrey de las provincias del Río de la Plata, para que procurase desde allí reducir a la obediencia a la gente de Buenos-Aires, por la fuerza, si los buenos modos no alcanzaban. Cundió a Nueva-Granada la insurrección, tomando igual forma que en los países antes sublevados (20 de julio). Mantuviéronse quietos todavía Nueva-España, Perú y otras provincias donde los virreyes desplegaron entereza y energía, si bien no faltaban maquinaciones y elementos de perturbación. Las tropas españolas comenzaron a batir los insurrectos, y en muchos de aquellos puntos, así como en Santa Fe, Quito y otros, hubo muertes, trastornos y desgracias que lamentar{11}.
De este modo se comenzaba a desmoronar el grandioso edificio del imperio español de ambos mundos, y así se iban desprendiendo aquellos ricos florones de la corona de Castilla, en la ocasión más aflictiva, apurada y crítica para España, y en los momentos en que esta nación había sido más generosa con sus colonias, poniéndolas en condiciones y otorgándoles derechos iguales a los suyos propios; y tal era el estado de las cosas a pesar de las medidas que para atajar aquel daño habían tomado la Junta Central y el Consejo de Regencia (que pocas más, si acaso algunas, les habría permitido la situación del reino para remediar a tal distancia males que de tan añejas raíces brotaban), cuando se abrieron las Cortes generales y extraordinarias del reino. Dicho se está que habiendo en ellas diputados de las provincias de Ultramar, habían de ocuparse pronto en tratar de tan grave asunto. Y así fue que desde el día siguiente a su reunión, y con motivo del famoso decreto de 24 de setiembre, a propuesta de los representantes de América se acordó enviar allá el decreto y hablar a aquellos habitantes de la igualdad de derechos que se les había concedido. Continuaron después los debates, los más de ellos en sesiones secretas, como lo había pedido el ya nombrado don José Mejía, suplente por Santa Fe de Bogotá, y después de vivas y acaloradas discusiones aprobaron las Cortes y mandaron publicar un decreto (15 de octubre), en que se sancionó la concesión de la igualdad de derechos, y se otorgaba una amnistía general e ilimitada y se ofrecía un completo olvido de todos los extravíos ocurridos en las turbulencias de los países sublevados{12}. A lo cual se siguieron otras declaraciones y concesiones igualmente favorables a los americanos, todo con el fin de granjearse sus voluntades y de atraerlos de nuevo a la obediencia y a la unión.
Haciendo la fiebre amarilla estragos grandes en Cádiz, población que rebosaba de gente, habiendo afluido como a puerto de refugio y apiñádose en ella forasteros de todas partes, y principalmente de las Andalucías; leyéndose diariamente al principio de cada sesión el parte de los que sucumbían y de los nuevamente contagiados de la epidemia; en peligro la Isla, residencia de las Cortes, de ser atacada o sorprendida por las fuerzas enemigas de mar y tierra que la bloqueaban; presentando los diputados más recelosos proposiciones para que se trasladara el Congreso a lugar más seguro, y nunca admitidas por la asamblea: es de admirar la serenidad imperturbable con que en medio de tales conflictos y peligros se consagraban aquellos ilustres y beneméritos españoles al desempeño de sus tareas legislativas, y a la discusión, así de doctrinas y principios políticos como de medidas prácticas de gobierno, con tal asiduidad, que con frecuencia duraban sus sesiones la mayor parte del día y de la noche, y a veces se prolongaban el día y la noche entera.
Viniendo a los asuntos que en público debate se trataban, aparece en primer término el de la libertad de la imprenta, promovido muy al principio por don Agustín Argüelles, apoyado por don Evaristo Pérez de Castro, y para el cual se nombró desde luego una comisión. ¡Coincidencia notable y singular! El 14 de octubre, cumpleaños de Fernando VII, después de presentarse la Regencia a las Cortes a felicitarlas con motivo de la celebridad del día, y en tanto que los regentes, restituidos a la sala de su residencia, recibían con el propio motivo al cuerpo diplomático y a las demás corporaciones eclesiásticas, militares y civiles, se leía en el Congreso el dictamen de la comisión de imprenta, en que proponía la gran reforma de dar libertad a la emisión del pensamiento, por tantos siglos y por lamentables causas en España comprimido; libertad a que el monarca en cuyo natalicio se inauguraba había de mostrarse después tan poco afecto, por no querer decir tan enemigo.
Los que lo eran en las Cortes, que también los había, intentaron primeramente y con pretextos varios impedir, o por lo menos suspender y aplazar para más adelante la discusión. Con calor lo pretendieron algunos, pero fueron infructuosos sus esfuerzos, y la discusión sobre la libertad de imprenta fue una de las más brillantes que hubo en aquellas Cortes, y de las que dieron más reputación y celebridad a los oradores que tomaron parte en ella en uno u otro sentido. Distinguiose entre los defensores de la libertad don Agustín Argüelles, de los primeros también que entraron en materia, ensalzando sus ventajas y los beneficios que de ella habían reportado las naciones cultas, cotejándolos con el atraso y la ignorancia en que a otras tenía sumido el despotismo. Ayudáronle con elocuencia y con vigor en este empeño diputados de tanta ilustración como Mejía, Muñoz Torrero, Gallego (don Juan Nicasio), Luxán, Pérez de Castro y Oliveros. Sustentaron con calor la doctrina contraria Tenreiro, Rodríguez de la Bárcena, Morros, Morales Gallego, Creus y Riesco, todos eclesiásticos, y el último inquisidor del tribunal de Llerena, queriendo representar la libertad de imprenta o como contraria a la religión católica, apostólica, romana, o al menos como ocasionada a la desobediencia a las leyes, a la desunión de las familias y a otros males semejantes. Es de notar que entre los defensores de la imprenta libre había también eclesiásticos dignísimos, como Muñoz Torrero, Oliveros y Gallego.
Votose al fin, después de vivos y luminosos debates, y se aprobó por 70 votos contra 32 (19 de octubre), el primer artículo del proyecto, que era también el fundamental, en los términos siguientes: –«Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión y aprobación alguna anteriores a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidades que se expresarán en el presente decreto.»– Gran paso dado en la carrera de la libertad, y como el cimiento del edificio de la regeneración. Concretábase aquella, como se ve, a los escritos políticos, que en cuanto a los religiosos quedaban por el artículo 6.º sujetos a la previa censura de los prelados eclesiásticos. Prudente restricción, no solo para aquellos tiempos, sino también para otros posteriores. Aun hubo quien propusiera que se extendiese aquella libertad a los escritos sobre religión; mas por fortuna se opuso y cortó la discusión el venerable y sensato Muñoz Torrero, uno de los que con más elocuencia habían abogado por la abolición de la previa censura para los escritos políticos, y que había terminado su discurso diciendo: «La previa censura es el último asidero de la tiranía que nos ha hecho gemir por siglos. El voto de las Cortes va a desarraigar ésta, o a confirmarla para siempre.» No fue poco llevar la censura eclesiástica a los prelados diocesanos, arrancándola del Santo Oficio, en favor del cual todavía se levantó con este motivo una voz, bien que no encontró eco en la asamblea.
En cuanto al juicio, clasificación y penalidad de los delitos de imprenta, todavía no se creyó conveniente ni oportuno establecer el jurado, pero tampoco se los sometía a los tribunales ordinarios. Buscose un término, cual fue la creación de una junta compuesta de nueve jueces en la residencia del gobierno, y de cinco en las capitales de provincia; se entiende para los juicios de hecho; la aplicación de las penas se reservaba a los tribunales. Creyose político halagar al clero dándole representación en estas juntas de censura, confiriendo tres plazas a eclesiásticos en la primera y dos en cada una de las otras: propia medida de un tiempo en que el clero era numeroso y venía ejerciendo una influencia de siglos, y de unas Cortes en que había bastantes eclesiásticos, y entre ellos algunos de gran valer. Nombrose pues (9 de noviembre) el tribunal o junta de los nueve jueces de imprenta{13}, y al día siguiente se publicó el decreto, que constaba de veinte artículos, con arreglo al cual comenzaron luego a publicarse obras y escritos de todas clases y representando todas las opiniones, con el afán y con el ensanche que suele haber siempre cuando se acaba de salir de la opresión en que se ha vivido.
Por aquellos mismos días se trató también y se acordó que se publicara un Diario de Cortes, en que se diera cuenta de la sesión pública de cada día, con su correspondiente dirección, redacción, oficiales y taquígrafos. Resolviose que la dirección se encomendase a una comisión del Congreso, a la cual el redactor sujetaría la censura del Diario, cuyo coste había de correr por cuenta de las Cortes. Para redactor fue elegido por votación Fr. Jaime Villanueva, hermano del ilustrado eclesiástico y diputado don Joaquín Lorenzo, no obstante ser clérigo regular el nombrado, y a pesar de la reclamación que fundado en este inconveniente hizo para que se anulase la elección el señor García Herreros. Para oficial mayor del Diario se nombró a propuesta del señor Capmany a don Bartolomé Gallardo, que antes se había ofrecido a desempeñar gratuitamente el cargo de director, a imprimirle de su cuenta y riesgo, y a dar ejemplares gratis a todos los diputados: sujeto el Gallardo, que pasaba por ilustrado, y que fue después muy conocido y célebre por sus ideas, por sus escritos, por sus conocimientos bibliográficos, y por otras singularidades de su vida. Pero el Diario de Cortes, con las actas y los discursos de las sesiones, no se comenzó a publicar hasta el 16 de diciembre.
Como la libertad de imprenta fue, digamos así, la primera cuestión política que se trató, pusiéronse ya en ella de relieve y dibujáronse bien las opiniones y partidos de las diversas fracciones de las Cortes. Eran los dos principales grupos el de los amigos y el de los enemigos de las reformas. Designose a los primeros con el dictado de liberales; los segundos, aunque más tarde, fueron tildados con el de serviles{14}. Distinguiéronse entre aquellos el verboso, elocuente e instruido don Agustín Argüelles, don Manuel García Herreros y don José María Calatrava, y de los eclesiásticos don Diego Muñoz Torrero, don Antonio Oliveros, don José Espiga y don Joaquín Lorenzo Villanueva{15}, fuera de otros que, aunque no tenían la facilidad de la palabra y hacían poco uso de ella, eran notados o por sus profundos conocimientos y vasta erudición, o por su expedición en los negocios y en las comisiones, donde eran de grande utilidad. Entre los desafectos a las reformas se señalaron, o como oradores, o como eruditos, o como entendidos y prácticos en negocios, don Francisco Gutiérrez de la Huerta, don José Pablo Valiente, don Francisco Borrull y don Felipe Aner, y de los eclesiásticos don Jaime Creus, don Pedro Inguanzo y don Alonso Cañedo. No eran sin embargo todos éstos tan enemigos de las reformas que no reconocieran la necesidad de algunas, siendo pocos los que rechazaran toda modificación en el sistema de gobierno.
Inclinábanse por lo común los americanos al lado del partido reformador o liberal, y habíalos entre ellos hombres de ciencia y de buena palabra. Descollaba entre todos el ya mencionado don José Mejía, de quien el conde de Toreno hace el siguiente brillante retrato: «Era, dice, don José Mejía, su primer caudillo, hombre entendido, muy ilustrado, astuto, de extremada perspicacia, de sutil argumentación, y como nacido para abanderizar una parcialidad que nunca obraba sino a fuer de auxiliadora y al son de sus peculiares intereses. La serenidad de Mejía era tal, y tal el predominio sobre su palabra, que sin la menor aparente perturbación sostenía a veces al rematar un discurso lo contrario de lo que había defendido al principiarle, dotado para ello del más flexible y acabado talento. Fuera de eso, y aparte las cuestiones políticas, varón estimable y de honradas prendas.{16}»
Nótase en la marcha de aquellas Cortes, por lo menos en los primeros meses, que es el período que comprende este capítulo, falta de orden y de método en tratar y discutir las materias que se presentaban a su deliberación, ocupándose promiscua y confusamente en multitud de asuntos, interesantes unos, fútiles otros, lo cual dio ocasión a que en la sesión del 15 de noviembre el diputado Aner presentara una enérgica exposición, demostrando y lamentando el tiempo que se malograba y perdía en debates sobre cosas de poca monta, cuando tan urgente era tratar de los medios de libertar la patria de la dominación enemiga. Así lo reconocieron todos, y en su virtud se instó para que se formara y presentara a la mayor brevedad un reglamento, cuya falta era en verdad una de las causas de aquel mal, junto con lo que era propio de circunstancias tan críticas, y con la inexperiencia de tales asambleas en España. Libre la iniciativa de los diputados, y sin trabas reglamentarias la discusión, lanzábanse al debate proposiciones las más singulares y extrañas, y las sesiones se resentían de falta de dirección. Nosotros no mencionaremos aquí sino aquellas tareas y asuntos que nos parezcan más característicos de la época.
Entre ellos creemos poder contar la discusión sobre el tribunal o comisión que había de juzgar, oyendo antes sus descargos, según ellos habían solicitado, a los individuos de la disuelta Junta Central por el desempeño y manejo del gobierno supremo que había ejercido: –sobre erigir un monumento nacional al rey Jorge III de Inglaterra en agradecimiento a la parte que la Gran Bretaña había tomado en la guerra española, proposición que fue aceptada por unanimidad{17}: –sobre la flojedad que se notaba en el cumplimiento y ejecución de las providencias de las Cortes y del gobierno, de lo cual se culpaba a las Cortes mismas, al gobierno y a las autoridades{18}: –sobre señalar dietas a los diputados, porque los había que vivían con suma estrechez; reconociose la justicia de que se les asistiese con una subvención; se acordaron las dietas, pero que se suspendiera la percepción hasta que la nación se hallara algo más desahogada{19}: –sobre que se hiciesen rogativas y penitencias públicas en el reino, aquellas para implorar los auxilios divinos en favor del buen éxito de la guerra, éstas para la reforma de las costumbres y en expiación de los pecados públicos, y que se prohibiesen y cesaran los espectáculos y representaciones profanas{20}. Y todas estas discusiones, y otras sobre puntos aún más extraños, y algunos todavía mucho más pequeños y menos propios para ocupar a una asamblea nacional en momentos tan críticos y solemnes (nacido todo de las causas que hemos apuntado), alternaban con otras más importantes sobre las necesidades de la marina y del ejército, sobre armamento, equipo, asistencias y aumento de una y de otro, sobre el estado de la hacienda, y sobre los medios de arbitrar recursos, levantar empréstitos, y buscar caudales para subvenir a las atenciones y urgencias públicas, que eran cada día mayores.
A este fin se hicieron varias mociones para contratar empréstitos de sumas más o menos crecidas con la Gran Bretaña, aunque sin éxito, porque el gabinete británico así se prestaba fácilmente a suministrar harinas y otros pertrechos y efectos de guerra, como esquivaba hacer anticipos en numerario. Tratose de recurrir al comercio de Cádiz, y a este propósito se presentaron y discutieron diferentes proposiciones, principalmente una de que se trató muchos días para obtener la suma de 100.000.000 de reales, pero ofreciéronse tantas o más dificultades en aquella plaza como las que se habían tropezado para negociar con Inglaterra, aunque de otro género. Y como los apuros crecían y los recursos faltaban, buscáronse dentro de la nación misma, a cuyo fin se hicieron y aprobaron varias proposiciones en las sesiones de los primeros días de diciembre, notables no solo como arbitrios económicos, sino también como medidas políticas, y que revelan el espíritu que en las Cortes predominaba.
Una de ellas, que propuso el Sr. Argüelles, fue la suspensión durante la guerra de provisiones eclesiásticas, especialmente de las prebendas no necesarias para el culto, de los beneficios simples y préstamos, la exacción de la mitad de los diezmos, de una anualidad de los curatos vacantes, y algunos otros arbitrios sobre las rentas del clero. La proposición fue, como era natural, combatida por algunos diputados eclesiásticos, si bien otros que también lo eran, tales como Oliveros, Muñoz Torrero y Villanueva, la sostuvieron, citando y haciendo valer para ello las bulas impetradas ya de Su Santidad en el anterior reinado para objetos y atenciones semejantes{21}.– No fue menos trascendental, aunque de otra índole la que hizo el Sr. Villanueva, para que se destinaran a premiar las acciones heroicas de los militares y paisanos que se distinguieran en el servicio de la patria las fincas pertenecientes a don Manuel Godoy y a otros infidentes, dividiéndose desde luego en suertes las que existiesen en país libre, prometiendo solemnemente las Cortes hacer lo mismo a su tiempo con las que estuvieran en país ocupado; y que lo propio se ejecutara con los bosques, prados, jardines y demás terrenos de los sitios reales de Aranjuez, el Pardo, Casa de Campo, Escorial, Valsaín y San Ildefonso, distribuyéndolos en suertes proporcionadas para premio perpetuo de los defensores de la patria y sus familias, así paisanos como militares, desde el general hasta el último soldado: proposición que se acordó pasara a la comisión de premios.
Fecundas en proposiciones las sesiones de los primeros días de diciembre, a consecuencia de una del señor Gallego se acordó que el sueldo máximo de los empleados durante los apuros de la guerra fuese el de 40.000 rs., a excepción del de los regentes del reino, ministros, representantes en las cortes extranjeras, y generales del ejército y armada en activo servicio. Y se declaró que los empleados de 40.000 reales abajo se sujetaran todos a la deducción o descuento gradual que estaba ya prevenido y debía regir desde 1.º de enero del año corriente. Se mandó también a la Regencia que pasara a las Cortes una nota o estado de los empleos que resultaran vacantes en los dominios españoles en todos los ramos de la administración, y que avisara de los que fueran sucesivamente vacando, con expresión de la dotación de cada uno, con su informe sobre los que pudieran suprimirse por innecesarios; y que cada ministerio enviara una lista exacta de todos los empleados, con expresión de nombres, fechas y sueldos. Se prohibió la provisión de todos los empleos civiles, eclesiásticos y militares, vacantes o que vacaren en país ocupado por el enemigo, así como la de todo empleo o plaza supernumeraria. Providencias que, mal entendidas por muchos, les hicieron creer que las Cortes se arrogaban las atribuciones del poder ejecutivo{22}.
Tocándose otra vez el punto de la compatibilidad o incompatibilidad del cargo de diputado con el ejercicio de otro empleo público, después de recordarse lo que respecto de este particular tenían acordado ya las Cortes, y de emitirse opiniones diversas sobre los diferentes casos en que pudieran acumularse los dos cargos en una misma persona, y de distinguir entre los que tenían su destino en aquella misma población y los que los tenían en otras partes, resolviose declarar por punto general, que el ejercicio de los empleos y comisiones que tuviesen los diputados quedara suspenso durante el tiempo de su diputación, conservándoseles sus goces y el derecho a los ascensos de escala como si estuviesen en ejercicio{23}.
Reconociose que las cartas sumisas de Fernando VII a Napoleón desde Valencey insertas en el Monitor de París, y el proyecto de su matrimonio con una cuñada del emperador, de que antes hemos hablado, exigían una declaración legislativa, que al mismo tiempo que fuese una protesta nacional, invalidara aquél y otros semejantes contratos, caso de que llegaran a realizarse. Al efecto, y sin nombrar a Fernando VII, hízose una moción pidiendo se declarara que ningún rey de España podía contraer matrimonio con persona alguna, de cualquier condición que fuese, sin conocimiento y aprobación de la nación española legítimamente representada en Cortes. A esta proposición se añadió otra para que los reyes de España, mientras estuviesen prisioneros o cautivos, no pudiesen celebrar pactos o convenios de ninguna especie sin consentimiento de la nación, declarándose nulos los que sin esta formalidad se hiciesen. Ambas iban, como se ve, encaminadas a un fin, aunque más general la una que la otra{24}. Pronunciáronse con este motivo discursos llenos de erudición política, por diputados de opuestas opiniones y partidos, aunque incurriendo algunos en graves errores históricos. Pero tuvo de notable esta cuestión, que dominó en todos, españoles y americanos, amigos y enemigos de las reformas, tal espíritu de nacionalidad e independencia, que procediéndose a la votación, y verificándose nominal, resultó unánime la aprobación del proyecto de decreto que se había redactado, y se publicó como tal en el primer día del siguiente mes{25}.
Ni fue, ni podía ser acogida del mismo modo, antes se levantaron inmediatamente a rechazarla los diputados de más autoridad, otra proposición en que se pretendía haber sido un error el separar el poder ejecutivo del legislativo, y se excitaba a las Cortes a que asumiesen en sí ambos poderes, como el medio más directo y acaso único de salvar la patria{26}. Semejante propuesta, que equivalía a querer convertir la asamblea en convención nacional, produjo tal disgusto, que algunos pidieron que no se volviera a admitir moción ninguna que fuese como ésta, contra leyes ya hechas del Estado que eran como constitucionales, y por tales se tenían ciertos decretos ya promulgados. Mas como quiera que las atribuciones y facultades del poder ejecutivo no hubiesen quedado todavía bien deslindadas a pesar de la declaración hecha en 27 de setiembre, volviose a tratar y discutir este punto, dando por resultado el decreto que poco más adelante se publicó con el título de Reglamento provisional del poder ejecutivo.
Estas cuestiones, que eran constitucionales, juntamente con otras que se suscitaban y que también lo eran, tal como la petición hecha por el enviado de Portugal para que se autorizara y publicara la revocación de la ley Sálica hecha en las Cortes de 1789, y por consecuencia de ella se declarara el derecho de la princesa del Brasil doña Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII, a suceder en la corona de España, puntos cuya decisión se iba reservando para cuando se formara la Constitución del Estado; estas cuestiones, decimos, hacían ver la necesidad de ocuparse en la formación de aquel Código, con arreglo también a una proposición que en este sentido había sido hecha. En su virtud se nombró para que preparara el proyecto (23 de diciembre) una comisión de catorce diputados, a la cual se agregaron después algunos otros{27}. Habíase propuesto ya por algunos que se hiciera una especie de invitación o llamamiento a los sabios de todos los países para que comunicaran sus luces al Congreso, y se abriera como un concurso para la presentación de memorias o proyectos de una buena Constitución; así como no faltó quien combatiera esta idea, ya por creer innecesario dar una Constitución al reino, ya bajo el concepto de pedir luces a los sabios, diciendo que los sabios y eruditos eran los que más habían perjudicado a la causa nacional, citando los españoles ilustrados que habían abrazado el partido de los franceses, todo lo cual oyó el Congreso con ostensibles demostraciones de gran desagrado.
Nombrose en el mismo día 23 otra comisión que se encargara de redactar un proyecto de ley para el arreglo y gobierno de las provincias, otra de las reformas capitales cuya necesidad se había reconocido. Y mientras estas comisiones preparaban sus trabajos, la asamblea continuaba discutiendo con notable interés, empeño y asiduidad el proyecto relativo a fijar las atribuciones que habían de corresponder y señalarse al Consejo de Regencia como poder ejecutivo, y a deslindar los límites del Cuerpo legislador, y las relaciones que entre sí habían de guardar estos dos poderes.
Mezclábanse y alternaban con estas cuestiones otras de más o menos interés e importancia, tales como la de empréstito y subsidios, la del alistamiento de un cuerpo de diez mil hombres en Cádiz, la de las obras de defensa de aquella plaza y de la Isla, la del aumento, organización y disciplina de los ejércitos, la del reconocimiento y confirmación de los grados militares a los eclesiásticos que acaudillaban guerrillas, la del establecimiento en España de una ley semejante al Habeas corpus de Inglaterra, y otras sobre que se hacían y presentaban proposiciones, que producían debates más o menos interesantes. No se descuidaban tampoco los diputados americanos, ya en solicitar concesiones para las provincias de ultramar, ya en pedir o proponer medidas para apagar el fuego de la insurrección que iba cundiendo y extendiéndose en aquellas regiones. De Buenos-Aires se había propagado al Paraguay y al Tucumán, y amenazaba prender en Chile. Con más furia se desarrolló en Nueva-España, donde ya el año anterior había sido separado por sospechas de connivencia con los criollos el virrey Iturrigaray, y donde hubo el poco tino de conferir el virreinato en tales circunstancias al anciano y débil arzobispo don Francisco Javier de Lizana. Un clérigo llamado Hidalgo de Costilla, hombre sagaz y no iliterato, fue quien levantó allí la bandera de la insurrección, sublevando a los indios y mulatos (setiembre, 1810), con los cuales y con algunas tropas que se le reunieron se apoderó de la rica población de Guanajuato, se extendió hasta Valladolid de Mechoacán, y amenazaba a Méjico, que se hallaba en gran fermentación.
Por fortuna llegó oportunamente el general Venegas, nombrado virrey, como dijimos ya en otra parte, por el gobierno español. Venegas contuvo y reprimió el mal espíritu de la capital, y despachó al coronel Trujillo con una columna al encuentro de Hidalgo. Esperole el clérigo insurgente en el monte de las Cruces; tuvieron allí una viva refriega, mas el número de la gente insurrecta era ya tan crecido que el coronel español tuvo por prudente retroceder a Méjico. Tras él marchaba ya Hidalgo atrevidamente sobre la capital, y como supiese que se dirigía a impedirle aquel movimiento el comandante de las fuerzas de San Luis de Potosí, brigadier Calleja, con 3.000 hombres, tuvo la audacia de volver a buscarle, pero pagó cara la osadía, porque fue completamente derrotado cerca de Aculco (7 de noviembre). Repúsose no obstante todavía, y todavía dio que hacer, costándole a Calleja varias acciones hasta desbaratarle del todo en una de ellas, de cuyas resultas hubo de refugiarse el belicoso clérigo en las provincias interiores, donde al fin fue cogido y pasado por las armas con varios de sus secuaces. La misma suerte tuvo otro clérigo llamado Morelos, pero mucho más feroz que el anterior, así como más ignorante y de más estragadas costumbres, que se levantó y mantuvo el fuego de la insurrección en la costa meridional de Nueva-España. Ruda y sanguinaria se mostró allí la rebelión contra los españoles, y éstos a su vez tomaron también represalias horribles.
Así los diputados americanos, presentando como remedio a tales males y como aliciente para reconciliar aquellas provincias y mantenerlas unidas a la metrópoli, la necesidad de igualarlas en derechos con ésta, esforzábanse por obtener medidas legislativas en este sentido, pretendían que con urgencia se declarara la libertad e igualdad de los indios, arrancaban concesiones, ya eximiéndolos de los tributos y repartimientos abusivos que estaban en práctica, ya facultándolos para ciertos cultivos y labores agrícolas que les estaban vedados, ya habilitándolos para toda clase de empleos, igualando en esto con los europeos a los indios y criollos, ya en fin pidiendo que la representación de aquellas provincias fuese enteramente idéntica en el modo y forma a la de la península, no solo para las Cortes sucesivas, sino aun para aquellas mismas que se estaban celebrando. Encargose a los americanos, que poniéndose de acuerdo entre sí, formularan y presentaran bajo un plan todas aquellas proposiciones, y así se fueron discutiendo, en sesiones secretas muchas de ellas.
Pero en medio de cuestiones y asuntos de la importancia de los que hemos enumerado, interpolábanse con frecuencia y entretenían a las Cortes materias de poca sustancia para un cuerpo legislador, e incidentes fútiles, haciéndose objeto de discusión cualquier idea, juicio o rumor que estampaban los periódicos que desde la libertad de imprenta comenzaron a pulular, y que muchas veces se reducían a verdaderos chismes o a ligeras censuras que lastimaban o incomodaban a uno o más diputados; abusos propios de una institución que había pasado de repente del estado de esclavitud al de una casi omnímoda libertad. Aunque las Cortes en este primer período no dejaron de tratar de asuntos de guerra y hacienda, que eran en verdad los más urgentes, no hay duda que dieron cierta preferencia a la parte política, en términos que no solamente por fuera no faltó quien por esto las criticase, sino que también algunos diputados llamaron la atención sobre lo mismo, tal como el señor Llamas, que propuso no se tratara de otra cosa que de guerra, hacienda y planes generales y particulares para arrojar a los enemigos, añadiendo que sobre esto hasta ahora no se había hecho nada o muy poco, expresiones de que se dio por ofendido y se quejó el Congreso. También hubo alguno que dijera no podía ver sin lágrimas el tiempo que se perdía en materias de suyo obvias o de muy escaso interés. ¿Pero podía evitarse uno y otro en una asamblea nueva, y con una iniciativa individual completamente libre, por lo menos hasta que pasaran aquellos primeros desahogos, y se entrara, como después se entró, en un sistema más sentado, más reglamentario y más metódico?
Antes de terminar este capítulo, justo será que elogiemos de nuevo la firmeza y serenidad de aquellos ilustres patricios, deliberando impávidos a las puertas de una ciudad apestada, y encerrados ellos mismos en un recinto circundado de fortalezas y de cañones enemigos, cuyo estruendo retumbaba en sus oídos muchas veces, cuyos proyectiles amenazaban caer cada día sobre sus cabezas, y a riesgo de verse a la mejor hora sorprendidos, envueltos y copados. Como en una corporación nunca o rara vez falta quien dé más fácil entrada en su ánimo al temor, o quien se abulte en su imaginación los peligros, o quien acaso vea los que realmente existan más claramente que otros, en diferentes ocasiones expusieron algunos diputados lo prudente que sería que la representación nacional se trasladara a lugar más seguro y no expuesto a una sorpresa enemiga, y donde pudiera dedicarse a sus tareas más sosegadamente. Aunque este punto se trató siempre en sesiones secretas, en que cada cual podía emitir más francamente su parecer y expresar sus sentimientos sin la presión que ejerce el temor a la censura pública, pocos fueron siempre los que opinaron por la traslación, los más combatieron fuertemente la idea como anti-política, en razón al mal efecto que causaría aquella medida en la nación, prefiriendo correr allí todos los riesgos a dar al país un ejemplo de debilidad, cuyas consecuencias podrían ser funestas. Decidiose al fin la cuestión en votación nominal, votando 84 por la permanencia, solo 33 por la traslación. Únicamente aceptaron mudarse a Cádiz tan pronto como cesara la epidemia, a cuyo efecto se acordó habilitar la iglesia de San Felipe Neri.
Tales fueron las principales ocupaciones de las Cortes en el corto y trabajoso, pero ya fecundo período desde su instalación hasta terminar el año 1810. Días de gloria histórica preparaban a la nación española los escogidos del pueblo en circunstancias tan críticas y solemnes.
{1} El conde de Toreno, que califica a la Regencia en términos bastantes fuertes de desaficionada a la institución de las Cortes, y supone en ella intención deliberada para no haberlas reunido antes, parece atribuir el decreto casi exclusivamente a la representación de aquellos diputados y a la fermentación que produjo en Cádiz. Nada dice, y es bien extraño, de la consulta del Consejo Supremo de España e Indias. Para juzgar de la mayor o menor espontaneidad de la Regencia en la resolución de este asunto, debe verse el Diario de sus actos y operaciones que presentó después al Congreso nacional.
{2} Los suplentes fueron, 30 por las provincias de Indias, y 23 por las de España.
{3} Real decreto de las Cortes generales extraordinarias 24 de setiembre de 1810.
Don Fernando VII por la gracia de Dios, rey de España y de las Indias, y en su ausencia y cautividad el Consejo de Regencia, autorizado interinamente, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: que en las Cortes generales y extraordinarias, congregadas en la Real Isla de León, se resolvió y decretó lo siguiente.
Los diputados que componen este congreso y que representan la nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales extraordinarias, y que reside en ellas la soberanía nacional.
Las Cortes generales y extraordinarias de la nación española congregadas en la Real Isla de León, conformes en todo con la voluntad general, pronunciada del modo más enérgico y patente, reconocen, proclaman y juran de nuevo por su único y legítimo rey al señor don Fernando VII de Borbón; y declaran nula, de ningún valor ni efecto la cesión de la corona que se dice hecha en favor de Napoleón, no solo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e ilegales sino principalmente por faltarles el consentimiento de la nación.
No conviniendo queden reunidos el poder legislativo, el ejecutivo y el judiciario, declaran las Cortes generales y extraordinarias que se reservan el ejercicio del poder legislativo en toda su extensión.
Las Cortes generales extraordinarias declaran que las personas en quienes delegaren el poder ejecutivo en ausencia de nuestro legítimo rey el señor don Fernando VII, quedan responsables a la nación por el tiempo de su administración, con arreglo a sus leyes.
Las Cortes generales y extraordinarias habilitan a los individuos que componían el Consejo de Regencia para que bajo esta misma denominación, interinamente y hasta que las Cortes elijan el gobierno que más convenga, ejerzan el poder ejecutivo.
El Consejo de Regencia para usar de la habilitación declarada anteriormente, reconocerá la soberanía nacional de las Cortes, y jurará obediencia a las leyes y decretos que de ellas emanaren, a cuyo fin pasará inmediatamente que se le haga constar este decreto, a la sala de sesión de las Cortes, que le esperan para este acto, y se hallan en sesión permanente.
Se declara que la fórmula del reconocimiento y juramento que ha de hacer el Consejo de Regencia, es la siguiente: «¿Reconocéis la soberanía de la nación representada por los diputados de estas Cortes generales y extraordinarias? ¿Juráis obedecer sus decretos, leyes y constitución que se establezca según los santos fines para que se han reunido, y mandar observarlos y hacerlos ejecutar? ¿Conservar la independencia, libertad e integridad de la nación? ¿La religión católica apostólica romana? ¿El gobierno monárquico del reino? ¿Restablecer en el trono a nuestro amado rey don Fernando VII de Borbón? ¿Y mirar en todo por el bien del Estado? Si así lo hiciereis, Dios os ayude; y si no, seréis responsable a la nación con arreglo a las leyes.»
Las Cortes generales y extraordinarias confirman por ahora todos los tribunales y justicias establecidas en el reino para que continúen administrando justicia según las leyes.
Las Cortes generales y extraordinarias confirman por ahora todas las autoridades civiles y militares, de cualquiera clase que sean.
Las Cortes generales y extraordinarias declaran, que las personas de los diputados son inviolables, y que no se pueda intentar por ninguna autoridad ni persona particular cosa alguna contra los diputados, sino en los términos que se establezcan en el reglamento general que va a formarse, y a cuyo efecto se nombrará una comisión.
Lo tendrá entendido el Consejo de Regencia, y pasará acto continuo a la sala de las sesiones de las Cortes para prestar el juramento indicado, reservando el publicar y circular en el reino este decreto, hasta que las Cortes manifiesten cómo convendrá hacerse; lo que se verificará con toda brevedad. Real Isla de León, 24 de setiembre de 1810, a las once de la noche.– Ramón Lázaro de Dou, Presidente.– Evaristo Pérez de Castro, Secretario.
Y para la debida ejecución y cumplimiento del decreto que precede, el Consejo de Regencia ordena y manda a todos los tribunales, justicias, jefes, gobernadores, y demás autoridades así civiles como militares y eclesiásticas, de cualquier clase y dignidad, que le guarden, hagan guardar, cumplir y ejecutar en todas sus partes. Tendreislo entendido y dispondréis lo necesario a su cumplimiento. Francisco de Saavedra.– Javier de Castaños.– Antonio de Escaño.– Miguel de Lardizábal y Uribe.– Real Isla de León, 24 de setiembre de 1810.– A don Nicolás María Sierra.
{4} Real decreto de las Cortes generales y extraordinarias fecha 25 de setiembre de 1810.
Don Fernando VII por la gracia de Dios, rey de España y de las Indias, y en su ausencia y cautividad el Consejo de Regencia, autorizado interinamente, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que en las Cortes generales y extraordinarias, congregadas en la Real Isla de León, se resolvió y decretó lo siguiente: Las Cortes generales y extraordinarias declaran a consecuencia del decreto de ayer 24 del corriente, que el tratamiento de las Cortes de la Nación debe ser, y será de aquí en adelante de Majestad.
Las Cortes generales y extraordinarias ordenan que durante la cautividad y ausencia de nuestro legítimo Rey el señor don Fernando VII, el poder ejecutivo tenga el tratamiento de Alteza.
Las Cortes generales y extraordinarias ordenan que los Tribunales Supremos de la Nación, que interinamente han confirmado, tengan por ahora el tratamiento de Alteza.
Las Cortes generales y extraordinarias ordenan que la publicación de los decretos y leyes que de ellas emanaran, se haga por el poder ejecutivo en la forma siguiente:
Don Fernando VII por la gracia de Dios, rey de España y de las Indias, y en su ausencia y cautividad el Consejo de Regencia, autorizado interinamente, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que en las Cortes generales y extraordinarias, congregadas en la Real Isla de León, se resolvió y decretó lo siguiente:
Las Cortes generales y extraordinarias ordenan que los generales en jefe de todos los ejércitos, los capitanes generales de las provincias, los muy reverendos arzobispos y reverendos obispos, todos los tribunales, juntas de provincia, ayuntamientos, justicias, jefes, gobernadores y demás autoridades así civiles como militares y eclesiásticos, de cualquiera clase y dignidad que sean, los cabildos eclesiásticos, y los consulados, hagan el reconocimiento y juramento de obediencia a las Cortes generales de la Nación en los pueblos de su residencia, bajo la fórmula con que lo ha hecho el Consejo de Regencia: y que el general en jefe de este ejército, los presidentes, gobernadores o decanos de los Consejos Supremos existentes en Cádiz, como los gobernadores militares de aquella y esta plaza, pasen a la sala de sesiones de las Cortes para hacerlo: y ordenan así mismo que los generales en jefe de los ejércitos, capitanes generales de las provincias, y demás jefes civiles, militares y eclesiásticos exijan de sus respectivos subalternos y dependientes el mismo reconocimiento y juramento. Y que el Consejo de Regencia de cuenta a las Cortes de haberse así ejecutado por las respectivas autoridades.
Dado en la Real Isla de León a 25 de setiembre de 1810.– Ramón Lázaro de Dou, presidente.– Evaristo Pérez de Castro, secretario.– Manuel Luxán, secretario.
Real decreto de 27 de setiembre de 1810, ampliatorio del de 24 del mismo mes referente a las facultades del poder ejecutivo en el desempeño de sus funciones.
«Las Cortes generales y extraordinarias declaran que en el decreto de 24 de setiembre de este año no se han impuesto límites a las facultades propias del poder ejecutivo, y que ínterin se forma por las Cortes un reglamento que los señale, use de todo el poder que sea necesario para la defensa, seguridad y administración del estado en las críticas circunstancias del día; e igualmente que la responsabilidad que se exige al Consejo de Regencia excluye únicamente la inviolabilidad absoluta que corresponde a la persona sagrada del rey. En cuanto al modo de comunicación entre el Consejo de Regencia y las Cortes, mientras éstas establecen el más conveniente, se seguirá usando el medio adoptado hasta aquí. Lo tendrá entendido el Consejo de Regencia en contestación a su Memoria de 26 del corriente mes. Dado en la Isla de León a las cuatro de la mañana del día 27 de setiembre de 1810. Ramón Lázaro de Dou, Presidente.– Evaristo Pérez de Castro, Secretario.– Manuel Luxán, Secretario.
{5} No comprendemos cómo hablando de esta práctica pudo decir Toreno: «Método que, por decirlo de paso, reprobaban varios diputados, y que en lo venidero casi del todo llegó a abandonarse.»– Revolución de España, lib. XIII.– Para nosotros es indudable que no se abandonó en toda la legislatura, puesto que tenemos a la vista el Diario privado de las sesiones secretas que llevaba el diputado Villanueva, y que se ha impreso recientemente y llega hasta entrado el año 13.– Si Toreno quiso referirse a las Cortes de otras épocas posteriores, tenía razón, pero no comprendiendo su obra más que aquella, por lo menos parece haber aludido a aquella y no a otra.
{6} Este suceso del duque de Orleans, con los largos antecedentes que ya traía, constituye un interesante y curioso episodio de aquella época; mas para no truncar con él la reseña de lo que en las Cortes se hacía, y que es el objeto de este capítulo, le daremos a conocer a nuestros lectores por apéndice y en lugar separado.
{7} Este Diario, que varias veces hemos citado, y que tan interesantes noticias contiene, existía manuscrito en la Real Academia de la Historia (un tomo en folio de 383 páginas), y le publicó recientemente el académico don Francisco de Paula Cuadrado, entre los Apéndices al Elogio histórico de don Antonio de Escaño.
{8} Parte III, libro VIII, capítulos 16 y 21 de nuestra Historia.
{9} Real decreto de 14 de febrero de 1810.
«El rey nuestro señor don Fernando VII, y en su real nombre el Consejo de Regencia y de España e Indias: considerando la grave y urgente necesidad de que a las Cortes extraordinarias que han de celebrarse inmediatamente que los sucesos militares lo permitan concurran diputados de los dominios españoles de América y de Asia, los cuales representen digna y legalmente la voluntad de sus naturales en aquel congreso, del que han de depender la restauración y felicidad de toda la monarquía, ha decretado lo que sigue:
Vendrán a tener parte en la representación nacional de las Cortes extraordinarias del reino, diputados de los virreinatos de Nueva-España, Perú, Santa Fe y Buenos-Aires, y de las capitanías generales de Puerto-Rico, Cuba, Santo Domingo, Guatemala, Provincias Internas, Venezuela, Chile y Filipinas.
Estos diputados serán uno por cada capital cabeza de partido de estas diferentes provincias.
Su elección se hará por el ayuntamiento de cada capital, nombrándose primero tres individuos naturales de la provincia, dotados de probidad, talento e instrucción, y exentos de toda nota; y sorteándose después uno de los tres, el que salga a primera suerte, será diputado en Cortes, &c.»
{10} Sin afirmar ni creer nosotros que éstas fuesen ni las solas ni las más eficaces medidas que pudieron tomarse para mantener la subordinación y la obediencia en aquellos dominios, tampoco nos parece exacto el descuido que atribuye Toreno a la Central, diciendo que no pensó como debiera en materia tan grave. Las medidas que él indica como más convenientes, tales como la del repartimiento de tierras a las clases menesterosas y la de halagar más con honores y distinciones a los criollos, no sabemos si habrían producido, en el estado en que ya se encontraban, tan buen efecto como se imagina el ilustre escritor, y otros con él.
{11} Como el lector fácilmente comprenderá, no podemos ni nos corresponde hacer en una historia de esta índole sino una reseña brevísima de las alteraciones y novedades que ocurrieron en los dominios españoles de América, de las guerras a que aquellas sublevaciones dieron lugar, y de la marcha de los sucesos en cada una de las provincias que se fueron emancipando de la metrópoli. La historia detenida de aquellos acontecimientos exigiría de por sí muchos volúmenes; y en efecto ha sido tarea en que se han ocupado ya muchas y muy buenas plumas, y existen historias de aquellos sucesos, ya generales, ya particulares de los estados que se fueron formando, aunque apasionadas unas, escritas otras con bastante imparcialidad, que puede consultar con provecho el que desee conocer bien aquella gran revolución de las vastas y antiguas posesiones españolas del Nuevo-Mundo.
{12} «Don Fernando VII por la gracia de Dios rey de España y de las Indias, y en su ausencia y cautividad el Consejo de Regencia, autorizado interinamente, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed; que en las Cortes generales y extraordinarias, congregadas en la Real Isla de León, se resolvió y decretó lo siguiente:
Las Cortes generales y extraordinarias confirman y sancionan el inconcuso concepto de que los dominios españoles en ambos hemisferios forman una sola y misma monarquía, una misma y sola nación y una sola familia, y que por lo mismo los naturales que sean originarios de dichos dominios europeos o ultramarinos son iguales en derechos a los de esta península, quedando a cargo de las Cortes tratar con oportunidad y con un particular interés de todo cuanto pueda contribuir a la felicidad de los de ultramar; como también sobre el número y forma que debe tener para lo sucesivo la representación nacional en ambos hemisferios. Ordenan así mismo las Cortes que desde el momento en que los países de ultramar, en donde se hayan manifestado conmociones, hagan el debido reconocimiento a la legítima autoridad soberana que se halla establecida en la madre patria, haya general olvido de cuanto hubiese ocurrido inmediatamente en ellas, dejando sin embargo a salvo el derecho de tercero. Lo tendrá así entendido el Consejo de Regencia para hacerlo imprimir, publicar y circular, y para disponer todo lo necesario a su cumplimiento. Ramón Lázaro de Dou, Presidente.– Evaristo Pérez de Castro, Secretario.– Manuel Luxán, Secretario.– Real Isla de León, 15 de octubre de 1810.– Al Consejo de Regencia.
Y para la debida ejecución y cumplimiento del decreto precedente, el Consejo de Regencia ordena y manda a todos los tribunales, justicias, jefes, gobernadores, y demás autoridades, así civiles como militares y eclesiásticas, de cualquiera clase y dignidad, que le guarden, hagan guardar, cumplir y ejecutar en todas sus partes. Tendreislo entendido, y dispondréis lo necesario a su cumplimiento.– Francisco de Saavedra.– Javier de Castaños.– Antonio de Escaño.– Miguel de Lardizábal y Uribe.– Real Isla de León, 15 de octubre de 1810.– A don Nicolás María de Sierra.»
{13} Los elegidos, en votación por papeletas, fueron: don Andrés Lasauca, consejero de Castilla; don Antonio Cano Manuel, fiscal del mismo; don Manuel Quintana; el señor Ruiz del Burgo, consejero de Guerra; don Ramón López Pelegrín; el señor Riega, consejero de Castilla; y los eclesiásticos señores Bejarano, obispo de Cuenca; don Martín de Navas, canónigo de San Isidro de Madrid, y don Fernando Alva, cura del Sagrario de Cádiz.
{14} La aplicación de esta especie de apodo, según Toreno, nació de haberlos llamado así don Eugenio de Tapia en una composición poética bastante notable, en que separando la palabra maliciosamente con una rayita, la escribió de este modo: Ser-vil.
{15} Era don Joaquín Lorenzo Villanueva diputado por Valencia su patria (nacido en la ciudad de Játiva). Predicador y confesor del rey, teólogo, anticuario y poeta, conocido en la república de las letras por sus obras y escritos, entre ellos la Vida literaria, en que describió las diversas fases de su agitada vida, y en que se encuentran datos muy curiosos para la historia contemporánea; la disertación titulada: Angélicas fuentes o El Tomista en las Cortes; El Kempis de los literatos, las Poesías escogidas, y sobre todo el Viaje literario a las iglesias de España: escribió también un Diario, en que iba anotando todo lo que cada día se trataba y deliberaba en las Cortes, y principalmente lo que pasaba en las sesiones secretas: en el cual se hallan curiosísimas y muy importantes noticias, que no es fácil encontrar en otra parte, contadas y expuestas con aquella naturalidad, sencillez y sello de verdad que lleva lo que se escribe privadamente y para sí propio y sin las pretensiones de la publicidad. Este Diario, que con el título de Mi viaje a las Cortes se conservaba manuscrito en los archivos del Congreso de los Diputados, por acuerdo de la comisión de gobierno interior del mismo ha sido impreso y publicado por el entendido oficial mayor de la secretaría don Francisco Argüelles, el cual al darle a luz, en una breve advertencia, hace de la obra el exacto juicio siguiente: «Estos apuntes carecen de la autenticidad de las actas; pero en cambio son aún de mayor estima bajo el punto de vista de la historia. La severa sencillez con que deben redactarse las actas no consiente comentario de ninguna especie, ni observaciones, ni la exposición de las opiniones del que las extiende. El señor Villanueva, por el contrario, dejando correr libremente su pluma, da cuenta con admirable ingenuidad de sus propias impresiones, juzga las cuestiones según su criterio, refiere incidentes notables, y hasta deja traslucir alguna vez causas que influyeron en la solución de las cuestiones, y que acaso por una prudente reserva, hija de las circunstancias, no salieron a luz en la discusión.– El estilo sencillo, casi familiar, de estos apuntes es sin embargo bello por su misma sencillez, y porque muestran la espontaneidad y candor con que están escritos. Nótanse en ellos ligeras faltas de corrección, muy fáciles de remediar; pero nos hemos abstenido de hacerlo, por conservar en toda su pureza la originalidad del manuscrito.»
{16} Hemos seguido en esta ligera fisonomía de los partidos y de algunos de los diputados más notables al conde de Toreno, que habiendo pertenecido a aquellas Cortes desde marzo de 1811 como diputado, y tan joven que tuvieron aquellas que dispensarle la edad, tuvo motivos para conocer bien así las parcialidades como los hombres que más en cada una de ellas se distinguían.
{17} Sesiones de 18 y 19 de noviembre.– El monumento sin embargo no llegó a levantarse nunca.
{18} Decía a propósito de esto el señor Mejía, que él estaba viendo una mano oculta como aquella que vio el rey Baltasar escribiendo en la pared la sentencia de su exterminio: que de los cinco dedos de esta mano, el principal era el Congreso, el índice la Regencia, el del corazón el pueblo de Cádiz, y los dos restantes el capitán general y el gobernador de la Isla. Que en las Cortes notaba flojedad en hacerse obedecer; en la Regencia lentitud en obrar, y consideraciones y miramientos ajenos de una situación tan crítica; en el pueblo de Cádiz resistencia a cumplir las órdenes del Congreso; en el capitán general falta de actividad, nacida de su constitución física, y de no ser propietario sino interino: en el gobernador una cierta dureza de carácter poco apropósito para las circunstancias, &c.– Sesión de 24 de noviembre.
{19} Esta suspensión no fue larga, porque en 23 de diciembre ordenaron las Cortes al ministro de Hacienda que, atendiendo a que en muchas provincias no había proporción para librar a sus diputados las dietas o ayudas de costa señaladas, se les librasen por la tesorería general con cargo a las mismas provincias o ciudades. Y más adelante se determinó que las dietas fuesen de cuarenta mil reales, no sujetos a descuento: que se cobraran desde el 2 de diciembre de 1810, pero que los que gozaran sueldo, dejaran éste en favor de la hacienda pública mientras durara su encargo, así como los que tuvieran sueldo menor, podrían percibir por razón de dietas lo que les faltara hasta el completo de los cuarenta mil reales.– Decretos de 23 de diciembre de 1810, y de 10, 13, 14 y 21 de junio de 1811.
{20} El autor de la proposición sobre rogativas y penitencias públicas fue don Joaquín Lorenzo Villanueva, que la reprodujo con insistencia en muchas sesiones, y le costó no pocos disgustos, por la crítica que de ella y aun de la persona hicieron El Conciso y algún otro periódico de los que entonces se publicaban: estos artículos solían leerse en las Cortes, así como las impugnaciones que de ellos hacía y llevaba escritas Villanueva. Esta polémica impertinente se ventiló en varias sesiones.
{21} Produjo esto un decreto mandando suspender en la península y dominios de Ultramar la provisión de toda clase de prebendas y beneficios eclesiásticos, a excepción de los de oficio y de los que tenían anexa cura de almas.– Colección de Decretos de las Cortes.
{22} Sesiones del 1, 2 y 3 de diciembre, 1810.
{23} Decreto de las Cortes del 4 de diciembre.– Omitimos, porque sería larga tarea, hacer mérito de otras proposiciones que sobre materias análogas se presentaron, tal como la del señor Castelló, que decía, que habiendo quedado de los tiempos del favorito tres clases de empleados públicos, una que era hechura del soborno y la adulación, otra de conducta dudosa, y otra de gente buena que se había salvado de la corrupción de aquella época, pedía que los de la primera clase fuesen separados de sus destinos, que los de la segunda fuesen observados, y los de la tercera conservados para la patria. Se tomó al pronto en consideración; pero al discutirla (12 de diciembre) se manifestó un general desagrado, y hasta repugnancia. Hubo quien dijo que, si su autor no señalaba, con justificación, los empleados comprendidos en las dos primeras clases, la proposición fuese echada debajo de la mesa: atacáronla muchos, y la desecharon todos.
{24} La primera la presentó el señor Capmany, y la segunda el señor Borrull.
{25} Decreto de las Cortes de 1.º de enero de 1811.
{26} Hízola el señor Castelló, el mismo que había hecho la relativa a las tres clases de empleados que decía haber quedado del tiempo de Godoy.
{27} Los nombrados fueron: don Agustín Argüelles, don José Pablo Valiente, don Pedro María Ric, don Francisco Gutiérrez de la Huerta, don Evaristo Pérez de Castro, don Alfonso Cañedo, don José Espiga, don Antonio Oliveros, don Diego Muñoz Torrero, don Francisco Rodríguez de la Bárcena, don Vicente Morales, don Joaquín Fernández de Leyva, y don Antonio Joaquín Pérez.– Los agregados más adelante fueron: don Antonio Ranz Romanillos, y los americanos don Andrés de Jauregui y don Mariano Mendiola.