Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XIV
Tarragona
Viaje y regreso del rey José
1811 (de enero a agosto)

Estado de la guerra en Galicia y Asturias.– En León y Santander.– La Liébana: heroísmo de sus habitantes.– Provincias Vascongadas y Navarra.– Mina: atrevida y gloriosa sorpresa que hizo.– Creación del ejército francés del Norte.– La guerra en Cataluña.– Toman los franceses el castillo de San Felipe.– Sus proyectos sobre Tarragona.– Toma el mando del Principado el marqués de Campoverde.– Acción de Valls entre Macdonald y Sarsfield.– Bullicios dentro de Tarragona.– El congreso catalán.– Desgraciada tentativa de Campoverde sobre Monjuich.– Encomienda Napoleón a Suchet el sitio de Tarragona.– Incendio de Manresa.– Sorprenden y toman los españoles el castillo de Figueras.– Ardid de que se valieron.– Capciosa capitulación pedida por el enemigo.– Circunvalan el castillo los franceses.– Marcha Suchet a sitiar a Tarragona.– Posición y condiciones de la plaza.– Campoverde y Sarsfield van a su socorro.– Terrible ataque de los franceses al fuerte del Olivo.– Asalto: resistencia heroica: mortandad.– Consejo de guerra en la plaza.– Sale de ella Campoverde, y queda mandando Senén de Contreras.– Ataque y brecha en el fuerte del Francolí.– Retíranse los nuestros a la ciudad.– Gran pérdida de los franceses para tomar otros baluartes.– Llega a la plaza la división de Valencia.– Llama también más fuerzas el enemigo.– Ataque y asalto simultáneo de tres fuertes.– Quema de cadáveres franceses y españoles.– Embisten éstos el recinto de la ciudad alta.– Inútil arribada de una columna inglesa.– Asalto general de la ciudad.– Furiosos y sangrientos combates.– Penetran en ella los franceses.– El gobernador herido y prisionero.– Desolación, desastres.– Pérdidas de una parte y de otra.– La guarnición prisionera de guerra.– Influencia y efectos de la pérdida de Tarragona en Cataluña y en toda España.– Lacy reemplaza a Campoverde.– Suchet mariscal del imperio.– Se apodera de Monserrat.– Porfiada y costosa resistencia.– Rescatan los franceses el castillo de Figueras.– Vuelve Suchet a Zaragoza.– Operaciones militares en Granada y Murcia.– En la Mancha y las Castillas.– Cómo vivían los franceses en Madrid.– Profundo disgusto del rey José y sus causas.– Conducta de Napoleón para con su hermano.– Resuelve José ir a París para hablar personalmente con el emperador.– Resultado de sus conferencias.– Regresa José a Madrid.
 

El lector habrá podido observar, y tal vez le haya causado alguna extrañeza, que cuando tantas huestes, así de los enemigos como de los aliados, se agolpaban a la raya de Portugal, haciendo aquella frontera el teatro principal de los sucesos militares de más cuenta en este año, no se haya visto la cooperación de las fuerzas españolas existentes en otras provincias de las que comparten límites con aquel reino, especialmente en las de Galicia y León.

No se vio en verdad esta cooperación que habría sido de desear. El general Mahy, a quien obedecían Galicia y Asturias, continuó teniendo sus tropas en el Bierzo y tierra de León. Las que operaban en Asturias, cuyo mando inmediato tenía don Francisco Javier Losada, aunque subordinado a Mahy, avanzaban o retrocedían por las cañadas que forman los ríos de aquel principado, según que se movía el enemigo, y la única acción notable que sostuvieron fue bien desgraciada. Diose en las alturas de Puelo, una legua de Cangas de Tineo (19 de marzo); y con ser los nuestros cinco mil, y menos los franceses, sufrieron aquellos gran derrota, salió herido el general Bárcena, y gracias a Porlier (el Marquesito), que con sus jinetes y su serenidad salvó muchos fugitivos, inclusos los generales, no fue mayor el infortunio.

Algo mejoró la organización y la disciplina del 6.º ejército, que así se llamó el de estas provincias, desde que se confió el mando en jefe a Castaños, reteniendo el del 5.º ejército que se hallaba en Extremadura. Pues aunque aquel nombramiento fue casi nominal y de honra, hecho por las causas y con el fin que en el anterior capítulo indicamos, tuvo no obstante una influencia saludable. También favoreció el haber sucedido a Mahy don José María Santocildes, que gozaba de una excelente reputación desde la gloriosa defensa de Astorga. Distribuyose pues el 6.º ejército en tres divisiones: la primera al mando del general Losada, que se quedó en Asturias; la segunda al de Taboada, que se situó en el Bierzo a la entrada de Galicia; y la tercera al de don Francisco Cabrera, que fue destinada a la Puebla de Sanabria. Quedó además en Lugo una reserva. Todas estas tropas, a excepción de la división de Asturias, que ocupó a Oviedo, pasaron a principios de junio a Castilla, al tiempo que el mariscal Marmont, sucesor de Massena, se trasladaba, como dijimos, desde Salamanca a Extremadura. Fue por lo mismo oportuno aquel movimiento de los españoles. Para mayor ventaja y animación de éstos, el general francés Bonnet abandonó a Asturias (14 de junio), y de Astorga se retiró también la guarnición francesa a Benavente, después de destruir cuanto pudo las fortificaciones de aquella ciudad, lo cual proporcionó a Santocildes el placer de ocupar una población en que había dejado tan excelentes recuerdos, y en donde fue recibido (22 de junio) con el regocijo y los aplausos a que por su anterior comportamiento se había hecho acreedor.

Ocuparon los nuestros la derecha del Órbigo. El general francés Bonnet, que se había corrido desde Asturias a León, destacó el 23 al general Villetaux con orden de que atacase a Taboada, que se hallaba en el pueblecito de Cogorderos sito junto a la carretera de Astorga a Ponferrada sobre el río Tuerto. Defendíase bizarramente el general español, cuando acudió en su socorro don Federico Castañón con su brigada asturiana, y atacando a los enemigos por el flanco, los deshizo completamente, quedando entre los muertos el mismo Villetaux, y cogiendo entre los prisioneros once oficiales. Santocildes por su parte hizo un reconocimiento general sobre el Órbigo, ahuyentando los enemigos. Ayudaban a nuestros generales las partidas sueltas del distrito, de las que se procuró formar una legión nombrada de Castilla al mando del coronel don Pablo Mier.

Dábanse la mano estas tropas, que entre todas se aproximaban a 16.000 hombres, con las del 7.º ejército, de nueva creación, que empezaba a formarse en el país de Liébana y montañas de Santander, y cuyo primer jefe había de ser don Gabriel de Mendizábal. Mas como éste permaneciese, según hemos visto, en Extremadura, encargose del mando como segundo don Juan Díaz Porlier, que para organizarle se estableció en Potes, capital de la Liébana.

Merece bien este país que nos detengamos en él un poco, ya que ha tenido la desgracia de que otros historiadores hayan pasado por alto su heroísmo y omitido sus glorias.

Enclavada esta montuosa comarca entre las provincias de Asturias, León, Palencia y Santander, formando una especie de cuenca, a la cual no se puede descender sin subir a elevadísimas alturas, dividida en cuatro grandes y profundos valles de que se derivan otros más pequeños, conservando sus habitantes el carácter independiente y libre que distinguió a los antiguos cántabros sus mayores, fue uno de los países que primero se levantaron en 1808, espontáneamente y sin auxilio de fuerza alguna extraña, en defensa de la causa nacional. De los moradores de sus cuatro valles se formaron otros tantos batallones de urbanos, mandados por el respectivo regidor de cada valle. Con pocas armas, pero con mucho corazón, en las diferentes y siempre rápidas incursiones que en los primeros años de la guerra hicieron los franceses en aquel quebrado y montuoso recinto, rara vez dejaron de salir escarmentados por los valerosos liebaneses. Ya en 1809 les había dicho el general español Mahy en una proclama desde la Coruña: «Habitantes ilustres de la Liébana: la gloria de vuestros triunfos no ha podido encerrarse en los estrechos límites de una provincia reducida. Toda la península resuena con el eco de vuestro nombre, la fama lo ha conducido hasta los términos más remotos del imperio español… Descendientes de los antiguos cántabros, herederos de sus virtudes, de su valor y de su patriotismo, habéis jurado eterna venganza contra los enemigos de la libertad y de la patria. Aquellos embotaron su cuchilla en la sangre de los romanos; vuestros abuelos se distinguieron entre los primeros españoles en la guerra sagrada contra los agarenos; y vosotros, rodeados por todas partes de enemigos, y ocupadas las provincias limítrofes por unas tropas que se glorian de haber puesto el yugo a las naciones más poderosas de Europa, mantenéis vuestra libertad y derechos patrios por medio de prodigios…»

No desmintieron este alto concepto aquellos habitantes en las tres invasiones que sufrieron en 1810, ni se dieron a partido por más que el general francés Cacoult los halagara primero, y los amenazara después con el incendio y el saqueo de sus propiedades{1}. Cuando se formó en la provincia de Santander la división cántabra, y principalmente desde que se encomendó su mando a don Juan Díaz Porlier, la Liébana era su amparo y abrigo; allí recibían su primera instrucción los mozos antes de ingresar en los cuerpos; en la villa de Potes, su capital, estableció Porlier hospitales y almacenes de boca y guerra, depósito de prisioneros, y hasta creó en el pueblo de Colio un colegio de cadetes, prueba grande de lo seguro que se conceptuaba aquel recinto, plagadas como solían estar de franceses las provincias limítrofes, lo cual dio ocasión a que se llamara a la Liébana «cuna del 7.º ejército;» denominación que expresaba una verdad, y dictado más modesto que el de «España la chica,» que en otros tiempos se le había dado. Igual concepto que a Mahy y a Porlier merecieron aquellos montañeses al general en jefe del sétimo ejército don Gabriel de Mendizábal, que un año más adelante, al enviarles la nueva Constitución, les decía: «Hora es ya de que se publiquen vuestras virtudes… Sin otra defensa que la naturaleza del suelo que habitáis, una resolución generosa supo romper el lazo con que en diez y seis ocasiones se pretendió ataros al carro del tirano. Sin otro llamamiento que el de la patria clamasteis por armas, os fueron concedidas y las manejasteis con tal destreza, que contáis tantos triunfos como acciones. Así habéis conservado vuestros derechos más sagrados, dando el mejor ejemplo a nuestra nación, a la Europa y al mundo todo. Fuisteis y sois libres por vuestra heroicidad…»

A esta singular y ya célebre comarca fue enviado por el mariscal duque de Istria en mayo de 1811 con orden de sojuzgarla el general Rognet que mandaba 2.000 hombres de la guardia imperial, el cual habiendo llegado a Potes por el valle de Valdegrado (25 de mayo), no sin que le acosaran en su marcha los urbanos de los valles, no hizo otra cosa que incendiar una acera de casas de la plaza; y sin emprender movimiento alguno contra los valles insurrectos, ni dirigirse siquiera a rescatar ochenta prisioneros franceses que los nuestros tenían en Mogrovejo, poco más de una legua de Potes, retirose por el mismo valle, bien que torciendo después por el de Brañes y Sejos para dirigirse a Reinosa, por haber divisado las avanzadas de Porlier que se le venía encima por el puerto de Pineda.

Animaba la gente y la enregimentaba desde Bilbao el valeroso Renovales, tiempo hacía enviado a Vizcaya, como antes hemos visto, por el gobierno central: y bullían y se meneaban, molestando al francés incesantemente, por las tierras de Santander, Provincias Vascongadas, Burgos y Rioja hasta los confines de Navarra, las partidas ya gruesas de Campillo, Tapia, Merino, Longa, el Pastor y otros.

Siguiendo nosotros en esta reseña el mismo rumbo que en otras ocasiones hemos llevado, y a que nos guía la contigüidad misma de los puntos, encontrámonos en Navarra con el más célebre de los caudillos que voluntariamente habían tomado parte en esta lucha, don Francisco Espoz y Mina. El hecho que vamos a referir fue una de sus más bellas proezas. Sabedor de que el mariscal Massena, cuando dejó el ejército de Portugal, se encaminaba a Francia llevando consigo un numeroso convoy de coches y de carros, proyectó sorprenderle. Al efecto caminó de noche y con todo el posible sigilo por sendas y cañadas de la provincia de Álava que él conocía. El convoy seguía marchando por el camino real de Francia, aunque Massena se había detenido en Vitoria. Escoltábanle 1.200 hombres, que llevaban también unos mil prisioneros, ingleses y españoles. En la madrugada del 25 de mayo cruzaban aquellos la sierra de Arlaban, limítrofe de Álava y Guipúzcoa. Mina, que con su gente había estado emboscado y en acecho, dejó pasar los que iban a la cabeza del convoy, y a las seis de la mañana cayendo repentinamente sobre los que marchaban como de retaguardia, los atacó con ímpetu, defendiéndose no obstante los franceses, en términos de durar la lucha hasta las tres de la tarde. Pero a aquella hora todo había caído en poder del intrépido español: él mismo hizo prisionero al coronel Laffite: perdieron los franceses 40 oficiales y 800 soldados; rescatáronse los prisioneros nuestros: se cogió el convoy, compuesto de ciento cincuenta entre coches y carros: valuose el botín en cuatro millones de reales: parte de las prendas y del dinero se repartió entre los aprehensores; parte de éste con las alhajas se reservó para la caja militar. Bella sorpresa, que levantó la reputación ya muy alta de Mina.

Estos distritos que rápidamente acabamos de recorrer son los que Napoleón, como indicamos en otra parte, creyó necesario poner bajo la dirección militar de uno solo, creando por decreto de 15 de enero lo que se llamó ejército del Norte, y cuyo mando confió al mariscal Bessiéres. Este ejército llegó a constar de 70.000 hombres, y los distritos que comprendía eran, Navarra, las Provincias Vascongadas, parte de Castilla la Vieja, Asturias y reino de León. Y, sin embargo, lejos de lograr Bessiéres el objeto de someter estas provincias, como Napoleón se había propuesto y creyó fácil y hacedero, mortificábale pelear sin gloria con tantas guerrillas como le hostigaban sin dejarle descanso, y fatigado de lidiar sin fruto, volviose a Francia (principios de julio), ansioso de conservar su reputación empleándose en otro género de guerra. Sucediole aquí el conde Dorsenne.

Prosiguiendo pues nuestro rumbo en la dirección geográfica que vamos llevando, preséntanse a nuestro examen los sucesos de Aragón y Cataluña, de tal manera enlazados que sería muy difícil poderlos referir aisladamente, y no daría el que lo intentara cabal idea de ellos.

Rendida y tomada por los franceses la importante plaza de Tortosa (que fue el acontecimiento con que terminó el año 1810, y el estado en que dejamos las cosas de Cataluña en nuestro capítulo XI), nada era más natural sino que el mariscal Suchet aprovechara la influencia de aquel suceso para su designio de acabar de someter el Principado, en el cual no quedaba ya más plaza importante en poder de los nuestros que la de Tarragona. A este fin encomendó al general Habert la conquista del castillo de San Felipe en el Coll de Balaguer, posición que domina el camino entre las dos ciudades nombradas. Intimada primero la rendición al gobernador del fuerte (8 de enero), atacado éste después, retirados luego los españoles de los puestos exteriores, influyendo en ellos el recuerdo de lo de Tortosa, y escalada por último la muralla por los franceses, rindiéronse al fin aquellos en número de 100 con 13 oficiales, salvándose los demás por el camino de Tarragona. Después de esto, dejando Suchet una división con encargo de vigilar las comarcas de Tortosa, Teruel y Alcañiz, encomendando a otras dos el de resguardar las márgenes y la embocadura del Ebro, y fortificando el puerto de San Carlos de la Rápita, volviose a Zaragoza, donde le llamaban otros cuidados, y no era el menor de ellos el vuelo que aprovechándose de su ausencia habían tomado los cuerpos francos y las guerrillas de aquel reino y de las provincias comarcanas.

Quedaba, como hemos dicho, Tarragona siendo el blanco de los planes y designios del ejército francés de Cataluña. Los moradores de la ciudad, y en general los catalanes, escarmentados con lo acaecido en Tortosa, habíanse hecho recelosos y desconfiados. El mismo comandante general Iranzo no les inspiraba confianza, y solo la tenían en el marqués de Campoverde, sucesor de O'Donnell en el mando del Principado. Demostraciones de varios géneros, tumultuosas algunas, así en la población como en la comarca, convencieron a Iranzo de que no le era favorable el espíritu del país, por lo cual creyó prudente hacer dimisión; y como no se prestasen a sustituirle otros a quienes correspondía por antigüedad, acaso porque sabían las gestiones de los amigos de Campoverde, recayó en éste el mando, bien que a condición de estar a lo que dispusiera el gobierno. Esta resolución paró al mariscal Macdonald, que apostado en las cercanías de Tarragona cifraba no poca parte de sus esperanzas en las escisiones y disgusto de la guarnición y del pueblo. Así que, habiéndose aproximado a la plaza (10 de enero), como viese fallidos sus planes fundados en las inquietudes de dentro, retirose a Lérida con el fin de preparar el sitio en toda forma.

No hizo impunemente esta marcha el duque de Tarento (Macdonald). Apostado don Pedro Sarsfield de orden de Campoverde con una división en las cercanías de Valls, y observando que la brigada italiana del general Eugeni no estaba sostenida, la hizo cargar con impetuosidad y la puso en derrota (15 de enero). La otra brigada italiana mandada por Palombini, que acudía en su socorro, fue atropellada por los fugitivos, y toda la división habría sido destruida, si los dragones franceses no hubieran detenido a nuestros jinetes. Aun así el coronel de los dragones Delort recibió muchos sablazos, y el general Eugeni murió de resultas de las heridas. Macdonald pudo proseguir hasta Lérida, caminando de noche, de prisa y con susto.

Aunque materialmente restablecida la tranquilidad en Tarragona, inquietáronse de nuevo los ánimos con la noticia de haber sido nombrado por la Regencia capitán general de Cataluña don Carlos O'Donnell, hermano de don Enrique; nombramiento que también en las Cortes provocó la censura, y aun la reclamación de varios diputados (sesión del 22 de enero). Y como el ídolo de los tarraconenses era entonces Campoverde, renovábanse los bullicios, fomentáranlos o no los amigos de éste, cada día que se esparcía la voz de que estaba para llegar el recién nombrado. Duró este estado de continua y casi no interrumpida alarma hasta más de mediado febrero, en que Campoverde, o accediendo o aparentando ceder a los ruegos e instancias de la Junta y de otras corporaciones y particulares, tomó en propiedad el mando que ejercía interinamente; manera singular de apropiarse el poder habiendo un gobierno supremo. Para afianzar más su autoridad, aunque con el objeto ostensible de arbitrar recursos para la guerra, convocó un congreso catalán, al modo del que ya antes había existido, el cual se instaló el 2 de marzo. No reinó la mejor armonía entre el congreso y la junta de provincia: al contrario, suscitáronse discordias y conflictos graves, en los cuales terciaba Campoverde, aunque ladeándose hacia donde soplaba el aura popular. Al fin tuvo que disolverse el congreso, quedando, como antes, una junta encargada de la administración económica del Principado.

Pocos días después de esto intentó el de Campoverde una empresa, que a haberle salido bien habría sido de una importancia incalculable, pero que por desgracia le salió fallida. Nunca habían faltado a los nuestros inteligencias secretas con los de Barcelona; por las noticias confidenciales que Campoverde recibía creyó maduro ya y en sazón el plan de proporcionarle la entrada en la ciudad, o por lo menos la toma del importante castillo de Monjuich. Con esta esperanza partió de Tarragona con el grueso de sus fuerzas, y la noche del 18 de marzo un batallón de granaderos de la vanguardia se aproximó al castillo, y hubo soldados que descendieron al foso en la confianza de que se les iba a franquear la fortaleza. Mas el recibimiento que encontraron fue una lluvia de balas, prueba terrible de estar el enemigo sobre aviso, y que hizo a los que quedaron con vida correr a dar cuenta a su general de su funesta aventura. En efecto, el gobernador de Barcelona Maurice-Mathieu había tenido soplo de lo que se proyectaba, a tiempo de prevenirse como lo hizo. Frustrose pues aquella empresa a Campoverde, que replegando sus fuerzas tomó de nuevo la vuelta de Tarragona, dando gracias de no haber sufrido más quebranto. El gobernador francés de Barcelona castigó algunos cómplices de la conjuración que le fueron denunciados, haciendo entre ellos arcabucear al comisario de guerra don Miguel Alcina.

Indicamos en el principio lo enlazados que marchaban los sucesos de Cataluña y Aragón, y ahora se ofrecerá ocasión de verlo claramente. De regreso el mariscal Suchet a Zaragoza, dedicose como a cosa urgente a combatir las gruesas partidas que corrían aquel reino, agregadas por disposición del gobierno español al segundo ejército, que era el que operaba en Aragón y Valencia. Eran entre ellos los más considerables los cuerpos que capitaneaban don Pedro Villacampa y don Juan Martín (el Empecinado). A alejarlos de los confines de Aragón envió Suchet dos columnas mandadas por los generales París y Abbé. Hubo en efecto algunos reencuentros serios entre aquellos caudillos y estos generales, mas todo lo que éstos lograron fue apartar a aquellos intrépidos jefes de los lindes del suelo aragonés y traerlos a las provincias de Cuenca y Guadalajara. También tuvieron que lidiar las tropas de Suchet en ambas orillas del Ebro con otras guerrillas de menos monta, pero no menos molestas para ellos, aparte de las incursiones que de cuando en cuando y nunca sin fruto hacía desde Navarra don Francisco Espoz y Mina.

Así las cosas, e inspirando a Napoleón más confianza su gobernador de Aragón que el que gobernaba a Cataluña, no obstante faltar a Suchet el bastón de mariscal de Francia que Macdonald llevaba, y el título de duque que éste tenía, encomendó a aquél el sitio y conquista de Tarragona (10 de marzo), y le dio el mando de la Cataluña meridional con las tropas del Principado que para ello necesitara, dejando solo a Macdonald el gobierno de Barcelona y de la parte septentrional de Cataluña; repartición que envolvía un desaire con que debió sufrir mucho el amor propio del mariscal francés. Fuele no obstante preciso acatar el superior mandato, y en su virtud habiéndose reunido ambos generales en Lérida para concertar sus planes, partió de allí Macdonald para Barcelona, llevando consigo para la seguridad de la marcha la división del general Harispe, de cerca de 10.000 hombres, los cuales, escoltado que hubieran a Macdonald, habían de volverse al ejército de Aragón. Señaló el duque de Tarento esta marcha con un acto de vandalismo, que, horrible y repugnante siempre, apenas se concibe en un general de una nación culta y de un grande imperio. La industriosa y rica ciudad de Manresa, so pretexto de haberla abandonado sus moradores al toque de somatén a la aproximación de los franceses, fue entregada por éstos a las llamas (30 de marzo), de tal manera y con tal furia que ardieron de 700 a 800 casas y otros edificios, como templos, fábricas y hospitales, sucediendo en estos últimos escenas de aquellas que parten el corazón y se resiste a describir la pluma. Empañará siempre la gloria militar de Macdonald la circunstancia de haber estado presenciando el incendio desde las alturas de la Culla, a semejanza del emperador romano cuando gozaba con ver abrasarse la ciudad eterna.

Venganza pedían a gritos los manresanos a los generales Sarsfield y barón de Eroles que perseguían al francés y se hallaban ya casi encima del enemigo. Cumpliéronlo aquellos en lo posible, arremetiendo con furia y arrollando la brigada de napolitanos de Palombini que iba de retaguardia, y señalándose en aquella acometida el coronel don José María Torrijos, bizarro y distinguido militar, que estaba destinado a ser más adelante uno de los gloriosos mártires de la libertad española. Todavía tuvo Macdonald sus tropiezos antes de entrar en Barcelona, pero al fin logró meterse en aquella capital con una baja de cerca de 1.000 hombres en sus tropas. Estas se volvieron con el general Harispe a Lérida, según estaba convenido (5 de abril), no sin ser también inquietadas por don José Manso, hombre de humilde cuna, que empezaba a distinguirse entre los caudillos catalanes, y había de ocupar después con honra un alto puesto en la milicia. De la indignación general que causó en Cataluña el abominable incendio de Manresa era natural que participase también el marqués de Campoverde, que en una circular que expidió, después de condenar con la dureza que merecía la atrocidad perpetrada por el mariscal francés, concluía diciendo, que daba orden a las divisiones y partidas de su mando para que no diesen cuartel a ningún individuo del ejército francés que fuese cogido a la inmediación de un pueblo que hubiera sido incendiado o saqueado: sistema de represalias que llevó a cabo con todo rigor.

Ocurrió a este tiempo un suceso que neutralizó y compensó en parte las desgracias de las tropas y moradores de Cataluña, a saber, la toma por sorpresa del castillo de San Fernando de Figueras. El hecho fue como sigue. Una puerta secreta del almacén de víveres daba al foso de la fortaleza: el guarda-almacén había confiado la llave a un criado suyo, al cual, por medio de un estudiante, habló y ganó un capitán español llamado don José Casas, y entre todos y algún otro confidente se concertó proporcionar a Casas una llave por medio de un molde vaciado en cera. Arreglado el plan, y enterado de él el caudillo don Francisco Rovira, uno de los que maniobraban en el Ampurdán, el cual a su vez lo confió al marqués de Campoverde, dispuso éste que ayudase en la ejecución a Rovira don Francisco Antonio Martínez, que organizaba gente en la comarca de Olot, y que a ambos les favoreciese en la empresa el barón de Eroles. Marcharon aquellos con una columna, aparentando dirigirse a penetrar en la frontera de Francia, y así lo creyeron los franceses; más una noche, cayendo un copioso aguacero y cuando nadie podía sospecharlo, torcieron de rumbo, y encaminándose con las debidas precauciones a Figueras, y convenientemente distribuidos, yendo delante el capitán Casas, llevando su tropa las armas ocultas, metiose por el camino cubierto y descendió al foso. Con su llave franqueó la entrada de la poterna; tras él se introdujeron los suyos en los almacenes: la guarnición dormía, y derramándose los españoles por el castillo, en menos de una hora la hicieron toda prisionera. Acudieron luego Martínez y Rovira, juntándose entre unos y otros más de 2.000 hombres (10 de abril). La guarnición de la villa nada supo hasta por la mañana. En ella entró el barón de Eroles el 16, cogiendo 548 prisioneros, después de haber tomado el 12 los fuertes de Olot y Castelfollit{2}.

Este suceso, que por las circunstancias con que se ejecutó pudiera ser censurado en otros que no fuesen los catalanes, tan justamente irritados con la reciente quema de Manresa, y con derecho a no guardar consideración con enemigos que tan inicuamente se conducían, llenó de alborozo a todo el país, así como consternó al general Baraguay d'Hilliers que por aquellas partes mandaba; el cual creyó prudente abandonar algunos puestos, reunió cuantas fuerzas pudo, ordenó que se le incorporase el general Quesnel, cuando se disponía a sitiar la Seu de Urgel, y hasta quiso hacer venir la guardia nacional francesa, que se negó a entrar en España. Del efecto que la pérdida del castillo de Figueras produjo en Macdonald puede juzgarse por lo que el día 16 (el mismo en que entró el barón de Eroles en la villa) escribía al mariscal Suchet, pidiéndole las tropas que acababan de regresar a Aragón, pertenecientes antes al 7.º cuerpo, pues si no le llegaban prontos socorros, decía, consideraba perdida la Cataluña superior.

Lento en verdad y como perezoso se mostró en esta ocasión el de Campoverde, pues habiéndose apoderado los nuestros del castillo de Figueras el 10 de abril, él no se movió de Tarragona hasta el 20, y hasta el 27 no llegó a Vich, con unos 6.000 hombres, inclusos los de Sarsfield, cuando ya los franceses circunvalaban aquella fortaleza con unos 10.000, fuerza poco más o menos igual, pero superior en calidad, a la nuestra de fuera y de dentro. Era el objeto de Campoverde socorrer la plaza, a cuyo efecto se aproximó a ella la noche del 2 al 3 de mayo, yendo delante Sarsfield, y obrando en combinación desde dentro el barón de Eroles, Rovira y otros jefes. Mas cuando ya creía segura la introducción del socorro, una capitulación capciosamente propuesta por el enemigo y aceptada por el de Eroles y el de Campoverde hizo suspender el ataque por parte de los nuestros. Conociose el engaño, cuando el enemigo, reforzado ya, rompió el fuego con la artillería que había traído. Merced a tal artificio, que es excusado calificar, el meter en la fortaleza un socorro de 1.500 hombres y de algunos víveres y efectos, costó un rudo combate y la pérdida de más de 1.000 entre muertos, heridos y prisioneros: operación que sin el engañoso convenio hubiera podido hacerse sin quebranto de nuestra parte. Con esto los franceses tuvieron tiempo para construir líneas de circunvalación y contravalación en derredor del fuerte, de modo que tan difícil era a la guarnición salir como socorrerla de fuera.

Volviendo ya a Suchet, este general discurrió que le era más seguro obrar con arreglo a las instrucciones anteriores del emperador que acceder a las recientes excitaciones de Macdonald, y que más gloria personal habría de resultarle de la toma de Tarragona por sí mismo, que de la recuperación de Figueras hecha con ayuda suya por otro general. Prosiguió pues en su propósito de sitiar a Tarragona. Con los 17.000 hombres que se le habían agregado del 7.º cuerpo, reunía Suchet a sus órdenes sobre 40.000, de los cuales dispuso dejar la mitad guarneciendo las riberas del Ebro, los fuertes y principales poblaciones de Aragón, haciendo una oportuna distribución de aquellas fuerzas para mantener en respeto todo el reino y sus confines. En Zaragoza dejó al general Compère con 2.000 infantes y dos escuadrones, y en la frontera de Navarra colocó a Klopicki con cuatro batallones y 200 húsares para contener las excursiones de Mina. Y dadas estas y otras disposiciones{3}, moviose ya con los otros 20.000 hombres en dirección de Tarragona, cuartel general, y núcleo y amparo del gobierno y de las fuerzas militares españolas de Cataluña.

Célebre siempre y en todos tiempos, desde los más remotos y oscuros, la antiquísima y monumental ciudad de Tarragona, cuyas glorias heroicas recuerda la multitud de preciosos restos de todas las edades que al través de los siglos se conservan todavía en su recinto, y sirven de constante estudio a arqueólogos, filósofos e historiadores; asentada en una colina, en su mayor parte de piedra berroqueña y jaspe, cuyo pie baña el Mediterráneo, descendiendo suavemente al Oeste en dirección del río Francolí a mil quinientas varas de la población, y rodeada de varias lomas con diversos baluartes y fuertes; poblada entonces de unas 12.000 almas y guarnecida por 6.000 soldados y 1.500 voluntarios, mandados a la sazón por don Juan Caro, muchos menos, aproximadamente la mitad de los que para una regular defensa necesitaba; apareciose el general Suchet el 3 de mayo delante de la ciudad, y el 4 ya trató de embestir la plaza, franqueando al efecto el general Harispe el río Francolí, y dirigiéndose hacia el fuerte del Olivo, sito sobre una roca a 400 toesas de aquella, mientras Palombini con otra de sus brigadas se prolongaba por la izquierda, y tomaba algunos reductos que por embarazosos abandonaron los españoles. Por otros lados se colocaron las divisiones de Frére y Habert, acordonando así la plaza hasta el mar. En cambio protegía a los sitiados una flota inglesa de tres navíos y dos fragatas, a cuyo amparo hacían aquellos salidas que incomodaban al enemigo. En una de ellas que hicieron los miqueletes contra un convento de la villa de Montblanch en que había un destacamento francés, marchaban cubiertos con unas tablas acolchadas para poder arrimarse, pero salioles mal la estratagema, y los franceses reforzaron aquel puesto.

A su vez levantaron ellos un reducto en la costa y al embocadero del Francolí para guarecerse de los tiros de la escuadra inglesa, privar de agua a los sitiados, cortando el célebre acueducto romano por la parte modernamente reconstruida; mas como hubiese bastantes aljibes en la ciudad, no se hizo grandemente sensible aquella privación. Mucho animó a los de dentro la llegada del marqués de Campoverde (10 de mayo), procedente de Mataró, con 10.000 hombres, dejando fuera a Sarsfield para incomodar a los sitiadores. La primera acometida de éstos se dirigió al fuerte del Olivo, delante del cual tenían los nuestros una obra avanzada; dos de los más bravos regimientos franceses la tomaron a la bayoneta; con admirable arrojo intentaron los nuestros recobrarla, y hubo oficiales que plantaron su bandera al pie del parapeto mismo, pero al fin se vieron obligados a retroceder. En recompensa de esta pérdida causaron los nuestros una baja de 200 hombres a los franceses que se estaban fortificando a la derecha del Francolí, y acometiendo el incansable Sarsfield a Montblanch, obligó a los enemigos a abandonar aquel punto. El empeño principal de éstos fue la toma del fuerte del Olivo. Dejemos a un historiador francés referir lo que les iba costando esta empresa.

«Muchos días (dice) hubo que trabajar bajo un fuego no interrumpido, y experimentando pérdidas sensibles, pues todas las noches se contaban de cincuenta o sesenta muertos o heridos entre los dos valientes regimientos que habían alcanzado el honor de este primer asedio… Queriendo abreviar estos mortíferos aproches, se apresuraron a establecer la batería de brecha a muy corta distancia del fuerte, y estuvo ya en disposición de recibir la artillería la noche del 27 (mayo). Siendo imposible el uso de los caballos en aquel terreno, se uncieron los hombres a las piezas y las arrastraron entre una horrible metralla que derribaba a gran número sin enfriar el ardor de los otros. Como a pesar de la noche descubriese el enemigo desde la plaza lo que hacían aquellos grupos, quiso impedirles más directamente que lograran su objeto, e intentó acometerles haciendo una salida repentina. Al frente de una reserva del 7.º de línea marchó el joven y bizarro general Salme contra los españoles, y al dar el grito de: en avant! una bala de fusil le derribó sin vida en el suelo. Le adoraban los soldados, y lo merecía por su valor y su talento. Deseosos de vengarle se arrojaron sobre los españoles, a quienes persiguieron a la bayoneta hasta el borde de los fosos del Olivo, y no retrocedieron sino a impulsos de la metralla, y de la evidente imposibilidad de la escalada… A la distancia a que se había llegado eran terribles los efectos de la artillería por ambas partes. En pocas horas fue abierta la brecha; pero el enemigo echó abajo diversas veces nuestros espolones… Todo el día siguiente 29 continuose batiendo en brecha, y se resolvió dar el asalto, pues no hacía menos de dos semanas que estaban delante de Tarragona, y si una sola obra costaba tanto tiempo y tantos hombres, había que desesperar de apoderarse de la plaza…»

Asombra donde quiera que se lea la relación del asalto y toma del Olivo por los franceses: terrible fue la acometida, heroica la resistencia, recio y sangriento por ambas partes el combate: admiró a los nuestros la audacia de los franceses; el general en jefe de los franceses consignó en sus Memorias que los nuestros se habían batido como leones: se peleó cuerpo a cuerpo, a la bayoneta y al sable, así en el recinto del fuerte, como en el reducto a que se fueron retirando los españoles. Debido fue a la casual circunstancia de haber descubierto el enemigo una entrada por los caños del acueducto de que antes se surtía de agua la fortaleza, el haber podido penetrar en ella y extenderse por el muro con sorpresa de los nuestros que habían descuidado aquel encañado: de otro modo habrían sido escarmentados todos, como lo fueron los que intentaron trepar a los muros con escalas o en hombros unos de otros, que todos perecieron. Aún así tuvieron que sacrificar mucha gente, si bien por nuestra parte se perdieron también sobre 1.000 hombres. Se intentó, pero no se pudo recobrar el Olivo. Envalentonado con esta conquista Suchet, tentó la guarnición de la plaza con palabras halagüeñas, pero solo obtuvo una contestación desdeñosa y un tanto colérica. Acababan de entrar 2.000 hombres, procedentes de Valencia la mayor parte, algunos de Mallorca.

Celebrado al siguiente día consejo de guerra, acordose que el marqués de Campoverde saldría de la plaza, dejándola encomendada a don Juan Senén de Contreras que acababa de llegar de Cádiz, y que don Juan Caro iría en busca de más auxilios a Valencia: que Sarsfield se encargaría de la defensa del arrabal y de la marina, y el barón de Eroles de las tropas que aquél había estado mandando del lado del Montblanch, y que la junta saliera también para atender desde punto menos expuesto a los negocios del Principado. La junta se situó en Monserrat, y Campoverde puso su cuartel en Igualada (3 de junio). Por su parte los franceses, luego que se vieron dueños de el Olivo, resolvieron atacar el recinto bajo de la ciudad, que terminaba por un lado con los fuertes de Francolí y San Carlos, por otro con el de los Canónigos, llamado también de Orleans. Establecidas las baterías con 25 cañones, y después de unos días de vivísimo fuego contra el fuerte de Francolí, puesta ya a treinta toesas la segunda paralela de los franceses, y abierta brecha, se prepararon al asalto atravesando el foso con el agua al pecho (noche del 7 al 8 de junio). Los nuestros le hubieran resistido con su tesón habitual, pero no teniendo aquel fuerte sino una larga y estrecha comunicación con la ciudad, no quiso Senén de Contreras que se expusieran a ser cortados, y ordenó se retirasen llevando la artillería. Segundo fuerte de que se apoderaban los franceses.

Gran pérdida costó a éstos la posesión de los otros baluartes. Una noche, después de haber trabajado a corta distancia del camino cubierto del de Orleans, salieron de él trescientos granaderos españoles, y cuando aquellos reposaban de las fatigas del día, se arrojaron sobre ellos y acuchillaron una gran parte que descuidados dormían. En otra salida que del arrabal hizo Sarsfield con una brigada, destruyó muchas de sus obras, y mató algunos trabajadores, ahuyentando a los otros con espanto. Cuando repuestos los enemigos atacaron en dos columnas la luneta del Príncipe (16 de junio), una de ellas al dar el asalto sufrió un fuego mortífero, muriendo con otros muchos el valeroso comandante que la guiaba: la otra, más afortunada, logró penetrar en la luneta, y mató cien soldados nuestros, haciendo a otros prisioneros. Encarnizose la lucha y creció la matanza para las obras de aproche contra los dos bastiones de San Carlos y de los Canónigos. Confiesan los historiadores franceses que en una veintena de días perdieron 2.500 hombres, entre ellos un general, dos coroneles, quince jefes de batallón, diez y nueve oficiales de ingenieros, trece de artillería, y ciento cuarenta de las demás armas. Y aun les faltaba conquistar, el arrabal primero, y la ciudad después.

Había llegado a ésta de refresco, procedente de Valencia, una división de 4.400 hombres, guiada por don José Miranda. Los 400 que iban desarmados, se equiparon en la ciudad y se quedaron en ella: los 4.000 fueron a incorporarse en Igualada con las tropas de Campoverde, que de este modo llegó a reunir un cuerpo de más de 11.000 hombres, para obrar por fuera en favor de los sitiados, o sorprendiendo convoyes, o arrojándose con oportunidad sobre las trincheras enemigas. Sorpresas de estas hacían también otros jefes, tal como el barón de Eroles que cogió en Falset quinientas acémilas, y como Villamil que en Mora de Ebro destrozó un grueso destacamento que mandaba un coronel polaco. Por parte de los franceses el general Harispe con una división francesa y otra italiana vigilaba el camino de Barcelona, y Habert con otra división guardaba los caminos de Tortosa y de Reus; y además receloso Suchet del aumento de fuerzas del marqués de Campoverde, llamó la brigada de Abbé que había estado observando los movimientos de Villacampa hacia Teruel, como quien daba tanta importancia al sitio de Tarragona, que a este objeto esencial lo subordinaba y lo sacrificaba todo.

Su propósito era batir a un tiempo los tres fuertes, Canónigos, San Carlos y Real, a cuyo efecto colocó en la tercera paralela cuarenta y cuatro piezas de sitio, que con vivísimo fuego protegían las obras de ataque, que tenían que rehacer a menudo, porque a menudo las destruía la artillería de la plaza. Al fin el 20 de junio, el mismo día que salvaban a los franceses sitiados en Badajoz los mariscales reunidos Marmont y Soult, una escena espantosa se representaba al pie de los muros de Tarragona. «No agita el aire, dice un escritor extranjero, la más ruda batalla con ruido tan terrible como el que resonaba delante de la plaza sitiada. Por la tarde se hallaban practicables las brechas en los tres bastiones. El 21 ordenó Suchet los tres asaltos simultáneos, a los que se arrojaron tres columnas, llevando todas sus reservas. Viva, empeñadísima y sangrienta fue la lucha, tomándose y perdiéndose muchas veces por unos y otros los boquetes. Apoderáronse primero los enemigos del fuerte de los Canónigos u Orleans, y sucesivamente de los de San Carlos y Real, derramándose luego por el arrabal o ciudad baja. En tan críticos momentos, Velasco, que había reemplazado a Sarsfield en la defensa del arrabal, se lanza sobre una columna enemiga y la obliga a refugiarse en las casas, donde se pelea cuerpo a cuerpo: llegan refuerzos franceses, y rechazan a los nuestros hasta la puerta de la ciudad; muchos vecinos del arrabal son asesinados: vuelven los enemigos sus cañones contra la escuadra inglesa, que leva anclas, aunque disparando inútiles andanadas de todos sus buques. En estas acometidas y defensas perecieron de una y otra parte acaso 1.500 hombres; apenas nos hicieron prisioneros: juntos fueron quemados los cadáveres españoles y franceses.

Faltaba solo conquistar la ciudad alta, e inmediatamente dispuso Suchet se abriese contra ella la primera paralela que abarcaba casi todo el frente, y aceleráronse los trabajos con el fin de abrir pronto la brecha. Aunque al fin Castroverde se movió por fuera para molestar y hostilizar a los sitiadores, don José Miranda a quien se encomendó la operación con la división de Valencia y la columna del barón de Eroles, no la desempeñó como le incumbía, so color de no conocer el terreno, y además estaba por aquella parte el general francés Harispe, que se interpuso oportunamente entre la trinchera y los campamentos exteriores. De poco sirvió también a los sitiados la llegada de 1.200 ingleses procedentes de Cádiz, puesto que habiendo visto su comandante el estado del sitio, desalentose y mantuvo su gente a bordo. Hubo por otra parte la desgracia de que no reinara la mejor armonía entre Campoverde y el gobernador de la plaza Senén de Contreras, tanto que habiendo recibido éste de aquél una comunicación en que le autorizaba a dejar el mando si gustaba, y como por otra parte designase Campoverde a don Manuel Velasco para sucederle en el caso de dimisión, resentido Contreras puso a Velasco en la mano el pasaporte para el cuartel general, privándose así de uno de los mejores jefes, con disgusto y desánimo de otros buenos oficiales.

Urgíale a Suchet apresurar las obras de ataque, y así lo había hecho. El 28 de junio se halló practicable la brecha. Presentábanse sobre ella atrevidamente los españoles, y con nutrido fuego destruyendo los espaldones de las baterías enemigas iban dando buena cuenta de sus artilleros, pero reemplazando instantáneamente otros a los que caían, lograron al fin ensanchar el abierto boquete, nivelando la pendiente los escombros mismos. Con objeto de evitar un combate nocturno dispuso Suchet que se diese a las cinco de aquella misma tarde el asalto, que ofrecía ser mortífero, dirigiéndole el general Habert, el mismo que había tomado a Lérida, y ayudándole los generales Ficatier y Montmarie. A la voz del primero lánzase una columna a la carrera y empieza a trepar por la brecha en medio de un fuego horroroso: a muchos derriba la metralla; a los que logran subir los esperan en la cima de la brecha los combatientes españoles armados de fusiles, de hachas y de picas. «Sobre este movedizo terreno (dejemos que lo diga un historiador francés), bajo el fuego de fusilería a boca de jarro, bajo las puntas de las picas y las bayonetas, caen nuestros soldados, vuelven a levantarse, pelean cuerpo a cuerpo, y ya avanzan, ya retroceden, bajo el doble impulso que por delante los rechaza, y por detrás los sostiene y empuja. Un momento están a punto de ceder al furor patriótico de los españoles, cuando a una nueva señal del general en jefe se lanza la segunda columna guiada por el general Habert…»

Y no solo aquella, sino la reserva avanza también, y a fuerza de número y de sacrificar hombres logran los enemigos penetrar en la ciudad. En las cortaduras de la Rambla se defiende todavía valerosamente el regimiento de Almansa contra las columnas de Habert y de Montmarie, pero cede al encontrarse atacado también por la espalda. Algunos de los nuestros se sostienen en las gradas de la catedral: allí sucumbe don José González, hermano del marqués de Campoverde: penetran los enemigos en el templo, y allí acuchillan sin compasión a los que les han hecho fuego; y entretanto a la puerta llamada de San Magín cae prisionero el gobernador Senén de Contreras herido en el vientre de un bayonetazo. Todo es ya desastre y desolación. Sobre 4.000 moradores han perecido, entre hombres, mujeres, ancianos y niños. Cerca de 8.000 hombres armados caen prisioneros, pues los que habían logrado salir por la puerta de Barcelona con objeto de salvarse hacia el lado del mar fueron otra vez empujados adentro por las tropas del general Harispe y obligados a rendir las armas.

«Tal fue este horrible asalto, quizá el más furioso que se diera nunca, al menos hasta entonces{4}. Cubiertas estaban las brechas de cadáveres franceses, pero la ciudad se hallaba mucho más atestada de cadáveres españoles. Increíble desorden reinaba en las incendiadas calles, donde a cada paso se hacían matar algunos españoles fanatizados a trueque de tener la satisfacción de pasar a cuchillo a algunos más franceses. Cediendo nuestros soldados a un sentimiento común a todas las tropas que toman una ciudad por asalto, consideraban a Tarragona como propiedad suya, y se habían esparcido por las casas, donde hacían más estrago que saqueo… Pero el general Suchet y sus oficiales corrieron tras ellos para persuadirles que aquél era un uso extremo y bárbaro del derecho de la guerra… Poco a poco se restableció el orden… &c.» El lector deducirá de esta relación hecha por pluma interesada en encubrir o amenguar los estragos de los asaltadores, hasta dónde llegarían sus excesos.

Cogieron los franceses multitud de cañones, de fusiles, de proyectiles de todas clases, juntamente con veinte banderas. Según sus relaciones perdieron ellos cerca de 4.500 hombres; al decir de otros testigos cuyo testimonio no parece sospechoso, no bajó su pérdida de 7.000 en los dos meses que duró tan porfiado sitio; y se comprende bien, habiéndoles costado dar cinco mortíferos asaltos, tres de los cuales colocan ellos mismos en la categoría «de los más furiosos que jamás se habían visto». Suchet reconvino a Contreras por haber llevado la resistencia hasta la temeridad y hasta más allá de lo que las leyes de la guerra permiten. Tratole después con mucha consideración, y aun le excitó haciéndole galanos ofrecimientos a que pasara al servicio de su rey, ofrecimientos que el general español desechó con dignidad. En su consecuencia le trasportaron al castillo de Bouillon en los Países Bajos, de donde al fin logró fugarse.

Golpe fatal y de una influencia moral inmensa fue para toda España, pero principalmente para Cataluña, la pérdida de Tarragona, y mal parado quedó en la opinión pública el marqués de Campoverde: el cual viendo a los catalanes exasperados, y que la división valenciana estaba decidida a volverse a su tierra, celebró un consejo de guerra, en que se resolvió por mayoría abandonar el Principado: resolución que agradó a los valencianos y no disgustó a los catalanes, más aficionados a la guerra de somatenes y más afectos a sus jefes propios que a jefes extraños y a ejércitos regulares. Así fue que después de la toma de Tarragona muchos se desertaban para unirse a las partidas; y esto no lo hacían solo los catalanes, sino también los aragoneses, de los cuales 500 se volvieron a su país, a incorporarse a Mina y a otros partidarios. Dificultades, estorbos y trabajos grandes tuvo que pasar y sufrir la división de Valencia antes de poderse embarcar, porque Suchet tuvo cuidado de colocar sus tropas todo lo largo de la costa; pero al fin, aprovechando un claro en que éstas se replegaron a Tarragona, pudo embarcarse en Arenys de Mar (8 de julio) a bordo de la escuadra inglesa, llegando tarde el general Maurice-Mathieu que a intento de impedirlo había salido corriendo de Barcelona.

Andaba, y no es maravilla, aturdido y como desatentado el marqués de Campoverde, antes tan querido como desestimado ahora de los catalanes. En Vich, a donde se dirigió, se encontró con don Luis Lacy, nombrado por la Regencia de Cádiz para sucederle en el mando, del cual le hizo entrega inmediatamente (9 de julio). Suchet por el contrario, ¡naturales consecuencias de la desgracia del uno y de la victoria del otro! recibió a los pocos días el bastón de mariscal del imperio. Lacy, sucesor de Campoverde, se situó con sus tropas y con la junta del Principado en Solsona, dejando encomendada al barón de Eroles la defensa de la montaña y monasterio de Monserrat. Suchet tuvo orden de Napoleón para demoler las fortificaciones de Tarragona, como lo hizo, bien que conservando, de acuerdo con el general Rogniat, las del recinto de la ciudad alta. Después de lo cual, y dejando allí al general Bartoletti con solos 2.000 hombres, marchó a hacer por sí mismo (24 de julio) la conquista de Monserrat.

En esta montaña, famosa por su natural estructura, con sus escarpadas rocas, sus torrenteras, y sus elevados picachos, más famosa todavía por su célebre monasterio de benedictinos dedicado a la Virgen María, santuario de especial devoción para todo el Principado, se había fortificado el barón de Eroles con cerca de 3.000 hombres, somatenes los más. De allí fue a desalojarle el mariscal Suchet, mandando las tropas en persona, y encomendando la primera acometida de la montaña al general Abbé, apoyado por el gobernador de Barcelona Maurice-Mathieu (25 de julio), en tanto que otras columnas procuraban también trepar por las quiebras de las rocas. Aunque los nuestros los recibían con fuego de fusilería y de cañón, y con piedras y todo género de proyectiles, no se pudo evitar que las tropas ligeras enemigas se encaramaran por algunos flancos de la montaña, cogiendo por la espalda a nuestros artilleros, que perecieron allí a pie firme. Algunos franceses penetraron por una puerta accesoria en el monasterio, trabándose allí un horrible combate personal, que concluyó por arrojar a los españoles de aquel recinto, con la fortuna de poderse salvar los más con su jefe, merced al conocimiento que tenían de todas las trochas y veredas. Algunos monjes y ermitaños fueron cruelmente asesinados por la furiosa soldadesca.

No satisfecho todavía Suchet del estado de Cataluña a pesar de sus triunfos, porque veía a través de todo renacer por todas partes los incansables somatenes, porque veía también a Lacy reorganizar batallones, levantar de nuevo el país y meterse audazmente en la Cerdaña francesa llevando el espanto a la frontera enemiga; menos satisfecho con que estuviese todavía en poder de los nuestros el castillo de Figueras, que desde principio de mayo tenían Macdonald y Baraguay d'Hilliers bloqueado con una doble línea de circunvalación, no quería salir del Principado sin que aquella fortaleza volviera a poder de franceses. No necesitaba en verdad emplear un grande esfuerzo. Porque encerrados allí los nuestros tres meses y medio hacía, sin esperanza, ni aun posibilidad de socorro, consumidas las provisiones, y apurado todo lo que podía servir de alimento, hasta los animales inmundos, harto había hecho el gobernador Martínez en sufrir con ánimo entero el infortunio y en responder con firmeza a todas las intimaciones. Pero era imposible prorrogar más aquel estado, y queriendo ponerle honroso término, hicieron los españoles la desesperada tentativa de abrirse paso por entre las filas enemigas. Tampoco fue posible; y casi exánimes ya aquellos desesperados, tuvieron que rendirse (19 de agosto), quedando prisioneros unos 2.000, además de los heridos y enfermos, que eran muchos también.

Así, cuando Suchet regresó a Zaragoza, no para permanecer en Aragón, sino para preparar y emprender la conquista de Valencia que Napoleón tenía ya encomendada a su pericia y actividad, pudo ir satisfecho, y Napoleón sin duda lo estaba también, del remate feliz para ellos que bajo su dirección habían tenido los memorables sitios de Aragón y Cataluña, «los más famosos, dice un escritor francés de primer orden, que se habían llevado a cabo desde Vauban.» La empresa de Valencia fue un suceso que por su dirección y por su importancia merece ser relatado aparte. Terminaremos pues este capítulo con una sucinta descripción del estado de las provincias interiores de España en este mismo período.

Poco o nada notable ocurrió en esta primera mitad del año 11 en las comarcas limítrofes de las provincias de Granada y Murcia, al cuidado la primera, juntamente con la de Jaén, del general Sebastiani con el 4.º cuerpo francés, la segunda al del general español Freire, sucesor de Blake en estas partes, con el 3.er ejército que antes formaba parte de el del centro. Hubo solo reencuentros parciales, aunque recios algunos y bastante empeñados; incursiones recíprocas en territorio respectivamente enemigo, de las cuales húbolas atrevidas e imponentes, como la que hizo Sebastiani hasta Lorca, y la que a su vez ejecutó el conde del Montijo con algunos batallones por la parte de las Alpujarras, aproximándose tanto a Granada que puso en cuidado la guarnición misma de aquella capital. Al fin de junio el general Sebastiani, quebrantado de salud y al parecer no bien quisto de Soult, retirose a Francia, sucediéndole en el mando de aquella provincia el general Leval.

Solía haber en la Mancha una división del mismo 4.º cuerpo francés para mantener expedita la comunicación entre las provincias de Andalucía y la capital del reino; si bien el territorio mismo de la Mancha, como de las provincias de Madrid, Toledo, Guadalajara, Cuenca, Ávila y Segovia, comprendían el distrito militar a que se extendían las operaciones del ejército llamado del centro, bajo las inmediatas órdenes del rey José, único en que él mandaba con libertad. Este ejército, más que con tropas regulares españolas, tenía que habérselas con las partidas que rebullían en las provincias mencionadas, y de las cuales las más gruesas subsistían las mismas que en años anteriores, si bien de las pequeñas solían desaparecer o concluir algunas, que no tardaban en ser reemplazadas por otras que brotaban de nuevo. Era siempre de los partidarios de más cuenta don Juan Martín (el Empecinado), que corriéndose unas veces a Aragón, volviendo otras a Guadalajara o Cuenca, ya campeando solo, ya uniéndose a don Pedro Villacampa, como cuando desalojaron juntos la guarnición francesa de la villa y puente de Auñón llevándose más de cien prisioneros, ya batiéndose en las comarcas de Sigüenza o de Molina, ya trasponiendo sierras y apareciéndose en Segovia o San Ildefonso, traía constantemente en jaque a los enemigos.

Fue error de la junta (entre los desaciertos e inconveniencias que estas juntas de provincia solían cometer) haber puesto la división del Empecinado, que división podía llamársela, puesto que reunía ya más de 3.000 hombres, bajo las órdenes del marqués de Zayas (distinto del general Zayas, perteneciente ahora al ejército de Cádiz), como comandante de la provincia. No era el de Zayas hombre ni de prestigio ni de tacto para el caso, y bajo su dirección llevaba más trazas de debilitarse y amenguar que de crecer y fortalecerse la gente de don Juan Martín (julio). Por fortuna la medida de las Cortes disolviendo aquella junta y relevando de la comandancia a Zayas puso término a aquel estado, y reorganizando don Juan Martín su fuerza acreditó otra vez más que para gobernar partidas eran menester las condiciones especiales que él y algunos otros de su temple reunían.

Eran de este número los dos médicos, después generales, en años anteriores ya también mencionados, Palarea y Martínez de San Martín, tan molestos al ejército francés de Castilla la Nueva, el primero por la parte de Talavera de la Reina y Toledo, el segundo por la de Cuenca, Albacete y Ciudad Real, ya solos, ya en combinación con otros partidarios, como cuando éste último, reunido con don Francisco Abad (Chaleco), escarmentó a los franceses en la Osa de Montiel (agosto). Tampoco faltaban guerrilleros diestros y valerosos, aunque no de tanta nombradía, en las dos provincias de Castilla la Vieja, Ávila y Segovia, comprendidas en la demarcación señalada al ejército francés del centro bajo el mando inmediato del rey José. En la primera y sus confines campeaba el ya otras veces nombrado Saornil; y en la segunda y sus sierras, se hacía cada vez más notable don Juan Abril, que entre otros importantes servicios hizo en la primavera de este año el de rescatar 14.000 cabezas de ganado merino que los franceses habían apresado e intentaban trasportar acaso fuera del reino, o donde otros de sus cuerpos de ejército estaban necesitados de provisiones. Continuaban los jefes franceses ahorcando o arcabuceando los guerrilleros que cogían, so color de considerarlos como brigantes o bandidos, y nuestros partidarios tomando la revancha de ahorcar franceses en los caminos o a las entradas de las poblaciones por donde sabían que sus columnas iban a pasar; que era uno de los caracteres terribles de esta guerra, por las causas que otras veces hemos ya apuntado.

Respecto a cómo vivían los franceses en la capital del reino y asiento de su rey, nada diremos nosotros; nos contentamos con copiar las breves pero expresivas palabras siguientes del autor mismo de las Memorias del rey José. «Les Français ne pouvaient se montrer dans les promenades extérieures de la ville de Madrid, sans courir le danger d'être enlevés.{5}»

No tanto por la resistencia tenaz que el país oponía a su dominación, como por el disgusto habitual que le producía la conducta personal y política del emperador su hermano para con él, la situación del rey José no era ni más ni menos amarga en 1811 que lo que vimos hasta fines de 1810{6}. Buscando siempre cómo salir de aquella ansiedad que tanto le mortificaba, en enero de este año (1811) envió a París uno de sus edecanes, el coronel Clermont-Tonnerre, con cartas para Napoleón rogándole le explicara en qué relaciones se encontraba respecto a algunas provincias. Clermont-Tonnerre entregó los despachos, pero ni obtuvo respuesta, ni él volvió más a España. A poco tiempo (febrero) apareció en el Monitor de París un artículo, en que se decía, que la fiebre del patriotismo español había pasado, y que los pueblos de Aragón, como los de otras provincias del Centro, del Mediodía y del Norte de España, pedían a gritos su reunión al imperio. Compréndese cuánto aumentaría esta declaración, publicada en el diario oficial de Francia, la inquietud del rey José. Las cartas que recibía de la reina Julia no eran tampoco para tranquilizarle. Decíale que apenas podía hacerse escuchar del emperador; que el pensamiento de la adquisición de la hacienda de Mortefontaine para su retiro no había merecido su aprobación; que a juicio de su hermano los intereses de España debían subordinarse a los del imperio, y que si se determinaba a dejar el trono quería que lo declarara oficialmente por medio de su embajador en Madrid. En consecuencia de esto, y de una conferencia que José tuvo con el embajador Laforest, pasó una nota al emperador, en que, sin declararlo definitivamente, le indicaba que le convendría renunciar a los negocios políticos.

En tal estado de incertidumbre y de zozobra, no pudiendo José captarse el aprecio de los españoles, por más que procuraba halagarlos y distraerlos dando saraos y banquetes, permitiendo los bailes de máscaras por el antiguo gobierno vedados, y restableciendo las populares corridas de toros, en tiempo de Carlos IV prohibidas; como que por otra parte la falta de recursos le obligaba a aumentar los impuestos; como en este año escaseasen los granos en términos de producir una subida horrible de precios y una penuria general; como en virtud de la organización militar y civil dada por Napoleón cada gobernador recogía y acaparaba para el surtido de su distrito cuantos granos podía, sin cuidarse de los otros, y aun impidiendo la circulación; como José para abastecer el de su inmediato mando tuviese que apurar las existencias de trigo de sus provincias, cogiéndolos hasta de las eras y haciéndolos extraer de las alhóndigas de los pueblos; no pudiendo ya sufrir la amarga situación en que todo esto le colocaba, resolviose a ir en persona a París, persuadido de que en una hora de conversación con su hermano le habría de convencer, más que con todas las comunicaciones escritas, de la necesidad de dar otro giro a las cosas de España. Y pareciéndole excelente ocasión la de haber dado a luz el 20 de marzo la emperatriz su cuñada el príncipe que había de ser rey de Roma, y circunstancia oportunísima la de ser él uno de los padrinos designados por el emperador, determinó su viaje; reunió el consejo de ministros para anunciarles su resolución (20 de abril), añadiendo que su ausencia sería breve, y a los tres días siguientes partió de Madrid, acompañado de O'Farril, Urquijo, el conde de Campo-Alange, el de Mélito y algunos otros.

Por causas inevitables no traspuso la frontera de Francia hasta el 10 de mayo. En el camino de Bayona a París recibió un despacho del príncipe de Neufchatel prescribiéndole en nombre del emperador que no dejase la España. José, en lugar de retroceder, aceleró su marcha, y llegó el 15 a París. Allí, en las pláticas que tuvo con su hermano, le manifestó su intención de no volver a un país en que ni podía hacer el bien ni impedir el mal, mientras no revocara las medidas que destruían la unidad e impedían la combinación de los movimientos militares y la regularidad de la administración. «Mis primeros deberes (le dijo entre otras cosas) son para con la España. Amo la Francia como mi familia, la España como mi religión. Estoy adherido a la una por las afecciones de mi corazón, a la otra por mi conciencia.»

Napoleón decidió a su hermano a volver a España, bajo la promesa de que cesarían los gobiernos militares, tanto más, cuanto que los ingleses ofrecían (le dijo) evacuar el Portugal si los franceses salían de España, y reconocerle como rey si la Francia consentía en restablecer en Portugal la casa de Braganza; díjole que debería reunir las Cortes del reino, y ofreció además asistirle con un millón de francos mensual. Bajo la fe de estas promesas José cedió, tomó la vuelta de España el 27 de junio, y el 15 de julio estaba de regreso en Madrid.

Siendo uno de los puntos del nuevo programa de Napoleón para entretener a su hermano la reunión de Cortes españolas, fue también uno de los primeros que José trató con los hombres de su consejo, no solo manifestándoles su pensamiento y propósito, sino también encargándoles los trabajos preparatorios para la convocatoria, no ya con arreglo a la Constitución de Bayona, sino sobre bases más amplias, de modo que fuesen unas Cortes verdaderamente nacionales, concurriendo a ellas los hombres más importantes de todas las opiniones y partidos, y dispuesto a someter a su juicio sus propios derechos y la forma de sucesión al trono de España. Creemos que de mejor fe que su hermano adoptaba José esta resolución, como un medio y una esperanza de atraerse las voluntades de los españoles y de afirmarse en el trono, y no era la primera vez que había pensado en ello. En su virtud envió a Cádiz un canónigo de Burgos, llamado don Tomás de la Peña, encargado de tantear la Regencia y las Cortes y de abrir negociaciones sobre el asunto. No hubo necesidad de que las Cortes llegaran a entender en él, porque bastó el paso con la Regencia para que el emisario se convenciese de que era intento inútil recabar de tan buenos patricios que se prestasen a aceptar ni menos a cooperar a un proyecto, plausible en sí, pero que envolvía y llevaba consigo la idea del reconocimiento de José como rey de España, idea contra la cual se rebelaba el espíritu público, contra la que se sublevaba la voluntad nacional, que repugnaba a la dignidad del reino, y rechazaban sus compromisos y sus altas obligaciones, desatentada por lo mismo y de imposible realización.

No fue esta la sola ilusión que de regreso a Madrid vio desvanecerse el rey José, no solamente en sus esfuerzos por conquistarse los ánimos y las voluntades de los españoles, sino también en lo relativo a las promesas últimas de Napoleón su hermano, como más adelante habremos de ver{7}.




{1} Mais si sourds a ma voix vous persistez dans votre égarement, si un seul coup de fusil est tiré sur ma troupe, ce será le signal de l'incendie et du pillage de vos propietés.– Proclama de Cacoult de 15 de junio de 1810, conservada original por don Matías de la Madrid, ayudante de campo que fue del general Porlier, y autor de apreciables apuntes históricos que ha tenido la bondad de confiarnos.

{2} Dice un historiador francés que valió la entrega al criado del guarda-almacén veinte mil francos.– Añade que el descuidado gobernador, general Goyon, fue sentenciado por un consejo de guerra a ser pasado por las armas, pero que atendiendo a sus antiguos servicios, y movido por las súplicas de su mujer y de su madre, le perdonó el emperador.–  Si fue así, no sabemos con qué fundamento pudo decir Toreno que había sido cogido en su mismo aposento por don Esteban Llovera, si no es que acaso lograra escaparse después.

{3} En Tortosa había reunido un soberbio parque de artillería con mil quinientos caballos de tiro. En cuanto a provisiones, todo le parecía poco; además de los almacenes que cuidó de establecer en Aragón, en Lérida y en Reus, formó parques de animales, ya con los bueyes que compraba a los habitantes de los Pirineos, ya conservando los rebaños que había cogido en las tierras de Calatayud y Soria.

{4} De propósito tomamos esta descripción de un historiador francés, para que no se crea que nosotros exageramos ni el mérito de esta defensa, ni el patriotismo español, ni el cuadro de los excesos cometidos por los franceses en la ciudad conquistada.

{5} Memoires, lib. X.

{6} Recuérdese lo que sobre esto dijimos en los capítulos 9.º y 11.º

{7} Es interesante, y sobremanera curiosa la correspondencia que en este tiempo se siguió entre el rey José, y la reina Julia su esposa, Napoleón su hermano, y su primo el general Berthier, príncipe de Neufchatel, porque nada puede retratar tan a lo vivo y con tanta verdad como estas cartas de familia la angustiosa situación del monarca intruso, su carácter y sentimientos, el comportamiento y las miras de Napoleón, y el modo como José juzgaba de sí mismo y de la España. Creemos que nuestros lectores agradecerán que les demos a conocer siquiera algunas de las muchas cartas relativas a este asunto, que a la vista tenemos.

José a la reina Julia.

Mi querida amiga (llamábala así siempre): he tenido muchas conferencias con Mr. de Laforest, que me ha dicho con más respeto las mismas cosas que te han sido dichas a tí. He respondido como has respondido tú, que estaba autorizado a creer que se deseaba mi marcha, pues que se hacia mi existencia imposible aquí; que si yo estaba en un error y se desea que me quede, estoy pronto; si se desea que me vaya, también lo estoy. Que en llegando a París, presentaré yo mismo o me haré preceder por el acta que se quiera. Te remito un modelo. En este caso ninguna condición: lo mejor es la retirada absoluta. En el caso de que sinceramente se quiera que me quede, haré todo lo que exijan la razón y el deseo de complacer a mi hermano, y el fin que debió proponerse al enviarme aquí. Pero debe tener entendido que nada indigno de mí puedo prometer ni ejecutar. Acaso conozco mejor lo que debo al emperador y a la Francia en lo que a mi toca. Cualquiera que sea el partido que prefiera el emperador, no hay que perder momento, porque aquí todo está en disolución. Si he de dejar este país, que sea sobre la marcha. Devuélveme el acta adjunta con las modificaciones que se exijan, si las hubiere. Si he de quedarme, prepárate a venir con mis hijos, y que te precedan pruebas de la estimación del emperador, sin la cual no puedo permanecer aquí. Es menester excitar la opinión por medios diferentes que anuncien la estabilidad de mi existencia: tu llegada, la aceptación por parte del emperador del orden aquí establecido, y algunos anticipos de dinero. Me limito a un millón mensual, hasta que pueda contar con la totalidad de las contribuciones de Andalucía, absorbidas hasta ahora por el ejército cuya presencia es necesaria delante de Cádiz… &c.

José a la reina Julia.

Mi querida amiga: mi posición aquí empeora cada día de tal modo, que me he decidido a escribir la carta cuya copia acompaño. Tú puedes hablar de ella al emperador: yo no puedo restablecer el orden con los oficiales que me han sido dados.– Si el emperador acepta mi proposición, tendré más trabajo, pero espero resultados, y al menos gozaría del fruto de mis fatigas. Hoy me estoy desacreditando cada día más por la mala conducta de gentes que no puedo reprimir: prefiero, si es menester, exponer todos los días mi vida con tropas nuevas en un distrito en que el bien o el mal fueran obra mía, que continuar en el estado de discordia, de humillaciones y de anarquía en que me encuentro entre mis ministros y los administradores franceses, el pueblo y el ejército, los insurgentes y los hombres que han tomado partido por mí. Todo sistema sencillo puedo yo llevarle a buen término; tenga esta confianza; pero no puedo lo imposible. Propongo, pues, en dos palabras, quedarme en las provincias del centro con las solas tropas y oficiales a mi servicio. No pido para esto al emperador sino un anticipo de un millón mensual, a contar desde 1.º de enero. Un adelanto de dos o tres millones me sería aún necesario para pagar una parte de los atrasos; pero en fin, si tú tienes y el emperador no puede anticiparme esta suma, ¿no podrías tú procurármela hipotecando todos los bienes raíces que dejarías en Francia? Que se me entregue a mis propios medios, si se quiere; no temo ninguna situación, pero no puedo estar más tiempo como estoy… &c.

José a Berthier.

Con profundo sentimiento he leído la carta de V. A. del 18 de febrero… ¿Cómo V. A. puede pensar que un hombre que no tiene pan, ni zapatos que dar a los que tienen la desgracia de servir a sus órdenes puede emprender construcciones de medio millón de reales?… ¿Cuántas veces he de repetir que las tropas que me sirven no están ni pagadas ni vestidas hace ocho meses? Hace siete que las del emperador no cobran sueldo: su subsistencia misma está hoy comprometida. Los proveedores acaban de ser afianzados con los objetos de valor que existen todavía en el palacio de Madrid, y yo he tenido que despojar la capilla de mi casa: este recurso nos proporcionará víveres para quince días. Me veo forzado a guarnecer a Madrid con las menos tropas posibles por no poder mantenerlas; ellas viven en provincias, pero cuestan caras al tesoro, que no alimentan por muchas razones. Por otra parte, Ávila está agotada por los depósitos del ejército de Portugal; Extremadura, por el 5.º cuerpo y las guerrillas; Cuenca, está arruinada… Segovia, esquilmada por el ejército de Portugal, no da al tesoro 200.000 reales mensuales; Guadalajara, bien o mal, costea los dos regimientos Real-Extranjero e Irlandés; Toledo, vejada por las guerrillas y cruzada por los inmensos convoyes de Andalucía, apenas da 200.000 reales; la Mancha, teatro diario de combates de los cuerpos avanzados del ejército de Murcia, de las guerrillas de Extremadura y de la provincia misma, no envía a Madrid 600.000 reales; Madrid, no tiene otro recurso que el producto de los derechos de puertas: estos derechos subían en otros tiempos hasta cien mil reales diarios, hoy, por el poco consumo de los objetos de lujo, por el contrabando, favorecido por los convoyes que van y vienen de Francia y de Andalucía, por la vecindad del Retiro, por la desmoralización general nacida de la falta de pagas a todos los empleados, este recurso esta reducido hoy a cincuenta o acaso a cuarenta mil reales diarios, que hacen millón y medio al mes… He aquí ahora mis gastos: doce millones de reales, reducido a lo imposible, y mi propio consumo a la quinta parte de mi lista civil: suponiendo que no gastase un sueldo para el ejército francés del centro, y que el orden se restableciese aquí, aun tendría más de un año de atrasos. Mazarredo y Campo-Alange han llegado al extremo de pedirme raciones para el sustento de sus familias, y he tenido que negarme, porque todos los empleados civiles habrían venido con la misma pretensión. Mi embajador en Rusia está en bancarrota, el de París ha muerto en la última miseria, y yo vine aquí en medio de los escombros de una vasta monarquía, que no se animan ni tienen voz sino para pedir pan a un desgraciado que se dice su rey. Esta es mi posición. V. A. y el emperador juzguen si es justo que siga así mucho tiempo. Si hay un hombre que escriba de otro modo en Francia sobre mi situación, este hombre es de seguro o un idiota o un traidor. La mayor prueba de adhesión que he dado al emperador y a este país, la mayor que pueda darles jamás, es mi resignación de hace un año; pero las cosas forzadas tienen un término, la justicia del emperador las hará cesar, o ellas cesarán por sí mismas de un modo que yo no preveo… &c.

José a la reina Julia.

Mi querida amiga: estoy en cama con una fiebre catarral, que no inspira cuidado: te escribo esto, por temor de que algún indiscreto te escriba y te alarme inoportunamente.– No he recibido todavía contestación a mis cartas de 10 y 14 de febrero: si las respuestas son negativas, o no llegan, me veré obligado a ponerme en camino, y llevaré yo mismo mi firma en blanco. Debo decirte que mi salida de este país será aquí un suceso feliz para todo el mundo, a excepción de un reducidísimo número de amigos que no debo contar, no porque mi carácter personal haya merecido ni excitado tal manera de sentir, estoy lejos de pensarlo, sino por la inutilidad de mi presencia, por el peso de que estoy sirviendo, porque al fin, sea como quiera, estoy costando más de 200.000 francos mensuales, ciertamente más de lo que yo querría hoy para el bienestar de este país (hace tres meses que no se paga a mis empleados): todo debe tener un término, y este término ha llegado. Hace tres días ha faltado poco para que hubiera una insurrección por la subida del pan…

En este estado de cosas, yo merecería mi suerte, si voluntariamente la prolongara. Anuncia pues al emperador que partiré tan pronto como hayas recibido esta carta, si en este intermedio no me llega algún socorro. Mi estado, mi salud, me hacen desear una perfecta tranquilidad: espero y deseo más sinceramente de lo que afectarán creer algunas gentes, que el emperador tenga pronto bastantes hijos varones, para que nadie pueda atribuirme ni imaginar en mí ningún cálculo y ninguna hipótesis, y que vuelto a mí mismo pueda ocuparme de mis hijos. Vivir tan tranquilo, como agitado he vivido hace veinte y cinco años, y sobre todo hace seis, es lo único que pido al emperador…

Va ocho días que no veo a nadie, y declaro yo mismo mi perfecta inutilidad aquí, especialmente desde el Monitor del 26, que de hecho destruye en mí todo ejercicio del derecho real, pues que el solo poder que le reconocía le niega: así estoy probando las angustias de la muerte política en este país. Sin embargo, no firmo mi cesión, porque esto no convendría al emperador que lo hiciese aquí; y además no puedo, antes de dejar este país, declararme a mí mismo muerto, y asistir a mis propios funerales.– Llevaré conmigo un español, o dos, &c.

Napoleón a José.

Hermano mío: me apresuro a anunciar a V. M. que la emperatriz, mi muy cara esposa, acaba de dar felizmente a luz un príncipe, que por su nacimiento ha recibido el título de Rey de Roma. Los sentimientos que V. M. me ha mostrado siempre me persuaden de que participará de la alegría que me hace experimentar un suceso tan interesante para mi familia y para la felicidad de mis pueblos… (Y en otra carta de la propia fecha, 20 de marzo, le añadía lo que sigue). Esta tarde a las siete el príncipe será ondoyé (bautizado sin las ceremonias de la Iglesia). Teniendo el proyecto de bautizarle dentro de seis semanas, encargo al general conde Defrance, mi escudero, que os llevará esta carta, os entregue también otra rogándoos seáis el padrino de vuestro sobrino.

José a Napoleón.

Hermano mío: ayer tarde a las seis he sabido por una carta del príncipe de Neufchatel la nueva del nacimiento del rey de Roma. No quiero diferir el felicitar a V. M., en tanto que puedo ofrecer personalmente mis homenajes a V. M. y a S. M. la emperatriz por un suceso de tan gran interés para todos, y sobre todo para mí… &c.

José a Napoleón.

En Santa María de Nieva, 25 de abril.

Señor: tengo la honra de participar a V. M. que yo contaba ponerme en camino el 23. Efectivamente, emprendí mi viaje ese día sin haber tenido todavía respuesta a las cartas que hace tres meses he escrito a V. M., a la reina y al príncipe de Neufchatel. Lo he retardado cuanto he podido, pero la necesidad me ha hecho decidirme… Desde que estoy en marcha mi salud se restablece, lejos de ese espectáculo siempre renaciente de miseria y de humillación que he tenido delante de los ojos hace un año en Madrid: yo he visto mi consideración decrecer como rey, mi autoridad menospreciada por militares a mis órdenes, so pretexto de órdenes directas que recibían de París. He debido temer que V. M. no se acordase ya de mí, y no he visto otro refugio que mi retiro… Yo estaría pronto a volver a España después de haber visto a V. M., y haberle manifestado muchas cosas que ignora y que le importa esencialmente saber. Estoy también pronto a deponer en manos de V. M. los derechos que me ha dado a la corona de España, y V. M. puede desde este momento mirarla como propiedad suya bajo todos conceptos, si mi alejamiento de los negocios entraba en las miras de V. M. Pero yo no puedo volver aquí sino después de haber visto a V. M., y después que esté ilustrado sobre los hombres y sobre las cosas que han hecho mi existencia primero difícil, después humillante, y por último imposible, y me han colocado en la posición en que me hallo hoy. En fin, señor, en todo caso y evento yo mereceré la estimación de V. M., y no dependerá sino de vos; disponed del resto de mi vida, desde que haya visto lo bastante para convencerme de que conocéis el estado de mi alma y el de los negocios de este país, al cual no puedo volver sino en el lleno de vuestra confianza y de vuestra amistad, sin las cuales el solo partido que me queda es la retirada más absoluta.

No dude nunca V. M. de mi afección y de mi tierna amistad.
 

Lo demás que pasó a continuación del viaje de José, su llegada a París, las conferencias con Napoleón, el resultado de ellas, y su regreso a Madrid, lo saben ya nuestros lectores, por lo que dejamos dicho en el texto del capítulo.