Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XVI
Cortes
Reformas importantes
1811

Decreto de 1.º de enero.– Reglamento del poder ejecutivo.– Atribuciones y disposiciones más notables.– Concesiones de las Cortes en favor de los americanos.– Recursos económicos.– Empréstito nacional.– Traslación de las Cortes a Cádiz.– Reglamento de Juntas para el gobierno de las provincias.– Primer presupuesto de gastos e ingresos.– Juntas de confiscos y de represalias.– Enajenación de edificios y fincas de la corona.– Contribución extraordinaria de guerra.– Empréstito del embajador inglés.– Mediación ofrecida por Inglaterra, y con qué condiciones.– Reformas políticas y civiles.– Superintendencia de Policía.– Universidades y colegios.– Declárase fiesta nacional el 2 de Mayo.– Incorporación de los derechos señoriales al Estado.– Abolición de privilegios.– Extinción de pruebas de nobleza.– Orden nacional de San Fernando.– Juzgados especiales de artillería e ingenieros.– Reconocimiento de la Deuda.– Junta de Crédito público.– Arreglo de la Secretaría de las Cortes.– Graves y ruidosos incidentes en la Asamblea.– El manifiesto de Lardizábal.– Irritación que produce.– Decrétase su arresto.– Nombramiento de un tribunal especial para juzgar su escrito.– Publicación de otro impreso ofensivo a los Cortes.– Mándase recoger de la imprenta.– Únese esta causa a la de Lardizábal.– Tumulto que produce un discurso de don José Pablo Valiente.– Suspéndese la sesión.– Alborótase el pueblo, y amenaza al diputado a la salida del Congreso.– Le salva el gobernador de la plaza y le embarca.– Quejas del desorden en las sesiones.– Abuso de la libertad de imprenta.– Trátase de la mudanza de Regentes.– Pretensiones de la infanta Carlota.– Aspiraciones de los partidos opuestos.– Vence el partido liberal.– Lectura del proyecto de Constitución.– Se discuten sus primeros títulos.– Entorpecimientos que procura poner el partido anti-liberal.– Fin de las tareas legislativas de este año.
 

Continuaban las Cortes sin interrupción y con incansable asiduidad sus tareas, inalterables en medio de los peligros, de los triunfos y de los reveses de las armas. Fue buena inauguración del año 1811 el decreto de 1.º de enero, declarando que no reconocerían, antes bien tendrían por nulo y de ningún valor todo acto, tratado, convenio o transacción que hubiere otorgado u otorgara el rey mientras permaneciera en el estado de opresión y falta de libertad en que se hallaba, ya fuese en el extranjero, ya dentro de España; pues jamás le consideraría libre la nación, ni le prestaría obediencia, hasta no verle entre sus fieles súbditos «en el seno del Congreso nacional que ahora existe, o en adelante existiere, o del gobierno formado por las Cortes.» Nuestros lectores recordarán bien los pasos y pretensiones de Fernando VII con Napoleón desde Valencey, que dieron ocasión y lugar a este decreto de las Cortes españolas.

En el período que todavía medió desde este día hasta el 20 de febrero en que celebraron la última sesión en la Isla para trasladarse a Cádiz, además de los asuntos que podemos llamar ordinarios, referentes a los negocios de hacienda y guerra propios del habitual estado y de los sucesos y necesidades diarias de la nación, ocupáronse también en otros que naturalmente nacían y se derivaban, ya del cambio político que se estaba obrando, ya de las novedades y trastornos que se estaban experimentando en nuestras posesiones de América, ya de la fermentación producida por la lucha entre los antiguos y los nuevos elementos sociales.

Siguió discutiéndose en los primeros quince días el proyecto de reglamento provisional del poder ejecutivo, de que ya antes había comenzado a tratarse, y el 16 se elevó a decreto y se publicó como tal. Conservósele el nombre de Consejo de Regencia; había de componerse de tres individuos, dándose a cada uno el tratamiento de Excelencia, y el de Alteza al cuerpo, con honores de infante de España. Determináronse sus atribuciones, así con respecto a las Cortes, como al poder judicial, a la hacienda nacional, al gobierno interior o político del reino, a los negocios extranjeros y a la fuerza armada. Eran notables algunas de estas atribuciones, así como las limitaciones y travas que a algunas de ellas se ponían.– La Regencia nombraba los ministros, los cuales habían de ser responsables ante ella del ejercicio de su cargo: pero se añadía: «No podrá ser Secretario del Despacho universal ningún ascendiente ni descendiente por línea recta, ni pariente dentro de segundo grado de los individuos del Consejo de Regencia.»– Dábasele la provisión de todos los cargos y empleos eclesiásticos y civiles, pero con la obligación de presentar mensualmente a las Cortes una lista de todas las provisiones hechas en todos los ramos, con expresión en extracto de los méritos que las hubiesen motivado.– Bajo la misma obligación confería todos los empleos militares. La Regencia ni ninguno de sus individuos podía mandar personalmente más fuerza armada que la de su guardia. «Ningún ascendiente (decía) ni descendiente por línea recta de los individuos del Consejo de Regencia podrá ser general en jefe de un ejército.»– No podía conocer de negocio alguno judicial, ni deponer ningún magistrado ni juez sin causa justificada, ni suspenderlos ni trasladarlos, aun con ascenso, sin dar cuenta a las Cortes, ni detener arrestado en ningún caso a ningún individuo más de cuarenta y ocho horas. Tampoco podía crear nuevos empleos en hacienda, ni gravar con pensiones el erario público, ni alterar el método de recaudación y distribución sin previa autorización de las Cortes. Y cada año había de presentar a las mismas un estado de ingresos y gastos, y otro más abreviado cada semestre de entradas, salidas y existencias, los cuales se habían de imprimir y publicar.– Aunque nombraba los embajadores y demás agentes diplomáticos, y estaba autorizada para celebrar tratados de paz, alianza y comercio, con las potencias extranjeras, éstos quedaban sujetos a la ratificación de las Cortes, y se necesitaba un decreto de las mismas para declarar la guerra.– Bastan estas indicaciones para formar idea del espíritu que dominaba en este reglamento del poder ejecutivo.

Prosiguieron igualmente en el sistema de hacer concesiones políticas y civiles a los americanos, ya para ver de afirmar en la fidelidad a la metrópoli a los que todavía la conservaban, ya para procurar atraer a los que la habían quebrantado, sobre lo cual no cesaban de hacer mociones los representantes de las provincias de Ultramar. Uno de los acuerdos fue prohibir las vejaciones que hasta entonces se permitía ejercer sobre los indios de América y Asia, encargando bajo las más severas penas a todas las autoridades, eclesiásticas, militares y civiles, que bajo ningún pretexto, por razonable que pareciese, afligieran al indio en su persona, ni ocasionasen perjuicio en su propiedad, antes bien defendieran su libertad personal, con privilegios y exenciones, en tanto que las Cortes dictaban las disposiciones y arreglos oportunos sobre la materia{1}. A poco tiempo se declaró la libertad del comercio de azogue en unas y otras Indias{2}. Siguió a esta declaración la igualdad de opción entre americanos y peninsulares a toda clase de empleos y cargos públicos, y lo que era más importante, la igualdad de representación en las Cortes españolas, habiendo de fijarse en la Constitución, conforme a los principios sancionados en el decreto de 15 de octubre último{3}. Y finalmente se dictaron medidas para el fomento de la agricultura e industria en América, se extendió a todas las castas de indios la exención del tributo antes concedida a los de Nueva-España, y se prohibió con el mayor rigor a las justicias y autoridades el abuso de comerciar bajo el especioso título de repartimientos de tierras.

La materia de recursos para las urgentes atenciones de la defensa de la nación ocupó ahora, como antes y después, con indeclinable preferencia a la asamblea nacional. En el corto período a que ahora nos referimos se acordó levantar un préstamo de 5.000.000 de pesos con la denominación de nacional y voluntario, cuya ejecución se encargó al consulado de Cádiz, dividido en cédulas admisibles en pago de la tercera parte de los derechos de aduanas, y de otros derechos de las tesorerías o depositarías principales. Dispúsose que los suministros hechos o que en adelante se hicieren por los pueblos y particulares para la subsistencia de las tropas se admitieran en pago de la tercera parte de las contribuciones ordinarias y de la mitad de las extraordinarias, pudiendo pagar el importe total de ambas con lo que suministraren en lo sucesivo. Se mandó reunir en una sola caja en la tesorería mayor de la corte y en las de ejército de las provincias, todos los fondos de correos, bulas, penas de cámara, represalias, papel sellado, encomiendas, bienes secuestrados y cualesquiera otros: y se ordenó una rebaja gradual en la percepción de sueldos, en los casos y circunstancias que se determinaban{4}.

Temiendo que faltasen granos para la subsistencia, no solo de los ejércitos sino también del pueblo, por la escasez que ya se advertía y el hambre que comenzaba a amenazar, propúsose por la Regencia como recurso ceder al rey de Marruecos nuestros presidios menores de África, recibiendo en cambio cereales y otros productos alimenticios. Discutiose esta proposición en varias sesiones secretas, siendo notable que hubiese muchos diputados que abogaran con calor por la enajenación de los presidios, si bien fueron combatidos por otros, que también la impugnaban con empeño, ya por los peligros a que podían quedar expuestas nuestras costas, ya porque también se esperaba poderse importar granos del reino de Túnez. Afortunadamente la mayoría se decidió contra la enajenación, y se desaprobó la proposición en votación nominal por 84 votos contra 49{5}.

Embarazaba y entorpecía el curso de los debates, y los interrumpía muchas veces el cúmulo de peticiones, instancias, reclamaciones y quejas que sobre todo género de asuntos se dirigían y encontraban diariamente en la secretaría de las Cortes, apresurándose los diputados interesados en cada caso a poner a discusión las que por sus provincias o sus amigos les eran recomendadas. Propio afán el uno y el otro de pueblos y de representantes no acostumbrados todavía a lo que la índole de las asambleas legislativas exige o consiente. Lamentábanse otros diputados de este mal, porque observaban lo que perjudicaba a las tareas más importantes y más propias de un congreso; y fue menester acordar, para que no se distrajera a las Cortes de los grandes objetos para que se habían congregado, que los secretarios no recibieran, ni menos dieran cuenta de las solicitudes de empleos, ni de memoriales, representaciones o quejas contra los tribunales o autoridades, y solo la dieran de aquellos recursos en que, constando haberse faltado a alguna ley, después de haberse apurado todos los medios ordinarios, no quedara otro que el de acudir a las Cortes para reparar el agravio o injusticia que se hubiese causado.

Otros varios asuntos fueron objeto de discusión, pero cuyos resultados habremos de ver en las sesiones sucesivas, según se iban terminando y resolviendo.

Al fin, habiendo cesado la epidemia en Cádiz, llegó el caso por muchos tan deseado, y tantas veces por algunos propuesto, de trasladarse a aquella ciudad la asamblea, donde ya para el efecto se había mandado habilitar y se tenía preparada la iglesia de San Felipe Neri, con sus correspondientes tribunas para el público, aunque estrechas y poco cómodas. El 20 de febrero se celebró la última sesión en la Isla de León, y el 24 se tuvo la primera en el nuevo local de Cádiz.

Uno de los asuntos que de atrás habían venido debatiéndose con interés, porque era en verdad de importancia, y llegó a su madurez en las primeras sesiones de Cádiz y no tardó en formularse en decreto, fue el reglamento provisional para el gobierno de las juntas de provincia. Establecíase en cada una de ellas una llamada Superior, compuesta por lo general, y solo con alguna excepción, de nueve individuos, elegidos por el mismo sistema que los diputados a Cortes, avecindados y arraigados en la provincia, cuya duración sería de tres años, renovándose cada año por terceras partes. Era individuo nato, con voz y voto, el intendente, y había de presidirlas el capitán general en donde éste residiese. Sus atribuciones eran hacer y pasar a los pueblos los alistamientos y las cuotas de contribuciones; vigilar la recaudación y legítima inversión de los caudales públicos, pero no pudiendo librar por sí cantidad alguna sin orden o autorización superior; formar el censo de población; establecer y fomentar las escuelas de primeras letras; cuidar de que la juventud se ejercitara en la gimnástica y en el manejo de las armas; fiscalizar las contratas de vestuarios, víveres y municiones; proporcionar suministros a las tropas y prestar auxilio a los jefes militares; formar los reglamentos, y cuidar de la economía y buen gobierno de los hospitales, y otras por este orden. Como se ve, estas juntas eran ya muy diferentes de las juntas populares creadas en los primeros tiempos de la revolución. Sobrado latas parecieron a algunos sus facultades, pero necesarias en aquellas circunstancias, en que la acción del gobierno central no podía ser tan enérgica y eficaz como en tiempos normales respecto a los puntos extremos o distantes del círculo administrativo. Ellas fueron el principio de las diputaciones provinciales que se crearon después. Había además juntas subalternas de partido.

Por primera vez se presentó a las Cortes lo que hoy llamamos un presupuesto de gastos e ingresos. Hízole don José Canga Argüelles, que desempeñaba la Secretaría del Despacho de Hacienda. De él resultaba ascender la deuda pública a más de 7.000 millones, y los réditos vencidos a más de 219. Calculaba el gasto anual en 1.200 millones, y los productos de las rentas en solos 255: y aunque en éstos no se incluían ni las contribuciones y suministros en especie, ni las remesas de América, siempre resultaba un enorme déficit. Cuadro desconsolador, pero nada extraño, ardiendo hacía tres años una guerra viva en todas las provincias, ocupadas y esquilmadas la mayor parte de ellas por el enemigo, y cogiendo ya a la nación cuando estalló la lucha con una deuda tan horrible como la que en su lugar dijimos.

Menester era apelar a recursos extraordinarios para llenar en lo posible aquel déficit, y así se hizo. Aparte del empréstito de 5 millones de pesos de que atrás hemos hecho mérito, creose una junta superior y comisiones ejecutivas llamadas de confiscos, con objeto de aplicar a la tesorería, en calidad de reintegro, las rentas de los que vivían en país ocupado por el enemigo, o en parte o en totalidad, según que se averiguara poder vivir el dueño sin el todo o sin una parte de las que poseía en país libre{6}. Había también otra junta superior de represalias, que luego se suprimió trasfiriendo sus atribuciones a las audiencias territoriales (3 de marzo), para aplicar al Estado los bienes de los que habían tomado partido por el gobierno intruso. Pero ni los confiscos ni las represalias dieron gran producto al tesoro, y más que para éste sirvieron para los que tenían en ello manejo, y para arruinar familias con poco provecho del erario.

Acudiose también a la enajenación en venta de los edificios y fincas de la corona, a excepción de los palacios, cotos y sitios reales, debiendo hacerse la venta en pública subasta, admitiéndose vales reales en pago de la tercera parte del precio de remate. Se aumentó también la contribución ya establecida sobre coches y carruajes de recreo{7}. Se mandó aplicar al erario los productos de los beneficios que estuviesen en economato, los de espolios y vacantes, y parte de las pensiones eclesiásticas; y ya se había acordado hacer la misma aplicación, con ciertas condiciones, de la plata no necesaria de las iglesias y de particulares, sobre cuya ejecución hubo en las Cortes discusiones largas. Miraron muy mal estos decretos algunos eclesiásticos; atrevíanse a hablar desde el púlpito contra y en descrédito de las Cortes; y en la misma Gaceta de Cádiz se publicó un artículo con el título de Aviso al Pueblo, diciendo que irritado Dios por la irreligiosidad de los diputados enviaba a la nación las calamidades que se experimentaban. Denunciado el artículo por el fiscal de imprenta, y mandado comparecer su autor a la barra, se averiguó serlo el diputado don Manuel Freire de Castrillón, contra el cual se acordó proceder con arreglo a la ley{8}.

Entre los recursos de carácter general que se arbitraron fue el más notable el de mandar se llevase a efecto la contribución extraordinaria de guerra, impuesta ya por la Junta Central en 12 de enero de 1810, pero no ejecutada en muchas provincias por las dificultades que se habían ofrecido, haciendo no obstante en ella una modificación esencial. La base de la Junta había sido el capital existimativo, gravando a todos con igual cuota: la de las Cortes fue la renta o utilidades, base más conforme a los buenos principios económicos, pero faltando a estos mismos en la forma que se le dio, toda vez que se la reducía a un verdadero impuesto progresivo, puesto que se establecía una escala gradual desde la renta de 1.000 reales anuales hasta 400.000, imponiendo sobre ella desde la cuota módica del 2 1/2 hasta la enorme del 75 por 100{9}. Prueba lastimosa de la inexperiencia y del atraso en que se hallaba todavía entre nosotros la ciencia administrativa.

Con todos estos arbitrios, había una fundada convicción de que no alcanzarían ni con mucho a cubrir las más urgentes atenciones. Afectado por esta idea el regente Agar, y desconfiando de encontrar ni discurrir otros, empeñábase en hacer dimisión de su cargo, y en retirarse, para que le sustituyera otro dotado de más talento para arbitrar medios, resuelto a llevar adelante su renuncia aunque las Cortes no se la admitiesen. Desistió no obstante de su empeño a instancias y ruegos de sus amigos, y acaso al ver que para la expedición que por aquel tiempo se encomendó al general Blake aprontaba el embajador inglés 60.000 pesos fuertes, y ofrecía anticipar 500.000 a reintegrarse en libramientos sobre la caja de Lima. Ocupábanse mucho en aquellos días las Cortes sobre las bases de un tratado de subsidios y de comercio con la Inglaterra, siendo la principal dificultad la libertad mercantil que aquella nación pretendía en nuestras provincias de ultramar{10}.

Siguió tratándose de este mismo asunto, aunque pareció por unos días suspenso, a consecuencia de una nota del embajador de la Gran Bretaña a nuestra Regencia, expresando que el objeto de su gobierno era el de reconciliar las posesiones españolas de América con el gobierno de la metrópoli, ofreciéndose a ser mediador a fin de atajar los progresos de la desgraciada guerra civil entre España y sus provincias ultramarinas, rogándola diese cuenta de este negocio a las Cortes. Así se hizo, y se volvió a ventilar el asunto, siempre en sesiones secretas. Nadie dudaba de la conveniencia de la mediación del gobierno británico para cortar nuestras desavenencias con América; pero involucrábase con tan halagüeño ofrecimiento la cuestión de la libertad del comercio inglés con aquellas regiones, y el temor a las consecuencias de un trastorno en el sistema mercantil de España, y de una cesación en el mercado exclusivo con las que habían sido sus colonias, y eran ahora sus provincias. La discusión a pesar de todo no dejó de llevar un giro harto favorable a las proposiciones y aspiraciones de Inglaterra; y aunque no entonces todavía, se decidió la cuestión más adelante del modo fatal que tendremos ocasión de ver después.

No era ya sin embargo la Inglaterra la sola nación que nos hacía columbrar alguna esperanza de hallar remedio y ayuda para los desastres de la guerra, que por este tiempo muy principalmente, como hemos visto, nos afligían. Preparábase el emperador de Rusia a declararse hostil al emperador francés. Así vino a anunciarlo don Francisco Zea Bermúdez, que el gobierno español tenía en calidad de agente secreto en la corte de San Petersburgo. Deseaba y pedía el autócrata que España se mantuviera firme en su resistencia un año más. No este tiempo solo, sino todo el necesario hasta que se agotaran enteramente sus fuerzas estaba la nación dispuesta a sostener la lucha en que se había empeñado; y esta respuesta fue la que llevó Zea Bermúdez a la corte imperial de Rusia. Viéronse, aunque no de pronto, cumplidos más tarde los lisonjeros anuncios que había traído.

Pasando ya de las medidas económicas a las reformas políticas y civiles que iban siendo resultado de propuestas, ya del gobierno, ya de los diputados, y que se hacían objeto de más o menos detenida discusión, aparecen sucesiva e indistintamente en diferentes ramos y materias, según la necesidad, o la afición de quien las iniciaba. Así a la creación de un superintendente de Policía, cuyo reglamento se encomendaba a la Regencia, seguía un decreto mandando abrir y continuar los estudios públicos en las universidades y colegios, suspensos de orden de la Central desde 30 de abril de 1810; y al lado de una providencia para el mejor régimen y gobierno de los hospitales militares, venía la gran reforma de la abolición del tormento, de los apremios y de otras prácticas aflictivas de los acusados, cuya desaparición de nuestros códigos reclamaban ya la ilustración, la justicia y la humanidad. Se mandaba erigir en los ejércitos un tribunal llamado de Honra, para juzgar sin apelación en cierta clase de delitos que hacían desmerecer a los oficiales y cadetes, se determinaba la responsabilidad de las autoridades en la ejecución de las órdenes superiores, y se establecía el tribunal del Protomedicato. Se declaró fiesta nacional perpetua en toda España el aniversario del 2 de Mayo, ordenando que en el Calendario se añadiese siempre aquel día en letra cursiva: La conmemoración de los difuntos primeros mártires de la libertad española en Madrid: y que además todos los años se celebrara en todas las iglesias de España el día de San Fernando una función religiosa en memoria del levantamiento de la nación en favor de su rey Fernando VII y contra el usurpador Napoleón, con unas honras solemnes por los que habían fallecido en esta lucha gloriosa de la libertad contra la tiranía{11}.

Una de las reformas más transcendentales, y más propias de la marcha regeneradora que las Cortes habían emprendido, fue la incorporación a la nación de todos los señoríos jurisdiccionales, la abolición de los dictados de vasallaje y vasallo, de los privilegios exclusivos privativos y prohibitivos, y de todo lo que podemos llamar o instituciones o restos de la antigua feudalidad. Había iniciado esta cuestión en 26 de abril el diputado por Galicia Rodríguez Bahamonde, impresionado por los abusos y vejaciones que en aquel antiguo reino había él mismo presenciado de parte de los señores jurisdiccionales, cabildos y monasterios, o sus apoderados, sobre las clases pobres, y presentó aquel día una proposición pidiendo a las Cortes que por un decreto desterraran para siempre el feudalismo, y prohibieran que persona alguna pudiera en lo sucesivo exigir en razón de vasallaje contribución alguna personal ni real de ningún español. Ayudáronle después otros diputados por Galicia, y por último se presentó como fogoso adalid en esta cuestión el señor García Herreros, que como representante de Soria, y entusiasmándose con el recuerdo de los heroicos numantinos, que se habían arrojado ellos y sus hijos a la hoguera antes que sufrir la servidumbre: «Aún conservo, exclamaba, en mi pecho el calor de aquellas llamas, y él me inflama para asegurar que el pueblo numantino no reconocerá ya más señorío que el de la nación. Quiere ser libre, y sabe el camino de serlo.» Y en otra ocasión, como viese que se proponían trámites dilatorios, exclamó con nervioso acento: «Todo eso es inútil… En diciendo: abajo todo, fuera señoríos y sus efectos, está concluido… y no hay que asustarse con la medicina, porque en apuntando el cáncer hay que cortar un poco más arriba.»

La proposición, hecha en 1.º de junio, estaba redactada en estos términos: «Que las Cortes expidan un decreto que restituya a la nación el goce de sus naturales, inherentes e imprescriptibles derechos, mandando que desde hoy queden incorporados a la corona todos los señoríos jurisdiccionales, posesiones, fincas y todo cuanto se haya enajenado o donado, reservando a los poseedores el reintegro a que tengan derecho, que resultará del examen de los títulos de adquisición, y el de las mejoras, cuyos juicios no suspenderán los efectos del decreto.»

Larga y detenida fue la discusión, como no podía menos de serlo; pero el 1.º de julio se aprobó ya la incorporación a la corona de las jurisdicciones señoriales, que era la base y fundamento de todo el sistema: siendo de admirar que este principio fuese aprobado por 128 votos, no teniendo en contra sino 16; de estos últimos algunos quisieron todavía explicar su voto, pero no se les permitió por ser contra reglamento. Adoptada esta base, era ya más fácil la solución de los demás puntos, que eran como derivaciones y consecuencias de ella{12}. Y todos los que se fueron resolviendo son los que forman el famoso decreto de las Cortes de 6 de agosto de 1811, cuyas principales disposiciones, que merecen ser conocidas, fueron las siguientes: «Desde ahora quedan incorporados a la nación todos los señoríos jurisdiccionales, de cualquier clase o condición que sean.– Quedan abolidos los dictados de vasallo y vasallaje, y las pretensiones así reales como personales que deban su origen a título jurisdiccional, a excepción de las que proceden de contrato libre en uso del sagrado derecho de propiedad.– Los señoríos territoriales y solariegos quedan desde ahora en la clase de los demás derechos de propiedad particular…– Quedan abolidos los privilegios llamados exclusivos, prohibitivos y privativos que tengan el mismo origen de señorío, como son los de caza, pesca, hornos, molinos, aprovechamientos de aguas, montes y demás…– Los que obtengan las indicadas prerrogativas por título oneroso, serán reintegrados del capital que resulte de los títulos de adquisición; y los que los posean por recompensa de grandes servicios reconocidos serán indemnizados de otro modo.– En cualquier tiempo que los poseedores presenten sus títulos, serán oídos, y la nación estará a las resultas para las obligaciones de indemnización.– En adelante nadie podrá llamarse señor de vasallos, ejercer jurisdicciones, nombrar jueces, ni usar de los privilegios y derechos compredidos en este decreto: y el que lo hiciere perderá el derecho al reintegro en los casos que quedan indicados.»

En consonancia con esta reforma hízose a los pocos días (17 de agosto) la de suprimir las pruebas de nobleza que antes se exigían a los que hubieran de entrar en las academias y colegios militares de mar y tierra, disponiendo que fuesen admitidos así en el ejército como en la marina en la clase de cadetes los hijos de familias honradas, sujetándose en todo lo demás a los estatutos de cada establecimiento.– Se aprobó la creación de un estado mayor general y permanente, cuya conveniencia se experimentó pronto, no obstante la oposición con que le miraran los militares antiguos, apegados a formas y usos añejos. Aunque nada afectas estas Cortes a que se concediesen grados militares, como que en alguna ocasión prohibieron por punto general su concesión por el abuso que se había hecho, crearon no obstante (31 de agosto), para recompensa del valor y del mérito, la célebre orden militar llamada Orden nacional de San Fernando. «Convencidas (decían en el preámbulo del decreto) las Cortes generales y extraordinarias de cuán conducente sea para excitar el noble ardor militar que produce las acciones distinguidas de guerra establecer en los premios un orden regular, con el que se consigan dos saludables fines, a saber, que solo el distinguido mérito sea convenientemente premiado, y que nunca pueda el favor ocupar el lugar de la justicia; y considerando al mismo tiempo que para conseguirlo es necesario hacer que desaparezca la concesión de los grados militares que no sean empleos efectivos, y los abusos que se hayan podido introducir en la dispensación de otras distinciones en grave perjuicio del orden y en descrédito de los premios, han venido en decretar, &c.»

«Será premiado con esta orden, decía el art. 4.º, cualquier individuo del ejército, desde el soldado hasta el general, por alguna de las acciones distinguidas que se señalan en este decreto.» Constaba éste de 36 artículos. Lo conocido de esta institución nos releva de la tarea de especificar el pormenor de sus disposiciones{13}.

Ya que a las reformas en materia de milicia hemos insensiblemente venido, no será demás mencionar algunas otras medidas que sobre el mismo ramo dictaron en este tiempo las Cortes; tales como la gracia que concedieron a los individuos de los reales cuerpos de artillería e ingenieros de ser juzgados por sus tribunales especiales; la concesión de monte pío a las viudas de los oficiales de los regimientos de milicias{14}; y la redención del servicio militar por dinero a los que hubiese cabido la suerte de soldado. La exención era solamente por tres años, y la cantidad que habían de aprontar la de 15.000 reales, como medio, decía la orden, «de proveer en lo posible al vestuario y sustento de los que defienden la patria.»

Otra vez, y no es extraño, nos tropezamos con providencias de carácter económico-administrativo. Tal fue el reconocimiento de toda la deuda pública de todos tiempos y de todas procedencias, que era tan cuantiosa como hemos visto, inclusa la contraída desde 18 de enero de 1808, a excepción del empréstito hecho por el tesoro público de Francia en el reinado de Carlos IV, y el del que hizo la Holanda en el mismo reinado, en tanto que aquella nación estuviera subyugada por Napoleón y su familia. Para entender en todo lo relativo a la deuda se creó una Junta nacional llamada del Crédito público (26 de setiembre), compuesta de tres individuos elegidos por las Cortes entre nueve que les proponía la Regencia. Paso grande para el restablecimiento del crédito nacional.

De menos monta fueron otras medidas administrativas, que por lo mismo solo rápidamente indicaremos, como el aumento en la contribución del papel sellado, las providencias para promover la introducción de granos en la península, el establecimiento de una nueva lotería nacional, y algunas otras semejantes. Pero no dejaremos de mencionar el plan de pensiones que habían de concederse a las viudas y familias de los que perecían en defensa de la patria (28 de octubre), y en el cual son notables los dos primeros artículos, en que se señala la pensión del empleo superior inmediato a las familias de los oficiales que fallezcan en función de guerra, o de resultas de heridas recibidas en ella, siempre que se hubiesen casado con derecho a los beneficios del Monte Pío, y la y que les correspondiera por su último empleo a los que se hubiesen casado sin aquel derecho; cuya gracia se extendió más adelante a los que morían en campaña en América.

Arreglaron también las Cortes su secretaría, que se compuso de cinco oficiales y un archivero, elegidos todos por las mismas, con igual graduación, honores y sueldos que los cinco primeros oficiales de la secretaría de Estado y del despacho de Gracia y Justicia, cuyos nombramientos se hicieron y publicaron simultáneamente con el decreto de organización (17 de diciembre).

Incidentes graves y muy ruidosos ocupaban por este tiempo a las Cortes. Fue uno de ellos el producido por un escrito que se publicó en Alicante: Manifiesto que presenta a la nación el consejero de Estado don Miguel de Lardizábal y Oribe, uno de los cinco que compusieron el Supremo Consejo de Regencia de España e Indias, sobre su política en la noche del 24 de setiembre de 1810. Su contenido era una mordaz invectiva contra las Cortes, dirigida a persuadir su ilegitimidad, a atacar la soberanía de la nación, y a asegurar que si el antiguo consejo de Regencia las reconoció y juró, fue obligado de las circunstancias, por hallarse el ejército y el pueblo decididos por ellas, con otros particulares propios para desacreditar las Cortes y el gobierno. Gran sensación y profundo disgusto produjo en la asamblea la lectura de este papel, que pidieron Argüelles, Toreno y otros. Propuso el primero que pasase a la junta de censura de imprenta: pidió el segundo una providencia más dura y ejecutiva, como para caso extraordinario y extremo no comprendido en las leyes ordinarias. Apoyáronle otros diputados, algunos con tal vehemencia, que hubo quien se explicó del modo siguiente: «Yo pensé que al acabar de oír el papel no se oiría más que una voz… ¿Qué quiere decir que si hubiese tenido el pueblo o la fuerza en su mano no hubiera sucedido así? ¿Se necesita más para cortarle la cabeza en un patíbulo? Señor, no se detenga V. M. mucho en un asunto tan patente. Mi voto es que reconozca ese autor el papel, y si se ratifica en que es suyo, póngasele luego en capilla, y al cadalso.{15}» Después de una viva discusión se acordó arrestar en Alicante y conducir a Cádiz a don Miguel de Lardizábal, siempre que fuese el autor del papel, rasgar todos los ejemplares y ocupar todos sus papeles, bajo la más estrecha responsabilidad del ministro a quien correspondiese.

Esto proporcionó al compañero de regencia de Lardizábal, el ilustre don Antonio Escaño, que, como en otro lugar dijimos{16}, permanecía en Cádiz, para hacer una exposición altamente patriótica, desmintiendo cuanto Lardizábal decía, y vindicando a la Regencia de las intenciones que en el escrito de aquél se le atribuían. También escribieron después en el propio sentido los otros dos ex-regentes Saavedra y Castaños. La representación de Escaño se leyó y oyó con satisfacción y se mandó imprimir en la sesión del 15. Acordose en ésta el nombramiento de tres comisiones, una de dos diputados para que pasasen al Consejo Real a recoger una protesta en forma de consulta de que hablaba Lardizábal; otra de otros dos diputados para que en la secretaría de Gracia y Justicia recogiesen una exposición del obispo de Orense, a que aquél también se refería; y la tercera para que propusiese doce sujetos ex-magistrados, de los cuales las Cortes elegirían cinco jueces y un fiscal, que habían de entender como tribunal en la causa que había de formarse a Lardizábal y en todas sus ramificaciones, procediendo breve y sumariamente y con amplias facultades. El decreto de esta medida se publicó el 17.

Las dos primeras comisiones fueron tan activas, que en la misma sesión del 15 dieron cuenta del resultado de su cometido. En cuanto a la exposición del obispo de Orense, se vio ser la misma que en el año anterior había dado motivo al ruidoso proceso que conocen ya nuestros lectores. La consulta del Consejo Real no pareció, pero sí el voto particular que contra ella hicieron tres consejeros, a saber, Ibar Navarro, Quílez y Talón, y Navarro y Vidal. Y como constase haber sido el conde del Pinar el encargado de redactar la consulta, y éste expusiese haberla roto e inutilizado, disculpa que nadie creyó, irritose el congreso, pronunciáronse acalorados discursos, y se aprobaron dos proposiciones del conde de Toreno, para que se suspendiera a todos los consejeros que habían acordado la consulta, desempeñando por ahora las funciones del Consejo solo los tres del voto particular y los que después de aquel suceso hubiesen entrado, y para que se presentasen al tribunal especial todos los documentos relativos a aquel asunto. Golpe de energía, que fue tanto más aplaudido cuanto que se dirigía contra un Consejo que desde el principio del alzamiento nacional había seguido una conducta a veces equívoca e incierta, a veces injustificable, y casi siempre contraria al espíritu de regeneración y de reforma que de la revolución había emanado.

Fue el segundo incidente, aunque unido con el de que acabamos de hablar, el de otro impreso titulado: «España vindicada en sus clases y jerarquías,» en que se censuraban los procedimientos del Congreso, y se excitaba contra ellos al clero y a la nobleza. Suponíase ser el autor un oficial de la secretaría del Consejo, aunque después se averiguó serlo el decano del Consejo mismo don José Colón, y de todos modos se conjeturaba estar relacionado con el escrito de Lardizábal, y ser obra de un plan concertado de los enemigos de las Cortes para desautorizarlas y concitar contra ellas la enemiga del pueblo. Y como este papel se imprimiese en Cádiz, a propuesta del señor García Herreros acordaron las Cortes que el gobernador de la plaza recogiese de la imprenta los ejemplares, y si podía ser, el original, y los presentase a la asamblea, y así se ejecutó. Fuerte y ardorosamente reclamaron algunos diputados contra esta medida, como violadora de la ley de libertad de imprenta: fuerte y ardorosamente la defendieron otros, sosteniendo que la recogida, así del manuscrito como de los impresos, no se dirigía a atacar la libertad de imprenta ni a usurpar las atribuciones del tribunal de censura, sino a buscar un comprobante del delito de conjuración contra las Cortes que se desprendía del escrito de Lardizábal encomendado a un tribunal especial. Acaloráronse los ánimos, e hiciéronse con tal motivo proposiciones como la siguiente del señor Villanueva: «De hoy en adelante sea juzgado como traidor a la patria el que de palabra o por escrito, directa o indirectamente, esparciese doctrinas o especies contrarias a la soberanía y legitimidad de las presentes Cortes, y a su autoridad para constituir el reino, y asimismo el que inspirase descrédito o desconfianza de lo sancionado o que se sancionase en la Constitución.»

Un diputado al combatir esta proposición la calificó de «fautora del despotismo, de la tiranía más violenta, de la arbitrariedad más absoluta», y hasta de «sospechosa de herética.{17}» Con esto, y con una representación que hizo el autor de la España vindicada don José Colón, sobre la cual se le pidieron explicaciones, con que no logró tranquilizar al Congreso, los debates se fueron agriando, y la discusión se convirtió en una desagradable lucha entre el partido liberal y el enemigo de las reformas: siendo de notar que en esta cuestión los diputados de este último partido, como Aner, Borrull, Valiente, Cañedo y otros, eran los que con más calor abogaban a favor de la libertad de imprenta, y tronaban contra tales medidas y proposiciones como atentatorias a aquella libertad; y los diputados de ideas más avanzadas, como Argüelles, Mejía, García Herreros y otros, eran los que ardientemente defendían aquellas proposiciones y aquellas providencias, como salvadoras de la patria en casos extremos, y que por ellas no se lastimaba la libertad de imprenta. El calor de la Asamblea se comunicó a las galerías y tribunas públicas, que en la sesión del 26 tomaron a su modo tal parte, y prorrumpieron en tales murmullos, y produjeron tal desorden, que obligaron al presidente a levantar la sesión. Nació de aquí otro tercer incidente, conexo con los anteriores, de que daremos cuenta ahora.

Hablaba en esta sesión don José Pablo Valiente, al cual miraba con marcada aversión el pueblo de Cádiz, ya por la idea o sospecha de haber sido quien trajo la fiebre amarilla viniendo de la Habana donde era intendente, ya por ser adicto al libre comercio con América tan contrario a los intereses de la población gaditana, ya porque, mostrándose en este solo punto liberal, se había opuesto a la abolición de los señoríos, y negádose a firmar el proyecto de Constitución. Como su discurso de aquel día sobre el escrito de don José Colón fuese acogido por las galerías con general murmullo, indicó proceder de intriga del partido contrario para que no triunfara la verdad, y aun se añade que pronunció las palabras «gente pagada.» Acabó con esto de irritar los ánimos, y creció el desorden hasta hacer levantar la sesión. Después de cerrada, se agolpó el público a los alrededores de San Felipe Neri, aguardando al señor Valiente en ademán de atentar a su seguridad. Cundió luego a toda la ciudad la alarma y el tumulto. Los diputados permanecieron en el salón para ver de salvar al amenazado compañero. Acudió el gobernador de la plaza: entró a la barandilla, y se ofreció a libertar al diputado: salió luego a aplacar al pueblo, pidiendo que se le dejasen llevar, respondiendo él de su persona. Y en efecto, aunque con trabajo, acompañado de escolta se llevó al señor Valiente al muelle de la puerta de Sevilla, y allí a presencia del pueblo le embarcó y condujo a un buque de guerra fondeado en bahía. Aquella noche se pusieron sobre las armas los voluntarios de Cádiz, se doblaron las patrullas, y se colocó tropa en las casetas de los comisarios de barrio.

Tratose los días siguientes en sesiones secretas de lo acontecido el 26. Hiciéronse proposiciones encaminadas a evitar que se repitieran tales desmanes dentro, tales conmociones y alborotos fuera. Hablose de la necesidad de que los diputados dieran ejemplo de respeto, para que se le tuviera a ellos el público. Se pidió que se suprimiera la expresión murmullos y otras semejantes en el Diario de las Sesiones, y se reclamaron las providencias oportunas para que los diputados pudieran contar con la libertad necesaria para discutir y votar, añadiendo algunos que de otro modo dejarían de asistir hasta que se consideraran en estado de poderlo hacer libremente. No era la primera ni la sola vez que se emitían tales quejas y se hacían semejantes declamaciones. Atribuíase la irreverencia del público asistente hacia los diputados, por unos al calor con que en algunas sesiones solían tratarse ellos mismos entre sí, en lo cual había algo de verdad; por otros a la facilidad con que en escritos como El Filósofo rancio y otros que se publicaban, se calificaba a los diputados de ateístas o de impíos: lo cual a su vez dio ocasión a que muchas veces en las Cortes se lamentara el desenfreno a que tan pronto se habían dejado llevar los escritores públicos. Y era curioso de notar que los más enemigos de las reformas políticas, los del partido que había combatido la libertad de la imprenta, eran los que en sus publicaciones se aprovechaban más de ella para escarnecer las Cortes y ultrajar con dicterios a los diputados de opiniones contrarias a las suyas{18}. Por eso irritaba tanto la publicación de escritos injuriosos al Congreso, como los de Lardizábal y Colón, nada menos que ex-regente el uno, decano del Consejo el otro{19}.

Uno de los asuntos que se trataron y debatieron con más interés y empeño en las Cortes en los dos últimos meses de este año (1811), fue el relativo a la mudanza de regentes, por no ser, decían, para el caso los que había: proposición que hizo Morales de los Ríos, y apoyaban otros, en la ocasión crítica de hallarse el presidente Blake tan ocupado y comprometido como hemos visto en los desgraciados sucesos de Valencia. Dificultaba para algunos esta cuestión la pretensión antigua del ministro de Portugal de hacer regente o poner al frente de la Regencia a la hermana de Fernando VII, la infanta María Carlota, princesa del Brasil; mientras que para el partido anti-liberal de las Cortes era éste un nuevo aliciente o estímulo para el cambio, y por eso mostraba empeño en que se hiciese, y en que figurase a la cabeza de la Regencia una persona real. Complicábase además este punto con el de la sucesión a la corona de España, que en aquel tiempo como parte de la Constitución se estaba tratando también en las Cortes, y sobre el cual se agitaban diferentes pretensiones y se movían los diversos bandos políticos que las sostenían.

Dio entonces la princesa misma un paso, en que mostró no poca ligereza, y hubo de hacerla perder mucho en el concepto de los hombres pensadores; cual fue el de escribir a las Cortes una carta, a la que quiso dar el tinte de confidencial, como si confidencias de esta clase pudieran tenerse con un cuerpo tan numeroso y en que había tantas maneras de pensar. Decimos esto, porque tuvo la candidez de advertir que de esta correspondencia deseaba no tuviese noticia su esposo. La carta tenía por objeto dar una especie de descargo y satisfacción a la nación española por las quejas que se tenían de la conducta de la corte del Brasil en los sucesos del Río de la Plata y de Montevideo, procurando así congraciarse con la representación nacional. Esta le contestó que para asuntos de esta clase debía dirigirse a la Regencia, a cuyas facultades y atribuciones correspondían. Mezclábase también en ello el embajador inglés, entre el cual y la actual Regencia mediaban desavenencias graves. La discusión fue larga y reñida.

En cuanto a la necesidad de mudar de regentes, era bastante general y compacta la opinión, no en cuanto a la calidad de las personas que habían de nombrarse. Los partidarios de la infanta Carlota, algunos de los cuales llevaban la idea, plausible en sí, de llegar por este medio a la unión de España y Portugal, tuvieron el mal acuerdo de encomendar a dos diputados de escaso nombre y de no menos escasa influencia la presentación de dos proposiciones, una para que se eligiese nueva regencia compuesta de cinco individuos, uno de los cuales fuese una persona real (y ya se sabía a quién se aludía); otra añadiendo que, nombrada que fuese la regencia se disolviesen las Cortes y se convocasen otras para 1813. Fácilmente conocida la tendencia anti-liberal y la trama que en tales proposiciones se envolvía, los diputados del contrario partido las impugnaron con calor, y en especial Calatrava y Argüelles, presentando este último otras tres en opuesto sentido, pidiendo explícitamente en la primera de ellas que en la regencia que se nombrase con arreglo a la Constitución, «no se pusiese ninguna persona real.» Y ésta fue la que prevaleció muy a los principios del año entrante, como luego habremos de ver{20}.

De propósito hemos dejado para la última parte de este capítulo lo que se refiere al principal, al grande objeto de las tareas parlamentarias del Congreso de este año de 1811, a saber, al proyecto de Constitución que se estaba elaborando y discutiendo. Presentó la comisión sus primeros trabajos en la sesión del 18 de agosto. Leyó don Agustín Argüelles el largo y erudito discurso que precedía al proyecto; obra suya, de las que honran más a aquel distinguido hombre político, y que entusiasmó a cuantos le escucharon. Hizo después lectura don Evaristo Pérez de Castro del proyecto, que abarcaba las dos primeras partes de la futura Constitución. Toda la sesión se invirtió en la lectura de ambos documentos, que se mandaron imprimir con toda preferencia y con toda la posible brevedad. Y en tanto que estas dos partes se discutían, la comisión continuaba sus trabajos, en términos que se halló en disposición de presentar la tercera parte de su obra el 6 de noviembre, y la cuarta y última el 26 de diciembre del mismo año. Período nada largo, atendida la calidad de la obra y la extensión que se le dio. La discusión duró hasta el 23 de enero del año próximo. Antes habría terminado, sin el empeño de los enemigos de las reformas en suscitar obstáculos y prolongar los debates, moviendo cuestiones, muchas veces hasta impertinentes, sobre cada artículo, y aun sobre cada frase; sistema que en estos cuerpos suelen emplear con frecuencia las oposiciones, cuando desesperan de impedir por otros medios el triunfo de las ideas contrarias; y más si alimentan, como en esta ocasión, alguna esperanza de que entretanto habrán de venir de fuera sucesos que contraríen la obra cuya elaboración intentan impedir.

Tarea larga sería la de querer dar una idea de la marcha que se siguió, de los discursos notables que se pronunciaron, de las ideas que se emitieron, de los incidentes que hicieron variados, interesantes y curiosos los debates sobre el proyecto de la ley fundamental. Sobre esto, así como sobre la índole, carácter y espíritu que distingue la Constitución política que fue resultado y fruto de aquellos trabajos y de aquellas deliberaciones, diremos lo que sea compatible con la naturaleza de nuestra obra, cuando hayamos de hablar de la conclusión de aquel código y de su publicación como ley del Estado.




{1} Decreto de las Cortes de 5 de enero de 1811.

{2} Decreto de 26 de enero.

{3} Decreto de 9 de febrero de 1811.

{4} Decretos de 31 de enero, 3, 5, 9 y 13 de febrero.

{5} Villanueva, Mi viaje a las Cortes: Relación de las sesiones secretas.

{6} Decreto de 22 de marzo de 1811.

He aquí las reglas que proponía la comisión para ejecutar el proyecto del ministro sobre esta materia.– 1.ª A todo español residente en país ocupado por el enemigo que no tenga en el mismo renta suficiente para vivir con la decencia correspondiente, y moralmente imposibilitado por ancianidad u otras causas que deberá justificar, se le socorrerá con la mitad de sus rentas.– 2.ª Al que sin ninguna de dichas causas reside en país enemigo, nada se le entregará de sus rentas. 3.ª El que se presentare en país libre después de haber habitado seis meses continuos sin las causas dichas en país ocupado por franceses, solo gozará de un tercio de sus rentas mientras durase la guerra con aquellos.– 4ª A las esposas e hijos de los sujetos residentes en país enemigo que vivan entre nosotros, se les dará el haber que correspondiese a sus maridos o padres, si fuesen éstos de los imposibilitados; mas cuando fueran de los que voluntariamente residen entre los enemigos, se dará entonces a sus mujeres e hijos únicamente lo que les corresponda por alimentos a proporción de los bienes.– Sesión del 27 de febrero, de 1811.

Se calculaba el producto de estas represalias en sesenta millones de duros; pero era imposible fundar este cálculo en datos que se aproximaran siquiera a la exactitud.

{7} Preveníase que desde aquella fecha nadie pudiera usar coche, calesa, tartana, ni otro cualquier carruaje, sin un permiso particular, que duraría un año. La contribución era de 2.000 reales anuales por cada carruaje de una sola mula o caballo; de 6.000 por el de dos caballos; de 12.000 por el de cuatro, &c.– Ambos decretos se publicaron el 22 de marzo. Del primero de estos dos no hace mención Toreno: el segundo le indica pasajeramente

{8} Sesiones secretas del 2 y 3 de abril.

{9} Decreto de las Cortes del 1.º de abril, al que acompaña la tabla gradual a que nos referimos.

{10} Sesiones secretas de las Cortes; abril: Villanueva, Viaje.

{11} Decretos de las Cortes de abril y mayo.

{12} «Estaba yo admirado, dice un diputado de aquellas Cortes, de ver los votos favorables a los pueblos de los mismos que antes detestaban de estas proposiciones. En todo se ve la mano de Dios.»

{13} Colección de los decretos de las Cortes, tomo I.

{14} Decretos de 14 de setiembre.– Igual declaración se hizo después a favor de los individuos de la brigada de carabineros reales.

{15} El señor García Herreros, Sesión del 14 de octubre.

{16} Recuérdese lo que sobre este punto indicamos ya en el capítulo XII.

{17} El señor Inguanzo, Sesión del 18.

{18} Sobre esto pueden verse en Villanueva las sesiones secretas de 1.º de julio, 27 de octubre y otras.

{19} El tribunal especial, al cabo de algunos meses que duró el proceso, absolvió a los catorce Consejeros a quienes se suponía firmantes de la consulta (29 de mayo, 1812). Mucho más severo con Lardizábal, aunque no tanto como el fiscal, que pedía para él la pena de muerte, le condenó a expulsión de todos los dominios españoles, mandando que los ejemplares del Manifiesto fuesen públicamente quemados por mano del verdugo. Habiendo apelado al Tribunal supremo de Justicia, la sala 2.ª revocó la sentencia; pero la 4.ª la confirmó en virtud de apelación del fiscal del tribunal especial. En cuanto a Colón, tuvo la fortuna de que la junta suprema de censura absolviera su escrito, aunque excediéndose de sus facultades.

{20} Sesiones secretas de noviembre y diciembre de 1811.