Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XVII
Operaciones militares en el resto de España
1811 (de agosto a fin de diciembre)

Perseverancia admirable.– Sucesos de Cataluña.– Don Luis Lacy y el barón de Eroles.– Toman las islas Medas.– Sorpresa de Igualada y de Bellpuig.– Operación combinada con Eroles, Milans, Sarsfield, Casas y Manso.– Sucede el general francés Decaen a Macdonald.– Aragón.– Durán, el Empecinado, Amor, Tabuenca.– Hacen prisionera la guarnición de Calatayud.– Pasan a Guadalajara de orden de Blake.– Navarra.– Mina.– Pregonan los franceses su cabeza.– Tientan después ganarle con halagos.– Arranque enérgico de Mina.– Va a Aragón.– Derrota una columna enemiga.– Embarca los prisioneros.– Bando notable de represalias expedido por Mina.– Castilla.– El 6.º ejército.– Wellington.– Socorren los franceses a Ciudad-Rodrigo.– Combaten al ejército anglo-portugués.– Acción de Fuenteguinaldo.– Don Julián Sánchez; don Carlos de España.– Extremadura.– El 5.º ejército español.– División anglo-portuguesa.– Sorpresa y derrota del general francés Girard en Arroyo-Molinos.– El 7.º ejército.– Invade nuevamente Bonnet las Asturias.– Movimientos de las tropas españolas.– Santander y Provincias Vascongadas.– Porlier.– Renovales, Longa y otros caudillos.– Reunión de Mendizábal y Merino en Castilla.– Andalucía.– Expedición de Ballesteros.– Muerte del general francés Godinot.– Situación del rey José en Madrid.
 

A pesar de los grandes contratiempos que habíamos sufrido en la zona oriental de la península, principalmente con las pérdidas de Tarragona y Valencia, ni el espíritu de nuestros guerreros había desfallecido (que en ésta como en tantas ocasiones era superior a todo encomio su perseverancia), ni en todas partes por fortuna habíamos ido tan de caída, ni en aquellas partes mismas fue todo infortunio, y hechos hubo que consolaban de las adversidades que a todos los buenos españoles afligían.

En la misma Cataluña, donde había sido tan grande el quebranto, y donde, tras las pérdidas sucesivas de Lérida, Mequinenza, Tortosa, Gerona, Tarragona y Figueras, parecía que no había de haber quedado ni terreno que defender ni valor para pelear, todavía no faltaron genios belicosos e incansables, que aunque con pocos y escasos elementos, mantuvieron viva la llama de la insurrección, y reanimaron con parciales triunfos el espíritu pertinaz de los catalanes. Con ahínco, y sin desalentarse por los anteriores reveses, trabajaban don Luis Lacy y el barón de Eroles. Por orden del primero acompañó el segundo al coronel inglés Green a un desembarco en las islas Medas, sitas a la embocadura del Ter (29 de agosto). Tomaron y destruyeron el fuerte que los franceses en ellas tenían; los ingleses creyeron conveniente abandonarlas volando el castillo, pero Lacy, que no opinaba como ellos, se embarcó en persona (11 de setiembre), las reconquistó arrojando los franceses, restableció el castillo, puso a las islas el nombre de islas de la Restauración, y se volvió dejándolas en disposición de resistir las tentativas de los enemigos.

Pocos días después, acompañado de su segundo el barón de Eroles, acometió y causó una pérdida de doscientos hombres a los franceses de Igualada (4 de octubre), obligándolos a refugiarse en el convento de capuchinos que luego tuvieron que abandonar. Sorprendió el de Eroles un convoy que iba de Cervera. Asustados los franceses con tan bruscas e inopinadas embestidas, abandonaron los puntos poco fortificados, incluso el de Monserrat, cuyo monasterio quemaron y destrozaron al retirarse, y se acogieron a Barcelona. Lacy pasó a Berga, donde reclamaba su presencia la junta del Principado, y prosiguiendo el de Eroles la empresa comenzada, atacó a Cervera, y obligó a rendirse a más de 600 franceses atrincherados en el gran edificio de la universidad{1}. Activo y enérgico, pasó inmediatamente a Bellpuig, cuya guarnición se le entregó (14 de octubre), en número de 150 hombres, que eran los que no habían perecido en la defensa: corriose el de Eroles al norte del Principado. Bajo su protección el gobernador de la Seo de Urgel don Manuel Fernández Villamil hizo una incursión atrevida en Francia, arrollando las tropas que se le pusieron delante, exigió contribuciones, incendió pueblos, y repasó otra vez la frontera.

Grandemente se acomodaba a las aficiones y al genio de los catalanes esta manera de guerrear, y adoptándola Lacy lisonjeó a los naturales y se hizo gran partido entre ellos. Al calor de aquellos dos jefes, Lacy y Eroles, crecían los somatenes, se organizaban los cuerpos francos, y salían a campaña nuevos guerrilleros; de modo que con ser los franceses dueños de las grandes poblaciones y de las plazas fuertes, no gozaban de más tranquilidad y reposo en Cataluña, que en el principio de la guerra, costándoles el mismo trabajo que antes comunicarse entre sí y con Francia, y abastecer a Barcelona. Al mariscal Macdonald, duque de Tarento, sucedió en el gobierno del Principado el general Decaen. Este preparó en diciembre en el Ampurdán un convoy considerable para el abastecimiento de la capital. Contaba para ello el general francés con más de 14.000 hombres, además de los 4.000 que de Barcelona habían de salir a su encuentro. Noticioso de este proyecto Lacy, sin embargo de no contar sino con una escasa mitad de aquella fuerza, propúsose estorbar su marcha. Al efecto dispuso que los jefes españoles, Eroles, Milans, Sarsfield, Casas y Manso se colocaran con sus respectivos cuerpos en las posiciones que les señaló, y aunque no logró impedir la entrada del convoy, esperó a Decaen al regreso en las alturas de la Garriga. Presentose en efecto en este punto (5 de diciembre) un cuerpo francés de 5.000 infantes, 400 jinetes y 4 piezas. Lacy los rechazó vigorosamente; Casas y Manso los persiguieron hasta Granollers, y viéronse forzados a torcer por San Celoni, dejando libre la ciudad y país de Vich. Así se mantenía la guerra de campo en Cataluña, ya que el enemigo nos tenía ocupadas las plazas y ciudades.

Lo mismo que en Cataluña hacían los caudillos que hemos nombrado, ejecutaban en Aragón Durán, el Empecinado, don Bartolomé Amor, Tabuenca, y algunos otros, principalmente por la parte de Calatayud, logrando, entre varios atrevidos golpes, hacer prisionera la guarnición francesa de aquella ciudad (4 de octubre, 1811), compuesta de 566 hombres. Trastornados traían al gobernador de Zaragoza Musnier los movimientos y la audacia de estos guerrilleros, si guerrilleros podían llamarse ya los que, como Durán y el Empecinado, acaudillaban cuerpos de 5.000 infantes y 500 caballos. Cuando la división italiana de Severoli que se hallaba en Navarra pasó a Aragón (9 de octubre), llamada por el mariscal Suchet, como en su lugar dijimos, para que le auxiliara en sus operaciones sobre Valencia, aprovechó aquella ocasión el gobernador de Zaragoza Musnier para perseguir a los nuestros y arrojarlos de Calatayud. Mas cuando los franceses llegaron a este punto, ya el Empecinado y Durán le habían abandonado, y juntos unas veces, separados otras, continuaban sus correrías. Don Juan Martín, después de haber tenido apurado el castillo de Molina, obligado a dejar aquella operación, acometió la Almunia, cuya guarnición rindió (6 de noviembre), ocupándose el resto del otoño en batir la tierra y cortar comunicaciones entre Valencia y Aragón. Durán por su parte hizo una diversión a la provincia de Soria donde también obtuvo ventajas, y por último volviendo a Aragón y reincorporándose con don Juan Martín, recibieron ambos orden de Blake (diciembre, de 1811) para pasar a la provincia de Guadalajara a las órdenes del conde del Montijo, nombrado comandante general de la misma, según ya indicamos al tratar de la campaña de Valencia.

Pero era el caso, que si los franceses desembarazaban de tropas la Navarra para llevarlas a Aragón o Valencia, como sucedió cuando fue llamada la división italiana de Severoli, aprovechaba el activo, astuto y temible Mina aquella ausencia para correrse también a Aragón, ponerse sobre las Cinco Villas u otros puntos que le convinieran, y traer como mareados a los franceses de este reino. Mina, que siempre, pero más desde la célebre sorpresa de Arlaban, había atraído sobre sí una persecución especial, en términos que en el estío de 1811 se habían destinado a acosarle nada menos que 12.000 hombres, cuyos movimientos sin embargo burló con hábiles evoluciones y maniobras, en que nadie le igualaba, había de tal modo irritado al gobernador de Pamplona Reille, que puso éste a precio su cabeza{2}, ofreciendo por ella 6.000 duros, cuatro por la de su segundo Cruchaga, y dos por cada una de las de otros jefes. Y aun no teniendo por bastante eficaz este medio, atendido el cariño que le profesaban y la lealtad que le guardaban todos los navarros, apeló el francés al del halago y la seducción. Al efecto buscó personas de la ciudad amigas suyas que fuesen a ofrecerle ascensos, honores y riquezas, si abandonaba la causa de su patria. Era esto en ocasión que acababa de entrar en Navarra la división de Severoli: Mina necesitaba de algún respiro, y entretuvo unos días a los comisionados con respuestas ambiguas. Mas como volviesen a insistir pidiéndole una resolución, citoles a todos, cinco que eran ya, para una conferencia que habrían de tener en el pueblo de Leoz, cuatro leguas de Pamplona, el 14 de setiembre.

Acudieron todos en efecto el día señalado, a excepción de un tal Mendiri, jefe de gendarmes. O por cartas que Mina recibiera de Pamplona, o porque sin necesidad de avisos él hubiera desde el principio recelado ser todo ello ardid para armarle algún lazo, so pretexto de la ausencia de Mendiri, y mostrándose irritado por la sospecha que su falta le infundía, hizo arrestar a los cuatro comisionados y llevóselos consigo. De pérfida y alevosa calificaron esta acción los franceses, alegando que los comisionados habían ido bajo el seguro de su palabra, lo cual era verdad. Mas sin negar nosotros que Mina hubiera podido encontrar, para eludir el artificio de los enviados de Reille, otros medios que no fuesen tan ocasionados a aquella censura, ¿cómo pudo creerse que él, o no penetrara, o no supiera por confidenciales avisos, que el plan iba por lo menos contra su lealtad y en su descrédito, cuando no fuese una trama inicua para apoderarse de su persona?

Salvose pues del modo, más o menos injustificable, que hemos dicho. Y cuando Severoli evacuó la Navarra para pasar a Aragón, Mina penetró también en este reino. Púsose sobre Ejea, y después sobre Ayerbe (16 de octubre, 1811). Contra él destacó Musnier desde Zaragoza una columna, que encontrando a los nuestros en las alturas inmediatas a aquella villa, tuvo por prudente retirarse la vía de Huesca. Animado con esto Mina, siguió tras los enemigos, hostigándolos y rodeándolos en términos que tuvieron que formar el cuadro. Al fin, fatigados éstos, acosados siempre, y acometidos por último a la bayoneta por la gente de Cruchaga, tuvieron que rendirse, cayendo prisioneros 640 soldados y 17 oficiales, entre ellos el mismo jefe llamado Ceccopieri, herido como otros. Con noticia de este desastre, partió el mismo Musnier de Zaragoza resuelto a rescatar los prisioneros, obrando en combinación con otros gobernadores y comandantes franceses. Mina acertó a burlar a todos, y atravesando el Aragón, la Navarra y la Guipúzcoa, encaminose al puerto de Motrico, rindió la corta guarnición francesa que en él había, y embarcó los prisioneros a bordo de la fragata inglesa Iris.

De regreso en Navarra, expidió su famoso decreto de 24 de octubre{3}, en los términos y con el motivo que ahora diremos. El general francés Reille, gobernador de Pamplona, irritado con la guerra que Mina le hacía, y faltando a todos los sentimientos de humanidad, había hecho ahorcar, fusilar y vejar desapiadadamente y de mil modos, no solo a militares prisioneros, sino a los padres y parientes de los voluntarios españoles. Con tal motivo Mina y los jefes de su división pasaron varios oficios en queja de semejantes atentados: en uno de ellos le decían al comandante general de Navarra: «Si el conde de Reille inmediatamente no revoca su decreto de 5 de agosto, cesa en su sistema y pone en libertad todos los presos por nuestra causa, haremos una guerra sin cuartel, incluyendo la majestad misma del emperador, degollando cuantos parientes suyos y de sus partidarios hallemos en cualquier parte del mundo; el saqueo y las llamas decidirán la suerte de sus bienes; y si Reille quiere un plan sanguinario y devastador, nosotros, olvidando la moderación que nos distingue, esparciremos por todas partes la muerte y la desolación… y no cesará la catástrofe hasta finalizar con el último del ejército imperial o adicto que caiga en nuestro poder: V. S. no podrá remediar el furor en toda la división, que está decidida a morir, pero empapada en sangre enemiga… Reille gusta de sangre y fuego: sangre y fuego quiere esta división; perecerá gustosa con sus parientes y amigos, y sus cenizas desde el sepulcro pedirán a la nación y a la Europa entera venganza de sus agravios.»

Y por último expidió el decreto a que aludimos, y era como sigue: «Nos don Francisco Espoz y Mina, coronel de los reales ejércitos y comandante general en el reino de Navarra, hacemos saber: Que por el conde de Reille, edecán de S. M. el emperador de los franceses, se publicó un bando en 5 de agosto de este año, por el que concedía un indulto a todos los voluntarios que deponiendo las armas abrazasen el partido imperial, extendiendo la amnistía hasta el 15 de setiembre, con la amenaza de proceder militarmente contra todos los voluntarios, y de ahorcar a los aprehendidos con las armas en la mano; haciendo responsables a los padres, parientes y autoridades así civiles como eclesiásticas, fulminando penas atroces contra todos. Creímos que tal decreto sería conminatorio, y que jamás un general llegaría a realizar amenazas tan injustas como atroces; pero una triste experiencia nos ha desengañado de que excediendo las conminaciones llegó su furor a un extremo inaudito de barbarie. El capitán don Manuel de Sádaba, mi ayudante de campo, que hasta el pie del cadalso manifestó su firmeza exhortando a todo el mundo a la defensa de la patria… Del capitán graduado don Simón de Languidain, y el subteniente don Gregorio Solchaga, han sido, ahorcado el primero, y fusilados los otros dos con la mayor infamia, escándalo del mundo, y violencia de todos los pactos recibidos en las naciones: muchos sacerdotes, alcaldes y otros paisanos han sido pasados por las armas tan ignominiosa como cruelmente, llenando de furor a todas las almas buenas que ven el suelo regado con una sangre inocente; preparando igual suerte a centenares de personas, que hacen llorar en sus calabozos, sin más delito que el de parentesco con mis voluntarios, o el deseo de una sórdida avaricia.– No pudiendo mirar con indiferencia unos atentados tan horrorosos, contrarios a cuantos derechos se conocen en el mundo, y que debemos remediar en desempeño de nuestro destino, tenemos a bien decretar, como decretamos, lo siguiente.»

Seguía el decreto en seis artículos, reducidos a poner en ejecución los mismos medios que empleaba Reille, si éste no revocaba su bando para 1.º de noviembre, comenzando por 23 oficiales y 700 soldados franceses que tenía en su poder; y mandando en el último que este decreto se leyera a todos los prisioneros que había y demás que se hiciesen, «para que sepan (decía) el riesgo en que se hallan de morir afrentosamente en una horca por la conducta cruel del conde Reille.{4}» Vio el general francés que el decreto del comandante español se ejecutaba y él también amansó sus furores. Con esto y con haber disminuido en Navarra las tropas enemigas por la salida de las que había llamado Suchet, quedó Mina el resto de este año más tranquilo, y en disposición de organizar con más desahogo su gente y prepararla para nuevas lides, después de haber burlado a unos generales enemigos, y héchose respetar de otros.

Así iban las cosas de la guerra por Cataluña, Aragón y Navarra, en tanto que acontecían los lamentables sucesos de Valencia en otro capítulo referidos. Veamos lo que al propio tiempo pasaba al occidente de la península.

El general inglés Wellington había puesto sus reales (agosto, 1811) en Fuenteguinaldo, a cuatro leguas de Ciudad-Rodrigo, como amenazando a esta plaza. El 6.º ejército español, mandado antes por Santocildes, y desde mediado agosto por don Francisco Javier Abadía, aunque subordinado a Castaños, hallábase repartido en Astorga, Puente de Órbigo y la Bañeza, aparte de la 1.ª división que permanecía en Asturias. Guiaban aquellos tres cuerpos Castaños, Carrera y el conde de Belveder. Acometidos el 25 de agosto por fuerzas superiores del general Dorsenne, algunos se replegaron a Castrocontrigo y Puebla de Sanabria, aproximándose al ejército inglés, los más con Abadía se retiraron al Bierzo para cubrir las entradas de Asturias y Galicia. Al atravesar los puertos de Fuencebadón y Manzanal batieron bien al enemigo, matándole entre otros a un general y un coronel. Sin embargo, Dorsenne bajó tras ellos al Bierzo corriéndose hasta Villafranca, obligando a los nuestros a situarse a la boca de Galicia en el Puente de Domingo Flórez, habiendo dejado alguna fuerza en Toreno para defender las avenidas de Asturias. No se resolvió Dorsenne pasar de Villafranca, antes bien retrocedió pronto a Astorga, cuyo movimiento le agradeció el mariscal Marmont como útil que le era para el plan que meditaba de socorrer a Ciudad-Rodrigo.

Tenía Wellington como bloqueada esta plaza, que intentaba rendir por hambre, firme él en sus posiciones de Fuenteguinaldo, que había fortificado, como tenía de costumbre, con obras de campaña. Auxiliaban al ejército inglés los españoles don Carlos de España y don Julián Sánchez. Emprendió el mariscal Marmont su marcha desde Plasencia el 13 de setiembre con el objeto indicado. Desde Astorga pasó a unírsele el general Dorsenne, y el 22 se juntaron cerca de Tamames. La fuerza que entre los dos llevaban se aproximaba a 60.000 hombres. A los tres días había logrado ya este ejército su principal propósito de introducir socorros en Ciudad-Rodrigo, sin que Wellington que parecía tener tan amenazada la plaza se moviese de sus posiciones. Aguardó en ellas a ser atacado por el francés, que lo verificó en efecto el 25 (setiembre, 1811). Hubo un combate, en que tomaron parte catorce escuadrones franceses, y se pusieron en movimiento más de treinta. Defendiéronse bien los ingleses: los resultados no fueron de importancia. Creyeron los franceses más fuerte de lo que era la posición de Fuenteguinaldo. Sin embargo Wellington no se contempló allí seguro, y tomó otras posiciones tres leguas más atrás. También le buscaron en ellas Marmont y Dorsenne: también hubo combate (27 de setiembre), pero también de escaso resultado, pues se redujo a unos 200 hombres de pérdida por ambas partes. Marmont y Dorsenne no andaban bien avenidos, subsistencias no les sobraban, y sin otro fruto de su expedición que el socorro de Ciudad-Rodrigo, separáronse los dos jefes, y Marmont se volvió a tierra de Plasencia de donde había partido, y Dorsenne tiró hacia Salamanca y Valladolid.

Libre el ejército inglés, y libres también por aquella parte los dos caudillos españoles que le acompañaban, mientras Wellington se dedicaba a preparar sitio formal a Ciudad-Rodrigo, los nuestros hacían correrías no inútiles según su costumbre. En una de ellas el intrépido y astuto don Julián Sánchez, emboscándose con una partida de su gente, en ocasión que el gobernador francés de aquella plaza, Renaud, salía a hacer un reconocimiento, sorprendiole y le hizo prisionero con doce jinetes de los suyos (15 de octubre, 1811), obsequiándole después con una espléndida cena. El resto de los de Sánchez apresó también unas 500 cabezas de ganado. Entretanto, y es coincidencia singular, don Carlos de España hacía una cosa muy semejante a la que de Mina hemos contado con referencia precisamente a estos mismos días. Supo don Carlos de España que un comandante francés había fusilado en Ledesma seis prisioneros españoles a las 24 horas de haberlos cogido. Irritado con la noticia, ofició al gobernador de Salamanca diciéndole entre otras cosas: «Es preciso que V. E. entienda y haga entender a los demás generales franceses, que siempre que se cometa por su parte violación de los derechos de la guerra, o que se atropelle algún pueblo o particular, repetiré yo igual castigo inexorablemente en los oficiales y soldados franceses… y de este modo se obligará al fin a conocer que la guerra actual no es como la que suele hacerse entre soberanos absolutos… sino que es guerra de un pueblo libre y virtuoso, que defiende sus propios derechos y la corona de un rey a quien libre y espontáneamente ha jurado y ofrecido obediencia, mediante una Constitución sabia que asegure la libertad política y la felicidad de la nación.{5}»

Fiando el general en jefe del 5.º cuerpo francés que se hallaba en Extremadura en la poca movilidad de los ingleses, y viendo la especie de inacción en que parecía permanecer en el Alentejo el general Hill, que era el que podía auxiliar a nuestro ejército de Extremadura, quiso apurar a éste privándole de recursos, a cuyo fin se situó el general Girard en Cáceres, extendiéndose hasta Brozas. No salió bien su cálculo al francés: porque excitado Wellington por Castaños para combinar un movimiento con la división anglo-portuguesa de Hill y las tropas de nuestro 5.º ejército, vino en efecto este general a Extremadura con la mayor parte de su fuerza, que no bajaba de 14.000 hombres. Juntose a Hill en Aliseda, cinco leguas de Cáceres (24 de octubre, 1811), el segundo de Castaños don Pedro Agustín Girón, con 5.000 hombres divididos en dos cuerpos, que guiaban el conde Penne Villemur y don Pablo Morillo. La aparición y proximidad de esta fuerza movió a Girard a retirarse de Cáceres al pueblo de Arroyo-Molinos, donde esperaban que no llegarían los ingleses, poco dados a alejarse de la frontera de Portugal y a internarse en tierra de España, cuanto más el francés pensaba proseguir a Mérida, como en efecto comenzó a verificarlo una brigada saliendo de Arroyo-Molinos al alborear el día 28 (octubre). No imaginaba Girard que en aquella misma mañana pudiera echársele encima el ejército aliado: ignoraba de todo punto su movimiento, cuando a las siete de aquella, puesto ya él mismo en marcha por la misma ruta que su primera brigada había emprendido, cuando le avisaron de que se divisaban tropas en la cima de la sierra. La niebla no permitía distinguirlas bien, figurósele que eran guerrillas, pareciole que no merecían la pena de detener por ellas su marcha y mandó apresurar el paso.

Completa fue la sorpresa de Girard. Casi simultáneamente una parte del ejército aliado se arrojó sobre el pueblo, otra se adelantó a interceptarle el camino, y otra se lanzó sobre la columna que marchaba, ya casi cogida entre dos fuegos, de forma que puede decirse fue tan pronto rota y deshecha como atacada, salvándose Girard con muy pocos en la sierra y a costa de trepar por riscos y cerros. Aun siguió don Pablo Morillo a su alcance hasta el puerto de las Quebradas. La facilidad de esta derrota la decía la insignificante pérdida que tuvimos, reducida a 71 anglo-portugueses y 30 españoles, mientras que el enemigo, sobre haber dejado en nuestro poder cañones, banderas y todo el bagaje, tuvo 400 muertos, entre ellos el general Dombrouski, y 1.400 prisioneros, entre los cuales el general Brun, el duque de Aremberg, y varios oficiales superiores. La brigada francesa que se había adelantado no tuvo noticia de este desastre hasta que llegó a Mérida. Los franceses de Badajoz entraron en cuidado y tuvieron cerradas las puertas de la plaza dos días. Cuando el general en jefe del 5.º ejército francés, Drouet, se apercibió del contratiempo y se disponía a hacer un esfuerzo para repararle, los nuestros se fijaron en Cáceres; Hill con sus anglo-portugueses se volvió a las posiciones que antes había ocupado.

Menos afortunado el 6.º ejército español, también a las órdenes de Castaños, aunque apartado de él, y regido inmediatamente por Abadía, resintiose ya bastante de las mudanzas, así personales como materiales, que éste injustificadamente y al parecer por puro capricho hizo. Tampoco le favoreció el viaje y ausencia de Abadía a la Coruña, reemplazándole interinamente el marqués de Portago. De estas novedades, y del desconcierto con ellas introducido, aprovechose el general francés Bonnet para invadir de nuevo las Asturias, donde acudió el jefe de estado mayor Moscoso, militar entendido, activo y prudente, que había desaprobado las variaciones indiscretas de Abadía, y acudió a marchas forzadas para evitar en lo posible los males y desastres de aquella invasión. Algunas precauciones había tomado también don Francisco Javier Losada, que mandaba alli la primera división del 6. ejército, y una de ellas fue poner sus tropas sobre el Narcea para tener expedita y que no le cortasen la retirada a Galicia. Este objeto le logró, impidiendo al general francés Gauthier colocarse a su espalda como lo intentó, y obligándole a torcer a Oviedo, donde Bonnet había entrado. Acompañaban a Losada don Pedro de la Bárcena, y el ya mencionado jefe de estado mayor Moscoso, y gracias a la prevision de tan dignos jefes pudo salvarse la artillería, así como otros intereses y efectos de hacienda y de guerra.

Había en efecto penetrado Bonnet (5 de noviembre, 1811) por el puerto de Pajares, y apoderádose sin gran dificultad de Oviedo, cuya capital encontró vacía de gente, como vacías de armas sus fábricas y almacenes. Dueño solo del terreno que pisaba en país de suelo tan quebrado y de tan leales habitantes, aunque había llevado consigo 12.000 hombres, apenas dominaba sino la faja que forma el arrecife de Pajares a Oviedo. Quiso extenderse por la parte del Narcea, a cuyo fin destacó a Gauthier, que llegó a Tineo (12 de noviembre), pero tuvo que replegarse acosado por los nuestros. Sucediole otro tanto por el lado de Oriente, donde maniobraba con su acostumbrada actividad don Juan Díaz Porlier (el Marquesito), perteneciente ya al 7.º ejército español, del cual diremos también algunas palabras ahora.

Nuevamente organizado este ejército, según dijimos ya en el capítulo XIV, compuesto de quintos y de cuerpos francos, mandado por Mendizábal, pero cuyo nervio principal, Porlier, que acaudillaba un cuerpo de más de 4.000 hombres, operaba en todo el litoral de la costa cantábrica desde los confines de Asturias hasta los de Navarra, internándose a veces hacia Burgos y Rioja, dándose cuando convenía la mano con los guerrilleros de estas provincias, como con los de Santander y Vizcaya. Así tan pronto acudía a contener y enfrenar a los franceses cuando invadían las Asturias, como se corría a Santander, donde destruyó algunos fuertes enemigos, llegando en ocasiones a enseñorear accidentalmente la provincia. Deslizábase otras a Vizcaya, y obrando en combinación con Renovales, Longa, Campillo y el Pastor (Jáuregui), hacían sorpresas, ganaban parciales acciones, y traían en continua inquietud al general Caffarelli, uno de tantos italianos que servían en el ejército imperial y gobernaba a nombre de Napoleón aquella provincia. De allí volvía Porlier a Asturias, antiguo teatro de no pocos triunfos suyos, a contener y estrechar a Bonnet. Últimamente y ya en diciembre (1811) el general de este 7.º ejército Mendizábal, acompañado de Longa con quien frecuentemente viajaba, avistose en tierra de Burgos con el célebre partidario Merino, llamando los tres de este modo la atención de los enemigos hacia aquellas partes y distrayéndolos de otras, que era uno de los importantes y no pequeños servicios que hacían.

Hemos bosquejado rápidamente los sucesos militares de la última mitad del año 1811 en Cataluña, Aragón, Navarra, Extremadura, Castilla y provincias septentrionales de España, en tanto que acontecía el que entonces absorbía el interés y la atención general, el de la campaña y pérdida de Valencia en otro capítulo referido. Tampoco en el Mediodía y hacia la parte en que tenía su asiento el gobierno supremo había ocurrido cosa de la importancia de este último, ni que alterara sustancialmente la situación respectiva de los que amenazaban y de los que protegían la residencia de la representación nacional. Por nuestra parte, Ballesteros para divertir al enemigo había hecho un desembarco en Algeciras (4 de setiembre), y poco después deshizo en San Roque una columna que contra él había sido enviada. Comprendió Soult la necesidad de emplear medios más serios y fuerzas más considerables, y destinó contra él a los generales Godinot y Semelé con 9 a 10.000 hombres. Ballesteros se refugió a tiempo bajo el cañón de Gibraltar (14 de octubre), y los franceses tuvieron que limitarse a recorrer la costa. Intentó Godinot apoderarse por un golpe de mano de Tarifa, y también le salió fallido su intento. Sobre ver frustrado su principal designio, irritábanle y no podía sufrir las correrías de los rondeños, que allí, como en el resto de España, haciendo acometidas y cortando víveres, eran la mortificación de las tropas regulares francesas, con lo que hubo de volverse amostazado a Sevilla, picándole la retaguardia Ballesteros; el cual además, aprovechando la retirada de Godinot, y marchando una noche muy a las calladas, sorprendió en Bornos al general Semelé (noviembre, 1811) ahuyentándole y haciéndole un centenar de prisioneros. En cuanto a Godinot, hombre en quien ya se había notado extravagancia, como al regreso a Sevilla se viese reconvenido por el mariscal Soult por el ningún fruto de su expedición, acabósele de trastornar el juicio, y puso fin a sus días con el fusil de un soldado de su guardia.

«Tal era la situación de las cosas (dice un escritor francés, resumiendo como nosotros los acontecimientos de este año), cuando José, viendo que el millón mensual prometido, y que debía surtírsele por el tesoro de Francia a título de préstamo, no llegaba nunca con regularidad, y que por otro lado no podía existir sin socorro, tuvo el 24 de diciembre una larga conferencia con el embajador de Francia. De cuyas resultas le dio una nota que contenía una especie de renuncia de la corona de España, si la condición del socorro mensual no se cumplía. Se ve (añade) que el año 1812 se anunciaba bajo bien tristes auspicios.{6}»




{1} Entre los prisioneros lo fue el corregidor nombrado por los franceses, hombre feroz, de quien cuentan que solía castigar a los que no pagaban puntualmente las contribuciones, o no obedecían a sus arbitrariedades y caprichos, metiéndolos en una jaula de su invención, con la cabeza fuera, untado a veces el rostro con miel, para que le atormentara el ardor del sol, y hasta las moscas. El pueblo vengó ahora, como era de esperar, las crueldades de este hombre atroz haciéndole víctima de sus furores.

{2} Bando de 24 de agosto, 1811.

{3} No de 14 de diciembre, como dice equivocadamente Toreno.

{4} Este decreto y los oficios anteriores de que hemos hecho mérito se imprimieron después en Cádiz.

{5} Palabras ciertamente notables estas últimas en boca de don Carlos de España, que tanto se señaló después por su absolutismo, y tan enemigo se mostró de la Constitución y de la libertad política que entonces invocaba.

{6} En efecto, con aquella fecha (24 de diciembre) escribió José al emperador su hermano las dos importantes y curiosas cartas siguientes.

José a Napoleón.

«Señor: mi posición ha empeorado de tal modo por una multitud de circunstancias, independientes sin duda de la voluntad de V. M., que me determino a presentarla a vuestros ojos, suplicándoos oigáis al general Ornano, portador de la presente, que ha vivido bastante cerca de mí en Madrid para conocerla. Estoy convencido de que V. M. hará cesar el orden de cosas de que me quejo tan pronto como le conozca.

»Hoy estoy reducido a Madrid. Estoy rodeado de la más terrible miseria; no veo en derredor de mí sino desgraciados; mis principales funcionarios están reducidos a no tener fuego en su casa. Todo lo he dado, todo lo he empeñado; yo mismo estoy cerca de la miseria. Permítame V. M. volver a Francia, o haga V. M. I. pagarme exactamente el millón mensual que me ha prometido a contar desde 1.º de julio: con este socorro puedo ir pasando, aunque mal; sin él no puedo prolongar mi permanencia aquí, y aun tendré dificultades para hacer mi viaje; he agotado todos mis recursos.

»Sobre todo, señor, permitidme librar directamente sobre el tesoro imperial, o que las órdenes de V. M. sean exactamente ejecutadas, y que el socorro mensual sea puntualmente cobrado en Madrid…

»Ruego a V. M. no me deje más tiempo en este estado, y me haga dar la autorización para restituirme a Francia, o la orden para cobrar exactamente el millón, a contar del mes de julio.– He hablado mucho a Mr. de Laforest, que debe haber escrito al ministro de V. M.»

Del mismo en la propia fecha.

«Señor: mi posición hoy es tal, que merecería las desgracias que me hace preveer, si no la hiciese conocer a V. M. El general Ornano la conoce, él podrá hacerla patente a V. M. si se lo permite.

»En resumen, señor, estoy dispuesto a esperar los próximos sucesos que decidirán la suerte de la España; pero ruego a V. M. me provea de los medios de hacer efectivo en Madrid el millón mensual desde el mes de julio: sin este socorro me es de toda imposibilidad sostenerme aquí más tiempo. Estoy empeñado en París por un millón de mis bienes; en Madrid tengo empeñados los pocos diamantes que me quedaban; he hecho uso de todo el crédito de que podía disponer. Envío a Burgos 600 hombres a buscar fondos: me es imposible encontrar aquí nada. Estoy reducido à Madrid. He hablado a Mr. de Laforest, y le he encargado que escriba todo lo que él puede ver con sus propios ojos, y aun lo que debía escribir sin ser provocado a ello.

»Ruego a V. M. no tarde en dar sus órdenes para que se me provea exactamente de estos fondos: el estado actual no puede durar sin una catástrofe imprevista, y yo debo mirar como un bien para V. M. su decisión, tal como ella sea, con tal que el estado actual termine. No quiero entrar en pormenores aflictivos: V. M. debe creerme cuando me tomo la libertad de escribir de esta manera.»– Correspondencia del rey José en 1811.– Du Casse, Memorias, tomo VIII.