Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XIX
Cortes
La Constitución
1812 (de enero a junio)

Tareas legislativas.– Creación del Consejo de Estado.– Nueva Regencia.– Reglamento.– Jovellanos benemérito de la patria.– Conclúyese la Constitución de 1812.– Idea de este código.– Títulos de que consta, y disposiciones principales que cada uno comprende.– Discusión sobre la sucesión a la corona.– Exclusiones que se hicieron.– Breve juicio crítico sobre aquella Constitución.– Decretos sobre el día y la forma de su promulgación.– Juramento en Cádiz.– Clasificación de los negocios correspondientes a cada secretaría del despacho.– Creación del Tribunal Supremo de Justicia.– Supresión de los Consejos.– Instalación de ayuntamientos y diputaciones provinciales.– Pretensiones de los enemigos de las reformas. Convocatoria a Cortes ordinarias para 1813.– Instrucciones para la Península y Ultramar.– Desagradable incidente en las Cortes por abuso de libertad de imprenta.– El Diccionario crítico-burlesco.– Célebre sesión del 22 de mayo.– Tentativa para restablecer la Inquisición.– Proposición presentada al efecto.– Alarma de los diputados liberales.– Medios que emplearon para frustrar aquella tentativa.– Aplázase la resolución.
 

Agradécese, y sirve como de alivio y de expansión al ánimo, fatigado con tanto tráfago de guerra, con tanto ruido de armas, y con tantas escenas de destrucción, de miseria y de estrago, encontrar de período en período materia y asunto de suyo más grato como más pacífico, de que dar cuenta al lector; y consuela al historiador español ver cómo al mismo tiempo que en los ángulos todos de la monarquía se derramaba sin economía sangre por defender la independencia nacional, en un extremo y angosto recinto de la península se trazaba, se construía, se levantaba el grandioso edificio de la regeneración política de España, con admiración y asombro, no de la Europa solamente, sino del mundo todo que nos estaba contemplando.

Prosiguiendo las Cortes sus tareas legislativas, y anudando nosotros la relación que dejamos pendiente en el capítulo XVI, el primer decreto que dieron en el año 1812, el más fecundo en medidas y reformas políticas, fue el de la creación del Consejo de Estado (21 de enero), conforme se establecía en el proyecto de Constitución.– También se resolvió la cuestión de Regencia, que muchos diputados, según indicamos en otra parte, habían agitado con empeño, volviendo otra vez al número de cinco regentes, y siendo los nombrados, el duque del Infantado, teniente general de los reales ejércitos; don Joaquín Mosquera y Figueroa, consejero en el Supremo de Indias; don Juan María Villavicencio, teniente general de la real armada; don Ignacio Rodríguez de Rivas, del Consejo de S. M. y el conde de La-Bisbal, teniente general de ejército. Por decreto del mismo día (22 de enero), se nombró consejeros de Estado a los tres regentes que cesaban, Blake, Agar y Ciscar.

Con grande empeño y ahínco habían pretendido algunos que se pusiera a la cabeza de la Regencia una persona real. El diputado extremeño Vera y Pantoja había presentado en últimos de diciembre de 1811 esta proposición, juntamente con otras en que se mostraba el deseo de que se disolvieran cuanto antes las actuales Cortes. Recia y duramente fueron combatidas por los diputados liberales de mejor palabra y de más empuje las proposiciones de Vera, si bien tratándole a él con cierta desdeñosa compasión, como instrumento inocente que se le suponía del partido enemigo de la libertad. Extensa y vigorosamente habló, entre otros, Argüelles contra la proposición y el espíritu y fines que envolvía, anonadando a sus defensores con los dardos de su elocuencia. Al terminar su discurso se procedió a votar otra proposición en sentido contrario presentada por él, la cual decía: «Que en la Regencia que nombre ahora el Congreso para que gobierne el reino con arreglo a la Constitución no se ponga ninguna persona real.» Esta proposición de Argüelles fue aprobada por 93 votos contra 33 (sesión de 1.1 de enero, 1812), que se celebró como un triunfo del partido liberal, muy favorable igualmente a los derechos de Fernando VII y de la nación. Para la nueva Regencia se hizo también un nuevo reglamento, derogando el que para la antigua se había dado en enero de 1811{1}.– En estos mismos días declararon también las Cortes benemérito de la patria a don Gaspar Melchor de Jovellanos (24 de enero), recomendando para la enseñanza pública su célebre Informe sobre la Ley Agraria; y expidieron otro decreto aboliendo la pena de horca, «como repugnante a la humanidad y al carácter generoso de la nación española», y sustituyéndola con la de garrote.– Siguió a estos decretos, entre otros de menos importancia, el de nombramiento de veinte consejeros de Estado, de los cuarenta de que había de componerse con arreglo a la Constitución, prescribiendo el tratamiento que habían de tener el cuerpo y sus individuos, su dotación, y la incompatibilidad de este cargo con otros empleos (20 de febrero).

Pero el gran suceso político de este año fue la terminación y publicación de la obra que había sido objeto principal de los trabajos y deliberaciones de las Cortes, la Constitución que había de regir la monarquía, cuya discusión había comenzado en agosto en 1811, y concluyó en marzo de 1812. Ni sería propio, ni correspondería a la índole y a los fines de una historia general trazar la marcha que llevaron los debates sobre obra tan importante y extensa, los incidentes a que dieron ocasión, la lucha entre las diferentes y aun opuestas doctrinas de los que contribuían a elaborarla, cómo fueron prevaleciendo las ideas de los oradores y diputados más afectos a las libertades políticas de los pueblos, hasta el punto de imprimir el sello tan marcadamente liberal que distingue y caracteriza la Constitución de 1812, en una época en que se conservaban vivas en España las tradiciones y los inveterados hábitos del antiguo régimen, y en que parecía harto reducido todavía el círculo de los hombres de la moderna escuela destinada a cambiar la faz política y social de las naciones. Tampoco nos toca hacer un análisis de este célebre código, tan conocido ya de los hombres políticos, admirable en las circunstancias en que fue elaborado, venerable y respetado siempre, al través de los defectos propios de aquellas mismas circunstancias, monumento de gloria para España, y fundamento y base de los que después, con las modificaciones que la experiencia ha aconsejado, han regido y del que rige al presente en esta nación.

Notaremos sin embargo algo de lo que distingue más esta obra de la ilustración y del patriotismo de nuestros padres. Muchas de sus disposiciones habían sido ya anteriormente acordadas y estaban rigiendo, pero incorporáronse en su lugar correspondiente con otras que de nuevo se acordaron, para que juntas formasen un cuerpo legal. Ya hemos hablado antes del extenso, magnífico y erudito discurso que le precedía. Distribuyose la Constitución en diez títulos, divididos en capítulos y artículos, en número estos últimos de 384. En el primer título, que lleva por epígrafe: «De la Nación española y de los Españoles,» es lo más notable el art. 3.º en que se consigna el principio radical, ya establecido por las Cortes en el célebre decreto de 24 de setiembre de 1810, de que «la soberanía reside esencialmente en la Nación, y por mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.» Lo es también el declarar españoles a todos los nacidos en los dominios de España de ambos hemisferios; principio y raíz del derecho que más adelante se da en la Constitución a los españoles de ambos mundos de ser considerados ciudadanos y tener igual representación en las Cortes del reino.

Del Título segundo que trata del territorio, de la Religión y del gobierno de España, lo característico de este Código es el artículo 12, en que se expresa que «la religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera, y que la nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.» Declaración que en países extranjeros pudo ser tildada de intolerante, y en alguno de sus términos impropia de la potestad política y civil; pero necesaria por una parte en las circunstancias de aquel tiempo, y acomodada por otra a las creencias, a las tradiciones y a la historia de nuestra nación. Además en medio de la proscripción que envolvía de todo otro culto que no fuese el católico, descubríase ya el intento y propósito de proscribir al propio tiempo la institución añeja del Santo Oficio, en el hecho de asentar que el Estado mismo se encargaba de proteger la religión por medio de leyes sabias y justas, lo cual era relativamente un progreso no pequeño con respecto a la situación en que estaba bajo aquel terrible tribunal.– Consignábase en otros artículos que el gobierno de la nación española era la monarquía moderada hereditaria, y que la potestad de hacer las leyes residía en las Cortes con el rey, en éste la de hacerlas ejecutar, y en los tribunales la de aplicarlas en las causas civiles y criminales.

Trata el Título tercero «de las Cortes.» Los puntos que principalmente distinguen sus disposiciones sobre esta materia de las de otros códigos son: el establecimiento de una sola cámara de diputados, apartándose por primera vez de la forma de las antiguas Cortes de España, ya fuesen de dos, ya de tres o de cuatro brazos o estamentos.– Había de nombrarse un diputado por cada 70.000 almas, y eran elegibles también los eclesiásticos.– El método de la elección era el indirecto, pasando por tres grados, o sea por tres juntas electorales, de parroquia, de partido y de provincia.– Prescribíase la reunión anual de las Cortes por tres meses, pudiendo prorrogarse las sesiones un mes solamente, y esto en solos dos casos, o de pedirlo el rey, o de acordarlo así dos terceras partes de los diputados.– Se repitió en este título el principio ya antes acordado, de que no podrían los diputados admitir para sí ni solicitar para otro, empleo alguno de real provisión, ni tampoco pensión ni condecoración alguna durante el tiempo de su cargo, y un año después.– Las facultades que se señalaban a las Cortes no se diferenciaban de las que se consignan en otros códigos de la misma índole: el artículo que había ofrecido más discusión era el relativo a la sanción de las leyes por el rey, que al fin se resolvió afirmativamente, y se estampó en el capítulo 8.º- Lo que sí fue especial en este código es la creación de una diputación permanente de Cortes, compuesta de siete individuos, cuyas facultades eran velar por la observancia de la Constitución y de las leyes en el intervalo de una a otra legislatura, convocar a Cortes extraordinarias en ciertos casos, y dar cuenta a éstas de las infracciones de ley que hubiesen notado.

Objeto del Título cuarto la autoridad del Rey y todo lo perteneciente al poder ejecutivo, comiénzase en él por declarar la persona del rey sagrada e inviolable, y no sujeta a responsabilidad. Fíjanse sus atribuciones y prerrogativas, y se determinan las restricciones que ha de tener su autoridad, sin esencial diferencia de las que en otras constituciones posteriores se han puesto, y son conocidas; y se pasa al punto de la sucesión a la corona.– Punto era éste sobre el cual se habían suscitado y sostenido largos debates en la asamblea, principalmente sobre las personas que se habían de declarar excluidas de la sucesión. Por último se acordó consignar en la Constitución de la manera más general posible, y así se hizo, que el orden de suceder sería el de primogenitura y representación entre los descendientes legítimos, varones y hembras, prefiriendo aquellos a éstas, y siempre el mayor al menor. De modo que ya más explícita y solemnemente que en las Cortes de 1789 se devolvía a las hembras el derecho de suceder que desde antiguo tuvieron en España, y de que con repugnancia general había intentado privarlas Felipe V por el auto acordado de 1713. Declarábase luego que el rey de las Españas era don Fernando VII de Borbón, y a falta suya sus descendientes legítimos, así varones como hembras, y a falta de éstos sus hermanos, y tíos hermanos de su padre, en el mismo orden.– En cuanto a exclusiones, solo se puso un artículo general que decía: «Las Cortes deberán excluir de la sucesión aquella persona o personas que sean incapaces para gobernar, o hayan hecho cosa por que merezcan perder la corona.»

Mas si en este lugar no se descendió a señalar nominalmente las personas que se quería excluir, hiciéronlo las Cortes en decreto especial y separado (18 de marzo), declarando excluidos a los infantes don Francisco de Paula y doña María Luisa, reina viuda de Etruria, hermanos del rey, «por las circunstancias especiales (decían) que en ellos concurren.» Y que en su consecuencia, a falta del infante don Carlos María y su descendencia legítima, entraría a suceder en la corona la infanta doña Carlota Joaquina, princesa del Brasil, y su descendencia también legítima; y a falta de ésta, la infanta doña María Isabel, princesa heredera de las Dos Sicilias: quedando asimismo excluida de la sucesión al trono de las Españas la archiduquesa de Austria, doña María Luisa, hija de Francisco, emperador de Austria, y su descendencia. Excluíase a esta última señora por su enlace con Napoleón, así como a la reina viuda de Etruria, aunque hermana de Fernando VII, por su imprudente conducta en los sucesos de Aranjuez y de Madrid, aunque nada de esto se especificaba; como tampoco se explicaba el motivo de la exclusión del infante don Francisco, príncipe inocente, que en su corta edad no tenía otro delito que acompañar a los reyes sus padres y al príncipe de la Paz. Pero había interés, en los unos de partido, en los otros de futura unión ibérica, o sea el de la esperanza de reunir en una misma familia o persona las coronas de España y Portugal, en acercar lo posible al trono español a la infanta Carlota del Brasil.

Creábase en el mismo Título una Regencia de cinco personas para los casos de menor edad o de imposibilidad del rey; y se establecía que la dotación de la familia real se señalaría al principio de cada reinado, sin que durante él pudiera alterarse.– Fijábase en siete el número de los secretarios del Despacho, a saber, de Estado, Gobernación de la Península, Gobernación de Ultramar, Gracia y Justicia, Hacienda, Guerra y Marina, y se los hacía responsables de todos sus actos ante las Cortes, sin que les sirva de excusa haberlo mandado el rey.»– Y por último, se creaba un Consejo de Estado, «único Consejo del Rey,» cuyo dictamen oiría en los asuntos graves y gubernativos, compuesto de cuarenta personas, de las cuales, cuatro y no más serían eclesiásticos, cuatro grandes de España, los demás elegidos de entre los que se hubieran distinguido por su ilustración, conocimientos o servicios, y de ellos doce habían de ser de las provincias de Ultramar. Ningún diputado en ejercicio podía serlo. El Consejo había de proponer al Rey en terna para la presentación de todos los beneficios eclesiásticos, y para la provisión de todos los empleos judiciales.

Las facultades y organización de los tribunales y la administración de la justicia son la materia del Título quinto. Después de establecer que pertenece exclusivamente a aquellos la potestad de aplicar las leyes en lo judicial, abolíanse las comisiones y tribunales privilegiados; mas aunque se decía que habría un solo fuero para toda clase de personas, conservábanse no obstante todavía el eclesiástico y el militar, bien que a disgusto ya de muy ilustres diputados.– Fue una importante mejora la de que todas las causas hubieran de fenecer en la audiencia del respectivo territorio.– La garantía de los magistrados y jueces estaba en el artículo 252, que prescribía no poder ser depuestos de sus destinos sino por causa legalmente probada y sentenciada, y la de la libertad y seguridad de los ciudadanos en los artículos 287 y 306, que previenen que ningún español podrá ser preso sin que preceda información sumaria del hecho, por el que merezca según la ley ser castigado con pena corporal, y sin mandamiento escrito del juez, y que no podrá ser allanada la casa de ningún español, sino en los casos que determine la ley para el buen orden y seguridad del Estado.– Proscribíanse el tormento y los apremios, y se abolía la pena de confiscación de bienes.– Hacíase a los alcaldes jueces conciliadores, asistidos de dos hombres buenos, y no se había de entablar pleito alguno, sin que constase haberse intentado el medio de la conciliación.

Materia del sexto Título era el gobierno interior de los pueblos y de las provincias. Para el primero eran los ayuntamientos, compuestos de alcalde o alcaldes, regidores, y síndico o síndicos, elegidos todos por los vecinos, en número correspondiente a cada vecindario: ninguna población que por sí o con su comarca llegara a mil almas podía dejar de tener ayuntamiento. Para el segundo eran el jefe superior político, y el intendente, nombrados por el rey en cada provincia, y siete diputados provinciales que lo serían por los electores de partido al otro día de haber nombrado los diputados a Cortes; la diputación provincial sería presidida por el jefe político, y se renovaría cada dos años por mitad. Las sesiones no habían de durar cada año sino noventa días, para evitar que se erigiesen en pequeños congresos.– Los ayuntamientos darían anualmente a la diputación cuenta justificada de la recaudación e inversión de los caudales que hubiesen manejado: y cuando éstos no fueren suficientes para obras de utilidad común que se necesitasen, y hubieran de arbitrar otros recursos, no podían imponerlos sin obtener por medio de la diputación provincial la aprobación de las Cortes.– Basten estas indicaciones para dar una idea de las bases de la organización municipal y provincial que establecía la Constitución de 1812, y poderlas cotejar con las modificaciones que se han ido haciendo en tiempos posteriores.

Un solo capítulo constituía el Título sétimo referente a las contribuciones; y aunque sus artículos no tuviesen mucho de notables, no dejan de merecer mención el que hacía la división de los impuestos en directos e indirectos, en generales, y en provinciales y municipales; el que mandaba repartirlos entre todos los españoles con proporción a sus haberes, sin excepción ni privilegio alguno; el que establecía la Contaduría mayor para el examen de todas las cuentas de caudales públicos, y el que declaraba ser una de las primeras atenciones de las Cortes la deuda pública reconocida, y el mayor cuidado de las mismas procurar su extinción y el pago de los réditos que devengaren.

En el Título octavo se prescribía que todos los años habrían las Cortes de fijar la fuerza militar del ejército y armada que se necesitase. Ningún español podía excusarse del servicio militar, cuándo y en la forma que fuese llamado por la ley.– Establecíanse además milicias nacionales para la conservación del orden interior de los pueblos, y cuyo servicio se hacía dentro de cada provincia, no pudiendo el mismo rey emplearlas fuera sin otorgamiento de las Cortes.

Había en esta Constitución un Título, que era el noveno, dedicado a tratar de la Instrucción pública. Pocos eran los artículos, pero interesantes y esenciales todos. Ordenábase en ellos el establecimiento de escuelas de primeras letras en todos los pueblos de la monarquía; la creación y arreglo del número competente de universidades; que el plan general de enseñanza sería uniforme en todo el reino, y que debería explicarse la Constitución política de la monarquía en todos los establecimientos literarios; que habría una dirección general de estudios, compuesta de personas de conocida instrucción, y que las Cortes por medio de planes y estatutos especiales arreglarían todo lo perteneciente a la enseñanza pública.– Por último, se reservó para este título el artículo relativo a la libertad de imprenta, que era el 371, redactado en estos términos: «Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas, sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes.»

Y finalmente el Título décimo trataba de la observancia de la Constitución y del modo de proceder para hacer variaciones en ella. Consignábase el derecho de todo español a representar a las Cortes o al rey para reclamar la observancia de la Constitución, y la obligación a todo empleado público de prestar juramento de guardarla al tomar posesión de su cargo. Poníanse trabas y dificultades para alterarla y modificarla, exigiéndose lo primero que hubieran de pasar ocho años de estar en práctica en todas partes, antes de admitirse proposición de alteración y reforma; lo segundo, que esta proposición hubiera de llevar ciertas condiciones y pasar por ciertos trámites largos que se señalaban; y lo tercero, que la modificación no pudiera hacerse sino en la diputación general o legislatura siguiente, con poderes especiales del cuerpo electoral para hacerla, y previas las mismas formalidades, como la de convenir en ello las dos terceras partes de los votos.

Nos hemos fijado en la parte de cada título que a nuestro juicio caracteriza más este código, y hemos citado lo que creemos ser bastante para dar idea del espíritu y los principios dominantes de la Constitución del año 12, así llamada por el año en que se concluyó y promulgó. Conocida es ya y juzgada ha sido también por los hombres políticos y pensadores esta obra del patriotismo y de la ilustración de nuestros padres. Y aunque cada cual la haya visto y juzgado por el criterio de sus particulares opiniones, no pueden menos de reconocer todos, aun aquellos cuyas ideas disten más de las que constituyen el fondo de esta ley fundamental, el mérito de este trabajo relativamente a la época y a las circunstancias, y confesar que excedió a lo que del estado de las luces en aquellos tiempos podía esperarse. Ni era posible que una obra de esta naturaleza saliera limpia de defectos y exenta de errores, ni es fácil señalar, a excepción de algunos, y determinar con seguridad de acierto cuáles fuesen unos y otros. Pruébalo la diferencia de juicios y apreciaciones que en el buen deseo de corregirlos se han emitido en las diversas modificaciones que en ella en distintas ocasiones se han hecho. Base y cimiento de las libertades políticas españolas, fijó principios saludables de gobierno que en todos tiempos y en todas las naciones cultas serán respetados. El ejemplo reciente de una nación vecina, la orfandad en que la nuestra se encontraba, la ley natural de las reacciones en países que respiran aire de libertad después de muchos siglos de represión, y otras semejantes causas, empujaron sin duda a los legisladores de Cádiz más allá de donde, en otras condiciones y con otra experiencia, hubieran ido. Conviniendo en que fuese error igualar en derechos constitucionales a los moradores de la península y a los de remotísimas regiones trasatlánticas, dar la inmovilidad de derecho constituyente a lo que solo debe ser derivación suya y legislación orgánica, y hacer precepto político de lo que solo puede ser obligación moral o doctrina abstracta, disculparse puede en gran parte, intención sana presidió a los autores de la obra, y aquellos y ésta deben ser objeto de veneración suma.

Concluida y aprobada que fue la Constitución, decretose que se hiciera su promulgación «con aparato sencillo, pero majestuoso,» señalando para esta solemnidad el día 19 de marzo, «aniversario (decía el decreto) del en que por la espontánea renuncia de Carlos IV subió al trono de las Españas su hijo el rey amado de todos los españoles don Fernando VII de Borbón, y cayó para siempre el régimen arbitrario del anterior gobierno.» Con arreglo al mismo decreto en la sesión pública del 18 se leyó íntegra la Constitución, y se firmaron por todos los diputados presentes, en número de 184, dos ejemplares manuscritos, de los cuales el uno se destinó al archivo, y otro se llevó a la Regencia. Se mandó imprimir y publicar, y se prescribieron las solemnidades con que había de ser jurada en todos los pueblos de la monarquía{2}. El 19 le prestaron juramento en el salón de Cortes la Regencia y los diputados{3}. Unos y otros pasaron después a dar gracias al Todopoderoso a la iglesia del Carmen, y no a la catedral como estaba acordado, a causa de hallarse ésta en sitio a que se temía alcanzaran las bombas que desde los días anteriores estaban arrojando los enemigos. Entonose un solemne Te Deum, con asistencia del cuerpo diplomático. Hízose por la tarde la promulgación en medio del alborozo y júbilo universal de todas las clases, que en nada disminuyó lo lluvioso del día. Celebráronse fiestas públicas, y para perpetuar la memoria de día tan fausto se mandaron acuñar medallas. Día grande y de regocijo en Cádiz, de satisfacción y contento para toda España en medio de las calamidades que sufría.

Prosiguiendo las Cortes sus tareas, y concretándonos ahora a las que se referían a la organización del gobierno, vémoslas a los pocos días hacer una clasificación oportuna de los negocios correspondientes a cada una de las siete secretarías del Despacho (decreto del 6 de abril). Ocupáronse asimismo en plantear los altos cuerpos del Estado creados por la Constitución. Para formar el Tribunal Supremo de Justicia acordaron que sus individuos fuesen nombrados a propuesta en terna hecha por el Consejo de Estado a la Regencia, entre personas que reunieran las cualidades que se determinaban en otro decreto del mismo día (17 de abril). Quedaron suprimidos todos los tribunales conocidos antes con los nombres de Consejos de Castilla, de Indias y de Hacienda, y los negocios contenciosos que en ellos pendían se terminarían definitivamente en este Tribunal Supremo. También se extinguió el Consejo llamado de Órdenes, creándose en su lugar un tribunal especial que conociera de los negocios religiosos de las órdenes militares, «hasta que las Cortes futuras creyeran oportuno promover en otras circunstancias las variaciones que más convinieren al bien del Estado.»

Del mismo modo que en lo judicial se procedió también a la organización de lo económico y administrativo. Se mandó nombrar e instalar a la mayor brevedad posible ayuntamientos constitucionales (23 de marzo), dando reglas uniformes para la elección, disponiendo lo conveniente para la agregación de aquellos pueblos que por su vecindario no pudieran formar municipio, y debiendo cesar desde luego los regidores y otros oficios perpetuos de ayuntamiento. Con la propia fecha (23 de mayo) se ordenó proceder al nombramiento de diputaciones provinciales en las provincias existentes, «mientras no llega el caso de hacerse la conveniente división del territorio español de que trata el artículo 11 de la Constitución.»

Terminada la obra constitucional, mandada ya observar y guardar en toda la monarquía, y prescribiéndose en ella que hubiera de haber cada año Cortes ordinarias, los enemigos de las reformas, que, como hemos dicho, no faltaban en aquella asamblea, prevaliéronse de aquel mismo precepto para pretender que era llegado el caso de disolverse las actuales Cortes. Veíase bien su propósito de dejar a la nación por algún tiempo huérfana de sus representantes, y sin embargo, muchos diputados de los más liberales se retraían de impugnarle, o de seguir teniendo una representación ya ilegítima. La comisión de Constitución ocurrió a este reparo legal, y en un informe que presentó sobre la materia (25 de abril), acompañado de una exposición muy mesurada y discreta, proponía que se cumpliera el precepto constitucional convocando Cortes ordinarias para el próximo año de 1813, pero no disolviéndose las actuales hasta la reunión de las futuras, por los inconvenientes que expresaba, y comprendía fácilmente todo el mundo, de quedar entretanto la nación sin los medios legales de ocurrir a los casos y negocios graves y urgentes que podrían sobrevenir. Y con respecto a la época en que aquellas habrían de reunirse, aunque en la Constitución se fijaba para el 1.º de marzo, proponíase que se difiriera hasta el 1.º de octubre, atendida la gran dificultad de que para la primera de las fechas pudieran acudir los diputados de las apartadas provincias de Ultramar.

Discutiose el dictamen de la comisión; pronunciáronse discursos notables en pro y en contra, y por fin fue aprobada. Consiguiente a esta aprobación expidiose el decreto de 23 de mayo convocando a Cortes ordinarias para el año próximo de 1813, en cuyo segundo artículo se decía: «Que siendo absolutamente imposible, atendida la angustia del tiempo y las distancias, que las primeras Cortes ordinarias se verifiquen en la época precisa que la Constitución señala, por no ser dable que se hallen reunidos los diputados de las partes más lejanas del reino para el día 1.º de marzo del citado año, abran y celebren sus sesiones las primeras Cortes ordinarias el día 1.º de octubre del próximo año de 1813: debiéndose proceder a la celebración de juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia, con arreglo a las instrucciones para la Península y Ultramar que acompañan a este decreto.» Y en efecto seguían a él las dos instrucciones separadas a que el artículo se refería.

Había entretanto ocurrido en las Cortes un incidente desagradable, cuya raíz y origen venía de atrás. Hemos indicado ya más de una vez que la imprenta había comenzado muy pronto a desbordarse, abusando de la libertad que repentinamente se le había concedido; y si abusaban los escritores favorables a las reformas, excedíanse aún más los enemigos de ellas y los defensores del antiguo régimen y de las más desacreditadas y odiosas instituciones, valiéndose de la misma arma que la reforma había puesto en sus manos. Hacíanse los partidos una guerra terrible, en escritos, muchos de ellos destemplados, algunos injuriosos y groseros. Entre los periódicos, defendían unos las doctrinas liberales, como el Semanario patriótico, El Conciso, El Tribuno, El Redactor de Cádiz y otros varios. Sustentaban otros desaforadamente las ideas opuestas, como el Diario mercantil, El Censor y El Procurador de la Nación y del Rey. Publicábanse a veces escritos sueltos en que se atacaba la honra y aun la religiosidad de los diputados, y se calumniaba a las Cortes mismas. De cuando en cuando aparecían folletos u opúsculos, como las Cartas del Filósofo rancio, cuyo autor hacía gala de atacar todo lo nuevo, o que no fuera rancio, como expresaba su título. Pero a estas publicaciones se oponían otras que les servían como de antídoto, tales como El Tomista en las Cortes y La Inquisición sin máscara.

Pero enardeció esta guerra la aparición de un folleto titulado: El Diccionario manual, en que bajo la apariencia de defender la religión y las añejas tradiciones, a su modo entendidas e interpretadas, desatábase de un modo violento contra las Cortes y sus providencias. Dio esto ocasión a que esgrimiera su cáustica pluma el bibliotecario de las Cortes don Bartolomé José Gallardo, y a que publicara, para satirizar y ridiculizar al autor del Diccionario manual, su célebre Diccionario crítico-burlesco, en que lejos de limitarse a desenmascarar a su adversario en términos mesurados aunque festivos, incurrió en el extremo opuesto, tratando con indiscreta soltura y ligereza puntos que se rozaban con asuntos religiosos. Sensación muy desagradable, y muy contraria sin duda a la que el autor se proponía, causó en Cádiz la aparición del opúsculo. Censuráronlo los hombres de más avanzadas ideas en política, sintiéronlo todas las personas sensatas, y asieron la ocasión los de opiniones opuestas para levantar el grito y comprender en sus anatemas a las Cortes mismas, o al menos a muchos diputados, prevaliéndose y explotando la circunstancia fatal de ser el autor el bibliotecario de la asamblea.

Tratose en sesión secreta de este negocio (18 de abril): oyéronse acalorados discursos; pedíase por algunos castigo pronto y ejemplar; propúsose por otros se dijese a la Regencia que procediese a lo que prevenía el reglamento de la imprenta; y por último se acordó se manifestase a aquella «la amargura y sentimiento que había producido a las Cortes la publicación del folleto, y que resultando debidamente comprobados los insultos que pudiera sufrir la religión por este escrito, procediera con la brevedad correspondiente a reparar sus males con todo el rigor que las leyes prescribían, dando cuenta de todo a las Cortes.» De esta impresión causada a los diputados más constitucionales se aprovecharon los de contrarios principios para pedir medidas radicales de represión para la imprenta, y señaladamente para los escritos que directa o indirectamente se refirieran a asuntos religiosos. Así fue que en la sesión de 22 de mayo se atrevió el inquisidor de Llerena don Francisco Riesco a pedir abiertamente el restablecimiento de la Inquisición, sobre lo cual había una comisión nombrada.

Fue la sesión del 22 de mayo una de las más notables de aquellas Cortes, y merece bien dar cuenta de ella. Desde luego se advirtió que los enemigos del sistema liberal se habían propuesto dar la batalla aquel día y promover una sesión ruidosa, porque no solo el salón de sesiones, sino también las galerías se vieron concurridas de gente de cierto ropaje que acostumbraba poco a asistir. «Se observó, y lo ví yo también (dice un diputado eclesiástico de aquellas mismas Cortes), que había en las galerías un gran número de individuos del clero secular y regular; de frailes solo se contaron 70; uno de ellos parecía llevar el tono: cuando el señor Gutiérrez de la Huerta habló en defensa de la Inquisición, al paso que el público mostró incomodarse con murmullos, aquel religioso le palmoteó, y otros le siguieron. Observose esto, y fueron en busca de él, y se escapó. Notose gran calor en los ánimos de algunos asistentes: parecía preparado el concurso de tantos religiosos, cuando eran tan contados y raros los que asistían a las sesiones. Del convento de los Descalzos supe que la víspera fueron convocando a los religiosos para asistir, añadiendo que se trataba de la Inquisición, y que el padre Guardián contestó con enojo, diciendo que por su dictamen debía quitarse: de esto último no respondo, porque no me lo contó quien se lo hubiese oído. De Capuchinos no asistió ninguno.{4}»

Comenzó el debate por una moción del señor Riesco para que se presentara y discutiera un dictamen de comisión que había sobre reponer en el ejercicio de sus funciones al Consejo de la Suprema Inquisición. El dictamen en efecto se había presentado aquella misma mañana en la secretaría, y era favorable al restablecimiento del Santo Oficio. Mas no le había suscrito el señor Muñoz Torrero, individuo de la comisión, y pedía tiempo para extender su voto particular contrario al de aquella, el cual había sido de mala manera y como a hurtadillas amañado. Reclamaban también otros diputados que se señalara día para la discusión, pues siendo asunto tan grave necesitaba estudiarse con madurez. Pero insistían los inquisitoriales en que se discutiera en el acto, alegando que, como asunto de religión, era de toda urgencia y debía anteponerse a todos los demás. El vice-presidente, que no era de los de este partido, propuso también que se suspendiera la discusión de este asunto para dar lugar a que los diputados meditaran sobre negocio tan grave. Mas esta misma proposición sirvió de motivo a los amigos de la Inquisición para ensalzar la conveniencia de su restablecimiento, haciendo elogios de aquel tribunal, con grande aplauso de las galerías, llenas de la gente que hemos dicho, propasándose a demostraciones impropias de su hábito, que enardecían los ánimos y obligaron muchas veces al presidente a llamar al orden.

Pero los desafectos a aquella institución, sin dejar de contestar a los discursos de sus contrarios, viendo el obstinado empeño de éstos, y lo preparados que iban para dar la batalla y ganarla por sorpresa, tentaron por su parte dos medios, el uno para probar ser cuestión ya resuelta, el otro para aplazarla. Alegó para lo primero don Juan Nicasio Gallego que en el decreto de creación del Tribunal supremo de Justicia se había dicho: «Quedan suprimidos los tribunales conocidos con el nombre de Consejos:» y que en éstos estaba comprendido el de la Inquisición. Y como esta doctrina se impugnase y negase, el mismo diputado apeló a otro recurso, que fue el segundo medio, a saber: que en el acuerdo de las Cortes de 13 de diciembre último, al discutirse la segunda parte del proyecto de Constitución, se había dicho: «Que ninguna proposición que tuviese relación con los asuntos comprendidos en aquella ley fundamental fuese admitida a discusión, sin que examinada previamente por la comisión que había formado el proyecto, se viese que no era de modo alguno contraria a ninguno de sus artículos aprobados.» Y como muchos diputados creían que la existencia del tribunal de la Inquisición era incompatible con los artículos constitucionales, pedía que pasara el proyecto o dictamen al examen de la comisión de Constitución.

Al fin, después de acalorados debates se procedió a votar la primera proposición del vice-presidente, a saber, que se suspendiera por ahora la discusión de este asunto, y quedó aprobada. Púsose después a votación si pasaría el dictamen a la comisión de Constitución conforme al acuerdo de la sesión de 13 de diciembre, y también se resolvió afirmativamente por mayoría{5}. De este modo quedaron frustrados en la célebre sesión de aquel día los trabajos y esfuerzos de los enemigos del sistema constitucional para reponer solemnemente al tribunal del Santo Oficio en el ejercicio de sus antiguas funciones, hasta entonces más suspendidas de hecho que expresamente abolidas por ninguna ley, y tomaron tiempo los adversarios de la institución para preparar su abolición legal, que, como veremos, no tardó en ser decretada.




{1} Se daba a la Regencia el tratamiento de Alteza, y el de Excelencia a sus individuos.– La tropa haría a la Regencia los honores de Infante de España.– Para la publicación de las leyes y decretos usaría de la fórmula siguiente: «Don Fernando VII por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía española, rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del Reino nombrada por las Cortes generales y extraordinarias, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que las Cortes han decretado lo siguiente, &c.»

{2} Más adelante, por decreto de las Cortes de 29 de abril, se prohibió reimprimir la Constitución sin licencia del gobierno, y solo se permitía su reimpresión en algunas provincias a juicio de la Regencia, por cuenta del Estado, y bajo la inspección y responsabilidad de los jefes.– Decretos de las Cortes generales y extraordinarias, tomo II.

{3} También se mandó después (5 de mayo) que el día 19 de marzo se anotara en los almanaques como aniversario de la publicación de la Constitución; y que el clero y el pueblo la juraran a un mismo tiempo y sin preferencia alguna, como se hizo en la Isla de León (decreto de 22 de mayo).

{4} Villanueva, Viaje a las Cortes.

{5} Diario de las Sesiones de Cortes, tomo XIII.– Sesión del 22 de mayo de 1812.