Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XX
Wellington. Los Arapiles
Los aliados en Madrid
1811 (de junio a fin de diciembre)

Desobediencia de los generales franceses al rey José.– Justas quejas del mayor general Jourdan sobre este punto.– Realízanse sus temores.– Levanta Wellington sus reales de Fuenteguinaldo.– Toma los fuertes de Salamanca.– Movimientos del ejército francés de Portugal: Marmont.– Célebre triunfo de los aliados en Arapiles.– Premio de las Cortes a Wellington: el Toisón de Oro.– Retirada de los franceses.– Marmont herido.– Clausel general en jefe.– Va José con ejército de Madrid a Castilla.– Llega tarde.– Regresa por Segovia a Madrid.– Huye el ejército francés al Ebro.– José y los franceses evacuan la capital.– Entran en Madrid Wellington y los aliados.– Alegría y festejos en la población.– Publícase la Constitución de la monarquía.– Toman los aliados el Retiro.– Bando del general Álava.– Penosa retirada de José a Valencia.– Rinde el Empecinado la guarnición de Guadalajara.– Recogen los franceses las guarniciones de Castilla la Vieja.– Pierden la de Astorga.– Parte Wellington de Madrid a Burgos.– Cerca y combate el castillo.– Brillante defensa de los franceses.– Levanta Wellington el sitio con pérdida, y se retira de Burgos.– Fatal ocasión en que lo hizo: cuando las Cortes le acababan de nombrar Generalísimo de todos los ejércitos de España.– Resiéntese el general Ballesteros de este nombramiento.– Es separado del mando de Andalucía.– Repónese el ejército francés de Portugal, y es reforzado.– Vuelve sobre Burgos.– Persigue a Wellington y a los aliados.– Evoluciones de unos y otros en Castilla la Vieja.– Retírase Wellington a Salamanca.– Destrucción de puentes.– Síguele el francés.– Retrocede el general británico a Portugal.– Pasa el 6.º ejército español a Galicia.– Distribución del ejército francés y regreso de José a Madrid.– Va Wellington a Cádiz.– Obsequios que recibe.– Se presenta en las Cortes.– Le dan asiento entre los diputados. Su discurso.– Contestación del presidente.– Pasa Wellington a Lisboa.
 

Indicamos al final del penúltimo capítulo el pensamiento de lord Wellington de lanzarse con el ejército aliado sobre Castilla la Vieja, aprovechando la circunstancia de ver a Napoleón enredado ya en la guerra con Rusia, y mermado de una parte de sus mejores tropas el ejército francés de España. Bien penetraron o previeron el proyecto del general británico, así el duque de Ragusa (Marmont) que mandaba el ejército francés de Portugal, como el rey José y el mayor general Jourdan, y con tiempo procuraron prevenirse para el golpe que por Castilla veían amenazar. Mas para esto necesitaban de la cooperación y auxilio de los ejércitos de Andalucía, de Extremadura, y aun del Norte, y pronto comenzó a experimentar el rey José en la conducta de sus generales cuán acostumbrados estaban a no obedecer sus órdenes, y cuán poco le servía el mando supremo de que últimamente le había investido el emperador su hermano. El duque de Dalmacia singularmente, fuese resentimiento de no haber sido él nombrado mayor general, fuese hábito de mandar casi como soberano en Andalucía, es lo cierto que o se negaba a toda combinación que el rey le propusiera, o le respondía proponiéndole otra contraria.

Así el mayor general Jourdan, escribiendo al ministro de la Guerra, se lamentaba diciendo: «El duque de Ragusa anuncia de una manera positiva que lord Wellington va a tomar la ofensiva sobre él; sin embargo el duque de Dalmacia, que en este caso debía enviar al conde de Erlon en socorro del ejército de Portugal, no ha hecho nada. El duque de la Albufera (Suchet), que debía dirigir una división sobre Madrid, se niega a ello; y el conde Cafarelli pretende que no puede enviar hoy socorro alguno sin exponer las provincias del Norte a un peligro inminente. Si pues Wellington marcha con todas sus fuerzas reunidas, el ejército de Portugal tendrá que combatir solo. Es posible que el enemigo sea batido; pero si sucediera lo contrario, podría haber resultados muy fatales, y todo por no haber sido ejecutadas las órdenes del rey. Si estas órdenes hubieran sido cumplidas, el rey, reuniendo su guardia a las tropas del ejército del Mediodía y de Aragón, que se habrían aproximado al Tajo, hubiera ido sobre el flanco del ejército inglés con un cuerpo de 20 o 25.000 hombres, lo que ciertamente habría asegurado un éxito brillante…» «Estoy tan firmemente penetrado del peligro que corren los ejércitos, si quedan así aislados, sin punto de apoyo en el centro, que he creído deber hacer presente a V. E. mi opinión. Podrá no ser fundada, pero al menos mi conducta es dictada por el celo del servicio de S. M. I. y por la gloria de sus armas.»

Realizáronse los temores del rey José y cumpliéronse las previsiones de su mayor general. El 13 de junio (1812) levantó Wellington sus reales de Fuenteguinaldo, y con el ejército aliado dividido en tres columnas, agregados a él don Carlos de España y don Julián Sánchez, púsose a corta distancia de Salamanca, que evacuó Marmont, tomando la vuelta de Toro, dejando solo 800 hombres en tres conventos que había fortificado, y que servían para vigilar el paso del Tormes y su puente. Una división inglesa pasó el río por un vado (17 de junio), y entró en la ciudad de Salamanca, cuyos habitantes la recibieron con la alegría y la agasajaron con el gusto de quienes llevaban tres años de vivir bajo la opresión de los franceses. Dio lugar Marmont con su retirada a que los aliados hicieran venir de Almeida el tren de batir de que carecían, y cuando volvió a aparecer (20 de junio), ya aquellos habían comenzado a batir los fuertes, y no atreviéndose a atacar a los ingleses apoyados en la excelente posición de San Cristóbal de la Cuesta, intentó atraerlos a otro campo de batalla maniobrando sobre el Tormes. Wellington se limitó a observar sus movimientos, y continuó el ataque de los fuertes; salioles mal la tentativa de escalar el reducto de San Cayetano, pues perecieron en ella sobre 130 hombres, entre ellos el mayor general Howar (23 de junio). Hizo Marmont varias evoluciones, para ver de comunicarse con los sitiados y darles socorro; salíale siempre al encuentro Wellington hasta obligarle a volver a sus anteriores posiciones; entretanto proseguían jugando las baterías inglesas: en la mañana del 28 abrieron brecha en el reducto de San Cayetano; incendiose con la bala roja el convento de San Vicente, y preparábanse los aliados a asaltar los fuertes de San Cayetano y la Merced, cuando la guarnición pidió capitular. Accedió a ello Wellington, y quedó toda prisionera de guerra. Gran júbilo produjo esto en Salamanca. Los fuertes fueron demolidos por inútiles.

El duque de Ragusa, que parecía no haber ido allí sino para presenciar la rendición de los fuertes, retirose otra vez la vía de Toro, talando y estragando campos y pueblos, y acosado de cerca por los ingleses, pasó, atravesando el Duero, a Tordesillas (2 de julio), donde se le reuniesen 10.000 hombres que el general Cafarelli se había mostrado dispuesto a enviarle. Siguiole el ejército inglés, situándose en Rueda; y no creyendo prudente Wellington tentar el paso del Duero, dio orden a las guerrillas para que molestaran al enemigo por los flancos y espalda, y para que interceptasen los víveres que le llevaran los pueblos del contorno, ordenando al mismo tiempo al comandante general del ejército de Galicia que avanzara sobre el Esla. Por su parte Marmont, que lo que temía era la superioridad numérica de la caballería inglesa, aumentó en aquellos días la suya en 1.000 caballos, ya comprando algunos, ya tomándolos a todos aquellos que por ordenanza no estaban facultados para tenerlos. Y con esto y con habérsele incorporado la división Bonnet que venía de Asturias, antes de dar tiempo a que se juntase a los aliados el 6.º ejército español de Galicia, repasó el Duero, resuelto a dar la batalla a los ingleses en la primera ocasión oportuna, procurando atraer a Wellington donde pudiera convenirle.

Durante una semana (del 13 al 20 de julio) no hicieron los dos ejércitos enemigos sino marchar y contramarchar de uno y otro lado del Duero, ya en dirección de Toro, ya volviendo sobre Tordesillas, observándose mutuamente, y viendo cada cuál si cogía a su adversario en un descuido de que pudiera aprovecharse, o podía ganar una posición ventajosa en que batirle. Colocado el francés el 20 a la derecha del Guareña, a la izquierda el inglés, viose el singular espectáculo de dos fuertes ejércitos marchando paralelamente por las dos orillas de un pequeño río, en masas unidas, a distancia de medio tiro de cañón, sin empeñar batalla ni encuentro, deseándolo ambos, pero inspirándose respeto mutuo. El 21 pasaron los franceses el Guareña, y se situaron en una extensa llanura junto al Tormes entre Alba y Salamanca; los ingleses, siguiendo el movimiento del enemigo, pasaron también el Tormes, y volvieron a su antigua posición de San Cristóbal, apoyando su derecha en el pueblecito inmediato a aquella ciudad llamado Arapiles. Aquí fue donde se dio al siguiente día una de las batallas más importantes de esta guerra.

Constaba el ejército francés de unos 47.000 hombres, y se había apoderado del mayor de los dos escarpados cerros llamados Arapiles que dan nombre al pueblo. Algo mayor en número era el ejército anglo-portugués. Después de algunos movimientos ejecutados en la mañana (22 de julio), a eso de las dos de la tarde advirtió Wellington que el enemigo, con intento al parecer de estrecharle más y más, prolongaba en demasía su ala izquierda. Instantáneamente comprendió la falta de su adversario; era el momento que él espiaba: inmediatamente reforzó su derecha, hizo maniobrar divisiones, unas contra la altura del Arapil grande, otras contra la izquierda enemiga, otras contra el centro: por aquí fue arrojando al francés de colina en colina; sin embargo el general Pack, a cuya división iba agregado el cuerpo de don Carlos de España, no pudo apoderarse del grande Arapil, pero entretuvo a los que en él se apostaban, en tanto que Packenham con el grueso de la caballería arrollaba la izquierda francesa, y hacía 3.000 prisioneros. Una carga de caballería dada por sir Stapleton Cotton, en que sucumbió el general Marchand, hizo al francés irse retirando de eminencia en eminencia. En vano a las cuatro y media de la tarde se dirigió el mariscal Marmont en persona a restablecer la batalla por donde flaqueaba más: herido en un brazo y en el costado derecho, y herido también su segundo el general Bonnet, tuvo que recaer el mando en el general Clausel. Ya se sabe cuánto influyen tales contratiempos en el ánimo de tropas que van de vencida; y aunque un ataque de frente mal dirigido por el inglés Clinton costó mucha gente a los aliados, un movimiento de flanco del general Cole reparó aquel daño. Pronunciáronse al fin los franceses en retirada, por los encinares del Tormes, cuyo río pasaron a favor de la oscuridad; pero todavía fue alcanzada al día siguiente su retaguardia, que abandonada por la caballería dejó en poder de los aliados novecientos prisioneros.

Fue sin duda sangrienta la batalla de Arapiles, que los franceses llamaron de Salamanca, y el triunfo que en ella obtuvieron los aliados les fue no poco costoso; pues si bien ellos, al decir de sus relaciones, hicieron 7.000 prisioneros con 11 cañones, además de los muertos y heridos, por confesión del mismo Wellington tuvieron por su parte más de 5.000 de estos últimos{1}. Pero también fue este triunfo uno de los más fecundos en resultados. No solo el parlamento británico otorgó a lord Wellington mercedes y honores; también las Cortes españolas, a propuesta de la Regencia, le condecoraron con la insigne orden del Toisón de Oro, y la princesa de la Paz doña María Teresa de Borbón le regaló el collar que había pertenecido a su padre el infante don Luis{2}.

Cuando el rey José supo la retirada de su ejército de Portugal sobre el Duero, viendo que el general Caffarelli no le enviaba sino un pequeño cuerpo de caballería, y que Soult y Suchet se negaban a enviarle tropas, recogió todas las que pudo de su ejército del centro, en número de 10.000 hombres, y en cuanto dio tiempo a que viniera a Madrid la división Palombini y dejó guarnecida su capital, y principalmente el Retiro, púsose en marcha hacia el Duero en socorro de Marmont, franqueando el Guadarrama el 22 de julio, precisamente el día de la derrota de aquél en los Arapiles, que José ignoraba y no imaginaba. Pero aquel día supo ya que Marmont se había replegado hacia Salamanca; decidiose entonces él mismo a marchar sobre el Tormes con objeto de juntarse con él. Acampaba el 24 en Blasco-Sancho, y tenía ya orden de proseguir al día siguiente a Peñaranda, cuando le llegaron noticias del triste resultado de la jornada del 22 en Arapiles, confirmadas al otro día por cartas de Marmont y Clausel escritas desde Arévalo, diciéndole que trataban de ganar a Valladolid antes que los ingleses. Tuvo con esto José que variar completamente de plan. Después de alguna vacilación decidiose por volver a Madrid, y el 26 se hallaba de retroceso en la Venta de San Rafael, cerca de la cumbre de Guadarrama, cuando en virtud de nuevo aviso del general Clausel tuvo por conveniente variar un poco de rumbo y dirigirse a Segovia, donde estableció su cuartel general, con el fin de proteger al ejército perseguido. Mas éste, acosado de cerca por los aliados, huía precipitadamente y en la mayor desorganización e indisciplina hacia Burgos, ansioso de ganar el Ebro. José entonces, no pudiendo permanecer mucho tiempo en Segovia sin comprometerse, determinó volverse a Madrid, donde entró el 5 de agosto. Entretanto lord Wellington había entrado el 30 de julio en Valladolid, y además avanzaba el 6.º ejército español por Astorga, y se extendía hasta Toro y Tordesillas, donde el brigadier don Federico Castañón rindió todavía a 250 franceses, que se habían refugiado y fortificado en una iglesia

Wellington no paró tampoco en Valladolid: prosiguió a Cuellar, donde sentó sus reales el 1.º de agosto. Dos partidos podía tomar desde aquella posición; o seguir la vía de Burgos tras el desconcertado ejército francés de Portugal hasta acabar de destruirle, o venir en pos del rey José hasta la capital del reino. Prefirió el general británico este segundo partido, y el 6 se movió de Cuellar, y atravesando por Segovia llegó el 8 al real sitio de San Ildefonso o la Granja, donde hizo alto para dar lugar a que su ejército descendiera los puertos de Navacerrada y Guadarrama. Había dejado un cuerpo de observación sobre el Duero, y el ejército español de Galicia ocupó a Valladolid.

José a su regreso a la capital encontró sus contornos devastados por las guerrillas españolas, que se acercaban con frecuencia hasta las tapias mismas de Madrid, plagando del mismo modo los alrededores de Toledo y Guadalajara. Convencido de la imposibilidad de tomar la ofensiva contra los aliados sin el auxilio del ejército del Mediodía, había ordenado desde Segovia al mariscal Soult que se acercara al Tajo por la Mancha. En vano le reiteró estas órdenes; el duque de Dalmacia se le mostró tan inobediente como antes. José no quería abandonar la capital sino en el último extremo, porque le dolía dejar a merced del enemigo tanta artillería, tantas armas y municiones; sentía el embarazo que le iban a causar los muchos españoles comprometidos que se disponían a seguirle, y comprendía todo el mal efecto de este paso en Francia y Europa. Mas cuando supo que los aliados franqueaban ya la sierra que divide las dos Castillas, resolviose ya a abandonar la corte, juntó sus tropas, ordenó al general Hugo que se quedara con 2.000 hombres para mantener el orden hasta que se alejase el ejército, y al coronel Lafont que defendiera el Retiro y cuidara de los enfermos, y él trasladó su cuartel general a Leganés (10 de agosto), y colocó al general Treilhard con alguna fuerza entre Boadilla y Majadahonda en observación del enemigo. En efecto, habiendo ya éste descendido de la montaña, una columna de su vanguardia fue acometida por superior fuerza francesa, y en el encuentro perdió tres cañones y cerca de 350 hombres entre infantes y jinetes, después de cuyo golpe continuó José su retirada, durmiendo aquella noche en Valdemoro, entre Madrid y Aranjuez.

Aquella misma mañana (12 de agosto) comenzaron a entrar en Madrid los aliados, acompañándolos algunos guerrilleros españoles de cuenta, como el Empecinado y Palarea, en medio del alegre son de las campanas. A las pocas horas excitó mayor entusiasmo la llegada de Wellington, a quien el nuevo ayuntamiento que se había formado recibió y llevó a la casa de la Villa, a cuyo balcón se asomó el general en jefe del ejército aliado en compañía del Empecinado, siendo ambos objeto de estrepitosas aclamaciones. Fue luego Wellington conducido al Palacio Real, donde se le aposentó. Los corazones de los madrileños rebosaban de júbilo, y a pesar de la miseria pública no se veía semblante mustio, y esmerábase todo el mundo en agasajar cuanto podía a los nuevos huéspedes, que miraba como libertadores. Al día siguiente se publicó en Madrid con aplauso universal la Constitución de la monarquía hecha en Cádiz, presidiendo el acto don Miguel de Álava y don Carlos de España, éste último recién nombrado gobernador de Madrid, y que llamó la atención pública por las demostraciones hasta exageradas que hizo de entusiasmo constitucional, verdadera antítesis del aborrecimiento que después en el trascurso de su vida mostró a cosas y a personas que por liberales y constitucionales fuesen tenidas. El ayuntamiento obsequió también por la noche al duque de Ciudad-Rodrigo con un magnífico baile.

En la tarde de aquel mismo día hizo Wellington cercar y acometer el Retiro, donde, como dijimos, había quedado un cuerpo francés custodiando los enfermos. Buenas las obras de fortificación practicadas en aquel recinto para impedir y resistir un golpe de mano, principalmente de guerrillas, no lo eran para sostener un cerco y un ataque formal. Y así fue, que apoderado fácilmente el general Packenham del recinto exterior por las tapias del Jardín botánico y del de frente a la plaza de toros, al embestir la mañana siguiente el interior rindiósele el coronel Lafont que le defendía, quedando prisioneras de guerra las tropas, que con los enfermos y los empleados componían sobre 2.500 hombres. Quedaron además en nuestro poder 189 piezas de artillería, 2.000 fusiles y muchas municiones de boca y guerra. Así quedó otra vez la capital libre de franceses.

No todos los jurados, que así se llamaba entonces a los comprometidos con el gobierno del rey intruso, habían evacuado la capital. Muchos, o no habían podido salir, o se resignaron a sufrir la suerte que les esperara. Para atraer a los que aun seguían las banderas francesas publicó el general Álava una proclama bastante conciliadora, que por lo mismo fue censurada por el partido más intransigente, y aun fue con dificultad aprobaba por las Cortes. Y sin embargo produjo la providencia el buen efecto de presentarse en pocos días a nuestras autoridades sobre ochocientos soldados con varios oficiales{3}. Y eso que en Madrid se encargó de neutralizar cuanto pudo la suavidad y blandura de aquella proclama don Carlos de España, con un escrito de índole opuesta, pero muy conforme al genio perseguidor y al carácter duro y cruel que en tantas ocasiones y por tanto tiempo desplegó después en sus diferentes mandos aquel personaje.

En uno de sus edictos decía este general: «Cualquiera que comunique, directa o indirectamente, por escrito o de palabra, con los enemigos de la patria y del rey y con sus adherentes, será juzgado inmediatamente por un consejo de guerra, y sufrirá irremisiblemente la pena pronunciada contra los espías.» Y mandaba que las esposas e hijos de los que habían seguido al enemigo o comprado bienes nacionales, no pudieran salir de casa sino a misa, y eso bajo la fianza de tres ciudadanos de arraigo, ni recibir en ellas a nadie sino a alguna persona de su familia, previo permiso del regidor del cuartel: y las exhortaba a que se retiraran a los conventos. No sabemos para qué, puesto que él hacía de cada casa un convento con rigurosa clausura.

Por estas causas, y porque el pueblo no veía que con el restablecimiento de las autoridades legítimas se remediase ni aun aliviase su miseria, íbase entibiando en algunos el fervor del primer entusiasmo, especialmente en aquellos que discurriendo poco se figuraban que ahuyentados de allí los franceses, se iban a ahuyentar también de pronto todos sus males. Medidas hubo que contribuyeron a enfriar aquella alegría y aun a producir disgusto, como fue la de prohibir el curso de la moneda francesa, obligando a sus tenedores a cambiarla en la tesorería, pero con un quebranto arreglado a tarifa, de que resultaron no pocos perjuicios a los particulares.

Veamos qué fue del rey José y de su ejército, a quienes dejamos el 12 de agosto en Valdemoro retirándose hacia el Tajo. El 15 se replegaron sobre Aranjuez, con el embarazo que causaba un convoy de dos mil carros, en el que iban, al decir de sus Memorias, hasta diez mil españoles de los comprometidos por su causa, número que nos parece bastante exagerado. Allí acordó José, no contando con que Soult quisiera reunírsele, proseguir la vía de Valencia, en cuya virtud, puesto en movimiento el ejército el 15, llegó, con la lentitud que tan inmenso convoy requería, el 22 a Albacete. Para librarse después de los fuegos del fuerte de Chinchilla que tenían los nuestros, tuvieron que abrir un nuevo camino, de modo que no llegaron hasta el 31 (agosto) a Valencia, donde para simplificar la administración puso José el ejército del centro provisionalmente bajo el mando de Suchet, duque de la Albufera. He aquí como pinta el autor mismo de las Memorias las calamidades de esta retirada. «Esta marcha de quince días (dice) fue de las más penosas. Los habitantes huían, llevando sus bestias, y destruyendo sus hornos y sus molinos: no se encontraba trigo, ni menos harina. El calor era terrible, los arroyos estaban secos, y los pozos de las casas agotados o cegados. Fue imposible mantener el orden y disciplina entre unas tropas que no recibían sueldo, y que en días tan abrasadores no encontraban agua que llevar a la boca. El gran número de hombres sueltos y criados agregados al convoy, cometieron desórdenes. Todos los que se rezagaban o extraviaban para buscar agua y mantenimientos caían en poder de las guerrillas que seguían la columna y marchaban a sus flancos. Muchos españoles que habían dejado a Madrid, no pudiendo resistir las fatigas ni soportar las privaciones, tomaron el partido de volverse, o de ocultarse en los pueblos, a peligro de caer en poder de las partidas. Casi la totalidad de los soldados de esta nación al servicio del rey desertó, y se fue a incorporar a las guerrillas.»

Mientras el generalísimo de los aliados recibía los aplausos del pueblo de Madrid, el activo don Juan Martín (el Empecinado) rendía la guarnición de Guadalajara, fuerte de 700 a 800 hombres al mando del general Preux, y entraba en Toledo con repique general de campanas la partida del Abuelo, habiendo evacuado aquella ciudad la guarnición francesa para incorporarse al rey José. Pero entretanto, viéndose libre de persecución el general Clausel, jefe del ejército francés de Portugal, a causa de la venida de Wellington a Madrid, desde el camino de Burgos revolvió sobre Valladolid, arrojó de allí las tropas españolas haciéndolas retroceder a las montañas, y destacó al general Foy para que recogiera las guarniciones que había dejado en Toro, Zamora y Astorga, no les sucediese lo que a la de Tordesillas. Logró Foy recoger las de aquellas dos primeras ciudades, no así la de Astorga, que la víspera de su llegada se había rendido al 6.º ejército español (18 de agosto), y habiásela llevado éste consigo hacia el Bierzo, no encontrando ya Foy en aquella ciudad sino los heridos y enfermos que habían quedado. Esta nueva evolución de los franceses de Castilla la Vieja obligó a Wellington a mandar concentrar sus fuerzas en Arévalo, y aun se vio precisado a salir él mismo de Madrid (1.º de setiembre) y acudir otra vez hacia el Duero con cuatro divisiones, dejando otras tres en Madrid y sus cercanías.

No hallándose Clausel en estado de resistir las fuerzas anglo-portuguesas que se le iban encima, evacuó a Valladolid, y se retiró otra vez la vía de Burgos, marchando lenta y sucesivamente hasta Bribiesca y Pancorbo. Tras él siguió Wellington acaso con más circunspección de la que debiera. Uniósele en la marcha el 6.º ejército español, fuerte de 16.000 hombres, mandado por don Francisco Javier Castaños. El 18 de setiembre llegaron los aliados a Burgos, y recibidos por los habitantes con las aclamaciones de costumbre, detuviéronse a combatir el castillo que domina los cerros que se elevan en su derredor, y que guarnecía el general francés Dubreton con poco más de 2.000 hombres de buenas tropas y una veintena de cañones. No creía Wellington que las defectuosas obras de aquel fuerte pudieran resistir al valor de unos soldados que habían sabido enseñorearse de Ciudad-Rodrigo y de Badajoz; y así en la noche del 19 al 20 hizo asaltar la altura de San Miguel, que las dominaba todas, y la tomó, aunque a costa de sangre, pues perdió en la embestida 21 oficiales con más de 400 hombres. Fácil cada vez más parecía a Wellington, dueño de la altura y hornabeque de San Miguel, apoderarse del recinto exterior del castillo, y así mandó escalarle la noche del 22 al 23. Pero frustrada esta tentativa, recurriose al trabajo de las minas y otros propios de sitio más formal. Según que se practicaban las minas en diferentes puntos, así las iban haciendo saltar los sitiadores, apoderándose en seguida sus columnas de las anchas brechas que abrían, pero de todas iban siendo también rechazados y desalojados por los valerosos franceses de la guarnición. Así les sucedió el 29 de setiembre, así el 4 y el 18 de octubre, siendo siempre escarmentados los sitiadores hasta el punto de resolverse Wellington a levantar el cerco, después de haber perdido inútilmente en él cerca de 2.000 hombres.

Fue ciertamente una brillante defensa la que hicieron los franceses del castillo de Burgos; ganó con ella mucha fama el general Dubreton, y Napoleón mostró haber quedado muy satisfecho de la conducta de aquel bravo oficial. Y aunque sea también verdad que faltaba al ejército sitiador artillería gruesa, y no era tampoco la que tenía muy bien acondicionada, no basta a disculpar a Wellington el haber empleado largo y precioso tiempo en combatir un castillo que pasaba por poco fuerte, para concluir por abandonarle sin fruto.

En muy mala ocasión cometió el general británico esta falta: precisamente cuando las Cortes españolas, satisfechas y agradecidas a sus recientes triunfos, que hicieron como olvidar las graves razones que en otra ocasión tuvieron presentes para negarle el mando de varias provincias españolas que su hermano había pretendido para él, acababan de nombrarle ahora generalísimo de todos los ejércitos de España (22 de setiembre). «Siendo indispensable, decía el Decreto, para la más pronta y segura destrucción del enemigo común que haya unidad en los planes y operaciones de los ejércitos aliados en la península, y no pudiendo conseguirse tan importante objeto sin que un solo general mande en jefe todas las tropas españolas de la misma, las Cortes generales y extraordinarias, atendida la urgente necesidad de aprovechar los gloriosos triunfos de las armas aliadas, y las favorables circunstancias que van acelerando el deseado momento de poner fin a los males que han afligido a la nación, y apreciando en gran manera los distinguidos talentos y relevantes servicios del duque de Ciudad-Rodrigo, capitán general de los ejércitos nacionales, han venido en decretar y decretan: Que durante la cooperación de las fuerzas aliadas en la defensa de la misma península se le confiera el mando en jefe de todos ellos, ejerciéndolo conforme a las ordenanzas generales, sin más diferencia que hacerse, como con respecto del mencionado duque se hace por el presente decreto, extensivo a todas las provincias de la península cuanto previene el art. 6.º título I, tratado VII de ellas; debiendo aquel ilustre caudillo entenderse con el gobierno español por la secretaría del despacho universal de la Guerra.– Tendralo entendido la Regencia del reino, y dispondrá lo necesario para su cumplimiento, haciéndolo imprimir, publicar y circular.– Dado en Cádiz a 22 de setiembre de 1812.»

No faltó sin embargo en las Cortes quien se opusiera a la concesión de tan extraordinaria gracia, aduciendo, entre otras razones, la dificultad de sujetar a responsabilidad a un súbdito de otra nación, y aun dudando de que las Cortes tuviesen facultad para dar a un extranjero tan importante y elevado cargo. Mas sobre todas las consideraciones prevaleció la idea de dar unidad al mando y vigorizarle para la pronta conclusión de la guerra. Wellington contestó a las Cortes, mostrándose sumamente reconocido a la honra tan distinguida que le dispensaban, y añadiendo que solo esperaba para aceptarla la aprobación o beneplácito del príncipe regente de Inglaterra; lo cual difirió por algún tiempo la publicación del decreto, habiéndose tratado todo, hasta que éste salió, en sesiones secretas. Este nombramiento, aunque propuesto y movido por los diputados más influyentes, no dejó de ser severamente censurado por algunos, dentro y fuera de las Cortes.

Disgustó muy particularmente al capitán general de Andalucía don Francisco Ballesteros, al extremo de dirigir un oficio al ministro de la Guerra (23 de octubre), diciendo, entre otras cosas, que aunque para semejante nombramiento se hubiera consultado a los ejércitos y al pueblo, y todos hubieran convenido con él, lo cual estaba muy lejos de haberse ejecutado, así y todo él se retiraría a su casa antes que consentir en someterse a un extranjero. Era Ballesteros hombre de prendas militares no comunes, que al través de algunos defectos le habían granjeado cierta popularidad en el pueblo y en la tropa. Temerosa por lo tanto la Regencia del efecto que pudiera causar en aquellas clases la actitud de general, apresurose a separarle del mando, reemplazándole con el príncipe de Anglona, e hízose de modo que aun las tropas más adictas a Ballesteros permanecieron quietas y obedientes, y él pasó a Ceuta, donde se le destinó de cuartel{4}.

Varias causas habían movido a Wellington a levantar el cerco del castillo de Burgos y alejarse de esta ciudad. Mientras él había empleado en aquella frustrada empresa un tiempo precioso, el general francés Clausel restablecía el orden y la disciplina en su malparado ejército: reuniéronsele 10.000 hombres venidos de Francia, retirándose luego a curarse de su herida y reemplazándole el general Souham, al cual se incorporó Caffarelli con otros 10.000. Hallose éste a mediados de octubre con un ejército de 40.000 hombres, en estado de medirse con las fuerzas de Wellington. Así fue que poniéndose en movimiento el 17 de octubre desde Pancorbo, fue, aunque lentamente, avanzando hacia Burgos, y cuando el general en jefe de los aliados evacuó esta ciudad (22 de octubre), hallábase ya el francés situado a muy corta distancia de ella. Y por otra parte noticioso Wellington de que al fin el mariscal Soult se había decidido a salir de Andalucía, y que el rey José había logrado celebrar una conferencia con Soult, con Jourdan y con Suchet, de que resultó el acuerdo de revolver sobre Madrid por el Tajo, reunidos los ejércitos franceses del Mediodía y del Centro, como habremos de ver después, no quiso verse sorprendido por las armas enemigas viniendo de diferentes puntos, y por eso se apresuró a retirarse otra vez hacia Palencia y Valladolid.

Fuele siguiendo Souham, cuya vanguardia alcanzó varias veces la retaguardia de los aliados, tuvo con ellos diferentes refriegas, y les hizo algunos centenares de prisioneros; de modo que desde la malograda tentativa del castillo de Burgos parecía haberse cambiado del todo los papeles, siendo ahora el ejército de Wellington el fugitivo, cuando hasta Burgos lo había sido el francés, trocados en perseguidos los perseguidores. Iba con los anglo-portugueses el 6.º ejército español mandado por Castaños, y a las orillas del Carrión unióseles una división del 7.º conducida por don Juan Díaz Porlier. Aun así no tuvo tiempo Wellington para cortar, como lo intentó, el puente del Carrión, que los franceses cruzaron por Palencia, ni tampoco para destruir otro sobre el Pisuerga, cuyo río pasó también el francés. De modo que no pudo evitarse un combate en Villamuriel, en el cual tomaron parte los españoles, y habiendo cejado por un momento el regimiento de Asturias, picado de amor propio el general Álava, que estaba al lado de Wellington, y queriendo dejar bien puesta la honra española delante de extranjeros, adelantose tanto que recibió una grave herida en la ingle. Los enemigos ponderaron mucho el éxito de esta refriega, haciendo subir en sus partes las pérdidas de los nuestros a más de mil muertos o heridos y a otros tantos prisioneros, y pintando como casi insignificante la suya.

Cerca de quince días invirtió Wellington en hacer evoluciones, pasar y repasar el Pisuerga y el Duero, buscando cómo hurtar las vueltas y trabajando por eludir el alcance del ejército francés que tenía sobre sí, y que a su vez pugnaba por tomarle la espalda. Señalose esta retirada del general británico por el destrozo que hizo en los puentes de Castilla la Vieja, pues se cuentan entre los que hizo cortar, los de Simancas, Tordesillas, Tudela, Puente-Duero, Quintanilla, Toro y Zamora. De éstos algunos rehabilitaban los franceses que iban en pos, otras veces no se detenían a eso, y vadeaban los ríos o los pasaban a nado, siempre acosando a los nuestros. El 8 de noviembre ocupó Wellington, después de habérsele reunido con no poco trabajo el general Hill que venía de Extremadura, las mismas estancias frente a Salamanca que había ocupado antes de la batalla de los Arapiles: que parecía imposible que en tan pocos meses de intermedio, sin causas extraordinarias, se hubiera trocado de tal manera la actitud de los ejércitos enemigos. Tras él habían seguido los franceses por Toro y Alba de Tormes, cuyo río vadearon por tres puntos el 14 de noviembre.

A pesar de reunir los aliados una fuerza de 70 a 75.000 hombres, contándose en ellos sobre 20.000 españoles, era ya superior el ejército francés, porque incorporado el del Mediodía con Soult y el del Centro con el rey José, a los de Portugal y del Norte que conducía Souham, ascendía el efectivo de las fuerzas francesas a más de 80.000 combatientes, más de 10.000 de caballería, con 120 cañones. Ansiaban éstos restablecer el honor de las armas imperiales en los mismos campos de Arapiles en que unos meses antes habían sufrido la derrota de que hemos dado cuenta, y para ello tomaron sus posiciones. Pero Wellington no tuvo por conveniente aguardarlos, y abandonando sus estancias de Salamanca (15 de noviembre) emprendió su retirada la vía de Tamames y Ciudad-Rodrigo, con su ejército dividido en tres cuerpos, pasando mil trabajos en la marcha a causa de las lluvias, de las aguas rebalsadas en las tierras, y de la escasez de mantenimientos, teniendo que alimentarse los caballos de la yerba del campo y de las hojas y corteza de los árboles. Picábanlos de cerca los franceses, y era tal el aturdimiento de los aliados que en la noche del 16 tomando por enemigos unos ganados que entre unos encinares pastaban, rompieron con ellos los ingleses y portugueses como los españoles, hasta que cerciorados del engaño desistieron, echándose después unos a otros la culpa de la pelea con inocentes animales. En esta marcha cayó prisionero de la caballería francesa el general inglés Paget con varios de los suyos. Wellington sin embargo siguió adelante, y en la noche del 18 llegó a Ciudad-Rodrigo, donde estableció provisionalmente sus cuarteles, pero en los dos días siguientes se internó ya en Portugal.

El mismo aturdimiento y desorden que había llevado el ejército francés después de la derrota de Arapiles en su retirada por Valladolid, Burgos y Pancorbo, el mismo llevaron los aliados después de la malograda tentativa del castillo de Burgos, en su retirada por Palencia, Salamanca y Ciudad-Rodrigo. Y no es de extrañar que el 20 de noviembre, cuando los franceses volvieron a Salamanca, contaran más de 3.000 prisioneros, entre ellos el general Paget, hechos a los aliados en aquella marcha desastrosa. En ella la indisciplina, la insubordinación y el desarreglo del ejército inglés llegó a tal punto y extremo, que en una circular que Wellington pasó en Portugal a los jefes de los cuerpos se vio precisado a estampar frases como las siguientes: «La disciplina del ejército de mi mando en la última campaña ha decaído a tal punto que nunca he visto ni leído cosa semejante. Sin tener por disculpa desastres ni notables privaciones… se han cometido desmanes y excesos de toda especie, y se han experimentado pérdidas que no debieran haber ocurrido…»

Luego que Wellington se internó en Portugal, los españoles pasaron por aquel reino a Galicia. El 6.º ejército nuestro volvió a ocupar sus antiguas posiciones del Bierzo. Don Juan Díaz Porlier regresó también a Asturias. La división inglesa de Hill que había venido de Extremadura, tornó igualmente a aquella provincia, acantonándose en Cáceres y sus inmediaciones. En cuanto a los ejércitos franceses, que no tuvieron por conveniente seguir a los aliados a Portugal, el del Mediodía con el mariscal Soult ocupó las márgenes del Tajo hacia Talavera, parte de la provincia de Toledo y la Mancha: el llamado todavía de Portugal con Souham se distribuyó entre las provincias de Salamanca, Ávila, Valladolid y Palencia: el del Centro con el rey José volvió a Madrid, repartiéndose entre esta provincia, Segovia, Toledo y Guadalajara.– Wellington con los anglo-portugueses tomó cuarteles de invierno, acantonando su gente en una línea que se extendía desde Lamego hasta las sierras de Baños y de Béjar.

De allí a poco trasladose el general inglés, generalísimo ya de nuestras tropas, a Cádiz, ya por descansar de las fatigas de la campaña, ya para acordar acerca de la que de nuevo hubiera de emprenderse, y acaso también por disfrutar de las atenciones y agasajos que suponía habría de recibir, como recibió, del pueblo, de las personas más distinguidas, de la Regencia y de las mismas Cortes. Todos en efecto se esmeraron en obsequiar y festejar al ilustre caudillo, a quien España debía servicios de tanta importancia, y a quien los poderes públicos habían ensalzado a una altura en cargos y honores a que no se creía pudiese llegar en España un extranjero. A estos obsequios procuró corresponder con otros su hermano sir Enrique Wellesley, embajador británico en España, tal como un banquete, a que convidó todos los diputados{5}. Una comisión de las Cortes había pasado a felicitar al ilustre general en su propio alojamiento: agradecido él a tan grande honra, solicitó permiso para presentarse en el Congreso a dar personalmente las gracias: fuele aquél otorgado, y en la sesión del 30 de diciembre un secretario anunció que el duque de Ciudad-Rodrigo estaba aguardando para presentarse en virtud del permiso concedido: suspendiose la discusión, y entró acompañado de cuatro diputados; diósele asiento entre los representantes de la nación (honra desusada y singular, la mayor que pudiera recibir), y levantándose leyó un discurso en español, a que contestó el presidente de la Asamblea{6}: concluido lo cual, se retiró del salón con el mismo acompañamiento.

Poco tiempo permaneció Wellington en Cádiz. De allí pasó a Lisboa, siendo recibido en los pueblos y en la corte de Portugal con arcos de triunfo, con luminarias, fiestas y todo género de demostraciones propias para celebrar sus victorias. Así allí como en Cádiz preparó los medios para hacer fructuosa la nueva campaña que le veremos emprender en la primavera siguiente.




{1} Hemos tenido en cuenta para la sucinta relación de esta batalla, así el parte oficial de Marmont, duque de Ragusa, al ministro de la Guerra, como el de lord Wellington, y varias relaciones escritas por oficiales ingleses y franceses.

{2} En las Cortes se anunció la noticia del triunfo de Arapiles del modo siguiente. Era la sesión del 31 de julio, y a poco de abierta se presentó el ministro de la Guerra y dijo: «Señor, vengo de orden de la Regencia del reino a anunciar a V. M. la derrota del mariscal Marmont.» Antes de leer el parte, los diputados y el público de las tribunas prorrumpieron en vivas, aclamaciones y palmadas. Restablecido el silencio y leídos los partes, se acordó que el Congreso fuese inmediatamente y sin ceremonia, acompañado de la Regencia, a la iglesia del Carmen a cantar un Te Deum en acción de gracias por acción tan gloriosa, y que una comisión pasase a felicitar al embajador de Inglaterra. Todo se verificó conforme a lo acordado.

Hablando Villanueva de la impresión que hizo en las Cortes la noticia de la derrota de Marmont en Arapiles dice: «Fue rato de sumo gozo para el Congreso y para el público… se abrazaban todos mutuamente: fue día de gran júbilo. Al tiempo de la salva dispararon granadas los enemigos. Ya el pueblo miraba esto con desprecio. Vino a tiempo la noticia alegre de templar la pena que causó la desgraciada muerte de Novales, el oficial mayor de la secretaría de Cortes, que murió en su cama a las cuatro de la mañana, sofocado del humo de una bomba que reventó en su cuarto. Cinco veces han disparado granadas los enemigos después de la noticia.»

Más adelante se acordó que se erigiese en los campos de Salamanca y Arapiles un monumento en memoria de la batalla de 22 de julio.– Decreto de las Cortes de 4 de agosto.– Y a los pocos días se dio también una orden permitiendo colocar en la plaza de Salamanca el busto del duque de Ciudad-Rodrigo, lord Wellington.

{3} La tan censurada proclama de Álava decía: «Las Cortes generales y extraordinarias de la nación, queriendo celebrar la publicación de la Constitución política de la monarquía, han decretado un indulto general para todos los militares españoles, de cualquier grado que sean, que sirvan en las tropas del tirano, siempre que las abandonen y se presenten a los jefes españoles dentro de muy breve término.

»Hallándome comisionado por el supremo gobierno cerca del Excelentísimo señor duque de Ciudad-Rodrigo, he creído de mi obligación haceros entender cuál es la disposición favorable de nuestro legítimo gobierno para con vosotros, a fin de que aprovechándoos de ella volváis al seno de vuestra amada patria, y a la estimación de vuestros compatriotas. El momento es el más oportuno. El enemigo no puede sostenerse mucho tiempo en el interior de nuestras provincias… Vuestros padres, hermanos y amigos van a quedar enteramente afrentados con vuestra infame deserción; y si dais lugar a una nueva acción de guerra, vuestro delito será imperdonable, y ya no os alcanzará el indulto.

»Apresuraos pues a presentaros a las autoridades españolas, o a los puestos avanzados del ejército aliado, y de este modo haréis olvidar vuestra falta, probareis que vuestro corazón es español, aunque vuestra conducta exterior pudiese hacerlo dudar…– El mariscal de campo Miguel de Álava.»

A continuación se leía en la misma Gaceta: «El feliz resultado de esta proclama ha sido haberse ya presentado un gran número de estos soldados, deseosos de borrar con sangre enemiga la mancha que les echó su fortuna adversa, y no una voluntad decidida de destrozar su patria.»

{4} Contribuyó a dar color a este asunto, ya en sí grave, el haberse impreso y publicado en Sevilla un pliego con el título de Ballesteros, en que se denigraba la conducta de las Cortes por haber nombrado a lord Wellington generalísimo de los ejércitos españoles, y se hablaba con desacato de ellas y de la Regencia. Se nombró en sesión secreta una comisión que examinara este papel, la cual presentó su dictamen en la de 5 de diciembre, y conforme a él se mandó formar causa, y que se leyera en público la exposición del ministro sobre el oficio de Ballesteros, suprimiendo en ella algunas expresiones.

{5} Cuéntase que en un suntuoso baile que se dio en obsequio de Wellington, la condesa de Benavente, duquesa viuda de Osuna, que presidia la función, recibió una carta anónima en que le decían que la cena estaba envenenada. Llevose chasco el autor del anónimo, que sin duda se había propuesto asustar a la brillante concurrencia y acibarar el placer del festín, pues nadie le dio crédito, y al decir de un escritor que asistió a la fiesta, convirtiose el falso anuncio en ocasión y motivo de donaires y chistes que dieron al acto mayor animación y alegría.

{6} He aquí los dos discursos que se pronunciaron.

Lord Wellington.– «Señor: no me habría yo resuelto a solicitar el permiso de ofrecer personalmente mis respetos a este augusto Congreso, a no haberme animado a ello la honra que V. M. me ha dispensado el día 27 de éste, enviando una diputación a felicitarme de mi llegada a esta ciudad; distinción que no debo atribuir sino a la parcialidad con que en todas ocasiones ha mirado V. M. los servicios que la suerte me ha proporcionado hacer a la nación española.– Dígnese pues V. M. permitirme manifestar mi reconocimiento por este honor, y por las diferentes muestras de favor y confianza que he recibido de las Cortes, y asegurarle que todos mis esfuerzos se dirigirán al apoyo de la justa e importante causa que la España está defendiendo.– No detendré con nuevas protestaciones a V. M., ni ocuparé el tiempo de un Congreso, de cuya conducta, sabia, prudente y firme, depende, con el auxilio de la divina Providencia, el feliz éxito de todos nuestros conatos.– No solo, señor, los españoles tienen puesta la vista en V. M., sino que a todo el mundo importa el dichoso fin de su vigoroso empeño en salvar la España de la ruina y destrucción general, y en establecer en esta monarquía un sistema fundado en justos principios, que promuevan y aseguren la prosperidad de todos los ciudadanos y la grandeza de la nación española.»

El Presidente.– «S. M. se ha enterado de cuanto acaba de manifestar el duque de Ciudad-Rodrigo, general en jefe de los ejércitos españoles; y respecto al proceder que las Cortes generales y extraordinarias han observado con tan ilustre caudillo, no han hecho más que acreditar el aprecio que han juzgado ser debido al vencedor de Massena y de Marmont; al reconquistador de Ciudad-Rodrigo y Badajoz, al que hizo levantar el sitio de Cádiz; al que libertó tantas de nuestras provincias, y cuyos triunfos sobre los franceses han celebrado los pueblos de Castilla, como pudieran celebrar los triunfos del genio del bien sobre el genio del mal; y al que entrando en Madrid hizo publicar el sagrado código de nuestra Constitución, obra inmortal de este augusto Congreso.

»En lo demás las Cortes generales y extraordinarias no omitirán medio alguno para terminar felizmente la lucha en que la España, y tantas otras naciones se hallan empeñadas; y no ya esperan ni confían de parte del duque de Ciudad-Rodrigo, sino que dan por seguros nuevos triunfos y victorias, y cuentan con que los ejércitos españoles y aliados, conducidos por tan ilustre caudillo, no solo arrojarán a las huestes francesas más allá del Pirineo, sino que, si menester fuese, colocarán sobre las márgenes del Sena sus triunfantes pabellones; pues no sería la vez primera que los leones españoles han hollado en sus orillas las antiguas lises de la Francia.»