Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XXI
Levantamiento del sitio de Cádiz
Resultado general de la campaña de 1812
1812 (de agosto a fin de diciembre)

Influencia de los sucesos de Castilla en Andalucía.– La que ejercieron en el mariscal Soult.– Levantan los franceses el sitio de Cádiz.– Regocijo en aquella ciudad.– Abandona Soult a Sevilla.– Combate y triunfo de los españoles en el barrio de Triana.– Entran en Sevilla los aliados.– Soult en Granada.– Persíguele Ballesteros.– Únese Drouet a Soult en Huescar, atraviesan el reino de Murcia, y pasan a incorporarse a José en el de Valencia.– Ocupan los españoles a Córdoba.– La administración francesa en Andalucía.– Exacciones, impuestos, despojos.– Objetos artísticos llevados a Francia.– Entrevista y conferencia del rey José y de los generales Jourdan, Suchet, Soult y Drouet en Fuente la Higuera.– Plan de operaciones.– Reunión de ejércitos franceses.– Acuerdan auxiliar al de Portugal en Castilla.– Recobra el rey José a Madrid, huyendo delante de él el inglés Hill.– Consternación de los madrileños.– Discreta y patriótica conducta de don Pedro Sainz de Baranda.– Sale otra vez José de Madrid la vía de Salamanca.– Llegan allí Soult y Drouet.– Malogran los franceses la ocasión de batir a Wellington y los aliados.– Responsabilidad que en esto cupo al duque de Dalmacia.– Sucesos en Valencia.– Acción de Castalla, desastrosa para los españoles.– Culpose de ello a don José O'Donnell.– Clamores que en las Cortes se levantaron contra él.– Proposiciones que se hicieron.– Acres censuras y vehementes discursos.– Comisión de guerra que se nombró.– Renuncia del regente don Enrique O'Donnell, hermano del general.– Debates que hubo sobre ella.– Le es admitida a pesar de su gran reputación y general estima.– Dificultades para su reemplazo.– Candidatos y partidos que los sostienen.– Es nombrado regente don Juan Pérez Villamil.– Sus ideas políticas.– Arribo de una escuadra anglo-siciliana a Alicante.– Marcha de la expedición al interior de la provincia.– Prepárase a resistirla Suchet.– Vuelve aquella a Alicante.– Sucesos de Aragón.– Sarsfield.– Sucesos de Cataluña.– Lacy.– Nueva distribución de ejércitos españoles.– Resumen y resultado de la campaña de 1812, hecho por un historiador francés.
 

El triunfo de las armas aliadas en Arapiles y la entrada de nuestros ejércitos en Madrid, obligando al monarca intruso a evacuar la capital y refugiarse en Valencia, eran acontecimientos que así como reanimaban el espíritu de todos los buenos españoles, necesariamente habían de ejercer influencia en opuesto sentido en los enemigos que estaban dominando otras provincias de la monarquía. El mariscal Soult, duque de Dalmacia, hasta entonces tan sordo a las excitaciones del rey José, y tan resistente a obedecer y cooperar a las combinaciones que aquél y su mayor general Jourdan proyectaban y le proponían como convenientes, reconoció al fin la necesidad de abandonar la Andalucía en que tan a gusto se encontraba, y en que obraba a modo de soberano. El 24 de agosto se decidió a levantar el sitio de Cádiz, y el 25 quedó, después de dos años y medio, descercada la Isla, arrojando al mar la artillería de sitio, y destruyendo las municiones, no sin lanzar antes y como por vía de despedida multitud de bombas a la plaza, aumentando la carga de tal manera que muchas piezas reventaron. Del mismo modo se retiraron también los franceses de la serranía de Ronda y de las márgenes del Guadalete, clavando la artillería, y dejando abandonadas las barcas cañoneras, de que se aprovecharon los nuestros.

Fácil es comprender el regocijo que causaría en Cádiz tan fausto acontecimiento. Celebrose con todo género de fiestas, y las Cortes acordaron en la sesión del 25 que se cantara un solemne Te Deum en la iglesia del Carmen, a que asistieron al siguiente día todos los diputados, con cuyo motivo no hubo aquel día sesión. Notose sin embargo más júbilo en la gente forastera, y que de parte de los vecinos no mostraban todos tanta alegría como era de esperar, lo que se atribuyó, ya a haber bastantes oriundos de extranjeros, ya a que a algunos de los mismos naturales no les iba mal con las ganancias que aquel estado de cosas les proporcionaba en sus especulaciones mercantiles{1}.

Abandonó igualmente Soult el 27 la ciudad de Sevilla, dejando solo una parte de su retaguardia, la cual no debía salir hasta cuarenta y ocho horas después. Avanzaba ya sobre aquella ciudad el general español Cruz Murgeón, acompañado del coronel inglés Skerret con fuerza británica, yendo delante de todos el escocés Downie, que había levantado una legión llamada de Leales Extremeños, vestidos a la antigua usanza. Semejante pensamiento había inspirado a la marquesa de la Conquista, descendiente del ilustre don Francisco Pizarro, la idea de regalar a Downie la espada de aquel célebre conquistador que conservaba la familia. Alcanzaron los nuestros y batieron aquella fuerza enemiga en los olivares de Castillejo de la Cuesta: prosiguiendo los ataques, obligáronla a replegarse sobre el barrio de Triana, separado de Sevilla por el Guadalquivir: marchando adelante los aliados, metiéronse en Triana, empeñándose un recio combate en la cabeza del puente. El intrépido Downie quiso saltar él solo a caballo por un hueco que las tablas del puente dejaban; costole tan temerario arrojo ser derribado del caballo, herido en la mejilla y en un ojo, y caer prisionero; pero tuvo serenidad para arrojar a los suyos la espada de Pizarro, evitando así que cayera tan glorioso trofeo en manos de enemigos. A pesar de este contratiempo nuestras tropas pasaron el puente encaramándose por las vigas: aturdidos con esto los franceses, metiéronse en la ciudad, cuya puerta cerraron.

No les bastó ya esta precaución. Apresuráronse los paisanos a colocar tablones sobre el puente; pasáronle nuestras tropas, y al verlas los vecinos de Sevilla abriéronles la puerta del Arenal, echaron las campanas a vuelo, comenzaron a colgar los balcones de las casas, penetraron los aliados en las calles, y llenos de espanto los franceses, arrojando algunos sus armas, salieron de tropel por las puertas Nueva y de Carmona camino de Alcalá, dejando dos piezas y sobre 200 prisioneros, abandonando también a un trecho de la ciudad al valiente Downie, estropeado de las heridas. No se empeñaron por entonces los nuestros en la persecución de los franceses. Celebrose en Sevilla la entrada de los aliados con el entusiasmo propio del carácter de aquellos naturales, y el 29 de agosto se publicó la Constitución de Cádiz, según se hacía en los pueblos que se iban reconquistando.

Marchaba el mariscal Soult camino de Granada, mas no sin que le molestara por retaguardia y flanco el general Ballesteros, ya que le faltaran fuerzas para atacarle de frente. Iba Ballesteros bordeando las sierras de Torcales y amparándose de ellas. El 3 de setiembre alcanzó en Antequera la retaguardia enemiga, y le cogió tres cañones con algunos prisioneros. Volvió a alcanzarla el 5 en Loja, y algunos jinetes la fueron hostigando hasta la misma vega de Granada. Entró en esta ciudad, y solo permaneció en ella lo necesario para dar lugar a que se le reunieran los destacamentos de varios pueblos, entre ellos las tropas de Málaga, que al salir volaron el castillo de Gibralfaro. Venía también caminando de Extremadura a Córdoba, con objeto de incorporársele, el general Drouet, conde de Erlon, con el 5.º cuerpo francés: el general inglés Hill que hubiera podido perseguirle, no lo hizo, llamado entonces por Wellington al Tajo y hacia Castilla, como en el anterior capítulo dijimos. Solo le fue rastreando un trozo de caballería que destacó el general español Penne Villemur. Así fue que llegó Drouet sin dificultad a Córdoba, de donde prosiguió despacio a la provincia de Jaén, y como ya en este tiempo hubiera salido Soult de Granada (16 de setiembre), diose prisa a alcanzarle y se le incorporó en Huéscar.

Conforme los enemigos iban evacuando las ciudades de Andalucía, ocupábanlas los nuestros. En Córdoba, además del coronel Schepeler que iba en pos de Drouet enviado por Villemur, entró el partidario don Pedro Echavarri, hombre atropellado y ligero, que arrogándose el mando, que después confirmó la Regencia, publicó la Constitución, y haciendo gala de un exagerado españolismo, y queriendo halagar las pasiones del vulgo, con el que gozaba de bastante favor, al propio tiempo que procuraba agradarle con prácticas y actos públicos de devoción, mostrose perseguidor riguroso, al modo que en Madrid don Carlos de España, de todo el que con razón o sin fundamento, y acaso solo por resentimiento o venganza personal, era denunciado como partidario del gobierno intruso. En Granada, al día siguiente de haber salido de ella Soult, entró el general Ballesteros con su ejército, yendo delante el príncipe de Anglona, y siendo recibidos con el júbilo que lo hacían todas las poblaciones en el momento de verse libres de franceses. El mariscal Soult y el conde de Erlon ya unidos prosiguieron por el reino de Murcia, encaminándose a Valencia, donde los llamaba el rey José, para combinar su nuevo plan de operaciones para ver de reparar las pérdidas y resarcir los quebrantos que les había ocasionado Wellington, y de que hemos dado noticia a nuestros lectores.

Al hablar un ilustrado historiador español de la evacuación de las Andalucías por las tropas francesas que las habían ocupado largos dos años, hace importantes y curiosas observaciones sobre la administración francesa en aquellas provincias y sobre los sacrificios enormes que les impuso, sacadas de datos y documentos apreciables, y de que nosotros tampoco podemos desentendernos. A pesar de la dificultad de poder calcular con exactitud todo lo que aquellas ricas comarcas tuvieron que suministrar en aquel período, ya en metálico por la contribución extraordinaria llamada de guerra, ya en especies y frutos para la manutención de hombres y caballos, hospitales, &c., de una liquidación practicada por el conde de Montarco, comisario regio del rey José, resulta haberse entregado a la administración militar francesa en todo aquel tiempo la suma enorme de 600.000.000 de reales, no contando las derramas sueltas impuestas arbitrariamente por los jefes de columnas y recaudadas sin cuenta ni razón. Y la suma no debe parecer exagerada, constando también de datos oficiales que sola la provincia de Jaén pagaba por contribución de guerra 21.600.000 de reales al año, y que entre este impuesto y el de subsistencias satisfizo desde febrero de 1810 hasta diciembre de 1811 la cantidad de 60.000.000 de reales.

Hacía más sensibles estos sacrificios el no haber podido disponer, siquiera para el ramo de suministros, de los granos procedentes del diezmo, los cuales dispuso Soult que se depositasen en almacenes de reserva. Aconteció esto precisamente en años de escasísima cosecha; y como era también frecuente y casi incesante el embargo de caballerías para bagajes, acarreos y trasportes, resultaba no poderlas dedicar los naturales, ni al cultivo de sus tierras, ni al comercio y tráfico interior. De modo que todas eran causas de empobrecimiento y de miseria.

Juntose a esto el despojo de la plata y oro de los templos, no ya solo de las catedrales, sino de los conventos y parroquias, y hasta de las ermitas de las pequeñas aldeas. Recurso que por cierto fue de más escándalo que producto; pues como decía Azanza en una de las cartas al ministro de Negocios extranjeros en la correspondencia que los nuestros le interceptaron: «La plata de las iglesias parece de un gran valor al primer golpe de vista; mas cuando se la junta para fundirla, se encuentra por lo común con que son delgadas planchas para cubrir la madera; y este recurso no puede producir fondos para subvenir a las más urgentes necesidades de la tesorería.» Pero despojó a los conventos e iglesias de otros objetos, que si no tenían el valor intrínseco del oro y de la plata, eran de un valor artístico inapreciable. Hablamos de los magníficos y preciosos cuadros de los célebres pintores de la escuela sevillana que decoraban los templos y conventos de Andalucía, y que una comisión imperial establecida en el alcázar de Sevilla tenía encargo de recoger para que fuesen a enriquecer el museo de París.

«Cúpoles esta suerte, dice el indicado escritor, a ocho lienzos históricos que había pintado Murillo para el hospital de la Caridad, alusivos a las Obras de Misericordia que en aquel establecimiento se practican. Aconteció lo mismo al Santo Tomás de Zurbarán, colocado en el colegio de los religiosos dominicos, y al San Bruno del mismo autor, que pertenecía a la Cartuja de las Cuevas de Triana, con otros muchos y sobreexcelentes, cuya enumeración no toca a este lugar.– Al ver la abundancia de cuadros acopiados, y la riqueza que resultaba de la escudriñadora tarea de la comisión, despertose en el mariscal Soult el deseo vehemente de adquirir algunos de los más afamados. Sobresalían entre ellos dos de Bartolomé Murillo; a saber, el llamado de la Virgen del Reposo, y el que representaba el Nacimiento de la misma divina Señora. Hallábase el último en el testero a espaldas del altar mayor de la catedral, a donde le habían trasladado a principios del corriente siglo por insinuación de don Juan Ceán, sacándole de un sitio en que carecía de buena luz… Gozando ahora de ella, creció la celebridad del cuadro… Han creído algunos que el cabildo de Sevilla hiciera un presente con aquel cuadro al mariscal Soult; mas se han equivocado, a no ser que dieran ese nombre a un don forzoso. Y lo explica diciendo que hizo el mariscal una insinuación tan directa, que el cabildo, después de conferenciar, resolvió dar de grado lo que de otro modo habría tenido que dar por fuerza.– «Los cuadros, añade, que se llevó el mariscal Soult no han vuelto a España, ni es probable vuelvan nunca. Se recobraron en 1815 del museo de París varios de los que pertenecían a establecimientos públicos, entre los cuales se contaron los de la Caridad, restituidos a aquella casa, excepto el de Santa Isabel, que se ha conservado en la Academia de San Fernando de Madrid. Con eso los moradores de Sevilla han podido ufanos continuar mostrando obras maestras de sus pintores, y no limitarse a enseñar tan solo, cual en otro tiempo los sicilianos, los lugares que aquellos ocupaban antes de la irrupción francesa.»

Volviendo a las operaciones militares, hicieron Soult y Drouet reunidos su travesía por la provincia de Murcia a la frontera de Valencia, con no poco trabajo por la falta de víveres y de caminos para la artillería, y el 2 de octubre se estableció el cuartel general en Almansa. El 3 pasó el rey José acompañado de los mariscales Jourdan y Suchet a Fuente la Higuera, donde fue a incorporárseles el duque de Dalmacia, verificándose así la reunión tan apetecida. El rey, además de los motivos de resentimiento con Soult que hemos diversas veces indicado, tenía aún otro más grave{2}, pero se mostró generoso, y dispuesto a olvidar todo lo pasado, y se entró en conferencia sobre los negocios del momento. Propuso el rey en esta conferencia que cada uno de los mariscales emitiera su opinión sobre las operaciones que convendría emprender. Unánimes estuvieron en cuanto a la conveniencia de ponerse inmediatamente en comunicación con el ejército de Portugal; no así en cuanto a la manera de operar. No nos detendremos a dar cuenta de cada una de estas opiniones: el rey optó por la de Jourdan, a saber, que los ejércitos del Mediodía y del Centro marcharan a recobrar a Madrid, sin abandonar a Valencia, y en este sentido dio las órdenes el 7 de octubre. Entre ambos ejércitos componían una masa de 50.000 hombres de excelentes tropas con 84 cañones, los cuales deberían marchar desde Almansa a Aranjuez, sin que por eso quedara debilitado el duque de la Albufera.

Todavía el de Dalmacia, después de recibir las órdenes del rey en lo que a él le concernía ejecutar, le anduvo proponiendo mudanzas y variaciones, resistiendo sobre todo desprenderse de 6.000 hombres que se le mandaba agregar de su ejército al del Centro; hasta que irritado el rey de tanta obstinación le intimó que si no ejecutaba literalmente sus órdenes trasmitiera el mando del ejército al conde de Erlon, y él pasara a París a dar cuenta de su conducta{3}. Entonces Soult se sometió a la voluntad de su jefe. Ya el de Erlon (Drouet) había sido encargado de atacar el castillo de Chinchilla, sito en la cima de una roca, y guarnecido por menos de 300 españoles. Aun después de abierta brecha se mantenía firme el gobernador, que lo era el teniente coronel de Ingenieros don Juan Antonio Cearra. Pero hizo la fatalidad que en una terrible tormenta que se levantó el día 8 (octubre) cayese un rayo en el castillo, en la habitación misma del comandante, que quedó asfixiado con cerca de 50 de los suyos. Aturdidos los demás, capitularon el 9, no sin honra para nuestras armas.

Informado José de que al fin el ejército del Mediodía se había puesto en marcha, y en tanto que el general inglés Wellington se entretenía en el inútil cerco del castillo de Burgos, partió de Valencia con el del Centro, fuerte ya de 16.000 hombres, cuyo mando dio al conde de Erlon. Mientras él caminaba hacia Madrid por Cuenca y Tarancón, Soult entraba en Ocaña y avanzaba a Aranjuez, después de haber ahuyentado algunos escuadrones ingleses y portugueses. Los dos ejércitos franceses se encontraron pronto en línea a la margen izquierda del Tajo: ocupaban la derecha tres divisiones anglo-portuguesas del general Hill procedente de Extremadura, y los cuerpos españoles de Elío, Villacampa, Bassecourt, el Empecinado y otros: los cuales habrían podido defender el paso del río, si Wellington, en retirada entonces sobre Salamanca, no hubiera llamado a Hill y héchole marchar del Tajo al Tormes, como vimos por el anterior capítulo. Faltó así esa defensa, y el 30 de octubre, reparados los puentes de Aranjuez que el inglés había cortado, pasado por los franceses aquel río y vencida la resistencia que aún se intentó ponerles en el del Jarama, volvieron José y los franceses a entrar en Madrid el 2 de noviembre.

Dos días antes había pasado por la capital el general inglés Hill, y destruyendo a su paso las obras del Retiro, haciendo volar la casa de la China, recogiendo las tropas que Wellington había dejado en la corte y sus contornos, y llevando también consigo las divisiones del 5.º ejército español que había traído de Extremadura, prosiguió su marcha a Castilla la Vieja en cumplimiento de la orden del general en jefe de los ejércitos aliados. Grande fue la consternación y la pena de los habitantes de Madrid al ver entrar de nuevo al rey intruso, que habían creído ahuyentado para siempre. Y eso que la conducta de los aliados no les hacía desear su permanencia en la población. Tratados habían sido por los ingleses más como dominadores que como amigos: ofendíales su orgullo, disgustábales la ostentación de Wellington, y acabó de incomodarlos la despedida de Hill destruyendo, entre otras obras, uno de los mejores artefactos españoles. Pero al propio tiempo les afligía verse de nuevo desamparados y a merced del enemigo.

Por fortuna en aquellos momentos críticos de conflicto y de desamparo, hubo un regidor, un español tan patriota como prudente, bienquisto de sus convecinos, don Pedro Sainz de Baranda, que constituido como en única autoridad de la capital, poniéndose con admirable valor cívico al frente de todo, y haciendo sacrificio de su persona, dictó tan vigorosas y discretas medidas, que acertó a evitar los desórdenes y los males que todo el mundo recelaba y eran de temer en circunstancias tan tristes y tan comprometidas. El día 1.º (noviembre) se presentó Baranda en el puente de Toledo a parlamentar con un coronel francés, y concertó con él la manera de recibir al día siguiente a José y a sus tropas. Auxiliaban y acompañaban a Baranda algunos regidores, y todos contribuyeron a hacer que los franceses respetaran el vecindario, y tanto le respetaron en esta ocasión (debemos decir siempre la verdad), que después de su salida se estampó en la Gaceta de Madrid «que las tropas francesas en sus cinco días de permanencia habían observado la conducta más circunspecta y arreglada.»

La estancia del rey José fue pues pasajera, teniendo que salir en pos de Hill por la vía de Guadarrama a Castilla la Vieja a unirse al ejército francés de Portugal mandado por Souham, como aquél había ido a incorporarse al ejército anglo-portugués guiado por Wellington. Quedó otra vez en Madrid mandando don Pedro Sainz de Baranda, con el mismo acierto que los días primeros, y teniendo no poco que hacer para aprontar suministros, así al Empecinado y a Palarea, como al general Bassecourt y a otros caudillos españoles que se iban agolpando a la capital.

Lo que aconteció después de esto en Castilla la Vieja, hasta la reunión respectiva de todos los ejércitos así franceses como aliados a las márgenes del Tormes y cercanías de Salamanca, hasta la retirada de Wellington a Portugal, la distribución y repartimiento de unas y otras fuerzas, y el regreso del rey José a Madrid, donde entró otra vez el 3 de diciembre, lo dejamos ya relatado en el capítulo que antecede. Solo añadiremos ahora, que al decir de escritores entendidos en el arte de la guerra, perdieron los franceses la ocasión que se les presentaba de vengar los descalabros que antes les había hecho sufrir el generalísimo de los aliados, porque contando Wellington solamente con poco más de 60.000 hombres, pasando de 80.000 de excelentes tropas los que el francés reunía, no debió aquél refugiarse sano y salvo a Portugal. Así lo comprendió el mariscal Jourdan, que con más vehemencia y calor del que acostumbraba propuso a José un plan de ataque, cuyo éxito aseguraba bajo su responsabilidad, diciendo que la tomaba toda sobre su cabeza. El proyecto no solo agradó al rey José, sino que obtuvo la aprobación de Souham, de Drouet y de todos los generales que se hallaban presentes, a excepción de Soult, cuya resistencia fue bastante para que no se realizara, ya por consideración a ser el caudillo que mandaba mayor hueste, ya porque consultado Jourdan por José, aquel anciano mariscal, con una condescendencia hija de su edad y de su carácter, aconsejó al fin al rey que no se empeñara en contrariar a Soult, dejando toda la responsabilidad al duque de Dalmacia.

Por la parte de Valencia no habían sido felices nuestras armas en el verano de 1812. El general don José O'Donnell, que seguía mandando nuestros 2.º y 3.er ejércitos, con objeto de acometer al general Harispe que gobernaba la reserva francesa situada en el camino de Alicante, había procurado distraer las tropas del mariscal Suchet llamando su atención a la costa con una escuadrilla de buques ingleses y españoles que hizo aparecer a la vista de Denia y Cullera. Agolpó en efecto Suchet mucha parte de su gente en observación de la flota, sospechando que acaso fuese una escuadra anglo-siciliana que se recelaba viniese, procedente de Palermo. Tenía O'Donnell divididas sus tropas en cuatro cuerpos: los que regían Roche y Michelena acometieron a los franceses Mesclop y Delort que mandaban parte de la reserva de Harispe en las comarcas de Alcoy, Ibi y Castalla. En la primera embestida obligáronlos los nuestros a desamparar a Castalla, pero confiados después, dieron lugar a que saliendo los jinetes enemigos de unos olivares arremetiesen a nuestra infantería descuidada y no apoyada por la caballería, y a que la desbarataran y acuchillaran, tomando las dos únicas piezas que tenía, haciendo prisionero a un batallón entero de walones, y causando otros estragos. Atacó después Mesclop el cuerpo que mandaba Roche; con firmeza y serenidad le recibieron los nuestros, pero acudiendo con tropas de refresco el general Harispe desde Alcoy, los obligó a retirarse por las quebradas que conducen a Alicante, donde lograron entrar. Esta desgraciada acción, que se denominó de Castalla, nos costó más de 800 muertos y heridos, cerca de 2.800 prisioneros, 2 cañones, 3 banderas y muchas municiones.

Culpose de este desastre a don José O'Donnell; algunos también, aunque en menor escala, al coronel Santisteban por no haber acudido oportunamente con su caballería. Declamose mucho, se mostró una indignación general, y la Regencia se vio obligada a mandar que se formase causa en averiguación de los incidentes «que motivaron la desgracia de Castalla.» Movieron también no poco ruido en las Cortes, principalmente los diputados valencianos; pronunciáronse discursos vehementes; se clamó contra la Regencia, acusándola de omisión y descuido, se llamó la atención sobre la circunstancia de ser dos de los regentes, los señores O'Donnell y Rivas, hermanos, el uno del general en jefe que había perdido la acción del 21 de julio, el otro del intendente de aquel mismo ejército, y manifestando por lo mismo desconfianza del gobierno se pidió que la comisión investigadora fuese del seno de las Cortes, si bien otros diputados impugnaron esta proposición como inconstitucional, y no fue aprobada. Aunque la Regencia se apresuró a separar a O'Donnell del mando en jefe de aquel ejército, le nombró comandante general del de reserva, que solo existía en proyecto; cosa que acabó de irritar y produjo amargas censuras y acres recriminaciones de parte de muchos diputados{4}.

Se acordó al fin nombrar una comision de guerra, la cual presentó al día siguiente (18 de agosto) su dictamen, proponiendo que la Regencia nombrara inmediatamente persona de probidad, instrucción e imparcialidad que formara en el preciso término de quince días el sumario correspondiente sobre los sucesos de Castalla, empezando por averiguar la conducta del general en jefe; que se enviara a las Cortes copia certificada del sumario y de todos los procedimientos hasta su conclusión, para publicarlos por medio de la imprenta; y que se desaprobara la resolución de la Regencia en haber conferido a dicho general el mando de la reserva, quedando suspenso hasta saber las resultas del proceso. Todavía este dictamen fue vehemente y acaloradamente combatido por suave, pero al fin quedó aprobado. Lográronse con esto algunos objetos, y no fueron inútiles los debates de estas sesiones, en cuanto sirvieron de lección provechosa para lo sucesivo. Mas respecto a la causa particular que los había motivado, estuvo lejos de producir los resultados que había hecho esperar el calor con que se tomó, sucediendo con ella lo que muchas veces había ya acontecido con otras de esta índole en España.

Afectó, como no podía menos de suceder, al regente O'Donnell el asunto de su hermano; afectáronle también expresiones fuertes que se emitieron en el calor de la discusión; era pundonoroso; y se creyó en el deber de presentar a las Cortes la dimisión de su cargo de regente, acompañada de una exposición. Era el conde de La Bisbal hombre de aventajadas prendas, militar de gran reputación, el más entendido de los regentes en materias de guerra, muy comprometido en la causa nacional, nada opuesto a las reformas políticas, y por tanto difícil de ser reemplazado. Por eso, si bien se mostraron propensos a admitir su renuncia los diputados afectos al régimen antiguo, y los americanos llevados de otros fines que les eran propios, oponíanse a ella los más distinguidos entre los liberales, y de éstos se habrían opuesto todos o los más, a no obrar unos impresionados por lo de Castalla, otros por no disimularle el empeño, que calificaban de tenaz, en sostener a su hermano. Así fue que, con ser hombre de cuyas condiciones se tenía generalmente gran concepto, y con reconocerse la dificultad de su sustitución, llegado el caso de votarse su renuncia, le fue admitida en votación nominal por considerable mayoría. Tratose todo en sesiones secretas.

Dividiéronse primero los pareceres, y después los votos, en cuanto a la persona que había de reemplazarle. Fijáronse no obstante más principalmente los dos grandes partidos del Congreso en dos sujetos notables que los representaban, a saber, don Pedro Gómez Labrador, y don Juan Pérez Villamil. El primero, conocido ya por su firmeza en las conferencias de Bayona, hombre de luces e inclinado a las ideas reformadoras, tenía en su favor el haber venido de Francia donde estaba retenido, burlando la policía del imperio. El segundo, con justa fama de jurisconsulto y de erudito, tenía en contra suya el haber venido también de Francia con permiso y pasaporte de aquel gobierno, si bien pedido para un objeto y con un pretexto ajeno a la política; pero favorecíale en concepto de muchos el ser abiertamente enemigo de innovaciones y muy apegado a las viejas doctrinas. Disputose, pues, la elección entre los dos partidos; y por más que no se comprendan, o parezca no comprenderse bien ciertos triunfos de los desafectos a las ideas liberales con la mayor parte de las providencias de las Cortes, venció también este partido en aquella lucha, quedando elegido regente, aunque por muy corta mayoría, don Juan Pérez Villamil; el cual, al prestar su juramento en las Cortes (29 de setiembre), se creyó obligado a pagar un tributo, siquiera fuese hipócrita, y que no salía de más adentro que los labios, a las ideas modernas, prometiendo seguir «por los rectos y luminosos principios del admirable código constitucional que las Cortes acababan de dar a la nación española.{5}» Ya hemos visto que no fue éste ni el solo ni el primer ejemplo de mentidas ofertas de esta índole en aquella época.

La sensación fatal que había hecho en Valencia el infortunio de Castalla se templó en mucha parte con el arribo a las aguas de Alicante de una expedición anglo-siciliana, que se había estado preparando en Palermo con 6.000 hombres de desembarco. De allí había partido a Mahón, donde se le reunió la división de Whittingham que ocupaba las Baleares, compuesta de 4.500 hombres. Mandaba la expedición el teniente general Maitland, y desde Mahón se había dirigido a la costa de Cataluña con ánimo de desembarcar en el Principado. Mas los generales españoles, Lacy, Eroles y demás que allí guerreaban, indicaron al jefe británico que el país prefería sostener la lucha con las fuerzas de sus propios naturales para no llamar tanto la atención del enemigo, y persuadiéndole de que sería más útil para la causa de España su presencia en Alicante. Diose por convencido Maitland, hizo rumbo a esta plaza, y desembarcó en ella sus tropas (10 de agosto). Unidas con las nuestras avanzaron tierra adentro, obligando a Suchet a reconcentrar las suyas en San Felipe de Játiva y sus contornos, donde recibió refuerzos y levantó obras de defensa, dispuesto a resistir a los aliados.

No tuvo necesidad de ello, porque noticiosos los nuestros de que el rey José marchaba de Madrid con el ejército del centro sobre el reino de Valencia, replegáronse otra vez sobre Alicante. Hemos referido ya la llegada de José a Valencia, su unión con el mariscal Suchet (1.º de setiembre), la concurrencia del mariscal Soult procedente de Andalucía, y la del conde de Erlon viniendo de Extremadura, la entrevista de los generales en Fuente la Higuera, el plan de campaña que acordaron, y las operaciones que de sus resultas emprendieron. En su consecuencia nuestras tropas de la costa oriental redujéronse a permanecer unas en Alicante, a correrse otras a la Mancha, donde se incorporaron al general inglés Hill, tomando después parte en los sucesos de Castilla que ya conocemos. El mando del segundo y tercer ejército nuestros, que eran los que por la parte de Valencia operaban, se confirió después de la separación de O'Donnell a don Francisco Javier Elío, que había regresado del Río de la Plata, donde recordarán nuestros lectores haberle destinado el gobierno de Cádiz.

En cuanto a las demás provincias a que se extendía el mando del mariscal Suchet, a saber, Aragón y Cataluña, los sucesos militares del resto de este año 1812 no tuvieron ni con mucho la importancia de los de las Castillas y las Andalucías, los dos núcleos de la lucha durante todo el segundo semestre. La Regencia había dado la comandancia general de Aragón a don Pedro Sarsfield, que en su virtud pasó allá desde Cataluña, teatro antes de sus operaciones, llevando consigo algunos cuadros de aquel ejército compuestos de gente veterana y aguerrida. Su primer golpe en Aragón fue apoderarse de Barbastro (18 de setiembre), y de los acopios que allí habían hecho los enemigos. Redújose lo demás hasta fin del año a sorpresas, reencuentros, rebatos y peleas parciales, pero frecuentes y casi continuas, apropósito para traer en inquietud y desasosiego perpetuo a los contrarios, ya alternando, ya obrando de concierto en este género de guerra, y ayudando a Sarsfield, por puntos diferentes, Mina, Villacampa, Gayán, Durán, y a veces también el Empecinado, amenazando poblaciones importantes, y poniendo en ocasiones en cuidado hasta la misma Zaragoza.

Continuaba Lacy en Cataluña, incansable y activo, el mismo sistema de guerra que había emprendido desde que nos tomaron los franceses todas las principales ciudades, plazas y puertos. Reducido a las fuerzas y recursos del país, cuyo espíritu mantenía admirablemente, ayudábanle en esta difícil tarea con eficacia suma caudillos tan enérgicos y briosos como el barón de Eroles, Manso, Milans y otros que allí trabajaban, y auxiliándole algunas veces por mar un comodoro inglés que corría aquella costa. Fatigados los generales franceses de las tramas que contra ellos se urdían a cada paso en el país, solían ensangrentarse contra los que o eran o se figuraban ser conspiradores, y con fundamento, o por mera apariencia o por simple denuncia los encarcelaban y perseguían: pero entonces Lacy publicaba, según costumbre de nuestros caudillos, un edicto conminando con crueles represalias, ante cuya actitud solían contenerse y enfrenarse un poco los franceses.

Tales fueron los sucesos militares de alguna cuenta en las diferentes comarcas que hemos recorrido, y en que principalmente lucharon este año las fuerzas contendientes. Al terminar aquél hizo la Regencia una novedad en la distribución de los ejércitos, reduciendo a cuatro de operaciones y dos de reserva los que antes constituían siete de igual clase, aunque de importancia no igual por su número y por su objeto. Formáronse ahora del modo siguiente. Era el primero el de Cataluña, cuyo mando se dio al general Copons y Navia. Hízose el segundo de los que antes eran segundo y tercero, y continuó a las órdenes del recién nombrado general en jefe don Francisco Javier Elío. Mandaba el que antes era cuarto y ahora tercero el duque del Parque. Formose el cuarto de los anteriores quinto, sexto y sétimo, que siguió rigiendo Castaños. Los dos de reserva habían de organizarse, uno en Andalucía y otro en Galicia, al mando aquél del conde de La Bisbal que acababa de ser regente, y éste de don Luis Lacy a quien hemos visto hasta ahora mandando en Cataluña. Consiguiente al nombramiento de generalísimo hecho en lord Wellington se ponía a sus inmediatas órdenes una fuerza de 50.000 hombres.

Puede decirse que pertenece a este año, aunque se publicó en los primeros días de enero de 1813, un decreto de las Cortes autorizando a la Regencia a nombrar a los generales en jefe de los ejércitos de operaciones capitanes generales de las provincias de los distritos que se les asignaban, y disponiendo que en cada una de ellas hubiese un jefe político y un intendente, y que éstos, así como los alcaldes y ayuntamientos, hubieran de obedecer las órdenes que en derechura les comunicara el general en jefe respectivo del ejército de operaciones en todo lo concerniente al mando de las armas y al servicio del mismo ejército, quedando a aquellos en todo lo demás libre y expedito el ejercicio de sus facultades{6}.

«Tal fue (dice un historiador francés, resumiendo los resultados de la campaña de este año, y a su testimonio nos remitimos) esta triste campaña de 1812, que después de comenzar con la pérdida de las plazas de Ciudad-Rodrigo y Badajoz, dejadas imprudentemente al descubierto por nosotros, ya para tomar a Valencia, ya para encaminar parte de nuestras tropas hacia Rusia, se interrumpió un momento, tornó a ser proseguida, y señalose por la pérdida de la batalla de Salamanca, de resultas del alejamiento de Napoleón, de la autoridad insuficiente de José, de la negativa de varios generales a aprontar socorros, de la lentitud de Jourdan, de la temeridad de Marmont: campaña que terminó por la salida de Madrid, por la evacuación de Andalucía, por una reunión de fuerzas, que, si bien tardía, pudiera hacer expiar a lord Wellington sus harto fáciles victorias, si la condescendencia de José y de Jourdan, al discernir el buen partido que debía tomarse y no osar hacer que prevaleciese, no produjera la última desgracia de ver a un ejército de 40.000 ingleses escaparse de 85.000 franceses colocados sobre su línea de comunicaciones. Así este año de 1812, los ingleses nos tomaron las dos plazas importantes de Ciudad-Rodrigo y Badajoz, nos ganaron una batalla decisiva, nos quitaron a Madrid por un instante, nos obligaron a evacuar a Andalucía, nos desafiaron hasta Burgos, y volviendo sanos y salvos de tan atrevida punta pusieron de manifiesto la debilidad de nuestra situación en España, debilidad debida a muchas causas deplorables, si bien referentes a una sola, al descuido de Napoleón, que grande como era, no poseía el don de ubiquidad, y no pudiendo mandar bien desde París, menos lo podía desde Moscú; que resolviéndose al fin a fiar su autoridad a su hermano, no se la delegó plena, por desconfianza, por prevención, por no se sabe qué enfado inoportuno…»

Aludiendo luego a la desastrosa campaña de los ejércitos franceses en Rusia, que coincidió con sus pérdidas en España, añade: «Tantos sucesos desastrosos en el Norte, fatales cuando menos en el Mediodía, debían producir y produjeron una viva emoción en Europa… A cierta especie de alegría delirante se entregaba la Inglaterra, que, olvidando que su hueste había tenido que salir de la capital española, solo pensaba en el honor de haber entrado; que después de restituir al gobierno de Cádiz la ciudad de Sevilla, se lisonjeaba de haber así libertado la península de sus invasores; que tras de alentar mucho la resistencia del emperador Alejandro sin esperanza alguna, se hallaba poseída de asombro al saber que sobre el Niemen tornábamos vencidos… Estupefacta Alemania del espectáculo que tenía ante los ojos, empezaba a creernos vencidos, aun no se atrevía a creernos arruinados, se abandonaba a la esperanza de que así fuera, al ver desfilar unos tras otros a nuestros soldados extraviados, helados, hambrientos, siempre aguardaba a ver por fin asomar el esqueleto del grande ejército, y no viéndolo llegar nunca, empezaba a juzgar verdadero lo que publicaba el orgullo de los rusos, y que ni este esqueleto existía…»

Así se combinaron los desastres de Francia en España y Rusia a fines de 1812.




{1} He aquí como se expresa respecto a este particular el señor Villanueva, diputado, y testigo de todo: «No puede explicarse el júbilo de esta mañana, luego que el pueblo al amanecer entendió ser cierta la fuga de los franceses y el levantamiento del sitio. Sin embargo se observó que generalmente estas demostraciones eran de los forasteros, y que de los avecindados en esta ciudad una gran parte mostró indiferencia, algunos tristeza y pesar. Atribuíase esto a que hay aquí muchos franceses, o hijos, o nietos, o deudos de franceses, los cuales por punto general entran en las miras o en los intereses de aquella nación, y no conocen otro patriotismo; a que durante el sitio han procurado algunas personas de esta ciudad sacar partido de él, haciendo especulaciones mercantiles que les han sido lucrativas; en estos últimos dos meses del bombeo han enriquecido muchos vecinos con inquilinatos o subarriendos de parte de sus viviendas a precios desmedidos: todos estos es regular que miren la fuga del enemigo como el término de sus ganancias, lo cual duele a los que no tienen más patria que su bolsillo… Las causas serán estas u otras, pero el hecho es cierto, y ha sido notado por muchos aun de Cádiz.»– Viaje a las Cortes: sesión secreta del 25 de agosto.– Dejemos a la responsabilidad de este escritor la exactitud o inexactitud del hecho y de sus juicios.

{2} Provenía éste de una carta de Soult con despachos para el emperador que llevaba un capitán de navío, el cual huyendo de los ingleses arribó a Valencia, y sabiendo que se hallaba allí el rey le entregó los pliegos para que los hiciese llegar a su hermano. José, sospechando de Soult, los abrió, y se quedó absorto al encontrarse con que le denunciaba como traidor que estaba en correspondencia con los enemigos. José no obstante se hizo el disimulado.– Memorias del rey José, tomo VIII, lib. XI.

{3} Todos estos hechos aparecen justificados en correspondencia auténtica.

{4} «V. M. (decía uno) tiene ya el desengaño a la vista, pues que siendo el general en jefe el primer responsable de las operaciones militares con arreglo a ordenanza, el gobierno a la primera noticia que ha recibido le ha calificado de inocente, nombrándole desde luego para mandar un cuerpo de reserva: un general, pues, que así se halla sostenido por el gobierno, del que forma parte su hermano, sin embargo de haber sido el suceso tan escandaloso, ¿qué ventaja tan conocida no lleva sobre los oficiales y jefes de aquel ejército para prometerse muy felices resultados de la averiguación mandada por el gobierno…?»

«¿Quién es el general en jefe (exclamaba otro)? El hermano de un regente. ¿Quién ha de nombrar el comisionado? La Regencia. ¿Quién será el que se nombre? Un militar subalterno, y dependiente más que otro alguno del poder ejecutivo. ¿Quiénes los testigos? Militares. Pregunto ahora: ¿tendrán éstos libertad para deponer contra un general en jefe, hermano de un regente, y ante un comisionado nombrado por la Regencia, que por más que se diga, ha de hallarse comprometido y envuelto en mil consideraciones y respetos? Y cuando nos desentendamos de todo lo dicho, ¿la nación podrá mirar sin sospecha este proceder?» Y concluía diciendo, que el nombramiento de comandante general de un ejército de reserva, que no existía, era capaz de abatir el ánimo del comisionado, de los testigos, y de todos los que tuvieran que entender en el proceso.»

«Exijo antes de todo (decía otro) por condición indispensable que todos los jefes que han mandado en la acción de Castalla, incluso el general, se pongan en un castillo sin comunicación, puesto que no lo ha hecho el gobierno, el cual además ha conferido al mismo general en jefe otro destino para que no le costase el trabajo de pedirle. Señor, si los clamores de aquellas provincias no hubieran llegado tan uniformes, podría haber algún género de duda; pero no la hay. El escándalo ha sido muy grande; llegue pues el castigo hasta el exterminio…»

«Yo creo al regente O'Donnell (decía este mismo) capaz de firmar la muerte de su hermano si le creyera delincuente; pero no podré asegurar del mismo modo que habrá veracidad en las declaraciones… &c.»

{5} A don Pedro Labrador le confirió la Regencia en propiedad, para darle un testimonio público de su aprecio, la secretaría del Despacho de Estado, en reemplazo del marqués de Casa-Irujo, a quien exoneró de ella.

{6} Decreto de las Cortes de 6 de enero de 1813.