Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo XXII
Cortes. El voto de Santiago
Mediación inglesa. Alianza con Rusia
1812 (de junio a fin de diciembre)
Tareas legislativas.– El Tribunal de Guerra y Marina.– Reglamento del Consejo de Estado.– Declárase a Santa Teresa de Jesús patrona de España.– Premios al patriotismo y la lealtad.– Sentencia contra el obispo de Orense.– Abolición del Voto de Santiago.– Tratado de amistad y alianza entre España y Rusia.– Medidas sobre la contribución extraordinaria de guerra.– Disposiciones electorales.– Providencias sobre administración de justicia.– Debates sobre los que habían recibido empleos y gracias del gobierno intruso. Diferentes decretos sobre la materia.– Censura que por ellos se hizo a las Cortes en opuestos sentidos.– Felicitación de la princesa del Brasil a las Cortes.– Carta de gracias de éstas.– Propósito que aquella envolvía.– Sus pretensiones a la Regencia definitivamente desechadas.– Mediación de Inglaterra para reconciliar las provincias de Ultramar.– Marcha que llevó esta negociación.– Conducta poco generosa de la Gran Bretaña.– Recelos de los españoles.– Término que tuvo este negocio.– Nuevas medidas en favor de los indios.– Abolición de los mitas.– Repartimiento de tierras.– Culto que las Cortes daban a la Constitución.– Providencia rigurosa que tomaron contra los diputados ausentes.– Presenta la comisión de Constitución su famoso informe sobre la abolición del Santo Oficio.– Señálase día para su discusión.– Fin de las tareas legislativas de 1812.
Habían entretanto proseguido las Cortes sus tareas legislativas, ya más regularizadas que al principio, aunque ingiriéndose con frecuencia entre las discusiones propias de los trabajos de organización política muchos asuntos o extraños o incidentales, como casi siempre acontece en estos cuerpos, y entonces más por las especialísimas circunstancias en que el país se hallaba, y por el trastorno general que había sufrido el reino. Por eso no daríamos como historiadores idea clara de las materias en que las Cortes se ocuparon, si quisiéramos seguir el orden en que las discutieron, porque sería truncar e interrumpir nosotros a cada paso nuestra narración, como ellas interrumpían e interpolaban las materias de debate. Y así preferimos el sistema de dar a conocer sus tareas, según que éstas iban produciendo medidas legislativas y tomando la forma de decretos.
Bajo este método, y anudando este capítulo con el XIX en que llegamos en nuestro examen hasta junio de 1812, vémoslas seguir creando y organizando los altos cuerpos administrativos, establecer el Tribunal especial de Guerra y Marina, que había de conocer de todas las causas y negocios contenciosos del fuero militar{1}, dar el reglamento del Consejo de Estado, señalando los asuntos que habían de enviársele en consulta, su distribución en secciones o comisiones, la manera de despachar aquellos, y la planta de la secretaría, y acordar que los secretarios de Estado y del Despacho tuvieran el mismo tratamiento y honores que los consejeros de Estado{2}. Más adelante se dispuso que la plaza del consejero de Estado que fuese elegido regente del Reino quedara vacante. Diéronse reglas para la aplicación que había de hacerse en la parte de diezmos destinada a las urgencias del Estado, y se determinaron las leyes que habían de regir sobre confiscos y secuestros.
Interpolada con las cuestiones políticas y económicas vino una declaración hecha por las Cortes, de una índole en verdad bien extraña, y al parecer no muy propia de una asamblea nacional del carácter de aquella, a saber: que España reconocía por su patrona y abogada a Santa Teresa de Jesús después del apóstol Santiago. Pidiéronlo así a las Cortes los padres carmelitas descalzos de Cádiz, en cuya iglesia se celebraban entonces las funciones cívico-religiosas, apoyando su petición en haber sido declarado aquel patronato por las Cortes de 1617 y 1626, aunque aquellos acuerdos no habían sido cumplidos, principalmente por la oposición que les había hecho el cabildo de Santiago. El asunto se cometió a la comisión especial eclesiástica, la cual presentó un largo y muy erudito y luminoso dictamen, en que después de probar con datos históricos ser exactos los hechos citados por los religiosos carmelitas, y de opinar que era conveniente y justo acceder a su petición, leyó un proyecto de decreto, que sin discusión fue aprobado, y se publicó a los pocos días (28 de junio) en los términos siguientes: «Las Cortes generales y extraordinarias, teniendo en consideración que las Cartes de los años 1617 y 1626 eligieron por patrona y abogada de estos reinos, después del apóstol Santiago, a Santa Teresa de Jesús, para invocarla en todas sus necesidades; y deseando dar un nuevo testimonio, así de la devoción constante de nuestros pueblos a esta insigne española, como de la confianza que tienen en su patrocinio, decretan: Que desde luego tenga todo su efecto el patronato de Santa Teresa de Jesús a favor de las Españas, decretado por las Cortes de 1617 y 1626, y que se encargue a los M. RR. Arzobispos, RR. Obispos, &c., dispongan acerca de la solemnidad del rito de Santa Teresa lo que corresponde en virtud de este patronato.»
Aunque en los meses de julio y agosto continuaban discutiéndose asuntos administrativos de importancia, de que ya iremos dando cuenta según que se fueron resolviendo, medidas definitivas se tomaron pocas, y éstas relativas a establecer reglas para la formación de ayuntamientos constitucionales, y para el mejor gobierno de las provincias que iban quedando libres, a premiar la lealtad y patriotismo de algunas ciudades y de varios individuos{3} o los servicios del duque de Wellington en la forma que hemos visto ya, a mandar que a la plaza principal de cada pueblo se la denominara Plaza de la Constitución, a algunas providencias sobre escribanías y procuras de los pueblos que fueron de señorío, y a exigir a la ciudad de Cádiz un servicio extraordinario de 10.000.000. Resolviose también por decreto de 17 de agosto la famosa causa del obispo de Orense que recordarán nuestros lectores, condenando a aquel prelado, que tan célebre se había hecho por su primer Manifiesto sobre las Cortes de Bayona, a ser expelido en el término de veinte y cuatro horas del territorio de la monarquía, a ser privado de todos sus empleos y honores civiles, y a ser declarado indigno de la consideración de español{4}.
Con medidas de trascendencia se inauguró el mes de setiembre. Fue la primera una orden a consulta del juez protector del Voto de Santiago, declarando que con arreglo a la Constitución quedaba extinguido el fuero privilegiado de aquel voto, y que en consecuencia debían conocer de él los jueces de primera instancia{5}. Anuncio era éste de la abolición radical que poco más adelante había de hacerse del famoso tributo que con aquel nombre venían pagando muchos siglos hacía varias provincias de España al arzobispo y cabildo de Santiago, consistente en cierta medida del mejor pan y del mejor vino que cosechaban los labradores, y que tenía por fundamento el diploma apócrifo de Ramiro I de León que se suponía dado a consecuencia de la fabulosa batalla de Clavijo, cuya falsedad dejamos probada en otro lugar de nuestra historia. Ya en tiempo de Carlos III se había escrito negando a la luz de la crítica histórica la autenticidad de aquel célebre voto y privilegio. En los primeros meses de este año 1812 había pedido su abolición considerable número de diputados. Discutiose después este asunto, impugnándole con copia de buena doctrina y erudición histórica, y señalándose en este sentido eclesiásticos de la instrucción de Villanueva y Ruiz Padrón; y por último se resolvió su abolición con el lacónico y descarnado decreto siguiente: «Las Cortes generales y extraordinarias, en uso de su suprema autoridad, han decretado y decretan la abolición de la carga conocida en varias provincias de la España europea con el nombre de Voto de Santiago.{6}»
Fue la segunda de aquellas medidas la ratificación hecha por las Cortes (2 de setiembre) del tratado de amistad y de alianza entre España y Rusia, fruto de anteriores negociaciones, ajustado y firmado, a nombre de la Regencia de España por el representante de la autoridad de Fernando VII don Francisco de Cea Bermúdez, y por el del emperador de todas las Rusias el conde de Romanzoff. Habíase suscrito a 20 de julio en Weliky-Louky; estipulábase en el artículo 1.º que habría amistad, sincera unión y alianza entre ambos soberanos; pero era muy notable el 3.º que decía literalmente: «S. M. el Emperador de todas las Rusias reconoce por legítimas las Cortes generales y extraordinarias reunidas actualmente en Cádiz, como también la Constitución que éstas han decretado y sancionado.» Extraña declaración en un tratado, pero importantísima para España y muy conveniente, como hecha por una gran potencia, empeñada ya como nosotros en la lucha contra el imperio francés. Enviáronse en su virtud las dos naciones plenipotenciarios que recíprocamente las representaran, siendo don Eusebio de Bardají y Azara el que la Regencia española nombró para la corte de San Petersburgo. Si más adelante fue aquel mismo emperador Alejandro el más declarado enemigo de las instituciones liberales de España, por entonces al menos, dado que así a él le conviniera, hízonos un importante servicio: de su contradictoria conducta a él, no a España, culpará la historia{7}.
Tras aquel documento, aunque sin conexión alguna con él (porque no puede haberla entre las medidas que con arreglo a las necesidades y a otras circunstancias va acordando un cuerpo legislativo), se publicó un reglamento para hacer efectiva la contribución extraordinaria de guerra impuesta por decreto de abril de 1811. Y como el carácter de esta contribución era comprender en ella a todos los españoles, sin otra excepción que los absolutamente pobres o meros jornaleros, era natural, aunque no por eso deja de ser digno de notarse, la prevención que en los primeros artículos se hacía, así a los arzobispos, obispos y cabildos, como a los eclesiásticos sueltos o no pertenecientes a corporación, como a los prelados de todos los monasterios y conventos de cualquier orden, para que en un plazo dado presentaran relaciones firmadas de todos los recursos que por cualquier concepto disfrutasen y utilidades líquidas que de ellos percibiesen. Igual prescripción se hacía a todas las clases, y en el término de quince días habían de proceder los ayuntamientos a la recaudación del tanto que a cada uno correspondiera.– Además de esta contribución extraordinaria de guerra, imponíanse otras particulares a las poblaciones para objetos también de guerra, tal como la que se impuso al vecindario de Cádiz para la reparación y conclusión de las obras del Trocadero, consistente en un recargo sobre el vino y la carne, sobre las entradas y localidades del teatro, sobre los alquileres de las casas, extendiéndose también a los pocos días a los cereales y a las harinas de toda especie.
Mandose formar juntas preparatorias para la elección de diputados a Cortes y provinciales, debiendo cesar las juntas de provincia tan luego como las diputaciones provinciales se constituyeran, así como cesaban las comisiones de partido según que se iban organizando los ayuntamientos constitucionales. Dábanse reglas de cómo los ayuntamientos de las ciudades y villas de voto en Cortes habían de elegir sus diputados para las presentes, y disponíase que los eclesiásticos seculares tuvieran voto en las elecciones municipales, pero con la prohibición de ejercer cargo alguno concejil{8}. Pocos días más adelante se ordenó que los alcaldes constitucionales de los lugares que fueron de señorío ejercieran en ellos la jurisdicción civil y criminal, así como se señaló el número de diputados que Madrid había de dar para las Cortes presentes y para las futuras ordinarias, a saber, cinco diputados y dos suplentes para las actuales, tres propietarios y un suplente para las sucesivas, y la manera de elegirlos. De este modo se iba arreglando parcialmente la administración política, en todo aquello que o no había sido previsto o no había podido ser comprendido en las medidas generales.
Legislábase al mismo tenor sobre la administración de justicia. Pues si bien se habían creado y organizado los tribunales en sus diferentes grados, y fijádoles sus respectivas atribuciones, todavía la experiencia iba mostrando la necesidad de dictar providencias parciales, que venían después de proposiciones que se iban presentando y discutiendo, ya por la iniciativa del gobierno, ya por la de los diputados. De este género fueron la visita general de cárceles que se mandó hacer al tribunal especial de Guerra y Marina, y a los prelados y jueces eclesiásticos en las de su jurisdicción, el reglamento que se expidió para las audiencias y juzgados de primera instancia, y las reglas con que habían de nombrarse y condiciones que habían de tener los magistrados y jueces, cuyos decretos fueron todos de un mismo día (9 de octubre). Las plazas de las audiencias y partidos habían de proveerse a propuesta del Consejo de Estado, con arreglo a la Constitución, si bien los títulos de los agraciados se expedirían por la Regencia conforme al formulario que las Cortes prescribían, sin exigir derechos a los magistrados que ya lo fuesen, siempre que no obtuvieran ascenso; porque hasta la minuta o modelo de cada título de regente, magistrado, fiscal, juez letrado, notario y escribano de número fue arreglado y publicado por las Cortes, así como los de empleos eclesiásticos, civiles y militares. En esta minuciosa regularización no se olvidó determinar los límites de las jurisdicciones eclesiásticas, castrense y ordinaria, juntamente con otras particulares prescripciones que sería prolijo enumerar.
Una cuestión enojosa y complicada había ocupado a las Cortes casi desde su principio en períodos diferentes, la de los delitos de infidencia, o sea lo que hubiera de hacerse con los españoles que se habían comprometido con el gobierno intruso, mayormente con los que habían obtenido o aceptado de él honores, cargos o empleos: cuestión de por sí desagradable por lo que tenía de personal, por la exaltación de las pasiones populares, y por el gran número de los que podían ser comprendidos, especialmente en las provincias de largo tiempo ocupadas por los franceses. Ya en 1810 evacuó el Consejo real una consulta sobre este asunto, y fuese por moderación, o por lo problemática que todavía entonces se presentaba la lucha, el informe de aquel cuerpo fue más suave que duro con los que estaban en el caso de ser juzgados. La comisión de justicia de las Cortes, a la cual pasó, juntamente con las de otras corporaciones e individuos, tampoco se mostró ni severa ni presurosa en proponer sobre el particular, las Cortes, no solo entonces, sino muchos meses después, como esquivando resolver sobre el negocio, acordaron suspenderle o aplazarle. Mas al compás que las provincias se iban libertando y que iban quedando al descubierto los que por infidencia o por debilidad se habían comprometido de algún modo con el rey intruso, si en unas partes eran tratados tal vez con demasiada benignidad, en otras eran encarnizadamente vejados, perseguidos y atropellados. Viéronse con esto obligadas las Cortes a tratar de nuevo y detenidamente este asunto, y de sus resultas y so color de dictar medidas para el mejor gobierno de las provincias que iban quedando libres, en el decreto de 11 de agosto de 1812 se mandaba que cesasen inmediatamente todos los empleados que hubiese nombrado el gobierno intruso, se anulaban los nombramientos de prebendados y jueces eclesiásticos, pero añadiendo que si constase al gobierno el patriotismo de algunos de éstos podrían continuar en el ejercicio de sus funciones; y si algún prelado se hubiese hecho sospechoso por su conducta con los enemigos, la Regencia podría suspenderle en el ejercicio de su ministerio hasta que se purificase, nombrando el mismo prelado la persona que entretanto le hubiera de sustituir.
No sin razón pareció este decreto pálido y tibio, atendido el encono popular contra los que se denominaba traidores o afrancesados. Y como por este tiempo y con motivo de la evacuación de Madrid por las tropas francesas diese el general don Miguel de Álava aquella proclama conciliadora, indulgente y generosa, de que dimos cuenta a nuestros lectores, y como llegasen a Cádiz fuertes representaciones de los pueblos y del ejército contra los que habían tomado partido con el enemigo, levantose en el seno de las Cortes gran clamoreo en contra de la política de indulgencia del general Álava; dos comisiones, una especial y otra la de Constitución, propusieron un nuevo proyecto sobre empleados del rey intruso, pronunciáronse discursos acaloradísimos{9}, la mayor parte respirando rigor y dureza, siendo resultado de esta fogosa discusión el decreto de 21 de setiembre, reformatorio del de 11 de agosto.
Declarábase en él que los empleados del gobierno intruso no podrían obtener ni empleo ni cargo alguno, ni ser diputados a Cortes, ni de provincia, ni concejales, ni tener voto electoral, sin perjuicio de la formación de causa a que por su conducta se hubiesen hecho acreedores. Los que hubiesen admitido insignias o distintivos del rey intruso, quedaban inhabilitados para siempre de usar las que antes tenían por el gobierno legítimo, así como de las rentas, pensiones, encomiendas o privilegios inherentes a ellos. Los duques, marqueses, condes o barones que hubiesen admitido la confirmación de sus títulos, no podrían usarlos durante su vida. Iguales penas se imponían a los eclesiásticos, no pudiendo ejercer las funciones de sus beneficios mientras no se purificaran, quedando entretanto secuestradas las rentas de sus empleos o dignidades, aun de las que antes tenían. Los ayuntamientos de cada pueblo, y lo mismo los prelados respecto de los eclesiásticos, formarían una lista de las personas que quedaban inhabilitadas, y la remitirían a la Regencia, la cual pasaría copia a las Cortes y al Consejo de Estado para su inteligencia y gobierno. Los que solicitaren empleos o gracias, y tuvieran que purificar su conducta, lo harían en los pueblos de su residencia en juicio contradictorio, informando el ayuntamiento pleno con audiencia del procurador o procuradores síndicos.
El gran número de personas a quienes había que aplicar esta medida, las muchísimas familias que los interesados representaban, las dificultades con que se tropezó en la ejecución, acaso algo de calma que recobraron los ánimos, todo hizo que los mismos que antes habían clamado tanto contra la blandura y la indulgencia del general Álava y contra la lenidad del decreto de 11 de agosto, censuraran después acremente a las Cortes por la severidad del de 21 de setiembre, dado sin duda bajo la presión de las exposiciones y de las pasiones políticas. Esta mudanza de opinión costó a las Cortes muchos sinsabores, y las movió a modificar la medida de 21 de setiembre, como lo hicieron por otro decreto de 14 de noviembre, dando reglas para la rehabilitación de los empleados que continuaron sus servicios bajo el gobierno del rey intruso, especialmente para aquellos que no tuviesen causa criminal pendiente, ni sufrido sentencia corpórea aflictiva o infamatoria; pero exceptuando a los magistrados, intendentes y altos empleados, de aquellos que por su categoría e instituto deben seguir al gobierno, y a los que hubiesen adquirido bienes nacionales o desempeñado comisiones para venderlos.– Pocos días después (23 de noviembre) se declararon también válidos los concursos a curatos hechos durante la opresión enemiga, si bien a condición de hacer a la Regencia nuevas propuestas de los que estaban sirviendo, para expedirles nuevas cédulas, siempre que resultaran acreedores a ello por su conducta.
Menester es convenir en que la Regencia hubiera podido evitar a las Cortes, si no todos, mucha parte de los disgustos que les ocasionó este asunto, y de las prolijas y odiosas discusiones que produjeron, de por sí delicadas y vidriosas, si ella desde el principio hubiera meditado y seguido un sistema prudente, que combinando en lo posible la templanza con la energía, la tolerancia con la severidad, hubiera aplicado la debida pena a los infidentes verdaderos y de intención, y atraído, en vez de exasperar, a los que por necesitados o por débiles habían tenido la desgracia de aceptar favores o mercedes, tal vez medios de subsistencia del gobierno ilegítimo. Verdad es que en circunstancias tales se necesita gran dosis de discreción, de desapasionamiento y de serenidad para atinar con el más conveniente temperamento.
Sobre todas las felicitaciones y plácemes que a las Cortes se dirigían cada día y de que se daba lectura en las sesiones, llamó la atención con especialidad la que se recibió de la princesa Carlota del Brasil, fechada en Rio-Janeiro, en que después de manifestar «al augusto Congreso de las Cortes,» como ella decía, su amor y fidelidad a su muy querido hermano Fernando, y de felicitar a las Cortes por haber jurado y publicado la Constitución, añadía: «Llena de regocijo voy a congratularme con vosotros por la buena y sabia Constitución que el augusto Congreso de las Cortes acaba de jurar y publicar con tanto aplauso de todos, y muy particularmente mío; pues la juzgo como base fundamental de la felicidad e independencia de la nación, y como una prueba que mis amados compatriotas dan a todo el mundo del amor y fidelidad que profesan a su legítimo soberano, y del valor y constancia con que defienden sus derechos y los de toda la nación. Guardando exactamente la Constitución, venceremos y arrollaremos de una vez al tirano usurpador de la Europa. Dios os guarde muchos años, &c.»
Leída que fue esta carta en la sesión del 24 de setiembre, causó tan agradable sensación, que a propuesta del señor Bahamonde se acordó por unanimidad que se insertase íntegra en el Diario, que se dijese a la Regencia haber sido oída con la mayor satisfacción, y que ésta lo participase así a S. A. R.{10} No tardaron en arrepentirse de su excesiva buena fe y de su ligereza en el entusiasmo los diputados que no estaban en el secreto, al ver en aquel mismo día al que lo era por el Perú don Ramon Feliú hacer la proposición para que fuese declarada regente del reino aquella princesa; que en esto estaban varios diputados americanos, entre ellos el presidente don Andrés Jáuregui, que habían conseguido nombrar aquel mismo día. Sueño constante, y perpetuo afán de la infanta Carlota la regencia de España, tantas veces y bajo tantas formas pretendida, no le faltaban partidarios en el Congreso. Pero esta vez, ya por la mala ocasión en que la proposición se hizo, ya por las condiciones con que se presentaba, sonó tan desagradablemente en los oídos de la mayoría de los diputados, levantose instantáneamente tal estrépito de desaprobación, rechazose con tan ruidosas demostraciones de enojo, que el mismo autor de la proposición se asustó de la tempestad que había movido, y el presidente que quiso sostenerle y alentarle se atrajo tal granizada de acres recriminaciones, que amostazado abandonó el sillón de la presidencia, sin que en todo el mes que le tocaba la volviera a ocupar{11}. Esto pasó en sesión secreta; y desde entonces pareció haberse hundido las porfiadas pretensiones de regencia de la infanta Carlota, escarmentados con aquella estruendosa escena sus partidarios{12}.
Ya que se ha ofrecido decir cómo terminó en una sesión secreta este añejo negocio, ocúrrenos dar cuenta de cómo concluyó otro, poco menos añejo, de tanta mayor trascendencia que aquél, y de los que se trataban también en sesiones a que no asistía el público. Hablamos de la mediación ofrecida por la Gran Bretaña al gobierno español para pacificar las provincias disidentes de América y volverlas a traer a la obediencia de la metrópoli; mediación aceptada por nuestro gobierno, como recordarán nuestros lectores, pero malograda, o por lo menos interrumpida y suspensa por disidencia entre los dos gobiernos sobre algunas de las bases de la negociación. Consistía ésta en un artículo secreto que la Regencia quiso añadir al tratado, en el cual se expresaba que en el caso de no verificarse la reconciliación de las provincias en el plazo que se estipulaba, después de apurados todos los medios, la Inglaterra suspendería toda comunicación con ellas, y además auxiliaría con sus fuerzas a la metrópoli para reducirlas a su deber. Esta cláusula puesta por el gobierno español con el fin de evitar que, frustrada la mediación, quisiera el inglés seguir sus relaciones de comercio y amistad con las provincias que se proclamaban independientes, fue desechada por el gabinete británico, y quedó al parecer rota la negociación.
Pero más adelante vinieron comisionados ingleses a Cádiz para renovar los tratos. Conferenciose en efecto de nuevo entre el embajador inglés Wellesley y nuestro ministro de Estado, que lo era a la sazón don Ignacio de la Pezuela, y ya parecía estar a punto de entenderse y arreglarse, cuando el gabinete de Londres salió con la extraña idea y pretensión de que la mediación se extendiese también a Nueva España, que no era entonces provincia disidente, ni había por qué computarla como tal. Desazonó esto al ministro y a la Regencia, que recordaron a la Inglaterra lo ajustado. Pero el embajador Wellesley, que era insistente y tenaz en todo, pasó una nota con nuevas bases, en dos de las cuales, las últimas, parecía considerarse las provincias de Ultramar, no como iguales a las demás provincias de la península, sino como contrayentes de una obligación de auxiliar a España en la guerra contra el imperio francés, como si esa obligación no fuese innata a su condición de partes integrantes de la monarquía. Pasó además Wellesley otra nota (4 de julio), en que, sobre alegar que Inglaterra estaba haciendo a la causa española servicios inmensos, desinteresados y gratuitos, hacía subir a una suma fabulosa los gastos de los armamentos de mar y tierra que decía estarle costando la España{13}.
No siendo un secreto para nadie el grande interés que Inglaterra tenía en auxiliar la guerra española, y que si a España convenia sacudir el yugo francés, para la Gran Bretaña era cuestión de vida o muerte quebrantar a su terrible y especialísimo enemigo; no ocultándose a nadie que la guerra de España contra Napoleón estaba siendo más útil a Inglaterra que los esfuerzos anteriores de todas las demás potencias del continente, el presentar sus auxilios como enteramente gratuitos, y exagerar además la cifra de su coste material de la manera que Wellesley lo hacía, no pudo menos de incomodar a la Regencia, y de resultas de su respuesta a las intempestivas observaciones del embajador despidiéronse los comisionados ingleses, desesperanzados de venir a términos de un avenimiento, y solo suspendieron su salida hasta que se tratase y resolviese el asunto en las Cortes, donde Wellesley le había llevado creyendo encontrar en ellas más apoyo que en el gobierno. Hubo, sí, en las Cortes quienes sostuvieran la mediación aún bajo las bases que Inglaterra últimamente proponía, y entre otros lo hizo en un buen discurso don Andrés Ángel de la Vega. La mediación nadie la rechazaba, pero queríanla los más con arreglo a las primitivas bases propuestas por las Cortes. Y en este sentido impugnaron a Vega diputados tan entendidos y de tan buen decir como Argüelles y Toreno. A ellos se adhirió la mayoría de la asamblea, y en la respuesta que se acordó dar, aunque más vaga que explícita, bien se significó al embajador inglés que no estaba la representación nacional acorde con sus pretensiones y deseos, puesto que se dijo al gobierno «que quedaba enterada de la correspondencia seguida sobre la mediación entre el embajador inglés, y el secretario de Estado.» Con esta especie de «Visto» las comisiones inglesas se reembarcaron para Londres.
Todavía sin embargo volvió a tocarse este asunto en las Cortes en el mes de setiembre, resucitado por los ingleses, que de este modo disimulaban poco el interés que en él tenían. Mas debatiose ya sin calor, como negocio que se consideraba y tenía ya por muerto. Así fue que la resolución se redujo a que pasara el expediente al Consejo de Estado, donde permaneció algunos meses, al cabo de los cuales se devolvió al gobierno con una larga consulta, «cuyo trabajo, dice el conde historiador y diputado en aquellas Cortes, sirvió tan solo para aumentar en los archivos el número de documentos que hace olvidar el tiempo por mucho esmero que se haya puesto al escribirlos.» Tan desdichado remate tuvo una negociación que habría sido utilísima y que la España habría aceptado con mil amores, si en la manera de conducirla los ingleses no hubieran herido la dignidad y susceptibilidad española, y si en las nuevas pretensiones que en cada período de ella aducían, no hubieran recelado los españoles que obraba más interesadamente que de buena fe la Inglaterra.
Aunque continuaron el resto del año las discusiones sobre reformas administrativas de carácter general, fueron ya pocas las resoluciones notables en este período de que debamos dar cuenta. Citaremos no obstante, como prueba del propósito que seguía animando a las Cortes de atraer a los indios a fuerza de favorecerlos, el decreto de 9 de noviembre aboliendo los mitas o repartimientos de indios, y todo servicio personal que bajo aquellos u otros nombres prestasen a corporaciones o particulares, debiendo distribuirse las cargas y los trabajos de toda obra pública entre todos los vecinos de los pueblos, de cualquier clase que fuesen; ordenando además que se repartiesen las tierras comunales entre los indios casados, o mayores de 25 años fuera de la patria potestad, para su cultivo; y que en los colegios de ultramar donde hubiese becas de gracia, se proveyesen algunas en los indios: todo con el fin, decía el decreto, «de remover los obstáculos que impidan el uso y ejercicio de la libertad civil de los españoles de ultramar, y de promover los medios de fomentar la agricultura, la industria y la población de aquellas vastas provincias.»
Obsérvase la especie de culto que querían las Cortes se diese al código constitucional. Se mandaba celebrar el aniversario de su promulgación, se prescribía a la Regencia misma que se sujetara en sus documentos al lenguaje de la Constitución; se expidió un decreto (28 de noviembre), mandando que los tribunales del reino «prefiriesen a todo otro asunto los relativos a infracción de la Constitución política de la monarquía;» y se aprobó el establecimiento de una cátedra de Constitución en el seminario nacional de Monforte.
Se ve que en medio de este celo patriótico, de esta laboriosidad de las Cortes, no todos los diputados se esmeraban con igual solicitud en el cumplimiento de su deber. Habíalos que mostraban no mucho apego y afición a sus tareas, y que abusando de las licencias que a su instancia se les concedían, prolongaban su ausencia más de lo que consentía el buen servicio, y exigía el decoro del cargo. Grande debió ser por parte de algunos el abuso, para producir una orden de las Cortes tan fuerte y tan dura como la siguiente: «Las Cortes generales y extraordinarias han resuelto que por medio de los jefes políticos de las provincias se haga entender a los señores diputados que han cumplido el término de la licencia que se les concedió para estar ausentes del Congreso, se presenten en el mismo a desempeñar las funciones de su cargo; apercibiéndoles que no emprendido su viaje dentro de los quince días precisos, contados desde aquel en que se les noticie esta soberana resolución, quedan declarados indignos de la confianza de la nación.»– Y se acompañaba una nota de los diputados que se hallaban en aquel caso{14}.
De todas las materias, de todas las reformas sobre que las Cortes trataron en el período que examinamos ahora, ninguna ni más radical, ni más importante, ni más ruidosa que la que vamos a mencionar. Recordará el lector{15}, que habiendo estado a punto de triunfar por sorpresa los amigos de la Inquisición que pedían su completo restablecimiento, solo a fuerza de energía y de maña consiguieron los diputados liberales en una sesión célebre que se suspendiera la discusión de asunto tan grave, y que para mayor ilustración y para que se pudiera deliberar sobre él con toda meditación y con entero conocimiento, se encomendó a la comisión de Constitución. Pues bien, en 8 de diciembre de este año presentó aquella comisión a las Cortes su dictamen acerca de los tribunales protectores de la religión, proponiendo la abolición definitiva del llamado del Santo Oficio: dictamen extensísimo, cuya sola lectura invirtió dos sesiones, pero nutridísimo también de doctrina y de erudición histórica; uno de los más notables que se han presentado y podido presentarse en asambleas legislativas, como que se trataba de la abolición de una institución antiquísima en España, y que había sido por espacio de siglos la palanca más poderosa de las dos potestades, espiritual y temporal, y la base y como el alma de la organización social española.
No estuvo toda la comisión unánime en el informe. La mayoría que propuso la abolición la formaban don Diego Muñoz Torrero, don Agustín de Argüelles, don José de Espiga, don Mariano Mendiola, don Andrés de Jáuregui y don Antonio Oliveros. Los señores Huerta y Cañedo, de contrarias ideas, hicieron voto particular, que no se presentó hasta cerca de un mes después. Y don Antonio Joaquín Pérez formuló también el suyo, opinando que el modo de enjuiciar del Santo Oficio era opuesto a la Constitución e incompatible con ella; pero que no siendo congénitos con la Inquisición los vicios en que sus ministros habían caído, debería sustituirse otro enjuiciamiento, conforme, en cuanto la materia lo permitía, a lo que prescribía la Constitución, sometiéndolo todo a la autoridad competente que se designara.
El negocio pareció a todos tan grave, y lo era en efecto, que el Congreso acordó se imprimiese el dictamen de la mayoría de la comisión, y que la discusión se aplazase para el 4 del próximo enero de 1813, dando así un principio solemne a las sesiones del nuevo año. Para entonces daremos también nosotros cuenta de aquella discusión importantísima, terminando aquí la reseña que nos propusimos hacer de las tareas de las Cortes en el segundo semestre de 1812.
{1} Decreto de las Cortes de 3 de junio de 1812.
{2} Decretos de 8 de junio.
{3} Entre las poblaciones lo fueron la ciudad de Manresa y la villa de Molina; entre los particulares, se declaró benemérito de la patria al difunto brigadier don Gregorio Cruchaga, y se otorgó un premio al patriotismo de Francisca Cerpa, y otro al heroísmo de don Vicente Moreno.
Citamos estos dos casos por muy notables, y porque prueban hasta dónde rayaba el patriotismo de nuestro pueblo. La Francisca Cerpa, vecina de Salteras, era una viuda con siete hijos, a los cuales, conforme iban llegando a la edad competente, los hacía tomar las armas, invirtiendo en armarlos y vestirlos el último resto de sus bienes hasta el extremo de quedar reducida a vivir de limosna. El jefe político de Sevilla recomendaba otras virtudes suyas. Las Cortes declararon que le eran muy gratas las virtudes patrióticas de dicha Francisca Cerpa; que se publicaran en la Gaceta del gobierno «para gloria de los españoles;» y que la Regencia le señalara una pensión, «que si bien, decían, no podrá corresponder al aprecio que la nación hace de esta española, servirá para atender a la indigencia en que libre y espontáneamente se ha constituido por dar todo lo que tenía para defender la patria.»
El don Vicente Moreno, capitán del regimiento de infantería 1.º de Málaga, murió en Granada en un patíbulo por haberse negado heroicamente a las sugestiones que el general Sebastiani le hizo, repetidas al pie del cadalso, para que reconociese al rey intruso. Las Cortes acordaron: «1.º Que la Regencia del reino disponga que teniéndose por vivo al heroico capitán Moreno, se le pase siempre revista en su regimiento como existente en él, y que sus goces y sueldos se le entreguen puntualmente a su viuda e hijos durante su vida: 2.º Que su hijo don Juan, cadete del regimiento de infantería 1.º de Málaga, sea educado por cuenta del Estado en el colegio militar de la Isla de León: 3.º Que siempre que éste pase revista en el colegio haya de expresarse que es sostenido en él por cuenta de la nación en remuneración de los sobresalientes méritos y ejemplar patriotismo de su padre el capitán don Vicente Moreno, y señaladamente por la firmeza de ánimo y heroísmo con que expiró en un cadalso por no querer reconocer el gobierno intruso.»
{4} Merece ser conocida la letra de este terrible decreto.– «Las Cortes generales y extraordinarias, en vista de la certificación remitida a S. M. de orden de la Regencia del reino por oficio del secretario de Gracia y Justicia, fecha 13 del corriente, en la cual se acredita lo ocurrido en el acto de prestar el Reverendo obispo de Orense el juramento de guardar y hacer guardar la Constitución política de la monarquía española; y resultando de ella haberlo verificado dicho R. obispo después de hacer varias protestas, reservas e indicaciones contrarias al espíritu de la misma Constitución y al decreto de 18 de marzo de este año, y repugnantes a los principios de toda sociedad, según los cuales no puede ni debe ser reputado como miembro de ella ningún individuo que rehúse conformarse con las leyes fundamentales que la constituyen, así en la sustancia como en el modo prescrito al efecto por la competente y legítima autoridad, han venido en decretar y decretan:
»I. El R. obispo de Orense don Pedro Quevedo y Quintano es indigno de la consideración de español, quedando por consecuencia destituido de todos los honores, empleos, emolumentos y prerrogativas procedentes de la potestad civil.
»II. Será además expelido del territorio de la monarquía en el término de 24 horas, contadas desde el punto en que le fuere intimado el presente decreto.
»III. Esta resolución comprenderá a todo español que en el acto de jurar la Constitución política de la Monarquía usare o hubiere usado de reservas, protestas o restricciones, o no se condujere o hubiese conducido de un modo enteramente conforme a lo prevenido en el decreto de 18 de marzo de este año; y en el caso de ser eclesiástico, se le ocuparán además las temporalidades.
«Lo tendrá entendido la Regencia del reino para su cabal ejecución, &c.»
{5} Orden de 1.º de setiembre de 1812.
{6} Decreto de 14 de octubre de 1812.
{7} S. M. C. don Fernando VII, rey de España y de las Indias, y S. M. el emperador de todas las Rusias, igualmente animados del deseo de restablecer y fortificar las antiguas relaciones de amistad que han subsistido entre sus monarquías, han nombrado a este efecto; a saber: de parte de S. M. C., y en su nombre y autoridad el Consejo supremo de regencia residente en Cádiz, a don Francisco de Cea Bermúdez; y S. M. el emperador de todas las Rusias al señor conde Nicolás de Romanzoff, su canciller del imperio, presidente de su Consejo supremo, senador, caballero de las órdenes de San Andrés, de San Alejandro Newsky, de San Wladimir de la primera clase, y de Santa Ana y varias órdenes extranjeras, los cuales, después de haber canjeado sus plenos poderes hallados en buena y debida forma, han acordado lo que sigue:
Art. 1.º Habrá entre S. M. el rey de España y de las Indias y S. M. el emperador de todas las Rusias, sus herederos y sucesores, y entre sus monarquías, no solo amistad sino también sincera unión y alianza.
2.º Las dos altas partes contratantes en consecuencia de este empeño se reservan el entenderse sin demora sobre las estipulaciones de esta alianza, y el concertar entre sí todo lo que puede tener conexión con sus intereses recíprocos y con la firme intención en que están de hacer una guerra vigorosa al emperador de los franceses, su enemigo común, y prometen desde ahora vigilar y concurrir sinceramente a todo lo que pueda ser ventajoso a la una o a la otra parte.
3.º S. M. el emperador de todas las Rusias reconoce por legítimas las Cortes generales y extraordinarias reunidas actualmente en Cádiz, como también la Constitución que éstas han decretado y sancionado.
4.º Las relaciones de comercio serán restablecidas desde ahora, y favorecidas recíprocamente: las dos altas partes contratantes proveerán los medios de darles todavía mayor extensión.
5.º El presente tratado será ratificado, y las ratificaciones serán canjeadas en San Petersburgo en el término de tres meses, contados desde el día de la firma o antes si ser pudiere.
En fe de lo cual: Nos los infrascritos en virtud de nuestros plenos poderes hemos firmado el presente tratado, y hemos puesto en él los sellos de nuestras armas.
Fecho en Veliky-Louky a 8 (20) de julio del año de gracia de mil ochocientos y doce. (L. S.) Francisco de Cea Bermúdez. (L. S.) El conde Nicolás de Romanzoff.
{8} Disposiciones de las Cortes de 15, 19 y 24 de setiembre de 1812.
{9} Tales como el siguiente del señor Capmany, que por su índole especial merece ser conocido.– «Señor: ninguna enfermedad corporal puedo alegar que me obligue a pedir a V. M. la licencia que se ha servido conceder a tantos señores diputados para salir a tomar aires. Mi enfermedad no es física, es moral, es enfermedad de amor, de amor de la patria, dolencia que no la curan ni médicos ni medicinas. Deseo, no la salud, que a Dios gracias la disfruto, sino la prolongación de la vida sobre mi avanzada edad: y este remedio solo de la benigna mano de V. M. puedo recibirlo. Necesito para dilatar y refrescar mi corazón besar las piedras de Madrid rescatado, suelo santo, que transforma a cuantos le habitan en criaturas de acerado temple. Pero, Señor, no oiga V. M. mi ruego, no; porque ni debe concederme esta gracia, ni yo puedo admitirla aunque aquí fallezca.
»¡Qué me importa que hayan salido de la capital los enemigos armados de la España por una puerta, si entran por la otra los enemigos de la patria, teniéndose por más seguros entre los mismos pacientes patriotas a quienes habían oprimido cuatro años continuos, con su insolencia y desprecio unos, con sus escritos y discursos otros, con el terror y la amenaza, y algunos con la prisión y el dogal! Por más seguros, repito, se creen que entre las bayonetas francesas, que habían sido hasta ahora su guarda y su defensa. Muchos no han salido de sus nuevos domicilios, levantados de las ruinas de otros tímidos y vacilantes; y muchos han tenido que volver despachados de sus mismos infames valedores que se han desprendido de ellos como de instrumentos viles de que ya no necesitan.
»Cobardes y avergonzados huyeron de la vista de los buenos; y vuelven con rostro sereno, esto es, con esperanza de protección, a presentarse en aquella desolada capital, sepulcro de mártires, y cuna de héroes, sin temor de que las piedras ensangrentadas de sus calles se levanten contra ellos, ya que la discreción y paciencia de aquel pueblo magnánimo les permita respirar.
»No faltarán algunos que aun pedirán premio por el mal que han dejado de hacer, o por el menor mal que hicieron, pudiéndole haber hecho mayor. Parece que muchos, no solo esperan la impunidad, según la confianza con que se presentan allí y aquí, sino gracias por su pasada conducta...
»Purifíquese antes, y muy pronto, el suelo y entresuelo de Madrid, manchado por las inmundas plantas, e inficionado por el aliento pestífero de los sacrílegos y bárbaros satélites del gran ladrón de Europa, y ahora profanado por la presencia de muchos infelices hijos de la madre España, vieja eterna, a pesar del que la quería remozar, y de los que de entre nuestra familia le habían vuelto la espalda después de haberla escarnecido y acoceado. Lloren ahora de alguna manera su pecado, como pide la justicia, los que de tantas lágrimas de inocentes han sido causadores. ¡Yo me despido de tí, corte de Fernando, cabeza y centro de los patriotas españoles! Seré yo el desterrado mientras vivan otros dentro de tus muros (indignos de ser tus moradores) salvos y salvados, justificados, y quién sabe si después ensalzados.
»Gran día de juicio aguarda la nación en todas partes: pues que en todas hay rincones apestados que desinficionar, para que nunca más pueda retoñar tamaño mal. Y no hay que esconderse allí los desleales eclesiásticos, porque allí serán buscados: no hay sagrado para ellos. La ley, la patria y la religión los llamará a juicio; les hará cargos, y muy rigurosos, porque han pecado a dos manos, como hombres y como ministros del Señor. Claman por este día de juicio los desdichados inocentes, los robados, los apaleados, los hollados, los martirizados por los desleales españoles, servidores y siervos del intruso rey, a quien tan a costa de su propia patria han complacido. Claman justicia los niños que quedaron sin padre, que murió por la patria, o en batalla, o en la horca. Claman las esposas, desamparadas de sus esposos fugitivos de la crueldad de los delatores, y jueces intrusos. Claman los ancianos, que no verán más su familia reunida como antes, comiendo debajo de la higuera: todo desapareció, hombres, animales y árboles...
»Todos los que han padecido constantes los trabajos que ha descargado sobre ellos la inhumanidad de los franceses, deben llamarse propiamente héroes, porque la virtud característica del heroísmo es la fortaleza: esta será para siempre la virtud y la divisa del pueblo español, y por excelencia del de Madrid, en donde se encendió el primer fuego de la libertad, y se ha guardado hasta hoy inextinguible, aunque escondido a los ojos infieles: semejante al fuego eterno de Vesta, en cuya conservación estaba librada la duración del imperio romano. Ahora se trata de merecer otro título y otro nombre, el de furias; sí, furias contra nuestros opresores: guerra nueva, y valor de otra especie, quiero decir, coraje, furor sagrado. El que no tenga resolución para mostrarlo con obras o palabras, renuncie al nombre de español. Ya es preciso que seamos todos delincuentes ante Napoleón: este es el desafío que todos debemos anunciarle. ¿Qué nos resta, pues, qué hacer? Quemar las naves como hizo Hernán Cortés para no esperar retirada. He dicho más arriba ante Napoleón, y he dicho mal, porque Napoleón ni es santo, ni es hombre, ni es nombre, ni monstruo tampoco, porque no está en el catálogo de los animales raros de la naturaleza. Con más propiedad pudiera haberle llamado volcán o peste, esto es, estrago y azote del género humano.
»Perdóneme la circunspección de V. M. si me hubiese extraviado del asunto principal que está destinado al examen y discusión de este augusto Congreso: si he rodeado, nunca he perdido de vista el punto a donde dirijo mis reflexiones. Sirva a lo menos esta exposición preparatoria de desahogo a mi combatido corazón, y como de preliminar a la grave cuestión del día: ¡día memorable y dichoso si acertamos a unir a su tronco tantas ramas desgajadas por la ventisca de pasiones y de opiniones! He dicho todo esto con protesta de no renunciar la palabra en el curso de la discusión.»
A continuación se leyó la siguiente representación de los oficiales del estado mayor general:
«Señor, los oficiales del estado mayor general de los ejércitos nacionales, creyendo que como individuos de la primera corporación militar de la nación se hallan obligados a hacer presente a V. M. las ideas que juzgan más a propósito para exaltar el entusiasmo, y conservar el honor de la milicia española, se atreven a llamar la atención de V. M. sobre un punto digno de su soberano examen, y exponer:
»Que en estos días felices y gloriosos, en que variando tan lisonjeramente el aspecto de los sucesos militares han evacuado los enemigos la mayor parte de la península, es tiempo de resolver acerca de los que han abandonado la patria en sus apuros, y quieren volver a su seno ahora que la ven triunfante. Ciertamente es notable cualquier ciudadano que haya mancillado el glorioso nombre de español con esta mancha; pero particularmente son acreedores a la execración pública y a la indignación de V. M. los militares de cualquier clase y graduación que han abandonado las banderas que juraron defender, desoyendo los clamores de la patria cuando más necesitaba de los brazos y constancia de sus hijos. Muchos de estos hay que ahora se presentan a las autoridades legítimas y a los jefes que ocupan a los pueblos evacuados, y tienen la desvergüenza de hacerlo, adornados con las mismas insignias y graduaciones de que se han hecho indignos. Es verdad, señor, que el gobierno ha circulado ya un decreto, prohibiendo el uso de estos distintivos de honor a los que hayan estado ocultos en las provincias ocupadas hasta que después de averiguada su conducta se resuelva lo conveniente. Pero ¿cómo se harán estas averiguaciones? ¿Serán acaso como las que se han hecho hasta aquí con los paisanos emigrados, o con los prisioneros fugados de entre los enemigos? ¿Y aunque se hagan con más legalidad y justicia, y aunque los militares que han vivido ocultos y retirados justifiquen que no han jurado ni servido al enemigo, ni aun reconocido al gobierno intruso, dejan por esto de ser desertores de sus banderas, y unos cobardes que privaron a la patria de sus servicios cuando más los necesitaba? Los militares, señor, que se han quedado en país invadido son delincuentes, sea cual sea su proceder; pues aunque no hayan cooperado a la ruina de la nación, no la defendieron como habían jurado, y no son dignos de consideración alguna, y deben de ser mirados como desertores y traidores a sus banderas, a sus juramentos, a sus más sagrados deberes. Siendo esto, señor, una verdad incontestable, si después de sufrir estos malvados un juicio de mera fórmula vuelven a ostentar las insignias que afrentaron, y ocupar los destinos de que huyeron, ¿cómo los militares que han derramado su sangre, que han hecho tantos sacrificios, y que han sufrido con tan heroica constancia los reveses de la fortuna, han de mirar con indiferencia el verse confundidos con los perjuros, y tener tal vez que obedecer sus órdenes? ¿Cómo V. M. ha de tener confianza de ellos para entregarles una compañía, un regimiento, una plaza o una división? Grandes males, señor, se seguirían de la menor tolerancia en asunto de tantas consecuencias.
»En atención a lo cual, a V. M. rendidamente suplican tenga a bien examinar esta reverente exposición, y que en caso de que las paternales miras de V. M. no se avengan con el rigor que prescriben las reales ordenanzas para los desertores en tiempo de guerra, tenga a bien determinar que los que se han quedado ocultos en país ocupado, aunque no hayan prestado auxilios a los enemigos, sean mirados como desertores, quedando privados de sus graduaciones sin distinción alguna, como igualmente de las órdenes y demás distintivos militares. Y si acaso quieren expiar su delito, pueden servir de soldados en los puestos avanzados de mayor riesgo de los ejércitos, donde después de lavar con su sangre la mancha de su honra, vuelvan a emprender su carrera, subiendo sin consideración alguna por todos los empleos menores de la milicia, y esto formando cuerpos separados, pues los valientes soldados de la patria se desdeñarán sin duda de alternar con los perversos. Esto, señor, nos dicta nuestro pundonor, y estos son los deseos de todos los militares españoles, que esperan con ansia la soberana resolución de V. M., que es a quien toca mirar por el honor y buen nombre de los ciudadanos que defienden la patria de sus injustos invasores.»
{10} Esto mismo se publicó de real orden el 29 de setiembre.
{11} Villanueva, Viaje a las Cortes.
{12} Conócese que era muy dada esta princesa a dirigir plácemes y felicitaciones, pues no solo a las Cortes, sino a los generales, y hasta a los guerrilleros las dirigía. He aquí la carta que escribió al Empecinado en 2 de marzo de 1812.
«Los importantes y heroicos servicios con que en la presente revolución has defendido los derechos de nuestra amada patria y los del trono de mi muy querido hermano Fernando excitan mi especial gratitud.– Creo de mi deber en esta ocasión darte las más sinceras gracias por el celo infatigable con que has distinguido tu fiel conducta, y no siendo menos recomendable la de los fieles españoles que militan bajo tu dirección y órdenes, te ruego y encargo que al recibir ésta les hagas presentes las más afectuosas expresiones de mi reconocimiento.– Dios te guarde muchos años.– Palacio del Río Janeiro y 2 de marzo de 1812: –Tu infanta Carlota Joaquina de Borbón.– A don Juan Martín, el Empecinado.»
Esta carta la leyó aquel caudillo en la orden del día del 24 de setiembre de 1812 en el cuartel general de Cuenca.
{13} Decía en ella que estos gastos no eran menos de 17 millones de libras esterlinas al año, y que a esta suma debía añadirse el socorro anual de 2 millones de libras a Portugal, y un millón a la España en letras giradas contra la tesorería de S. M. B., de las armas, aprestos, &c.
{14} Orden de 3 de diciembre de 1812.