Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo XXIII
La gran campaña de los aliados
Vitoria
1813 (de enero a julio)
Movimientos en las provincias del Norte.– Mendizábal y Longa.– Caffarelli y Palombini.– Reemplaza Clausel a Caffarelli en el mando del ejército francés del Norte.– Sitio y toma de Castrourdiales por los franceses.– Crueldad con que tratan la población.– Rinde Mina la guarnición de Tafalla.– Nueva conjuración de generales franceses contra Mina.– Clausel y Abbé.– Ojean el país.– Búrlalos el caudillo español.– Retírase por último hacia Vitoria.– Aragón.– Sarsfield, Villacampa, el Empecinado, Durán.– Cataluña.– Correrías de Eroles, Llauder, Rovira y otros.– Copons y Navia general en jefe del primer ejército.– Hace desmantelar varias fortificaciones francesas.– Acción honrosa de Llauder en el Valle de Rivas.– Valencia.– Segundo ejército: Elío.– Manda sir Jhon Murray la expedición anglo-siciliana.– Derrota de españoles en Yecla.– Nueva desgracia en Villena.– Reparan estas pérdidas triunfando de Suchet con los aliados en Castalla.– Portugal y Castilla.– Prepara Wellington la campaña grande.– Situación de Napoleón después del desastre de Rusia.– Saca cuadros y tropas de España para reforzar su ejército de Alemania.– Trasládase José por disposición de su hermano a Valladolid.– Alza Wellington sus reales.– Muévese hacia Salamanca.– Fuerzas que lleva.– Avanzan los aliados por la derecha del Duero hacia el Esla.– Concurre también el 4.º ejército español de Galicia y Asturias.– Sorprenden y desconciertan estos movimientos a José y sus generales.– Evacuan los franceses definitivamente a Madrid.– Gran convoy de preciosos objetos, fruto de sus despojos, que llevan delante de sí.– Concentración de ejércitos franceses en el Duero.– Comienzan su retirada.– Síguenlos los aliados.– Avístanse cerca de Burgos.– Evacuan los franceses esta ciudad.– Vuelan el castillo.– Terrible explosión y estrago.– Prosigue José retirándose hacia Vitoria.– Pasan tras él el Ebro Wellington y los aliados.– Consejo de Reille a José: no le adopta.– Combinaciones y movimientos de unos y otros contendientes en Vizcaya y Álava.– José en Vitoria.– Llama y espera a Clausel y a Foy, y no acuden.– Fuerzas y posiciones de los ejércitos enemigos.– Célebre batalla en los campos de Vitoria.– Comiénzala don Pablo Morillo.– Accidentes principales del combate.– Gran triunfo de los aliados.– Pérdida enorme de los franceses en el material de guerra.– Recompensas a lord Wellington.– Penosa retirada de José a Pamplona.– Refúgiase en el Pirineo.– Entra en Francia.– Van los españoles tras el gran convoy camino de Irún.– Defiéndele Foy y le salva.– Combate y toma de Tolosa por los aliados.– Deja Foy guarnición en San Sebastián.– Combate del Bidasoa.– Es arrojado el francés del suelo español.– Explícase qué había sido de Clausel, y lo que hizo.– Toman los nuestros los fuertes de Pancorbo y los de Pasajes.– Juicio de esta importante campaña.
La lucha material de las armas se mantuvo viva en los primeros meses de este año, más que en otras partes de España, en las provincias del Norte, no obstante los fríos de la estación, allí más que en otras regiones rigurosa. Tres divisiones pertenecientes al que según la última organización era ahora nuestro 4.º ejército, regidas, la una por don Francisco Longa, la otra por don Gabriel de Mendizábal, y la otra por don Francisco Espoz y Mina, eran las que maniobraban entre Burgos y las Provincias Vascongadas y Navarra. El caudillo Longa con la gente que le seguía siempre y dos batallones vascongados acometió y rindió (28 de enero) la guarnición enemiga que defendía el pueblecito de Cubo, en el camino real de Burgos a Vitoria. Corriéndose luego a Bribiesca, viose allí apurado por dos divisiones de los italianos Caffarelli y Palombini, que confluían a aquel punto, de Vitoria la primera, de Madrid la segunda; mas fue bastante prudente y no pecó de confiado el caudillo español para evitar su encuentro, de modo que malogrado el propósito de los dos generales enemigos, tornose a Vitoria el uno, y situose el otro en la villa de Poza, en la carretera de Burgos a Santoña, importante por la riqueza de sus minerales y de sus célebres salinas.
Ajeno estaba Palombini de que allí le estuviese Longa acechando; pero este activo militar, unido y en combinación con Mendizábal, a quien había dado aviso, lanzose un día de repente y al amanecer (11 de febrero) sobre la misma población, sorprendiendo algunos soldados y cogiendo armas y bagajes. Guio y protegió Mendizábal aquella empresa, y llevaban entre los dos sobre cinco mil hombres. Pero acostumbrado Palombini al sistema de guerra de España, como que llevaba tiempo de pelear en ella, saliose al primer ruido al campo, donde andaban forrajeando muchos de los suyos, recogió las tropas que con la confianza tenía diseminadas, y repuesto volvió contra los nuestros, arremetiéndolos con tal ímpetu, que aunque los españoles defendían el terreno palmo a palmo, hubieron de retirarse llevando gran parte de la presa en la primera entrada cogida. Palombini avanzó desde allí a Vizcaya, donde andaban los nuestros tan atrevidos, que hasta la misma Bilbao se veía con frecuencia inquietada y amenazada, llegando alguna vez los partidarios hasta las calles de la población.
Tenían los nuestros algunos puertos de la costa en las provincias de Vizcaya y Santander, tales como Bermeo y Castrourdiales, por los cuales se comunicaban con los cruceros ingleses, que les introducían socorros de toda especie, y esto les daba influencia en el país, y rebajaba la de las plazas ocupadas por los franceses. El general Clausel, que curado ya de sus heridas reemplazó a Caffarelli en el mando del ejército enemigo del Norte, se propuso, de acuerdo con Palombini, quitarnos a Castrourdiales, puerto abrigado y seguro para el cabotaje y buques menores, defendido por un antiguo muro y un castillo sobre una roca, artillado con veinte y dos piezas. Era gobernador de aquella pequeña plaza don Pedro Pablo Álvarez, y guarnecíanla unos mil hombres. El 13 de marzo vinieron sobre ella el general Palombini con su división y el mismo Clausel con alguna fuerza. Examinada la fortificación, intentaron escalarla, pero los rechazaron briosamente los españoles: los buques ingleses nos ayudaban. Para otra tentativa esperaba Clausel fuerzas de Bilbao, pero anticipáronse a acudir en socorro de los nuestros Mendizábal con parte de las suyas y don Juan López Campillo con un batallón de tiradores de Cantabria; con que Clausel desistió por entonces, abandonando una noche los pertrechos de asalto (del 24 al 26 de marzo), y retirose a Bilbao, no sin introducir antes algunos socorros en la plaza de Santoña que estaba por ellos.
Otra vez sin embargo volvió Palombini, pasado poco más de un mes, sobre Castrourdiales. Esta vez acudió con él el general Foy con su división, procedente de Castilla la Vieja. Iban ahora más pertrechados, y dispuestos a formalizar el cerco; lo estaban los nuestros a resistirles, ayudados del vecindario por dentro, de los cruceros por fuera. Mas si eran fuertes los defensores, no lo era el muro, y no podían evitarse los efectos de un tren de sitio. Así fue que el 11 de mayo se halló aquél aportillado con brecha practicable, y aunque soldados y vecinos, alentados por el gobernador Álvarez, contuvieron con esfuerzo admirable las primeras embestidas, escalada entretanto la muralla por varios puntos, tuvieron que refugiarse al castillo, descendiendo luego de allí para embarcarse en los buques ingleses: solo dos compañías prolongaron en él la resistencia, y cuando no pudieron ya más, arrojaron al agua cañones y útiles, y pasaron a bordo de las naves aliadas, siendo de los últimos a alejarse el denodado gobernador Álvarez. Dueños los enemigos de Castro, tratáronla con todo el rigor de la guerra, incendiando casas y entrándolo todo a saco. Eran por lo común los italianos los primeros y más dados a entregarse a tales excesos. Aquí quiso reprimirlos el general Foy, mas no pudo: al contrario, imitaron tan funesto ejemplo los suyos. No merecía aquella villa tan indigno trato.
En cambio por el lado de Guipúzcoa y de Navarra, donde operaba Mina con la que se llamó luego 8.ª división del cuarto ejército, no marchaban las cosas en ventaja de los franceses. En un encuentro que aquel valeroso y entendido caudillo tuvo en Mendívil con el general Abbé, gobernador de Pamplona (28 de enero), hízole ver que no sin razón era ya de otros generales franceses respetado y temido. Después, habiendo tomado en Deva, pequeño puerto de Guipúzcoa, dos cañones de batir que con otros efectos de guerra le regalaron los ingleses, pasó a poner cerco a Tafalla, donde se resguardaban unos cuatrocientos franceses. Quiso impedirlo el mismo general Abbé, pero rechazada por Mina la gente que contra él enviaba, volvió sobre el pueblo cercado, embistió el fuerte, abrió brecha, y cuando se disponía a asaltarle se le rindió la guarnición (10 de febrero). Destruyó los puntos fuertes de la villa, hizo luego otro tanto en la de Sos, cuya guarnición no pudo coger, y así va privando a los franceses de los puestos fortificados que para comunicarse tenían; sin perjuicio de los combates que daba en el campo, tal como el que en Lerín y en los campos de Lodosa sostuvo el 31 de marzo, en que desbarató una columna enemiga, haciendo solo su caballería 300 prisioneros.
Seríamos injustos si no consignáramos aquí un hecho de armas, que aunque ejecutado por un hombre de la más humilde graduación en la milicia, merece bien un lugar en la historia, y puede citarse como uno de los muchos y más brillantes rasgos de heroísmo de nuestros soldados. El sargento primero de la división de Mina, Fermín de Leguía, concibió el audaz proyecto de apoderarse del castillo de Fuenterrabía que los enemigos tenían guarnecido y fortificado. Si atrevida parece la empresa para un mero sargento, de temeraria, inverosímil y casi increíble se calificará sin duda al decir que la acometió y que la realizó con solos quince hombres. Así fue sin embargo. En la tarde del 11 de marzo (1813) salió el intrépido Leguía de Vera, donde se hallaba, con sus quince soldados, provisto de clavos y cuerdas. A las once de la noche se hallaba al pie de los muros del castillo, fijó en ellos sus clavos y amarró sus cuerdas, y con un solo soldado escaló la muralla, sorprendió y desarmó al centinela, reforzáronle entonces algunos de los suyos, con los que se apoderó de la guardia, tomó las llaves del castillo, y abrió la puerta al resto de sus soldados. Hizo prisioneros ocho artilleros; los demás dormían en la población: clavó dos cañones de a 24 y uno de a 18, arrojó al mar la munición gruesa, cogió pólvora, fusiles y sables, juntamente con la bandera del castillo, incendió el fuerte, que ardió por tres costados, y aunque la guarnición de la plaza salió luego en su seguimiento, volviose a nuestro campo con los efectos cogidos, y sin haber perdido un solo hombre. Los franceses no acababan de creer en la realidad de tan inconcebible empresa, así como hizo gran ruido y causó gran júbilo entre los nuestros. Mina confirió al sargento Leguía el empleo de teniente, cuya confirmación pidió desde Puente la Reina al general Castaños{1}.
Nuevamente se conjuraron y combinaron los generales franceses (y decimos nuevamente, porque recordarán nuestros lectores que no era la primera ni la segunda vez que esto hacían), para ver de estrechar a tan molesto, incómodo y temible enemigo; y como otras veces Reille y Caffarelli, así ahora se concertaron Clausel y Abbé para ojear el país y batirle como se hace en montería. Mas cuando los dos generales, partiendo de opuestos puntos, creían haberle acorralado, Mina, más conocedor del terreno, haciendo una rápida contramarcha se había colocado a espaldas de Clausel, obligando a rendirse (21 de abril) un destacamento que aquel general había dejado en Mendigorría. Buscándole seguían con afán, el general en jefe del ejército del Norte por el valle de Berrueza y su comarca, el gobernador de Pamplona por el de Roncal y sus contornos: inútilmente hacían evoluciones, marchas y contramarchas; burlábalas Mina como de costumbre, y Clausel, habituado a batir ejércitos formales, pedía a su rey más gente para sujetar a un caudillo que le desesperaba, de quien decía que nunca daba combates sino a cuerpos sueltos ni acometía sino a golpe seguro. Solo una vez se vio Mina apurado, teniendo que correrse hacia Vitoria, pero fue ya cuando marchaba en aquella dirección el grande ejército aliado, de cuyo suceso hablaremos después.
Pasando ahora a las tres grandes provincias o reinos puestos bajo el mando superior del mariscal Suchet, duque de la Albufera, a saber, Aragón, Cataluña y Valencia, pocos acontecimientos dignos de narrarse ocurrieron en los primeros meses de este año en las provincias de Aragón. Guerreaban allí entreteniendo y hostigando al enemigo las divisiones o columnas de Sarsfield, de Villacampa, del Empecinado y de Duran, pertenecientes al 2.º ejército, con su habitual manera de pelear, juntas y combinadas unas veces, aisladas y separadas otras. Solían Sarsfield y Villacampa, y aquél aún más que éste, arrimarse a ayudar o proteger las operaciones de Cataluña. El Empecinado y Durán escurríanse, ya hacia Navarra y Soria, ya hacia Castilla la Nueva, y a veces no se veían libres de sus correrías, como en el año anterior, Madrid y sus inmediaciones.
Más formal andaba la guerra en Cataluña, como que allí operaba el 1.er ejército, puesto, como dijimos, al cuidado de Copons y Navia, desde que se destinó a Lacy al mando del de reserva de Galicia. Componíanle sobre 18.000 hombres, sin contar los somatenes, que eran muchos; y el cuartel general estaba por lo común en Vich. Algo menor era la fuerza que ahora tenían allí los franceses, consistente en dos divisiones, la una regida por Maurice-Mathieu, gobernador de Barcelona, la otra por Lamarque, que residía en Gerona, y una brigada italiana de 2.000 hombres que tenía en Tarragona Bertoletti. Todas estaban a las órdenes del general Decaen, aunque subordinado éste también en cuanto a las operaciones al mariscal Suchet. Hasta que llegó Copons a tomar la dirección de nuestro ejército, el sistema de los otros jefes, como el barón de Eroles, Rovira, Llauder y demás caudillos del Principado, era estrechar al enemigo en las plazas, evitar acciones generales, cortar o interrumpir comunicaciones, y a veces internarse de sorpresa en territorio francés, como lo hizo Rovira protegido por Llauder, penetrando atrevidamente en el pueblo murado de Prats de Moló (20 de marzo de 1813), saqueando casas, y cogiendo dinero y rehenes, entre ellos los comandantes de la plaza y del castillo.
Llegado que hubo Copons, diose nuestro ejército a desmantelar los fuertes que el enemigo conservaba entre Tarragona y Tortosa, y que constituían una buena y segura línea de comunicación entre aquellas dos importantes plazas. Logrose el objeto en términos que en muy pocos días fueron derruidos varios de aquellos fuertes (fines de marzo), cogiendo en ellos cañones y efectos de boca y guerra. Por su parte Llauder escarmentó en el valle de Rivas una columna de 1.500 franceses que quiso sorprenderle en ocasión de estar bloqueando a Olot. La acción fue reñidísima, y duró de siete a ocho horas. En ella perecieron unos trescientos enemigos, y quedaron prisioneros cerca de otros tantos (7 de abril). De mérito y de influencia se reputó el combate, cuando trascurridos algunos años tomó Llauder de aquel sitio y de aquella acción el título de marqués con que le distinguió el gobierno. Desde este hecho de armas hasta la campaña general de que luego tendremos que dar cuenta, apenas ocurrió otro notable en el Principado que el que sostuvo el general Copons con la división de Maurice-Mathieu en La Bisbal del Panadés, cuando el francés volvía de socorrer la plaza de Tarragona y otras, que andaban escasas de medios, causándole una pérdida de más de seiscientos hombres. Era ya más de la mitad de mayo.
Ocupaba el segundo ejército, mandado por don Francisco Javier Elío, las provincias de Murcia y Alicante, y obraba en combinación con la división mallorquina que guiaba don Santiago Whittingham, y con la expedición anglo-siciliana, primeramente regida por el general Maitland, después interinamente por varios, y ahora al fin por sir John Murray. Estos cuerpos, en unión con las divisiones de don Fernando Miyares y de don Felipe Roche, habían formado una línea que se extendía desde Alcoy a Yecla, por Castalla, Riar, y Villena (marzo, 1813). El mariscal Suchet, el más diestro y el más afortunado de los generales franceses, acechó los movimientos y evoluciones de los nuestros, y sabiendo o calculando que la división más débil por su organización era la que mandaba Miyares y ocupaba a Yecla, intentó coparla integra. Reunió sus fuerzas principales en Fuente la Higuera, ordenó al general Habert que le siguiese hacia Villena, y que el general Harispe con su división cayese rápidamente la noche del 10 al 11 de abril sobre Yecla. La marcha fue silenciosa, y habiéndola los nuestros apercibido tarde, cuando se movieron para salir camino de Jumilla, y aun no acabado de evacuar el pueblo, se vieron reciamente y muy de mañana acometidos: defendiéronse bien algunos regimientos, disputaron el terreno con tesón, retirábase después la división con buen orden de loma en loma, pero arremetido bruscamente y desordenado el centro por el general Harispe, flaqueó el ánimo de los españoles, aprovechose del desaliento el francés, y con esta ventaja y la de ser mayor el número de su gente, de los 4.000 que serían los nuestros cayeron muchos muertos o heridos, más de 1.000 con sesenta y ocho oficiales y un coronel fueron hechos prisioneros.
No paró en esto la desgracia de aquel día. A la caída de la tarde ya entre dos luces se aproximó Suchet a Villena, después de haber rechazado un golpe de caballería británica que intentó detenerle. A cañonazos abrió las puertas de la villa, y a poco tuvo que rendirse el regimiento de Vélez Málaga, fuerte de 1.000 plazas, que el general Elío contra el parecer de otros jefes había dejado en el castillo. Prosiguiendo Suchet su marcha venturosa, batió el 12 la vanguardia inglesa, que le disputó cuanto pudo el paso del puerto y angosturas de Biar, pero teniendo ésta que retirarse a Castalla después de abandonar al francés dos cañones. A la salida de Biar y camino de Castalla acamparon los enemigos aquella noche, esperando el nuevo día y con él nuevos triunfos.
Fue esta sin embargo una de las pocas ocasiones en que se engañó Suchet. Preparábase a hacerle rostro el jefe de los aliados Murray, con la división mallorquina de Whittingham, la de Mackenzie, parte de la de Clinton, la vanguardia de Adam, y tres batallones de la del español Roche. Desembocó Suchet en la mañana del 13 de las estrechuras de Biar y extendió su gente, en número de cerca de 20.000 hombres, por la Hoya de Castalla. Era la fuerza de los aliados algo superior en número. El francés sin embargo logró al principio debilitar nuestra izquierda; pero repuesta con la presencia de Whittingham y con la llegada de don Julián Romero con alguna tropa que llevaba de Alcoy, y con la cooperación enérgica y atinada de otros jefes y cuerpos ingleses y españoles, revolvieron sobre los enemigos y los hicieron descender casi despeñados por la montaña con pérdida considerable de muertos y heridos que sus propios partes e historias no han ocultado. No dándose aún por seguro Suchet con haber escalonado sus tropas al ver a Murray avanzando en dos líneas, repasó por la tarde el desfiladero de que tan orgulloso había arrancado por la mañana, retirose hacia Villena, y no paró hasta Fuente la Higuera y Onteniente: los aliados se replegaron también a su posición de Castalla. Así comenzó Suchet, tan dichoso hasta entonces, a probar el siniestro influjo de la mala estrella que iba a alumbrar a los franceses; y así se recobró en parte la honra de las armas españolas empañada hacía poco en el mismo punto de Castalla.
Estos fueron los principales sucesos ocurridos desde el principio del año hasta bien entrada la primavera. Mas todos ellos pueden considerarse como accidentes de poca monta y como ligeras escaramuzas, comparados con los que había de producir la campaña general que vamos a ver desplegarse ahora.
Las grandes e importantes operaciones de la guerra se esperaban del ejército aliado, así por ser el más numeroso y fuerte de todos, como por guiarle Wellington, nombrado generalísimo por las Cortes y la Regencia española. Vimos al final del capítulo XXI las posiciones que al terminar el año 1812 habían quedado ocupando todos los cuerpos que le componían desde su penosa retirada a Portugal. Vimos también los puntos en que se habían distribuido los tres ejércitos franceses, de Portugal, del Centro y del Mediodía: del mando del primero se había encargado el conde Reille, el segundo se había confiado al de Erlon (Drouet), y el tercero, antes regido por el mariscal Soult, se encomendó al general Gazan, porque Soult había pasado a Francia por orden de Napoleón que le necesitaba allí con motivo de la desastrosa campaña de Rusia llevando 6.000 hombres consigo. Constaba la fuerza de estos tres ejércitos franceses de 86.000 hombres, que podían fácilmente reunirse, según la necesidad, ya en la Vieja ya en la Nueva Castilla. Mayor era la fuerza que mandaba Wellington, pues tenía a sus inmediatas órdenes 48.000 ingleses, 28.000 portugueses, y 26.000 españoles, pertenecientes estos últimos al 4º. ejército al cargo de Castaños, y de los cuales las dos primeras divisiones, guiadas por don Pablo Morillo y don Carlos de España andaban casi siempre en compañía del ejército anglo-portugués, las otras tres, dirigidas por Losada, Bárcena y Porlier, se acantonaban en el Bierzo y Asturias.
Quieto Wellington en sus estancias los primeros meses del año, al tiempo que se reponía de las pérdidas sufridas en su retirada, esperaba también ajustar su plan de campaña a los movimientos de las potencias del Norte de Europa, y principalmente de los estados de Alemania, que alentados con el gran desastre de Napoleón ocasionado por las armas rusas y por la terrible crudeza del clima, se confederaban entre sí contra el gran coloso, viendo llegada la ocasión de vengar tantos quebrantos y tantas humillaciones como les había hecho sufrir. Difundíanse por España y corrían de boca en boca con gran contentamiento de todos las nuevas de la catástrofe de los franceses en Rusia. José, luego que se apercibió de su exactitud y de toda su extensión, comprendió que no tenía que esperar ya socorro alguno de Francia. Y en efecto, no solo no podía esperarlos, sino que Napoleón, que se hallaba de regreso en París desde 1812, le pidió a él tropas para reponerse de su descalabro y para la campaña que iba a emprender en Alemania, lo cual no solamente motivó el llamamiento de Soult con los 6.000 hombres que le acompañaron, sino también la orden de que le fuesen enviados 25 hombres escogidos de cada batallón y de cada regimiento de caballería, y 10 de cada compañía de artillería para incorporarlos a la guardia imperial. Dispuso además que de los ejércitos llamados del Mediodía y de Portugal, y especialmente de este último, pasasen algunas divisiones a reforzar el del Norte, a fin de poder mantener expeditas las comunicaciones con Francia.
Este empeño de Napoleón en atender con preferencia a las provincias del Norte, que le hacía exclamar con su fogosidad ordinaria que era escandaloso y denigrante que a las puertas de Francia se estuviera más en peligro que en el centro de Castilla o en la Mancha, y dolerse de que no se pudiera ir de Bayona a Burgos sin ser desvalijado o pasado a cuchillo, tenía una causa más honda que la de reducir a Mina, Longa, Mendizábal y otros caudillos que infestaban la Navarra y Provincias Vascongadas. Esta causa era el proyecto, nunca por él abandonado, de agregar a Francia las provincias del Ebro, a cuyo pensamiento lo sacrificaba todo, dispuesto hasta a tratar y transigir con Inglaterra, cediéndole el Portugal, y restituyendo la España a Fernando, con tal que quedasen para Francia aquellas provincias. Pero todo esto debilitaba las fuerzas de los tres ejércitos con que había de operar el rey José en la campaña que se preveía contra los aliados{2}.
Ordenó además Napoleón a su hermano que trasladara su cuartel general a Valladolid, debiendo pasar también los ejércitos del Mediodía y Centro a Castilla la Vieja. Así lo cumplió José, sin embargo de no gustarle hacer otra vez el papel de rey errante, saliendo de Madrid el 17 de marzo, no imaginando acaso entonces que no había de verle ya más, y dejando allí la división Leval, y una brigada más de infantería, con una división de caballería ligera. El 23 de marzo entró José en Valladolid, acompañado o seguido de sus ministros, de los altos empleados de palacio, y de otros personajes con sus familias, que más le servían de embarazo que de provecho, y a quienes de buena gana habría enviado a Bayona, si no hubiera parecido ingratitud a su lealtad y si no hubiera temido desalentar con esto al ejército. El ministro de la Guerra del imperio seguía enviando de París sus instrucciones, y en ellas recomendaba siempre que se atendiera con preferencia a engrosar el ejército del Norte, para que estuvieran las comunicaciones desembarazadas y expeditas; instrucciones, dice un juicioso escritor francés, tan fáciles a un ministro de dar como difíciles a los generales de cumplir: instrucciones que disgustaban a José y a Jourdan, pero que no tenían el valor de resistirlas. Napoleón salió nuevamente de París el 15 de abril para empezar la campaña de Alemania.
En mayo creyó también Wellington llegada la oportunidad de abrir la suya, moviéndose otra vez hacia Castilla, de cuyo propósito tuvo José el 18 algunas noticias vagas. Aun así sorprendiéronse los franceses al saber que los aliados habían pasado el Duero, colocándose a la derecha de este río cinco divisiones de infantería y dos brigadas de caballería. Aseguradas de este modo ambas orillas, alzó Wellington sus reales (22 de mayo), llevando consigo dos divisiones inglesas y una portuguesa, y tomando otra vez rumbo a Salamanca. En Tamames se le incorporó la mayor parte de la división de don Carlos de España con la caballería de don Julián Sánchez, y en el Tormes por el lado de Alba se le juntó el cuerpo de Hill con la primera división española de don Pablo Morillo. Wellington sabía con exactitud las fuerzas que tenía el rey José, y los puntos que ocupaban. No sucedía así a José. El 24 supo el general Gazan que los aliados habían pasado el Águeda y se dirigían a Salamanca, y en lugar de llamar apresuradamente de Madrid al general Leval, como José le tenía prevenido, contentose con ir a Valladolid a pedirle permiso para llamarle. Hallábanse pues todavía diseminadas las fuerzas francesas, cuando se presentaron los aliados delante de Salamanca (26 de mayo). El general Villatte que estaba allí con tres escuadrones quiso defender el paso del Tormes: resolución temeraria que le costó la pérdida de algunos centenares de hombres y muchas municiones y efectos, teniendo que retirarse por Babilafuente y no parando hasta Medina del Campo. Igual suerte corrió otro cuerpo francés arrojado de las orillas del Tormes por la gente de don Pablo Morillo.
Ignoraba José completamente el plan de Wellington. Suponía que las principales fuerzas de los aliados estaban en Salamanca, donde el general inglés había entrado. Sorprendiole luego saber que el grueso del ejército anglo-portugués avanzaba por la derecha del Duero hacia el Esla, y que el ejército español de Galicia se aproximaba también a Benavente. En efecto, el centro del 4.º ejército español, que mandaba don Pedro Agustín Girón en ausencia de Castaños, concurría de orden de Wellington a su plan de campaña, dándose la mano con la izquierda de los aliados, así como la quinta división de Asturias, que mandaba don Juan Díaz Porlier (el Marquesito). Estas fuerzas vadearon el Esla, destruido el puente de Castrogonzalo por los franceses, y se hallaron reunidas al comenzar junio en Villalpando. Wellington, que no permaneció sino dos días en Salamanca, marchó con sus divisiones en dirección de Zamora ahuyentando las tropas francesas que en esta ciudad había, cruzó el Duero por un puente que echó cerca de Carvajales (31 de mayo), y se situó en Toro, ejecutando sus movimientos con tales precauciones que solo los conocían los enemigos que iban huyendo de las poblaciones a que él se aproximaba. En Toro esperó a que el general Hill pasara también el Duero, como lo verificó; de modo que todos los cuerpos se daban ya la mano; y dejando guarniciones de la segunda división española en Ciudad-Rodrigo, Salamanca, Zamora y Toro, el 4.º ejército español se estableció por orden del generalísimo en Cuenca de Campos, él con los aliados en el inmediato pueblo de Ampudia (6 de junio).
Desorientados andaban José y sus generales con movimientos para ellos tan desconocidos e inesperados. Resentíanse sus disposiciones de vacilación; sus medidas eran contradictorias y precipitadas, según que las aconsejaban las noticias del momento que les iban llegando. Al fin, arribaron los generales Leval y conde de Erlon, procedentes de Madrid, a las márgenes del Duero (2 de junio). Muy deseada era, como hemos visto, por el rey José, la llegada de estos generales con sus tropas, y aunque algo tardía, no sin razón habían sido con instancia llamados. Cuando ellos salieron de Madrid, dejaron allí con poca gente al general Hugo, el cual trató ya a los habitantes con cierta consideración y miramiento, como aquel que de despedida procuraba dejar en los ánimos recuerdos menos desagradables de la dominación extranjera. Pero esto no impidió para que llamado él a su vez, y tocándole ser el último en evacuar definitivamente la capital del reino, desempeñara la triste y poco honrosa misión de llevar consigo o delante de sí los muchos y preciosos objetos científicos, artísticos e históricos de que había despojado la codicia del invasor los templos, los palacios, los museos y los archivos de Madrid, de Toledo, del Escorial, de Simancas, y de otros pueblos de la Nueva y de la Vieja Castilla, como antes lo habían hecho en las Andalucías.
En efecto, el 26 de mayo vieron los habitantes de Madrid partir un numeroso convoy de coches, galeras, carros y acémilas, en que iban, no solo los comprometidos con el rey intruso y sus familias y enseres, que éstos los veían arrancar sin pena los buenos españoles, sino también las preciosidades que desde el tiempo de Murat habían sido sacadas de las iglesias, edificios y establecimientos que hemos dicho, para enriquecer con ellos sus palacios, si en España permanecían, los museos y palacios de Francia, si allá los empujaba otra vez su merecida mala ventura. Allí iban los preciosos cuadros del Correggio, entre ellos el inapreciable de la Escuela del Amor, los no menos preciosos de Rubens, del Greco y de Tristán; los preciosísimos de Rafael y del Ticiano, contándose entre ellos los inimitables de la Virgen del Pez, de la Perla, y el Pasmo de Sicilia. Allí las riquezas de la Historia natural, de los depósitos de artillería y de ingenieros, del hidrográfico y otros de esta índole. Allí los documentos históricos, en que estaban consignadas las grandezas y los hechos gloriosos de nuestros antepasados, los cuales unidos a la multitud de papeles y pergaminos importantes de que fue despojado el copiosísimo archivo de Simancas, se destinaban a decorar los salones y galerías del Louvre y otros edificios del vecino imperio{3}. Que si bien producirían, como dice un escritor español, la ventaja de que fuesen conocidas en el extranjero riquezas artísticas de España completamente ignoradas en otros países, y si bien después de la restauración de España y de la caída de aquel imperio fueron muchas de ellas restituidas a nuestra patria por justa reclamación que de ellas hicieron nuestros gobiernos, ni todas fueron devueltas, ni hay nada que pueda justificar el pillaje que entonces se hizo de tan preciosos tesoros.
Habiéndose hecho Hugo preceder de este para nosotros funesto convoy, salió él mismo de Madrid con sus tropas al día siguiente (27 de mayo), quedando la capital definitivamente libre de franceses, ocupándola pronto las guerrillas, y volviendo a funcionar las legítimas autoridades. Quedó también entonces disponible nuestro 3.er ejército, que vino bien para entretener a Suchet en Valencia, e impedir que acudiese a Castilla en auxilio de José. En cuanto a Hugo, tomó, como los que le habían precedido, el camino de Guadarrama, dirigiéndose a Segovia, y torciendo luego a incorporarse con los suyos cruzó el Duero de noche por Tudela. Tan pronto como Leval y Erlon llegaron a las márgenes de aquel río, distribuyó José sus tropas del modo siguiente: todo el ejército del Mediodía apoyando su izquierda en Tordesillas, su derecha en Torrelobatón; el general Reille con su caballería y la división Darmagnac, en Medina de Rioseco; la división Maucune en Palencia; el conde de Erlon en Valladolid con la división Cassagne; el cuartel general del rey en Cigales. Viendo José que no había podido evitar la concentración de los aliados del lado acá del Esla, y no teniendo por prudente aventurar allí una batalla, ordenó la retirada, saliendo aquel mismo día de Valladolid camino de Burgos el gran parque, los equipajes del rey, los oficiales civiles de palacio, los ministros, y las familias españolas comprometidas que seguían el cuartel general; a cuyo convoy fue menester destinar una escolta de 4.000 hombres. El 3 se retiró el ejército detrás del Pisuerga y del Carrión. José hubiera querido esperar hasta saber si el general Clausel con el ejército del Norte se dirigía a Burgos; mas no pudiendo subsistir allí sus tropas, siguió su movimiento retrógrado, saliendo de Palencia el 6, y llegando el 9 a los contornos de Burgos, en cuya ciudad estableció el cuartel general, enviando a Vitoria los inmensos convoyes, escoltados hasta allí por Hugo, desde allí por la división Lamartiniére. Wellington había ido en su seguimiento, pero sin apresurarse, y hasta el 12 no se avistaron ambos ejércitos en las cercanías de Burgos, donde hubo un ensayo de combate entre los cuerpos del inglés Hill y del francés Reille.
Tampoco se atrevió José a esperar allí. No había parecido ni parecía Clausel a quien esperaba con las divisiones del Norte. Ordenó pues proseguir la retirada. Había dispuesto el francés al abandonar a Burgos destruir el castillo minándole después de recogida y trasportada parte de la artillería: pero había dentro 6.000 bombas; y el general de artillería d'Aboville, con objeto, decía, de que no se aprovechase de ellas el enemigo, hizo poner, en cada una, una pequeña cantidad de pólvora y colocarlas a corta distancia unas de otras, para que estallaran al tiempo de reventar la mina. Aunque esta diabólica operación no debía verificarse hasta que las tropas acabaran de evacuar la ciudad, sin embargo, en la mañana del 13 se hizo la horrible explosión cuando aún desfilaba una brigada de dragones. Espantoso fue el estremecimiento; grande el estrago, retemblaron y se resintieron las casas y edificios de la ciudad, y hasta su esbelta y famosa catedral; perecieron un centenar de soldados, muchos caballos y algunos habitantes: triste signo, dice un historiador francés, en una retirada sin esperanza de retorno.
Ansioso José de ganar el Ebro, estableció el 16 su cuartel general en Miranda, no sin que le hostigaran por la derecha los aliados, por la izquierda don Julián Sánchez y otros guerrilleros españoles. Su fuerza iba debilitada por algunos combates parciales y por las bajas que siempre se sufren en las largas retiradas. Ordenó a Reille que reuniese sus tropas y marchase sobre Valmaseda o Bilbao para cubrir las comunicaciones con Francia; al general Gazan que se sostuviese con dos divisiones y alguna caballería, yendo sobre Espejo; ordenó a Foy, que se hallaba en Tolosa, se reuniese lo más pronto posible a Reille; y todas sus disposiciones se encaminaban a detener en aquella montuosa comarca la marcha de los aliados, dando tiempo a que se le reuniera Clausel; pero era ya tarde. Los aliados, siguiendo su marcha constante, aunque penosa, por la aspereza del terreno, mucha parte de él impracticable para la artillería, por la escasez de víveres, que les hizo pasar hambre verdadera algunos días; amagando siempre la derecha del francés, y tomándole alguna vez la delantera, ganaron también el Ebro, cruzándole, los españoles del 4.º ejército que regía Girón por Polientes, el inglés Graham por San Martín de Linés, Wellington y la mayor parte de los anglo-portugueses por Puente de Arenas. Los españoles por orden del generalísimo tiraron al día siguiente a la izquierda hacia Valmaseda; Longa, que andaba por aquellas partes se agregó al ala izquierda de los nuestros en Medina de Pomar: los demás giraron sobre la derecha. Ya no podían pues los franceses defender el paso del Ebro. Turboles la aparición de los aliados allende el río, y José dispuso que el grueso de su ejército, dejando solo unos 700 hombres en los fuertes de Pancorbo, avanzara a Vitoria.
Reille aconsejaba a José torcer a Navarra, que ciertamente habría sido para ellos el partido más prudente, pues se habrían ahorrado una calamidad; pero José no creyó oportuno aceptar la proposición, ya por el encargo especial que tenía de su hermano de mantener a toda costa la comunicación con Francia, ya por no abandonar el inmenso convoy que tenía en Vitoria y en que iban los españoles adictos suyos, ya por no exponer a Clausel, a quien siempre esperaba, a que encontrara en Vitoria los aliados en lugar de los franceses. El 19 y 20 (junio) alcanzaron y acometieron ya los ingleses algunos cuerpos de la retaguardia francesa en varios puntos de la provincia de Álava, obligándolos a abandonar sus puestos y refugiarse al grueso del ejército. Y como al propio tiempo y por la izquierda hubiese llegado ya a Valmaseda en Vizcaya el centro del cuarto ejército español, concentraron también los franceses sus fuerzas de aquella parte, conservando los puntos de más importancia, tales como Bilbao y Santoña, trasladando a este último puerto la guarnición de Castrourdiales. Púsose don Gabriel de Mendizábal a bloquear a Santoña. Mas no inquietaban mucho a José los movimientos de Bilbao. Y en efecto Wellington había hecho venir de allí su izquierda por Orduña y Murguía, concentrando sus legiones hacia Vitoria. Todo anunciaba la proximidad de una gran batalla.
José la temía, conocía el peligro, porque comprendía bien a cuánto estaba expuesto, si Wellington atacaba antes que llegase el general Clausel. Mas como el 19 hubiese recibido un pliego anunciándole la salida de aquel general de Pamplona a Logroño, y él le hubiese despachado emisarios para que torciendo el rumbo precipitase su marcha a Vitoria, donde le aguardaba la mañana del 21; y como esperase también de un momento a otro la llegada de la división Foy que igualmente había llamado; confiando por otra parte el 20 en que los aliados, dado que estuviesen resueltos a dar la batalla, por lo menos no la trabarían antes del 22, determinose a no tomar otro partido que permanecer en Vitoria. Sin embargo, los refugiados españoles salieron por la ruta de Francia en dos grandes convoyes los días 20 y 21, escoltados por 4.000 hombres de la división Maucune. Pronto vio José lo fallido de su cálculo. Aunque en verdad si se equivocó fue porque Wellington, que también titubeaba sobre emprender o no una batalla campal, tuvo la casual fortuna de saber que Clausel descansaba todo el día 20 y que no llegaría el 21, sin duda por no haber recibido los avisos apremiantes de José; y como calculaba también lo que influiría en el resultado de la lid el dar o no espera a que el enemigo fuese reforzado, por eso apresuró el combate más de lo que José pudo conjeturar.
No estaban en verdad equilibradas las fuerzas de los dos ejércitos contendientes: superiores eran las de los aliados, aunque no tanto como en historias francesas se pondera{4}: pero si en número excedían las de Wellington, las posiciones habían sido escogidas por el francés. Mandaba José los suyos en persona, siendo siempre su mayor general el mariscal Jourdan. Sus tropas situadas a izquierda y derecha de Vitoria, de un lado hasta las alturas que terminan en la Puebla de Arganzón, dilatándose por el Zadorra, del otro hasta el pueblo de Abechuco camino de Francia, el centro en un cerro que domina el valle de Zadorra más allá de este río, cubriendo los caminos reales de Vitoria a Bayona, a Bilbao y a Madrid, formaban una curva de casi tres leguas. Los tres cuerpos que ocupaban estos tres puntos tenían sus reservas.
La mañana del 21 de junio, casi al amanecer, salió José de Vitoria a reconocer sus posiciones. El ejército llamado de Portugal estaba a la extrema derecha, camino real de Francia; el del Centro ocupaba la posición de su nombre, a la derecha de la calzada de Vitoria y Miranda; el del Mediodía en las colinas de la Puebla de Arganzón. Aquí comenzó el ataque a las ocho de la mañana, tocando el honor de iniciar esta gran batalla al español don Pablo Morillo, cuya división era una de las tres que guiaba el general inglés sir Rolando Hill: acometió aquel caudillo con ímpetu y arrojo, y aunque fue herido en la refriega, no abandonó el campo. Sostúvole Hill con las otras dos divisiones, inglesa y portuguesa, hasta arrojar al enemigo de las alturas. Cruzó entonces Hill el Zadorra por la Puebla, internose por el desfiladero que forman las montañas y el río, y se apoderó de Subijana de Álava. Acudió allí inmediatamente el rey José, y después de un combate de una hora, replegose hasta una batería de treinta bocas de fuego, que hizo mucho daño a la columna aliada, pero ésta avanzaba con firmeza y sangre fría, de tal suerte que se vio el francés obligado a abandonar una posición tras otra. El rey José estuvo en gran peligro, y vio caer a muchos en derredor suyo.
Apenas Hill se había enseñoreado de Subijana, cuando el centro de los aliados compuesto de cuatro divisiones se movió simultáneamente, y una por Nanclares, otra por Tres Puentes, otras por más arriba del río, todas lograron cruzar el Zadorra, pudiendo así acometer un cerro que los enemigos tenían grandemente artillado y constituía su defensa. Fue ésta obstinada y firme; el combate porfiado y rudo; al fin con el refuerzo de dos brigadas de artillería que lograron aproximar los ingleses, hubieron de ceder los contrarios replegándose hacia la ciudad, y dejando diez y ocho cañones en poder de una de las divisiones británicas. Todavía en aquel retroceso, escalonándose los franceses y cejando a veces con ímpetu y buen orden, hicieron no poco estrago en algunas de las columnas inglesas que los seguían.
Por la derecha de los franceses y sobre el camino de Bilbao marchaba también y acometía el inglés Graham, sostenido por don Pedro Agustín Girón, que desde Valmaseda había acudido por Orduña y Murguía a tiempo de hacer este servicio. Apostábanse allí los contrarios en montañas de difícil acceso, y ocupaban los pueblos de Gamarra Mayor y Menor, y Abechuco. Portugueses y españoles, aquellos mandados por el general Pack, éstos por don Francisco Longa, sostenidos por una división inglesa, atacaron por frente y flanco aquellas alturas; apoderose Longa de Gamarra Menor; tomada fue la Mayor por una brigada de la primera división británica, cogiendo en el puente un obús y tres cañones. Sito este pueblo en la carretera de Francia, y quedando con su ocupación cortadas las comunicaciones entre Vitoria y Bayona, hicieron los franceses repetidos esfuerzos para recuperarle, todos inútiles a pesar del brío con que una y otra vez atacaron. Quieto estuvo allí Graham, hasta que vio que izquierda y centro enemigos eran arrojados sobre Vitoria: entonces ocupó de lleno el camino de Vitoria a Francia, estorbando la retirada por aquella parte. No quedaba a los franceses sino la reserva de caballería que pudiera sostenerlos, pero ésta apenas podía maniobrar a causa de la naturaleza del terreno.
Entre cinco y seis de la tarde, pronunciada por todas partes la victoria en favor de los aliados, todo fue ya confusión y desorden en el campo francés. Artillería, bagajes, almacenes, todo fue abandonado: un cañón y un obús arrastraron por junto consigo los vencidos. José, retirándose por la derecha de Vitoria, y dando la vuelta sin entrar en la ciudad hasta tocar al camino de Francia, encontró éste obstruido con sus propios carruajes, con los de los generales, con efectos, enseres y riquezas de toda especie; supo allí los progresos de los aliados por su derecha, y ordenó retroceder abandonándolo todo, y emprender la retirada por Salvatierra hacia Pamplona, yendo él a caballo, sin detenerse siquiera a tomar su coche, en el cual se cogió correspondencia, y se hallaron cosas, de lujo unas, curiosas y raras otras. Aprehendiose todo el convoy, en el que iban, además de las cajas militares llenas de dinero, de que también tocó alguna parte a los vecinos de la ciudad, objetos de gran valor, que se repartían los soldados entre sí, y los permutaban y cambiaban. «¡Qué de pedrería y alhajas, exclama aquí el conde historiador del levantamiento y guerra de España; qué de vestidos y ropas, qué de caprichos al uso del día, qué de bebidas también y manjares, qué de municiones y armas, qué de objetos en fin de vario linaje quedaron desamparados al arbitrio del vencedor, esparcidos muchos por el suelo, y alterados después o destruidos! Atónitos igualmente andaban y como espantados los españoles del bando de José que seguían al ejército enemigo, y sus mujeres y sus niños, y las familias de los invasores, poniendo unos y otros en el cielo sus quejidos y sus lamentos. Quién lloraba la hacienda perdida, quién el hijo extraviado, quién la mujer o el marido amenazados por la soldadesca en el honor o en la vida. Todo se mezcló allí y confundió, &c.»
Tales fueron los principales accidentes de la famosa batalla de Vitoria, sin ocuparnos del pormenor de los movimientos, que no son de nuestro propósito, y deducidos aquellos del cotejo de los muchos y variados relatos que de aquel célebre combate se escribieron y existen{5}. La pérdida en hombres por ambas partes, aunque no hay conformidad, como casi siempre acontece, entre los partes y relaciones de los generales y de los escritores contrarios, y no puede por consecuencia fijarse con exactitud, fue indudablemente mayor del lado de los franceses, y no es aventurado decir que entre muertos, heridos y prisioneros tuvieron de 7 a 8.000 bajas en sus filas, y que no llegaron a 5.000 las de los ejércitos aliados. Pero no fue la diferencia en la pérdida material de hombres en lo que se cifró lo señalado y lo importante del triunfo de los nuestros en el combate del 21 de junio, sino en haber quedado en poder de los vencedores 151 cañones, 415 cajas de municiones, multitud de objetos preciosos; y sobre todo en el quebranto de aquellas antes tan aguerridas y disciplinadas huestes, en la influencia moral que da el cambio y trueque de fortuna, en ver mudados en desalentados fugitivos los que tanto tiempo mostraron la altivez de dominadores, y vislumbrarse que no era posible a los franceses sostenerse ya mucho tiempo en territorio español, dado que no se entreviera que la mudanza llegaría hasta a ser dentro del suyo perseguidos con audacia los que en el nuestro entraron con artería.
Ganó Wellington con el triunfo de Vitoria el bastón de feld-mariscal de la Gran Bretaña. El parlamento de aquella nación acordó un voto de gracias al ejército anglo-hispano-portugués; y las Cortes españolas, a propuesta de don Agustín de Argüelles, concedieron a Wellington la rica y pingüe posesión real sita en la vega de Granada y conocida con el nombre de Soto de Roma{6}. Importante había sido el servicio; no fue menguado el galardón. También la ciudad de Vitoria mostró agradecimiento especial a haberse librado de las calamidades a que la expuso una batalla dada a sus puertas, regalando a uno de sus ilustres hijos, el general don Miguel de Álava, una espada de oro, en que estaban esculpidas las armas de su casa y las de la ciudad.
Sigamos la relación de los sucesos.
Fugitivo el rey José y acosado, viendo todavía caer a los pies de su caballo un hombre herido de bala, caminando por terreno agrio y peligroso, llegó a Salvatierra a las diez y media de la noche. En los dos días siguientes hasta el anochecer del 23 (junio) en que llegó a Pamplona, terribles aguaceros que pusieron casi del todo impracticables los caminos hicieron más penosa su retirada, pero en cambio impidieron que las tropas del centro y derecha del ejército aliado, que iban en pos, pudieran darle alcance; y solo a la entrada de Pamplona avistaron todavía su retaguardia. Vencido, pero no derrotado el ejército francés, desalentado y sin artillería, pero poco disminuido, pensaron José y Jourdan que aun podía resistir al empuje de los vencedores apoyado en la cordillera de los Pirineos, reponer allí la artillería, y de todos modos resguardar de una invasión el territorio francés. Y así dispusieron que, quedando una guarnición de 4.000 hombres en Pamplona, se tomasen las entradas de Francia, y que el ejército del Mediodía pasase a San Juan de Pie de Puerto, el de Portugal a cubrir el Bidasoa, y el del Centro con el rey al valle del Bastán. El rey salió de Pamplona a la media noche del 25; el 26 durmió en Elizondo, de donde partió a las 6 de la mañana: la jornada a Vera, dice el autor del diario de que tomamos estas noticias, el cual iba en su compañía, fue la más fatigosa de toda la marcha. El 28 de junio estableció José su cuartel general en San Juan de Luz: el ejército de Portugal le tenía en Irún.
Pero en tanto que Wellington perseguía al ejército francés en su retirada a Pamplona, por el camino de Vitoria a Irún marchaban los españoles don Pedro Agustín Girón y don Francisco Longa en busca del gran convoy que había salido de aquella ciudad en la madrugada del 21. Pero el activo general Foy que se hallaba en Vergara, llamado, como dijimos, por el rey José, aunque no le fue posible llegar el día del combate, noticioso el 22 del infortunio de la víspera en Vitoria, moviose colocándose entre Plasencia y Mondragón, ya para adquirir noticias más exactas del suceso, ya para proteger el convoy, ya para que se le reuniera allí la guarnición de Bilbao con la brigada italiana que se encontraba en Durango. Algo receló de esto Wellington, y por eso mandó al general inglés Graham que con toda la izquierda marchase en apoyo de los españoles: pero el retraso en el recibo de las órdenes hizo que el general británico no llegase a tiempo. Ello es que Foy encontró a los españoles cerca de Mondragón, y aunque el combate le costó 300 hombres, y salir él levemente herido, alcanzó el objeto que se proponía, y logró que se le reunieran en Vergara las tropas de Durango, con las cuales se replegó sobre Villareal, e invitó al general Maucune a que volviese sobre Villafranca, después de haber hecho entrar el convoy en Tolosa. De modo que al llegar el 24 el inglés Graham a Villafranca, solo encontró ya la retaguardia enemiga. Valiole pues a Maucune, y al convoy que custodiaba, la previsión y la presteza de Foy, el cuál continuó su marcha a Tolosa, cubriendo el camino de Francia y el que de allí conduce a Pamplona. Reunió de este modo Foy en Tolosa 16.000 bayonetas, 400 sables y 10 cañones. Aquella noche se juntaron también todas las fuerzas del inglés Graham y de los españoles Girón y Longa.
Lanzar a Foy de Tolosa fue el objeto que los nuestros se propusieron. En la mañana del 25 se vio desembocar las primeras columnas de Alegría, y atacar las posiciones que los franceses tenían en las alturas y en derredor de Tolosa. A esta operación contribuyó también don Gabriel de Mendizábal, que desde Azpeitia se había adelantado. Con trabajo los desalojaron de ellas, pero al fin tuvo Foy que abrigarse en la ciudad, que se hallaba fortificada, barreadas las puertas de Navarra y Castilla, junto con otras defensas, que eran sostenidas con valor. Todo sin embargo lo iban venciendo los aliados; y Foy, sin noticias ciertas del resto del ejército, y temiendo comprometerse más de lo que le conviniera, desamparó de noche a Tolosa, y fue a tomar posición delante de Hernani, de donde pasó a San Sebastián (27 de junio). Dejó en esta plaza una guarnición de 2.600 hombres, y se puso en comunicación con Reille, que, como dijimos, guardaba el Bidasoa con el ejército de Portugal.
El comportamiento del general Foy en los días que estuvo entregado a sí mismo mereció los mayores elogios del mariscal Jourdan en sus Memorias. Y en efecto, había mostrado mucha firmeza, mucha previsión, mucha pericia, y salvó el gran convoy y aquella parte de ejército, sin más pérdida en todos los combates que 700 muertos o heridos. Logrados estos objetos, y con noticia que tuvo de la retirada de José, metiose también él en Francia.
Don Pedro Agustín Girón, que continuó persiguiéndole hasta la frontera, decía en 1.º de julio desde Irún al generalísimo lo siguiente: «Excmo señor.– Los enemigos por esta parte están ya fuera del territorio español.– El brigadier don Federico Castañón atacó esta mañana con iguales fuerzas la retaguardia enemiga situada delante del puente del Bidasoa, y la desalojó de su fuerte posición con tanta bizarría como inteligencia.» Explicaba después cómo había hecho batir con artillería la cabeza del puente que 3.000 enemigos defendían con 4 piezas, hasta que aquellos volaron las obras de defensa y pusieron fuego a los combustibles que sobre el puente tenían, quemándose éste, y quedando de este modo a las seis de la tarde del 31 de junio cortadas las comunicaciones entre los dos países. Fue pues un español quien tuvo la fortuna y la gloria de arrojar los primeros franceses fuera del suelo de la península. Volvió luego Girón a Hernani, y el 2 de julio comunicaba que habiendo encomendado al coronel Longa la toma de los fuertes que el enemigo tenía en Pasajes, lo había realizado aquel caudillo, haciendo prisionera de guerra la guarnición, que consistía en 146 hombres y un comandante, cogiendo ocho cañones y algunas municiones de boca y guerra{7}. Tal remate tuvieron por este lado las operaciones.
Natural parece que deseen saber nuestros lectores qué había sido del general Clausel, tan viva como inútilmente esperado por el rey José para el día de la batalla, y con cuyos 15.000 hombres y los que mandaba Foy que tampoco pudo acudir, indudablemente habría podido ser muy otro el resultado de aquel combate. Pero de los varios avisos que José había enviado a Clausel no le llegó ninguno: habíase valido el monarca francés de paisanos, y no hubo quien quisiese o se atreviese a desempeñar el encargo con lealtad. Clausel en su marcha solo encontraba habitantes fugitivos y silenciosos: tal era el espíritu del país. Ignorante el segundo en Logroño de lo que pasaba, pero pronosticando algo, determinose el 21 a avanzar por Peñacerrada hasta la espalda de la sierra de Andía, por si lograba dar la mano a José. Aquella tarde llegó ya a traslucir lo que había pasado en Vitoria, y a la mañana siguiente salió a lo alto de la sierra, desde donde divisó las señales y restos del gran desastre. Sin turbarse volvió a ganar las márgenes del Ebro hasta Logroño, y teniendo delante a los ingleses, y observado por Mina y por don Julián Sánchez, tomó la atrevida resolución de engolfarse hasta Zaragoza, con objeto de cubrir las espaldas a Suchet y asegurarle la retirada. Picándole Mina la retaguardia, y siguiéndole ya tres divisiones inglesas destacadas por Wellington, entró Clausel en Zaragoza el 1.º de julio. Detúvose poco en aquella ciudad. En breve tomó también el camino de Francia por Jaca y Canfranc. Solo después de haber llegado a Oloron se puso en contacto y obró en combinación con las demás tropas de su nación que habían entrado en Francia por diferentes puntos del Pirineo.
Un solo punto fortificado había quedado en poder de franceses y a espaldas de nuestro ejército en la línea del camino de Bayona, el de Pancorbo. No fue el encargado de tomarle ninguno de los cuerpos de aquel ejército, sino el de reserva de Andalucía, que estaba a cargo del conde de La Bisbal, el cual, libre Madrid de franceses, moviose de orden de Wellington por Extremadura a Castilla, donde llegó después de hecha la gran retirada de los franceses. Prosiguió no obstante este cuerpo a Burgos (24 de junio), y encomendósele atacar las dos fortalezas de Pancorbo que obstruían el camino real de aquella ciudad a Vitoria, a causa de la angostísima garganta que forman las dos elevadísimas rocas laterales. Con la eficacia e inteligencia que siempre y en todas partes había mostrado el conde de La Bisbal don Enrique O'Donnell, acometió esta empresa con tan buen éxito, que ya el 28 de junio fue tomado por asalto el fuerte de Santa María por los intrépidos cazadores y granaderos de la primera brigada de la primera división. Quedaba el de Santa Engracia, que era el principal y más respetable. Para embestir este fuerte fue menester construir una batería de seis piezas en la cima de una loma. Esta operación y la dificilísima de subir los cañones se hizo con grande arrojo sufriendo el fuego enemigo. Se subió también una cantidad considerable de escalas. Rompiose el fuego por nuestra parte con acierto, amenazose con el asalto, intimose la rendición por dos veces, y al fin el comandante francés accedió a capitular (30 de junio), quedando prisionera de guerra la guarnición, que consistía en 700 hombres escasos{8}.
Desembarazada así de enemigos toda esta parte del Norte de la península, a excepción de San Sebastián y Pamplona, ocupando el grueso del 4.º ejército español los puntos de Irún, Fuenterrabía y Oyarzun, el ejército anglo-hispano-portugués las comarcas de Guipúzcoa y Navarra hasta los Pirineos, y habiendo sentado Wellington sus reales como punto céntrico en Hernani, resolvió este general emprender los sitios de las dos plazas antes nombradas, encomendando el de San Sebastián a sir Thomas Graham, el de Pamplona al conde de La Bisbal con su ejército de reserva, y con las tropas que de Ciudad-Rodrigo, Zamora y otros pueblos de Castilla concurrieron conducidas por don Carlos de España. A su tiempo daremos cuenta de ellos.
«Tal fue, exclama aquí con mucha pena un historiador francés, la campaña de 1813 en España, tan tristemente célebre por el desastre de Vitoria, que señalaba nuestros últimos pasos en esta comarca, donde por espacio de seis años habíamos derramado inútilmente nuestra sangre y la de los españoles.» Y discurre después sobre las causas de éste para ellos funesto resultado, encontrándolas en no haber enviado Napoleón las fuerzas necesarias (considerando todavía pocas los 400.000 hombres que en ocasiones tuvo en la península), en el empeño de quererse apropiar las provincias del Ebro, en la manía de querer gobernar y disponer todas las operaciones y movimientos desde tan larga distancia, en la falta de unidad de mando, en la escasa autoridad, o sea sombra de ella, que había concedido siempre a su hermano José, en lo tardío de la concesión cuando se determinó a ampliarla, en el espíritu y en el hábito de los generales de no obedecer a José, en la falta de actividad de éste y en la poca energía, aunque con gran talento y experiencia, del mariscal Jourdan; y por último en los cálculos inexactos, y en los no más exactos informes con que el ministro Clarke alucinaba el emperador, y producían órdenes o irrealizables o inconvenientes. Pinta luego el efecto que hizo en Napoleón la noticia de los sucesos de España, que recibió al salir de Dresde para sus grandes correrías militares de Alemania, y dice: «Su arrebato rayó en el más alto punto, ofreciéndole una ocasión de desencadenarse contra José y sus hermanos todos. Se le vinieron a la memoria la abdicación de Luis, la defección inminente de Murat que se anunciaba ya harto a las claras, el escándalo dado por Gerónimo al abandonar el año anterior el ejército, y tales recuerdos le inspiraron las palabras más amargas. Realmente era llegada la hora de echar de ver cuán enorme falta había cometido al querer derrocar todas las dinastías, a fin de sustituirles la suya. Pero la justicia obliga a reconocer que su ambición propia, mucho más que la de sus hermanos, contribuyó a esta política desordenada...{9}»
{1} Gaceta de Madrid de 3 de junio de 1813, bajo el gobierno de la Regencia de las Españas.
{2} Así fue que en 1.º de mayo aquellos 86.000 hombres de los tres ejércitos del Mediodía, Centro y Portugal, estaban ya reducidos a poco más de 76.000, distribuidos, según datos oficiales, del modo siguiente:
Ejército del Mediodía.– Gazan, general en jefe: fuerza, 25.377 infantes, 6.212 caballos: en Madrid, Ávila, Toro, Zamora y Salamanca.
Ejército del Centro.– General en jefe, conde de Erlon (Drouet): fuerza, 11.223 hombres de infantería, 1.317 de caballería: en Segovia y Rioseco.
Ejército de Portugal.– General en jefe, conde de Reille: fuerza, 29.424 infantes, y 3.202 caballos: en Burgos, Palencia y márgenes del Esla.
Total general: –76.755 hombres.
{3} De los papeles que se sacaron de Simancas en los años 1811 y 1812 dejó el comisario francés Mr. Ghite notas firmadas al archivero don Manuel de Ayala y Rosales. En 1816 fueron devueltos muchos carros de legajos, algunos en malísimo estado, de otros entresacada correspondencia diplomática muy importante. Sobre esto podríamos decir mucho, que no nos parece de este lugar.
{4} En esta ocasión hallamos a Thiers más imparcial que de costumbre cuando trata de las cosas de España; pues suponiendo Jourdan en sus Memorias, y con él otros escritores franceses, que el ejército de José no presentó en batalla sino poco más de 40.000 hombres, él afirma que no bajaban de 54.000.
{5} Hemos tenido presente para esta relación, el parte del general Wellington, los de los generales franceses Gazan y Erlon, las relaciones de Foy y de Clausel, la del ingeniero inglés sir John Jones, las Memorias de José y las de Jourdan, un Diario de las operaciones desde el 1.º de enero al 28 de junio, la Gaceta de Madrid que había comenzado a publicarse otra vez por el gobierno de la Regencia desde el 3 de junio, los partes de Mendizábal y de Girón y otros muchos documentos.
El jefe político de Burgos publicó a las once de la noche del 22 el bando siguiente: «Ayer se ha decidido la suerte de España: el ejército francés ha sido batido y puesto en completa dispersión en las inmediaciones de Vitoria. Se han tomado 70 piezas de artillería (se ignoraba entonces el número de los cañones cogidos), y todos los carros y equipajes. El rey salió a escape con solos dos gendarmes... Ha habido soldado que ha cogido 160.000 reales, y esta mañana, creyendo que iban a tomar un carro de galeta, se hallaron con doce mil duros en él.– Españoles: dirijamos al cielo nuestros votos... &c.»
{6} «Las Cortes generales y extraordinarias (decía el decreto), a nombre de la nación española, en testimonio de la más sincera gratitud, decretan: Se adjudica al duque de Ciudad-Rodrigo para sí, sus herederos y sucesores, el sitio y posesión real conocido en la vega de Granada por el Soto de Roma, con inclusión del terreno llamado de las Chachinas, que se halla situado dentro del mismo término del Soto, para que le hayan y disfruten con arreglo a la Constitución y a las leyes.– Lo tendrá así entendido la Regencia, &c.– Dado en Cádiz a 22 de julio de 1813.»
{7} Estos partes, y el del duque de Wellington desde Vitoria participando el resultado de la batalla, se publicaron todos en un mismo día en la Gaceta de Madrid de 9 de julio.
Don Pedro Agustín Girón, primogénito entonces del marqués de las Amarillas, fue después duque de Ahumada.
{8} Gaceta del 20 de julio, en que se insertaron los partes de Wellington y del conde de La Bisbal, éste más minucioso que aquél.
{9} El lector habrá podido observar que terminamos varios de estos últimos capítulos con el juicio de algún escritor francés sobre el resultado de los sucesos que acabamos de relatar. No lo hacemos fuera de propósito. Siempre que podemos preferimos dar a conocer las confesiones de los que eran entonces nuestros enemigos, dando en esto prueba de imparcialidad, a consignar nuestro juicio propio o el de alguno de nuestros escritores, que pudieran, por ser de españoles, y favorables a nuestra causa, interpretarse por algo apasionados. Dejar a los enemigos que nos hagan justicia, es nuestro sistema siempre que de ello tenemos ocasión.