Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo XXIV
Tarragona. San Sebastián
Estado general de Europa
1813 (de mayo a setiembre)
Valencia.– Suchet.– Expedición de la escuadra anglo-siciliana a Cataluña.– Malograda tentativa contra Tarragona.– Actividad de Suchet.– Faltas de Murray.– Regreso desgraciado de la expedición.– El lord Bentinck nombrado jefe de la escuadra.– Reencuentro en la línea del Júcar.– Influjo del suceso de Vitoria en Valencia.– Abandona Suchet esta ciudad.– Entran en ella los españoles.– Fuertes que deja guarnecidos en aquel reino.– Dirígese Suchet a Aragón.– Desampara el general París a Zaragoza.– Persíguele Mina.– Entran Sánchez y Durán.– Etiquetas entre Durán y Mina.– Resuélvelas la Regencia.– Mina comandante general de Aragón.– Sitio de la Aljafería.– Toma del castillo.– Suchet en Cataluña.– Salida de tropas españolas de Valencia.– Sitian los nuestros a Tarragona.– Los anglo-sicilianos: la división mallorquina.– Copons: Manso.– Intentan socorrerla los franceses.– Suchet: Decaen: Maurice-Mathieu: Bertoletti.– Vuela el francés las fortificaciones de Tarragona, y se retira.– Ocúpala Sarsfield.– Posiciones que toman los ejércitos españoles y franceses.– El tercer ejército español va a Navarra.– Sucede el príncipe de Anglona al duque del Parque.– Acción de la Cruz de Ordal.– Sucesos en el Norte de España.– El rey José duramente tratado por Napoleón con motivo del desastre de Vitoria.– Retírase a Mortfontaine.– El mariscal Soult nombrado por Napoleón lugarteniente general suyo en España.– Viene a San Juan de Pie de Puerto.– Célebre y presuntuosa proclama que da.– Nueva organización y distribución de su ejército.–Cerca el inglés Graham con los anglo-portugueses a San Sebastián.– Abre brecha en la plaza.– Costoso e inútil asalto.– Hace Wellington convertir el sitio en bloqueo.– Motivo de esta determinación.–Movimiento de Soult.– Combates y batallas en los puertos de Roncesvalles y el Bastán.– Es rechazado Soult de todas las cumbres de los montes, y vuelve a San Juan de Pie de Puerto.– Intenta socorrer a San Sebastián.– Es desalojado de las montañas de Tolosa.– Heroísmo de nuestras tropas.– Elogio que de ellas hace Wellington.– Sitio de San Sebastián.– Cruza un ejército francés el Bidasoa en socorro de la plaza.– Detiénele el 4.º ejército español.– Batalla y triunfo de los españoles en San Marcial.– Repasan los franceses el río.– Asaltan los anglo-lusitanos la plaza de San Sebastián y la toman.– Horribles excesos que en ella cometen.– Incendian la ciudad, que es toda entera reducida a cenizas.– Ríndese el castillo de la Mota.– No quedan franceses de este lado del Pirineo.– Situación general de Europa.– Napoleón y los aliados del Norte.– Mediación de Austria para la paz.– Negociaciones.– Astucias diplomáticas de Napoleón.– Metternich: Caulincourt.– Gran campaña de 1813 en Alemania.– Triunfos de Napoleón en Lutzen y Bautzen.– Acepta la mediación de Austria.– Armisticio y congreso europeo.– Austria, incomodada con la conducta de Napoleón, se une a los coligados.– Segunda campaña de Napoleón contra la Europa confederada.– Triunfa en Dresde.– Desastre de Kulma.– Alegría y esperanzas de los aliados.– Se columbra la decadencia de Napoleón.– Precede España a Europa en vencer a los franceses.
Libres de franceses, con la que llamamos gran campaña de los aliados, en el corto espacio de dos escasos meses el reino de León, las dos Castillas, y las Provincias Vascongadas y Navarra, a excepción de las plazas de Santoña, San Sebastián y Pamplona, manteníanse aquellos todavía en los antiguos reinos de Valencia, Aragón y Cataluña, a que se extendía el gobierno militar del mariscal Suchet, el más afortunado y el más entendido de los generales franceses que guerreaban en España. Había no obstante principiado en Cazalla, como apuntamos en el capítulo anterior, a participar su estrella de la palidez que empezaba ya a cubrir entonces la que alumbraba dentro y fuera de la península española las huestes de Napoleón por tantos años en todas partes vencedoras.
Con todo eso, y con tenerle los nuestros, conforme al plan de Wellington, entretenido de modo que no pudiera destacar tropas en auxilio de los suyos ni a Castilla ni a Navarra, todavía le fue otra vez propicia la suerte, por previsión suya y por faltas de sus enemigos. Corriendo mayo, y en tanto que los ejércitos españoles 2.º y 3.º le amenazaban en la línea del Júcar, se quiso llamar su atención a otra parte, y se preparó una expedición marítima, que habían de ejecutar los anglo-sicilianos regidos por el inglés Murray, juntamente con la división española de Whittingham, en número de 14.000 peones y 700 jinetes. El 31 de dicho mes se dio a la vela la expedición en Alicante con rumbo a Cataluña, de acuerdo y en combinación con el capitán general del Principado, general en jefe del 1.er ejército, Copons y Navia. Arribaron los aliados y tomaron tierra en el puerto de Salou, poca distancia de Tarragona. En el camino a esta ciudad tenían los franceses el castillo del Coll de Balaguer con muy corta guarnición. Era menester tomarle para dar paso a la artillería, y así lo ejecutó una brigada de las expedicionarias (7 de junio), ayudándola con cuatro batallones el general Copons, lo que permitió a Murray aproximarse, protegido por aquel general, a Tarragona.
Tan lento como anduvo el inglés, jefe de la expedición en atacar y embestir la plaza, anduvo activo el gobernador Bertoletti, reparando y aumentando las fortificaciones, y mostrando en su defensa valor y brío. Andúvolo el general Maurice-Mathieu, que gobernaba a Barcelona, acudiendo con 8.000 hombres que llegaban ya a Villafranca. Y no menos lo anduvo el mismo Suchet, que marchó allí con fuerzas considerables, dejando la defensa del Júcar a cargo del general Harispe. Aturdió a Murray la noticia de tales movimientos, llenose de pavor, y el día que había de asaltar uno de los reductos exteriores (11 de junio), determinó reembarcarse, siquiera tuviese que abandonar la artillería y tren de sitio, como así comenzó a hacerlo al siguiente día. Acaso le salvó su mismo atropellamiento, pues no calculando ni pudiendo comprender Suchet tan extraña evolución cuando le encontró de retirada hacia el Coll de Balaguer, no sabiendo lo que aquello significaba retrocedió hacia el Perelló. Murray, después de nuevas vacilaciones, y oído un consejo de guerra, determinó proseguir el reembarco y volver a Alicante. Los franceses, socorrida sin obstáculo la plaza de Tarragona, regresaron también, a Barcelona los unos, hacia Tortosa los otros, no sin apoderarse de 18 cañones que el inglés dejó delante de la plaza, y que Copons con sola su gente no quiso aventurarse a recobrar. En el momento del reembarco hizo la suerte que se apareciese allí lord Bentinck, que venía a reemplazar a Murray; tomó aquél el mando de la escuadra, y la noche del 19 levó anclas para Alicante{1}.
Durante esta malhadada expedición fueron atacados los franceses en la línea del Júcar, que era una de las combinaciones del plan, pero también sin éxito, ya que no se diga habernos sido desfavorable. Tomaron no obstante a los dos días los nuestros (13 de junio) unas alturas, de donde los contrarios no pudieron desalojarlos. El general Elío, jefe del 2.º ejército, los cañoneaba desde allí. El duque del Parque, que mandaba el 3.º y había ido allá desde la Mancha cuando los franceses evacuaron a Madrid, tuvo un encuentro en Carcagente en que perdió más de 700 hombres. Nada pues se había adelantado con la desdichada expedición a Cataluña, de donde se vio con admiración regresar a Suchet tan entero como había ido: no así la escuadra anglo-siciliana-española, que después de haber dejado allí la artillería tuvo la desgracia de encallar en los Alfaques y desembocadura del Ebro, perdiéndose cinco buques que cogieron los franceses, pero pudiendo al fin salvar los restantes hasta diez y ocho. Por último, después de varias averías arribó la expedición a Alicante, y a fin de junio situáronse las tropas en Jijona, viniendo bien para sostener a los nuestros, que con la llegada de Suchet iban perdiendo terreno, retirándose el 3.er ejército a Castalla y el 2.º hacia Chinchilla.
Afortunadamente el suceso de Vitoria no podía menos de influir en la situación del reino de Valencia. Suchet comprendió toda su gravedad: y por más que le fuese violento abandonar la ciudad en que había estado mandando casi como soberano cerca de diez y ocho meses, el país que representaba sus triunfos, y aquella Albufera que simbolizaba el título de su ducado, prefirió ir a amparar a los que suponía apretados en las márgenes del Ebro, y retirando el 3 y el 4 de julio las tropas de Játiva y Liria, de Buñols y las Cabrillas, a las primeras horas de la mañana del 5 salió él mismo de Valencia, en cuya ciudad entró pronto Villacampa, y sucesivamente fueron entrando el general Elío, los ingleses Bentinck, Clinton y otros, los españoles Roche y Whittingham y varios otros jefes con tropas de infantería y caballería, y por último el duque del Parque. Al marchar hizo destruir Suchet las fortificaciones de Valencia; mas como aquél que no quería dejar desamparado el país para el caso de una reconquista, conservó guarniciones en los fuertes y castillos de Denia, de Murviedro, de Peñíscola y de Morella, y aumentó hasta 4.500 hombres la de la plaza de Tortosa, poniendo a su frente al general Robert, en quien tenía gran confianza. Afanábase Suchet por socorrer al general París que había quedado en Zaragoza, acosado por Mina, Durán y don Julián Sánchez, cuando Clausel se retiró a Francia por Jaca y Canfranc, como en otro lugar dijimos. Así, aunque haciendo un rodeo, que le proporcionó se incorporase a Musnier una brigada de la división Severoli que se hallaba en Teruel y Alcañiz, marcharon todos juntos y se apostaron entre Caspe, Gandesa y Tortosa (12 de julio).
Mas ya en este tiempo y durante su marcha el general París, después de haber tenido algunos combates casi a las puertas de Zaragoza con la gente de Mina y con el coronel Tubuenca enviado por Duran para proponerle acometer la ciudad mancomunadamente, desamparola él (8 de julio), al tiempo que los nuestros se disponían a acometerla, dejando solo 500 hombres en la Aljafería, y llevando consigo largo convoy de carruajes y acémilas. Así iban los franceses dejando libres las ciudades de primer orden en el verano de 1813. Las calles espontáneamente alumbradas y un inmenso gentío moviéndose con inmenso júbilo por ellas, anunciaban la entrada en Zaragoza del intrépido don Julián Sánchez con sus lanceros. Al día siguiente lo realizó Durán, a quién por su antigüedad y graduación correspondía el mando en jefe, y a quién agasajaron con alegres y cordiales festejos. Tocole a Mina seguir en pos de los franceses fugitivos, e hízolo con su acreditada eficacia, acosándolos tan vivamente, que después de alcanzarlos y picarlos donde quiera que intentaban descansar o padecían descuido, los obligó en Alcubierre a abandonar la artillería, el convoy, casi todos los despojos que habían sacado de Zaragoza, pudiendo a duras penas el general París y los suyos ponerse en cobro en tierra francesa, casi por la misma ruta y los mismos pasos que antes Clausel había llevado.
Volvió Mina triunfante a Zaragoza, y alojose en el arrabal sin pasar el Ebro, porque la izquierda de aquel río pertenecía a territorio en que él ejercía mando, como la derecha correspondía al en que mandaba Durán. Guardábanse estos miramientos los dos ilustres caudillos, siendo lo sensible que más que de amistosa consideración se sospechaba que naciesen de rivalidad, al menos de parte de alguno de ellos, llegando a producir falta de avenencia. A deseo de cortar piques y discordias que pudieran ser lamentables atribuyose la medida de la Regencia, disponiendo que Durán pasase a Cataluña, y que Mina con sus tropas y las que quisiera entresacar de las de aquél, quedase de comandante general de Aragón. Habíanse ido rindiendo las cortas guarniciones francesas que quedaran en los fuertes de la Almunia, Daroca y Mallen, y había empezado Durán a formalizar el sitio de la Aljafería. Siguió Mina, como jefe ya superior de Aragón, apretándole con empeño. No esperaba sin embargo enseñorearse de él tan pronto: un terrible incidente abrevió este desenlace: en la mañana del 2 de agosto se oyó una horrible detonación, y viose volar el reducto más inmediato a la ciudad, dejando descubierto y sin defensa el interior del castillo. En aquel mismo día pidió capitulación el gobernador francés, concediósela Mina, y la guarnición, compuesta de 500 hombres, quedó prisionera de guerra. La explosión y el incendio no habían sido ni casuales ni producidos por los fuegos exteriores. Disensiones entre los jefes habían irritado a un comandante de artillería al extremo de poner él mismo fuego a las bombas que encerraba el reducto, pereciendo él con los veinte y ocho hombres que le defendían{2}. Cogiéronse en el castillo 38 cañones, muchos miles de fusiles, y porción de otros efectos y enseres de gran valor.
Quince días antes de este suceso, conociendo Suchet lo inútil de su estancia en Aragón, había hecho recoger las cortas guarniciones que en algunos puntos de aquel reino tenía, conservando las de Mequinenza y Monzón, como convenientes para resguardo de la plaza de Lérida, en la cual dejó de gobernador al general Lamarque, en lugar de Henriod que era justamente odiado en el país, y pasando con su ejército el Ebro por Mequinenza, Mora y Tortosa, aproximose con él a Tarragona, y pasó a situarse en Villafranca del Panadés. También los nuestros se habían movido en pos del mariscal francés. De Valencia salieron los anglosicilianos mandados por Bentinck con la división española de Whittingham (16 de julio) camino de Tortosa con objeto de bloquear esta plaza. Algunos días después partió el duque del Parque (21 de julio) con el 3.er ejército la vía de Aragón. Protegía la marina inglesa estos movimientos desde las aguas de la costa. Quedó en Valencia el 2.º ejército; y en tanto que la capital y los pueblos libres se entregaban al regocijo y se proclamaba la Constitución con solemnes festejos, íbanse sitiando los castillos de Murviedro, Morella, Peñíscola, y otros que el enemigo había dejado guarnecidos. En honor del mariscal Suchet debe decirse que su gobierno en Valencia se distinguió del de los generales franceses que gobernaban otras provincias, ya en el orden y disciplina que hacía observar a sus tropas, ya en la igualdad y justicia que procuraba se guardasen en la exacción de los impuestos, aunque gravosos, ya en no haber, como otros, despojado al país de sus riquezas artísticas, que las había en abundancia y las hizo respetar y conservar en los templos y parajes en que se guardaban y a que pertenecían.
Solo en los últimos meses parece haber cometido algunas tropelías, o enviando algunos jóvenes al patíbulo, o encarcelando ciudadanos respetables, porque no entregaban cantidades que se les pedían y excedían a su fortuna, si hemos de creer una correspondencia, no oficial, de Alicante, que se insertó en la Gaceta de 22 de junio, lo cual no hemos visto confirmado en otros documentos.
Con la ida de Suchet a Cataluña trasladóse allí el interés de la guerra que antes se extendía a los tres antiguos reinos de su mando. Tarragona, ciudad por él conquistada, viose a últimos de julio sitiada por las fuerzas que comandaba lord Bentinck, siempre con ellas la división de Whittingham, y por la primera del 1.er ejército español, colocadas las otras en sus inmediaciones: presentábase el sitio algo más serio que el que dos meses antes había amagado ponerle sir J. Murray. También ahora como entonces le protegía Copons con gente del 1.er ejército de su mando. Entre los servicios que ésta prestó fue uno el de cortar a los sitiados la entrada de subsistencias. Fallole a don José Manso, encargado de esta operación, la tentativa que hizo para copar un convoy que Suchet enviaba de Villafranca, pero desquitose luego con usuras, apoderándose de los molinos de San Sadurní que abastecían de harinas la plaza, tomando para sí y repartiendo en el país los acopios que había hechos. Ejecutó esta operación sorprendiendo una madrugada (7 de agosto) un batallón de 700 italianos que custodiaba los molinos, e hízolo de tal modo que solo 306 de ellos pudieron salvarse.
Interesaba a Suchet no dejar comprometido y expuesto al general Bertoletti y a los 2.000 hombres que con él en Tarragona había, más sin duda que conservar la plaza, cuya dificultad mostró comprender en el hecho de haberle encargado antes que tuviese preparados hornillos para volar las fortificaciones en el caso de que la acometiesen los aliados. Pero aguardó a que se le reunieran las tropas de los generales Decaen y Maurice-Mathieu, procedentes de Barcelona. Aunque con ellas reunía una fuerza de 30.000 hombres, gente toda aguerrida, faltábale mucho para igualar la de los aliados, aunque menos veterana. Juntos ya los franceses, avanzaron por dos caminos: lord Bentinck se colocó delante de Tarragona en orden de batalla; mas, lejos de esperar el combate, retirose la noche del 15 (agosto). Siguiéronle los franceses por espacio de dos días, admirados de ver en Bentinck una conducta semejante a la de Murray en el sitio anterior: pero no pasaron de las gargantas del Hospitalet: volvió Suchet a efectuar su primer pensamiento de hacer volar las fortificaciones de Tarragona. Realizose esto la noche del 18 de agosto, según lo tenía preparado Bertoletti, quedando aquella ciudad desmantelada: el general gobernador con sus 2.000 hombres salió a incorporarse con el ejército francés, que se situó en la línea del Llobregat. Al día siguiente metiose en Tarragona don Pedro Sarsfield, que después de haber estado con su división delante del castillo de Murviedro, había sido llamado a Cataluña. Apoderose de cañones y otros aprestos que habían quedado entre los escombros. Así evacuó Suchet aquella plaza cuya conquista le había costado tantos esfuerzos, y había sido hacía dos años tan repetidamente y con tanta preferencia recomendada por Napoleón, tan meditada, y con tanto trabajo y lentitud llevada a término.
Ocuparon luego nuestras tropas las posiciones siguientes: lord Bentinck volvió a situarse en Villafranca; Copons en Martorell y San Sadurní; Whittingham en Reus y Valls; el 3.er ejército, llamado por Wellington para que ayudara a las operaciones de Navarra de que hablaremos luego, tomó por la derecha del Ebro, con parte de la división mallorquina de Whittingham, teniendo la artillería y bagajes que pasarle por Amposta en una sola balsa, operación tan pesada que dio lugar a que saliendo de Tortosa el general francés Robert la pusiera en grande aprieto: a mediados de setiembre llegó a Tudela, dirigiéndose una parte de él a reforzar el bloqueo de Pamplona. Fatigado y achacoso el duque del Parque, renunció en este tiempo el mando del 3.er ejercito, reemplazándole el príncipe de Anglona. Cubriose la falta de estas tropas en Cataluña con divisiones del 2.º ejército de las que no estaban ocupadas en el bloqueo de los fuertes del reino de Valencia: la de don Juan Martín (el Empecinado) fue destinada a estrechar el de Tortosa.– Suchet por su parte, firme en la línea del Llobregat, fortificó la cabeza del puente de Molins de Rey, y construyó varios reductos a la izquierda de aquel río. Don José Manso, diestro siempre en aprovechar el menor descuido de los contrarios, lanzose el 10 de setiembre en ocasión oportuna sobre la vanguardia enemiga, y sobrecogiéndola hizo en ella destrozo considerable.
A su vez ideó Suchet, de acuerdo con Decaen, otra sorpresa contra un cuerpo respetable que el jefe de los aliados había colocado en el difícil paso y eminencia llamada la Cruz de Ordal: hallábase también en él una brigada de la división de Sarsfield. Propúsose Suchet arrojarlos de aquel escarpado sitio: no era fácil la empresa, y por eso la intentó de noche y a las calladas. Acometió el primero el general Mesclop (del 12 al 13 de setiembre), el mismo que el 10 había sido escarmentado por Manso. Recibiéronle serenos nuestros soldados; generalizose la pelea; en ella fue gravemente herido el valiente coronel Adams, teniendo que reemplazarle don José de Torres, también conocido por su valor en otros combates. Prosiguió éste con encarnizamiento, perdiendo los nuestros y recobrando un punto importante. Con más fortuna atacó el francés por otro lado, arrollando la división Habert la derecha que defendían los ingleses. Distinguiose grandemente al frente de su batallón el comandante francés Bugeaud, después y en nuestros tiempos uno de los generales más distinguidos de la Francia. Cejaron también con aquel impetuoso ataque nuestro centro e izquierda, yendo a ampararse del general Copons, que estaba, como hemos dicho, en Martorell y San Sadurní. No todos lo lograron: de los extraviados, algunos pudieron incorporarse a Manso, otros a Bentinck, que avanzaba al ruido de la pelea; otros por milagro, después de verse perdidos, pudieron al fin embarcarse en Sitges. Vengó pues Suchet el 12 en la Cruz de Ordal el descalabro que el 10 había tenido su vanguardia en Palleja. Por fortuna no siguió adelante, replegándose otra vez al Llobregat; los nuestros a Tarragona.
Allí los dejaremos por ahora, para dar cuenta de sucesos mucho más graves que por el Norte de España habían ocurrido, y con los cuales comparados los que acabamos de referir, aunque importantes (repetimos lo que en el capítulo anterior), son de harto menos trascendencia, así por los resultados como por los elementos que jugaron en ellos.
Vimos cuánto había irritado a Napoleón la noticia del desastre de Vitoria y de sus inmediatas y fatales consecuencias; y como si la causa de tamaño contratiempo hubiese sido su hermano José y el mariscal Jourdan; o como si, en caso de serlo, lo fuesen solos, y no tocase a él mismo más culpa y más responsabilidad que a nadie en los errores de España, tratolos con la mayor dureza y sin género alguno de consideración. «Harto tiempo he comprometido mis negocios por imbéciles:» escribió al archicanciller Cambacères y a los ministros de la Guerra y de Policía. Y mandó a José que se retirara a Mortfontaine y no recibiera a persona alguna, encargando además al príncipe Cambacères que prohibiera a los altos funcionarios ir a visitarle. Duro e inmerecido tratamiento contra un monarca y un hermano, cuyo mayor defecto, y tal vez el que acelerara su caída, había sido su excesiva docilidad y respetuosa obediencia a las órdenes, muchas veces inconvenientes, muchas injustas, y hasta a los caprichos de su hermano. Y para mayor mortificación suya nombró para que le sucediese, con el título de lugarteniente general del emperador en España, al mariscal Soult (1º. de julio), que a la sazón se hallaba en Dresde, que en España había sido el general más desobediente a José, y que sin duda en Dresde fue su más terrible acusador. Partió pues Soult para la frontera española, y el mismo día que llegó a San Juan de Pie de Puerto (12 de julio), donde se hallaban José y Jourdan, tomó posesión del mando, y en aquel mismo salieron, José para Mortfontaine, Jourdan para Bayona, alojándose en el barrio de Saint-Sprit.
La proclama que el nuevo lugarteniente del emperador dio a sus tropas revelaba todo el orgullo de que venía poseído, mostrando además en ella la más desatenta inconsideración hacia los que acababan de ser, el uno su superior, el otro su compañero.
«Soldados, decía entre otras cosas: yo participo de vuestra tristeza, de vuestra pena y de vuestra indignación: conozco que recae sobre otros la censura de la actual situación del ejército: tened vosotros el mérito de reparar su suerte. Yo he manifestado al emperador vuestro celo y vuestro valor: sus órdenes son que desalojemos al enemigo de sus alturas, desde donde insolentemente domina nuestros hermosos valles, y le arrojemos al otro lado del Ebro. En el territorio español es donde vosotros debéis poner vuestros campamentos, y allí es de donde habéis de sacar vuestros recursos. No hay dificultad que pueda ser insuperable a vuestro valor y decidido celo… Haced que lleve la fecha de Vitoria la relación de vuestros sucesos, y que se celebre en aquella ciudad la fiesta del día de S. M. Imperial…– Firmado, Soult, duque de Dalmacia, lugarteniente del Emperador.– 23 de julio de 1813.»
Dio nueva organización al ejército, formando uno de los cuatro que antes se denominaban del Norte, del Centro, de Portugal y del Mediodía, el cual se llamó ejército de España. Distribuyole en tres cuerpos de tres divisiones cada uno: confió el de la derecha al conde de Reille, el del centro al de Erlon, el de la izquierda a Clausel: constituyó además un cuerpo de reserva, que puso a cargo del general Villatte, con dos divisiones de caballería pesada a las órdenes de Tilly y Treilhard, y otra ligera a las de su hermano el general Soult.– Diremos lo que los nuestros habían hecho cuando el mariscal lugarteniente de Napoleón emprendió de nuevo sus operaciones.
Al ser expulsados los franceses de nuestro territorio por varios puntos del Pirineo, quedaban bloqueando los aliados las plazas de Pamplona y San Sebastián. La guarnición francesa de esta última había sido aumentada hasta 4.000 hombres bajo la conducta del general Rey, hombre de reputación militar. La ciudad, aunque situada entre dos brazos de mar, formando una península, a la falda del monte Urgull, defendida por un castillo que hay en su cumbre, y con los caracteres y formas de plaza fuerte, está lejos de ser una fortaleza de primer orden; y de tener puntos flacos que la hacen vulnerable se habían visto ya pruebas en varias épocas de nuestra historia. Bloqueada ahora al principio por los españoles, encargose ponerle cerco formal al general inglés Graham con los anglo-portugueses. Hizo el general sitiador construir fuertes baterías en las alturas de la derecha del río Urumea y abrir un camino cubierto por el lado de la antigua calzada de Pasajes hasta la orilla de dicho río. En la explanada que está delante de la ciudad, a unas 700 u 800 varas de ella, ocupaban los franceses el convento de San Bartolomé. Batiole Graham hasta destruirle y reducirle a escombros: sosteníanse sin embargo vigorosamente los franceses entre las ruinas, y fue preciso desalojarlos de allí a la bayoneta (17 de julio), recibiendo centenares de ellos la muerte, y costándola también a muchos aliados, que vencida aquella dificultad los persiguieron por la aldea quemada de San Martín, juntamente con un refuerzo que de San Sebastián les llegaba{3}.
A los pocos días, habiendo logrado Graham abrir dos brechas practicables en el muro de la plaza, intimó la rendición al gobernador Rey, que ni siquiera quiso admitir al parlamentario. Indignó esto al inglés en términos que al día siguiente (26 de julio) determinó dar el asalto, formando la columna de ataque la brigada del mayor general Hay. Abrasados los acometedores por los fuegos de la plaza, hubieron de retroceder renunciando a su intento, y pudiendo calcularse que sufrieron en la tentativa pérdida no escasa{4}. Llegó a poco Wellington de su cuartel general, que le tenía a la sazón en Lesaca. De buena gana habría intentado un segundo asalto que reparara el desaliento producido por la inutilidad del primero, si a tal tiempo no hubiera recibido noticias de los movimientos del mariscal Soult. Como tenía Wellington simultáneamente bloqueadas o sitiadas dos plazas, Pamplona y San Sebastián, a bastante distancia la una de la otra, importándole mucho no dejar desatendida ninguna de ellas, convirtió otra vez el sitio de San Sebastián en bloqueo, hizo embarcar la artillería en Pasajes, sin desamparar por eso las trincheras, y él acudió allí donde más probabilidad de peligro había, que era por la parte de Navarra.
En efecto, habiendo reunido Soult el 24 en San Juan de Pie de Puerto sus alas izquierda y derecha con dos divisiones del centro y una de caballería en número de 30 a 40.000 hombres, acometió el 25 el puesto del general Wing en Roncesvalles. Las posiciones de los aliados eran: Wing y don Pablo Morillo sobre la derecha cubriendo el puerto de Roncesvalles: sir Lowry Cole en Vizcarret sosteniendo aquellos con la 4.ª división británica: Picton con la reserva en Olagüe: sir Rolando Hill con parte de la 2.ª división británica y la brigada portuguesa del conde de Amarante en el Bastán: las divisiones inglesas 7.ª y ligera en las alturas de Santa Bárbara, villa de Vera y puerto de Echalar: la 6.ª en San Esteban formando la reserva: Longa con su división española manteniendo la comunicación entre estas tropas y las de Graham en Guipúzcoa: el conde de La Bisbal con su reserva bloqueando a Pamplona. Hizo también Soult que el conde de Erlon atacara por el puerto de Maya, término del valle del Bastán. El combate de aquel día duró por espacio de siete horas, perdiéndose y recobrándose posiciones en las cumbres y en los valles de aquellas elevadas montañas, teniendo a veces que cargar a la bayoneta todos los regimientos de los aliados: tuvieron éstos la pérdida de 600 hombres y cuatro piezas. Supo Wellington por la noche lo ocurrido en el día, y fue cuando acudió de San Sebastián.
Reprodújose al día siguiente la pelea, o por mejor decir, los días 26, 27 y 28 fue una batalla continuada y sostenida con gran porfía. En uno de ellos, como el conde de La Bisbal hubiese tenido que unirse al ejército de operaciones, dejando entretanto confiado el bloqueo de Pamplona a don Carlos de España con 2.000 hombres de la reserva, con esto y con la esperanza de la proximidad de los suyos envalentonáronse los cercados, y haciendo una impetuosa salida desordenaron a los nuestros y les cogieron algunos cañones, hasta que acudiendo don Carlos de España restableció el orden en su gente y rechazó los contrarios hasta los muros de la plaza. El 28 se generalizó el combate en todas las cumbres de los montes, y se recrudeció la pelea, llevando en ocasiones ventaja el francés en algún punto, pero revolviendo después sobre él Wellington con los aliados y recuperando lo perdido; siendo de notar el servicio que en esta ocasión hicieron las tropas españolas, valiéndose el inglés para los lances de más empeño de regimientos españoles, como los de Pravia y el Príncipe, muchas veces con honra citados en el parte del lord generalísimo. Por último, rechazado Soult de todos los lugares, volviendo a ocupar los ejércitos casi las mismas posiciones que el día 25, convencido Soult de la ineficacia de su gran esfuerzo para socorrer a Pamplona, y habiendo enviado artillería, bagajes y heridos a San Juan de Pie de Puerto para aligerar su gente, cambió de proyecto el 29, y malograda una empresa buscó fortuna en otra, en la de auxiliar a San Sebastián{5}.
Tampoco fue venturoso en este segundo intento el lugarteniente general de Napoleón en España. Queriendo abrirse paso por el camino de Tolosa, ciñendo la izquierda de los aliados, y ocupando posiciones en aquellas montañas de dificilísimo acceso, fue no obstante desalojado de ellas (30 de julio), acometido con brío por Wellington de frente, mientras otros generales embestían de orden suya por los flancos, todos con igual acierto, y encaramándose uno de ellos a la cresta de una montaña que delante tenía con admirable arrojo. Entre Hill y Drouet hubo también recia contienda en otros cerros, concluyendo el inglés por aventar a su contrario, ayudándole a esto el mismo general en jefe, desembarazado ya de la otra lid. Continuó la persecución (1.º de agosto) por los valles del Bidasoa y del Bastán. Tornaron los anglo-portugueses a ocupar el puerto de Maya, y Drouet a pisar tierra francesa. Manteníase no obstante fuerza enemiga la mañana del 2 en el puerto de Echalar: encargose ahuyentarla a las divisiones 4.ª, 7.ª y ligera: pero hallándose la brigada del general Barne formada para el ataque, y adelantándose a todas, hizo ella sola lo que se había encomendado a las tres. «Es imposible, decía en su parte el duque de Ciudad-Rodrigo, que yo pueda elogiar dignamente la conducta del mariscal de campo Barne y la de sus bizarras tropas, que fueron el objeto de la admiración de cuantos presenciaron su sereno denuedo. Pocas veces o nunca he visto marchar tropa al ataque con tanto orden y bizarría, ni arrojar con más desembarazo al enemigo de las formidables alturas que ocupaba, sin embargo de la obstinada resistencia que les opusieron.»
Hacía después mención honrosa de otros encuentros que con cuerpos franceses habían tenido, ya la división de Longa que resguardaba el camino real de Irún, ya un batallón de cazadores de la división de Bárcena, perteneciente al ejército de Galicia, enviado al puente de Yancy.
El número total de pérdidas que los aliados tuvieron en los muchos combates que hubo desde el 25 de julio al 2 de agosto, ambos inclusive, según un estado oficial remitido por el general en jefe, fue de 6.707 hombres. Supónese que fue mayor, y así tuvo necesariamente que ser, la pérdida que experimentaron los franceses. Elogiose mucho la inteligencia y la capacidad que desplegaron los dos generales enemigos en aquella serie de combates, en comarcas tan ásperas, quebradas y montuosas, llenas de precipicios, hondonadas y tortuosidades. Así era de esperar también de guerreros que a tanta altura habían sabido elevar su reputación. «En la actualidad, decía también el duque de Ciudad-Rodrigo en el último parte mencionado{6}, no hay enemigo alguno en esta parte de la frontera de España.» Palabras que contrastan notablemente con las que tres semanas antes había estampado el mariscal Soult al final de su proclama: «Fechemos en Vitoria nuestros primeros triunfos, y celebremos allí el día del cumpleaños del emperador.»
Ya pudieron los aliados dedicarse más desembarazadamente a apretar el sitio de San Sebastián suspendido en julio, y así lo hicieron, construyendo nuevas baterías, y rompiendo el fuego el 26 de agosto contra las torres que flanqueaban la cortina del Este, contra el medio baluarte situado sobre el ángulo del Sudeste, contra el fin de la cortina del Sur. En la noche de aquel mismo día se tomó la isla de Santa Clara, que está a la boca del puerto, y como cerrando la hermosa concha que forma su playa, haciendo prisionero un pequeño destacamento enemigo que en ella había. Abierta ya el 30 una nueva brecha, y ensanchadas las dos anteriores, dispúsose todo para dar el asalto el 31. Pero antes habremos de contar lo que aquel mismo día pasaba en la frontera de Francia entre nuestras tropas y las francesas que venían en socorro de la plaza de San Sebastián.
Hallábase el 4.º ejército español acantonado en los campos de Sorueta y Enacoleta, alturas de San Marcial, Irún y Fuenterrabía, cubriendo y protegiendo el camino real de San Sebastián. A espaldas de Irún estaba la división británica del mayor general Howard, con una brigada del general Aylmer: a retaguardia de la derecha la división de Longa, dos brigadas inglesas en la sierra de Aya, y la 9.ª brigada portuguesa en unas alturas entre Vera y Lesaca. El 4.º ejército español estaba ahora mandado por don Manuel Freire, que había reemplazado a Castaños y tomado posesión el 9 de agosto en Oyarzun. Don Pedro Agustín Girón, que era verdaderamente quien le había guiado en ausencia de Castaños mucho tiempo hacía, quedó al frente del ejército de reserva de Andalucía, con motivo de haber pasado el conde de La-Bisbal con licencia a Córdoba a ver de reponerse de antiguas dolencias.
El 31 de agosto antes de amanecer cruzaron los enemigos el Bidasoa, en número de 16 a 18.000 hombres, por los vados entre Andaya y el puente destruido del camino real, arrollando nuestros puestos avanzados, y atacando con ímpetu todo el frente de las tropas situadas sobre las alturas de San Marcial. En las primeras arremetidas consiguieron algunas ventajas, mas luego fueron completamente rechazados, merced a los esfuerzos del regimiento de Asturias que perdió su denodado y joven coronel don Fernando Miranda, del 1.º de Tiradores cántabros, del de Laredo, del de otros cuerpos, cuyo comportamiento general mereció que el generalísimo inglés diera la siguiente memorable proclama: «Guerreros del mundo civilizado: aprended a serlo de los individuos del 4.º ejército español que tengo la dicha de mandar.– Cada soldado de él merece con más justo motivo que yo el bastón que empuño: el terror, la arrogancia, la serenidad y la muerte misma, de todo disponen a su arbitrio.– Dos divisiones inglesas fueron testigos de este original y singularísimo combate, sin ayudarles en cosa alguna por disposición mía, para que llevasen ellos solos una gloria, que no tiene compañera en los anales de la historia.– Españoles, dedicaos todos a premiar a los infatigables gallegos: distinguidos sean hasta el fin de los siglos por haber llevado su denuedo y bizarría a donde nadie llegó hasta ahora, a donde con dificultad podrán llegar otros, y a donde solos ellos mismos se podrán exceder, si acaso es posible.– Nación española, la sangre vertida de tantos Cides victoriosos, 18.000 enemigos con una numerosa artillería desaparecieron como el humo, para que no nos ofendan jamás.– Franceses, huid pues, o pedid que os dictemos leyes, porque el 4.º ejército va detrás de vosotros y de vuestros caudillos a enseñarles a ser soldados.{7}»
Por la tarde otro cuerpo considerable, protegido por mucha artillería colocada en las alturas de la derecha del río, le pasó también por un puente volante que echó a un cuarto de legua del camino real, y embistió desesperadamente nuestro centro y parte de la derecha, mas también fue rechazado por una brigada de la división del intrépido Porlier, ayudada del segundo batallón de marina, sin que hubiera necesidad de que en esta función tomaran parte dos divisiones inglesas que se hallaban inmediatas.
Otra tentativa hicieron también contra la izquierda española, consiguiendo en el primer ímpetu apoderarse de un campamento establecido en una de aquellas cimas, no obstante la serenidad con que los recibió una brigada de don José María Ezpeleta, pero acudiendo oportunamente Porlier y Mendizábal, y arrojándolos sucesivamente de todos los puntos, los obligaron a repasar el río, hostigándolos siempre nuestras tropas. Y al tiempo que este cuerpo francés atravesaba el puente de las Nasas, otra columna forzada a descender del monte Irachábal cruzaba el Bidasoa por el vado de Saraburo, con no poca dificultad, crecidas las aguas con la lluvia que abundosamente cayó a las últimas horas de la tarde. Otras tres columnas francesas que habían pasado el río por los vados superiores pusieron en aprieto a la 9.ª brigada portuguesa, en cuyo socorro envió Wellington al general Inglis con otra brigada de la 7.ª división de su mando, y sosteniéndole otras divisiones británicas. Inglis se replegó a las alturas de San Antonio, donde se mantuvo firme, en términos que no pudiendo desalojarle de allí los franceses, muy entrada ya la noche, y lloviendo sin cesar, retiráronse también, hallando tan hinchado el río que la retaguardia de la columna no pudo ya pasarle sino por el puente de Vera. Durante estas ocurrencias don Pedro Agustín Girón, con otros generales de los aliados, atacaban los puestos enemigos en los puertos de Echalar y de Maya. Glorioso, aunque costoso, fue para los españoles el memorable combate de 31 de agosto, llamado batalla de San Marcial, por la sierra de este nombre.
Costoso hemos llamado aquel triunfo, y lo fue en verdad. «Hemos perdido bastante gente, decía el general en jefe del 4.º ejército don Manuel Freire, y muchos y muy beneméritos jefes y oficiales, habiendo compañía donde no ha quedado un oficial.» La pérdida positiva fue de 161 oficiales, 2.462 soldados y 6 caballos, entre muertos, heridos y extraviados{8}. Entre los heridos se contaban el general Losada, los brigadieres Castañón y Roselló, y el coronel jefe de estado mayor del centro, Laviña. El brigadier jefe de estado mayor del ejército, don Estanislao Sánchez Salvador, tuvo dos caballos muertos. Grande debió ser el descalabro de los franceses, siendo como fueron rechazados de todos los puntos, y teniendo que repasar tantas columnas el río, de noche algunas de ellas, todas de cerca acosadas.
No pudo, pues, ser socorrida por los franceses la plaza de San Sebastián, la cual dejamos amenazada de próximo asalto en el mismo día 31. En su consecuencia renovaron los aliados las operaciones del sitio con nueva actividad y vigor, continuando sus trincheras por la antigua casa de la Misericordia y hasta el paseo llamado de Santa Catalina. Luego que se ensanchó más la brecha, a las once de la mañana del dicho día 31 (agosto, 1813) salieron de las trincheras las columnas de ataque, dirigiéndose los ingleses por la izquierda del Urumea hasta ocupar la cresta de la brecha abierta en la cortina intermedia de los cabos de los Hornos y Amezqueta, mientras que la décima brigada portuguesa, vadeando el Urumea, asaltaba el boquete de la derecha, sufriendo todo el fuego de fusilería de la plaza y de un cañón de la pequeña batería de San Telmo. A pesar del brío de la acometida, la firmeza con que los sitiados recibieron a las columnas fue tal, que faltó poco para malograrse segunda vez la empresa. Pero una casualidad, feliz para los aliados, hizo que se incendiara un almacén de materias combustibles que cerca de la brecha tenían los enemigos, volándose con tan espantoso estruendo, que sobrecogidos y asustados los franceses tuvieron unos momentos de indecisión y aturdimiento de que se aprovecharon los aliados para penetrar en la ciudad. Refugiáronse entonces los franceses al castillo, dejando en poder de los invasores unos 700 prisioneros. Sobre 2.000 hombres entre muertos y heridos fue la pérdida de los aliados en el asalto. Entre los heridos lo fue el teniente general sir James Lecth que dos días antes se había unido al ejército, y el mariscal de campo Ottwald: a la salida de las trincheras fue muerto de bala de fusil el coronel sir Ricardo Flecher, el principal trazador de las líneas de Torres-Vedras, y de cuya pérdida en particular se lamentaba lord Wellington.
Lo que ahora sorprenderá a nuestros lectores, al menos a los que no conozcan el suceso, lo que los asombrará tanto como pudiera asombrarlos el súbito estampido de una mina, es el comportamiento de los ingleses con una ciudad española y tan amiga que los esperaba con ansia y los recibía como libertadores. Cosa es que aun después de sabida con evidencia, todavía parece que a creerla se resiste el ánimo; que aquellos libertadores, aliados y amigos, se condujeran con los pacíficos habitantes y con la inofensiva población de San Sebastián, como crueles y desapiadados enemigos, como desatentados y bárbaros conquistadores. Veamos cómo describe el horrible cuadro de aquel día y de aquella noche el ilustrado historiador del Levantamiento, guerra y revolución de España, y nos limitamos ahora a reproducir sus frases: «Robos, dice, violencia, muertes, horrores sin cuento sucediéronse con presteza y atropelladamente. Ni la ancianidad decrépita, ni la tierna infancia pudieron preservarse de la licencia y desenfreno de la soldadesca, que furiosa forzaba a las hijas en el regazo de las madres, a las madres en los brazos de los maridos, y a las mujeres todas por do quiera. ¡Qué deshonra y atrocidad!!! Tras ella sobrevino al anochecer el voraz incendio; si casual, si puesto de intento, ignorámoslo todavía. La ciudad entera ardió; solo sesenta casas se habían destruido durante el sitio: ahora consumiéronse todas, excepto cuarenta, de seiscientas que antes San Sebastián contaba. Caudales, mercadurías, papeles, casi todo pereció, y también los archivos del consulado y ayuntamiento, precioso depósito de exquisitas memorias y antigüedades. Mas de mil quinientas familias quedaron desvalidas, y muchas, saliendo como sombras de enmedio de los escombros, dejábanse ver con semblantes pálidos y macilentos, desarropado el cuerpo y martillado el corazón con tan repetidos y dolorosos golpes. Ruina y destrozo que no se creyera obra de soldados de una nación aliada, europea y culta, sino estrago y asolamiento de enemigas y salvajes bandas venidas de África.»
Por desgracia, lejos de ser recargadas, pecan tal vez de débiles, aunque parezca imposible, las tintas que empleó este escritor para bosquejar el cuadro de aquella noche funesta, una de las más horribles que se registrarán en la historia de las calamidades de los pueblos. Y no sabemos cómo tan ilustrado historiador pudo, hablando del incendio, estampar aquellas palabras: «Si casual, si puesto de intento, ignorámoslo todavía.» ¡Ojalá tuviéramos el consuelo de ignorarlo! ¡Ojalá de testimonios auténticos no resultara la dolorosa convicción de haber sido puesto! ¡horroriza el pensarlo! ¡por los mismos que se decían nuestros amigos y aliados, por los defensores de la causa española, por aquellos mismos a quienes los pacíficos habitantes de San Sebastián salían alegres y alborozados a recibir como libertadores! Dejemos a los desgraciados vecinos de San Sebastián contar ellos mismos siquiera una mínima parte de las trágicas escenas de aquella lúgubre noche.
«La ciudad de San Sebastián (decían en un Manifiesto que publicaron el ayuntamiento, cabildo eclesiástico, consulado y vecinos), la ciudad de San Sebastián ha sido abrasada por las tropas aliadas que la sitiaron, después de haber sufrido sus habitantes un saqueo horroroso y el tratamiento más atroz de que hay memoria en la Europa civilizada. He aquí la relación sencilla y fiel de este importante suceso.
»Después de cinco años de opresión y de calamidades, los desgraciados habitantes de esta infeliz ciudad aguardaban ansiosos el momento de su libertad y bienestar, que lo creyeron tan próximo como seguro, cuando en 28 de junio último vieron con inexplicable júbilo aparecer en el alto de San Bartolomé los tres batallones de Guipúzcoa al mando del coronel don José Manuel de Ugarremendia. Aquel día y el siguiente salieron apresurados muchos vecinos, ya con el anhelo de abrazar a sus libertadores, ya también por huir de los peligros a que los exponía un sitio que hacían inevitable las disposiciones de defensa que vieron tomar a los franceses, quienes empezaron a quemar los barrios extramuros de Santa Catalina y San Martín…»
Refieren que desde el 23 de julio hasta el 29 se quemaron y destruyeron por las baterías de los aliados 63 casas en el barrio contiguo a la brecha, pero que este fuego se cortó y extinguió. Y llegando al 31 de agosto, describen el asalto, la huida de los franceses al castillo, y las demostraciones de alegría de los habitantes con los aliados, y dicen:
«Los pañuelos que se tremolaban en las ventanas y balcones, al propio tiempo que se asomaban las gentes a solemnizar el triunfo, eran muestras del afecto con que se recibía a los aliados; pero insensibles éstos a tan tiernas y decididas demostraciones, corresponden con fusilazos a las mismas ventanas y balcones de donde les felicitaban, y en que perecían muchos, víctimas de la afección de su amor a la patria. ¡Terrible presagio de lo que iba a suceder!
»Desde las once de la mañana, a cuya hora se dio el asalto, se hallaban congregados en la sala consistorial los capitulares y vecinos más distinguidos con el intento de salir al encuentro de los aliados. Apenas se presentó una columna suya en la Plaza Nueva, cuando bajaron apresurados los alcaldes, abrazaron al comandante, y le ofrecieron cuantos auxilios se hallaban a su disposición. Preguntaron por el general, y fueron inmediatamente a buscarle a la brecha, caminando por medio de cadáveres; pero antes de llegar a ella y averiguar en dónde se hallaba el general, fue insultado y amenazado con el sable por el capitán inglés de la guardia de la Puerta uno de los alcaldes. En fin, pasaron ambos a la brecha, y encontraron en ella al mayor general Hay, por quien fueron bien recibidos, y aun les dio una guardia respetable para la casa consistorial, de lo que quedaron muy reconocidos. Pero poco aprovechó esto; pues no impidió que la tropa se entregase al saqueo más completo y a las más horrorosas atrocidades, al propio tiempo que se vio, no solo dar cuartel, sino también recibir con demostraciones de benevolencia a los franceses cogidos con las armas en las manos. Ya los demás se habían retirado al castillo contiguo a la ciudad; ya no se trataba de perseguirlos, ni de hacerles fuego, y ya los infelices habitantes fueron el objeto exclusivo del furor del soldado.
»Queda antes indicada la barbarie de corresponder con fusilazos a los víctores, y a este preludio fueron consiguientes otros muchos actos de horror, cuya sola memoria estremece. ¡Oh día desventurado! ¡Oh noche cruel, en todo semejante a aquella en que Troya fue abrasada! Se descuidaron hasta las precauciones que al parecer exigían la prudencia y arte militar en una plaza a cuya extremidad se hallaban los enemigos al pie del castillo, para entregarse a excesos inauditos, que repugna describirlos la pluma. El saqueo, el asesinato, la violación llegaron a un término increíble, y el fuego que por primera vez se descubrió hacia el anochecer, horas después que los franceses se habían retirado al castillo, vino a poner complemento a estas escenas de horror. Resonaban por todas partes los ayes lastimeros, los penetrantes alaridos de mujeres de todas edades que eran violadas…»
No es posible trasladar al papel los hechos y casos repugnantes y horribles que sobre esta materia se citan individualmente en el Manifiesto.
«Corramos, dicen ellos mismos, el velo a este lamentable cuadro; pero se nos presentará otro no menos espantoso. Veremos una porción de ciudadanos, no solo inocentes, sino aun beneméritos, muertos violentamente por aquellas mismas manos, que no solo perdonaron sino que abrazaron a los comunes enemigos cogidos con las armas en las suyas. Don Domingo Goicoechea, eclesiástico anciano y respetable, doña Javiera de Artola, don José Miguel de Magra, y otras muchas personas que por evitar prolijidad no se nombran, fueron asesinados. El infeliz José de Larrañaga, que después de haber sido robado quería salvar su vida y la de su hijo de tierna edad que llevaba en los brazos, fue muerto teniendo en ellos a este niño infeliz; y a resulta de los golpes, heridas y sustos mueren diariamente infinitas personas, y entre ellas el presbítero beneficiado don José de Mayora, don José Ignacio de Arpide, y don Felipe Ventura de Moro…
»En esta noche infernal, en que a la oscuridad protectora de los crímenes, a los aguaceros que el cielo descargaba, y al lúgubre resplandor de las llamas, se añadía cuanto los hombres en su perversidad pueden imaginar de más diabólico, se oían tiros dentro de las mismas casas, haciendo unas funestas interrupciones a los lamentos que por todas partes llenaban el aire. Vino la aurora del 1.º de setiembre a iluminar esta funesta escena, y los habitantes, aunque aterrados y semivivos, pudieron presentarse al general y alcaldes suplicando les permitiesen la salida. Lograda esta licencia, huyeron casi todos cuantos se hallaban en disposición, pero en tal abatimiento y en tan extrañas figuras, que arrancaron lágrimas de compasión de cuantos vieron tan triste espectáculo. Personas acaudaladas que habían perdido todos sus haberes no pudieron salvar ni sus calzones; señoritas delicadas medio desnudas o en camisa, o heridas o maltratadas; en fin, gentes de todas clases salieron de esta infeliz ciudad que estaba ardiendo, sin que los carpinteros que se empeñaban en apagar el fuego de algunas casas pudieran lograr su intento, pues en lugar de ser escoltados, como se mandó a instancia de los alcaldes, fueron maltratados, obligados a enseñar casas en que robar, y forzados a huir…
»Mientras la ciudad ardía por varias partes, todas aquellas a que no llegaban las llamas sufrían un saqueo total. No solo saqueaban las tropas que entraron por asalto, no solo las que sin fusiles vinieron del campamento de Astigarraga, sino que los empleados en las brigadas acudían con sus mulos a cargarlos de efectos, y aun tripulaciones de trasportes ingleses surtos en el puerto de Pasajes tuvieron parte en la rapiña… Cuando se creyó concluida la expoliación, pareció demasiado lento el progreso de las llamas, y además de los medios ordinarios para pegar fuego que antes practicaron los aliados, hicieron uso de unos mixtos que se había visto preparar en la calle de Narrica en unas cazuelas y calderas grandes, desde las cuales se vaciaban en unos cartuchos largos. De estos se valían para incendiar las casas con una prontitud asombrosa, y se propagaba el fuego con una explosión instantánea. De este modo ha perecido la ciudad de San Sebastián. De 600 casas que contaba dentro de sus murallas solo existen 36, con la particularidad de que casi todas las que se han salvado están contiguas al castillo que ocupaban los enemigos, habiéndose retirado a él todos mucho antes que principiase el incendio… &c.{9}»
Tres días llevaban los ingleses en lo que había sido ciudad de San Sebastián, y el castillo de la Mota aún no se rendía, desechando el esforzado general Rey las proposiciones que se le hicieron. Con tal motivo redoblaron sus ataques los ingleses: el 5 (setiembre) se apoderaron del convento de Santa Teresa, desde cuya huerta, contigua al cerro del castillo, los molestaban los enemigos. Construyéronse baterías de brecha: 17 cañones jugaban en una sola: entre obuses, cañones y morteros, eran 59 piezas las que arrojaban proyectiles sobre el castillo: no era posible resistir a tanto estrago; el gobernador Rey había hecho tanto y aun más de lo que exigían el honor y la ciencia militar, y a las doce del día 8 enarboló bandera blanca pidiendo capitulación. Las condiciones que puso el vencedor fueron todas, con ligeras modificaciones, aceptadas, siendo las dos principales que las tropas de la guarnición se entregarían prisioneras de guerra, y que serían embarcadas en buques de S. M. Británica derechamente a Inglaterra, sin obligarlas a marchar por tierra sino hasta el puerto de Pasajes cuando más. Costó a los ingleses la toma del castillo cerca de 500 hombres: de 4.000 que constituían la guarnición francesa había perecido en los ataques y asaltos casi la mitad{10}.
Al tiempo que así iban las cosas para los franceses en España, la gran lucha de Napoleón con las demás potencias iba marchando en proporciones inmensas a su desenlace en el Centro y en el Norte de Europa. Dejamos a Napoleón en abril saliendo de París camino de Dresde. Ingeniosos esfuerzos diplomáticos, medios gigantescos de fuerza empleó todavía aquel hombre extraordinario para ver de reparar en una nueva campaña el gran desastre sufrido en la de Rusia. Antes de salir había recibido las primeras proposiciones de mediación para la paz por parte del Austria, su aliada entonces. Sin rechazar aquella, pero no queriendo concluirla sino después de alcanzar nuevos triunfos que le repusieran en la situación que había perdido, había hecho alistar hasta 500.000 hombres, e hizo que en un Consejo se aprobaran por mayoría los grandes armamentos, que fue cuando sacó los cuadros y tropas de España, y formó cuatro nuevos cuerpos de ejército con destino a Italia, al Rin y al Elba. La Prusia se había separado de Francia y unídose a los rusos. Este golpe y la semi-defección de la corte de Sajonia hicieron gran sensación en Austria. Napoleón sin embargo pide más soldados, confía la regencia de Francia a la emperatriz María Luisa, y parte para el ejército.
Sus últimas instrucciones para el gabinete de Viena eran, que Austria intimase a Rusia, a Prusia y a Inglaterra que depusiesen las armas, ofreciéndoles luego la paz bajo las condiciones indicadas por él, y si se negasen a admitirla, entrar con 100.000 hombres en Silesia y hacer por sí mismo la conquista de aquel territorio. Pero Metternich, fingiendo aceptar estas proposiciones, insistió en ofrecer la paz a las potencias bajo las condiciones que el Austria fijara, añadiendo que esta nación caería con su peso sobre cualquiera de ellas que se negase a admitir una paz equitativa. Bien se veía la intención del gobierno austriaco de no exceptuar a la Francia, su amiga entonces, de esta amenaza, y la actitud que se preparaba a tomar. Irritose Napoleón, y se puso furioso, al saber en Maguncia que Austria había hecho ya retirar al cuerpo auxiliar de Francia, y que se proponía también desarmar el cuerpo polaco. Pero sin dejar de provocar al Austria a que explique sus intenciones, se promete que la próxima campaña deshará cuantas combinaciones contra él se mediten. Expide órdenes a sus generales, pone en movimiento sus ejércitos, estudia las evoluciones de los aliados, las previene con rápidas y maravillosas maniobras, concentra sus fuerzas en Lutzen, y da y gana la memorable batalla que tomó el nombre de esta ciudad, a presencia de Alejandro de Rusia y de Federico Guillermo de Prusia (2 de mayo, 1813). Persigue a los aliados hacia Dresde y envía a Ney sobre Berlín. Marcha sobre el Elba, entra en Dresde, e intima a Federico Augusto de Sajonia que se le presente, bajo la pena de ser destituido. Todavía Napoleón, después del infortunio de 1812 en Rusia, vence humilla soberanos en 1813 en Alemania.
Entretanto Austria, hostigada, precisada a explicarse, responde que el tratado de alianza con Francia de 14 de marzo de 1812 no es aplicable a las circunstancias actuales; y conociendo la gravedad de esta declaración, se apresura a apoderarse del papel de mediadora y a comunicar a Napoleón las condiciones que creía aceptarían las potencias beligerantes, y con las cuales estaba pronta a unirse con Francia. Oyolas el emperador francés con indignación, y en su disgusto contra el Austria no pensó sino en dar otra batalla decisiva para celebrar después la paz sin contar con la corte de Viena, prefiriendo entenderse directamente con Inglaterra y Rusia, cediendo a ésta en todo o en parte la Polonia, dejando a los Borbones en todo o en parte la España; todo menos contar con Prusia, que decía haberle vendido ostensiblemente, y con Austria que le vendía a las calladas. A poco de esto llegó Bubna a Dresde con carta del emperador Francisco para Napoleón, haciéndole juiciosas reflexiones, hablándole más como padre que como soberano, y excitándole a que oyera a su embajador y no se entregara a determinaciones irreflexivas. Recibiole al principio Napoleón con aspereza; y queriendo ganar a todos en astucia, aparentó después ablandarse, y mostrose dispuesto a aceptar a la vez un congreso europeo y un armisticio, dando entrada en aquel congreso a representantes del gobierno que llamaba de los insurgentes de España, concesión que sorprendió al enviado austriaco, y la cual nos indica con cuán otro respeto que antes miraba ya la causa de la insurrección española.
Si paternal y afectuosa había sido la carta del emperador Francisco a Napoleón su yerno, cariñosa y filial fue la respuesta del emperador francés al austriaco su suegro, diciéndole entre otras cosas que le estimaba más que el poder y la vida, y que ponía su honor en sus manos, y despachó con ella a Bubna colmándole de afectuosas demostraciones. Asombrosa simulación, no ya habilidad diplomática, con que se proponía engañar al Austria, adormecer las potencias enemigas, aprovechar el armisticio para completar sus armamentos, vencer en nuevos combates, y hacer después la paz, y hacerla sin contar con el Austria, vengándose así del compromiso en que su mediación le había puesto. Y en tanto que se concierta el armisticio, prosigue sus maniobras militares, sale para Bautzen, combate allí de nuevo y vence en dos batallas a los prusianos y a los rusos (20 y 21 de mayo), los empuja hacia el Oder y ocupa a Breslau. Apurados de este modo los aliados, despachan comisionados a Napoleón pidiendo una suspensión de armas. Austria le estrecha también; comprende el francés que de no aceptarla tendrá encima de sí a los austriacos, y consiente en el armisticio y le firma, con el propósito de ganar dos meses más para concluir sus armamentos. Así terminó la primera campaña de Sajonia, llamada la campaña de primavera.
Vuelve Napoleón a Dresde; recibe instancias del Austria para que envíe sus plenipotenciarios a Praga, donde se ha acordado celebrar el congreso. Suscita Napoleón nuevas dificultades sobre la mediación, entretiene a Metternich, y le invita a que pase a conferenciar con él a Dresde. La primera entrevista entre el diplomático alemán y el emperador francés (26 de junio) fue por parte de éste áspera y tempestuosa. Reconoció luego haberse excedido en sus arrebatos, y sustituyendo después, como muchas veces hacía, a la tirantez y a la acritud la flexibilidad y la dulzura, concluyó por aceptar formalmente la mediación del Austria, por señalar el 5 de julio para la reunión de los plenipotenciarios en Praga, pero consiguiendo de Metternich que el armisticio se prolongara hasta el 17 de agosto, que era lo que calculaba necesitar para sus aprestos militares. La reunión de los plenipotenciarios se iba difiriendo, ya por causas inevitables, que Napoleón afectaba sentir, y de que interiormente se alegraba, ya por estorbos que él disimuladamente ponía, y entre ellos lo fue su viaje a Magdeburgo. Entonces fue también cuando supo los acontecimientos de España, la retirada de sus ejércitos a Burgos, el gran desastre de Vitoria, y la entrada de su hermano José en Francia, lo cual le irritó de la manera que antes hemos dicho, y produjo la indignación contra su hermano y el nombramiento del mariscal Soult para lugarteniente suyo en España.
Este suceso, que debía servirle de aviso y saludable lección para cejar en sus pensamientos de ambición desmedida, y para aprovechar la ocasión que sus recientes triunfos en Alemania y la mediación del Austria le ofrecían para hacer una paz honrosa y volver el sosiego al mundo, no abre los ojos al hombre que se precipita desatentado y ciego por la pendiente de una ambición insaciable y loca. En vez de apresurar la negociación de la paz, difiere bajo diversos pretextos el envío de sus plenipotenciarios al congreso de Praga, cuando ya los de las otras potencias los esperaban allí impacientes. Su propósito es hacer de modo que el armisticio tenga que prolongarse hasta 1.º de setiembre, porque así cree tener tiempo para ser otra vez el vencedor y el soberano de Europa. Pero estas dilaciones excitan agrias quejas de los plenipotenciarios, y Metternich declara que no se diferirá un día más el plazo del armisticio, y que el 17 de agosto se volverá infaliblemente a las hostilidades. Napoleón entonces envía a Caulincourt, pero con instrucciones que produzcan cuestiones de formas de casi imposible solución. Estas dificultades llegan a impedir la constitución del congreso de Praga; la paciencia de los soberanos y de los plenipotenciarios se apura, y Metternich declara que si para el 10 de agosto a media noche no se han asentado las bases de la paz, será denunciado el armisticio, y el Austria se verá en el caso de dar por terminado su papel de mediadora, de abandonar a Francia y unirse a la coalición.
Fecundo en recursos mañosos Napoleón, en vista de esta actitud, y discurriendo cómo parar el golpe del Austria, entabla por medio de Caulincourt secretas negociaciones con esta potencia. Sorprende a Metternich este nuevo paso (6 de agosto). Todavía ofrece a Napoleón a nombre de su soberano el emperador Francisco condiciones ventajosas para la paz, que él no podía prometerse en circunstancias tales. Caulincourt le brinda a que las acepte, y hace sinceros y nobles esfuerzos para ello. Pero el hombre a quien la Providencia tiene determinado perder, y a quien por lo mismo permite que le siga obcecando su ambición, las desecha todavía, que a desecharlas equivale la contra-proposición que remite el mismo día crítico, 10 de agosto. Apúrase con esto del todo la paciencia del mediador; Metternich a nombre del Austria declara disuelto el congreso de Praga antes de haberse instalado, y proclama que aquella potencia se adhiere a la coalición (12 de agosto). Inútilmente intenta todavía Napoleón que Caulincourt prolongue su permanencia en Praga: los soberanos de Rusia, Austria y Prusia conferencian y se entienden: declaran inaceptables las últimas proposiciones de Napoleón, y la coalición de la Europa entera queda resuelta contra el que menosprecia la ocasión de quedar un soberano poderoso, y elige o ser el dominador de Europa o no ser nada. Caulincourt se lamenta de esta ceguedad, como negociador generoso, previsor y honrado.
La unión del emperador de Austria a los confederados, del emperador de Austria aliado hasta entonces de Napoleón, mediador después, y cuya hija se sentaba en el trono imperial de Francia: esta resolución de parte de un soberano unido con tan estrechos vínculos de parentesco con el francés, tomada en tales circunstancias y después de tantos esfuerzos por persuadirle y atraerle a una paz honrosa, hacía cambiar enteramente la situación de aquellos grandes potentados, llenó de júbilo y dio nuevo aliento a los aliados del Norte, regocijó a Inglaterra, y difundió en España la esperanza de la próxima ruina del coloso que se había lisonjeado de ahogarla entre sus gigantescos brazos, y de los cuales ella misma se estaba a la sazón desenredando tan maravillosamente. Todavía sin embargo no se intimidó aquel genio atrevido y fecundo. Todavía, a pesar de las inmensas fuerzas que reúne la coalición, se resuelve a emprender la segunda campaña de 1813, y recurriendo a una de sus profundas concepciones medita batir una tras otra las masas enemigas. Muévese de Dresde; marcha contra el ejército de Silesia mandado por el prusiano Blucher y le obliga a replegarse (22 de agosto). Vuelve rápidamente a Dresde, porque sabe el grande ejército de los coaligados se ha aparecido a espaldas de aquella ciudad. Los coaligados la atacan inútilmente el 26, y se da el 27 la famosa batalla de Dresde, en que Napoleón derrota otra vez más los ejércitos de la Europa confederada. ¿Se habrá hecho de nuevo invencible el gigante? Aquella misma ciudad lo habrá de decir no tardando.
Un proyecto que forma sobre Berlín, un concurso extraño de singulares circunstancias, produce en Kulma un desastre al general Vandamme, encargado de aquel proyecto. Ha querido herir a Prusia en Berlín, ha querido blasonar de que se extendía su dominación desde el golfo de Tarento hasta el Vístula, y el infortunio de Kulma, producto de un error a que le ha inducido la vanidad, vuelve a descubrir que no es invulnerable. Y como observa un escritor de su nación y apasionado suyo: «Aquellos coaligados que al abandonar el campo de batalla de Dresde se consideraban como batidos por completo, y se preguntaban tristemente si al aspirar a vencer a Napoleón acometían la empresa de luchar contra el destino, de pronto, al aspecto de Vandamme vencido y prisionero, se juzgaron restituidos a una excelente situación, y creyeron ver a lo menos equilibrada la balanza de la fortuna… Para ellos el no ser vencidos equivalía casi a vencer, y al revés, para Napoleón equivalía a no haber hecho cosa alguna el no aniquilar a sus adversarios.»
Así estaban las cosas en el norte de Europa, cuando en España habíamos obtenido los triunfos de Vitoria, de San Sebastián y de San Marcial. Cuando allá se vislumbraba solamente que toda la Europa coaligada y vencida podía vencer a Napoleón, acá las huestes imperiales de Francia habían comenzado a ser arrojadas del suelo español, y el ejército anglo-hispano-portugués amenazaba penetrar en territorio francés. España se había anticipado a Europa.
{1} Formose en Inglaterra consejo de guerra para juzgar la conducta de sir John Murray en esta ocasión: el tribunal declaró haber habido error y desacierto, pero no culpabilidad.
{2} Un diario de Zaragoza inserto en la Gaceta de Madrid del 7 de agosto, decía entre otras cosas: «Las disensiones que había entre los franceses, y el haberse volado el comandante principal de artillería con los 28 hombres que defendían el reducto que miraba a los Agustinos, fue la principal causa de su rendición; cuya voladura no fue obra de los fuegos exteriores, sino del comandante de artillería, que voluntariamente le causó, pereciendo con los demás.– El segundo de esta clase intentó pegar fuego al repuesto de 400 quintales de pólvora; pero advertido por los soldados, pudieron contener este atentado, evitando la ruina de toda la guarnición, que constaba de 500 hombres lo menos, de los españoles que atacaban el castillo, y tal vez de una parte de la ciudad: lo cual solo de pensarlo estremece; y al propio tiempo reconocemos el favor de la Divina providencia por habernos librado de este acontecimiento tan terrible.»
{3} Parte del general Graham, fecho el 18 de julio en Hernani, e inserto en la Gaceta del 21 de agosto.
{4} No hemos visto el parte que Graham diera al general en jefe: pero en el que pasó Wellington al ministro de la Guerra, le decía cuidadosamente estas lacónicas palabras: «Se dieron las órdenes para que fuese atacada la plaza en la mañana del 25, y me es muy sensible haber de decir a V. E. que se malogró esta tentativa.»
{5} Parte detallado de lord Wellington, fecho en 1.º de agosto en San Esteban; e inserto en la Gaceta del 26 del mismo.
{6} Era fechado el 4 de agosto en Lesaca.
{7} Insertose esta proclama en la Gaceta de Madrid de 19 de octubre de 1813.
{8} Parte oficial del general Freire, en el cuartel general de Irún, 1.º de setiembre de 1813.– No sabemos cómo Toreno pudo reducir la pérdida en esta ocasión a 1.658 hombres, constando lo que hemos dicho del parte oficial del general en jefe, con especificación de españoles, ingleses y portugueses; de aquellos en mayor número, porque fueron los que sostuvieron la batalla.
{9} Para no interrumpir más la narración de los sucesos, reservamos tratar separadamente y en el Apéndice que hallarán nuestros lectores al final de este volumen, del funesto incendio de San Sebastián, que tanto ruido hizo entonces y muchos años después, aclarando con documentos las dudas que acerca de la verdad de aquel triste acontecimiento hubo interés en suscitar.
{10} Lista oficial de la guarnición francesa hecha prisionera de guerra por capitulación en el castillo de San Sebastián el 8 de setiembre de 1813.
Oficiales, 80: sargentos, tambores, cabos y soldados, 1756: total, 1836.
Nota.– A más de los nombrados, hay en los hospitales, enfermos y heridos, 23 oficiales y 512 soldados.– Pakemham, ayudante general.
Relación de la artillería y municiones tomadas a los enemigos en la fortaleza de San Sebastián el 9 de setiembre de 1813.
Artillería de Hierro montada. Piezas de diversos calibres… | 19 |
Idem desmontada… | 17 |
Artillería de bronce montada… | 36 |
Idem desmontada… | 8 |
Morteros de diferentes pulgadas… | 11 |
Carronadas… | 2 |
Total general… | 93 |
Municiones. Millares de cartuchos de bala rasa y metralla.
Cartuchos de fusil… | 735.000 |
Bombas de a 10 pulgadas… | 304 |
Barriles de a 100 libras de pólvora… | 380 |
Fusiles con bayonetas… | 1.203 |
Firmado: Juan Buteher, comisario y pagador del departamento de artillería.