Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo XXV
Cortes. La Inquisición
Nueva regencia. Reformas. Fin de las Cortes extraordinarias
1813 (de enero a setiembre)
Célebre informe sobre la abolición de la Inquisición.– Importantes y luminosísimos debates.– Discusión empeñada.– Oradores que se distinguieron en pro y en contra del dictamen.– Solemne triunfo de los reformadores.– Famoso Manifiesto y decreto aboliendo la Inquisición.– Mándase leer por tres días en todas las iglesias del reino.– Reforma de las comunidades religiosas.– Reducción de terrenos baldíos y comunes a dominio particular.– Su repartimiento.– Premio patriótico.– Disidencias entre la Regencia y la mayoría de las Cortes.– Sus causas antiguas y recientes.– Espíritu antiliberal de la Regencia.– Lleva a mal los decretos sobre Inquisición y supresión de conventos.– Actitud del clero.– Oficio del nuncio.– Manejos y maquinaciones contra los autores de la reforma.– Oposición formidable en las Cortes a la Regencia y al gobierno.– Síntomas alarmantes de perturbación.– La Regencia consiente que no se lea en Cádiz el decreto sobre Inquisición.– Sesión de Cortes permanente.– Exonérase en ella a los regentes.– Nombramiento de nueva Regencia compuesta de tres individuos.– Juicio de la que cesaba.– Reglamento para la nueva Regencia.– Se la declara irresponsable, y se limita la responsabilidad a los ministros.– Se obliga a leer el decreto sobre Inquisición.– Origen de aquella resistencia.– Obispos refugiados en Mallorca.– Cabildo de Cádiz.– Obispo de Santander.– Conducta del nuncio.– Formación de causa a los canónigos de Cádiz.– Destierro y extrañamiento del nuncio Gravina.– Otras reformas.– Abolición de la información de nobleza para la entrada en los colegios.– Ídem del castigo de azotes.– Mándase destruir todo signo de vasallaje en los pueblos de la monarquía.– Libertad de industria y fabricación.– Biblioteca de las Cortes.– Suscrición a su Diario.– Adiciones a la ley de imprenta.– Nuevo reglamento y nombramiento de la Junta suprema de censura.– Ley sobre propiedad literaria.– Establecimiento de cátedras de agricultura.– Medidas de protección a la clase agrícola.– Liquidación, clasificación y pago de la deuda del Estado.– Responsabilidad de los empleados públicos.– Reformas económicas.– Nuevo plan de contribuciones públicas.– Impuesto único directo.– Presupuesto de gastos e ingresos para el año 1814.– Debates sobre la traslación de las Cortes y del gobierno a Madrid.– Resolución provisional.– Nombramiento de la diputación permanente de Cortes.– Determinan éstas cerrar sus sesiones.– Ciérranse, y se vuelven a abrir.– La fiebre amarilla en Cádiz.– Conflictos y debates en las Cortes con este motivo.– Calor e irritación de los ánimos.– Situación congojosa.– Mueren varios diputados de la epidemia.– Ciérranse definitivamente y concluyen las Cortes extraordinarias.
Consuela ver ya, cómo, al compás que la lucha material de las armas, vacilante en el principio de este año, se inclinaba ya evidentemente hacia el comedio de él en favor de la noble causa de la independencia española; cómo, al compás que la cuestión de la guerra se iba resolviendo favorablemente en la extremidad septentrional de la península, en el otro extremo, en el Mediodía de España, en la Asamblea nacional reunida en Cádiz, se marchaba con paso firme, libres ya uno y otro punto de enemigos, por la senda de las grandes reformas políticas y administrativas, resolviéndose aquí la contienda moral en favor de la escuela liberal y reformadora, como allá se resolvía la contienda material en pro de la restauración y de la libertad de España.
Recordará el lector que ofrecimos al final del capítulo XXII dar cuenta a su tiempo, que es ahora, de la discusión y resultado del célebre dictamen de la comisión de Constitución, relativo a la abolición del Santo Oficio, dictamen presentado en la sesión de 8 de diciembre de 1812, y diferida y señalada su discusión para el 4 de enero de 1813. Comenzó en efecto el año con este solemne y luminosísimo debate, el cual solo, impreso separadamente, llena un volumen de cerca de 700 páginas del Diario de las Cortes; y entrose en él no sin que los enemigos de la reforma que se proponía dejaran de suscitar embarazos y estorbos para ver de impedir, o por lo menos de dilatar una discusión, de la cual preveían una derrota en la votación, y principalmente en la doctrina. Mas no pudieron evitar sino por pocos días que se entrara de lleno en ella.
El dictamen estaba diestramente concebido y redactado, y de la manera más apropósito para conseguir el objeto, sin que los hombres timoratos y las conciencias más escrupulosas y místicas pudieran temer ni menos alegar con razón que, suprimido el tribunal del Santo Oficio, quedase la religión sin amparo y sin la protección conveniente y debida. Por eso se ponía por artículo 1.º en el proyecto: «La religión católica, apostólica, romana, será protegida por leyes conformes a la Constitución.» Proposición que nadie podía desechar, puesto que era como una reproducción del artículo constitucional. Y ni ésta, ni ninguna de las precauciones que luego notaremos, eran superfluas, tratándose de novedad tan grande entonces, y contra la cual protestaban, unos por interés, otros por verdadera convicción, por hábito o por fanatismo otros, y otros también por temor de que faltando aquella institución no hubiera garantía que la reemplazase para preservar la sociedad del contagio de la herejía o para contener la impiedad. Seguía a este artículo otro en que se declaraba que «el Tribunal de la Inquisición es incompatible con la Constitución.» Y aunque era también una verdad, y una consecuencia ingeniosamente sacada y puesta al lado de la proposición primera, los defensores de aquella institución, que los había muy ilustrados, comprendieron el artificio, penetraron que en los dos artículos estaba la sustancia de todo el proyecto, y por eso se fijaron en ellos, se quejaron de la forma, y los atacaron con vehemencia.
Había entre los impugnadores buenos adalides, instruidos a la manera de la antigua escuela, que pronunciaron discursos excelentes en su género y no destituidos de razones, porque las hay siempre en todo punto que ni es de fe ni es ninguna verdad matemática, distinguiéndose entre ellos los señores Inguanzo y Riesco, inquisidor este último, y cuyo discurso ocupó cerca de dos sesiones, y podría formar él solo un pequeño volumen. Pero rebatíanlos oradores de opiniones contrarias, y de erudición más vasta y profunda, tales como Argüelles y Muñoz Torrero, que eran de la comisión, como Toreno y Mejía, que no eran de ella, y entre los eclesiásticos hombres tan doctos y tan respetables como Espiga, Oliveros, Villanueva y Ruiz Padrón; de estos dos últimos, el postrero con copia de erudición histórica y de fuertes razones, el anterior mezclando con ellos cierta ironía amarga contra uno de los más pronunciados inquisitoriales. La discusión toda fue digna de la gravedad e importancia del asunto. Al fin se votaron los dos primeros artículos, clave de todo el proyecto, aprobándose por 90 votos contra 60 (22 de enero). «Desplomose así, dice un ilustre historiador, aquel tribunal, cuyo nombre solo asombraba y ponía aún espanto.»
Algunos de los siguientes artículos fueron todavía impugnados con empeño, especialmente el que restablecía en su primitivo vigor la ley 2.ª, título 26 de la Partida VII, en cuanto a dejar expeditas las facultades de los obispos y sus vicarios para conocer en las causas de fe, con arreglo a los sagrados cánones y derecho común, y las de los jueces seculares para declarar e imponer a los herejes las penas que señalan las leyes, o que en adelante señalaren. Pero ya este artículo obtuvo en la votación una mayoría bastante más crecida que los anteriores. Los restantes de la primera parte del proyecto produjeron ya poca discusión, y no mucha tampoco los que constituían la segunda, reducidos a señalar las medidas que habían de adoptarse contra la introducción de libros o escritos prohibidos, o contrarios a la religión, y la manera como los infractores habían de ser juzgados: que son las precauciones a que antes nos hemos referido. La discusión duró un mes justo, hasta el 5 de febrero; pero el decreto no se publicó hasta el 22 del propio mes, a fin de hacerle preceder de un Manifiesto o exposición de motivos{1}. Acompañábanle otros varios decretos expedidos con la misma fecha: el uno mandando que el de abolición juntamente con el Manifiesto se leyeran por tres domingos consecutivos en todas las parroquias del reino antes del Ofertorio de la misa mayor: el otro ordenando que se quitaran de los parajes públicos y se destruyeran las pinturas o inscripciones de los castigos impuestos por la Inquisición: y otro finalmente declarando nacionales los bienes que fueron de la Inquisición, y dictando medidas sobre su ocupación, y sobre el sueldo y destino de los individuos de dicho tribunal. La abolición del Santo Oficio fue de tanto o más efecto en España que la obra y la promulgación de la Constitución misma: más todavía en los países extranjeros.
Por ser materia más análoga que otras a ésta trataremos también ahora de la reforma que las Cortes por este mismo tiempo hicieron en los monasterios y conventos. Con la invasión francesa y con las providencias tomadas por el gobierno intruso habían desaparecido muchas de las casas religiosas de ambos sexos que antes de aquella época plagaban el suelo de nuestra península{2}, y solo subsistían, o en los pocos puntos que quedaron libres, o en los que habían ocupado pasajeramente los franceses. Con tal motivo aprovechando esta ocasión las Cortes, habían dispuesto ya en junio de 1812 que los bienes de las comunidades disueltas o de los conventos destruidos a consecuencia de aquella invasión se aplicaran a beneficio del Estado, sin perjuicio de reintegrarles de sus fincas y capitales, siempre que llegara el caso de su restablecimiento. La Regencia del reino dio algunas instrucciones para la ejecución de esta medida, mas habiendo consultado a las Cortes sobre algunos puntos, aunque la comisión de Hacienda opinó que se llevara a efecto lo mandado, promoviéronse entorpecimientos por algunos diputados patrocinadores de aquellos institutos. Distinguiose entre ellos don Joaquín Lorenzo Villanueva, que si bien parecía desear la reforma de los regulares, introdujo en la discusión cuatro proposiciones que favorecían su restablecimiento y conservación. Retirolas aquél a los pocos días, a consecuencia de haber presentado el ministro de Gracia y Justicia una memoria sobre la materia (30 de setiembre, 1812), con una instrucción en diez y nueve artículos para la disminución y arreglo de las comunidades religiosas{3}: el expediente íntegro pasó a examen e informe de tres comisiones reunidas.
Mas hallándose aún pendiente este grave negocio, súpose con sorpresa y con disgusto, al menos por la mayoría de las Cortes, que por el ministerio de Hacienda se habían mandado reunir varias comunidades y restablecido varios conventos, como el de Capuchinos de Sevilla y otros. Interpelado sobre esto el ministro interino de Hacienda en la sesión de 4 de febrero de 1813, intentó dar explicaciones, que lejos de satisfacer, ni en el fondo ni en la forma, produjeron grande irritación en los ánimos, y dieron lugar a una discusión empeñada y viva, en que se hicieron fuertes cargos al ministro y a la Regencia misma; tanto más, cuanto que aquellas medidas, sobre haber sido tomadas por un ministerio incompetente, no eran conformes al dictamen de las tres comisiones reunidas presentado ya en enero. Tampoco satisfizo la razón que la Regencia y el ministro alegaron de haberlo hecho porque andaban los religiosos por los pueblos, en la miseria, sin auxilio, y desbandados, y porque habían pedido también su restablecimiento algunos ayuntamientos. Estas causas fueron vehementemente combatidas; pero lo hecho tenía ya difícil remedio, y resolviose que la comisión mixta presentara nuevo dictamen. Hízolo así a los cuatro días (8 de febrero, 1813), y éste fue el que discutido y aprobado, se convirtió en decreto de las Cortes de 18 de febrero.
Contenía éste siete artículos, y en ellos las disposiciones siguientes: –que se llevara a efecto la reunión de las comunidades acordada por la Regencia, con tal que los conventos no estuvieran arruinados y sin permitirse pedir limosna para reedificarlos: –que no subsistiesen conventos que no tuvieran doce individuos profesos: –que en los pueblos donde hubiese varios conventos de un mismo instituto se refundiesen en uno solo: –que los individuos pertenecientes a las casas suprimidas se agregasen a las de su orden que se hubieren restablecido o restablecieren: –que la Regencia se abstuviese de expedir nuevas órdenes sobre restablecimiento de conventos, y los prelados de dar hábitos hasta la resolución del expediente general: –que la entrega de los conventos e iglesias y de los muebles de su uso se hiciese por el intendente o sus comisionados, por medio de escrituras, y con otras formalidades que se prescribían: –y que si al recibo de este decreto se hubiera restablecido alguna casa religiosa por orden del gobierno, faltándole alguna de las circunstancias en él prescritas, quedara sin efecto, arreglándose al tenor de los anteriores artículos. No era esta la reforma que al principio habían querido las Cortes, pero acaso de esta manera, sin la reacción que a poco más de un año sobrevino y dio al traste con todo lo hecho por aquella asamblea nacional, el tiempo la habría realizado, más lenta, pero también más suavemente.
Volveremos luego sobre estas materias, haciendo un corto paréntesis para dar cuenta breve de una reforma administrativa que se nos iba quedando atrás. Después de detenidos debates en las Cortes, y de pareceres diversos, el mismo día que comenzó la discusión del proyecto de abolición del tribunal inquisitorial, se publicó un decreto importante sobre reducción de los baldíos y otros terrenos comunes a dominio particular. Prescribíase en él que así los mencionados terrenos, como los realengos y de propios y arbitrios, tanto en los pueblos de la península como en las provincias de Ultramar, se redujeran a propiedad particular, a excepción de los ejidos necesarios a los pueblos, pudiendo sus dueños de cualquier modo que se distribuyesen, disfrutarlos libre y exclusivamente, pero no pudiendo jamás vincularlos ni pasarlos en tiempo alguno a manos muertas.– Encomendábase a las diputaciones provinciales proponer el tiempo y manera de llevar a efecto esta medida.– Reservábase la mitad de los baldíos y realengos de la monarquía, exceptuando los ejidos, para servir de hipoteca al pago de la deuda nacional, dándose preferencia a la que procedía de suministros para los ejércitos nacionales o de préstamos para la guerra.– De las tierras restantes se daría gratuitamente una suerte de las más proporcionadas para el cultivo a cada capitán, teniente o subteniente, que por inutilidad o por edad avanzada se retirase del servicio militar sin nota desfavorable y con documento legítimo, y lo mismo proporcionalmente para los de la clase de tropa que cumpliesen y se licenciasen con buena nota.– El señalamiento de estas suertes que se llamarían premio patriótico, se haría por los respectivos ayuntamientos.– Además se repartiría una parte de aquellas tierras entre los vecinos pobres que las pidiesen, con la obligación de cultivarlas: y si descuidasen el cultivo por dos años consecutivos, se traspasarían a otros vecinos más laboriosos.– Los agraciados que establecieran habitación permanente en aquellas suertes, estarían exentos de toda contribución o impuesto sobre las mismas tierras.
Tales medidas, y no tardó esto en verse, dictadas con intención muy patriótica, adolecían de defectos, que hacían su planteamiento de difícil ejecución; y de todos modos, aun cuando se traslucía en ellas un pensamiento económico, saludable para el mejoramiento de la riqueza rural, de la manera que por este decreto se desenvolvían no habrían podido ser nunca de tanta utilidad como muchos habían imaginado.
No eran por otra parte estas reformas administrativas, ni otras aunque fuesen más radicales que éstas, las que más agriaban los ánimos de los apegados al antiguo régimen, que constituían aún la inmensa mayoría de los españoles, sino otras como las que antes enunciamos, y que se rozaban con cosas, costumbres y personas eclesiásticas; que siempre es delicado y sobremanera difícil desarraigar hábitos, siquiera sean reconocidos abusos, en estas materias, envejecidos, y como consagrados por el tiempo. La supresión de la Inquisición y la reforma de los regulares trajeron en pos de sí consecuencias graves y largas, y por eso volvemos a ellas, como ofrecimos.
Ya entre la Regencia y la mayoría de las Cortes, que era reformadora como se echa de ver por los acuerdos y decretos que de ellas salían, observábase hacía tiempo, no solo falta de armonía y de concordia, sino marcada desavenencia y discordancia de opiniones, inclinada aquella a las cosas y a los hombres del orden antiguo, o al menos recelosa del cambio político, en su concepto exagerado, que las Cortes habían ido e iban introduciendo apresuradamente en el reino. Y púsose más en claro esta divergencia desde que sucedió al conde de La-Bisbal, el más acomodable al espíritu reformador, don Juan Pérez Villamil, de ideas abiertamente reaccionarias. Así se tachaba a la Regencia de parcial en este sentido en los nombramientos de jueces, magistrados y otros altos funcionarios. Y ella por su parte, si los pueblos se quejaban o lamentaban de males, o de desgracias o de trastornos, achacábalos a las trabas que al gobierno ponían las instituciones constitucionales. De esta encontrada actitud de los dos poderes necesariamente habían de surgir desagradables conflictos, cuando no serias colisiones.
Ofreció ocasión de choque una conspiración descubierta en Sevilla, que se decía ser contra las Cortes y contra la Regencia; pues como de sus resultas se hubiese formado causa a algunos individuos, la Regencia, para proceder contra ellos, o más severa o más pronta y desahogadamente, pidió que se exigiese al gobierno la suspensión de ciertos artículos constitucionales. No accedieron las Cortes a esta suspensión, ya porque creyesen que la gravedad de la conspiración se había exagerado y no merecía aquella medida excepcional, ya porque temiese el mal efecto de declarar implícitamente la insuficiencia de las leyes ordinarias para el castigo de los crímenes, y de suspender tan pronto artículos de un código recién planteado, como si fuese incompatible en casos dados con la legislación común. Como desaire recibió esta negativa la Regencia. La abolición de la Inquisición se hizo también contra sus opiniones. A su vez las Cortes se disgustaron hasta el punto que hemos visto con el restablecimiento de los frailes hecho por el gobierno; y todo conspiraba a que se miraran y trataran, no ya con tibieza sino con aversión.
La orden en que se mandaba que el decreto sobre Inquisición se leyera por tres días festivos en todas las iglesias del reino fue tomada por los partidarios de aquella como un alarde del triunfo de sus contrarios, insultante para ellos. Llevolo muy a mal una parte del clero; asustó a otra el rápido progreso que veía llevar las ideas que llamaba revolucionarias; observábanse síntomas de manejos y maquinaciones contra los autores de la reforma, que fueron denunciados a algunos diputados. El nuncio de Su Santidad, que lo era don Pedro Gravina, hermano del célebre marino tantas veces con honra mencionado en nuestra historia, ofició directamente a la Regencia (5 de marzo), calificando el decreto sobre Inquisición como contrario a los derechos y primacía del romano pontífice, que la había establecido como necesaria y muy útil al bien de la Iglesia y de los fieles. Ayudaban al nuncio en esta cuestión, y se agrupaban en derredor suyo varios obispos, algunos de ellos refugiados en la misma plaza de Cádiz; y no le disgustaba esta actitud, dado que secretamente no la alentara, el regente Villamil.
En tal estado diose cuenta a las Cortes del dictamen de una comisión (7 de marzo) sobre las Memorias presentadas por los ministros acerca de la situación de sus respectivos ramos, y aprovecharon aquella ocasión los diputados quejosos de la marcha y de las ideas de la Regencia y del gobierno para censurar y atacar fuertemente su administración. Distinguiose mucho en este debate el conde de Toreno, y no menos vigoroso y explícito que él estuvo el diputado Valle, que desde luego anunció que tenía que decir verdades amargas, que demostrarían hasta la evidencia que en los negocios públicos no había habido un plan fijo y sistemático, y que la falta de orden y de sistema en los ramos de la administración pública traería la ruina de la patria, si las Cortes con mano fuerte no aplicaban remedios radicales propios de la potestad legislativa. Contestaron los secretarios del Despacho a los cargos y preguntas más flojamente de lo que les hubiera convenido para no quedar mal parados en la opinión{4}.
Susurrábase ya si de resultas de todos estos antecedentes meditaba o no la Regencia algún golpe, bien contra la representación nacional, bien contra los diputados más influyentes del partido liberal, a cuyo juicio daban pie los artículos violentos de ciertos periódicos. Cuando hay recelo de algo, todo se ve por el prisma de la sospecha. Así se interpretó por algunos como mal síntoma la aproximación de algunas tropas, y la presencia del conde de La-Bisbal, a quien se suponía resentido desde su salida de la Regencia por la cuestión de su hermano que recordarán nuestros lectores, no obstante haberlo hecho por espontánea dimisión, y ser tenido por de otras ideas que los actuales regentes. Mas cuando tales temores cundían, súpose con sorpresa la noche del 6 de marzo que la Regencia había exonerado del cargo de gobernador de Cádiz a don Cayetano Valdés, distinguido marino, hombre de severa legalidad, y que inspiraba omnímoda y completa confianza; y que le había reemplazado don José María Alós, gobernador de Ceuta, reputado entonces como enemigo del partido reformador, que pocos días antes había llegado a Cádiz. Fuesen o no ciertos los propósitos que a la Regencia se atribuían, y que estos otros datos parecían confirmar, estuviese o no el gobierno en las maquinaciones de los ofendidos por el decreto sobre Inquisición, es lo cierto que el domingo 7 de marzo, primer día en que había de leerse en los templos de Cádiz, conforme a lo mandado, los templos de Cádiz permanecieron silenciosos y mudos, excitando esta desobediencia de parte de la Regencia encargada de vigilar por su ejecución gran resentimiento en los diputados liberales, que así se confirmaban más y más en sus sospechas.
No tardó en descifrar el gobierno mismo la causa de aquella extraña omisión. Hízolo al día siguiente en las Cortes (8 de marzo) el ministro de Gracia y Justicia con un oficio, en que daba cuenta de tres exposiciones que había recibido para que no se leyese en las parroquias el decreto y manifiesto sobre abolición de la Inquisición, una del vicario capitular de Cádiz, otra de los párrocos, y otra del cabildo catedral. O de connivencia o de flojedad resultaba haber pecado en este negocio la Regencia y los ministros. Preparados iban ya a todo los diputados, y su primer acuerdo fue quedar en sesión permanente hasta que este negocio se terminase. Habló el primero el señor Terán, increpando a la Regencia en tan sentidas frases y con tan sincera conmoción, que al terminar su discurso se vieron caer lágrimas de sus ojos, y se sentó diciendo: «Señor, yo no puedo más.» Siguiole el señor Argüelles, que al concluir su oración, notable como casi todas las suyas, formalizó una proposición pidiendo al Congreso se sirviese resolver, que se encargara provisionalmente de la Regencia del reino el número de individuos del Consejo de Estado de que hablaba la Constitución en el artículo 189, agregándole, en lugar de los individuos de la comisión permanente (que aún no existía), dos del Congreso, y que la elección de éstos fuese pública y nominal. Aprobose por gran mayoría la primera parte de la proposición, suspendiéndose la otra por laudables consideraciones personales.
Redactose pues y se firmó allí mismo y en el acto el célebre decreto siguiente:
«Las Cortes generales y extraordinarias, atendiendo al estado en que se halla la nación, decretan: Que cesen los individuos que actualmente componen la Regencia del reino, y que se encarguen de ella provisionalmente los tres consejeros de Estado más antiguos, que en el día se hallan en dicho Consejo, que son don Pedro Agar, don Gabriel Ciscar, y el muy reverendo cardenal arzobispo de Toledo; los cuales dispondrá la Regencia se presenten inmediatamente en el Congreso, que espera en sesión permanente, a prestar su juramento; y acto continuo serán puestos por la Regencia, que va a cesar, en posesión del gobierno, para lo cual se mantendrá reunida, o se reunirá desde luego, dándolos a reconocer a todos los cuerpos y personas a quienes corresponda, de modo que no sufra el menor retraso la administración de los negocios públicos, y señaladamente la defensa del Estado.– Lo tendrá entendido la Regencia, &c.»
Este decreto, tan seco y tan enérgico, juntamente con otro en que se nombraba presidente de la nueva Regencia provisional al cardenal arzobispo don Luis de Borbón, como homenaje a su alta y sagrada dignidad, prescindiendo por esta consideración de sus cortos alcances, y de haber sido ya regentes los otros dos, fueron en el acto trasmitidos, y quedó ejecutado en el día y sin levantarse la sesión todo lo preceptuado en ellos, la cesación de la Regencia antigua, el juramento y posesión de la nueva{5}.
Dábase a la Regencia cesante el sobrenombre y semi-apodo de Regencia del Quintillo, por componerse de cinco, y por zaherir con este diminutivo y rebajar en lo posible su importancia y capacidad. Pueden distinguirse en efecto, como observa un historiador crítico, tres épocas o períodos diferentes en su administración: uno antes de la llegada del duque del Infantado, en que no se advirtió que disintiese de las ideas liberales de la mayoría de las Cortes; otro antes de la salida del conde de La-Bisbal, en que, si bien la presidencia y el influjo de éste impedía que se desarrollase el espíritu contrario a las reformas, notábase la tendencia a ello de parte de los demás; y otro desde la salida de La-Bisbal y la entrada de Villamil, en que aquel espíritu se mostró a las claras, y de aquí las disidencias y encontrados designios entre la Regencia y la mayoría del Congreso, hasta constituir cierta incompatibilidad, que no podía parar en bien y que terminó de la manera que hemos dicho.
Conócese que en la nueva Regencia hallaron las Cortes el espíritu y el apoyo que deseaban, puesto que a los pocos días le quitaron el carácter de provisional (22 de marzo), y la invistieron de todo el lleno de las facultades que señalaban la Constitución y los decretos de las Cortes. Hicieron también para ella un nuevo Reglamento (8 de abril), mejor meditado aún que el anterior, y que se distinguía de él principalmente en una novedad de importancia que introdujo, que fue hacer a la Regencia irresponsable como si fuese el monarca mismo, y dejando toda la responsabilidad de los actos del gobierno a los ministros. «La responsabilidad, decía el artículo 1.º del capítulo V, por los actos del gobierno será toda de los secretarios del Despacho.» Prueba grande de confianza que dieron a los nuevos regentes; pero no fue solo testimonio de confianza personal, sino principio de gobierno, discurriendo que no era conveniente, ni sujetar al supremo poder ejecutivo a estar dando cada día cuenta de sus actos a las Cortes, ni obligarle a defenderse por medio de los ministros, que a veces pensarían de un modo contrario. Al menos estas razones se adujeron en la discusión.
Habiendo sido la resistencia a la lectura de los documentos relativos a la Inquisición causa muy principal y reciente del cambio repentino de gobierno, cumplía a las Cortes y a la nueva Regencia hacer de modo que no quedara sin ejecución lo mandado, siquiera se reconociese no haber habido en preceptuarlo discreción y prudencia. Así fue que al siguiente día del cambio (9 de marzo) se aprobó una proposición de don Miguel Antonio Zumalacárregui para que en la mañana siguiente y luego en dos domingos se leyesen los decretos, lo cual ejecutó el clero sin oposición ni réplica. No sucedió así con la segunda parte de su proposición, también aprobada, para que en lo demás se procediese con arreglo a las leyes y decretos. Esto, que equivalía a que se procediera contra los que hubiesen sido desobedientes, trajo consecuencias largas y procedimientos enojosos.
El principio de aquella desobediencia arrancaba de una circular o pastoral de los obispos refugiados en Mallorca, que eran algunos de Cataluña, Aragón y Navarra, en que se representaba a la Iglesia española como ultrajada en sus ministros, atropellada en sus inmunidades, y combatida en sus doctrinas. Refutábanse en ella las opiniones de algunos diputados, especialmente de los eclesiásticos, a los cuales se trataba de jansenistas y de partidarios del sínodo de Pistoya, y los obispos blasonaban de ultramontanos y de inquisitoriales. Hacia el mismo tiempo otro obispo, el de Santander, conocido por sus excentricidades y extravagancias desde el principio de la insurrección, como podrán recordar nuestros lectores, publicaba desde la Coruña un escrito en las mismas ideas, en verso, en octavas reales, bajo el nombre simbólico de Don Clemente Pastor de la Montaña, y con el título, propio de su carácter estrafalario, de: El Sin y el Con de Dios para con los hombres; y recíprocamente de los hombres para con Dios, con su Sin y con su Con. Tras de escritos de este género, en estilo más o menos propio y con más o menos fondo de doctrina, pero encaminados a desacreditar las reformas y a alarmar las conciencias, vinieron los pasos del clero y cabildo de Cádiz a la faz del gobierno y de las Cortes, su inteligencia con otros cabildos de Andalucía, y sobre todo las gestiones del nuncio, que por su alto carácter daban importancia, cuerpo y robustez a esta especie de cruzada.
Facultada la Regencia para proceder contra los desobedientes, encargó al ministro de Gracia y Justicia, que lo era don Antonio Cano Manuel, que hiciese formar causa a don Mariano Martín Esperanza, vicario capitular de Cádiz, y a tres prebendados que formaban comisión para entenderse con otras corporaciones de su clase, suspendiéndoles las temporalidades durante el proceso. Asustó al pronto esta medida a los encausados, pero reponiéndose después, y contando con apoyo y protección fuera y dentro de las Cortes mismas, elevaron al Congreso fuertes exposiciones (7 de abril), pidiendo en una de ellas la responsabilidad contra el ministro Cano Manuel, contra el cual tenían también motivos particulares de queja y de resentimiento, acusándole de infractor de la Constitución en los procedimientos incoados. Pasadas las exposiciones a una comisión para su examen, dividiose aquella, opinando la mayoría que no había infracción, siendo de contrario parecer la minoría. Desde que comenzó a discutirse el dictamen (9 de mayo), observose la misma diversidad de pareceres entre los diputados; y era que entre éstos los había que conviniendo en ideas políticas con las que entonces sustentaba el ministro, achacábanle inconsecuencia de conducta, y no les pesaba verle, y aun contribuir a ponerle en tal aprieto. Defendiose bien el ministro, pronunciando un excelente discurso en propia defensa, y tal que el mismo conde historiador, compañero suyo en el Congreso, y que por cierto no se muestra ni amigo suyo, ni siquiera benévolo hacia él, confiesa y dejó consignado haber sido un discurso «que le honrará siempre, y quizá superior a cuantos de su boca había oído.»
La cuestión, por unas y otras causas, se complicó y encrespó en términos, que después de varios días de debate, confundidos, en las votaciones hombres de opuestos principios, no alcanzó los honores de la aprobación ninguno de los dos dictámenes de la comisión. Otras proposiciones que se presentaron para suplir a aquellas fueron también desechadas: y por último, deseando ya el Congreso hallar salida a aquel laberinto en que la confusión de las votaciones le había ido poniendo, no dejando discernir bien la opinión que predominaba, optó por la proposición del señor Zorraquín, que decía: «Sin perjuicio de lo que resuelvan las Cortes, para no entorpecer el juicio de la causa, devuélvase el expediente al juez que conoce en ella.{6}» Quedó así indecisa la cuestión de responsabilidad ministerial: el proceso se devolvió, y a su tiempo el juez condenó a los canónigos a ser expulsados de Cádiz. Hubo alguna agitación con este motivo, pero pasó, porque embargaba ya la atención otro negocio más grave de la misma procedencia, puesto que se refería a la persona misma del nuncio.
Por conducto del mismo ministro de Gracia y Justicia, había la Regencia reconvenido oficialmente al mismo Gravina (23 de abril) por su proceder irrespetuoso para con la representación nacional y sus soberanos mandatos, y entre otras cosas le decía, que aunque estaba autorizada para extrañarle de estos reinos y ocuparle las temporalidades, por la debida veneración y respeto que siempre había tenido la nación española a la sagrada persona del romano pontífice que representaba, se limitaba a mandar que se desaprobase su conducta. No pareció blando, ni tomó por lenidad el nuncio este apercibimiento: al contrario, replicó al ministro de Gracia y Justicia (28 de abril): y olvidando que él había sido el primero en faltar a las formas cuando en 5 de marzo representó directamente a la Regencia, y no por conducto del gobierno, escribió además al ministro de Estado don Pedro Gómez Labrador, quejándose de que aquella correspondencia no viniese por su conducto. Contestole Labrador recordándole su misma falta (5 de mayo), y exhortándole a que diese nuevas explicaciones. Lejos de esto, insistió Gravina en su propósito, y si accedió a dar algunas explicaciones, no eran de naturaleza que pudieran satisfacer. En su vista, la Regencia, por medio del mismo Labrador, persona bien acreditada de adicta a la Santa Sede{7}, le intimó la orden de salir de estos reinos, y de quedar ocupadas sus temporalidades. Él mismo le remitió sus pasaportes, y Gravina eligió y señaló espontáneamente para su retiro la ciudad de Tavira en Portugal. En esto paró por entonces el ruidoso asunto de la resistencia a la lectura del Manifiesto y decreto de las Cortes sobre Inquisición{8}.
Otras cuestiones y otras tareas ocupaban por el mismo tiempo y siguieron después ocupando a las Cortes, resolviéndose en el mismo espíritu liberal que animaba a la mayoría; pues aunque ésta se debilitó algo con diputados nuevos de las provincias que iban quedando libres, y a quien resentían o perjudicaban algunas de las reformas, todavía prevaleció el influjo de la parte activa e inteligente del partido y escuela reformadora. De la misma fecha 9 de marzo antes citada fue el decreto aboliendo las informaciones de nobleza para la admisión en los colegios, academias o cuerpos militares del ejército y armada; aun cuando los interesados quisieran presentarlas voluntariamente, así como se prohibían otras distinciones que pudieran contribuir a fomentar entre los individuos las perjudiciales ideas de desigualdad legal. Y ya que de escuelas hablamos, ocúrrenos citar aquí otro decreto, aunque de fecha posterior (17 de agosto), aboliendo la pena o castigo de azotes en todas las enseñanzas, colegios, casas de corrección y reclusión, y demás establecimientos de la monarquía, como contraria a la decencia «y a la dignidad (decía) de los que son, o nacen, y se educan para ser hombres libres y ciudadanos de la noble y heroica nación española.»
Por razones análogas de dignidad y de independencia, y que respiraban el mismo espíritu de libertad, se había acordado tres meses antes (decreto de 26 de mayo) que los ayuntamientos de todos los pueblos procedieran a quitar y demoler todos los signos de vasallaje que hubiese en sus entradas, casas capitulares o cualesquiera otros sitios, «puesto que los pueblos de la nación española (decía el decreto) no reconocen ni reconocerán jamás otro señorío que el de la nación misma, y que su noble orgullo no sufriría tener a la vista un recuerdo continuo de su humillación.» Y por el mismo principio se hizo una declaración (19 de julio) del decreto sobre abolición de los privilegios exclusivos, extendiendo las franquicias de aquél a los pueblos de las provincias de Granada, Valencia, Islas Baleares y otras, sobre los cuales pesaban ciertos gravámenes y derechos, ya del real patrimonio, ya de otros particulares o corporaciones. Y, por último, y porque sería prolijo citar todas las medidas que en armonía con las enunciadas dictaron las Cortes en este período que examinamos, haremos solo mérito de la libertad que se dio a todos los españoles y extranjeros avecindados o que se avecindasen en España para establecer fábricas y ejercer sus industrias o artefactos sin necesidad de examen, título ni licencia alguna, y sin otra condición que sujetarse a las reglas de policía adoptadas o que se adoptasen para la salubridad de los mismos pueblos.
Queriendo que las Cortes fueran como el depósito de los progresos intelectuales de la nación, se mandó que se entregaran a la Biblioteca de las mismas dos ejemplares de todos los escritos que se imprimieran en el reino (23 de abril), con las formalidades correspondientes. Y a fin de que los cuerpos populares de más representación tuvieran fácil medio de conocer la marcha y la legislación administrativa que a todos convenía saber y a ellos podría corresponder ejecutar, se dispuso (17 de mayo) que las diputaciones provinciales y los ayuntamientos de las capitales se suscribieran al Diario de Cortes y a la colección de sus decretos y órdenes, pagándose de los fondos de propios o arbitrios. Muy atentas aquellas Cortes al arreglo de los medios que pueden contribuir a la difusión de las luces, y comprendiendo que el elemento de la imprenta, tan útil como dañoso según el uso que de él se haga o se permita hacer, merece especial cuidado y atención por parte de los legisladores, hicieron adiciones oportunas a la ley de libertad de imprenta, y dictaron un nuevo reglamento para las juntas de censura (10 de junio). Y en el nombramiento que se hizo para la junta suprema (22 de junio) entraron individuos tan ilustrados como don Manuel José Quintana, don Eugenio de Tapia y don Vicente Sancho. Y al propio tiempo no descuidaron las Cortes de proteger el derecho de propiedad de los autores de obras literarias, no permitiendo imprimirlas sino al autor o quien tuviese su permiso, durante su vida y diez años después, ni aun con pretexto de notas o adiciones, y extendiendo el derecho exclusivo de propiedad a cuarenta años cuando el autor fuese un cuerpo colegiado: los infractores serían juzgados con arreglo a las leyes sobre usurpación de propiedad.
Con el doble objeto de difundir la instrucción y de fomentar la agricultura, principal manantial de la riqueza de las naciones, y muy señaladamente de la española, cuyo suelo la hace esencialmente agrícola, dispusieron las Cortes que en todas las universidades de la monarquía se establecieran lo más pronto posible cátedras de economía civil, y en las capitales de provincia escuelas prácticas de agricultura, mandando al propio tiempo que se pusieran en activo ejercicio las sociedades económicas de amigos del país, tan útiles desde su creación en el reinado de Carlos III, las cuales se habían de dedicar a la formación de cartillas rústicas, y a la producción de memorias y escritos conducentes a promover y mejorar la agricultura, la cría de ganados, las artes y oficios útiles, la aclimatación de semillas, &c. Que aunque al decir de un escritor ilustrado (en cuya pluma no deja de causarnos extrañeza), el progreso de la riqueza pública, más que a lecciones y discursos de celosos profesores se deba al conato e impulsión del interés individual y al estado de la sociedad y sus leyes{9}, es para nosotros incuestionable que la enseñanza de hombres que se dedican al estudio de los progresos e inventos para la perfección de un arte o industria no puede menos de ser de inmensa utilidad y provecho, aun para la impulsión de ese mismo interés individual, y así lo han reconocido las Cortes y los gobiernos de la época en que escribimos, creando y estableciendo institutos y escuelas de industria y de agricultura, completando así el pensamiento que las Cortes de Cádiz tuvieron, y que les faltó tiempo y coyuntura para plantear.
Y no puede decirse que aquellas Cortes se concretaran a preceptos teóricos para el fomento de aquel ramo, puesto que con la propia fecha (8 de junio) se publicó otro decreto dictando medidas prácticas para su desarrollo, tal como la comprendida en su artículo 1.º, en que se declaraba que los dueños particulares de tierras, dehesas, y otras cualesquiera fincas rústicas, libres o vinculadas, pudieran desde luego cerrarlas o acotarlas, sin perjuicio de las cañadas, abrevaderos, caminos, travesías y servidumbres, disfrutarlas libre y exclusivamente, o arrendarlas como mejor les pareciera, y destinarlas a labor, o a pasto, o a plantío, o al uso que más les acomodare, derogándose cualesquiera leyes que prefijaran la clase de disfrute a que debieran destinarse estas fincas. En otros artículos se prescribían reformas útiles sobre arrendamientos, libertad de tráfico interior de granos, exención de embargo de las mieses, y otras de esta índole. Y por otro decreto, en alivio también de los labradores, se imponía a todos los españoles, sin distinciones de condiciones ni de clases, la obligación de franquear sus casas para el alojamiento de las tropas, y de contribuir con sus carros, ganados y caballerías para el servicio de bagajes, de que antes habían estado exentos muchos, en perjuicio y detrimento de la clase agrícola. Así también, y en favor del ramo de la ganadería, se eximió a los ganados trashumantes, estantes y riberiegos (4 de agosto) de porción de impuestos, con que a título de derechos de borra, peonaje, concejo de la Mesta, hermandad, mesa maestral, encomiendas y otros semejantes, estaban gravados.
Tocó en el periodo de legislatura de este año 1813 determinar el modo como había de hacerse la liquidación general de la deuda del Estado, reconocida ya por las Cortes en 3 de setiembre de 1811, y puesta a cargo de la Junta nacional del Crédito público por decreto de 26 del mismo. Al efecto se hizo y publicó ahora un reglamento (15 de agosto), en que dividiéndose la deuda en dos épocas, una la anterior al 18 de marzo de 1808, y otra la contraída posteriormente a esta fecha, o sea en el periodo de la gloriosa insurrección, se dictaban separadamente las reglas que habían de observarse para la liquidación de cada una. Cuya medida se completó con otro decreto para la clasificación y pago de la deuda nacional, expedido el 13 de setiembre, la víspera de cerrarse la legislatura y dar por terminadas sus tareas las Cortes generales y extraordinarias, como luego veremos.
Imposible era, y así lo comprenderán fácilmente nuestros lectores, que un Congreso tan dado a reformar todos los elementos constitutivos del orden social, desatendiese el de la hacienda pública, nervio de la vida de un estado. Pero antes de anunciar lo que en esta materia hizo, veamos cómo quiso asegurar en lo posible la moralidad administrativa en los funcionarios públicos, sin cuya condición no hay sacrificios que alcancen a llenar las cargas de la república. A este fin había establecido reglas para hacer efectiva la responsabilidad de los empleados que delinquiesen o faltasen en el desempeño de sus cargos, comenzando por los magistrados y jueces, y siguiendo por los empleados de las demás clases, hasta los ministros, y hasta los regentes del reino; bien que respecto a estos últimos se modificó la disposición a ellos concerniente en el reglamento para la nueva Regencia, haciéndolos irresponsables, como atrás apuntamos, y dejando toda la responsabilidad de los actos de gobierno a los ministros. Señalábanse las penas correspondientes a los delitos de prevaricación y de cohecho y otros, así como a los abusos por descuido, ineptitud, u otras cualesquiera causas, y designábanse los tribunales ante los cuales cada uno había de ser juzgado.
Viniendo al sistema económico o de hacienda, aparte de algunas medidas parciales, como la creación de la Dirección de Hacienda pública, la supresión de la Contaduría general de Propios y otras análogas, la reforma radical que en esta materia las Cortes extraordinarias hicieron, también en vísperas de disolverse ellas, fue la que se denominó Nuevo plan de contribuciones públicas, y éralo en efecto. Trabajando había venido en él una comisión, y su informe fue obra del diputado Porcel, que llegado de los postreros a aquellas Cortes como el señor Antillón, se colocó como él en breve, dice el historiador diputado de las extraordinarias, «al lado de los más ilustres por su saber, y por ser hombre de gran despacho y muy de negocios.»
Consistía este nuevo plan en la supresión de todas las contribuciones sobre los consumos, y conocidas con las denominaciones de rentas provinciales y sus agregadas, como alcabalas, cientos, millones, martiniega, fiel medidor, renta del jabón, frutos civiles, derechos de internación y otras de su clase que se cobraban en varias provincias del reino; en la de las rentas estancadas mayores y menores; en la de las aduanas interiores, y aun la de la extraordinaria de guerra, que venía rigiendo desde los decretos de la Junta Central y de las Cortes de 1810 y 1811, estableciéndose en sustitución de todas una contribución general directa, con arreglo a lo dispuesto en los artículos 3 y 339 de la Constitución, debiendo distribuirse sobre la riqueza total de la península e islas adyacentes, conforme a lo que poseyera cada provincia, cada pueblo y cada individuo. La riqueza nacional se consideraba compuesta de los ramos o especies, territorial, industrial y comercial. La primera distribución había de hacerse conforme al resultado del censo de 1799, publicado en 1803, y para suplir la falta de dicho censo respecto a la riqueza comercial, sirvió de base a las Cortes el estado comparativo de la de las provincias presentado por la comisión extraordinaria de Hacienda, y aprobado para este solo efecto en la sesión de 22 de agosto. Acompañaba al decreto una instrucción a las diputaciones provinciales para su ejecución (13 de setiembre). Y por último el 14 de setiembre, día en que cerraron sus sesiones, quedaron señaladas las cuotas de la contribución directa correspondientes a cada provincia.
En varias ocasiones hemos emitido ya nuestro parecer acerca del sistema del impuesto único directo tantas veces ya en España intentado. Mejor intención y deseo que conocimientos y práctica administrativa mostraron esta vez los legisladores de Cádiz. Y si dificultades se encuentran siempre que se ha tentado plantearle, crecen aquellas o se hace casi imposible superarlas cuando se ha partido, como se partió ahora, de datos imperfectísimos, y no hay, como no había, y es indispensable, un catastro o estadística exacta de riqueza, o aproximada al menos a la exactitud; operación dificilísima y que solo se obtiene a fuerza de tiempo y de repetición de costosas investigaciones. Mal recibida por los pueblos la contribución única, perdieron para con ellos prestigio las Cortes.
Resentíase de la misma falta el presupuesto de gastos e ingresos para el año 1814, que presentó la Comisión, y que fue aprobado con ligero debate. Ascendían los gastos a 950.000.000 de reales; de ellos consumía los 80 la marina, 560 el ejército, cuya fuerza se calculaba en 150.000 infantes, y 12.000 caballos. Contábase para cubrir estos gastos con el producto de las aduanas de las costas y fronteras, y con las rentas llamadas eclesiásticas que se conservaron, el cual se suponía ascendería a 464.000.000, poco más o menos; el resto hasta los 950 se había de llenar con la contribución única directa que había reemplazado a todas las demás suprimidas. Fundábase todo en cómputos poco seguros.
Como se deja ver, redoblaron las Cortes sus tareas al tiempo que iban a cerrarse, estando señalado para ello el mismo 14 de setiembre; y para dejar terminados los trabajos pendientes de más importancia celebraban sesiones de día y de noche. Era también su propósito dejar por herencia a las ordinarias, próximas ya a reunirse y a sustituirlas, la obra de la regeneración política hecha y planteada en todas sus partes más esenciales. Pero antes de llegar a su término y clausura, cúmplenos dar cuenta de cuestiones y debates intrincados que acerca de sí mismas y de su suerte habían tenido. Y no nos referimos en esto al Reglamento, que también hicieron, para el gobierno interior de la asamblea, y se publicó como decreto el 4 de setiembre, así como la designación de personas que habían de componer la Regencia del reino cuando las Cortes ordinarias se hallaran reunidas, que serían la reina madre, si la hubiese, y los dos consejeros de Estado más antiguos; y si no hubiese reina madre, los tres más antiguos Consejeros de Estado, que era como a la sazón se hallaba constituida.
Nos referimos a la cuestión que se había suscitado y acaloradamente discutido sobre si convenía o no trasladar, o sea volver a Madrid el asiento del gobierno, y por consecuencia el de la Representación nacional; cuestión ya en el año anterior promovida, pero renovada con más calor a consecuencia de haber quedado libre de enemigos la capital y el interior del reino, y a la cual dio fuerza e impulso una exposición del ayuntamiento de Madrid, en que así lo pedía, ya por las ventajas que de ella reportaría el vecindario, ya por el derecho que creía asistirle, y ya también por temor de que prolongándose la estancia del gobierno en otra parte, dejara de irse considerando a Madrid, y acaso dejara de serlo en definitiva, la corte y cabeza de la monarquía española, de que estaba en posesión hacía siglos, cualesquiera que fuesen los inconvenientes y cualquiera que fuese el error de haberla fijado en punto tan central. A estas razones se agregaba el interés de unos, y el propósito de otros de alejar cuanto antes las Cortes y el gobierno de la ciudad de Cádiz, cuya población miraban como pernicioso foco de ideas exageradamente reformadoras. Cuestión de índole especial, y en la cual por lo mismo se confundían los pareceres de diputados, en otros puntos y materias divergentes y opuestos.
Pasada la exposición del ayuntamiento de Madrid a informe de la Regencia y del Consejo de Estado, ambos cuerpos fueron de opinión de no ser por entonces conveniente mudar el asiento del gobierno. La razón era convincente; porque dueño todavía el enemigo de las plazas fronterizas, y atendidos los azares y vicisitudes de una guerra, era todavía arriesgado trasladar aquél a un punto abierto e indefendible, expuesto a una incursión atrevida y repentina. Procuraron no obstante aquellos cuerpos no descontentar en lo posible ni a Cádiz ni a Madrid, proponiendo en su informe: 1.º que no se fijase todavía el día de la traslación: y 2.º que cuando ésta hubiera de verificarse, sería solo a Madrid. Aunque juicioso este dictamen, fue sin embargo acaloradamente combatido, pero al fin prevaleció en las Cortes.
Cuando ya se creía haber salido de esta dificultad, presentose una proposición pidiendo que las Cortes ordinarias, convocadas ya, y que habían de instalarse el 1.º de octubre, se abriesen en Madrid y no en otra parte alguna. Produjo esta proposición nuevos y más acalorados debates, y tan divididos y tan equilibrados andaban los pareceres, que puesta a votación resultó ésta empatada, siendo más de 200 los votantes. Repitiose al siguiente día, conforme a un artículo del reglamento de gobierno interior que preveía este caso, y entonces resultó desechada por solos cuatro votos de mayoría. Murmuraban los vencidos en esta resolución contra los vencedores; atribuíanles propósitos interesados; pero ellos procuraron desvanecerlos y acallar todo género de hablillas presentando proposiciones encaminadas a que se apresurase todo lo posible la llegada de los diputados de las Cortes ordinarias, y a que las extraordinarias concluyesen y cerrasen cuanto antes sus sesiones, al menos para que no se prorrogasen más allá del tiempo indicado y debido.
Procediose pues al nombramiento de la diputación permanente (8 de setiembre) que la Constitución prescribía para suplir la representación nacional en los intermedios de unas Cortes a otras, pues aunque las ordinarias estaban ya preparadas y apenas había de mediar intersticio, tenía aquella que presidir las juntas preparatorias{10}. Hecho esto, y lo demás que acabamos de referir, señalose el 14 de setiembre para cerrarse las Cortes extraordinarias. Aquel día asistieron todos los diputados a un Te Deum que se cantó en la catedral, y volviendo al salón de sesiones, se leyó el decreto siguiente: «Acercándose el día en que los diputados de las Cortes ordinarias deben reunirse para el examen de sus respectivos poderes, las Cortes generales y extraordinarias han decretado cerrar sus sesiones hoy catorce de setiembre de mil ochocientos trece.» El presidente, que lo era a la sazón don José Miguel Gordoa, pronunció un discurso especificativo de sus principales trabajos, que fue escuchado y acogido con aplausos muy cordiales, y a poco dijo en alta y firme voz: «Las Cortes generales y extraordinarias de la nación española, instaladas en la isla de León el 24 de setiembre de 1810, cierran sus sesiones hoy 14 de setiembre de 1813.» Firmose el acta y evacuaron el salón los diputados.
Los plácemes que éstos recibieron de la muchedumbre al retirarse a sus casas, los festejos y serenatas con que por la noche los agasajaron, convirtiéronse en luto y tristeza al siguiente día. La fiebre amarilla volvió a presentarse en la población; el gobierno alarmado resolvió en silencio retirarse al Puerto de Santa María, pero la diputación permanente de Cortes comenzó luego a ejercer las funciones de su cargo oficiando a la Regencia sobre los temores que podría infundir y los males que podría ocasionar aquella retirada, y en su virtud la Regencia excitó a la diputación a que convocara inmediatamente las Cortes para tratar del asunto; si las extraordinarias que acababan de cesar, o las ordinarias que iban a reunirse, no se sabía: optose por aquellas, por ser más pronto el remedio.
Abriéronse pues de nuevo las Cortes extraordinarias a los dos días de haberse cerrado{11}. Tratose en ellas largamente por espacio de tres días del asunto de traslación, y acusaban con acritud al gobierno por haberla determinado por sí, súbita y sigilosamente. Espinosa era en verdad la cuestión de si habían de arrostrar allí las Cortes y el gobierno los rigores de la epidemia: no era fácil calcular los males e inconvenientes que de quedarse o de partir podrían seguirse. Inciertos y perplejos andaban los médicos, a quienes se consultaba; ¿ni cómo podían tampoco emitir un dictamen que no fuese, o científica o políticamente arriesgado? Porque el pueblo de Cádiz no perdonaba a los que opinaban por la salida de la ciudad, y el mismo don Agustín de Argüelles, con ser uno de los diputados más queridos y más recientemente festejados, estuvo por lo mismo en riesgo de sufrir el enojo y las iras del vulgo. Añádase a esto que diputados distinguidos negaban la existencia de la peste, y el señor Mejía, que pasaba por entendido en medicina, llegó a decir en uno de sus discursos que apostaba la cabeza a que no existía la fiebre amarilla en Cádiz. Perdió la apuesta y la cabeza el erudito representante americano, puesto que fue una de las víctimas de la epidemia en que no creía.
No sabiendo cómo atinar en caso tan arduo; siendo varias las comisiones, y varios también los dictámenes de éstas; desechándose sucesivamente, porque no satisfacía ninguno; creciendo entretanto el desasosiego; irritados dentro los ánimos, y temiéndose alborotos fuera; cada día más difundida la epidemia; contándose ya más de veinte diputados muertos, y sobre sesenta enfermos; acabose por aprobar lo que propuso el señor Antillón, que fue dejar a las Cortes ordinarias tan próximas a reunirse la resolución de tan difícil negocio. En su consecuencia acordaron volver a cerrarse definitivamente el 20, leyéndose el siguiente último decreto: «Habiendo las Cortes extraordinarias acordado sobre el asunto para que, a propuesta de la Regencia del reino, fueron convocadas en el día 16 del corriente por la Diputación permanente, han decretado cerrar sus sesiones hoy veinte de setiembre de mil ochocientos y trece.»
De esta manera y en circunstancias tan azarosas y aflictivas terminaron aquellas célebres Cortes, al cabo de tres años de existencia y de afanoso y patriótico trabajar. Comenzaron sus arduas tareas reinando una epidemia en Cádiz, y retumbando sobre sus cabezas el estampido de las bombas enemigas, y las concluyeron afligiendo a la ciudad la misma epidemia, pero libre la Isla y casi toda la nación de enemigos. Terminaron sus luchas parlamentarias cuando se resolvía la lucha de las armas en favor de la independencia. El valor y la perseverancia de nuestros guerreros libraba a la nación de la tiranía extranjera: el patriotismo y la ilustración de nuestros representantes la regeneraba políticamente: con defectos de inexperiencia, hicieron no obstante unos y otros una grande obra y un inmenso bien, que no había de ser perdido: Sea siempre a unos y a otros la patria agradecida.
{1} He aquí el texto de este memorable decreto:
Las Cortes generales y extraordinarias, queriendo que lo prevenido en el artículo 12 de la Constitución tenga el más cumplido efecto, y se asegure en lo sucesivo la fiel observancia de tan sabia disposición, declaran y decretan:
Capítulo I.
Art. I. La religión católica, apostólica, romana, será protegida por leyes conformes a la Constitución.
II. El tribunal de la Inquisición es incompatible con la Constitución.
III. En su consecuencia se restablece en su primitivo vigor la ley II, título XXVI, Partida VII, en cuanto deja expeditas las facultades de los obispos y sus vicarios para conocer en las causas de fe, con arreglo a los sagrados cánones y derecho común, y las de los jueces seculares para declarar e imponer a los herejes las penas que señalan las leyes, o que en adelante señalaren. Los jueces eclesiásticos y seculares procederán en sus respectivos casos conforme a la Constitución y a las leyes.
IV. Todo español tiene acción para acusar del delito de herejía ante el tribunal eclesiástico; en defecto de acusador, y aun cuando lo haya, el fiscal eclesiástico hará de acusador.
V. Instruido el sumario, si resultare de él causa suficiente para reconvenir al acusado, el juez eclesiástico le hará comparecer; y le amonestará en los términos que previene la citada ley de Partida.
VI. Si la acusación fuere sobre delito que deba ser castigado por la ley con pena corporal, y el acusado fuere lego, el juez eclesiástico pasará testimonio del sumario al juez respectivo para su arresto, y éste le tendrá a disposición del juez eclesiástico para las demás diligencias hasta la conclusión de la causa. Los militares no gozarán de fuero en esta clase de delitos; por lo cual, fenecida la causa, se pasará el reo al juez civil para la declaración e imposición de la pena. Si el acusado fuere eclesiástico secular o regular, procederá por sí al arresto el juez eclesiástico.
VII. Las apelaciones seguirán los mismos trámites, y se harán ante los jueces que correspondan, lo mismo que en todas las demás causas criminales eclesiásticas.
VIII. Habrá lugar a los recursos de fuerza, del mismo modo que en todos los demás juicios eclesiásticos.
IX. Fenecido el juicio eclesiástico, se pasará testimonio de la causa al juez secular, quedando desde entonces el reo a su disposición, para que proceda a imponerle la pena a que haya lugar por las leyes.
Capítulo II.
Art. I. El rey tomará todas las medidas convenientes para que no se introduzcan en el reino por las aduanas marítimas y fronterizas libros ni escritos prohibidos, o que sean contrarios a la religión; sujetándose los que circulen a las disposiciones siguientes, y a las de la ley de la libertad de imprenta.
II. El R. obispo o su vicario, previa la censura correspondiente de que habla la ley de la libertad de imprenta, dará o negará la licencia de imprimir los escritos de religión, y prohibirá los que sean contrarios a ella, oyendo antes a los interesados, y nombrando un defensor cuando no haya parte que los sostenga. Los jueces seculares, bajo la más estrecha responsabilidad, recogerán aquellos escritos, que de este modo prohíba el ordinario, como también los que se hayan impreso sin su licencia.
III. Los autores que se sientan agraviados de los ordinarios eclesiásticos, o por la negación de la licencia de imprimir, o por la prohibición de los impresos, podrán apelar al juez eclesiástico que corresponda en la forma ordinaria.
IV. Los jueces eclesiásticos remitirán a la secretaría respectiva de Gobernación la lista de los escritos que hubieran prohibido, la que se pasará al Consejo de Estado para que exponga su dictamen, después de haber oído el parecer de una junta de personas ilustradas, que designará todos los años de entre las que residan en la corte; pudiendo asímismo consultar a las demás que juzgue convenir.
V. El rey, después del dictamen del Consejo de Estado, extenderá la lista de los escritos denunciados que deban prohibirse, y con la aprobación de las Cortes la mandará publicar; y será guardada en toda la monarquía como ley, bajo las penas que se establezcan.
Lo tendrá entendido la Regencia del reino, &c.
DECRETO DE 22 DE FEBRERO DE 1813.
Se manda leer en las parroquias el decreto anterior y el manifiesto en que se exponen sus fundamentos y motivos.
Las Cortes generales y extraordinarias, queriendo que lleguen a noticia de todos, los fundamentos y razones que han tenido para abolir la Inquisición, sustituyendo en su lugar los tribunales protectores de la religión, han venido en decretar y decretan: El Manifiesto que las mismas Cortes han compuesto con el referido objeto se leerá por tres domingos consecutivos, contados desde el inmediato en que se reciba la orden, en todas las parroquias de todos los pueblos de la monarquía, antes del Ofertorio de la misa mayor; y a la lectura de dicho manifiesto seguirá la del decreto de establecimiento de los expresados tribunales.– Lo tendrá entendido la Regencia del reino, &c.
DECRETO DE 22 DE FEBRERO DE 1813.
En que se mandan quitar de los parajes públicos, y destruir las pinturas o inscripciones de los castigos impuestos por la Inquisición.
Las Cortes generales y extraordinarias, atendiendo a que por el artículo 305 de la Constitución ninguna pena que se imponga, por cualquier delito que sea, ha de ser trascendental a la familia del que la sufre, sino que tendrá todo su efecto sobre el que la mereció; y a que los medios con que se conserva en los parajes públicos la memoria de los castigos impuestos por la Inquisición irrogan infamia a las familias de los que los sufrieron, y aun dan ocasión a que las personas del mismo apellido se vean expuestas a mala nota; han venido en decretar y decretan: Todos los cuadros, pinturas o inscripciones en que estén consignados los castigos y penas impuestos por la Inquisición, que existan en las iglesias, claustros y conventos, o en otro cualquier paraje público de la monarquía, serán borrados o quitados de los respectivos lugares en que se hallen colocados, y destruidos en el perentorio término de tres días, contados desde que se reciba el presente decreto. Tendralo entendido la Regencia del reino &c.
{2} Había a principios del siglo en España 2.051 casas religiosas de varones, 1.075 de hembras, y el número de individuos claustrales de ambos sexos, inclusos legos, donados y dependientes, ascendía a 92.727.
{3} Sobre este asunto y sobre la parte activa que tomó en él, da Villanueva largos pormenores y curiosas noticias en su Viaje a las Cortes, no omitiendo ni las entrevistas y conferencias que tuvo con los superiores de varias comunidades, ni las actas de 32 sesiones que celebró la comisión llamada de Regulares.
{4} Diario de las Sesiones de Cortes, tomo XVII, Sesión del 7 de marzo de 1813.
{5} He aquí cómo describe Toreno, individuo de la comisión encargada de comunicar su exoneración a los regentes, la sensación que observó en cada uno. «Solo pintose (dice) en el rostro de cada cual la imagen de su índole o de sus pasiones. Atento y muy caballero en su porte el duque del Infantado, mostró en aquel lance la misma indiferencia, distracción y dejadez perezosa que en el manejo de los negocios públicos: despecho don Juan Pérez Villamil y don Joaquín Mosquera y Figueroa, si bien de distintos modos: encubierto y reconcentrado en el primero, menos disimulado en el último, como hombre vano y de cortos alcances, según representaba su mismo exterior, siendo de estatura elevada, de pequeña cabeza y encogido cerebro. Aunque enérgico y quizá violento a fuer de marino, no dio señas de enojo don Juan María Villavicencio: y justo es decir en alabanza suya, que poco antes había escrito a los diputados proponedores de su nombramiento, que vista la división que reinaba entre los individuos del gobierno, ni él ni sus colegas, si continuaban al frente de los negocios públicos, podían ya despacharlos bien, ni contribuir en nada a la prosperidad de la patria. Casi es por demás hablar del último regente don Ignacio Rodríguez de Rivas, cuitado varón que acabó en su mando tan poco notable y significativamente como había comenzado.»
{6} Diarios de las Sesiones, desde el 9 hasta el 17 de mayo de 1813.
{7} Era el que había acompañado a Pío VI en su destierro y persecución, enviado al efecto por Carlos IV, como en otro lugar de nuestra historia tenemos dicho.
{8} La Regencia publicó un Manifiesto sobre todo lo ocurrido. El nuncio a su vez publicó el suyo, aunque más tarde, y entrado ya el año 1814.
{9} Toreno, Historia del Levantamiento, lib. XXIII.
{10} Los nombrados para la diputación permanente fueron: don José Espiga, diputado por la junta provincial de Cataluña; don Mariano Mendiola, por la provincia de Querétaro; don Jaime Creus, por la de Cataluña; don José Joaquín de Olmedo, por la de Guayaquil; don José Teodoro Santos, por la de Madrid; don Antonio Larrazábal, por la de Guatemala; el marqués de Espeja, por la de Salamanca; y en clase de suplentes, don José Cevallos, por la de Córdoba, y don José Antonio Navarrete, por la de Piura en el Perú.– Como se ve, se dio gran representación en la Diputación permanente a los diputados americanos,
{11} He aquí los curiosos pormenores que nos dejó consignados el diputado Villanueva en su Viaje a las Cortes (y es la última página de su obra) acerca de este suceso y de la sesión del 16.
«Este es por ventura, dice, uno de los días en que corrió mayor riesgo la tranquilidad pública y la salud de la patria…»– Refiere lo que había ocurrido acerca de la salida del gobierno, y añade: «Algunos de éstos (diputados y otros sujetos de la ciudad), habiéndome encontrado al anochecer en la Alameda… me hicieron presente el daño que iba a resultar si se verificaba la salida acordada de la Regencia. Uno de ellos añadió que iba a haber un levantamiento en Cádiz esta noche si no se juntaban las Cortes extraordinarias, añadiendo que si éstas acordaban la salida, todos se conformarían con su resolución. Pidiéronme todos que dispusiese las cosas de suerte que se congregasen al momento las Cortes, y me vi tan estrechado, y vi tan cierto y próximo el peligro que me anunciaban, que les di palabra de que se celebrarían Cortes esta misma noche, y que yo respondía de ello, obligándome a practicar cuantas diligencias condujesen a este fin, y que por lo mismo se tranquilizasen y procurasen sosegar los ánimos inquietos. Comenzó a reunirse allí mucha gente. Yo procuré persuadirles que se separasen, y me desprendí de ellos asegurándoles nuevamente en lo que les tenía ofrecido. Yéndome desde allí al cuarto del señor Agar con don Francisco Serra, encontramos con el señor presidente de las Cortes extraordinarias Gordoa, y le obligué a que viniese conmigo. Al señor Agar le hice ver lo prevenido en la Constitución sobre el modo de celebrar Cortes extraordinarias en los casos urgentes: concurrió el señor Ciscar, y también los secretarios Álvarez Guerra y Cano Manuel, y todos se convencieron de la necesidad de convocar al momento las Cortes. Mientras se ponía el oficio para el presidente de la Diputación, fui yo al salón de Cortes; hallé a su rededor mucha gente reunida; fuiles diciendo que iban a celebrarse Cortes, con lo que se sosegó el clamor. Volví por el oficio, que traje yo mismo a la Diputación, que estaba reunida en el salón, y sucedió lo demás que consta en los Diarios.»