Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XXVI
Los aliados en Francia. Las cortes en Madrid
Decadencia de Napoleón
1813 (de octubre a fin de diciembre)

Posiciones de nuestras tropas en el Pirineo.– Resuelve Wellington atacar la línea francesa.– Pasan los aliados el Bidasoa.– Arrojan de sus puestos al enemigo.– Admirable comportamiento del 4.º ejército español.– Ídem del de reserva.– Excesos y desmanes de ingleses y portugueses.– Solicitud de Wellington en reprimirlos y castigarlos.– Ríndese Pamplona a los nuestros: capitulación.– Avanzan Wellington y los aliados.– Combate glorioso.– Pasan el Nivelle.–  Acorralan a Soult contra los muros de Bayona.– Hacen alto en Saint-Pé.– Levantan atrincheramientos y líneas de defensa.– Lluvias, privaciones, desabrigo y penalidades de los nuestros en aquel campamento.– Vuelve a España una parte de las tropas españolas.– Son embestidos los aliados en sus estancias.– Pásanse a los nuestros dos batallones alemanes.– Atacan los franceses otro lado de nuestra línea.– Firmeza de los nuestros.– Pérdida de unos y otros en los combates de estos días.– Franceses y aliados hacen alto en sus operaciones.– Sucesos de Valencia.– 2.º ejército.– Rendición de algunas plazas que aun tenían los franceses.– Cataluña.– Disminución del ejército francés.– 1.er ejército español.– Reencuentros favorables a los nuestros.– Desánimo de Suchet.– Cortes.– Instalación de las Cortes ordinarias.– Sesión preparatoria.– Discurso del señor Espiga.– Causas por qué faltaban muchos diputados.– Súplenlos los de las extraordinarias.– Influencia que éstos ejercieron en las deliberaciones.– Diferencia de ideas políticas entre estas Cortes y las pasadas.– Causas de esta diferencia.– Cómo se mantuvo el equilibrio de los partidos.– Acuerdan trasladarse a la Isla de León a causa de la epidemia de Cádiz.– Presupuesto de ingresos y gastos.– Medios para cubrir el déficit.– Cuestión ruidosa sobre el mando del lord Wellington.– No se resuelve.– Diputados reformistas y anti-reformistas.– Atentado contra la vida del diputado Antillón.– Acuerdan las Cortes y el gobierno trasladarse a Madrid.– Júbilo de la capital con motivo de la llegada de la Regencia.– Lucha gigantesca entre Napoleón y las potencias del Norte.– Grandes pérdidas del ejército francés.– Sistema de guerra de los confederados.– Fuerzas inmensas de éstos.– Sombríos presentimientos de Napoleón.– Memorables y sangrientas batallas de Leipsick, de las mayores y más terribles que registra la historia de todos los siglos.– Combate llamado de los Gigantes.– Infortunios de Napoleón.– Defección de sus aliados.– Voladura del puente de Lindenau.– Desastrosa retirada de los franceses.– Esfuerzos y apuros para llegar al Rin.– Escasas reliquias del grande ejército francés.– Regreso de Napoleón a París.– Sus nuevos proyectos.– Angustiosa situación de 190.000 hombres dejados en las guarniciones del Elba, del Oder y del Vístula.– Rendición de la de Dresde.– Sufrimientos y penalidades de las otras.– Situación general de Europa y particular de España al terminar el año 1813.
 

Al modo que en las enfermedades del cuerpo, así en las grandes contiendas de los Estados, hay períodos de crisis, pasados los cuales, si aquella se resuelve felizmente, los individuos y los estados progresan y marchan en bonanza en la vía de su restablecimiento, si algún siniestro inopinado no los hace retroceder. La peligrosa crisis por que pasó la España se había resuelto hacia el comedio de este año, comenzó la nación a convalecer en el estío, y veremos en el otoño e invierno, en sus dos extremos septentrional y meridional, allí correr prósperos los sucesos militares, aquí los políticos; y en movimientos encontrados, en el Norte salir nuestros ejércitos y derramarse allende las fronteras de la península, en el Mediodía moverse el gobierno y los cuerpos políticos y dejar los confines del reino para restituirse a su asiento central.

Las fuerzas aliadas que al mediar setiembre dejamos en la cordillera de los Pirineos después de haber lanzado del suelo español a los franceses y escarmentádolos en el esfuerzo que para invadirle de nuevo hicieron, mantuviéronse el resto de aquel mes, dándose respiro y descanso, casi en las mismas posiciones en que las hemos visto, extendiéndose desde el Bidasoa hasta los Alduides. A la parte de aquel río se colocó el general inglés Graham luego que terminó la conquista de San Sebastián y su castillo, fortificándose él ahora como en segunda línea entre los montes Aya y Jaizquivel, formada la primera por la orilla arriba del Bidasoa, divisorio de España y Francia. Al otro estremo de la línea estaba don Francisco Espoz y Mina con la octava división, bien que ocupados dos trozos de ella en amenazar, el uno el fuerte de Jaca, que aun tenían los franceses, el otro a San Juan de Pie-de-Puerto. La villa de Lesaca continuaba sirviendo de cuartel general al duque de Ciudad-Rodrigo, que reuniendo municiones y haciendo aprestos militares, se preparaba a nuevas operaciones detenidamente, como siempre que proyectaba algún movimiento.

No menos se preparaba el de Dalmacia (Soult), que tenía sus reales en San Juan de Luz, fortificando con obras de campaña su primera línea, instruyendo, reorganizando y disciplinando sus tropas, las cuales se reforzaban con los conscriptos del Mediodía del imperio, habiéndose destinado hasta 30.000 de ellos al ejército de la frontera de España, cuyo depósito estaba en Bayona.

Comprendía Wellington todo el efecto que haría en Europa, todo lo que acrecería su reputación, el ser el primero que se atreviera a pisar el suelo francés y a invadir aquella nación, terror hasta ahora de las demás potencias, y que parecía aspirar a absorberlas todas. Decidido ya a ello el generalísimo de los aliados, y provisto de cuanto era menester, determinó dar un avance simultáneo por toda la línea; instruyó a los generales de su plan de ataque; todos habían de arremeter a una señal dada, que era para los ingleses un cohete disparado desde el campamento de Fuenterrabía, para los españoles una bandera blanca enarbolada en San Marcial, o bien tres grandes fogatas. Era la mañana del 17 de octubre, y dadas las señales, moviéronse todos resueltamente a cruzar el Bidasoa, como lo verificaron los ingleses y portugueses en cuatro columnas por otros tantos vados entre Fuenterrabía y Behovia, por otros más arriba dos divisiones del 4.º ejército español que regía Freire, mandadas inmediatamente por los generales Bárcena y Porlier, y por otro vado aún más arriba la división del mando interino de Goicoechea.

En tierra francesa unos y otros, mientras los anglo-portugueses tomaban, marchando desde Andaya, la altura titulada de Luis XIV y se apoderaban de siete piezas que el enemigo tenía en los reductos, el bizarro coronel español Losada, de la brigada de Ezpeleta, caía víctima de su arrojo en la parte de Saraburo; y como este desgraciado incidente hiciera vacilar al pronto aquellas tropas, advertido que fue por el brigadier Ezpeleta, tomó una bandera en la mano, y lanzándose con ella intrépidamente al río, de tal manera reanimó con su ejemplo a los suyos que todos le siguieron, y se apoderaron en poco tiempo de los puestos fortificados del enemigo. Parecida operación ejecutaba la cuarta división española, cogiendo tres cañones que los franceses tenían en el declive de la montaña de Mandale, desalojándolos en seguida de la Montaña Verde, y persiguiéndolos camino de Urogne, en la carretera de San Juan de Luz. Condujéronse con igual brío las demás tropas, y no hubo punto en aquellas montañas de los que tocaba tomar a los españoles, de que no se enseñorearan las ya acreditadas tropas del 4.º ejército.

Por la derecha de la línea llenaba también cada uno su obligación cumplidamente. El general inglés Alten, ayudado de la división española de Longa, encargado de embestir los atrincheramientos de Vera, hizo 700 prisioneros franceses, con 22 oficiales: y don Pedro Agustín Girón, que en la ausencia del conde de La-Bisbal regía el ejército de reserva de Andalucía, obligó a los enemigos a encaramarse y guarecerse en la cumbre y santuario de la escabrosa montaña de la Rhune, donde estuvieron aquella noche y todo el siguiente día. Mas como en la mañana del 8 acudiese el generalísimo de los aliados, y dispusiese de acuerdo con Giron atacar las obras que en el contiguo campo de Sare el enemigo tenía, y consiguiera desalojarle de allí por medio de una bien entendida y valerosamente ejecutada maniobra, bajaron los franceses al amanecer del 9 (octubre) de la cima y ermita en que se habían cobijado, tomando los nuestros posesión de las obras y recintos que aquellos iban evacuando. Todavía el francés recobró el 12 uno de los reductos, e intentó el 13 recuperar otros atacando los puestos avanzados de las tropas de Girón, pero nuevamente escarmentados aquel día, mostraron no querer por entonces más reencuentros. Aquellos triunfos no los obtuvimos sin sacrificio, pues perdimos en los diferentes combates 1.562 hombres, de ellos la mitad ingleses y portugueses, la otra mitad españoles, por haber tocado a éstos los puntos de más dificultad y empeño.

Viéndose los aliados dueños de una parte de suelo extranjero y enemigo, de suyo propensa la soldadesca a entregarse a excesos y desmanes, diéronse a cometer todo género de vejaciones y tropelías, como quien encontraba la ocasión de desquitarse de las que los franceses habían por más de cinco años cometido en España. Aunque vituperable este proceder en todos, extrañábase menos en aquella parte del ejército español que había pertenecido antes a guerrillas y cuerpos indisciplinados. Pero lo notable y extraño fue que primero que éstos y mucho más que ellos se desbordaron y señalaron en la obra de destrucción, de incendio, de pillaje y de violencia los ingleses y portugueses, con el escándalo de ser muchos de sus oficiales los que en vez de contener y reprimir concitaban con su propio ejemplo a los soldados al saqueo. Bien que deja de asombrar semejante conducta, cuando se considera que una gran parte de ellos eran los incendiarios, saqueadores y violadores de San Sebastián. En honor de la verdad en esta ocasión anduvo Wellington más solícito que en aquella en corregir y castigar los desmanes de su gente: en una proclama les decía a los oficiales después de una severa reprimenda, que estaba determinado a dejar el mando de un ejército cuyos oficiales no le obedecían, y envió varios de ellos a Inglaterra con recomendación y a disposición del príncipe regente. ¡Lástima que no hubiera desplegado en San Sebastián algo siquiera de esta laudable severidad!

No tuvo por prudente Wellington avanzar e internarse más en el territorio francés, en tanto que no se rindiese la plaza de Pamplona que dejaba atrás. Y mientras esto sucedía, habilitó los puentes del Bidasoa y fortificó sus estancias del otro lado de los Pirineos. Continuaban bloqueando a Pamplona don Carlos de España y el príncipe de Anglona con una división del 3.er ejército. El general Cassan, que mandaba la guarnición francesa, mostrose muy firme en tanto que pudo esperar ser socorrido de Francia. Mas esta esperanza se iba desvaneciendo, el tiempo trascurría, los víveres escaseaban, desanimaba su gente, y viose precisado a proponer a los nuestros (3 de octubre, 1813), o que permitieran salir a los vecinos y paisanos o que le suministraran raciones para ellos. Con la negativa, que era natural a esta proposición, resolviose a tentar una salida desesperada, la cual se verificó con la acostumbrada impetuosidad francesa (10 de octubre), en términos de arrollarlo todo los suyos en el principio hasta alojarse en algunos de nuestros atrincheramientos. Mas por fortuna, repuestas de aquella primera sorpresa unas compañías españolas, arremetiéronlos a la bayoneta tan vigorosamente que los desalojaron de aquel puesto y siguieron acosándolos hasta el glacis de la plaza. Pertenecían estas compañías al 3.er ejército que mandaba el de Anglona.

Informado a los pocos días don Carlos de España de que el gobernador francés tenía el designio de desmantelar la plaza, hízole intimar (19 de octubre) que si tal ejecutase, estaba autorizado por el generalísimo de los aliados, y así lo cumpliría, para pasar a cuchillo la plana mayor y toda la oficialidad, y para diezmar la guarnición entera. No era en verdad el general Cassan hombre a quien se intimidara fácilmente con amenazas, y así fue que respondió desdeñosa y altivamente a la del español. Pero las circunstancias eran más fuertes que su carácter, y la necesidad superior a su firmeza. Así fue que el 24, cediendo a las unas y a la otra, él mismo mostró deseos e hizo indicaciones de ajuste, con tal que le dejasen a él y a la guarnición de su mando volver libremente a Francia. No fue la proposición admitida, pero dio ocasión a conferencias y tratos, que tuvieron por término convencerse al fin el francés de la inutilidad de su resistencia, y avenirse a rendir la plaza (31 de octubre, 1813), quedando prisionera de guerra la guarnición: y firmada que fue la capitulación, entraron los españoles en la posesión de una de las primeras y principales plazas que habían estado constantemente en poder de franceses desde los primeros días de su invasión en España en 1808{1}.

Desembarazada y libre con esto la derecha del ejército aliado, pudo ya lord Wellington proseguir con más confianza su plan de alejar más y más a Soult de la frontera española, y de avanzar él por tierra francesa. Hallábase aquél establecido en las orillas del Nivelle, que desemboca en el Océano por San Juan de Luz, con atrincheramientos que enlazaban el pequeño puerto de Socoa con la aldea antes nombrada de Urogne. Ocupaba su centro las alturas de Sare y de la Petite-Rhune, y su izquierda la margen derecha del Nivelle, amparándose en los cerros que defienden la entrada de Ainhoue, describiendo el centro y alas un semicírculo. Conservaba además en San Juan de Pié-de-Puerto algunas fuerzas en observación de Mina y otros caudillos españoles.– Componían la derecha del ejército aliado dos divisiones inglesas, la portuguesa que regía Hamilton, y la española de don Pablo Morillo. Formaban el centro derecho tres divisiones británicas, y el izquierdo el ejército de reserva de Andalucía que guiaba don Pedro Agustín Girón. Contra las fuerzas francesas situadas en la Petite-Rhune habían de obrar la división ligera del inglés Alten, y la española de don Francisco Longa; a cuyas maniobras arreglaría las suyas sir Stapleton Cotton con tres brigadas de artillería y una de caballería que mandaba. Tenía instrucciones de cómo había de moverse don Manuel Freire con dos divisiones y una brigada del 4.º ejército, comandadas por don Diego del Barco y don Pedro de la Bárcena. Desde el puesto que ocupaba Freire hasta el mar obraría por lo largo de la línea sir John Hope, que había sucedido al general Graham, conquistador de San Sebastián. Lord Wellington con su cuartel general se hallaba en el centro.

Había éste retardado unos días la acometida a causa de las lluvias. Verificose en la mañana del 10 de noviembre (1813) por el centro derecho, atacando y tomando la división británica de Cole un reducto, que los franceses defendieron por espacio de una hora. Avanzó a ocuparle el mismo lord Wellington, a cuyo ejemplo arremetieron denodadamente las otras dos divisiones inglesas y la reserva española de Girón. El pueblo de Sare, la Petite-Rhune, todo fue acometido y tomado con brío, y al verse dueños del primero los españoles echaron al vuelo las campanas para anunciar su triunfo. Prolongábanse por detrás de Sare los atrincheramientos enemigos; un ataque simultáneo de nuestro centro los fue forzando todos, incluso el que pasaba por más formidable y que guardaba un batallón entero, que al fin hubo de rendirse. Con igual ventura había estado peleando nuestra derecha. Y así como por el centro los ingleses, Wellington, Beresford, Cole y Alten, y los españoles Girón y Longa, se habían apoderado de Sare y la Petite-Rhune, así por la derecha los ingleses Clinton, Hamilton, Stewart, Hill, y el español don Pablo Morillo, se hicieron dueños de los apostaderos enemigos de las faldas del Mondarín y del pueblo de Ainhoue. Y no pasó el día sin que el general británico sir John Hope y el español don Manuel Freire que obraban por la izquierda desalojaran a los franceses de sus reductos por el lado de Socoa.

Muy alentado Wellington con el resultado del combate, igualmente venturoso en el centro y alas de su ejército, determinó empujar más allá al enemigo, haciendo una arremetida vigorosa. Verificó primeramente y sin dificultad de consideración el paso del Nivelle, cruzándole por tres puentes. No era tan fácil dominar los cerros y alturas en que se aposentaban los franceses a su retirada de la otra parte de Saint-Pé. Costó a los aliados esta operación recia pelea, pero ya la influencia moral, que entra por tanto en el éxito de los combates, ayudaba a los nuestros al compás que dañaba a los franceses; y así fue que cejaron éstos al fin, ocupando los aliados sus estancias, y aun llegó a ponerse Beresford más allá de la derecha enemiga. Y tanto, que temiendo Soult que se interpusiese entre San Juan de Luz y Bayona, dispuso abandonar durante la noche la primera de estas poblaciones con sus obras de fortificación, y buscar más fuerte apoyo en la segunda, encaminándose a ella por la carretera, no sin cortar antes el puente que une a San Juan de Luz con Ciboure. Había hecho Soult delante de Bayona un campo atrincherado, que resguardado por la plaza ofrecía fuerte defensa a sus tropas. Obligó la reparación del puente a los ingleses a alguna detención: moviéronse no obstante el 12 (noviembre), y Wellington, lograda la primera parte de su plan, y puesto ya del otro lado del Nivelle, hizo alto en Saint-Pé para dar descanso a los suyos.

Y como sobreviniesen lluvias, y con ellas se pusiesen los caminos intransitables, pareciole peligroso avanzar más por entonces; y a fin de guarecerse en aquellas estancias de algún ataque o repentino arrebato de los franceses, hizo construir una línea de defensa, que desde la costa a espaldas de Biarritz se extendía cruzando la calzada hasta el Nive frente de Arcangues, y a lo largo de la izquierda de aquel río hasta Cambo. Nada tenía de cómodo el campamento, teniendo que estar los soldados miserablemente alojados, los que no acampaban a la intemperie. Al desabrigo de las estancias se agregaba el de los cuerpos, destrozado con tantas marchas así el calzado como el vestuario, señaladamente en la mayoría de las tropas españolas, por otra parte nada sobradas de alimento: que no permitían mejor asistencia ni los agotados recursos de la nación, ni los imperfectos medios administrativos de la hacienda militar. Mejor asistidos los ingleses, a pesar de las dificultades de los trasportes y de no poder llegar con regularidad los recursos de la Gran Bretaña, eran también menos sufridores que los españoles de las escaseces, privaciones y penalidades de la guerra.

No creyendo pues Wellington deber internarse más en estación tan incómoda, juzgando también más oportuno y más seguro dar tiempo a que acaso entrasen en Francia por el Norte los ejércitos de las potencias aliadas, y temiendo por otra parte los desmanes a que pudieran entregarse los suyos en aquella situación, dedicose a restablecer el orden y la disciplina en las tropas de su nación con una severidad de que bien habían menester. Y en cuanto a las españolas, pareciole que podría sin peligro ordenar que volviesen a su país, donde se hallarían mejor. Hízolo así; y en su virtud retrocedió don Manuel Freire a aposentarse en Irún con dos divisiones y una brigada del 4.º ejército, permaneciendo solo con los ingleses don Pablo Morillo con la primera. Longa con la sexta pasó a Castilla en busca de subsistencias. El ejército de reserva de Andalucía se acantonó en el valle del Bastán. Las demás tropas, situadas cerca de la frontera, así como las que guarnecían a Pamplona y San Sebastián, estaban como todas dispuestas a acudir prontamente al primer llamamiento{2}.

Iba trascurrido ya cerca de un mes, sin nuevos choques por parte de ambos ejércitos, cuando, queriendo Wellington mejorar sus estancias por la derecha y hacia el Nive superior, enseñoreando una parte de sus dos orillas, hizo que el general Hill atravesase aquel río por Cambo (9 de diciembre, 1813), apoyándole el mariscal Beresford, y ejecutando aquella operación el general sir Enrique Clinton por el pueblo de Ustaritz. De cerro en cerro fueron los enemigos empujados a bastante distancia. El mismo día pasó también el Nive don Pablo Morillo con la primera división del 4.º ejército, y se señoreó del cerro de Uzcurray y otros inmediatos, donde se aposentó. Favorecieron estos movimientos por la parte de Biarritz y de Anglet sir John Hope y el barón Alten, ya arrollando a los enemigos, ya distrayéndolos. Pero recogidos y bien atrincherados los franceses en el campo de Bayona, suspendieron los aliados sus operaciones, quedándose la división de Morillo en Uzcurray, una brigada de dragones ingleses en Hasparren, la derecha del cuerpo de Hill hacia el Adour, la izquierda en Villafranche, y el centro en la calzada inmediata a Saint-Pierre.

Acostumbrados los aliados meses hacía a ser ellos los acometedores, extrañaron no poco verse acometidos en la mañana del 10 (diciembre). Fuéronlo por la izquierda, donde estaban Hope y Alten: al principio forzaron y arrollaron los franceses los puestos avanzados, y aun embistieron los atrincheramientos y obras de campaña. Pero advertidos y serenos los dos generales británicos, rechazaron bien su arremetida. Ocurrió en esto a los franceses un contratiempo de esos que solo suelen verse cuando una causa va de caída. Dos batallones alemanes de los que con ellos servían, en número de 1.300 hombres, pasáronse a las filas de los aliados, al modo que allá en el Norte faltaron a Napoleón en el lance más crítico los soldados de Sajonia; con la diferencia que allá los sajones en medio de una batalla volvieron las bocas de fuego contra el ejército francés en que iban incorporados, como veremos en su lugar, y al menos en el campo de Bayona los alemanes que desertaron tuvieron la nobleza de pedir por condición ser trasladados a su país sin hacer armas contra los que acababan de ser sus compañeros. La defección sin embargo fue de un funesto efecto para los imperiales, por el nocivo ejemplo que aquella acción daba a otros extranjeros que servían en sus banderas. A pesar de eso renovaron los franceses sus ataques contra nuestra izquierda en los dos siguientes días, pero sin quebrantar la firmeza de los aliados.

Desesperado tenía al mariscal Soult aquella situación, y ya que la tentativa por la izquierda enemiga había sido infructuosa, intentó una arremetida vigorosa y furibunda por la derecha, o sea la izquierda suya (13 de diciembre), dirigiendo su principal ataque por el camino de Bayona a San Juan de Pié-de-Puerto. Por fortuna no cogió a Wellington descuidado; antes bien, previéndolo todo, había hecho reforzar su línea por aquella parte. Así fue que aunque hubo choques violentos y refriegas mortíferas, y puestos alternativamente ganados y perdidos, y a pesar de la pericia del francés y del arrojo y brío de sus irritadas tropas, no le fue posible desalojar las sólidas y firmes masas de los anglo-portugueses. En las peleas de aquellos días, que fueron muchas, así en el Nivelle como en el Nive, sufrieron los aliados una pérdida de más de 5.000 hombres; a 6.000 llegaría la de los franceses; pero éstos habían dejado en poder de aquellos más prisioneros, y sobre todo en las de los días atrás se habían quedado los aliados con cincuenta y un cañones enemigos; y esto y el haber avanzado en territorio hasta obligar a sus adversarios a ampararse de los muros de Bayona, constituía para ellos una gran ventaja, y era de gran influencia para el desenlace de la gran cuestión que entre más poderosos ejércitos se estaba ventilando en el Norte entre Francia y Europa.

Lo cierto es que Soult, el nombrado lugar-teniente general de Napoleón en España, con disponer todavía de una fuerza de cerca de 60.000 hombres, no solo no logró poner el pie en España, estrechado ahora contra los baluartes de una plaza francesa, sino que no se atrevió más a tomar la ofensiva, resignándose a mantener su derecha en derredor de aquel recinto, teniendo su centro a la margen del Adour hasta Port-de-Laune, y su izquierda a la derecha del Bidouse, a lo largo hasta Saint-Palais, cubriendo varios pasos de ambos ríos, fortaleciendo más a San Juan de-Pié-de-Puerto y Navarreins, y haciendo trincheras y estableciendo depósitos en Dax, más allá de Bayona.

Wellington por su parte tampoco insistió por ahora en nuevas agresiones, limitándose a fortificar más y más su línea de atrincheramientos, y a cuidar de la disciplina de sus soldados, por la cual temía siempre, y más en país enemigo, recelando que los excesos pudieran sublevar contra ellos el paisanaje francés, como había acontecido con los franceses en España. A juzgar por las comunicaciones de los corresponsales de nuestro ejército, las medidas de lord Wellington en este sentido fueron tan acertadas, que ya no solo no abandonaban sus casas los paisanos franceses, tranquilos con no sufrir vejaciones de ningún género, sino que «se podía transitar, decían, de unos pueblos a otros con la misma seguridad que en España.»

En tanto que así ambos generales en jefe estaban a la defensiva, dedicábanse los enemigos que estaban a la parte de San Juan de Pié-de-Puerto a contener las tentativas de Mina, que con su genio emprendedor y su habitual movilidad no cesaba de asomar y hacer apariciones por aquellos valles. Así quedaban las cosas en la frontera occidental del Pirineo al finar el año 1813.

Concentrado allí el interés de la lucha, por ser donde operaba todo el grueso de los ejércitos combatientes, y donde estaban los generales en jefe de unos y otros, poco era, y se preveía ya además, el que podían ofrecer las operaciones en los demás puntos de España en que aun habían quedado franceses. En Valencia, donde operaba el 2.º ejército español a las órdenes de Elío, no había que hacer sino expugnar las plazas que aisladamente habían quedado guarnecidas por fuerzas enemigas. Y esto fue lo que se ejecutó en el otoño y entrada del invierno de 1813, volviendo a nuestro poder con más o menos esfuerzo de los nuestros, aunque ya no grande, las que el enemigo había intentado conservar para una eventualidad, y rindiéndose entre otras, la de Morella el 22 de octubre, y la de Denia el 6 de diciembre.

Fuerza francesa que mereciese nombre de ejército no había quedado sino en Cataluña, si bien disminuyó notablemente en estos meses, pues de 32.000 hombres a que ascendía en conjunto, una parte de gente escogida fue llamada a Francia para los cuadros del ejército del Norte, la división italiana de Severoli fue destinada a su país, y un cuerpo de 2.400 alemanes fue desarmado de orden de Napoleón, por la desconfianza que naturalmente los soldados de aquella nación le inspiraban desde que el Austria se había pronunciado contra él y entrado en la liga de las potencias del Norte. De modo que mermó en 9.000 hombres el ejército francés de Cataluña. Mandábale el entendido mariscal Suchet, que conservaba unidos al gobierno del Principado los de Aragón y Valencia, casi nominales a la sazón. Pues aunque de hecho había mandado mucho tiempo hacía las fuerzas militares de las tres provincias, de derecho no tuvo el mando de Cataluña hasta que el general Decaen se retiró a Francia.– Proseguía desempeñando por el gobierno español la capitanía general de Cataluña y el mando en jefe del 1.er ejército el general don Francisco Copons y Navia, y ayudábanle en la tarea de molestar a los franceses, como jefes de cuerpos y columnas, caudillos tan activos y acreditados como Sarsfield, Manso, Llauder, y otros que anteriormente hemos nombrado, así como los que capitaneaban los cuerpos francos, somatenes y guerrillas. Subsistía además en Cataluña la división anglo-siciliana de que atrás hemos hecho mérito diferentes veces, conservando las mismas posiciones. Comúnmente tenía Copons sus reales en Vich.

Acciones y combates de consideración no hubo en los últimos meses de este año en Cataluña: reencuentros nunca faltaban, que no era el genio catalán para permanecer inactivo; y en los que ocurrieron en Mortalla, Sant Privat, Santa Eulalia, San Feliú de Codinas y otros puntos, a pesar de la innegable inteligencia de Suchet no llevaron la peor parte los españoles. Un golpe que el mariscal francés intentó contra los anglo-sicilianos saliole fallido por la vigilancia del general Sarsfield y la oportunidad con que acudió a socorrerlos. Por lo general Suchet residía como sus antecesores en Barcelona, influyendo ya en su carácter, antes tan activo, y por lo mismo tan costoso a los españoles, el desánimo que infunde la visible decadencia de una causa, no pudiendo ocultársele que la que él defendía podía darse por perdida en España, y estaba amenazada de la misma suerte en Europa. En realidad no era ya el peso de la guerra el que abrumaba a los catalanes, sino el de las cargas que el país estaba sufriendo en tanto que no se viera libre de franceses, y que tras una dominación de más de cinco años tenían agotada la provincia, acaso más que otras, por vivir ésta principalmente de la industria{3}.

Mientras las cosas de la guerra habían llevado el rumbo y quedaban a fines de 1813 en el estado que acabamos de describir, las de la política marchaban también hacia su desenlace, y al parecer hacia un término definitivo; y al modo que los cuerpos libres de estorbos buscan naturalmente su centro de gravedad, así el nuevo gobierno, libre ya la mayor parte de la nación de enemigos, buscaba el asiento que naturalmente le correspondía.

Dejamos en el capítulo anterior cerradas definitivamente en Cádiz las Cortes generales y extraordinarias, y en vísperas de reunirse y comenzar sus tareas las ordinarias convocadas para el 1.º de octubre. Suceso que coincidió con la publicación del tratado de paz y amistad entre España y Suecia, ratificado por las primeras de aquellas Cortes, en el cual el rey de Suecia, al modo que lo había hecho antes el emperador de Rusia, «reconocía por legítimas las Cortes generales y extraordinarias reunidas en Cádiz, así como la Constitución que habían decretado y sancionado.{4}»

El 15 de setiembre, al día siguiente de haber cerrado por primera vez sus sesiones las Cortes extraordinarias, la diputación permanente de éstas celebró la primera junta preparatoria de las que debían preceder a la instalación de las ordinarias. El presidente de aquella, señor Espiga, pronunció un interesante discurso, en que después de hablar de las antiguas Cortes españolas, y de indicar las causas por qué aquellas llegaron a ser un vano simulacro, se expresó de la manera siguiente, que creemos parecerá a nuestros lectores, como a nosotros, notable y digna de ser conocida.

«Todas las naciones conocieron bien presto la necesidad de poner límites al gobierno que habían formado para establecer el orden, la justicia y la seguridad; y la España, no menos sabia delante de sus reyes, a quienes obedeció con respeto y aun con veneración, que esforzada y valiente al frente del enemigo, con quien combatió siempre con heroica constancia, creó un Congreso nacional, que enfrenara la arbitrariedad, que por una fatalidad bien triste anda siempre al lado de los que gobiernan. No se puede renovar sin admiración la dulce memoria de aquellas Cortes, que en medio de las continuas guerras que trajeron siempre agitado y fatigado el reino, se celebraban para elegir el rey que había de mandar, dictar las leyes que se habían de obedecer, imponer los tributos que cada uno había de pagar, y asegurar así la libertad y los derechos de la nación. Por desgracia este precioso establecimiento, que, como todas las obras de los hombres, no podía dejar de estar sujeto a las vicisitudes de la flaqueza humana, fue constituido con aquellas imperfecciones que eran propias de un tiempo en que la guerra era la principal ocupación de los españoles; y una astuta política se aprovechó oportunamente de estos ligeros descuidos para frustrar los fines de tan alta institución.

»La ley no señalaba la época ni el día de la instalación de las Cortes, ni menos había aquella permanencia de representación, que es el único baluarte que se puede oponer a la ambición ministerial; y no es de extrañar que se usurpasen las legítimas facultades de los procuradores, se variase la representación a gusto del gobierno, se suspendiese, cuando le convenia, la celebración de las Cortes, y llegaran estas a ser un vano simulacro con que se alucinó a un pueblo generoso. Desde entonces fue decayendo la opulencia y esplendor de la monarquía; y un loco y pérfido usurpador se atrevió a concebir el criminal designio de subyugarla. Pero la nación española, que si fue sucesivamente dominada por naciones y familias extranjeras, jamás pudo ser conquistado su valor, ni domada la fiereza de su noble carácter, levantó la frente contra las huestes del tirano, las arrojó a las faldas del Pirineo, formó su gobierno, y no pudiendo olvidar la primitiva institución de sus padres, convocó a Cortes para arreglar la defensa contra un enemigo extraño, y asegurar su independencia contra los enemigos interiores.

»Las Cortes generales y extraordinarias se instalan entre las baterías enemigas y las orillas del Océano; y mientras que las legiones de Napoleón arrojan bombas incendiarias, y pretenden asaltar el último asilo de la libertad española, el augusto Congreso, impávido, imperturbable e impasible, forma la Constitución política de la monarquía, o más bien retoca el bello cuadro de la antigua Constitución española, le da un colorido más apacible, proporciones más exactas, y más duración y consistencia. Ya la sagaz y seductora ambición no podrá ejecutar sus empresas atrevidas: una antorcha permanente descubrirá las malas artes con que ha combinado hasta aquí sus oscuros y secretos planes; y una diputación las presentará a las Cortes inmediatas para su justo castigo y escarmiento. Conociendo las Cortes generales y extraordinarias que los intervalos que mediaban entre la celebración de las diferentes Cortes habían sido la principal causa de la decadencia progresiva que sufrió la representación nacional, y de la supresión que al fin consiguieron los privados de los reyes, establecieron la indisolubilidad del Congreso; y para conciliar la rapidez del gobierno con la permanencia de las Cortes suspendieron sus sesiones, y llenaron este vacío con la diputación permanente, que velara sobre las infracciones de la Constitución, preparara la instalación de las Cortes inmediatas, y fuese el eslabón que uniera la cadena con que debía quedar para siempre aherrojado el despotismo.

»Hoy es la primera vez que la diputación permanente tiene el honor de dirigir su palabra a los dignos diputados a quienes sus virtudes han llamado a ocupar un lugar bien merecido en el augusto Congreso de la nación; y órgano fiel de las Cortes generales y extraordinarias, no puede dejar de expresar la justa confianza que le inspira su ilustración, sus conocimientos, su patriotismo y la voluntad general de sus provincias. Están ya puestas las bases principales de la prosperidad nacional; y a vosotros, oh ilustres padres de la patria, os pertenece el derecho inapreciable de coronar y consolidar este grande y majestuoso edificio. Vicios arraigados, que habían crecido a la sombra de un gobierno inepto, arbitrario y dilapidador: opiniones recibidas en la educación, y autorizadas con el prestigio del tiempo: intereses opuestos, que resisten las grandes reformas: choques violentos, que son inseparables de las complicadas circunstancias de una revolución, tan poderosas causas han podido retardar algún tiempo el cumplimiento de los ardientes deseos de las Cortes, y lisonjeras esperanzas de la nación. Pero vuestro celo, actividad y sabiduría acabará bien presto de superar estos embarazos, que en parte están vencidos; y si las Cortes extraordinarias, que empezaron sus sesiones cuando todas las provincias estaban ocupadas o invadidas, tienen la satisfacción de haberlas cerrado después que el enemigo, perseguido por nuestros ejércitos victoriosos, ha repasado el Bidasoa, cubierto de oprobio e ignominia, está reservado a las Cortes ordinarias, que van a instalarse cuando ha vuelto a oírse otra vez el ruido del cañón del Norte, la gloria inmortal de restablecer a nuestro amado rey sobre el trono de Fernando el Santo, y dar a la nación una paz sólida y verdadera, que asegure su independencia y su prosperidad.»

Verificados los poderes de los diputados, y tras otras juntas preparatorias, constituyéronse las Cortes ordinarias el 25 de setiembre (1813), por la urgencia que las circunstancias les imponían, e instaláronse solemnemente el 1.º de octubre, y se mandó cantar por ello un Te Deum en todos los pueblos de la monarquía. No habían llegado todavía, ni con mucho, todos los diputados electos: no había que extrañar de los de América por razón de la distancia y falta de tiempo; pero de la península se habían retrasado también muchos, ya por temor a la fiebre amarilla, ya también (por lo menos entró en el ánimo de algunos) por ver si de este modo obligaban más al gobierno a trasladarse a Madrid. Pero el caso estaba previsto; y a fin de no dejar un momento el reino sin representación, se había acordado que los huecos que dejara la ausencia de los diputados propietarios los llenaran como suplentes los de las extraordinarias de sus provincias. Llevábase en esto, además del objeto indicado, el de no fiar la suerte del país a un cuerpo enteramente nuevo y extraño a los motivos y fines que habían guiado o impulsado los acuerdos y resoluciones anteriores. Y lográbase así también que hubiese quien sostuviera las reformas, a las cuales se recelaba, y aun se sabía, que no eran aficionados muchos de los nuevos representantes.

A esta diferencia en ideas y sentimientos entre la mayoría de los diputados de unas y otras Cortes habían contribuido varias causas. Era una de ellas el sistema o método indirecto de elección no menos que por cuatro grados, el cual se prestaba mucho a la influencia y manejo de ciertas clases, que en las masas del pueblo de las pequeñas localidades son poderosas, y lo eran mucho más entonces, tal como el clero y otras corporaciones privilegiadas, de suyo interesadas en guardar lo antiguo, porque no ganaban con las nuevas alteraciones. Prestábase también, y daba facilidad a este manejo la circunstancia de no exigirse en los electores propiedad ni arraigo alguno, que era llevar a las urnas gran número de gente indocta y de pocos alcances, y necesitada además, que ni entendía de derechos políticos, ni conocía su valor, ni hacía otra cosa que seguir la ruta y estampar los nombres que les designaran aquellos, o a quienes necesitaran o a quienes estaban acostumbrados a obedecer.

Otras causas, que no hallamos apuntadas en historiadores que han tratado esta materia, influyeron sin duda en el resultado de esta elección y en la calidad de los electos. El nombramiento para las primeras Cortes habíase hecho en el fervor del entusiasmo patriótico; y en aquellos momentos, no deslindados todavía los campos ni conocidas en España las lides políticas, de buena fe se había echado mano de lo más granado y que más descollaba en instrucción, en ciencia, o en representación social. No se hallaba entonces tan difundida la ilustración que fuera del todo fácil encontrar en todas partes reemplazo digno, y a tal altura de conocimientos que pudieran corresponder a lo que exigía el desenvolvimiento de los altos principios políticos proclamados, y muchos puestos ya en ejecución por los primeros legisladores. Además, y era otra de las causas, habíanse éstos, a juicio de muchos, excedido y llevado demasiado adelante las reformas, pasando de uno a otro orden de cosas con precipitación excesiva, y más rápida y radicalmente de lo que una nación de tantos siglos avezada al antiguo régimen que acababa de derrocarse podía de pronto consentir, al menos sin resentimiento y enojo de las clases lastimadas o perjudicadas. Nobleza, clero, magistratura, curia, y otras que habían sufrido los efectos de la reforma, tomaron parte activa en la elección, y procuraron enviar representantes que enmendaran o al menos neutralizaran los efectos de las innovaciones de que habían recibido o temían recibir daño en sus intereses o personas.

Fue, pues, en el sentido de mantener lo hecho, de suma utilidad el retraimiento de los nuevos diputados y el reemplazo por los antiguos en el lugar de los que no habían llegado, y solo así pudieron de algún modo equilibrarse los partidos que se disputaban el predominio de las ideas, y evitarse siquiera al pronto el mal efecto de ver al uno destruir el edificio recién levantado por el otro.

Habíase nombrado presidente de estas Cortes al diputado por Extremadura don Francisco Rodríguez de Ledesma. Pero las sesiones duraron poco tiempo en Cádiz, pues desde el 4 de octubre, con motivo de observarse que se aumentaban en aquella ciudad los estragos de la fiebre amarilla, se tomó el acuerdo de trasladarse, juntamente con la Regencia, a la Isla de León, donde la epidemia picaba menos, y que se trasladaran a Madrid luego que estuviese todo dispuesto en esta villa para empezar las sesiones. Continuaron pues éstas en la Isla desde el día 14. Uno de los primeros asuntos que al nuevo Congreso se presentaron fue el presupuesto de los gastos e ingresos para el año próximo, el cual no ofreció ni podía ofrecer más novedad que alguna pequeña modificación, reciente como estaba el que en las últimas sesiones de las extraordinarias se había presentado ya para el mismo año, pero dieron en esto las Cortes un ejemplo de respeto al artículo constitucional que así lo prescribía.

Trazaba el encargado del ministerio de Hacienda don Manuel López Arango un cuadro harto sombrío del estado económico del país, que sin embargo no debió sorprender a nadie, porque no podía esperarse más lisonjero después de una guerra tan larga y desoladora, y después del desconcierto administrativo en que por efecto de ella habían estado las provincias. Para cubrir el déficit que resultaba proponía el ministro la nueva contribución directa que las extraordinarias habían adoptado como una gran mejora económica, a cuyo recurso quiso añadir el de un empréstito de 10.000.000 de duros levantado en Londres, pero que se quedó en proyecto como tantos otros que con la nación británica se había intentado contratar desde los tiempos ya de la Junta Central. En su defecto, se mandó a los pueblos aprontar un tercio anticipado del impuesto único directo, y como medio supletorio, aunque muy diminuto, se aceptó el ofrecimiento de 8.000.000 de reales que la diputación de Cádiz hizo por equivalente de varias contribuciones.

Trájose otra vez a estas Cortes la cuestión de los regulares exclaustrados, con motivo de quejarse algunos de que varios de los de su ropa que habían sido superiores los querían obligar a reunirse y volver a los conventos, a lo cual ellos se oponían pidiendo se los amparase en la libertad de elegir el género de vida que cada cual quisiera adoptar. Disgustó este lenguaje de los peticionarios al señor Villanueva, pero defendieron con calor su derecho los señores Cepero y Antillón, reclamando la urgencia de asegurar la tranquilidad y la suerte de muchos regulares, a quienes sus antiguos prelados, por motivos mezquinos de interés o por el placer de tener súbditos, se empeñaban en encerrar de nuevo en los conventos, y abogaron por que éstos fuesen libres en continuar su método actual de vida, por lo menos hasta que se resolviese el expediente general sobre regulares{5}.

Otra cuestión delicada se suscitó en estas Cortes, delicada no tanto en su fondo como por la calidad de la persona a quien se refería. Tratábase de la extensión del mando de lord Wellington como generalísimo de los ejércitos españoles. Venía la disputa de contestaciones habidas entre el general británico y la Regencia, aspirando aquél a mayor amplitud de facultades, so color de dar más unidad a las operaciones de la guerra, y oponiéndose ésta con bastante carácter y dignidad. Recordarán nuestros lectores que ya en tiempo del regente Blake él y sus compañeros de Regencia resistieron con firmeza las pretensiones de mando del general inglés que entonces parecieron exageradas e inconvenientes. El ministro que ahora era de la Guerra, don Juan de Odonojú, irlandés de origen como Blake, pasaba por más desafecto aún que éste al general de quien se trataba, y acaso no era solamente como aquél opuesto a investirle de excesiva autoridad y mando, sino adversario también de la persona. La Regencia, con el fin de cortar las resultas o de descargarse de la responsabilidad de las consecuencias que pudiera traer tan enojosa disputa, sometió el negocio a la deliberación de las Cortes, que al fin ellas eran las que habían acordado y decretado el nombramiento de Wellington para el empleo y cargo de generalísimo; no aquellas mismas, pero sí las extraordinarias; es decir, derivaba su mando, no solo del poder ejecutivo, sino del legislativo también.

Llevada allí la cuestión, produjo muy vivos debates, agriándose mucho en ocasiones, como suele acontecer y es por desgracia muy común cuando en las cuestiones se mezclan nombres propios, y más cuando el tema principal son personas. Acaso no dejó de contribuir a ello la noticia de la conducta de sus tropas en San Sebastián. Hiciéronlo algunos arma de oposición contra el gobierno, acriminándole y haciéndole por ello cargos; cargos; valiéronse por el contrario otros de la ocasión para ver de privar a Wellington del mando de generalísimo, que nunca habían visto con buenos ojos en manos de un extranjero. Lo vidrioso mismo de la cuestión hizo que su resolución se fuese dilatando; cogiéronla todavía indecisa los sucesos que luego sobrevinieron, de los cuales conocemos ya algunos, como fueron las prosperidades militares de Wellington, y otros veremos después; y como a poco saliese del ministerio su principal adversario y sostenedor de la discordia don Juan de Odonojú, ni el general británico ni sus amigos insistieron en su empeño, y quedose en tal estado una disputa que amenazaba ser origen fecundo de disgustosas disidencias.

No faltaban ya, y de índole harto repugnante, en el seno de las Cortes y entre los diputados mismos. Hacíanse más cruda guerra de la que quisiéramos ver jamás en estos cuerpos, donde desearíamos solo la conveniente, razonable y sesuda controversia, los partidos liberal y anti-liberal. Descollaban ahora en el primero, entre los diputados nuevos, don Tomás Isturiz, don José Canga Argüelles, el eclesiástico don Manuel López Cepero, y acaso más que todos, por su decir fácil, elegante y florido, don Francisco Martínez de la Rosa, que desde entonces ha continuado distinguiéndose siempre por sus conocimientos y amena erudición en su larga y brillante carrera política, y que al tiempo que esto estampamos preside dignamente el Congreso de los diputados, de que somos el menos digno individuo. Entre los antiguos, aunque llegó en el último tercio de las extraordinarias, seguía señalándose en el partido liberal don Isidoro Antillón, ya en aquellas por nosotros con elogio mencionado. Las opiniones de este ilustre representante, y sobre todo la fuerza que en el hecho de salir de sus labios adquirían, incomodaron de tal modo al partido opuesto, que cayó en la abominable tentación de poner asechanzas a su persona y de atentar nada menos que contra su vida. El infernal proyecto se puso en ejecución, y aunque por fortuna no se consumó del todo, maltratáronle una noche los asesinos, acción que ni siquiera tenía el mérito material de correr algún riesgo, incapaz Antillón de defenderse de una acometida, por ser tan flaco y achacoso de cuerpo como era firme y entero de espíritu. «Precursor indicio, dice hablando de este hecho un escritor, del fin lastimoso y no merecido que había de caber a este diputado célebre más adelante, dado que con visos de proceder jurídico.{6}»

No salieron de estas Cortes, mientras permanecieron en la Isla, medidas de importancia, fuera de las que hemos indicado: parciales las más, la única puede decirse de interés y de carácter general fue el Reglamento para el gobierno y dirección del establecimiento del Crédito público, creado por las generales y extraordinarias para consolidar y extinguir la deuda nacional reconocida por las mismas por decreto de 3 de setiembre de 1811. Constaba este reglamento de 183 artículos, bien meditados para el objeto. Verdad es que en lo fundamental poco les habían dejado que hacer las constituyentes. Preocupaba a las ordinarias la idea de trasladarse a Madrid. Así es que otra vez en 22 de octubre decretaron: «que la Regencia del reino avise al Congreso en el momento que el estado de la salud pública y las precauciones tomadas por las juntas de Sanidad de los pueblos hagan practicable este tránsito.» Y como por fortuna el mejoramiento de la salud pública coincidiese con los prósperos acontecimientos de la guerra de que hemos hecho relación, parecía llegado el caso de poderse cumplir aquel deseo, y en la sesión de 26 de noviembre se acordó suspenderlas el 29 para realizar la traslación a Madrid y continuarlas en esta capital el 15 del próximo enero de 1814{7}.

En su virtud, y hechos los preparativos indispensables, púsose en camino la Regencia con sus respectivas dependencias y oficinas (19 de diciembre, 1813), marchando a pequeñas jornadas, y recibiendo en todos los pueblos del tránsito las más vivas demostraciones de afecto, siendo en todas partes espléndida y cariñosamente agasajada. No era fácil ni propio que los diputados marcharan en cuerpo: hiciéronlo separadamente, pero todos eran acogidos en las poblaciones con obsequios y muestras de satisfacción y regocijo. Grande fue el que experimentaron los habitantes de Madrid, al ver dentro del recinto de la capital a la Regencia del reino el día 5 de enero de 1814. Destinósele para alojamiento el real palacio.

Dejemos ahora al gobierno español restablecido en la antigua capital de la monarquía después de cerca de seis años de heroica lucha, a los ejércitos aliados de España en el territorio de los que habían sido nuestros invasores, para dar cuenta de lo que entretanto había acontecido a Napoleón en su gigantesca contienda con las potencias de Europa, de cuyo éxito pendía también inmediata y directamente la suerte futura de España.

Napoleón, que después del error de dejar al Austria convertirse de mediadora en enemiga, impuso todavía a las grandes potencias confederadas y las intimidó con la batalla y triunfo de Dresde, comenzó a alarmarse, aunque sin caer en desaliento, con cuatro batallas que sus lugartenientes habían sucesivamente perdido{8}, y que equivalían y aun excedían en importancia a aquella victoria. No es extraño que comenzara a inquietarse, porque de los 360.000 hombres de tropas activas que tenía junto al Elba desde Dresde a Hamburgo al dar principio a la guerra de Alemania, sin incluir las guarniciones del Elba, del Oder y del Vístula, ni los cuerpos de Augereau y del príncipe Eugenio destinados a Baviera e Italia, no le quedaban sino 250.000 hombres disponibles: es decir, que entre los combates, las fatigas, y la deserción, que era grande, porque los aliados, especialmente los bávaros y sajones, o se volvían vestidos de paisanos a sus casas o se pasaban a los enemigos, había sufrido una pérdida efectiva de más de 100.000 hombres. Con aquellos 250.000 tenía que resistir a más de 500.000 confederados, bien alimentados, provistos de todo por los pueblos, y firmes en sus banderas, como que peleaban por la independencia de sus respectivos países y naciones, mientras que a los suyos el cansancio, el hambre y el frío tentaban a cada paso a desbandarse, especialmente a todos los que no eran franceses, insinuándose ya en Alemania lo que en escala grande había acontecido en Rusia.

El sistema de los confederados era atacar a los generales o lugartenientes de Napoleón, y retirarse siempre que el emperador acudía en persona a socorrerlos, fatigándole así con idas y venidas inútiles, para abrumarle después cuando le juzgaran suficientemente debilitado. Apercibido él de esta táctica, estrechó el círculo de sus operaciones, y renunciando ya a la idea de resolver de un golpe la cuestión con una sola batalla general, porque no era posible, propúsose a su vez impedir la reunión de los ejércitos aliados, e irlos batiendo sucesivamente, con cuyo plan se prometía obtener el mismo resultado, aunque algo más lentamente. Así pensaba a su regreso a la capital de Sajonia a mediados de setiembre (1813). Los soberanos confederados por su parte discurrieron poner término a la guerra con una tentativa decisiva a espaldas de Napoleón. Prevaleció entre ellos la idea de Blucher de emplear en Bohemia la reserva del general ruso Benningsen, y de que bajase así reforzado el grande ejército de los aliados hacia Leipsick, mientras él se unía a Bernadotte, a fin de pasar juntos el Elba por las cercanías de Wittenberg y subir también a Leipsick con los ejércitos del Norte y de Silesia.

Viose Napoleón en la necesidad de cubrir a Leipsick, donde colocó a Murat, de llamar hacia allí sus cuerpos de ejército, y de procurar anticiparse a impedir la reunión de los confederados, que por su parte trataban de cogerle en una especie de red. Todas las fuerzas que Napoleón podía juntar en derredor de Leipsick apenas podrían llegar a 200.000 hombres; era fácil a los aliados reunir 300 y aun 350.000 combatientes. Confiaba Napoleón en la indomable bravura de sus soldados: pero animaba a los enemigos grande ardimiento y el deseo de vengar de una vez los ultrajes de muchos años. Excelentes y muy acreditados eran los generales franceses, pero eran también de gran valía Blucher, Schwarzenberg, Benningsen, Bernadotte y los demás que conducían los ejércitos austriacos, rusos y prusianos. Contaban los franceses en ventaja suya con el genio de Napoleón, pero sobre tener en contra la superioridad numérica de los contrarios, observábase la estrella de aquel genio amenazada de eclipse, y como próxima a cubrirse de nubes. Era el 15 de octubre (1813), víspera de la gran batalla que había de decidir de la suerte de Europa, y todas las noticias que Napoleón recibía eran tristes, y propias para poner a prueba la firmeza de su carácter. Los movimientos de los enemigos frustraban los planes mejor concebidos y en que más había confiado: el reino de Westfalia, donde tenía a su hermano Gerónimo, se había desmoronado de repente a la simple aparición de una tropa de cosacos, y la Baviera había firmado un tratado de adhesión a la coalición europea. Hablando Napoleón aquella noche con los generales de su predilección, al tiempo que se esforzaba por mostrarse resuelto y tranquilo, y se chanceaba con ellos como para animarlos, no dejaba de dar algunas señales de los sombríos presentimientos que traían su imaginación preocupada.

No nos incumbe a nosotros ni describir los movimientos y evoluciones de unos y otros ejércitos, ni las posiciones respectivas que ocuparon, ni los cuerpos que concurrieron, ni los designios y planes de cada uno para el gigantesco combate que se había venido preparando, como tampoco nos corresponde relatar los pormenores de la terrible y sangrienta lucha de que iba a depender el imperio de una gran parte del mundo, como en los tiempos de Roma, y que al fin se realizó el 16 de octubre de 1813 en las cercanías de Leipsick. La mayor batalla del siglo, y probablemente de los siglos, la llama un historiador francés, tal vez sin hipérbole si se refiere a los siglos modernos. Tres batallas, no que una sola, se dieron en aquel memorable día, puesto que se peleó a un tiempo entre fuerzas inmensas en Wachau, en Lindenau y en Mockern, comprendidas todas bajo el nombre de batalla de Leipsick, por ser todos puntos inmediatos a aquella ciudad. Con ardor y encarnizamiento pelearon franceses y confederados; decisión y pericia suma mostraron unos y otros generales; jamás se había oído retumbar un cañoneo tan horroroso; dos mil bocas de fuego vomitaban a un tiempo hierro y muerte: sobre 70.000 hombres fueron sacrificados en aquella lúgubre jornada, por resultado de la insaciable y caprichosa ambición de un solo hombre; y aunque acaso perecieron más confederados que franceses, con razón exclama un historiador francés al compendiar este resultado: «¡Triste y cruel sacrificio, que cubría a nuestro ejército de honra inmortal, pero que debía cubrir de luto a nuestra infeliz patria, cuya sangre corría a torrentes para asegurar, no su grandeza, sino su caída!»

Aunque Napoleón y sus generales pudieran decir que no habían perdido la batalla porque no habían sido forzados en sus posiciones, el no ganarla equivalía, para él y para su fama, a haberla perdido. Su única salvación habría sido vencer aquel día: el no haber rechazado lejos al ejército de Bohemia para caer al otro día sobre los de Silesia y el Norte era quedar en posición sumamente peligrosa: él no podía recibir más refuerzo que el del cuerpo de Reynier, compuesto en su mayor parte de sajones, en quienes no se tenía confianza; mientras que los coaligados podían fácilmente reforzarse con 100.000 hombres. No se le ocultaba lo crítico de su situación, y en los mustios y taciturnos rostros de sus generales la comprendía también: él mismo fue el primero a articular la palabra retirada, que ninguno se habría atrevido a pronunciar delante de él; pero repugnaba tanto a su orgullo, le era tan violento, que todo el día 17 le pasó en fluctuaciones y perplejidades a que no estaba acostumbrado su carácter, perdiendo un tiempo precioso; hizo indicaciones de tregua a un prisionero austriaco, a quien dio libertad para que pudiera hacerlas conocer a los soberanos enemigos, y cuando se convenció de que el armisticio era imposible y se decidió por la retirada, quiso hacerlo de un modo ostentoso, como quien en medio de la debilidad esperaba todavía imponer y amedrentar a los que reunidos eran ya conocidamente más poderosos que él, como el genio de la soberbia que intentaba aterrar después de caído.

Dadas las órdenes y trasmitidas las instrucciones para la defensa de Leipsick, a cuya espalda había de retirarse el ejército francés, comenzó éste su movimiento (18 de octubre). Todo él tenía que desfilar por el larguísimo puente de Lindenau, o sea una serie seguida de puentes de una longitud inmensa, operación arriesgadísima y difícil, causa de los desastres que vamos ahora a ver. Cerca de 300.000 hombres tuvo sobre sí Napoleón en este terrible día, mandados por Bernadotte, Blucher y Schwarzenberg, con que se dieron a la vez tres batallas como la antevíspera. Siglos hacía que no había combatido tanto número de hombres en un mismo campo. Con desesperación pelearon los unos, con el ardor de quienes iban a emancipar de una vez su patria los otros. En lo más recio de la refriega los sajones que conducía Reynier, y que servían de mala gana con los franceses, corrieron de repente a las filas contrarias, y lo que es más, volvieron las bocas de sus cañones y los dispararon contra la división de Durutte, con la cual estaban sirviendo dos años hacía, y la destrozaron; horrible traición, que en aquel caso no bastaba a justificar la injusta violencia que Napoleón había estado haciendo a la Sajonia, pero que era una expiación de sus tiranías. Por todas partes corría la sangre a torrentes, y por todas se cubría la tierra de cadáveres y de miembros destrozados de hombres y de caballos. «Un cañoneo de dos mil bocas de fuego, dice el historiador antes aludido, puso término a esta batalla, justamente llamada de Gigantes, y hasta ahora la mayor sin duda de todos los siglos.» Sin aceptar nosotros la frase en toda su significación, diremos, sí, que ambas batallas fueron gigantescas y horribles, pues murieron en solos dos días más de 100.000 combatientes.

Por más que Napoleón se esforzara por mostrar un semblante impasible, traslucíase la pena que estaba devorando el fondo de su alma. Dirigiéndose a la caída de la tarde a Leipsick, dictó desde una hostería la retirada nocturna del ejército, y señaló los generales y los cuerpos que habían de protegerla defendiendo la ciudad, y cómo éstos habían de retirarse a su vez cuando se vieran forzados a ello. Pero si horroroso había sido el día 18, no lo fue menos, lo fue todavía más el 19. Fáciles eran de prever los embarazos que había de producir el desfile de tantos millares de hombres, de tantos miles de carros, de tantos centenares de cañones, con los heridos que no habían sido abandonados, con cinco o seis mil prisioneros de Dresde y de Leipsick que por orgullo llevaban a costa de aumentar la confusión y las dificultades, todos atropellándose a pasar el puente de Lindenau, de media legua de longitud, queriendo todos ser los primeros a entrar en aquel angosto recinto, alegando preferencias de cuerpo, y dando lugar cada tropa nueva que llegaba a gritos, resistencias, tropelías y verdaderos combates. Solo el emperador logró hacerse paso por entre la apretada muchedumbre, por un resto de admiración y respeto a su persona.

Acontecía todo esto en tanto que en las cercanías, y a las entradas, y en los arrabales y en las calles de Leipsick, atacada en todos los puntos por los confederados, que apenas creían en la fortuna de verse vencedores de Napoleón, se combatía de la manera más sangrienta y horrible, incomunicados los defensores de una calle a otra, y a veces apiñándose tanto que era imposible a los aliados penetrar ni a la bayoneta. Una horrorosa catástrofe vino a aumentar aquella confusión espantosa. Habíase dado orden a un coronel de ingenieros para que minara el primer arco del puente y le hiciese volar tan pronto como pasara el último cuerpo francés y antes que pudieran entrar en él los enemigos. Un cabo con mecha en mano espiaba este momento o aguardaba el aviso. Mas como se viese acercar tropas de Blucher persiguiendo una columna francesa, creyose aquella la ocasión, gritose al cabo que prendiera fuego, estalló la mina con horrendo estampido, y volando por los aires los pedazos del puente hizo porción de víctimas a un lado y a otro. Pero no fue esto lo más funesto del error. Hallábanse todavía comprometidos en la ronda de Leipsick y oprimidos entre 200.000 contrarios los generales franceses, Reynier, Lauriston, Macdonald y Poniatowski con las reliquias de sus cuerpos, que aún ascendían a 20.000 hombres, los cuales, viéndose así cortados y creyéndose vendidos, lanzaron gritos de furia, y después de una resistencia desesperada los unos se rindieron, los otros se arrojaron a los ríos, que algunos lograron pasar a nado, siendo los más arrastrados por las corrientes. Esto último le sucedió al príncipe de Poniatowski, recién ascendido por Napoleón a mariscal del imperio en recompensa de su heroísmo. Macdonald, más afortunado, logró ganar la opuesta orilla. Reynier y Lauriston fueron hechos prisioneros.

Tal fue el término de las famosas y sangrientas batallas de Leipsick, que costaron a Napoleón más de 60.000 hombres, y tal y tan desastroso el remate de la campaña de Sajonia que con tanta fortuna para él había principiado en Lutzen, en Bautzen y en Dresde{9}. De los 360.000 hombres de tropas activas, sin incluir las guarniciones, que contaba al romper las hostilidades; de los 250.000 que aún tenía quince días antes, entre las pérdidas sufridas en las marchas y en las batallas, y las defecciones de los aliados, apenas conservaba ya de 100 a 110.000 soldados, y éstos en el estado más deplorable. Lo que todavía llevaba bueno era una numerosa y excelente artillería, aunque algunas docenas de piezas habían quedado en poder del enemigo. Pero si bien esta artillería podía ser un recurso, era también un embarazo por la dificultad del trasporte. Convencido Napoleón de que no le quedaba otro arbitrio que tomar la vuelta del Rin, dirigió la retirada en persona precipitándola todo lo posible, a fin de tomar la delantera a los enemigos en los desfiladeros y en los pasos más peligrosos. Esto lo logró, pero sufriendo todavía bajas enormes en sus desalentadas huestes; porque incesantemente acosadas por los austriacos, prusianos y cosacos, no solo fue menester abandonar los 5 o 6.000 prisioneros que por ostentación llevaba, sino que sus soldados, ya con pretexto del hambre, ya fingiéndose enfermos, heridos o despeados, quedábanse por las noches en los caminos o en las aldeas, cayendo a centenares en poder de los corredores enemigos; en términos que desde Lutzen a Erfurt, donde llegó el 22 (octubre, 1813), halló su ejército mermado en cerca de otros 20.000 hombres por efecto de este desbandamiento.

Hizo en Erfurt un alto de dos o tres días para dar algún descanso a sus tropas, y proveerlas de vestuario y calzado que había en los almacenes. Desde allí escribió a París pidiendo quinientos millones de francos y nuevos alistamientos, además de los 280.000 hombres ya pedidos, y recomendando que los que le enviasen fueran hombres ya formados, «pues con niños, decía, no puedo defender la Francia;» aludiendo a los muchos reclutas que llevaba en su ejército, y a cuya causa achacaba las muchas deserciones. Faltole allí su cuñado Murat, que con tanta bravura se había conducido en Leipsick, y que partió, sin que nada fuera bastante a detenerle, alegando la necesidad de su presencia para defender la Italia. Allí supo también la defección completa del ejército bávaro, que convertido en enemigo después de tantos años de aliado, hacía su situación más comprometida. Avanzando ya los confederados por todas partes, fuele preciso levantar el campamento de Erfurt, adelantándose para no ser cortado.

Aun así encontró el 30 de octubre interceptado el camino de Maguncia, y por consecuencia cerrado el paso al Rin, por el general de Wrede que ocupaba Hanau con 50 o 60.000 austro-bávaros. Enfureció en gran manera a Napoleón y a todos los franceses esta acción de quien había sido tanto tiempo su amigo. Propúsose aquél escarmentarle a toda costa, aunque ya no llevaba sino de 40 a 50.000 hombres; ¡tanta había sido la deserción en las últimas marchas! y de ellos apenas pudo reunir 16.000 bajo su inmediata mano. Con ellos sin embargo, y con ochenta cañones, llevando por delante su vieja guardia, acorraló a de Wrede, de quien dijo con ironía: «¡Pobre de Wrede! ¡le pude hacer conde, pero no general!» Cerca de 10.000 hombres perdió el bávaro, entre muertos, heridos y prisioneros, quedando él mismo tan gravemente herido que se le tuvo por muerto. Sobre 3.000 hombres perdieron los franceses en este brillante encuentro. Lució todavía con fulgor en medio de su decadencia el astro y el genio de Bonaparte; y así pudo abrirse paso al Rin, y así pudieron ir llegando unos tras otros a Maguncia hasta 40.000 hombres, residuo de aquellos 360.000 con que había comenzado la célebre y para él funesta y lúgubre campaña de Sajonia. Acompañábanle en esta desastrosa retirada los mariscales Víctor, Marmont, Sebastiani, Mortier, Macdonald y Lefebvre-Desnouettes.

Una semana permaneció Napoleón en Maguncia, reorganizando en lo posible sus mermadísimas y asendereadas huestes, cuidando de que se recogieran los desbandados y dispersos, y distribuyendo sus tropas y dando y señalando a cada general su fuerza y su puesto para la defensa de la frontera del Rin, de aquella frontera que pocas semanas antes la Europa coaligada habría de buen grado reconocido como límite de la Francia, y aun lo habría agradecido como una concesión generosa de Napoleón, y ahora necesitaba él de grande esfuerzo, y era muy dudoso que pudiera conservarla. Después de esto partió para París (7 de noviembre, 1813) con objeto de buscar todavía en aquella Francia, agotada ya de hombres y de recursos, recursos y hombres para una nueva campaña. Soldados le quedaban todavía excelentes y en gran número, mandados por distinguidos generales y por oficiales aguerridos. Además de las reliquias del grande ejército llegadas al Rin, tenía 190.000 hombres útiles para el servicio. ¿Pero dónde los tenía? Habíalos dejado diseminados por el Norte de Europa, guarneciendo las plazas del Elba, del Oder y del Vístula: que así como su hermano José al salir de España había dejado guarniciones más o menos fuertes, no solo en las fronteras sino en el interior de la península, con el objeto y la esperanza de que le sirvieran de apoyo cuando volviera a pisar el suelo español, así Napoleón, que en la embriaguez de su ambición y de su orgullo había confiado en penetrar otra vez victorioso hasta el Vístula, había dejado allí derramadas aquellas guarniciones para que le sirvieran de apoyo cuando triunfante otra vez de la Europa coaligada volviera a ostentar sus águilas por aquellos remotos países{10}.

Pero las sangrientas jornadas de Leipsick habían dado al traste con los gigantescos designios del genio de la ambición, y aquellos 190.000 hombres que juntos hubieran formado todavía un lucidísimo ejército y podido servir de base para otro mucho más numeroso, aislados y dispersos a grandes distancias algunos, bloqueados casi todos en plazas enclavadas en países enemigos, a muchas jornadas del Rin, en medio de los victoriosos e inmensos ejércitos de la Europa confederada, cerrado el camino de la Francia, y sin fácil, y aun los más sin posible comunicación entre sí, ¿cuál podía ser la suerte de aquellas guarniciones, por grande que fuera su heroísmo, sino las penalidades, los infortunios, la desesperación, y tras ella o la sumisión al enemigo o la muerte? Así fue sucediendo, como era fácil de pronosticar. La guarnición de Dresde, fuerte de 30.000 hombres, con estar mandada por un general de tan alta reputación y de tan firme carácter como el mariscal Saint-Cyr, tuvo que resignarse a quedar prisionera de guerra, desaprobada por el emperador Alejandro la capitulación que antes había hecho (11 de noviembre, 1813), con la ventajosa condición de poder ir a Francia, y con la facultad de servir después de canjeada: acto de que los franceses se quejaron amargamente, calificándole de violación indigna de un tratado, y haciendo por ello cargos terribles a los soberanos del Norte.

Las demás guarniciones de Modlin, de Zamose, de Wittenberg, de Torgau, de Hamburgo, de Stettin, de Glogau, de Custrin, de Magdeburgo, de Danzick, las unas sufrían todos los horrores del hambre, las otras los rigores de la peste, desarrollado en unas partes el tifus, en otras la fiebre hospitalaria, y hasta la fiebre llamada de congelación, nacida ésta del frío, como aquella de la humedad y de la insalubridad del aire, que arrebataban a millares los soldados y enviaban al sepulcro generales y caudillos ilustres: bloqueadas todas, resistiendo algunas incesante bombardeo; firmes en medio de su abandono, y sin faltarles aquella fe que había sabido inspirar a sus guerreros Napoleón, y esperando todavía de él poco menos que milagros, si algunas se rindieron y capitularon, agotados todos los medios de defensa, otras subsistían todavía a fines del año, prolongando una resistencia que admiraba y desesperaba a sus enemigos. Cada cuál parecía haberse propuesto ser el último que entregara a la coalición su espada.

Resumiendo; al terminar el año 1813, Napoleón, que aún después del desastre de Moscú había aspirado todavía a enseñorear la Europa, que menospreciando la mediación del Austria y convirtiéndola imprudentemente de aliada en enemiga, presumió poder triunfar él solo de toda la Europa coaligada, y creyó bastarle su genio para reparar de un solo golpe todos sus anteriores desastres y para encumbrarse a tanta o mayor altura que en la que antes se había visto, recogió por fruto de su desmedido orgullo y por resultado de la atrevida y temeraria campaña de Sajonia, haber perdido entre combates, enfermedades y marchas 300.000 hombres, dejar 190.000 comprometidos y bloqueados en plazas de naciones enemigas, contar apenas 50.000 hombres útiles para defender las fronteras del Rin y resguardar la Francia, verse abandonado de todos sus aliados, y haber regresado a París a pedir a la Francia más hombres y más oro, para ver todavía de satisfacer, so pretexto del engrandecimiento de la Francia, aquella ambición que le hacía perderlo todo por querer ganarlo todo.

De la parte de España, aquellos ejércitos imperiales que tan fácil habían creído amarrarla al carro triunfal de Napoleón, y que llegaron a mirar y a gobernar como un departamento del imperio francés, se hallaban lanzados del suelo español: las tropas aliadas, inglesas, portuguesas y españolas, pisaban el territorio de la Francia, arrollaban las huestes de Bonaparte, y amenazaban una plaza fuerte del imperio. Y el gobierno español, primero fugitivo y después refugiado en una ciudad murada a la extremidad del reino, y las Cortes españolas, antes reducidas a deliberar en el mismo estrecho recinto entre el estruendo y el estallido de los cañones y de las bombas enemigas, disponíanse ahora uno y otras a funcionar libre y desembarazadamente en la antigua capital de la monarquía. Con tan felices auspicios se anunciaba el año 1814, que había de ser fecundo en grandes sucesos, previstos ya unos, inopinados otros, aquellos lisonjeros sobremanera, éstos sobremanera amargos.




{1} En la Gaceta de Madrid del 20 de noviembre se insertó la copia de la capitulación de Pamplona, expresando las proposiciones hechas por el gobernador francés Cassan, en diez y ocho artículos, y las respuestas que a cada una de ellas fue dando don Carlos de España.

{2} Para la sucinta relación que hacemos de todas estas operaciones hemos tenido a la vista los partes oficiales, así del general en jefe duque de Ciudad-Rodrigo, como de don Pedro Agustín Girón, de Mina, de Morillo y de otros jefes de divisiones, así como también los que los franceses insertaban en sus Boletines del Ejército, comparándolos entre sí, consignando solo el resultado sustancial de cada movimiento, y omitiendo pormenores y circunstancias que, aunque curiosas muchas de ellas, no nos parecen propias de una historia general.

{3} Según un estado del tesorero del ejército y principado de Cataluña dado en 1814, calcúlase que desde 1809 hasta fines de 1813 contribuyó el Principado con más de 285 millones para gastos de guerra y sostenimiento del ejército nacional, sin contar parciales derramas que no pudieron incluirse en este estado.

{4} El tratado se había celebrado ya en la primavera, pero no se publicó en la Gaceta de Madrid, después de ratificado por las Cortes, hasta el 21 de setiembre de 1813.

He aquí la letra del tratado:

«En el nombre de la Santísima e indivisible Trinidad.

»S. M. don Fernando VII, rey de España y de las Indias, y su Majestad el rey de Suecia, igualmente animados del deseo de establecer y asegurar las antiguas relaciones de amistad que ha habido entre sus monarquías, han nombrado para este efecto, a saber: S. M. C., y en su nombre y autoridad la Regencia de España, residente en Cádiz, a don Pantaleón Moreno y Daoíz, coronel de los ejércitos de S. M. C. y caballero de la orden militar de Santiago de Compostela; y S. M. el rey de Suecia al señor Lorenzo, conde de Engestrom, uno de los señores del reino de Suecia, ministro de Estado y de negocios extranjeros, canciller de la universidad de Lund, caballero comendador de las órdenes del rey, caballero de la orden real de Carlos XIII, gran águila de la Legión de Honor de Francia, y al señor Gustavo, barón de Weterstedt, canciller de la corte, comendador de la Estrella Polar, uno de los diez y ocho de la Academia sueca, los cuales después de haber canjeado sus plenos poderes hallados en buena y debida forma, han convenido en los artículos siguientes:

»Art. 1.º Habrá paz y amistad entre S. M. el rey de España y de las Indias, y S. M. el rey de Suecia, sus herederos y sucesores, y entre sus monarquías.

»Art. 2.º Las dos altas partes contratantes, en consecuencia de la paz y amistad establecidas por el artículo que precede, convendrán ulteriormente en todo lo que pueda tener relación con sus intereses recíprocos.

»Art. 3.º S. M. el rey de Suecia reconoce por legítimas las Cortes generales y extraordinarias reunidas en Cádiz, así como la Constitución que ellas han decretado y sancionado.

»Art. 4.º Las relaciones de comercio se establecerán desde este momento, y serán mutuamente favorecidas. Las dos altas partes contratantes pensarán en los medios de darles mayor extensión.

»Art. 5.º El presente tratado será ratificado, y las ratificaciones serán canjeadas en el espacio de tres meses contados desde el día de la firma, o antes si fuese posible.

»En fe de lo cual Nos los infrascritos, en virtud de nuestros plenos poderes, hemos firmado el presente tratado, y hemos puesto en él el sello de nuestras armas. Fecho en Stockolmo a 19 de marzo del año de gracia de 1813 (L. S.). Pantaleón Moreno y Daoíz. (L. S.) El conde de Engestrom. (L. S.) G. barón de Weterstedt.

{5} Con este motivo contó el señor Cepero que un padre provincial en Andalucía, llevado del prurito de tener en quien ejercer autoridad, andaba recorriendo con unos cuantos frailes los pueblos donde había habido conventos, los abría, e instalándose en cada uno de ellos con su comunidad volante, pasaba a representar en otro la misma escena.– Sesión del 15 de octubre, 1813.

{6} Fue tan ruidoso aquel escándalo, que creemos verán con gusto nuestros lectores cómo se trató de él en la sesión del Congreso.

Era la del 4 de noviembre, y se comenzó leyendo un oficio del mismo señor Antillón, en que participaba al presidente que la noche anterior, al retirarse del Congreso, y en las cercanías de su casa, había sido acometido por tres asesinos, recibiendo de uno de ellos dos sablazos, con los que cayó en tierra sin sentido, quedando como muerto: que se hallaba en cama, sin otra lesión notable que una contusión en la frente, habiéndole preservado el sombrero y cuello de la capa; y lo avisaba para noticia de las Cortes, y que lo tomasen en consideración. Un grito de general indignación resonó en el Congreso. El presidente manifestó que desde anoche, sabedor del atentado, había tomado las providencias que juzgó oportunas. El señor Quartero pidió no se omitiera medio para asegurar la inviolabilidad de los representantes del pueblo español, y evitar que se repitieran escándalos de esta especie. En consecuencia se nombró una comisión especial compuesta de los señores Castanedo, Mendiola, Ledesma, Gordoa y Sombiela, para que en la sesión extraordinaria de aquella noche presentara su dictamen sobre tan atroz suceso.

Presentose en esto el señor Antillón, y tomando la palabra habló sustancialmente en los términos siguientes: «Señor, volviendo a presentarme en este augusto Congreso por haberse dignado la Providencia preservar mi vida, reputo como el primero de mis deberes expresar mi gratitud, protestando de nuevo que sacrificaré gustoso mi existencia en favor de la libertad civil y de los derechos de los ciudadanos.»

En la sesión extraordinaria de la noche se leyó un oficio del secretario de Gracia y Justicia, participando que la Regencia había ordenado al juez de primera instancia de la Isla de León practicara las más exquisitas diligencias en averiguación de los autores del crimen, y diera cuenta diaria de lo que adelantase. El señor Capaz propuso se dijera al gobierno que se asignara el premio de ocho mil pesos en el acto mismo, al que descubriera los agresores, y si el delator fuese cómplice se le concediera su indulto. Contra esta proposición hablaron con valor varios diputados, y principalmente el señor Martínez de la Rosa, que pronunció estas enérgicas palabras: «Seamos los representantes de esta nación magnánima el modelo exacto de la rigidez de los principios sancionados: llevemos nuestra generosidad al punto que piden nuestros deberes, confundiendo a los enemigos del sistema y la Constitución (autores en mi concepto del horrendo crimen) con los beneficios de la Constitución misma: demos al pueblo el noble ejemplo de que sabemos preferir la observancia de las sabias instituciones a la venganza o condigna satisfacción que reclama un atentado enorme, cometido contra nuestras leyes y sagrada representación: llene el poder judicial sus atribuciones, y sostenga el legislativo su dignidad… Lejos de nosotros, señores, ese degradante y soez premio a un delator: la nación libre, la nación sabia, jamás acogió delitos: importa menos que se oculte el crimen en la oscuridad, que irle a buscar con los pérfidos lazos de la capciosidad, el espionaje, y la recompensa de un proceder más horroroso acaso que el atentado con que se ha ofendido a la soberanía. Estoy seguro de que si nuestro apreciabilísimo compañero el señor Antillón se hallase entre nosotros, sería el que con mayor firmeza sostendría estos principios: los ha proclamado constantemente, los abriga en su corazón heroico, y su alma elevada es incapaz de desmentir tan dignos sentimientos…). –El señor Cepero demostró que el atentado se dirigía contra el Congreso, y que el señor Antillón era una víctima que se había querido inmolar en odio de sus virtudes y amor a la patria. «Devoren, dijo, los remordimientos al parricida que alzó su mano contra el mejor de sus amigos, contra el más ardiente defensor de sus derechos. ¡Insensato! Creyó acaso que acabando con la vida del señor Antillón acababa con la libertad pública; pero ¡la sangre misma de este digno diputado hubiera producido nuevos defensores a la libertad!»

Hablaron algunos otros diputados: se desechó la proposición del señor Capaz, y se aprobó el dictamen de la comisión para que los tribunales instruyeran y fallaran el proceso sobre tan abominable atentado: el juez pidió permiso para tomar declaraciones a varios diputados y le fue concedido.

{7} Antes de abandonar la Isla de León quisieron dejar a la población un testimonio honroso de su aprecio, y en la sesión del 27 de noviembre decretaron, atendidas sus circunstancias y especialmente la de haberse instalado en ella las Cortes generales y extraordinarias, concederle título de ciudad con la denominación de San Fernando.

{8} Las de Katzbach, Gross-Beeren, Kulma, y Deunewitz.

{9} Las Cortes españolas en sesión del 26 de noviembre decretaron que en todas las capitales y pueblos de la monarquía se cantara un Te-Deum «en acción de gracias por los resultados de las memorables batallas dadas por los aliados en las inmediaciones de Leipsick en los días 18 y 19 de octubre último, y por los triunfos conseguidos en el Pirineo por las armas nacionales y aliadas en los días 10 y siguientes del presente mes.»– Diario de las Sesiones.– Decretos de las Cortes, tomo V.

{10} Había dejado 3.000 hombres en Modlin, otros 3.000 en Zamose, 28.000 en Danzick, 8.000 en Glogau, 4.000 en Custrin, 12.000 en Stettin, 30.000 en Dresde, 26.000 en Torgau, 3.000 en Wittenberg, 25.000 en Magdeburgo, 40.000 en Hamburgo, 6.000 en Erfurt, y 2.000 en Wurtzburgo.